CAPÍTULO 2
Marius Pontmercy había pasado toda su infancia en casa de su abuelo, el señor Gillenormand, un monárquico intransigente que no soportaba ni la Revolución ni el Imperio. De hecho, cuando murió su hija, se llevó consigo a su nieto, porque odiaba la idea de que viviera con su padre, un coronel del Imperio. Marius cursó estudios clásicos y justo al acabarlos se mudó con su abuelo (hasta entonces vivían en el arrabal Saint-Germain) al barrio del Marais, a una casa que el viejo poseía, con su hija, tía de Marius, y algunos criados. Marius acababa de cumplir diecisiete años y una tarde, al volver a casa, vio que su abuelo tenía una carta en la mano.
—Marius —dijo el señor Gillenormand—, mañana partirás hacia Vernon en el coche de las seis.
—¿Por qué?
—Porque tienes que ir a ver a tu padre.
El padre de Marius había hecho una carrera brillante en el ejército napoleónico y después, al llegar la Restauración1, fue asignado al Eure, donde se encuentra Vernon. Marius, educado por su abuelo, se sentía en las antípodas de las ideas políticas de su padre, y pensar que debía ir a visitarlo le desagradaba profundamente. Además, estaba convencido de que él no lo amaba y de que lo había abandonado de pequeño. No dijo nada, y el señor Gillenormand creyó necesario añadir:
—Está enfermo. Pregunta por ti y parece que es urgente. Hay un coche esta noche, pero es mejor no precipitarse.
Al atardecer del día siguiente, Marius llegó a Vernon. Preguntó por la residencia del señor Pontmercy y, al llegar a ella, una sirvienta le abrió la puerta.
—Soy el hijo del señor Pontmercy. Me está esperando.
—Ya no os espera —respondió la mujer—. Marius se dio cuenta de que estaba llorando.
—¿Ha muerto?
—Hace tres días que sufría una fiebre cerebral. Tenía un mal presentimiento y había escrito al señor Gillenormand para pedirle que vinieseis. Hace un rato ha comenzado a delirar. Gritaba: «¡Mi hijo no llega! ¡Voy a buscarlo!». Se ha levantado de la cama y ha caído muerto al suelo.
Marius entró en la habitación donde yacía su padre, acompañado por el médico y el cura. Todavía se podía ver una lágrima en la mejilla del difunto, la lágrima causada por la tardanza de su hijo. Marius miró por primera y última vez aquel rostro venerable, aquel cuerpo lleno de cicatrices causadas por golpes de sable, y de una especie de estrellas rojas que no eran sino agujeros de bala. Pensó que aquel hombre era su padre, y que había muerto. Y ese pensamiento lo dejó frío. Pero sentía al mismo tiempo una especie de remordimiento, y se despreciaba por ello: ¡después de todo, no amaba a su padre, y no era culpable de su muerte! La sirvienta le entregó un papel escrito por el coronel. Decía:
El emperador me hizo barón en el campo de batalla de Waterloo. Ya que la Restauración me permite conservar un título que he pagado con mi sangre, mi hijo lo llevará, y estoy convencido de que será digno de él. Después de la batalla, un sargento me salvó la vida. Se llamaba Thénardier. He sabido que en los últimos tiempos regentaba un hostal cerca de París. Si mi hijo llega a encontrarlo, quiero que le haga todo el bien posible.
Marius leyó el papel y se lo metió en el bolsillo. Después del entierro, volvió a París y no pensó más en su padre. Pero un día, durante la misa, un hombre le pidió que le cediera el sitio.
—Siempre me siento aquí —explicó—. Desde este lugar he observado durante muchos años a un pobre padre que no tenía otra manera de ver a su hijo que venir a la iglesia a la hora que traían al niño a misa. El pequeño no se daba cuenta, tal vez ni sabía que tenía un padre. Él se quedaba detrás de aquella columna para no ser visto, y lloraba. Adoraba a su hijo. Desde entonces, este lugar es sagrado para mí. ¿Lo entendéis, verdad? Yo conocí un poco a aquel pobre hombre. Su suegro lo odiaba por sus opiniones políticas y lo amenazó con desheredar al niño si lo volvía a ver. Y el padre se sacrificó para que su hijo pudiera ser rico y feliz. Era un coronel de Bonaparte, y vivía en Vernon, donde tengo un hermano cura. Se llamaba… a ver… Pontmarie… o Montpercy.
—¿Pontmercy? —dijo Marius, muy pálido.
—¡Eso es!
—Era mi padre.
—Pues podéis estar seguro de que habéis tenido un padre que os ha amado muchísimo.
Al día siguiente, Marius dijo a su abuelo que se ausentaba durante tres días para ir a una partida de caza. En realidad, fue a Vernon y se enteró de todos los detalles de la vida del coronel, de su heroísmo y de su soledad. Al volver, parecía cambiado y casi no hablaba con su abuelo, que pensaba que Marius se había enamorado. Y, efectivamente, Marius sentía una pasión: estaba aprendiendo a adorar a su padre. Comenzó a apasionarse por la Revolución y el Imperio, que hasta entonces solamente habían sido unos nombres monstruosos para él: la República era una guillotina al atardecer, y el Imperio, un sable en la noche. Pero al estudiar aquella época, en lugar de caos y tinieblas, vio la luz de las estrellas. Aprendió a examinar a personajes como Dantón, Robespierre y Napoleón sin terror, con perspectiva, y acabó viendo que el pueblo surgía de la Revolución, y que Francia surgía del Imperio. Se dio cuenta de que hasta entonces no había conocido ni a su padre ni a su país, que había vivido con los ojos tapados. Ahora por fin podía ver, y sus ideas políticas cambiaron de arriba abajo. Y, como suele pasar con los nuevos conversos, la conversión lo embriagó. Napoleón pasó de ser para él de un ogro y un usurpador a un hombre-pueblo, tal y como Jesús es el hombre-Dios; un déspota, sí, pero que emanó de una república y resumía una revolución. Marius se convirtió, pues, en un revolucionario y, para honrar a su padre, se hizo imprimir cien tarjetas donde ponía: El barón Marius Pontmercy.
A medida que Marius se acercaba a su padre, se iba alejando de su abuelo, y su aversión por él no paraba de crecer. Durante una de sus ausencias (que el abuelo atribuía a la supuesta aventura sentimental), se había acercado hasta Montfermeil para buscar al tal Thénardier, pero le dijeron que su hostal había cerrado y que nadie sabía qué había sido de él.
Y lo que tenía que pasar, pasó: un día, el señor Gillenormand vio que Marius, en una de sus salidas, había olvidado sobre la cama una cajita que solía llevar colgada del cuello. Dentro, encontró una hoja plegada varias veces. «Una carta de amor», se dijo. Pero pronto se dio cuenta de que era la hoja escrita por Pontmercy. Quedó helado y, al registrar el dormitorio del joven, halló las tarjetas impresas con el título de barón.
Al volver, Marius vio que su abuelo tenía una de las tarjetas en la mano.
—¡Vaya! ¡Así que ahora eres un barón! —le dijo con tono de superioridad burguesa—. Mis cumplidos. ¿Qué significa esto?
—¡Significa que soy hijo de mi padre, un hombre humilde y heroico que sirvió a la República y a su país!
Al oír la palabra «República», el viejo se levantó de golpe de la silla, con el rostro congestionado.
—¡La gente como tu padre eran todos unos miserables, unos asesinos! ¡Unos traidores a su rey legítimo!
—¿Legítimo? ¡Mueran los Borbones y ese cerdo de Luis XVIII! —gritó Marius, lleno de rabia. Luis XVIII hacía cuatro años que había muerto, pero para él, en aquel momento, aquello era lo de menos.
La discusión se fue envenenando cada vez más, y el viejo acabó por echar de casa a su nieto:
—Un barón como tú y un burgés como yo no pueden vivir bajo el mismo techo. ¡Fuera de aquí!
Y Marius se marchó, indignado, con treinta francos en el bolsillo, su reloj y algunas cosas en una bolsa de viaje. Gillenormand, a la mañana siguiente, dijo a su hija:
—¡Enviarás todos los meses sesenta pistolas2 a aquel desgraciado, y no quiero que se vuelva a pronunciar nunca más su nombre en esta casa!
1 La Restauración francesa designa el período comprendido entre la caída del Primer Imperio (1814) y la Revolución de las Tres Gloriosas (1830), con el paréntesis de los Cien Días del regreso napoleónico, y consiste en el retorno de la soberanía monárquica.
2 La pistola era una antigua moneda de oro de origen español o italiano que tenía un valor similar al luis.