CAPÍTULO 3

Los amigos del ABC

Marius, después de pasar unas horas vagando por París sin saber a dónde ir, acabó encontrando refugio en el hotel de la Porte-Saint-Jacques, donde le llevó uno de sus amigos estudiantes llamado Courfeyrac, con quien tuvo la suerte de toparse por la calle y que también se alojaba allí. Courfeyrac le presentó a un grupo de estudiantes que, junto con algunos obreros, habían fundado una sociedad secreta llamada Los Amigos del ABC3. Se reunían en dos lugares: en un cabaret cercano a Les Halles, llamado Corinthe, y en la sala posterior del café Musan, en pleno Barrio Latino. Como hemos dicho, la mayoría de los miembros del ABC eran estudiantes: Enjolras, Combeferre, Courfeyrac, Feuilly, Joly, Grantaire… La amistad los había convertido en una especie de familia. Entre ellos destacaba Enjolras, un joven apuesto e inteligente. Era hijo único, y rico, pero solo pensaba en el derecho y en la justicia, e ignoraba todo lo demás: las mujeres, las flores, los pájaros y la primavera. Su única amante era la libertad. Pronto Marius fue adoptado por los miembros del grupo. Con ellos se sentía como pez en el agua y, entre libros, discusiones y botellas de vino, iba desarrollando y reafirmando sus ideas revolucionarias.

Marius no tenía dinero para continuar alojado en el hotel de la Porte-Saint-Jacques, así que al día siguiente de su llegada se sinceró con Coufeyrac:

—¡Estoy solo en el mundo, no me queda ningún pariente!

—¿Tienes dinero?

—Me quedan quince francos y un reloj de oro. Y algo de ropa de recambio: unos pantalones, una levita y un sombrero.

—¿Quieres que te haga un préstamo?

—Jamás de la vida.

—Conozco a unos hombres que te comprarán el reloj y la ropa que no lleves puesta.

—De acuerdo.

—¿Sabes inglés o alemán?

—No. ¿Por qué?

—Tengo un amigo librero que está preparando una especie de enciclopedia. Necesita a alguien para traducir artículos. No paga muy, bien pero te permitiría ir tirando.

—Aprenderé las lenguas que sea necesario.

—¿Y mientras tanto?

—Me comeré la ropa y el reloj.

Unos días después, la hija de Gillenormand, la tía de Marius, consiguió saber dónde se alojaba el joven. Una mañana, cuando Marius volvía de la escuela, encontró un paquete sellado que contenía una carta de su tía y las sesenta pistolas. Marius las devolvió acompañadas de una carta donde decía que disponía de suficientes medios de subsistencia, y que no necesitaba nada del señor Gillenormand. En aquel momento, le quedaban solamente tres francos en el bolsillo.

Marius conoció el hambre y la pobreza. Los días sin pan, los atardeceres sin una vela que encender, las noches sin sueño, la ropa gastada, el futuro sin esperanza. Con una chuleta de cordero, que le costaba siete sueldos, vivía durante tres días: el primer día se comía la carne; el segundo, la grasa; el tercero, el hueso. Pero a pesar de todo continuó con sus estudios y consiguió hacerse abogado. Y envió una carta fría pero respetuosa a su abuelo para darle la noticia. El viejo la leyó y la hizo trizas. Su hija le oyó murmurar:

—¡Si no fueras un imbécil, sabrías que no se puede ser barón y abogado al mismo tiempo!

Marius, ya casi sin blanca, decidió dejar el hotel de la Porte-Saint-Jacques, porque no deseaba endeudarse. Por una cuestión de proximidad, ya que se encontraba con sus amigos en el café Musain, el joven terminó instalándose en el caserón Gorbeau, que se encontraba cerca de allí, en una habitación miserable que le costaba treinta francos anuales. Pero poco a poco su situación fue mejorando. Aprendió inglés y alemán, y empezó a realizar varios encargos para el amigo librero de Courfeyrac. No quiso ejercer como abogado porque el trabajo con el librero era regular y seguro, y con él ganaba lo suficiente para subsistir. Algún tiempo después, ya ganaba setecientos u ochocientos francos al año. Esto le permitía ir tirando, aunque se veía obligado, evidentemente, a vivir de una manera muy austera. Hay que decir que aquellos fueron años difíciles: Marius, menos contraer deudas, hizo de todo. Antes que pedirle un préstamo a Courfeyrac, prefería ayunar. Para él, deber dinero era peor que ser un esclavo, y deseaba mantenerse digno, digno sobre todo de su padre. Pensaba mucho en él, y también en aquel sargento Thénardier que lo había salvado en Waterloo y que él había idealizado: lo imaginaba llevando a su padre a cuestas mientras desafiaba las balas enemigas que silbaban a su alrededor. No podía saber que Thénardier era en realidad un miserable, un ladrón de cadáveres, y todavía menos que ahora vivía en el mismo edificio que él y que se hacía llamar Jondrette.

Marius cumplió veinte años, y ya hacía tres que había dejado la casa de su abuelo. Durante todo este tiempo, no se habían vuelto a ver. Marius pensaba que su abuelo no lo amaba, pero estaba equivocado. El señor Gillenormand idolatraba a Marius, y su ausencia le había dejado un agujero negro en el corazón. Esperaba que volviese, pero el tiempo pasaba y el joven no aparecía. Marius vivía en soledad. Aunque frecuentaba el grupo de Enjolras, no había querido formar parte de él oficialmente. Solo tenía dos auténticos amigos: uno joven, Courfeyrac, y uno viejo, el señor Mabeuf, el hombre que en la iglesia le había hablado de su padre, y que había sido decisivo en su cambio profundo. Aunque Mabeuf no había sido más que un agente pasivo de la Providencia, habría sido incapaz de comprender, desear o digerir la revolución política interior de Marius. El muchacho se encontraba con el uno y con el otro unas dos veces al mes como mucho. Acostumbraba sobre todo a pasear solo. Era un joven atractivo, de cabellos muy negros y dientes muy blancos, pobre y soñador. Las muchachas lo miraban al pasar, y él las evitaba, creyendo que se reían de él y de su pobre ropa. En realidad, lo admiraban y de noche soñaban con él.

Marius evitaba a las muchachas pero, desde hacía casi un año, cuando paseaba por el jardín del Luxemburgo4, cosa que hacía a menudo, solía ver a un hombre y a una joven sentados en un banco, siempre el mismo. El hombre debía tener unos sesenta años, y tenía un aspecto triste y serio. Iba muy bien vestido, pero sin lujos, con una camisa muy blanca, y tenía el pelo también blanco. La joven era delgada. De entrada, le había parecido fea, insignificante, e iba vestida con la ropa negra y mal cortada propia de las pensionistas de los conventos. Debían ser padre e hija. Ellos no lo miraban, y él apenas les prestaba atención. Pero se los encontraba un día, y otro, y otro. Solía ir arriba y abajo de la misma avenida del parque sin que nunca la pareja y él se hubieran dirigido la palabra, ni siquiera se habían saludado. Hay que decir que el padre y la hija también habían llamado la atención de otros estudiantes (entre ellos, de Courfeyrac), que, al ver cómo iban vestidos, les había puesto un mote a cada uno: el hombre era el señor Leblanc, y la muchacha, la señorita Lanoire5. Estos motes habían hecho fortuna y todo el mundo los llamaba así:

—¡Mira, ya está el señor Leblanc sentado en el banco!

Un día, sin saber por qué, Marius dejó de frecuentar el Luxemburgo y no volvió a poner los pies en él durante seis meses. Volvió una tarde de verano, y, al llegar a «su» avenida, vio de lejos al padre y a la hija sentados en el mismo banco. Sin embargo, al acercarse, le pareció que algo había cambiado. El hombre era el de siempre, pero la muchacha parecía otra. Era una criatura bellísima de unos quince años de edad, tenía un pelo castaño admirable, una frente como de mármol, unas mejillas que parecían haber sido hechas con pétalos de rosa, una boca exquisita de la cual salía la sonrisa como la luz y la palabra como la música… Al principio, Marius pensó que se trataba de otra hija del mismo hombre, pero la segunda vez que pasó por delante de ellos la examinó con atención y comprobó que era la misma joven de siempre. Simplemente, había crecido. Y ya no iba vestida como antes, sino de una manera al mismo tiempo sencilla y elegante. En aquella ocasión, la muchacha alzó la mirada hacia Marius: sus ojos eran de un azul profundo. La joven lo miró con indiferencia, y Marius continuó su paseo pensando en otras cosas. Y así fue pasando días y días por delante del padre y de la hija, hasta que de repente todo cambió. La mirada de la muchacha y la suya se encontraron, y se produjo una especie de relámpago. Lo que Marius acababa de ver ya no eran los ojos ingenuos de una niña; era un abismo misterioso que se había entreabierto por un momento antes de volverse a cerrar. Aquella noche, por primera vez, Marius fue consciente de que salía a pasear por el Luxemburgo con su ropa de diario (es decir, vieja, sucia y gastada). ¿Cómo podía ser tan estúpido?

Al día siguiente, a la hora habitual, Marius se dirigió al Luxemburgo con la ropa que reservaba para los días especiales. Courfeyrac, que se topó con él por el camino, dijo más tarde a los otros estudiantes:

—Me he encontrado con el sombrero nuevo de Marius, y con el traje nuevo de Marius, y Marius iba dentro. Tenía un aspecto considerablemente estúpido.

Marius fue hasta la avenida de siempre, donde encontró, como de costumbre, al padre y a la hija, y pasó varias veces por delante de ellos, acercándose un poco más en cada ocasión. Incluso acabó sentándose en otro banco, cosa que nunca hacía, para poder observar mejor a la joven. El corazón le latía horriblemente. Aquella noche no se acordó de bajar a cenar. Comió un pedazo de pan y se metió en la cama después de cepillar con mucho cuidado su ropa.

Durante unos quince días, Marius fue al Luxemburgo con su ropa nueva, y se sentaba en el mismo lugar sin saber exactamente por qué.

Un día, mientras estaba sentado haciendo ver que leía desde hacía dos horas un libro del cual no había pasado ni una página, le dio un vuelco el corazón al ver que el hombre y la joven se levantaban y venían del brazo hacia donde él se encontraba. Marius temblaba como una hoja. Bajó la cabeza, y cuando la alzó de nuevo los dos se encontraban cerca de él. La muchacha, al pasar, lo miró de arriba abajo, fijamente, con una dulzura pensativa que le produjo escalofríos. Él sintió que le hervía el cerebro. La encontró más bella que nunca, femenina y al mismo tiempo angelical. Cuando la pareja hubo desaparecido de su vista, se puso a caminar arriba y abajo como un loco. Tan pronto reía como hablaba solo. Estaba enamorado.

Durante un mes, se sentó en el mismo sitio, convencido de que la joven lo observaba. Cuando pasaba frente al banco que ocupaban, cada vez se acercaba más a ella, intentando no llamar la atención del «señor Leblanc». Pero el «señor Leblanc» tenía ojos en la cara. Un día, al llegar Marius, se levantó del banco y la joven y él fueron a sentarse a otro, en el otro extremo de la avenida, como para comprobar si Marius los seguiría. El joven cometió aquel error y, a partir de aquel momento, la conducta de Leblanc cambió. A veces iba con su hija al parque a horas diferentes, a veces se presentaba solo. En ese caso, Marius se levantaba y se iba: un nuevo error.

Y es que Marius había pasado de la timidez a la obsesión. Para acabarlo de rematar, una noche había encontrado un pañuelo fino y blanco en el banco donde había estado sentada la joven. Lo cogió emocionado: ¡sin duda era una señal que ella le había dejado! Lo olió, lo besó y pasó toda la noche con el pañuelo sobre el corazón. No podía saber que el pañuelo era del señor Leblanc y que, simplemente, se le había caído del bolsillo al levantarse del banco. Los días siguientes, Marius se presentaba siempre en el parque con el pañuelo en la mano y lo agitaba para que la muchacha lo viera. La pobre no entendía nada.

Cada vez más enloquecido de amor, un día Marius no lo pudo evitar y siguió al hombre y a la joven por la calle: quería saber dónde vivían, y los vio entrar en una casa de la calle del Oeste. Unos días después, se animó a interrogar al portero, y supo que el señor Leblanc vivía en el tercer piso y que era rentista.

El día siguiente, el señor Leblanc y su hija estuvieron poco rato en el Luxemburgo. Marius los siguió de nuevo. Al llegar a la puerta de su casa, el hombre hizo que la joven pasara delante. Luego se giró y miró fijamente a Marius.

El joven estuvo esperando en vano el día después. Así que fue hasta la calle del Oeste. Se veía luz en la ventana del tercer piso. Marius se quedó un buen rato en la calle, pero acabó por irse. Durante los ocho días siguientes, ni el padre ni la hija hicieron acto de presencia en el Luxemburgo. La noche del octavo día, el joven volvió a la calle del Oeste. La luz del tercer piso estaba apagada. Llamó a la puerta de entrada del edificio y preguntó al portero por el señor que vivía en el tercero.

—Se ha mudado —le respondió.

—¿Cuándo?

—Ayer.

—¿Y dónde ha ido?

—No tengo la menor idea.

Marius sintió que la tierra se abría bajo sus pies.

3 Aquí hay un juego de palabras: l’ABC suena igual que l’abaissé, cuya traducción sería «el rebajado» o «el humillado», que en este caso se refiere al pueblo, y se trata de que se alce de nuevo.

4 El jardín del Luxemburgo es un gran parque público situado en el centro de París, junto al bulevar Saint-Michel.

5 Leblanc: el blanco. Lanoire: la negra.