CAPÍTULO 3

La barricada

Gavroche, al ver la agitación de la calle, se sentía exultante. Gritaba:

—¡Luchemos, por mil demonios! ¡Ya estoy harto de despotismo!

Y avanzó con paso decidido entre la multitud hasta que tropezó con un grupo de revolucionarios a la cabeza del cual marchaba Enjolras, el estudiante indomable con alma de líder. Decidieron levantar una barricada en un callejón, al pie del cabaret4 Le Corinthe, y una vez hecha (con un ómnibus5 volcado y con muebles y materiales de todo tipo), empezaron a distribuir armas y municiones.

Después, comenzó una tensa espera. Cincuenta hombres esperaban a sesenta mil. Algunos fabricaban balas utilizando una cazuela llena de estaño y de plomo fundido en la planta baja del cabaret. Otros montaban guardia. Los había que cantaban canciones o recitaban versos de amor a media voz. Se había hecho de noche: una antorcha iluminaba una bandera roja.

De repente, Gavroche se fijó en un hombre que había sido reclutado, según se comentaba, en la calle Billettes, y que se había sentado a la mesa menos iluminada de Le Corhinte, con un fusil entre las piernas. En la barricada, el hombre lo observaba todo con una gran atención, pero ahora parecía querer pasar desapercibido. Gavroche comentó para sí:

—¿Es él? No, no es posible. Y sin embargo…

En aquel momento, Enjolras fue hacia él y le dijo:

—Tú que eres pequeño, sal de la barricada y ve a ver qué sucede un poco más allá. Nadie se fijará en ti.

—¡Veo que los pequeños servimos para algo! Ahora voy, pero mientras tanto, ¡cuidado con los grandes! ¿Ves aquel del fondo? Es un espía, un policía.

—¿Estás seguro?

—Hace unos quince días me cogió de la oreja para hacerme bajar de la cornisa del Pont-Royal, donde estaba tomando el fresco.

Enjolras fue a hablar en voz baja con cuatro hombres, que se situaron discretamente detrás del supuesto espía. Entonces, Enjolras se dirigió decididamente hacia él y le preguntó su nombre. El hombre sonrió con un rictus de desprecio y respondió:

—Javert.

—¿Sois un confidente de la policía?

—Soy un agente de la autoridad, y cumplo una misión.

Enjolras hizo un signo a los cuatro hombres, e inmediatamente inmovilizaron a Javert. Lo registraron (le encontraron encima un papel donde se le pedía que se infiltrara entre los revolucionarios para conseguir información) y lo dejaron bien atado a la columna central del cabaret. Gavroche se acercó entonces a Javert y le dijo:

—¡Mira por dónde, el ratón ha atrapado al gato!

Enjolras dijo al policía:

—Seréis fusilado dos minutos antes de que caiga la barricada.

—¿Y por qué no ahora mismo? —preguntó Javert.

—Tenemos que ahorrar pólvora.

—¡Pues cortadme el cuello!

—Somos jueces, no asesinos —replicó Enjolras, y acto seguido se dirigió a Gavroche:

—¡Ve a cumplir tu misión!

—De acuerdo —dijo el niño—, pero dadme su fusil. Os dejo el músico, pero quiero el clarinete.

Gavroche cogió el fusil, saludó a la manera militar y saltó al otro lado de la barricada. Poco después volvió y avisó a los revolucionarios que se acercaba una tropa de soldados. Enjolras y los suyos se situaron en sus puestos de combate. Al llegar las tropas, una voz gritó:

—¿Quiénes sois?

—¡La Revolución francesa! —respondió Enjolras.

—¡Fuego! —gritó la voz.

Y empezaron los tiros. Una bala hizo caer la bandera roja, pero un anciano de unos ochenta años la recogió, subió con ella al punto más alto de la barricada y empezó a hacerla ondear. Era el padre Mabeuf, el viejo que había sido socorrido por Gavroche. Un tiro lo hizo caer muerto mientras gritaba «¡Viva la Revolución! ¡Viva la República!» Enjolras exclamó:

—¡Ciudadanos! ¡Este es el ejemplo que los viejos dan a los jóvenes! Nosotros retrocedíamos y él ha avanzado. ¡Protejamos su cadáver como protegeríamos a nuestro padre!

Después, quitó al viejo la camisa ensangrentada y dijo:

—¡A partir de ahora, esta es nuestra bandera!

Pronto unos guardias nacionales empezaron a escalar por unas de las partes de la barricada, empuñando bayonetas. Gavroche, que había trepado hasta arriba, dio la alerta. Los revolucionarios consiguieron acabar con la mayor parte de los soldados, pero uno de ellos avanzaba hacia el niño, que retrocedía pero no huía. Gavroche alzó el fusil que había cogido a Javert y apretó el gatillo, pero nada sucedió: no estaba cargado. El soldado se puso a reír y levantó la bayoneta pero, antes de que pudiera herir a Gavroche con ella, le cayó de las manos: una bala le había perforado la frente. Quien había disparado era Marius, que acababa de entrar a la barricada y traía consigo, con el brazo que no sostenía la pistola, un barril de pólvora que había encontrado en la planta baja del cabaret. Marius cogió una antorcha, subió al punto más alto de la barricada y gritó:

—¡Marchad o haré saltar la barricada!

—¡Tú también saltarás por los aires! —gritó un sargento.

—¡Ya lo sé! —respondió Marius, y acercó la antorcha al barril de pólvora.

Pero ya no había nadie que le pudiera responder: los asaltantes se habían retirado en desorden, dejando atrás a los muertos y a los heridos. La barricada estaba salvada de momento. Pero la alegría de los insurgentes fue de corta duración: no encontraban por ninguna parte a uno de los revolucionarios más valientes, el poeta Jean Prouvaire. No estaba ni entre los heridos ni entre los muertos. Evidentemente, había sido hecho prisionero. Sus amigos oyeron su último grito («¡Viva Francia! ¡Viva el futuro!») un instante antes de que los disparos del pelotón de ejecución resonasen por las callejas. Enjolras entró en el cabaret y dijo a Javert:

—¡Tus amigos acaban de fusilarte!

Mientras tanto, Marius había ido a observar la pequeña barricada que protegía la retaguardia y que estaba poco vigilada, cuando oyó una voz que le llamaba:

—¡Señor Marius!

Marius se estremeció, porque había reconocido la voz que le había dado el aviso hacía un rato en la calle de Plumet. Miró a su alrededor y no vio a nadie. La voz, que no era más que un murmullo, volvió a hacerse oír:

—Aquí debajo, señor Marius.

Entonces Marius vio a la chica, que salía de la oscuridad, arrastrándose hacia él en medio de un charco de sangre. Marius podía ver una blusa más roja que blanca, unos pantalones de pana, unos pies descalzos y una cabeza que intentaba alzarse hacia él.

—¿No me reconocéis, señor Marius? Soy Éponine.

Marius se agachó. Efectivamente, se trataba de Éponine vestida de hombre.

—¿Qué haces aquí?

—Me muero.

—¿Estás herida? Espera, te llevaré al cabaret y allí te curarán. ¿Qué te pasa en la mano? —dijo, al ver un agujero negro en su palma.

—Agujereada. Por una bala. Un soldado os iba a disparar. He puesto la mano delante del cañón del fusil.

—Déjame que te lleve adentro. Nadie se muere por una herida en la mano.

—La bala ha atravesado la mano y ha salido por la espalda. No vale la pena que me mováis. Sentaos aquí, a mi lado.

Marius obedeció. Ella puso la cabeza sobre las rodillas de él y dijo:

—¡Qué bien se está así! ¿Lo veis? Ya no me duele la herida. Me encontráis fea, ¿verdad? Soy yo quien os ha hecho venir hasta la barricada. No quería que estuvieseis en el jardín, que la volvieseis a ver. Nadie saldrá de aquí con vida. Yo ya lo sabía, y os he arrastrado a la muerte. Y sin embargo, cuando he visto que os apuntaban, no he podido evitarlo… Quería morir antes que vos, ¿sabéis? Cuando me han herido, me he arrastrado hasta aquí. Me decía: ¿Vendrá? ¿No vendrá? Sufría tanto… Ahora me encuentro bien. Me disteis cinco francos y os dije que no quería vuestro dinero. Hacía sol aquel día. Ahora soy feliz: todos morirán.

Marius miraba a aquella pobre muchacha con compasión. Tenía otro agujero en el pecho de donde salía la sangre a borbotones. En aquel momento, se oyó la voz de Gavroche, que cantaba una canción en la barricada principal.

—¡Es él! —dijo Éponine—. Mi hermano. Que no me vea, o me reñirá.

—¿Tu hermano es el niño que canta?

—¡Sí! ¡No me dejéis! —dijo Éponine al ver que Marius iba a incorporarse—. Ya no tardaré en morir. Tengo en el bolsillo una carta para vos. Me dijeron que la enviase por correo, pero no lo hice. No quería que la recibieseis, pero ahora ya me da igual. Cogedla.

Éponine cogió la mano de Marius con su mano agujereada y la llevó hasta el bolsillo de su blusa, donde el joven encontró un papel. La muchacha respiraba cada vez con más dificultad, pero aún pudo decir:

—Y ahora, prometedme…

—¿Qué? Os prometo lo que deseéis.

—Prometedme que me daréis un beso en la frente cuando haya muerto.

Su cabeza cayó sobre las rodillas de Marius y sus párpados se cerraron. Marius creyó que se había dormido para siempre, pero Éponine abrió los ojos y dijo:

—¿Sabéis una cosa, señor Marius? Me parece que estaba un poco enamorada de vos.

Intentó sonreír, y expiró. Marius la besó tiernamente en la frente, que estaba cubierta de un sudor helado, y luego desplegó la carta. Contenía unas líneas escritas a toda prisa por Cosette, donde le decía que su padre y ella se habían mudado a la calle del Hombre Armado, número 7, y que en ocho días saldrían hacia Inglaterra. La pobre Éponine había querido salvar a Marius de su padre, pero también había intentado separarlo de Cosette. Era ella quien había tirado la nota a los pies de Jean Valjean, para conseguir que él y Cosette dejasen la casa de la calle de Plumet. Por eso Cosette había escrito aquella nota. Había visto a Éponine vestida de hombre a través de la verja, le había dado la carta pensando que se trataba de un muchacho y le había pedido que la llevara a la dirección que en ella constaba. Al día siguiente, Éponine había ido a casa de Courfeyrac, no para entregar la carta a Marius sino para poderlo ver, y cuando Courfeyrac le dijo que iban a las barricadas, decidió ir ella también para buscar la muerte, y arrastrar a Marius con ella.

Marius cubrió de besos la carta de Cosette, pero sabía que para ellos ya era demasiado tarde. Escribió unas líneas a lápiz en un pedazo de papel, arrancado del pequeño cuaderno donde solía apuntar sus pensamientos de amor, lo dobló en cuatro y apuntó en él la dirección actual de Cosette. Después cogió otra hoja, donde anotó su nombre, con la indicación de que llevasen su cadáver a casa de su abuelo, en la calle de las Hijas del Calvario, número 6. Fue entonces a buscar al pequeño Gavroche.

—¿Podrías hacer algo por mí?

—¡Ya lo creo! Sin vos, estaba frito.

—Pues sal de la barricada ahora mismo —Marius deseaba salvarle la vida al hermano de Éponine— y lleva esta carta a la calle del Hombre Armado, número 7.

—¡Ah, caramba! ¡Y cuando ataquen la barricada me lo perderé!

—No atacarán hasta la mañana, y seguro que no podrán tomarla antes del mediodía.

—¡De acuerdo! —dijo, y se fue corriendo por el callejón Montdéfour, diciéndose: «Apenas es medianoche, y la calle del Hombre Armado no está lejos. Llevaré la carta ahora mismo y así habré vuelto antes del ataque».

Lo que Marius ignoraba es que Jean Valjean sabía lo que Cosette le había escrito, ya que la muchacha había utilizado un papel secante6 donde habían quedado marcadas, al revés, las palabras, y Jean Valjean, que había encontrado el secante por casualidad, las había podido leer con la ayuda de un espejo. Se estremeció al ver que la nota empezaba diciendo: «Amor mío, mi padre quiere que nos vayamos inmediatamente…». A Jean Valjean le daba pánico perder a Cosette, y sintió un odio irracional hacia el joven que pretendía arrebatársela. Por lo tanto, cuando Gavroche lo encontró meditando en la puerta de su casa y Valjean supo que el niño traía una carta para Cosette, consiguió que se la entregara y la abrió. Al leer «Pronto moriré. Cuando leas esto, mi alma estará cerca de ti», se sintió horriblemente aliviado. La muerte del hombre odiado que se podía llevar a Cosette era inminente. Pero se dio cuenta por el texto que Marius había previsto que Cosette leyese la carta a la mañana siguiente.

—¿Dónde se debe llevar la respuesta? —preguntó Valjean.

—A la barricada de la calle Chanvrerie. De hecho, voy para allí ahora mismo. ¡Adiós!

Gavroche volvió sobre sus pasos, cantando alegremente, en dirección a la barricada. Mientras tanto, Cosette dormía, ajena al drama que tenía lugar. Jean Valjean pensó que solamente necesitaba guardarse la carta, que Cosette nunca sabría qué había sido del joven, y así podría continuar con ella para siempre. Pero alguna cosa se agitaba en su interior y una sombra se esparcía por sus entrañas. Poco después, salía de casa, armado y con el uniforme de guardia nacional que tenía desde que era el señor Madeleine, siguiendo a Gavroche.

4 Cabaret: (o cabaré) era originalmente una taberna, pero con el tiempo la palabra pasó a referirse a una sala donde los clientes pueden comer y beber mientras se representan espectáculos.

5 Ómnibus: vehículo de transporte colectivo para trasladar personas.

6 El papel secante se utilizaba para absorber y secar la tinta de las cartas escritas con pluma, y evitar que se esparciese por el papel.