El principio clásico del editor recomienda recurrir siempre a la primera edición. Solo allí encontraremos la expresión genuina del autor, antes de que el concepto artístico quede desplazado por las revisiones posteriores, y el frío intelecto introduzca cambios que van en una dirección opuesta a la idea original. Un caso célebre a este respecto es la revisión que hizo Goethe de sus primeros poemas, quince años después de haberlos concebido, que en algunos casos alteró gravemente la forma interna y el tono emocional de sus versos. Cuanto mayor es el tiempo que separa la primera y la nueva versión, más se convierte esta última en la creación de una persona distinta. En este sentido, la creación se acercaría peligrosamente a la autopercepción.
Sin embargo, tanto el proceso creativo como la historia de la publicación de los veinticinco cuentos que forman este volumen de cuentos tempranos justifican que no se haya partido del texto de la primera publicación para la edición actual. Y es que casi todos ellos aparecieron por primera vez en revistas, y solo más adelante en dos libros de antologías: Der kleine Herr Friedemann, en 1898, y Tristan, en 1903. Thomas Mann continuó trabajando en sus textos con lo que podría considerarse el mismo impulso creativo: vistos a la luz de la primera publicación en la revista, el autor era capaz de encontrar al instante muchos detalles que podían mejorarse. Las decisiones que tomó en aquel momento formaban parte del espíritu de la idea original, pues seguía en busca de una formulación precisa. Su primera publicación en revistas suponía solo una estación externa en medio del flujo creativo, ese motus animi continuus, como lo llama en «La muerte en Venecia», en el que el autor todavía está plenamente inmerso.
Un ejemplo eminente es la propia creación de «La muerte en Venecia». Mann todavía estaba trabajando en el relato mientras una editorial bibliófila estaba ya preparando algunas partes terminadas para imprenta. Pues bien, el autor reescribió algunos detalles para la primera impresión en la revista Neue Rundschau, con un efecto intensificado: entre otras cosas, esto dio lugar a una de las frases más poderosas en la obra de Thomas Mann. En otros relatos también llevó a cabo cambios puntuales, eliminó palabras y oraciones, modificó levemente algunas expresiones, reemplazó un nombre propio por otro, o una clave musical por otra, o bien redactó un final más conciso. El hecho de que algunos de los cambios fueran en apariencia menores solo sirve para demostrar la meticulosidad con la que el joven autor seguía examinando con ojo crítico sus propios logros.
Veamos algunos ejemplos: en el segundo capítulo de «Tonio Kröger», impreso por primera vez en 1903 en la Neue Deutsche Rundschau, el texto originalmente decía que Ingeborg Holm tenía que salir fuera del salón de baile, junto a Tonio, «aunque solo sea por lástima, ponerle la querida mano en el hombro y decirle: “¡Vente con nosotros! ¡Alégrate! ¡Te quiero...!”». (La cursiva es nuestra, también en lo sucesivo). En la versión del volumen de Tristan, también publicado en 1903, solo dice: «la mano» (aquí en Tristán, cap. 8). Así, desaparece la repetición con tan poca distancia de «querida» y «quiero».[22] Además, la mano de su amada, sin haberla tocado nunca en el marco de una amistad íntima, sino tan solo, en el mejor de los casos, durante los ejercicios de baile, tal vez no podría llamarse con toda razón una «mano querida». Pero no termina aquí el asunto de la mano: cuando las vivencias de su juventud en Dinamarca se repiten ahora de un modo tipológico, el ya maduro Tonio vuelve a sentir como si la figura de Ingeborg tuviera que salir hacia él, «seguirlo en secreto», según la primera edición, «poner su mano en el hombro de Tonio y decirle: “¡Vente con nosotros!”». En cambio, en la versión publicada en la antología, parece que incluso la intimidad del sintagma «su mano» resulta excesiva para el autor, y ahora simplemente dice: «la mano» (aquí en Tristán, cap. 8). Asimismo, en este último episodio, también se hacía referencia inicialmente a «el inmenso placer de permanecer escondido en la sombra y espiar sin ser visto a los que bailaban a plena luz». En la edición del libro solo dice «permanecer en la sombra» (aquí en Tristán, cap. 8). ¿Se daba por sentado que si permanecía en la oscuridad ya estaba lo suficientemente «escondido» y que por tanto no tenía que especificarlo? ¿O quizá esa palabra adicional alteraba el equilibrio rítmico del contraste entre permanecer en la sombra y bailar a plena luz? ¿O ambas cosas?
No obstante, solo podemos especular sobre las razones que inducen a un autor a realizar ciertos cambios. En cualquier caso, esto es lo que podría haber pensado un escritor meticuloso. También cabría pensar que todos los cambios mencionados no respondían a la intención del autor, sino que fueron errores tipográficos que aparecieron durante el proceso de impresión del libro, ya que en su mayoría se trata de palabras omitidas, y nunca añadidas. Como mucho, hay un caso donde se sustituye un pronombre posesivo por un artículo («su» por «la»). Sin embargo, estos cambios se hallan en puntos emocionales clave, donde era particularmente importante dar con el tono adecuado para transmitir la impresión exacta. Las diferencias pueden parecer menores a primera vista. Pero este es el tipo de pulcritud que caracteriza a un estilista. Es probable, así pues, que estos detalles modificados no se deban a un simple descuido del tipógrafo. Dicho sea de paso, el propio Thomas Mann concedió mucha más importancia a la edición del libro que a la primera publicación en revistas. Es significativo que en 1905, en respuesta a las quejas del equipo editorial de la Rundschau, estuviera dispuesto a cambiar el final de «Sangre de Welsungos» en la versión de la revista, porque tenía en perspectiva la publicación de un libro donde la versión que él prefería podría «recuperar sus derechos» (Carta a Heinrich Mann, 5 de diciembre de 1905). Así pues, todos los cambios que Thomas Mann realizó para la versión del libro se convirtieron en canónicos. Querer deshacerlos ahora por honrar ciegamente el principio de la primera impresión significaría devolver una obra de arte terminada a su penúltima etapa de creación y entorpecer el trabajo de uno de los estilistas más conscientes de la lengua alemana.
Por lo tanto, para constituir el texto de la presente edición fue decisiva la idea de una fase de trabajo inicial, en la cual surgió un texto que el autor meditó detenidamente y que, más adelante, dio por válido. Esto atañe a los cuentos recogidos en los volúmenes Der kleine Herr Friedemann y Tristan, ya que el breve intervalo temporal que separa la primera impresión y la edición del libro permite englobar ambos textos en ese primer proceso creativo. Asimismo, puede hablarse de una recepción unificada, puesto que en tan corto periodo de tiempo no es posible diferenciar fase alguna. En cualquier caso, fue la edición del libro la que dio lugar a un debate crítico en primera instancia.
En cambio, hay algunos casos en los que ese intervalo fue mayor y en los que pueden identificarse dos fases de trabajo muy separadas entre sí. No fue hasta 1914 cuando apareció el tercer volumen de cuentos, Das Wunderkind. En el entretanto, en 1909 se había reeditado la antología Der kleine Herr Friedemann, con algunos cambios de contenido respecto al de la primera edición. Das Wunderkind reúne los relatos escritos entre 1903 y 1905, junto con una única obra posterior a 1911. Así pues, al menos en lo que respecta a los textos más tempranos, en la medida en que hubo cambios en el texto —principalmente en «Un instante de felicidad», pero también en parte en «Hora difícil»—, se trataría de modificaciones posteriores. Lo mismo ocurre con «Los hambrientos» de 1903, que se imprimió en 1909 en la segunda edición de Der kleine Herr Friedemann. En ambos casos, había pasado suficiente tiempo desde la primera versión para que la huella creativa, por así decirlo, se enfriara. Es cierto que aquí también podría traerse a colación el argumento del «gran estilista» para defender sus cambios, pero en sentido estricto, fue un estilista diferente el que realizó esos cambios después, en una etapa diferente de su vida y de su desarrollo, y lo que hizo fue algo así como reescribirse a sí mismo. Aunque el ejemplo pueda parecer trivial, durante la revisión también podrían surgir contradicciones: en la primera edición de «Un instante de felicidad», por ejemplo, al principio se dice que el barón Harry tenía una cicatriz «sobre la ceja derecha». En la edición del libro, en cambio, la marca está «sobre la mejilla derecha». Sin tener este cambio posterior en cuenta, hacia el final de esa segunda edición todavía dice «La cicatriz resplandecía roja en su blanca frente». En definitiva, el volumen Das Wunderkind es un caso diferente al de las dos antologías anteriores. Para los cuentos que se publicaron en esta tercera antología, como «Los hambrientos», sí se ha tomado la primera impresión como texto de partida para la presente edición. Sucede lo mismo con el primer cuento «La caída» de 1894, que sufrió cambios en la puntuación y las cursivas cuando se reimprimió por primera vez en 1958, tras la muerte de Thomas Mann.
«Sangre de Welsungos» constituye un caso único. Aquí incluimos el controvertido final de la primera versión. Teniendo en cuenta que el relato nunca apareció en una edición autorizada por Thomas Mann para el público en vida del autor —solo existió una publicación privada que presentaba dos versiones—, ese primer final es al menos tan legítimo como el que se cambió a instancias de terceros. No podemos considerar como argumento válido el hecho de que el editor anónimo, sin dar razones, tomara el final modificado ni que los editores de las obras completas en 1960 hicieran lo mismo.
Hasta aquí los comentarios sobre el contenido del texto. Pero también la forma externa plantea problemas que, si eligiéramos la primera versión publicada como texto de partida, no se resolverían, sino que se complicarían todavía más. Las redacciones de las revistas y periódicos en las que apareció por primera vez casi toda la narrativa temprana de Thomas Mann tenían cada una sus propios criterios en lo referente a ortografía y puntuación. Tampoco facilitó las cosas el hecho de que en ese momento se estuviera llevando a cabo una importante reforma ortográfica que culminó con la Conferencia Ortográfica de Berlín de 1901, y que los equipos de redacción de cada revista aceptaron en mayor o menor medida y según el caso. La situación no empezó a estabilizarse hasta 1910. Así las cosas, si quisiéramos volver a la primera edición, se interpondría una gran variedad de reglas ortográficas y de puntuación, a través de las cuales resultaría imposible acercarse al estilo y a los hábitos tipográficos del autor. El hecho de optar por una forma externa arbitraria —que tal vez pueda tener un valor documental en ensayos, encuestas, declaraciones y otros testimonios históricos— supondría una interferencia innecesaria en las obras de creación artística.
Pero el problema tampoco desaparecería tomando como base las ediciones de los volúmenes publicados por la editorial S. Fischer, porque a nivel interno también había usos y estilos que diferían de un volumen a otro. Der kleine Herr Friedemann, de 1898, mostraba una postura notablemente moderna: Compuesto en la tipografía Antiqua, el texto no contenía la llamada «ese aguda», la «ß»; es decir, se sustituía por «ss» en todos los casos. En lugar de las comillas habituales, a veces se usaban guiones para introducir un discurso directo, siguiendo el estilo francés. En los relatos que estaban divididos en capítulos, como la historia que daba nombre al volumen o «El payaso», se usaron los aparatosos números romanos para encabezar las secciones de texto. También se empezaron a usar las cifras para las horas y otras expresiones numéricas, por ejemplo «a las 11» en lugar de «a las once». Cinco años más tarde, en cambio, con la antología Tristan, publicada en 1903, se había vuelto a la tipografía Fraktur y a la «ß» en lugar de la «ss», y también se les ocurrió escribir todas las vocales iniciales que llevaran diéresis seguidas de una «e»: «Aermel», «Oede», «Ueberfluss» [en lugar de «Ärmel», «Öde», «Überfluss»]. A diferencia de la primera edición de Los Buddenbrook de S. Fischer, la coma se coloca delante de las comillas cuando se interrumpe el discurso de un personaje. («No lo había olvidado, Tonio,» dijo Hans).
Como ocurría con la discrepancia de criterios entre revistas, nada de esto tiene que ver con la escritura de Thomas Mann, pero sí demuestra de manera igualmente elocuente la tendencia editorial a subestimar la relevancia estética de la puntuación, como si tales matices no fueran esenciales para lograr el efecto deseado por el autor. Sin embargo, un joven escritor no se atreve a imponer sus criterios contra el «estilo de la casa». Por otro lado, un autor consagrado no tendrá ninguna posibilidad de revisar las nuevas ediciones y probablemente ni siquiera se dé cuenta de si alguna de sus marcas estilísticas se ha corregido o suprimido. Por ejemplo, en la primera edición completa de los escritos de Thomas Mann que data de 1922, el «final suave» que se lograba con los puntos suspensivos, que es un efecto deliberado presente en su prosa temprana, se eliminó completamente y se reemplazó por un guion más un punto, o bien tan solo un punto. Igualmente preocupante en esta edición, que interviene en el texto de manera tan extrema, es el hecho de que en el caso de las narraciones más largas —«El pequeño señor Friedemann», «El payaso», «Tristán», «Tonio Kröger» y «La muerte en Venecia»— se suprimió por completo la división en capítulos numerados. En resumidas cuentas, si se quisiera reimprimir el texto tal y como aparecía en las dos primeras antologías, bastante divergentes entre sí, ello solo contribuiría a escribir otro capítulo de la historia editorial. A quien le interese, siempre podrá recurrir a las primeras ediciones.
Ahora bien, ante estas circunstancias, ¿cómo se puede lograr una forma textual que sea lo más auténtica y lo más coherente posible? Solo nos queda recurrir a los manuscritos. No para recomponer todos los textos desde cero —carecemos de gran parte de la base manuscrita para ello—, sino simplemente para sustituir las múltiples arbitrariedades editoriales por la práctica real del autor que sí está documentada. Por suerte, esta permanece inalterada en los manuscritos que se conservan. La escritura de Thomas Mann es fundamentalmente conservadora: escribió con caligrafía alemana y según las normas de la ortografía antigua. Ahora, por supuesto, no se trata de retroceder en el tiempo a todos los testimonios textuales y presentarlos con una ortografía con la que nunca existieron en forma impresa. Tampoco deberían recuperarse las pequeñas particularidades de Thomas Mann, que por ejemplo escribía juntas expresiones que suelen ir separadas (garnicht, «para nada», o mirselbst, «a mí mismo»). Se trataría tan solo de subsanar las discrepancias entre las distintas ediciones impresas debidas a criterios editoriales que no se puedan atribuir a Thomas Mann. En cuestiones secundarias, aunque no carentes de importancia, se puede obtener ocasionalmente una pista recurriendo al escaso corpus de manuscritos: números arábigos al comienzo de los capítulos, horas desarrolladas en palabras y no en cifras, comas después de las comillas de diálogos. Aun así, sigue habiendo diferencias entre un grupo de relatos y otro: en uno Thür y That, en otro Tür y Tat; en uno Du, Dich, en mayúscula, en otro du, dich en minúscula; en uno alles en minúscula, en otro Alles en mayúscula. (Durante un tiempo breve, acariciamos la idea de poner en mayúscula Alles, «Todo», de manera consistente porque así lo hacía Thomas Mann, ¿y acaso no parece «Todo» un poco más completo que «todo»?). Así, la presente edición ofrece un aspecto lo más uniforme posible —si no del todo— y tiene en cuenta las consideraciones estéticas que requiere una edición seria. Se han valorado las circunstancias históricas de la tipografía para ajustarlas debidamente. Con ello debería quedar zanjada la cuestión.
Es innegable que los manuscritos de los primeros relatos también poseen un interés propio en cuanto al proceso creativo de Thomas Mann. Se han conservado cinco manuscritos completos: «Luisita», «Los hambrientos», «Un instante de felicidad», «Hora difícil» y, más bien como facsímil, «Tristán». Además, hay un capítulo de tres páginas que finalmente no se incluyó en la versión final de «Tonio Kröger», y una sola página respectivamente de los manuscritos de trabajo de «Tonio Kröger» y «La muerte en Venecia», con pasajes que sí se incorporaron en ambas novelas cortas. También existen legajos de notas escritas a mano sobre «Tonio Kröger» y «La muerte en Venecia».
Los fondos no son precisamente abundantes, pero debido a una grata coincidencia albergan muestras que permiten apreciar las diversas etapas del trabajo creativo de Thomas Mann. Gracias a las respuestas que ofreció en un estudio fechado en 1928 («Zur Physiologie des dichterischen Schaffens» [Sobre la fisiología de la creatividad poética]) sabemos bastante bien cómo solía trabajar: primero recopilaba materiales, en su mayoría procedentes de cuadernos de notas —al afirmar que «no guardaba cuadernos de bolsillo», Thomas Mann omitía los catorce cuadernos que se han conservado— y se transformaban en compilaciones específicas para cada obra. A continuación, redactaba el texto narrativo con una «pluma nueva y fácil de deslizar» sobre un papel «perfectamente liso», que en los primeros tiempos solía ser un papel cuadriculado fabricado por Prantl en Múnich, y es que «los impedimentos externos dan lugar a los internos». Por lo general, revisaba y corregía «al día siguiente» lo ya escrito, antes de comenzar de nuevo. Si las correcciones, tachones y transposiciones se habían acumulado hasta el punto de que un tipógrafo no era capaz de descifrar la letra, la página correspondiente se pasaba a limpio. Según consta en su ensayo «Meine Arbeitsweise» [Mi método de trabajo], el primer Thomas Mann nunca mandó copiar sus textos por mano ajena. Lo que al final le llegaba al editor no era una versión definitiva limpia. Es decir, contenía aún cambios hechos en el último momento, tachones e inserciones escritas sobre las líneas o al margen, que el editor y el tipógrafo tenían que tomar en consideración. La fase de corrección facilitaba la aplicación de cambios de última hora: «Las galeradas son una oportunidad para suprimir». Por cierto, si hacemos caso de lo que cuenta «El accidente ferroviario», Thomas Mann no disponía de ninguna copia del manuscrito en el que estaba trabajando. Solo en el caso de «Los hambrientos» hay razones para suponer la existencia de dos manuscritos). En el caso de «La muerte en Venecia», la intervención de dos editores distintos hizo que hubiera también dos manuscritos.
El «más puro» de los cinco manuscritos es el de «Luisita». Todos los demás presentan marcados signos del proceso de edición. En la versión de «Un instante de felicidad» para el libro, Thomas Mann no parece utilizar el texto de la primera publicación en la revista, sino que toma el manuscrito original y trabaja sobre él. El caso de «Los hambrientos», como apuntábamos hace un momento, es aún más complicado. El manuscrito de «Hora difícil» constituye un ejemplo más normal de un manuscrito bastante retocado, que gracias a los restos de tinta de imprenta puede identificarse como el que se utilizó para la primera impresión. El Archivo de Literatura de Marbach publicó un facsímil bicolor de este relato que resulta de gran ayuda para seguir de cerca el proceso creativo. Un tipo de corrección algo peculiar de Thomas Mann es la «técnica extrañamente paciente, […] de cubrir todas las correcciones con un denso sombreado de tinta, es decir, de ennegrecer lo que se ha eliminado para que no hable de ninguna manera, y obtener así una especie de copia limpia. Las tachaduras no se podían secar manualmente, sino que debían secarse al aire, por lo que para este último paso se diseminaba todo el manuscrito, página a página, por encima del mobiliario y en el suelo. También el facsímil de “Tristán” muestra esta práctica» (Lebensabriß [hay trad. cast.: Relato de mi vida, Hermida Editores, 2016]). De hecho, esto todavía puede observarse en el facsímil del manuscrito del «Tristán», donde, en realidad, no fueron las «correcciones» las que se sombrearon hasta quedar irreconocibles, sino directamente el texto descartado. Por ejemplo, al final del tercer capítulo se eliminó una línea y media de texto. No es necesario decir que, de no ser por la medida preventiva de Thomas Mann, estos fragmentos habrían «hablado» en la presente edición; pero los cambios en el manuscrito de «Tristán» que no se vieron afectados por esta práctica son ya lo suficientemente fascinantes.
Thomas Mann eludía la cuestión de si trabajaba con borradores y, en su lugar, describía la fase previa a la composición. Se trata de «breves bocetos y estudios, ocurrencias y motivos psicológicos, anotaciones meramente descriptivas, extractos de libros y cartas […], separados por líneas que dividen toda la hoja». Finalmente, estos constituían un «legajo organizado de manera sistemática». Si tomamos la idea de boceto como un primer borrador que todavía no ha alcanzado el estatus de manuscrito provisional, de entre los manuscritos que se conservan, solo las dos hojas sueltas de «Tonio Kröger» y «La muerte en Venecia» reflejan un método de trabajo similar, pues en ellas se aprecia el proceso creativo en un estado mucho más fluido, que se formula y se modifica constantemente, y las frases se van escribiendo unas sobre otras.
El orden que se presenta aquí es en parte diferente al del volumen de las obras completas en la edición alemana de S. Fischer Verlag. Los cuentos se han reorganizado, en la medida de lo posible, de acuerdo con las fechas de su creación. En el caso de obras escritas en paralelo, como es el caso de «Tonio Kröger» y «Tristán», prima aquel cuya idea se remonte más atrás en el tiempo.
TERENCE J. REED