Muriel, de Resnais

Muriel, de los tres largometrajes de Resnais, es, con mucho, el más difícil, pero es evidente que procede del mismo repertorio de temas que los dos primeros. A pesar de los especiales amaneramientos de los muy independientes guionistas de que se ha servido —Marguerite Duras en Hiroshima, mon amour, Alain Robbe-Grillet en El año pasado en Marienbad y Jean Cayrol en Muriel— las tres películas comparten un tema común: la búsqueda del pasado inefable. A este efecto, la nueva película de Resnais tiene un subtítulo, como las novelas de otros tiempos. Se llama Muriel ou Le temps d’un retour.

En Hiroshima, mon amour, el tema es el cotejo de dos pasados divergentes y enfrentados, y la película refiere el fracasado intento de los dos protagonistas, un arquitecto japonés y una actriz francesa, de extraer de sus pasados la materia sentimental (y la concordancia del recuerdo) suficiente para sustentar un amor en el presente. Al principio de la película, están en la cama. Pasan el resto de la película literalmente consagrados a recitarse el uno al otro. Pero no logran trascender sus «afirmaciones», su culpa ni su aislamiento.

L’année dernière à Marienbad es otra versión del mismo tema. Pero en ella el tema es tratado en forma deliberadamente teatral, estática, como tangente, al mismo tiempo, a la brutal fealdad moderna del nuevo Hiroshima y la sólida autenticidad provincial de Nevers. Esta historia se sepulta a sí misma en un extravagante, hermoso, estéril lugar, y plantea la tesis de le temps retrouvé con personajes abstractos a quienes les está negada una conciencia o un recuerdo o un pasado sólidos. Marienbad es una inversión formal de la idea de Hiroshima, con más de una nota de parodia melancólica del propio asunto. Así como la idea de Hiroshima es el peso del pasado irremediablemente recordado, la idea de Marienbad es la apertura, la abstracción del recuerdo. El poder del pasado sobre el presente queda reducido a una cifra, un ballet o —en la imagen piloto de la película— un juego cuyos resultados están determinados por el primer movimiento (si quien abre el juego sabe qué es lo que hace). El pasado es una fantasía del presente, según Hiroshima y Marienbad. Marienbad desarrolla la meditación sobre la forma del recuerdo implícita en Hiroshima, dejando de lado el revestimiento ideológico de esta.

Muriel resulta difícil porque pretende hacer simultáneamente lo que Hiroshima y lo que Marienbad ya habían hecho. Pretende operar con temas sustantivos —la guerra de Argelia, la OAS, el racismo de los colonos—, del mismo modo en que Hiroshima operaba con la bomba, el pacifismo y la colaboración. Pero también, al igual que Marienbad, pretende proyectar un drama puramente abstracto. La carga de esta doble intención —la de ser a un tiempo abstracta y concreta— duplica el virtuosismo técnico y la complejidad de la película.

Una vez más, el relato tiene por centro un grupo de personas acosadas por sus recuerdos. Hélène Aughain, una viuda cuarentona residente en la provinciana ciudad de Boulogne, impulsivamente, invita a un antiguo amante, al que hace veinte años que no ve, a visitarla. Sus motivaciones no se mencionan jamás; en la película, tiene el carácter de un acto gratuito. Hélène, desde su apartamento, dirige un negocio de compraventa de muebles antiguos, juega compulsivamente y está cargada de deudas. Con ella vive, en un doloroso estancamiento amoroso, su huraño hijastro, Bernard Aughain, otro adicto a los recuerdos, que ha vuelto recientemente del servicio militar en Argelia. Bernard es incapaz de olvidar su participación en un crimen: la tortura de una prisionera política argelina, una joven llamada Muriel. No solo se muestra excesivamente distraído en su trabajo; está en un infierno de inquietud. Con el pretexto de visitar a una prometida inexistente en la ciudad (a quien ha puesto el nombre de Muriel), con frecuencia se traslada del moderno apartamento de su madrastra, donde cada mueble es hermoso y está a la venta, a una habitación que mantiene en las ruinas del viejo piso de la familia, bombardeado durante la Segunda Guerra Mundial... La película comienza con la llegada de París del antiguo amante de Hélène, Alphonse. Va acompañado de su amante, Françoise, a la que presenta como sobrina. Termina algunos meses más tarde, cuando el reencuentro de Hélène y Alphonse, fracasado, ha seguido su curso. Alphonse y Françoise vuelven a París con su relación definitivamente deteriorada. Bernard —después de disparar contra el amigo que durante el servicio dirigía la tortura de Muriel y que es ahora miembro civil de la OAS clandestina en Francia— se despide de su madrastra. En una coda, vemos la llegada al apartamento vacío de Hélène de la esposa de Alphonse, Simone, que ha venido en busca de su marido.

A diferencia de Hiroshima y de Marienbad, propone sin ambages una trama y complejas interrelaciones. (En la síntesis precedente he omitido importantes personajes secundarios que figuran en la película, entre ellos amigos de Hélène.) Sin embargo, a pesar de esta complejidad, Resnais evita concienzudamente la narración directa. Nos ofrece una sucesión de escenas cortas, de un tono emocional horizontal, centrada en momentos no dramáticos seleccionados de las vidas de los cuatro personajes principales: Hélène y su hijastro, y Alphonse y Françoise comiendo juntos; Hélène subiendo o bajando las escaleras del Casino; Bernard paseando en bicicleta por la ciudad; Bernard cabalgando por los riscos de las afueras de la ciudad; Bernard y Françoise andando y hablando; y así sucesivamente. La película no es realmente difícil de seguir. La he visto dos veces y, después de la primera, me imaginaba que la segunda vez encontraría más en ella. Pero no. Muriel, como Marienbad, no debería desconcertar, porque no hay nada «detrás» de las tenues afirmaciones en staccato que se ven. No pueden ser descifradas, porque no dicen más de lo que dicen. Más bien, se tiene la impresión de que Resnais hubiera tomado un tema, susceptible de ser narrado en forma completamente directa y lo hubiera cortado al sesgo. Esta sensación de oblicuidad —la sensación de que la acción se nos muestra desde un ángulo— es la impronta característica de Muriel. Es la manera en que Resnais transforma una historia real en un análisis de la forma de las emociones.

Así, aunque no resulte difícil seguir la trama, las técnicas narrativas de Resnais extrañan deliberadamente al espectador. La más conspicua de estas técnicas es su concepción elíptica, descentrada, de las escenas. La película comienza con la tensa despedida de Hélène y un cliente en el umbral del apartamento de la primera; luego hay un breve diálogo entre la apresurada Hélène y el amargado Bernard. En ambas secuencias, Resnais niega al espectador la oportunidad de orientarse visualmente en términos de narrativa tradicional. Se nos muestra una mano en el llamador, la vacua e insincera sonrisa del cliente, una cafetera hirviendo. La forma en que las escenas son fotografiadas y presentadas, más que explicarnos la trama, la descompone. Luego Hélène se marcha a toda prisa hacia la estación para recibir a Alphonse, a quien encuentra en compañía de Françoise, y desde la estación van juntos hasta su piso a pie. En este paseo desde la estación —es de noche—, Hélène charla nerviosamente sobre Boulogne, destruida en su mayor parte durante la guerra y reconstruida en un brillante estilo funcional moderno; e imágenes de los tres protagonistas paseando por la ciudad en la noche se alternan con otras de la ciudad a la luz del día. La voz de Hélène sirve de puente a esta rápida alternancia visual. En las películas de Resnais, todo discurso, incluso el diálogo, tiende a hacerse narración, a revolotear sobre la acción invisible más que a derivar directamente de esta.

Las extremadamente rápidas tomas de Muriel se diferencian de las tomas vibrantes, sincopadas de À bout de souffle y Vivre sa vie, de Godard. Las bruscas tomas de Godard arrojan al espectador a la historia, no le dan descanso, y aumentan su apetito de acción, creando una especie de suspense visual. Cuando Resnais corta inesperadamente, expulsa al espectador de la trama. Sus cortes actúan como una ruptura de la narración, una especie de resaca estética, una suerte de efecto de alienación fílmico.

El uso del discurso por Resnais tiene sobre los sentimientos del espectador un efecto «alienante» similar. Porque sus principales personajes arrastran consigo algo no solo paralizado, sino positivamente desesperanzado; sus palabras nunca conmueven emocionalmente. Hablar en una película de Resnais constituye invariablemente una ocasión de frustración, sea en el recitado, hecho como en trance, de la incomunicable angustia de un acontecimiento pasado, sea en las truncadas, confusas palabras con que los personajes se vinculan en el presente. (Gracias a las frustraciones del discurso, los ojos tienen gran autoridad en las películas de Resnais. Un momento dramático típico, en cuanto que permite semejante cosa, está constituido por algunas palabras triviales coronadas por el silencio y una mirada.) Felizmente, en Muriel no hay nada del insufrible estilo de salmodia del diálogo de Hiroshima y de la narración de Marienbad. Aparte de algunas escuetas preguntas sin respuesta, los personajes de Muriel hablan sobre todo con frases opacas, evasivas, principalmente cuando se sienten muy infelices. Pero la firme cualidad prosaica del diálogo de Muriel no tiene por finalidad significar nada diferente del horroroso poetismo de las dos películas anteriores. En todas sus películas, Resnais propone el mismo tema. Todas sus películas tratan de lo inexpresable. (Los principales asuntos inexpresables son dos: la culpa y el deseo erótico.) Y la noción gemela de la inexpresabilidad es la banalidad. En el gran arte, la banalidad es la modestia de lo inexpresable. «La nuestra es realmente une histoire banale», dice con tristeza la angustiada Hélène en cierto momento al afable y furtivo Alphonse. «La historia de Muriel no puede ser contada», dice Bernard a un extraño a quien ha confiado su atroz recuerdo. Ambas declaraciones, de hecho, equivalen a lo mismo.

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Las técnicas de Resnais, pese a la brillantez visual de sus películas, a mi entender, deben más a la literatura que a la tradición del cine en cuanto a tal. (Bernard, en Muriel, es un cineasta —está recogiendo «pruebas», como él mismo dice, sobre el caso Muriel—, por la misma razón por la cual la conciencia central de tantas novelas modernas es la del personaje que es un escritor.) El formalismo de Resnais es lo más literario de todo. En sí, el formalismo no es literario. Pero escoger una narración compleja y específica con el propósito de oscurecerla —deliberadamente superponerle, por así decirlo, un texto abstracto— es un procedimiento muy literario. En Muriel hay una historia, la historia de una mujer de mediana edad, preocupada, que pretende recobrar el amor de veinte años atrás, y de un joven ex soldado quebrado por el sentimiento de culpa respecto de su complicidad en una guerra bárbara. Pero Muriel ha sido concebida de modo tal que dé, en cualquier momento de la película, la impresión de que no trata de nada en absoluto. En cualquier momento hay una composición formal; y es precisamente con esa finalidad que las escenas individuales han sido conformadas tan oblicuamente, la secuencia temporal alterada y el diálogo reducido al mínimo de información.

Esta es la constante, precisamente, de muchas nuevas novelas que se publican en la Francia de hoy: suprimir el argumento, en su sentido tradicional, psicológico o social, en favor de una exploración formal de la estructura de una emoción o acontecimiento. Así, el principal interés de Michel Butor en su novela La modificación no consiste en mostrarnos si el héroe dejará o no a su esposa para vivir con su amante y, menos aún, en basar en su decisión alguna teoría del amor. A Butor le interesa la «modificación» misma, la estructura formal de la conducta humana. Resnais maneja la historia de Muriel con exactamente el mismo espíritu.

La fórmula típica de los nuevos formalistas de las novelas y el cine es una mezcolanza de frialdad y emotividad: la frialdad encerrando y sojuzgando una inmensa emotividad. El gran descubrimiento de Resnais es la aplicación de esta fórmula a un material «documental», acontecimientos verdaderos aprisionados en el pasado histórico. Aquí —en los cortometrajes de Resnais, en particular, Guernica, Van Gogh y, sobre todo, Nuit et brouillard— la fórmula funciona brillantemente, educando y liberando los sentimientos del espectador. Nuit et brouillard nos muestra Dachau diez años después. La cámara se mueve (la película es en color) rozando la hierba que crece en las grietas de la albañilería de los hornos crematorios. La fantasmal serenidad de Dachau —ahora un caparazón hueco, silencioso, evacuado— se contrapone a la inimaginable realidad de lo que allí ocurrió en el pasado; este pasado es representado por una voz reposada que describe la vida en los campos y recita las estadísticas del exterminio (texto de Jean Cayrol), y por la interpolación de algunas escenas reales en blanco y negro del campo al ser liberado. (Este es el origen de la escena de Muriel en que Bernard recita la historia de la tortura y el asesinato de Muriel, mientras proyecta una película amateur de sus sonrientes compañeros uniformados de Argelia. Muriel no aparece nunca.) El triunfo de Nuit et brouillard se debe a su absoluto control, a su refinamiento supremo en el tratamiento de un tema que encarna la emotividad más pura, más agónica. Porque el peligro de un tema así es que puede anular, en vez de desgarrar, nuestros sentimientos. Resnais ha salvado el peligro adoptando una distancia del tema que no es sentimental, y que no llega a enmascarar el horror de su truculencia. Nuit et brouillard es abrumadora por su franqueza, aun cuando esté llena de tacto respecto de lo inimaginable.

Pero en los tres largometrajes de Resnais, la misma estrategia no resulta tan apta ni tan satisfactoria. Sería demasiado simple afirmar que ello obedece a que el documentalista lúcido y genialmente compasivo ha sido sustituido por el esteta, el formalista. (Después de todo, el cine es un arte.) Pero hay una innegable pérdida de fuerza, pues Resnais pretende conservar dos imágenes: la de homme de gauche y la de formalista. El formalismo tiene por finalidad romper el contenido, cuestionar el contenido. La dudosa realidad del pasado es tema de todas las películas de Resnais. Más exactamente, el pasado es para Resnais aquella realidad que es a un tiempo inasimilable y dudosa. (El nuevo formalismo de la novela y el cine francés es, de este modo, un agnosticismo decidido respecto de la realidad misma.) Pero al mismo tiempo, Resnais cree en el pasado y quiere que compartamos una cierta actitud hacia este, por cuanto posee el sello de la historia. Esto, en Nuit et brouillard, donde el recuerdo del pasado es situado objetivamente, fuera de la película, por así decirlo, en un narrador impersonal, no crea ningún problema. Pero cuando Resnais decidió tomar como tema no «un recuerdo», sino «el recordar», y situar los recuerdos en personajes de la película, tuvo lugar una sorda colisión entre los objetivos del formalismo y la ética del compromiso. El resultado de utilizar sentimientos admirables —como el sentimiento de culpabilidad por la bomba (en Hiroshima) y por las atrocidades francesas en Argelia (en Muriel)— como tema de demostración estética es una tensión y una imprecisión palpable de la estructura, como si Resnais no supiera dónde se encontraba realmente el centro de su película. Así, la turbadora anomalía de Hiroshima es el implícito cotejo del enorme horror del recuerdo del héroe japonés, el bombardeo y sus víctimas mutiladas, con el horror, comparativamente insignificante, del pasado que atormenta a la heroína francesa: unas relaciones con un soldado alemán durante la guerra por las que, tras la liberación, fue humillada siendo rapada al cero.

He dicho ya que el tema de Resnais no es un recuerdo, sino el recordar: la nostalgia misma se convierte en un objeto de la nostalgia, el recuerdo de un sentimiento irrecuperable se convierte en el tema del sentimiento. El único largometraje de Resnais que no revela esta confusión respecto de su centro es Marienbad. En ella, una fuerte emoción —el «pathos» de la frustración y del deseo eróticos— es elevada al nivel de una metaemoción, al ser reemplazada en un lugar que tiene las características de abstracción, en un vasto palacio poblado de maniquíes de alta costura. El método es plausible porque el recuerdo que Resnais ha situado en esta especie de Pasado generalizado es totalmente ahistórico, apolítico. Pero la abstracción por generalización, al menos en esta película, produce, al parecer, una cierta desviación de energía. La tónica es de reticencia estilizada, pero no se siente lo bastante la presión de aquello respecto de lo cual los personajes se muestran reticentes. Marienbad tiene su centro, pero este centro parece congelado. Tiene una majestuosidad insistente, lenta en ocasiones, en la que la belleza visual y la exquisitez de composición son constantemente socavadas por una falta de tensión emocional.

En Muriel, que es una película mucho más ambiciosa, hay una energía mucho mayor. Pues Resnais ha retornado al problema del que, dada su sensibilidad y los temas que desea tratar, no puede evadirse: la reconciliación del formalismo y la ética del compromiso. No puede afirmarse que Resnais haya resuelto el problema, pero, en última instancia, Muriel debe juzgarse como un noble fracaso, porque ha mostrado, sobre el problema y las complejidades de cualquier solución a este, considerablemente más que en sus obras anteriores. No comete el error de coordinar implícitamente la atrocidad histórica con una aflicción privada (como en Hiroshima). Una y otra, simplemente, existen, en una extensa red de relaciones cuyos «interiores» psicológicos jamás conocemos. Pues Resnais ha buscado representar sus materiales, el peso de un angustioso recuerdo de participación en un acontecimiento histórico real (Bernard en Argelia) y la inexplícita angustia de un pasado puramente privado (Hélène y sus relaciones con Alphonse), en una forma abstracta y concreta a un tiempo. No se trata del realismo documental atenuado de su versión de la ciudad de Hiroshima, ni del realismo sensual de la fotografía de Nevers; ni de la abstracta quietud de museo encarnada en el exótico local de Marienbad. La abstracción en Muriel es más sutil y más compleja, porque es descubierta en el mundo real cotidiano más que en un distanciamiento en el tiempo (las vueltas al pasado en Hiroshima) o en el espacio (el castillo de Marienbad). Es transmitida por el rigor de su sentido compositivo, antes que nada, aunque esto es característico de todas las películas de Resnais. Y está en el brusco sucederse de las escenas, ya mencionado, en un nuevo ritmo en las películas de Resnais, y en el uso del color. Mucho podría decirse sobre esto último. La fotografía en color de Sacha Vierny en Muriel sorprende y deleita, dándonos la impresión de que nunca anteriormente apreciamos los recursos del color en el cine que explotaron películas como La puerta del Infierno de Mizoguchi y Senso, de Visconti. Pero el impacto de los colores en las películas de Resnais no depende solamente de su hermosura. Es la agresiva intensidad inhumana que poseen lo que otorga a los objetos cotidianos, a los enseres de cocina, a los edificios de apartamentos y a los comercios modernos, una abstracción y una distancia peculiares.

Otro recurso de intensificación por medio de la abstracción es la música de Hans Werner Henze para coros y orquesta, una de esas raras bandas sonoras que, por sí solas, constituyen ya una composición musical. A veces, la música es utilizada con objetivos dramáticos convencionales: confirmar o comentar lo que sucede. Así, en la escena en que Bernard muestra la tosca película en que ha filmado a sus ex camaradas de Argelia bromeando y sonriendo, la música se hace hiriente y cortada, contradiciendo la inocencia de la imagen. (Sabemos que esos soldados compartieron con Bernard la culpa por la muerte de Muriel.) Pero el uso más interesante que Resnais hace de la música es en cuanto elemento estructural de la narración. La línea vocal atonal que canta Rita Streich es utilizada en ocasiones, como el diálogo, para destacar la acción. La música nos informa de cuándo Hélène está más atormentada por sus rara vez nombradas emociones. Y en su uso más poderoso, la música constituye una especie de diálogo purificado, que desplaza por entero al discurso. En la breve escena final sin palabras, en que Simone acude en busca de su esposo al apartamento de Hélène sin encontrar a nadie, la música llega a ser su discurso; coros y orquestas se elevan en un crescendo de lamentación.

Pero pese a la belleza y la eficacia de los recursos mencionados (y de otros que no he mencionado, entre ellos representaciones de gran claridad, dominio e inteligencia),* el problema de Muriel —y de la obra de Resnais— sigue en pie. Una división de intenciones que Resnais hasta ahora no ha conseguido trascender ha dado pie a una multiplicidad de recursos, cada uno de ellos justificable y considerablemente logrado, pero que en conjunto provocan una incómoda sensación de aglomeración. Quizá sea esta la razón por la que Muriel, pese a ser admirable, no es una película muy agradable. El problema no reside, permítaseme repetirlo, en el formalismo. Les dames du Bois de Boulogne, de Bresson, y Vivre sa vie, de Godard —por mencionar solo dos grandes películas dentro de la tradición formalista— exaltan emocionalmente, aun cuando son en extremo severas y cerebrales. Pero Muriel es en cierto modo deprimente, aplastante. Sus virtudes, como su inteligencia y sus extraordinarios logros en un nivel puramente visual, todavía conservan algo (aunque bastante menos) de ese preciosismo, ese aire estudiado, esa afectación, que infestan Hiroshima y Marienbad. Resnais lo sabe todo sobre la belleza. Pero sus películas carecen de tonicidad y vigor, de claridad de mensaje. Son en cierto modo cautas, sobrecargadas y sintéticas. No van hasta el fin, ni en la idea, ni en la emoción que las inspira, como todo gran arte debe hacer.

1963