Tal como conocemos por fuentes tan distintas como la Orestíada y Psycho, el matricidio es, de todos los crímenes individuales posibles, el más insoportable psicológicamente. Y de todos los crímenes posibles que toda una cultura pueda cometer, el más difícil de sobrellevar, psicológicamente, es el deicidio. Vivimos en una sociedad cuyo modo de vida, en su conjunto, testimonia la meticulosidad con que la deidad ha sido asesinada, pero en todas partes, filósofos, escritores, hombres de conciencia, se revuelven bajo la carga. Porque planear y cometer un crimen es un asunto bastante más simple que vivir con él después.
Mientras el acto de matar al Dios judeo-cristiano estuvo en curso, los antagonistas de ambos bandos tomaron sus posiciones con considerable firmeza y santurronería. Pero tan pronto como se hizo evidente que la hazaña se había cumplido, las líneas de batalla comenzaron a desdibujarse. En el siglo XIX, la melancolía intenta promover una religión pagana resucitada para reemplazar a la vencida tradición bíblica (Goethe, Hölderlin), y entre las clamorosas y a veces estridentes voces de los vencedores proclamando el triunfo de la razón y la madurez sobre la fe y el infantilismo, y el inevitable avance de la humanidad bajo la bandera de la ciencia, se dejan oír trémulas esperanzas de que pueda salvarse algo de lo humano (George Eliot, Matthew Arnold). En el siglo XX, el vigoroso optimismo volteriano del ataque racionalista a la religión resulta aún menos convincente y menos atractivo, pese a que todavía lo encontramos en judíos conscientemente emancipados como Freud y, entre los filosofos norteamericanos, en Morris Cohen y Sidney Hook. Parece ser que un optimismo así solo es posible para aquellos a los que «las malas nuevas», el disángel del que habla Nietzsche, la muerte de Dios, aún no han llegado.
Más corriente en nuestra generación, en particular en Estados Unidos, en las aguas de rechazo de los entusiasmos políticos radicales malogrados, es una postura que únicamente cabría calificar de compañía de viaje religiosa. Es esta una piedad sin contenido, una religiosidad sin fe ni observancia. En diferentes medidas, incluye la nostalgia y el consuelo al mismo tiempo: la nostalgia por la pérdida del sentimiento de sacralidad y el consuelo por haberse descargado de un intolerable peso. (La convicción de que lo ocurrido con las viejas creencias era inevitable coincidía con una persistente sensación de empobrecimiento.) A diferencia del compañero de viaje político, el compañero de viaje religioso no surge de la atracción ejercida por un idealismo masivo y de creciente éxito, atracción que es intensamente sentida, coincidiendo con la imposibilidad de identificarse absolutamente con el movimiento. El compañero de viaje religioso procede más bien de un sentimiento de debilidad de la religión: sabiendo que la buena causa de otrora está perdida, parece superfluo darle de puntapiés. El compañero de viaje moderno se nutre de la conciencia de que las comunidades religiosas contemporáneas están a la defensiva; por ello, ser antirreligioso (como ser feminista) es de lo más anticuado. Uno puede permitirse actualmente mirar con simpatía cuanto nos parezca merecedor de admiración, y encontrar inspiración en ello. Las religiones se convierten en «religión», así como la pintura y la escultura de diferentes períodos y motivos se convierten en «arte». Para el hombre posreligioso moderno, el museo religioso, como el mundo del moderno espectador de arte, no tiene paredes; puede elegir con todo el cuidado que desee, sin comprometerse con nada que no sea su propia reverente condición de espectador.
La compañía de viaje religiosa tiene varias consecuencias sumamente indeseables. Una de ellas es la sensación de que aquello que las religiones son y han sido históricamente se torna vulgar e intelectualmente deshonesto. Es comprensible, ya que no razonable, que los intelectuales católicos pretendan rescatar para sí a Baudelaire, Rimbaud y James Joyce —todos ellos ateos apasionados— como verdaderos, aunque en extremo atormentados, hijos de la Iglesia. Pero esta misma estrategia, empleada por los compañeros de viaje religioso que operan con el «Dios ha muerto» nietzscheano, y que al parecer no ven inconveniente alguno en hacer religioso a todo el mundo, es enteramente indefendible. No representan ninguna tradición para la cual puedan pretender reclamar miembros errantes. Se limitan a recoger ejemplos de seriedad, o de responsabilidad moral, o de pasión intelectual, que es lo que les lleva a identificar la posibilidad religiosa con la realidad de hoy.
El presente libro (Religion from Tolstoi to Camus) es precisamente un ejemplo de compañía de viaje religiosa, que vale la pena examinar porque refleja claramente la carencia de una definición intelectual sobre esta actitud tan extendida. Es una recopilación de escritos de veintitrés autores, «de Tolstoi a Camus», seleccionados y editados por Walter Kaufmann, profesor adjunto de filosofía en la Universidad de Princeton.
Hablar del orden del libro es innecesario, puesto que no hay en él ningún orden, salvo uno vagamente cronológico. Hay algunos trozos seleccionados a los que poco tendríamos que objetar, como los dos capítulos, «Rebelión» y «El Gran Inquisidor», de Los hermanos Karamázov (Kaufmann, indudablemente, tiene razón cuando afirma que no es posible comprender la historia de El Gran Inquisidor sin la precedente disquisición de Iván sobre los sufrimientos de los niños), los extractos de El Anticristo de Nietzsche, de El porvenir de una ilusión de Freud, y el ensayo de William James «La voluntad de creer». Hay también algunos textos seleccionados con verdadero ingenio, como, por ejemplo, el Sylabus, del papa Pío IX, la correspondencia entre Karl Barth y Emil Brunner sobre la postura de la Iglesia ante el comunismo, y el ensayo de W. K. Clifford que provocó la famosa réplica de William James. Pero la mayoría de las selecciones resultan desafortunadas. Oscar Wilde no puede, en propiedad, considerarse un escritor religioso. Tampoco hay justificación alguna para incluir el capítulo de Morgan Scott Enslin sobre el Nuevo Testamento, un análisis convencional y serio de los Evangelios y su marco histórico, que está completamente fuera de lugar en una antología de pensamiento religioso. La inclusión de Wilde y Enslin ilustra los dos extremos de incorrección en que cae el libro de Kaufmann: frivolidad y academicismo.*
Kaufmann afirma en su introducción: «casi todos los individuos incluidos estuvieron “por” la religión, pero no por la religión popular, que difícilmente una gran figura religiosa haya admirado jamás». Pero ¿qué significa estar «por» la religión? ¿Acaso el concepto «religión» tiene algún significado religioso serio? Dicho de otra forma: ¿es posible enseñar o inducir a la gente a ser benévola con la religión-en-general? ¿Qué significa ser «religioso»? Evidentemente, no es lo mismo que ser «devoto» u «ortodoxo». Personalmente, considero que no se puede ser religioso en general, así como no es posible hablar «idioma» en general; en un momento determinado se habla francés, inglés, swahili o japonés, pero no «idioma». De modo semejante, no se es «religionista», sino creyente católico, judío, presbiteriano, sintoísta o tallensi. Las creencias religiosas pueden ser opciones, como las describiera William James, pero no son opciones generalizadas. Es fácil, naturalmente, interpretar mal este punto. No pretendo decir que un judío tenga que ser ortodoxo, un católico tomista, o un protestante fundamentalista. La historia de toda comunidad religiosa importante es compleja, y (como sugiere Kaufmann) aquellas figuras que la posteridad reconoció como grandes maestros religiosos han estado generalmente en oposición crítica a prácticas religiosas populares y a tradiciones pasadas de su propio credo. No obstante, para un creyente, el concepto de «religión» (y ha de decidir «hacerse religioso») no tiene un sentido categórico. (Para el crítico racionalista, desde Lucrecio a Voltaire y a Freud, el término tiene un cierto sentido polémico cuando, característicamente, opone «religión», por una parte, a «ciencia» o «razón» por otra.) Tampoco tiene sentido como concepto de investigación sociológica e histórica objetiva. Ser religioso exige siempre, en algún sentido, la adhesión (aun herética) a un simbolismo específico y a una comunidad histórica específica, cualquiera que fuere la interpretación que de estos símbolos y de esta comunidad histórica adopte el creyente. Exige entregarse a creencias y prácticas precisas, no solo aprobar las declaraciones de que un ser al que podemos llamar Dios existe, de que la vida tiene un sentido, etcétera. La religión no es equivalente a la proposición teísta.
El libro de Kaufmann es, pues, un indicador más de una actitud moderna predominante que, a mi entender, es, en el mejor de los casos, tonta y, más a menudo, intelectualmente presuntuosa. Los intentos de intelectuales seglares modernos de favorecer la vacilante autoridad de la «religión» deberían ser rechazados por todo creyente sensible y por todo ateo honesto. El Dios-en-su-cielo, la certidumbre moral y la unidad cultural no pueden ser restaurados por la nostalgia; la piedad cargada de suspense de los compañeros de viaje religioso exige una solución, o bien a través del compromiso o bien del rechazo. La presencia de una fe religiosa puede ser, para el individuo, de innegable beneficio psicológico y, para la sociedad, de innegable beneficio social. Pero nunca obtendremos el fruto del árbol si antes no nutrimos sus raíces; nunca restauraremos el prestigio de los antiguos credos demostrando sus beneficios psicológicos y sociales.
Tampoco vale la pena perder el tiempo con la conciencia religiosa perdida; porque irreflexivamente equiparamos religión con seriedad, seriedad respecto de temas humanos y morales importantes. La mayoría de los intelectuales occidentales, en realidad, no han pensado en profundidad ni vivido hasta sus últimas consecuencias de la opción atea; se han limitado a situarse en el borde. Con miras a moderar una decisión ardua, frecuentemente arguyen que todo pensamiento noble y toda profundidad tienen raíces religiosas o pueden concebirse como posturas «religiosas» (o criptorreligiosas). El interés por los problemas de la desesperación y del autoengaño que Kaufmann destaca en Ana Karenina y en La muerte de Ivan Ilich no hace de Tolstoi, en estos escritos, un heraldo de la religión más de lo que hace a Kafka, como ha demostrado Günther Anders. Si, por último, lo que admiramos en la religión es su postura «profética» o «crítica», como sugiere Kaufmann, y deseamos rescatarla (véase también Psychoanalysis and religion, conferencias de Erich Fromm en Terry, con su distinción entre religión «humanista» o buena y «autoritaria» o mala), nos engañamos a nosotros mismos. La postura crítica de los profetas del Antiguo Testamento exige el sacerdocio, el culto, la historia específica de Israel; está arraigada en esa matriz. No es posible desprender la crítica de sus raíces y, en último término, de aquel sector respecto del cual se sitúa antagónicamente. Como Kierkegaard observa en su Diario, el protestantismo no tiene sentido por sí solo, sin la oposición dialéctica al catolicismo. (Cuando no hay sacerdotes, carece de sentido sostener que todo laico es un sacerdote; cuando no hay institucionalización del más allá, no tiene sentido religioso alguno denunciar el monasticismo y el ascetismo y llamar a la gente a este mundo y a sus vocaciones mundanas.) La voz del crítico auténtico siempre merece la más específica atención. Resultaría sencillamente engañoso y vulgar decir de Marx, como Edmund Wilson en To the Finland Station y muchos otros han hecho, que era en realidad un profeta moderno; sería igualmente falso decirlo de Freud, aunque aquí la gente siga la indicación hecha por el propio Freud de su identificación personal, bien que ambivalente, con Moisés. El elemento decisivo en Marx y en Freud es la actitud crítica y enteramente secular que adoptaron ante todos los problemas humanos. Seguramente no será difícil encontrar para sus capacidades en cuanto a individuos, y para su inmensa seriedad moral en cuanto pensadores, una caracterización más elogiosa que la involucrada en estas cansinas evocaciones del prestigio del maestro religioso. Si Camus es un escritor serio y merecedor de respeto, lo es porque pretende razonar a partir de premisas posreligiosas. No pertenece a la «historia» de la religión moderna.
Si lo entendemos así, comprenderemos con mucha mayor claridad los intentos que se han realizado de determinar las graves consecuencias que el ateísmo ha tenido para el pensamiento reflexivo y la moralidad personal. Una tradición así es la que constituye la herencia de Nietzsche: los ensayos de E. M. Cioran, por ejemplo. La tradición francesa moraliste y antimoraliste —Laclos, Sade, Breton, Sartre, Camus, Georges Bataille, Lévi-Strauss— constituye otra. Una tercera tradición sería la hegeliano-marxista. La tradición freudiana, que incluye no solo la obra de Freud, sino también la de disidentes como Wilhelm Reich, Herbert Marcuse (Eros y civilización) y Norman Brown (Eros y Tánatos) es una más. La fase creadora de una idea coincide con el período durante el cual insiste, combativamente, en sus propios límites, en aquello que la hace diferente; pero una idea se torna falsa e impotente cuando busca la reconciliación, a precios de saldo, con otras ideas. En numerosas tradiciones, la seriedad moderna existe. Cuando desdibujamos todas las fronteras y denominamos a todo ello «religioso», solo servimos a un mal fin intelectual.
1961