EL CUENTO DEL NIÑO BUENO

Había una vez un niño bueno, cuyo nombre era Jacob Blivens. Siempre obedecía a sus padres, por absurdas e irrazonables que sus demandas fueran; siempre se aprendía sus lecciones y nunca llegaba tarde a la escuela dominical. Se resistía a jugar al hockey incluso cuando su austero juicio le decía que era lo más conveniente que podía hacer. Ninguno de los otros chicos lograba sacar nada en claro de aquel niño que se comportaba de una forma tan rara. No había manera de que mintiera, por conveniente que fuese. Se limitaba a decir que mentir no estaba bien, y eso le bastaba. Y era tan honrado que resultaba simplemente ridículo. El curioso proceder de Jacob sobrepasaba toda medida. No quería jugar a canicas en domingo; se negaba a robar nidos; no quería dar monedas candentes a los monos de los organilleros; no demostraba el menor interés en ninguna clase de diversión racional. Los otros niños trataban de encontrar sentido a su carácter y conseguir comprenderle, sin que pudieran llegar a conclusión satisfactoria alguna. Como dije antes, tan solo tenían una especie de vaga idea de que el niño estaba «afligido», y así lo tomaron bajo su protección, no permitiendo que jamás le sucediera mal alguno.

Este niño bueno leía todos los libros de la escuela dominical; eran su mayor deleite. Y en esto radicaba todo el secreto. Creía en los niños buenos que salían en esos libros; confiaba en ellos plenamente. Anhelaba encontrarse con alguno que aún siguiera vivo, pero no lo consiguió. Tal vez todos murieron antes de su época. Siempre que leía algo acerca de algún niño particularmente bueno, pasaba ávidamente las páginas hasta el final para comprobar qué había sido de él, porque estaba dispuesto a viajar miles de millas para verlo. Pero todo era inútil. Aquel niño bueno moría siempre en el último capítulo, y había un dibujo del funeral con todos sus parientes y los niños de la escuela dominical alrededor de la tumba, con pantalones demasiado cortos y birretes demasiado grandes, y todo el mundo lloraba, enjugándose las lágrimas en unos pañuelos que tenían por lo menos metro y medio de tela. Siempre se encontraba con una desilusión así. Jamás podría conocer a ninguno de aquellos niños buenos, debido a que se morían siempre en el último capítulo.

Jacob tenía la noble ambición de figurar en algún libro de escuela dominical. Quería aparecer en él con dibujos que le representaran negándose muy dignamente a mentirle a su madre, mientras esta lloraba de dicha; estampas en las que apareciera de pie ante un portal, dando unas monedas a una pobre mendiga con seis hijos, diciéndole que las gastara libremente, pero sin despilfarro, porque el despilfarro es un pecado; y dibujos que le representaran negándose magnánimamente a acusar al niño malo que le esperaba siempre en una esquina cuando volvía del colegio, y le daba en la cabeza con una correa y luego le perseguía hasta su casa con un «Ji, ji» mientras corría tras él. Esta era la ambición del joven Jacob Blivens. Quería figurar en un libro de escuela dominical. A veces se sentía un poco inquieto cuando pensaba en que los niños buenos mueren siempre. Le encantaba vivir, ¿saben?, y encontraba que aquella era la parte más desagradable de ser un niño de libro de escuela dominical. Sabía que ser bueno no era saludable. Sabía que ser bueno de forma tan sobrenatural como lo eran los niños de los libros resultaba más fatal que la tisis; sabía que ninguno de ellos había sido capaz de soportarlo mucho tiempo, y le apenaba pensar que si figuraba algún día en un libro él ni siquiera lo vería, o que, incluso si llegaba a publicarse antes de que muriera, no tendría ningún éxito ya que en la parte final no aparecería ningún dibujo de su funeral. No sería un gran libro de escuela dominical si no recogía los consejos que diera a la comunidad mientras moría. Así que al final, naturalmente, tuvo que decidirse por sacar el mejor partido posible de las circunstancias: vivir con rectitud y aguantar tanto como pudiera, teniendo preparado su discurso final para cuando le llegara la hora.

Pero de algún modo nada le salía bien a aquel niño bueno; nada le resultaba jamás como les resulta a los niños buenos de los libros. A aquellos siempre les iba bien y eran los malos quienes se rompían las piernas; pero en su caso debía de haber algún tornillo suelto y todo sucedía justamente al revés. Cuando encontró a Jim Blake robando manzanas y se colocó debajo del árbol para leerle la historia del niño malo que se cayó del manzano y se rompió el brazo, también Jim cayó del árbol, pero lo hizo sobre él y le rompió su brazo, sin que aquel se hiciera absolutamente nada. Jacob no podía entenderlo. En los libros no ocurría nada semejante.

Y en otra ocasión, cuando algunos niños malos empujaron a un ciego para que cayera en el barro y Jacob corrió a ayudarle y a recibir su bendición, el ciego no le dio bendición alguna, sino un porrazo en la cabeza con el bastón, diciéndole que se cuidara mucho de volver a pillarlo empujándole y fingir luego ayudarle. Esto no se correspondía en absoluto con todo lo que aparecía en los libros. Jacob los releyó todos de nuevo para ver qué podía haber ocurrido.

Una cosa que Jacob deseaba era encontrar algún perro lisiado que no tuviera dónde refugiarse y que estuviese hambriento y perseguido, para llevárselo a su casa y mimarle, y obtener así la eterna gratitud del animalito. Al fin encontró uno y se puso muy contento; lo llevó a su casa y le dio de comer, pero cuando se disponía a acariciarlo el perro se abalanzó sobre él y le desgarró toda la ropa, excepto por delante, dejándolo con una estampa asombrosa y lamentable. Consultó de nuevo a las autoridades, pero no pudo comprender lo sucedido. El perro era de la misma raza que los que figuraban en los libros, pero su comportamiento fue muy diferente. Hiciera lo que hiciese, aquel niño se metía en líos. Las mismas cosas que resultaban tan gratificantes para los niños de los libros se convertían para él en las empresas más desventajosas a las que podía entregarse.

En una ocasión, cuando se dirigía a la escuela dominical, vio a unos cuantos niños malos dispuestos a emprender un paseo en barca. Se quedó muy consternado, pues sabía por sus lecturas que los niños malos que salen en bote los domingos se ahogan invariablemente. Así que corrió hacia el embarcadero para prevenirles, pero uno de los tablones cedió y acabó cayendo al río. Al poco un hombre le rescató, y el médico tuvo que obligarle a expulsar el agua y ayudarle a recobrar la respiración, pero cogió un fuerte catarro que le retuvo en cama nueve semanas. Sin embargo, lo más increíble de todo aquello fue que los niños malos del bote pasaron un día estupendo y llegaron bien a sus casas de la manera más sorprendente. Jacob Blivens decía que nunca había visto nada como aquello en los libros. Estaba completamente estupefacto.

Cuando se recuperó se sintió algo desanimado, pero, de todos modos, resolvió seguir probando. Sabía que hasta el momento sus experiencias no le servirían para figurar en ningún libro, pero aún no había alcanzado el término de la vida fijado para los niños buenos y esperaba todavía ser capaz de servir de ejemplo si perseveraba hasta que le llegara la hora. En caso de que todo lo demás fallara, contaba con el discurso final para respaldarle.

Consultó de nuevo a las autoridades y descubrió que había llegado el momento de hacerse a la mar como grumete. Fue a ver al capitán de un barco y le ofreció sus servicios, y cuando el capitán le pidió informes sacó orgullosamente un panfleto, señalando las palabras: «A Jacob Blivens, de su afectísimo maestro». Pero el capitán, hombre vulgar y grosero, exclamó: «¡Me trae completamente al pairo!», ya que eso no constituía prueba alguna de que supiera lavar platos o manejar un cubo, así que mucho se temía que no le iba a servir. Aquello fue lo más extraordinario que jamás le había sucedido a Jacob en su vida. Una elogiosa dedicatoria de un profesor en un opúsculo religioso nunca había dejado de despertar las más tiernas emociones de los capitanes de barco y de abrir las puertas a su poseedor para desempeñar cualquier oficio de honor y provecho; jamás en ninguno de los libros que había leído dejaba de ser así. Apenas podía dar crédito a sus sentidos.

Este chico siempre lo pasaba muy mal. Nunca le ocurría nada que se correspondiera con lo que decían las autoridades. Por fin, un día, cuando estaba dando un paseo en busca de niños malos a quienes sermonear, encontró a una pandilla de ellos en la vieja fundición, entregados a una pequeña travesura con catorce o quince perros a los que habían enlazado formando una larga retahíla, y a los que se disponían a adornar con bidones vacíos de nitroglicerina atados a sus colas. El corazón de Jacob se conmovió. Se sentó en uno de aquellos bidones (pues cuando se trataba de cumplir con su obligación no le importaba ensuciarse) y, agarrando del collar al perro que iba a la cabeza, lanzó una mirada reprobatoria al malvado Tom Jones. Pero justo en ese momento apareció rojo de ira el regidor McWelter. Todos los niños malos echaron a correr, pero Jacob Blivens se levantó, consciente de su inocencia, e inició uno de aquellos discursitos pomposos de libro de escuela dominical que empiezan siempre con un «¡Oh, señor!», en franca contraposición con el hecho de que ningún niño, ni bueno ni malo, comienza nunca una explicación con un «¡Oh, señor!». Pero el regidor no quiso esperar a oír el resto. Cogió a Jacob Blivens por una oreja, le hizo dar media vuelta y le dio un fuerte azote en el trasero con la palma de la mano; y al instante aquel niño bueno salió disparado a través del techo en dirección al sol, seguido por los fragmentos de aquellos quince perros, que colgaban de él como la cola de una cometa. Y ya no quedó rastro de aquel regidor ni de aquella vieja fundición sobre la faz de la tierra; y, por lo que respecta al joven Jacob Blivens, nunca tuvo ocasión de pronunciar su discurso final de agonizante, después de todos sus desvelos en componerlo, a menos que lo hiciera para los pájaros; porque, aunque la mayor parte de su cuerpo cayó de pleno sobre la copa de un árbol del condado vecino, el resto se repartió en porciones entre cuatro poblaciones cercanas, así que tuvieron que abrirse cinco investigaciones para saber si estaba muerto o no, y cómo había ocurrido el suceso. Jamás se vio a un niño tan desparramado.[1]

Así pereció el niño bueno que lo hizo todo lo mejor que pudo, pero al que no le salió nada como en los libros. Todos los niños que así lo hicieron prosperaron, excepto él. Su caso es verdaderamente notable. Probablemente quedará inexplicado para siempre.

 

1870