LOS AMORES DE ALONZO FITZ CLARENCE
Y
ROSANNAH ETHELTON

I

Era bien entrada la mañana de un crudo día de invierno. La ciudad de Eastport, en el estado de Maine, yacía sepultada bajo una espesa capa de nieve caída recientemente. En las calles se echaba en falta el acostumbrado bullicio. Podías mirar muy a lo lejos sin ver otra cosa que una desolación mortalmente blanca, acompañada de un profundo silencio. Por supuesto, no quiero decir que se pudiera «ver» el silencio: no, solo podía sentirse. Las aceras no eran más que largas y profundas zanjas, flanqueadas a ambos lados por abruptas paredes de nieve. De vez en cuando se oía el rascar débil y lejano de una pala de madera, y, si eras lo suficientemente raudo, podías vislumbrar a lo lejos una figura negra que se encorvaba y desaparecía en medio de una de aquellas zanjas, para reaparecer al momento con un movimiento que indicaba que estaba paleando nieve para despejar el paso. Pero había que ser muy rápido, porque aquella figura negra enseguida tiraba la pala y entraba a toda prisa en su casa, golpeándose con los brazos por todo el cuerpo para entrar en calor. Sí, hacía un frío de mil demonios para quienes intentaran palear nieve o para cualquiera que estuviera fuera demasiado tiempo.

De pronto, el cielo se oscureció; en ese momento empezó a soplar un fuerte viento, cuyas ráfagas violentas y poderosas levantaban grandes nubes de nieve en polvo hacia lo alto, hacia delante, por doquier. Bajo el empuje de una de esas ráfagas, enormes ventisqueros se amontonaban como tumbas blancas atravesadas en las calles; al momento, otra violenta racha hacía que se desplazaran en dirección contraria, y de sus afiladas crestas caía un delicado rocío de nieve, como la fina espuma que la galerna arranca del oleaje marino; y, cuando le venía a su antojo, una tercera ráfaga despejaba el lugar y lo dejaba liso como la palma de la mano. Era una zarabanda, un juego de locos; pero todas y cada una de aquellas ráfagas arrojaban algo de nieve sobre la zanja de las aceras, porque eso era lo suyo.

Alonzo Fitz Clarence estaba sentado en su agradable y elegante saloncito, con un precioso batín de seda azul, con ribetes y puños de satén carmesí, y un acolchado muy elaborado. Tenía ante sí los restos del desayuno, y la exquisita y costosa mesita de servicio añadía un armonioso encanto a la gracia, belleza y riqueza del resto de elementos fijos del aposento. En la chimenea llameaba alegremente el fuego.

Una furiosa ráfaga de viento sacudió las ventanas y una gran ola de nieve se estrelló contra ellas con un sonido húmedo, por así decirlo. El joven y apuesto soltero murmuró para sí:

—Esto quiere decir que habrá que quedarse en casa todo el día. Bueno, no está mal. Pero ¿qué haré para disfrutar de compañía? Están mi madre, y también la tía Susan, pero estas, al igual que los pobres, siempre están conmigo. En un día tan lúgubre como este se precisa un nuevo interés, un nuevo elemento que dé vida a mi monótono cautiverio. He aquí una buena frase, pero que no aporta nada. De ninguna manera se quiere que el cautiverio sea aún más pesado, está claro, sino todo lo contrario.

Dio un vistazo al hermoso reloj francés dispuesto sobre la repisa de la chimenea.

—Ese reloj vuelve a estar mal. Casi nunca sabe en qué hora estamos; y, cuando lo sabe, miente al respecto..., lo cual viene a ser lo mismo. ¡Alfredo!

Nadie contestó.

—¡Alfredo...! Buen criado, pero inseguro como ese reloj.

Alonzo tocó el botón de un timbre eléctrico en la pared. Aguardó unos momentos. Luego volvió a tocar; aguardó unos minutos más, y dijo:

—Sin duda se ha quedado sin batería. Pero, ya que he empezado, tengo que saber qué hora es.

Se acercó a un tubo acústico que había en la pared, hizo sonar la llamada y gritó:

—¡Mamá!

Y lo repitió dos veces.

—Bueno, es inútil. La batería de mamá también está estropeada. Está claro que no voy a poder llamar a nadie del piso de abajo.

Se sentó a un escritorio de madera de palisandro, apoyó la barbilla sobre la mano izquierda ahuecada y habló, como dirigiéndose al suelo:

—¡Tía Susan!

Una voz baja y agradable respondió:

—¿Eres tú, Alonzo?

—Sí. Tengo demasiada pereza y estoy muy a gusto como para bajar al piso de abajo; me encuentro en una situación muy apurada, y no veo cómo encontrar ayuda.

—Querido, ¿qué te pasa?

—Algo de suma importancia, te lo aseguro.

—¡Oh, querido, no me tengas en este suspense! Dime, ¿de qué se trata?

—Necesito saber qué hora es.

—¡Qué chico más abominable, y qué susto me has dado! ¿Es eso todo?

—Solo eso..., por mi honor. Tranquilízate. Dime la hora, y recibe mis bendiciones.

—Son justo las nueve y cinco minutos. Y te lo digo de balde: puedes quedarte con tus bendiciones.

—Gracias. Ni yo hubiera sido más pobre por dártelas, tía, ni tú más rica como para poder vivir sin más recursos.

Alonzo se levantó, murmurando: «Las nueve y cinco», y se dirigió hacia el reloj.

—¡Ah! —dijo—. Te estás portando mejor que de costumbre. Solo te has retrasado treinta y cuatro minutos. Veamos... Veamos... Treinta y tres y veintiuno hacen cincuenta y cuatro; cincuenta y cuatro por cuatro son doscientos treinta y seis. Le resto uno, y quedan doscientos treinta y cinco. Está bien.

Avanzó las agujas del reloj hasta que marcaron la una menos veinticinco, y dijo:

—Vamos a ver si puedes funcionar bien por un tiempo...; si no, ¡te sacaré a subasta!

Se sentó de nuevo al escritorio y exclamó:

—¡Tía Susan!

—¿Sí, querido?

—¿Has desayunado ya?

—Sí, hace una hora.

—¿Estás muy ocupada?

—No..., solo estoy cosiendo. ¿Por qué?

—¿No tienes compañía?

—No, pero espero a alguien a las nueve y media.

—Ay, ya me gustaría a mí. Me siento muy solo. Necesito hablar con alguien.

—Muy bien, habla conmigo.

—Es que es un asunto muy privado.

—No temas: puedes hablar ahora, no hay nadie conmigo.

—No sé si debería correr el riesgo, pero...

—Pero ¿qué? ¡Oh, vamos, no te pares ahora! Sabes que puedes confiar en mí, Alonzo..., lo sabes muy bien.

—Lo sé, tía, pero es que esto es muy serio. Es algo que me afecta profundamente, a mí y a toda la familia, e incluso a toda la comunidad.

—¡Oh, Alonzo, cuéntamelo! No saldrá una palabra de mi boca. ¿De qué se trata?

—Tía, no sé si atreverme...

—¡Oh, por favor, venga! Te quiero y sufro por ti. Cuéntamelo todo. Confía en mí. ¿De qué se trata?

—¡Del tiempo que hace!

—¡Que la peste se os lleve a ti y al tiempo! No entiendo cómo tienes valor para hacerme estas cosas, Lon.

—Tranquila, tranquila, querida tía, perdóname; lo siento mucho, por mi honor. No volveré a hacerlo. ¿Me perdonas?

—Sí, te perdono, porque pareces decirlo muy sinceramente, aunque sé que no debería hacerlo. Volverás a burlarte de mí en cuanto me olvide de esta.

—No, no lo haré, te lo juro por mi honor. Pero es que con este tiempo... ¡oh, qué tiempo! Hay que hacer lo que sea para mantener el ánimo. ¡Tan nevoso, ventoso y racheado..., y con un frío de mil demonios! ¿Qué tiempo hace ahí, tía?

—Cálido, lluvioso y melancólico. Veo a gente doliente pasar por las calles con sus paraguas, y chorros de agua cayendo a su alrededor desde la punta de cada varilla. Todo lo que alcanza mi vista es una especie de doble pavimento elevado de paraguas, extendiéndose a ambos lados de las calles. He mandado encender el fuego para animarme y abrir las ventanas para que entre el fresco; pero todo en vano, es inútil: solo entra el balsámico aliento de diciembre, cargado del burlón aroma de las flores dueñas del exterior, que se regocijan en su desaforada profusión mientras el espíritu del hombre está abatido, y se vanaglorian ante él con su alegre esplendor mientras el alma del hombre se cubre con túnica de penitente y el corazón destrozado.

Alonzo abrió la boca para decir: «Deberías hacer imprimir esas palabras y enmarcarlas», pero se contuvo, porque en ese momento oyó que su tía hablaba con otra persona. Se acercó a la ventana y permaneció allí contemplando el panorama invernal. La tempestad arrojaba la nieve con más furia que nunca; las contraventanas golpeaban con estrépito; un perro vagabundo, con la cabeza gacha y la cola fuera de servicio, arrimaba su trémulo cuerpo contra una pared protegida del viento en busca de abrigo; una muchacha intentaba avanzar hundida en la nieve hasta las rodillas, volviendo la cara contra el vendaval y con la capa de su impermeable levantándose y cubriéndole la cabeza. Alonzo se estremeció y dijo suspirando:

—¡Prefiero la humedad, y la lluvia bochornosa, e incluso las flores insolentes, a todo esto!

Se volvió de espaldas a la ventana, avanzó un paso y se detuvo aguzando el oído. Las notas dulces y lánguidas de una canción familiar llegaban a sus oídos. Permaneció allí, con la cabeza inconscientemente inclinada hacia delante, embebido en la melodía, sin moverse, casi sin respirar. Advirtió un pequeño fallo en la ejecución, pero, más que un defecto, a Alonzo le pareció que añadía más encanto. El error consistía en una marcada desentonación de las notas tercera, cuarta, quinta, sexta y séptima del estribillo de la pieza. Cuando cesó la música, Alonzo dejó escapar un profundo suspiro y dijo:

—¡Ah..., nunca había oído cantar así «In the Sweet By-and-By»!

Se acercó rápidamente al escritorio, escuchó un instante, y luego dijo con voz cautelosa y confidencial:

—Querida tía, ¿quién canta de esa forma tan angelical?

—Es la compañía que estaba aguardando. Se quedará en mi casa durante uno o dos meses. Voy a presentártela. Señorita...

—¡Por el amor de Dios, tía Susan, espera un momento! ¡Nunca te paras a pensar en lo que vas a hacer!

Se dirigió a toda prisa a su alcoba y al momento regresó con un aspecto exterior visiblemente cambiado, mientras observaba con cierta brusquedad:

—¡Diantre! ¡Esta tía mía me habría presentado a ese ángel yendo yo vestido con ese batín azul celeste de solapas rojas! Las mujeres nunca reflexionan cuando van por faena.

Se acercó presuroso al escritorio y dijo ávidamente:

—Ahora, tía, ya estoy listo.

Y sonrió y se inclinó con toda la seducción y elegancia que poseía.

—Muy bien. Señorita Rosannah Ethelton, permítame que le presente a mi sobrino favorito, el señor Alonzo Fitz Clarence. ¡Bueno...! Los dos son muy buenas personas, y les tengo en alta estima: así que les confío el uno a la otra mientras me ocupo de algunos quehaceres domésticos. Siéntate, Rosannah; siéntate, Alonzo. Adiós. No tardaré mucho.

Alonzo había pasado todo el tiempo inclinándose y sonriendo, e invitando a señoritas imaginarias a sentarse en sillas también imaginarias; pero al fin él mismo tomó asiento, mientras mentalmente se decía: «¡Oh, esto sí que es una suerte! ¡Ya puede soplar el viento, amontonarse la nieve y oscurecerse el cielo cuanto quiera! ¡Poco me importa!».

Mientras estos jóvenes charlan para conocerse entre ellos, tomémonos la libertad de examinar a la más dulce y bella de los dos. Estaba sentada sola y con graciosa naturalidad en una estancia ricamente dispuesta, que era sin duda el gabinete privado de una señora de gusto exquisito y sensible, si atendemos a los indicios y símbolos a la vista. Por ejemplo, junto a una silla baja y confortable había un elegante costurero de aspecto macizo, rematado en su parte superior por una canastilla honda caprichosamente bordada, con ovillos de todos los colores, bobinas de hilo, cordeles y demás, que asomaban bajo la tapa entreabierta colgando profusa y descuidadamente. En el suelo yacían esparcidos retales de vivos colores como rojo turquí o azul de Prusia, así como trozos de cinta, uno o dos ovillos, unas tijeras y unos rollos de sedosas telas estampadas. Sobre un lujoso sofá, tapizado con una especie de suave tejido indio, trabajado con hilos negros y dorados entretejidos con otros de un colorido menos fuerte, había un gran retal de tela blanca, sobre cuya superficie, con la laboriosa ayuda de una aguja de ganchillo, iba creciendo un opulento ramo de flores. El gato de la casa dormitaba tranquilamente sobre aquella obra de arte. Frente a un gran ventanal había un caballete con una pintura inacabada, así como una paleta y pinceles en una silla próxima. Había libros por todas partes: los Sermones de Robertson, Tennyson, Moody y Sankey, Hawthorne, Rab y sus amigos; libros de cocina, devocionarios, muestrarios... y, por supuesto, libros acerca de toda clase de odiosa y exasperante cerámica. Sobre la tapa de un piano había esparcidas numerosas partituras musicales, a las que se añadían otras en un banco supletorio. Abundaban las pinturas por las paredes, en las repisas de la chimenea y, en general, por todas partes; y allá donde había pequeños rincones o superficies, reposaban estatuillas, hermosas y singulares figurillas, y raros ejemplares de porcelana particularmente diabólica. El ventanal daba a un jardín rebosante de flores autóctonas y extranjeras, y tiernos arbustos floridos.

Pero la dulce joven era lo más exquisito que aquel lugar, tanto dentro como fuera, podía ofrecer a la contemplación: sus facciones estaban delicadamente cinceladas, como las de un busto griego; su piel era como la nieve pura de una camelia japonesa coloreada por el débil reflejo de alguna vecina flor escarlata del jardín; sus grandes y suaves ojos azules estaban orlados por largas y rizadas pestañas; en su expresión se mezclaban la confianza infantil y la inocencia de un cervatillo; su hermosa cabeza estaba coronada con el oro pródigo de su magnífica cabellera; su figura esbelta y redondeada se movía con las maneras y ademanes de una gracia intrínseca.

Su atavío y aliño llevaban el sello de aquella exquisita armonía que solo puede proceder de un refinado gusto natural perfeccionado por la cultura. Su vestido era de un sencillo tul magenta, cortado al sesgo y atravesado por tres ringlas de volantes azul pálido, con las ondas levantadas por una felpilla color ceniza de rosas; manto de tarlatana rosa pálido, con lambrequines de satén escarlata; polonesa de color tostado, en panier, con botones nacarados y cordones plateados, cerrada por detrás y ajustada con lazos de terciopelo color paja; una chaquetilla ajustada de reps color lavanda, con cruzamientos de encaje de Valenciennes; cuello bajo, mangas cortas; lazo de cuello de terciopelo granate, con delicada seda rosa en los bordes; pañuelo de tejido sencillo con tres pliegues y un suave tono azafrán; brazaletes de coral y cadena de broche; tocado de nomeolvides y lirios del valle en torno a unas nobles hojas de cala.

Eso era todo; pero, incluso con aquel recatado atuendo, se veía divinamente hermosa. ¿Qué aspecto habría tenido si se hubiese arreglado para asistir a una fiesta o un baile?

Durante todo este tiempo la joven había estado charlando animadamente con Alonzo, ajena a nuestro escrutinio. Los minutos iban pasando y ella continuaba hablando. Pero, al poco rato, miró inadvertidamente hacia arriba y vio el reloj. Un rubor carmesí inundó sus mejillas, y exclamó:

—Bueno, adiós, señor Fitz Clarence. Debo irme ya.

Y se levantó de la silla tan presurosa que apenas oyó el adiós que el joven le dio como respuesta. Se plantó radiante, llena de gracia, hermosa, mirando sorprendida el reloj acusador. Después sus labios fruncidos en un mohín se entreabrieron para decir:

—¡Las once y cinco minutos! ¡Casi dos horas, y no me han parecido ni veinte minutos! ¡Oh, señor, qué habrá pensado de mí!

En ese mismo momento, Alonzo estaba mirando su reloj. Y dijo:

—¡Las tres menos veinticinco! ¡Casi dos horas, y diría que han sido solo dos minutos! ¿Es posible que este reloj haya vuelto a las andadas? ¡Señorita Ethelton! Espere, por favor. ¿Sigue ahí todavía?

—Sí, pero dese prisa; tengo que irme ya.

—¿Tendría la bondad de decirme qué hora es?

La muchacha se ruborizó de nuevo, murmurando para sus adentros: «¡Qué terriblemente cruel de su parte preguntarme eso!», y luego habló en voz alta, respondiendo con una indiferencia perfectamente afectada:

—Las once y cinco.

—¡Oh, gracias! ¿Dice que debe marcharse ya?

—Sí.

—Lo siento.

No hubo respuesta.

—¿Señorita Ethelton?

—¿Sí?

—Está... está ahí todavía, ¿verdad?

—Sí, pero dese prisa, por favor. ¿Qué tiene que decirme?

—Bueno, yo... Bueno, nada de particular. Es que esto está muy solitario. Estoy pidiendo mucho, lo sé, pero ¿le importaría volver a hablar conmigo de vez en cuando..., es decir, si no es demasiada molestia para usted?

—No lo sé..., pero pensaré en ello. Lo intentaré.

—¡Oh, gracias! ¿Señorita Ethelton...? ¡Ah..., ya se ha ido, y ya han vuelto los negros nubarrones, y los remolinos de nieve, y los vientos furiosos! Pero ha dicho «adiós». No ha dicho «buenos días». ¡Ha dicho «adiós»...! Después de todo, el reloj iba bien. ¡Dos horas, dos horas que han pasado como un relámpago!

Se sentó, y durante un rato contempló soñadoramente el fuego. Luego dejó escapar un suspiro y dijo:

—¡Qué cosa tan maravillosa! Hace dos horas yo era un hombre libre, ¡y ahora mi corazón está en San Francisco!

En ese mismo instante, Rosannah Ethelton, apoyada en la ventana de su alcoba con un libro en la mano, contemplaba abstraída la lluvia que caía a mares sobre el Golden Gate, y murmuraba para sus adentros:

—¡Qué diferente es del pobre Burley, con su cabeza hueca y su único y nimio talento para las imitaciones burlescas!

II

Cuatro semanas más tarde, en un suntuoso salón de Telegraph Hill, el señor Sidney Algernon Burley estaba entreteniendo a un alegre grupo de comensales con algunas acertadas imitaciones de voces y gestos de ciertos actores populares, de gente del círculo literario de San Francisco y de los próceres de la fiebre del oro. Iba elegantemente vestido, y era un joven apuesto, aparte de un ojo algo distraído. Parecía muy animado, pero su vista no se apartaba de la puerta con una vigilancia expectante, inquieta. Al cabo, apareció un elegante lacayo y entregó un mensaje a la señora, que inclinó la cabeza en señal de comprensión. Esto pareció dejar clara la situación al señor Burley: su vivacidad fue decreciendo poco a poco, y una expresión abatida empezó a asomar a uno de sus ojos, mientras que en el otro se dibujaba una expresión siniestra.

Llegado el momento, el resto de los comensales se despidió, y él se quedó a solas con la señora, a quien dijo:

—Ya no me cabe ninguna duda. Me está evitando. Si al menos pudiera verla, si pudiera hablar con ella solo un momento..., pero esta incertidumbre...

—Tal vez su aparente esquivez sea solo casualidad, señor Burley. Y ahora vaya un rato al saloncito de arriba e intente distraerse. Yo debo encargarme antes de cierto asunto doméstico de mi interés, y luego iré a la habitación de ella. Sin duda, la convenceré para que pueda usted verla.

El señor Burley subió las escaleras con la intención de dirigirse al saloncito, pero cuando pasaba por delante del gabinete privado de tía Susan, cuya puerta estaba ligeramente entreabierta, oyó una risa alegre que reconoció al instante; así que, sin llamar o anunciarse, entró con aire decidido. Pero antes de poder dar a conocer su presencia, escuchó unas palabras que desgarraron su alma y helaron su joven sangre. Una voz decía:

—¡Querida, ha llegado!

Entonces oyó cómo Rosannah Ethelton, que estaba algo inclinada de espaldas a él, decía:

—¡También el tuyo, querido!

Vio cómo la figura de ella se inclinaba aún más, y escuchó cómo besaba algo, no solo una vez, sino otra y otra. El alma del joven se llenó de ira. La desgarradora conversación prosiguió:

—Rosannah, sabía que tenías que ser bella, ¡pero esto es deslumbrante, cegador, embriagador...!

—Alonzo, ¡qué felicidad para mí oírtelo decir! Sé que no es verdad, pero aun así te estoy tan agradecida de que pienses así... Yo sabía que debías de tener un rostro noble, pero la gracia y la majestuosidad de la realidad desmerecen cualquier mísera creación de mi fantasía.

Burley escuchó otra vez aquel ruidoso aluvión de besos.

—¡Gracias, Rosannah mía! La fotografía me favorece, pero no deberías permitirte pensar de esta forma. ¿Cariño...?

—¿Sí, Alonzo?

—¡Soy tan feliz, Rosannah!

—¡Oh, Alonzo!, ninguna mujer antes que yo ha sabido lo que es el amor, y ninguna después de mí sabrá nunca lo que es la felicidad. ¡Me siento flotar en un firmamento de nubes resplandecientes, en un infinito éxtasis, maravilloso y encantador!

—¡Oh, Rosannah mía...! Porque eres mía, ¿verdad?

—Tuya, ¡oh!, completamente tuya, Alonzo, ¡ahora y siempre! Durante todo el día, y en medio de mis sueños nocturnos, se oye entonar el dulce rondó de una canción: «Alonzo Fitz Clarence, Alonzo Fitz Clarence, Eastport, estado de Maine».

«¡Maldito sea! Bueno, al menos tengo su dirección», rugió Burley para sus adentros. Y salió rápidamente de la estancia.

Justo detrás de Alonzo, ajeno a su presencia, estaba su madre, la viva imagen del pasmo. Iba tan envuelta en pieles de pies a cabeza que solo se le veían los ojos y la nariz. Resultaba una buena alegoría del invierno, ya que estaba toda salpicada de nieve.

Detrás de Rosannah, ajena a su presencia, estaba la tía Susan, también la viva imagen del pasmo. Una buena alegoría del verano, ya que llevaba un vestido ligero y se abanicaba vigorosamente el sudor de su acalorado rostro.

Ambas mujeres tenían los ojos llenos de lágrimas de puro gozo.

—Así que era eso... —exclamó la señora Fitz Clarence—. ¡Ahora comprendo, Alonzo, por qué no ha habido manera de sacarte de tu habitación en seis semanas!

—Así que era eso... —exclamó la tía Susan—. ¡Ahora comprendo, Rosannah, por qué has estado encerrada como una ermitaña las últimas seis semanas!

Los dos jóvenes se levantaron al instante, avergonzados, como quien acaba de ser descubierto mercadeando con bienes robados y espera el fallo del juez Lynch.

—¡Dios te bendiga, hijo mío! Tu felicidad es la mía. ¡Ven a los brazos de tu madre, Alonzo!

—¡Dios te bendiga, Rosannah, por el bien de mi querido sobrino! ¡Ven a mis brazos!

Entonces se fundieron los corazones y las lágrimas de alegría tanto en Telegraph Hill como en Eastport Square.

En ambos lugares, las damas llamaron a sus criados. Uno recibió esta orden:

—Avive el fuego con leña de nogal y tráigame una limonada bien caliente.

Mientras que el otro recibió esta orden:

—Apague ese fuego y tráigame dos abanicos de hoja de palma y una jarra de agua helada.

Entonces se marcharon los dos jóvenes, y ambas damas se sentaron para hablar sobre la grata sorpresa recibida y para empezar a hacer los preparativos de la boda.

Pocos minutos antes de esta escena, el señor Burley salió corriendo de la mansión de Telegraph Hill, sin detenerse ni despedirse formalmente de nadie. Mascullaba entre dientes, imitando inconscientemente a un popular actor melodramático:

—¡Nunca se casará con ella! ¡Lo juro! ¡Antes de que la gran Naturaleza se haya despojado de su invernal armiño para adornarse con las brillantes esmeraldas de la primavera, ella será mía!

III

Dos semanas más tarde. Cada pocas horas, durante unos tres o cuatro días, un clérigo episcopalista de apariencia muy formal y devota, con un ojo algo distraído, había estado visitando a Alonzo. Según rezaba su tarjeta, se trataba del reverendo Melton Hargrave, de Cincinnati. Explicó que se había retirado de su ministerio por razones de salud. Si hubiera dicho por razones de mala salud, seguramente habría estado en un error, a juzgar por su sano y robusto aspecto. Dijo que era el inventor de una gran innovación telefónica, y que esperaba ganarse el sustento vendiendo el privilegio de servirse de ella.

—En la actualidad —prosiguió—, una persona puede derivar la corriente del hilo telegráfico que transmite una canción o un concierto de un estado a otro, y puede acoplarla a su teléfono privado para robar y escuchar esa música mientras recorre su camino. Mi invento lo evitará.

—Bueno —respondió Alonzo—, y si el propietario de la música no se da cuenta de que le están robando, ¿por qué habría de preocuparse por ello?

—No se preocuparía —dijo el reverendo.

—¿Y entonces...? —preguntó Alonzo inquisitivamente.

—Suponga usted... —replicó el reverendo—, suponga que, en lugar de música, lo que se robara al pasar por los cables fuesen dulces palabras de amor de la más íntima y sagrada naturaleza.

Alonzo se estremeció de pies a cabeza.

—Señor —dijo—, ese invento no tiene precio. Lo necesito, cueste lo que cueste.

Sin embargo, por alguna extraña razón, el invento estaba retenido en algún sitio a mitad de camino de Cincinnati. El impaciente Alonzo a duras penas podía esperarse. Le atormentaba la idea de que las dulces palabras de Rosannah pudieran ser oídas por algún desvergonzado ladrón. El reverendo venía con frecuencia y se disculpaba por el retraso, y le explicaba las medidas que había tomado para que el asunto se solucionara cuanto antes. Esto tranquilizaba un poco a Alonzo.

Una mañana, el reverendo subió la escalera y llamó a la puerta de Alonzo. Nadie contestó. Entró, echó un rápido vistazo a su alrededor, cerró suavemente la puerta y corrió hacia el teléfono. Los acordes exquisitamente suaves y lejanos de «Sweet By-and-By» llegaron flotando a través del aparato. La cantante empezó a desentonar, como de costumbre, en las cinco notas siguientes a las dos primeras del estribillo, cuando el reverendo la interrumpió con una voz que imitaba a la perfección la de Alonzo, añadiéndole un leve deje de impaciencia:

—¿Cariño...?

—¿Sí, Alonzo?

—Por favor, no vuelvas a cantar eso esta semana; prueba con algo más moderno.

Los pasos ágiles que acompañan a un corazón feliz resonaron por las escaleras, y el reverendo, con una diabólica sonrisa, se refugió rápidamente tras las pesadas cortinas de terciopelo de la ventana. Alonzo entró y corrió hacia el teléfono.

—Querida Rosannah —dijo—, ¿cantamos algo juntos?

—¿Algo moderno? —preguntó ella, con sarcástica amargura.

—Sí, si es lo que te apetece.

—¡Cante usted, si es lo que quiere!

Este arrebato sorprendió e hirió al joven, que dijo:

—Rosannah, eso no es propio de ti.

—Supongo que me ha salido del mismo modo que a usted su manera tan cortés de hablarme, señor Fitz Clarence.

—¡«Señor» Fitz Clarence! Rosannah, no ha habido nada descortés en mi modo de hablarte.

—¡Oh, claro! Debo de haberle entendido mal, y le pido por ello mis más humildes disculpas, ¡ja, ja, ja! No hay duda de que ha dicho: «No vuelvas a cantar eso hoy».

—¿Cantar el qué hoy?

—La canción de la que ha hablado, naturalmente. ¡Qué obtusos nos hemos vuelto de repente!

—¡Yo no he hablado de ninguna canción!

—¿Ah, no? ¿No lo ha hecho?

—No, no lo he hecho.

—Me veo obligada a recalcar que sí lo ha hecho.

—Y yo me veo obligado a recalcar que no lo he hecho.

—¡Una segunda grosería! Ya es suficiente, señor. No le perdonaré jamás. Todo ha terminado entre nosotros.

Y entonces llegó un sonido ahogado de llanto. Alonzo se atrevió a decir:

—¡Oh, Rosannah, retira tus palabras! En todo esto hay algún espantoso misterio, alguna odiosa equivocación. Te hablo con la mayor seriedad y sinceridad cuando digo que no he dicho nada sobre ninguna canción. Por nada del mundo quisiera ofenderte... Rosannah, querida... ¡Oh, háblame! ¿Quieres?

Hubo una pausa, tras la cual Alonzo sintió alejarse el llanto de la muchacha y comprendió que había dejado el teléfono. Se levantó con un hondo suspiro y salió de la habitación diciéndose para sí: «Saldré a la busca de misiones de caridad y de refugios para pobres, para ayudar a mi madre. Ella la convencerá de que jamás quise ofenderla».

Un minuto después, el reverendo se inclinaba sobre el teléfono como un gato que acecha el territorio de su presa. No hubo de esperar mucho tiempo. Una dulce voz arrepentida, temblorosa todavía por el llanto, dijo:

—Alonzo, querido, me he equivocado. Es imposible que me hayas dicho algo tan cruel. Debió de tratarse de alguien que imitaba tu voz, ya fuera por maldad o por burla.

El reverendo respondió fríamente, remedando la voz de Alonzo:

—Has dicho que todo había terminado entre nosotros. Pues que así sea. Rechazo y desprecio el arrepentimiento que profesas.

Y se marchó, radiante en su malévolo triunfo, para no regresar nunca más con su imaginaria invención telefónica.

Al cabo de cuatro horas, Alonzo volvió con su madre de visitar los asilos para pobres y gentes de mal vivir favoritos de la dama. Intentaron establecer comunicación con la casa de San Francisco, pero no hubo manera. Nadie contestaba. Esperaron y siguieron esperando ante el mudo teléfono.

Por fin, cuando se ponía el sol en San Francisco, y hacía ya tres horas y media que se había hecho de noche en Eastport, hubo contestación al grito tantas veces repetido de «¡Rosannah!».

Pero, ¡ay!, fue la voz de la tía Susan la que respondió. Dijo la señora:

—He estado fuera todo el día; acabo de llegar. Voy a buscarla.

En Eastport esperaron dos minutos..., cinco minutos..., diez minutos... Luego llegaron estas palabras fatales, pronunciadas en tono espantado:

—Se ha marchado y se ha llevado consigo todo su equipaje. Según ha dicho a los criados, se ha ido a visitar a otra amiga. Pero he encontrado esta nota encima de la mesita de mi habitación. Escuchad: «Me marcho; no intenten buscarme; mi corazón está destrozado, y no volverán a verme jamás. Dígale que siempre pensaré en él cuando cante mi pobre “Sweet By-and-By”, pero nunca en las desagradables palabras que dijo sobre ella». Esta es su nota. Alonzo, Alonzo, ¿qué quiere decir esto? ¿Qué ha pasado?

Pero Alonzo se había sentado, pálido y frío como un muerto. Su madre descorrió los cortinajes de terciopelo y abrió la ventana. El aire fresco volvió algo en sí al desdichado, quien contó a su tía la funesta historia. Entretanto, su madre estaba examinando una tarjeta que había encontrado en el suelo al apartar las cortinas. En ella podía leerse: «Señor Sidney Algernon Burley, San Francisco».

—¡Infame! —gritó Alonzo.

Y salió corriendo en busca del falso reverendo para acabar con él; porque aquella tarjeta lo explicaba todo, ya que en el transcurso de sus mutuas confesiones los dos enamorados habían hablado de los amores anteriores que habían tenido, echando un sinfín de pestes contra sus defectos y flaquezas..., porque eso es lo que hacen siempre los enamorados. Es algo que tiene una singular fascinación para ellos, justo por detrás de los arrullos y los arrumacos.

IV

Durante los dos meses siguientes acontecieron muchas cosas. Pronto se supo que Rosannah, pobre y desdichada huérfana, no había regresado a casa de su abuela en Portland, Oregón, ni siquiera le había enviado una carta, salvo una copia de la afligida nota que había dejado en la mansión de Telegraph Hill. Sin duda, quien la hubiera acogido (en el caso de que aún siguiera viva) había sido persuadido para no delatar su paradero, ya que cuantos esfuerzos se hicieron para encontrarla habían fracasado.

¿Se rindió Alonzo? No. Se dijo para sus adentros: «Cuando ella esté triste cantará aquella dulce canción. La encontraré». Así que tomó su maletín de viaje y un teléfono portátil, se sacudió la nieve de la ciudad natal de sus chanclos impermeables y partió a recorrer mundo. Vagó a lo largo y ancho del país por numerosos estados. Una y otra vez, los extraños se quedaban asombrados al ver a un hombre pálido, de aspecto lastimoso y desgraciado, que trepaba trabajosamente a postes telegráficos en lugares fríos y solitarios, permanecía allí colgado durante una triste y larga hora con el oído pegado a una cajita, y luego bajaba suspirando y emprendía de nuevo camino con aire desdichado. A veces le disparaban con sus rifles, como hacen los campesinos con los aeronautas, creyéndole loco y peligroso. Por eso sus ropajes estaban agujereados por las balas, y su persona gravemente lacerada. Pero él lo soportaba todo con paciente resignación.

Al inicio de su peregrinación, solía decir con frecuencia: «¡Ah, si al menos pudiera escuchar el “Sweet By-and-By”...!». Pero hacia el final solo decía entre lágrimas amargas: «¡Ah, si al menos pudiera escuchar alguna cosa...!».

De esta forma transcurrieron un mes y tres semanas, hasta que al final algunas personas bondadosas lo recogieron y lo encerraron en un manicomio privado de Nueva York. Nadie le oyó quejarse, porque ya no le quedaban fuerzas, ni tampoco aliento ni esperanza. El director se apiadó de él y le cedió sus propios aposentos, una sala y una alcoba muy confortables, cuidando de Alonzo con afectuosa devoción.

Al cabo de una semana, el paciente pudo abandonar la cama por primera vez. Tendido cómodamente entre almohadones sobre un sofá, escuchaba el quejumbroso miserere del desapacible viento de marzo y el ruido atenuado de los pasos en la calle, pues eran las seis de la tarde y la gente de Nueva York regresaba a sus casas del trabajo. Ardía en la habitación un fuego muy vivo, al que se añadía el alegre fulgor de un par de lámparas de lectura. Así pues, el interior era tan cálido y confortable como sombrío y crudo era el exterior; el interior era luminoso y brillante, mientras que fuera estaba tan oscuro y deprimente como si el mundo estuviera iluminado con gas de Hartford. Alonzo sonrió débilmente al pensar en cómo sus extravíos amorosos le habían convertido en un maníaco a los ojos del mundo; y empezaba a desmadejar el hilo de sus pensamientos cuando una vaga y dulce melodía, el auténtico espectro de un sonido, tan remoto y tenue parecía, llegó a sus oídos. El pulso se le paralizó; escuchó boquiabierto y conteniendo el aliento. La canción seguía fluyendo: él esperaba, escuchando con gran atención, incorporándose lenta e inconscientemente de su posición reclinada. Al fin exclamó:

—¡Es ella, es ella! ¡Oh, las divinas notas desentonadas!

Se dirigió casi a rastras hasta el rincón de donde procedían los sonidos, apartó una cortina y descubrió un teléfono. Se inclinó sobre él, y al expirar la última nota estalló con una exclamación:

—¡Oh, bendito sea el cielo, por fin te he encontrado! ¡Háblame, Rosannah mía, adorada! El cruel misterio se ha aclarado: fue el infame Burley quien, imitando mi voz, te ofendió con su insolencia.

Hubo una pausa en la que no se oyó siquiera respirar, y que para Alonzo fue como una eternidad. Luego llegó un sonido débil, articulándose en lenguaje:

—¡Oh, por favor, repetid esas preciosas palabras, Alonzo!

—Son la verdad, la auténtica verdad, Rosannah mía, y te daré abundantes pruebas de ello.

—¡Oh, Alonzo, quédate conmigo! ¡No me abandones un solo instante! ¡Que yo sienta que estás a mi lado! ¡Dime que jamás nos volveremos a separar! ¡Oh, feliz hora, hora bienaventurada, hora memorable!

—Durante toda la vida conservaremos el recuerdo de esta hora bendita, Rosannah mía; todos los años, al dar el reloj esta querida hora, la celebraremos en Acción de Gracias, todos los años de nuestra vida.

—¡Así lo haremos, Alonzo, así lo haremos!

—Las seis y cuatro minutos de la tarde, Rosannah mía, de ahora en adelante...

—Las doce y veintitrés minutos del mediodía, de ahora en...

—¿Cómo, Rosannah, querida? ¿Dónde estás?

—En Honolulú, en las islas Hawái. ¿Y dónde estás tú? Quédate a mi lado; no me abandones ni un instante. No puedo soportarlo. ¿Estás en casa?

—No, querida, estoy en Nueva York..., como paciente en manos del doctor.

Un grito de agonía llegó al oído de Alonzo, como el agudo zumbido de un mosquito al ser cazado, y que había perdido fuerza viajando a través de cinco mil millas. Alonzo se apresuró a decir:

—Tranquilízate, mi niña. No es nada. Ya me he puesto bien tan solo de sentir tu dulce y curativa presencia. ¿Rosannah...?

—¿Sí, Alonzo? ¡Oh, cómo me has espantado! Prosigue.

—¡Fija el día bienaventurado, Rosannah!

Hubo una pequeña pausa. Luego una tímida vocecita respondió:

—Me ruborizo..., pero de placer, de felicidad... ¿Te gustaría..., te gustaría que fuese pronto?

—¡Esta misma noche, Rosannah! ¡Oh, no corramos el riesgo de más demoras! ¡Ahora mismo...! ¡Esta misma noche, en este mismo instante!

—¡Oh, criatura impaciente! No tengo a nadie aquí, salvo al bueno de mi anciano tío, misionero durante una generación y retirado ahora del ministerio activo..., a nadie, salvo a él y a su mujer. Pero me gustaría tanto que tu madre y tía Susan...

—Nuestra madre y nuestra tía Susan, Rosannah mía.

—Sí, nuestra madre y nuestra tía Susan..., me complace mucho decirlo así, si eso te satisface. ¡Me gustaría tanto que estuviesen presentes!

—A mí también. Si enviásemos un telegrama a tía Susan, ¿cuánto tiempo tardaría en llegar?

—El barco sale de San Francisco pasado mañana. La travesía es de ocho días. Estaría aquí para el 31 de marzo.

—Pongamos, pues, el día 1 de abril; ¿te parece bien, Rosannah querida?

—¡Dios bendito, eso nos convertirá en santos inocentes, Alonzo![1]

—Mientras seamos las dos criaturas más felices que el sol alumbre ese día sobre la faz de la tierra, ¿qué más nos da? Que sea el primero de abril, querida.

—¡Pues que sea el primero de abril, con todo mi corazón!

—¡Oh, cuánta felicidad! Fija también la hora, Rosannah.

—Me gusta por la mañana, ¡es tan alegre...! ¿Te parece bien a las ocho de la mañana, Alonzo?

—Será la hora más encantadora del día, porque entonces serás mía para siempre.

Durante un breve rato pudo escucharse un sonido débil pero frenético, como si espíritus incorpóreos de mullidos labios se prodigasen besos; luego Rosannah dijo:

—Excúsame un momento, querido; tengo que despachar una visita.

La joven se dirigió a una amplia sala y tomó asiento cerca de una ventana desde la cual se contemplaba un hermoso escenario. A la izquierda podía verse el encantador valle de Nuuanu, adornado con el rojizo fulgor de sus flores tropicales y sus graciosas y empenachadas palmeras, así como sus faldas montañosas revestidas del brillante verdor de los bosquecillos de limoneros, cidros y naranjos; y más allá se alzaba el precipicio, lleno de historia, desde donde el primer rey Kamehameha empujó al enemigo derrotado hacia su total aniquilación..., un lugar que sin duda había olvidado su atroz pasado, porque ahora aparecía sonriente, como casi siempre a mediodía, bajo el luminoso resplandor de una sucesión de arcoíris. Justo enfrente de la ventana podía verse la pintoresca ciudad, con grupos de nativos de piel oscura diseminados aquí y allá, disfrutando del caluroso tiempo; y a la derecha se extendía inquieto el océano, agitando sus blancas crines espumosas a la luz del sol.

Rosannah permaneció allí sentada, con su vaporoso vestido blanco, abanicando su cara rubicunda y acalorada, a la espera. Un muchacho kanaka, que llevaba una corbata azul muy ajada y una chistera hecha pedazos, asomó la cabeza y anunció:

—¡Haole de Frisco!

—Que pase —dijo la muchacha, enderezándose y adoptando un aire muy digno, cargado de significado.

El señor Sidney Algernon Burley entró, ataviado de pies a cabeza de un níveo color deslumbrante, es decir, del lino más blanco y liviano de Irlanda. Avanzó presuroso, pero la joven hizo un gesto y le dirigió una mirada que le hicieron detenerse en seco. Ella dijo fríamente:

—Aquí estoy, como había prometido. Creí sus afirmaciones, cedí a sus importunidades, y dije que fijaría la fecha. Será el primero de abril, a las ocho de la mañana. Y ahora, ¡márchese!

—Oh, querida mía, si la gratitud de toda una vida...

—Ni una palabra más. Evíteme su presencia y cualquier tipo de contacto antes de ese momento. No..., no suplique. Así es como ha de ser.

Cuando se hubo marchado, Rosannah se dejó caer exhausta en una silla, pues el largo asedio de congojas que había tenido que sufrir la había dejado sin fuerzas. En ese momento dijo:

—¡De qué poco ha ido...! Si el momento fijado hubiese sido una hora antes... ¡Oh, qué horror, me he salvado por los pelos! ¡Y pensar que había llegado a creer que amaba a este monstruo traicionero, fraudulento y mentiroso! ¡Oh, se va a arrepentir de su infamia!

Llevemos ahora esta historia a su final, ya que poca cosa más es preciso contar de ella. El día 2 del siguiente mes de abril, el Advertiser de Honolulú publicaba esta noticia:

BODA

En esta ciudad, y por vía telefónica, contrajeron matrimonio ayer a las ocho en punto de la mañana, en una ceremonia oficiada por el reverendo Nathan Hays, asistido por el reverendo Nathaniel Davis, de Nueva York, el señor Alonzo Fitz Clarence, de Eastport, Maine, y la señorita Rosannah Ethelton, de Portland, Oregón. La señora Susan Howland, de San Francisco, una amiga de la novia, estaba presente, invitada por el reverendo señor Hays y esposa, tío y tía de la novia. El señor Sidney Algernon Burley, de San Francisco, también estuvo presente, pero no se quedó hasta el final de la ceremonia. El hermoso yate del capitán Hawthorne, decorado con sumo gusto, aguardaba a la dichosa novia y a sus amigos, que partieron inmediatamente en viaje nupcial hacia Lahaina y Haleakala.

Y los diarios de Nueva York publicaban esta noticia:

BODA

En esta ciudad, y por vía telefónica, contrajeron matrimonio ayer a las dos y media de la madrugada, en una ceremonia oficiada por el reverendo Nathaniel Davis, asistido por el reverendo Nathan Hays, de Honolulú, el señor Alonzo Fitz Clarence, de Eastport, Maine, y la señorita Rosannah Ethelton, de Portland, Oregón. Los parientes y diversos amigos del novio que asistieron al enlace disfrutaron de un suntuoso desayuno y un gran festejo hasta rayar el alba, y luego partieron en viaje nupcial hacia el Aquarium, debido a que el estado de salud del novio no permitía largos desplazamientos.

Hacia el final de aquel memorable día, el señor Alonzo Fitz Clarence y su señora se hallaban inmersos en una dulce conversación referente a los placeres de sus respectivos viajes de novios, cuando de pronto la joven esposa exclamó:

—¡Oh, Lonny, me olvidaba! He hecho lo que te dije.

—¿De veras, querida?

—Por supuesto. ¡Le he convertido a él en el santo inocente! ¡Y así se lo he hecho saber! ¡Ah, qué sorpresa tan deliciosa! Allí estaba él, medio asfixiado de calor con su traje negro, con el mercurio casi desbordando el termómetro, a la espera de casarse. Y tendrías que haber visto la cara que puso cuando se lo susurré al oído. Ah, su perversidad me ha costado muchas lágrimas y sufrimiento, pero las cuentas han quedado bien saldadas. Así que el afán de venganza abandonó mi corazón, y le rogué que se quedara, y le dije que se lo perdonaba todo. Pero no quiso. Dijo que viviría para vengarse; dijo que haría lo posible para que nuestras vidas se convirtieran en un infierno. Pero no podrá, ¿verdad que no, querido?

—¡Jamás, Rosannah mía, jamás!

La tía Susan, la abuela de Oregón, la joven pareja y sus parientes de Eastport son todos muy felices en el momento de escribir estas líneas, y muy probablemente continúan siéndolo. Tía Susan trajo a la novia de las islas, la acompañó a través del continente y tuvo la inmensa fortuna de presenciar el venturoso encuentro entre un marido y mujer que se adoraban y que hasta aquel momento nunca se habían visto.

Tan solo unas palabras acerca del despreciable Burley, cuyas perversas maquinaciones tan cerca estuvieron de destrozar los corazones y las vidas de nuestros pobres y jóvenes amigos: al abalanzarse con intenciones homicidas sobre un artesano tullido y desvalido, de quien se figuró que le había hecho una pequeña afrenta, cayó en una caldera de aceite hirviendo y expiró antes de poder ser extinguido.

 

1878