HISTORIA DETECTIVESCA DE DOS CAÑONES

I

La primera escena ocurre en el campo, en Virginia. Año: 1880. Acaba de celebrarse una boda entre un joven hermoso, pero de escasa fortuna, y una joven rica. Un caso de amor a primera vista y de matrimonio precipitado, al que se ha opuesto con tenacidad el padre, viudo, de la joven.

El novio, Jacob Fuller, tiene veintiséis años de edad, pertenece a una familia antigua, pero maltratada, que tuvo que emigrar por la fuerza de Sedgemoor, a beneficio de las arcas del rey James, según dijeron algunos, con mala intención, y todos los demás porque estaban convencidos de ello. La novia tiene diecinueve años y es bella. Es de un romanticismo intenso y exaltado, desmedidamente orgullosa de la nobleza de su linaje y de un amor arrebatado por su joven esposo. Por ese amor hizo frente al disgusto del padre, soportó sus censuras, escuchó con lealtad inquebrantable las amenazadoras predicciones que él le hizo y se marchó de su casa sin su bendición, muy ufana y feliz de las pruebas que de ese modo estaba dando de la calidad del cariño que se había asentado en su corazón.

La mañana que siguió al día de su boda tuvo para ella una triste sorpresa. Su marido rechazó las caricias que ella le brindaba y dijo:

—Siéntate. Tengo algo que decirte. Yo te amaba. Eso fue antes que pidiera tu mano a tu padre. No es su rechazo lo que me duele, hubiera podido soportarlo. Pero las cosas que de mí te dijo..., eso ya es otra cosa. No es preciso que hables. Sé muy bien de lo que te habló, tengo fuentes fiables. Te dijo, entre otras cosas, que llevo escrito en el rostro mi carácter, que soy traicionero, hipócrita, un cobarde y un bruto, que no conozco la piedad ni la compasión: la «rúbrica de Sedgemoor», así lo llamó, y «el distintivo de la manga pobre». Cualquiera en mi lugar habría ido a su casa y lo habría matado a tiros como a un perro. Quise hacerlo, mi propósito era firme, pero se me ocurrió algo mejor: deshonrarlo, destrozarle el corazón, matarlo pulgada a pulgada. ¿Y cómo hacerlo? ¡Mediante el trato que te diese a ti, la niña de sus ojos! Me casaría contigo, y después... Ten paciencia. Ya lo verás.

Desde aquel instante, y por espacio de tres meses, la joven esposa sufrió todas las humillaciones, todos los insultos, todas las miserias que pudo idear el cerebro diligente e ingenioso del marido, salvo la violencia física. La joven había conservado su fuerte orgullo y mantuvo en secreto sus angustias. De cuando en cuando el marido le decía:

—¿Por qué no vas y se lo cuentas a tu padre?

Inventó entonces nuevas torturas, la sometió a ellas y volvió a preguntarle. Ella contestaba siempre:

—Jamás lo sabrá de mi boca.

Y echaba en cara al marido su origen, diciéndole que ella era esclava de un vástago de esclavos y no tenía más remedio que obedecer, y que lo haría hasta ese punto, pero no más allá. Que él podía matarla, si gustaba, pero no doblegarla: un hombre de la estirpe de Sedgemoor no lo conseguiría jamás. Al cabo de tres meses, le dijo él con expresión que encerraba un sentido sombrío:

—Lo he intentado todo, menos una cosa.

Y esperó a ver qué contestaba ella.

—Ponla en obra— le contestó la mujer, torciendo el labio en señal de mofa.

Aquella noche se levantó el marido a las doce, se vistió y le dijo:

—Levántate y vístete.

Ella obedeció, como siempre, sin decir una palabra. La condujo a media milla de distancia y procedió a atarla a un árbol que se alzaba a un lado de la carretera, mientras ella forcejeaba y chillaba. Entonces la amordazó, le azotó la cara con un látigo de cuero y soltó contra ella a sus sabuesos. Estos le arrancaron las ropas a mordiscos y la dejaron desnuda. Cuando la vio así, les ordenó que se apartasen y le dijo:

—Te descubrirá la gente que pase. Empezarán a caer por aquí dentro de tres horas y propagarán la noticia, ¿me oyes? Ya no volverás a verme.

Y se alejó. Ella dijo para sí, gimiendo:

—¿Y yo he de dar a luz a una criatura... de ese hombre? ¡Quiera Dios que sea varón!

Más tarde, los granjeros la soltaron y corrieron la noticia, como es natural. Los habitantes de la región se alzaron con propósito de linchar al malhechor, pero el pájaro había volado. La joven esposa se encerró en la casa de su padre, él se encerró con ella, y desde entonces no quiso ver a nadie. Su orgullo había recibido un golpe mortal y también su corazón. Se fue apagando, pues, día a día, y hasta su hija se alegró cuando vino la muerte a libertarlo.

Entonces ella vendió la finca y desapareció.

II

En el año 1886 una mujer joven vivía en una casa modesta próxima a una apartada aldea de Nueva Inglaterra, sin otra compañía que la de un niño de unos cinco años. Ella misma realizaba todas las labores del hogar, rehuía las amistades y no se trataba con nadie. El carnicero, el panadero y los demás que la atendían no podían contar a los del pueblo más que su apellido era Stillman y que a su niño lo llamaba Archy. No habían podido descubrir de dónde procedía, pero dijeron que hablaba como los del Sur. El niño no tenía compañeros de juego, ni camaradas, ni otra maestra que su madre. Lo educaba con diligencia y de un modo inteligente, y se mostraba satisfecha con los resultados, incluso un poco orgullosa. Cierto día dijo Archy:

—Mamá, ¿soy diferente de los demás niños?

—Yo creo que no. ¿Por qué lo dices?

—Porque un muchacho que caminaba por aquí me preguntó si había pasado ya el cartero, y yo le contesté que sí; entonces él me preguntó si hacía mucho rato que lo había visto, y yo le contesté que no lo había visto. Él me dijo que cómo sabía yo, entonces, que había pasado, y le contesté que lo sabía porque podía oler su huella en la acera. Él me hizo entonces una mueca y me dijo que yo era un completo idiota. ¿Por qué me hizo eso?

La joven se puso pálida y dijo para sus adentros: «¡Es un sello de nacimiento! Lleva dentro el don del podenco». Atrajo al muchacho hacia su pecho y lo acarició apasionadamente, diciendo:

—¡Dios ha señalado el camino!

Los ojos de la mujer ardían con luz siniestra y la excitación que la dominaba la hacía respirar con jadeos breves y entrecortados. Se dijo: «Ya está solucionado el rompecabezas. Muchas veces ha sido un misterio para mí ver las cosas absurdas que el muchacho hacía a oscuras, pero ahora lo veo todo claro».

Lo sentó en su sillita y le dijo:

—Espera un poco hasta que vuelva, corazón, entonces charlaremos del asunto.

Subió a su habitación y escondió diversos objetos pequeños que había en su tocador: una lima de uñas en el suelo, debajo de la cama; unas tijeritas, debajo del escritorio; un pequeño abrecartas de marfil, debajo del armario. Volvió entonces junto al muchacho y le dijo:

—¡Qué despistada! Me he dejado algunas cosas que debí bajar.

Le dijo cuáles eran y agregó:

—Corre y tráemelas, corazón.

El muchacho salió disparado a realizar el encargo y no tardó en volver con todo.

—¿Te resultó difícil, cariño?

—No, mamá, no tuve más que seguir tus pasos.

Durante su ausencia la madre se había acercado a la estantería, tomó varios libros de la repisa inferior, los abrió, pasó su mano por una página, grabó los números en la memoria y luego los volvió a colocar en su sitio. Entonces dijo:

—Mientras tú estabas en el cuarto yo hice algo, Archy. ¿Te crees capaz de descubrirlo?

El muchacho se dirigió a la estantería y sacó los libros que su madre había cogido, y los abrió por las páginas en las que ella había pasado la mano. Entonces ella lo sentó en su regazo y le dijo:

—Ahora voy a contestar a tu pregunta, querido. He descubierto que, en un aspecto, eres distinto a los demás chicos. Tú ves en la oscuridad, hueles cosas que los demás no perciben y tienes las habilidades de un podenco. Son cualidades buenas y apreciables, pero debemos conservarlas en secreto. Si la gente las descubriera, hablarían de ti como de un niño extraño, raro, y los demás muchachos te dirían cosas desagradables, y te pondrían apodos. En este mundo es preciso ser como todos los demás, si no se quiere provocar burlas, envidias y celos. Yo me alegro de esa cualidad grande y provechosa con la que has nacido, pero la mantendrás en secreto por amor a tu mamá, ¿verdad?

El niño se lo prometió, sin entenderlo.

El cerebro de la madre permaneció todo el día muy atareado, dando vueltas a enardecidas ideas, trazando planes, proyectos, esquemas, a cuál más pavoroso, adusto y sombrío. Y, sin embargo, todo ello hizo que su rostro se iluminase con un resplandor feroz, muy característico, encendido por vagos resplandores infernales. Estaba poseída por un febril desasosiego. No podía estar sentada, ni de pie, ni leer, ni coser. Solo encontraba alivio en el movimiento. Probó de veinte maneras distintas el don del que estaba dotado su hijo, y durante todo ese tiempo no dejó de decirse a sí misma, con el alma en el pasado: «Él destrozó el corazón de mi padre, y todos estos años he estado pensando noche y día inútilmente en cómo destrozaré yo el suyo. Por fin he descubierto la manera, la he descubierto».

Cuando llegó la noche, todavía le dominaba el demonio del desasosiego. Siguió con las pruebas de su hijo: cruzó la casa desde la buhardilla hasta el sótano, alumbrándose con una vela y escondiendo agujas, alfileres, dedales y carretes debajo de las almohadas, de las alfombras, en grietas de las paredes, debajo de la carbonera, y acto seguido envió al pequeño a que lo encontrase todo en la oscuridad. Así hizo, y se sintió feliz y orgulloso cuando su madre lo elogió y lo ahogó a caricias.

Desde ese instante la vida tomó un nuevo cariz para aquella mujer, que se decía a sí misma: «El porvenir está asegurado: puedo esperar y disfrutar de esta espera». La mayor parte de sus intereses olvidados revivieron. Volvió a dedicarse a la música, a los idiomas, al dibujo, a la pintura y a otras cosas que abandonó hacía tiempo, y que fueron los deleites de sus años de doncella. Se sintió de nuevo feliz y experimentó otra vez el placer de vivir. A medida que transcurrían los años, observaba el desarrollo de su muchacho y se sentía satisfecha. No del todo, pero casi. El lado bondadoso de su corazón era mayor que el otro. Ese era, a los ojos de ella, el único defecto de su hijo. Pero se decía que el amor y la reverencia que sentía hacia ella lo compensaban. El muchacho sabía odiar, eso ya suponía algo, pero la cuestión era si el material del que estaban compuestos sus odios era de una calidad tan resistente y duradera como la de sus amistades, y ahí ya no estaba tan tranquila.

Siguieron pasando los años. Archy era ya un joven hermoso, bien conformado, atlético, cortés, digno, sociable, de trato simpático, y quizá parecía un poco más mayor de lo que era en realidad, porque solo contaba dieciséis años. Una noche le dijo su madre que debía comunicarle algo de la mayor importancia. Agregó que tenía ya edad suficiente para saberlo, y además de edad, el carácter y la entereza necesarios para llevar a cabo un proyecto que venía elaborando y madurando desde muchos años atrás. Le refirió entonces su dolorosa historia, en toda su desnuda atrocidad. El muchacho se quedó paralizado durante un rato, y luego dijo:

—Te comprendo. Nosotros somos del Sur, y nuestra manera de ser y nuestras costumbres solo admiten una reparación. Lo buscaré y lo mataré.

—¿Matarlo? ¡No! La muerte es liberación, emancipación. La muerte es un favor. ¿Es que yo le debo alguno? No has de tocar ni un cabello de su cabeza.

El muchacho permaneció durante un rato pensativo, y luego dijo:

—Tú eres para mí todo lo que hay en el mundo, y tus deseos son mi ley y mis placeres. Dime lo que hay que hacer y lo haré.

Los ojos de la madre brillaron de satisfacción, y dijo:

—Irás en su busca. Desde hace once años sé dónde se oculta. Me costó localizarlo más de cinco años de investigaciones y mucho dinero. Es minero de cuarzo en Colorado, y las cosas le van bien. Vive en Denver. Se llama Jacob Fuller. ¡Trabajo me ha costado pronunciar ese nombre...! Es la primera vez después de aquella noche inolvidable. ¡Figúrate! Tú hubieras llevado ese apellido si no te hubiera ahorrado esa vergüenza dándote otro más limpio. Lo ahuyentarás de ese lugar, lo perseguirás, y volverás a ahuyentarlo otra vez, y otra, y otra, y otra vez, de un modo constante e implacable, envenenando su vida, llenándola de misteriosos terrores, colmándola de cansancio y de angustia, haciéndole anhelar la muerte y la valentía para suicidarse. Lo convertirás en otro judío errante, y jamás sabrá lo que es el sosiego, la paz del alma ni el sueño reparador. Te convertirás en su sombra, te aferrarás a él, lo perseguirás hasta destrozarle el corazón, de igual modo que él destrozó el de mi padre y el mío.

—Obedeceré, madre.

—Así lo creo, hijo mío. Los preparativos están hechos, todo está a punto. Aquí tienes una carta de crédito. Gasta con libertad, por el dinero no te preocupes. Algunas veces será preciso que te disfraces. Lo he previsto, igual que otras comodidades.

Sacó del cajón de la máquina de escribir varios cuadrados de papel. Todos tenían el texto siguiente, escrito a máquina:

DIEZ MIL DÓLARES DE RECOMPENSA

 

Se cree que cierto individuo reclamado en un estado del Este vive en esta población. El año 1880, durante la noche, ató a su joven esposa a un árbol a la vera de un camino público, le marcó la cara con un zurriago de cuero, hizo que sus perros le arrancasen la ropa y la dejó desnuda. La abandonó y huyó del país. Un pariente consanguíneo de la mujer lo viene buscando desde hace diecisiete años. Escríbase a ..., oficina de Correos. La recompensa arriba señalada será pagada en efectivo a la persona que proporcione a ese pariente, en una entrevista individual, la dirección del criminal.

—Cuando lo hayas encontrado y te hayas familiarizado con su rastro, irás y fijarás durante la noche uno de estos papeles en la casa que él ocupa y otro en la oficina de Correos o en algún otro lugar destacado. Será la comidilla de la región. Al principio le concederás algunos días para que pueda forzar la venta de sus propiedades por algo que se aproxime a su valor. Luego lo arruinaremos poco a poco. No debemos empobrecerlo de golpe, porque quizá eso lo conduciría a la desesperación, estropearía su salud y quizá lo mataría.

Echó mano a otros tres o cuatro escritos a máquina, que sacó del cajón, duplicados, y leyó uno:

..., ..., 18...

A Jacob Fuller:

Se le dan a usted ... días para arreglar sus asuntos. Dentro de ese plazo no se le molestará. Termina el ... de ... a las ... Después, PÓNGASE EN MOVIMIENTO. Si después de esa hora no se ha ausentado, lo expondré a usted en todas las paredes, detallando una vez más su crimen, agregando la fecha y el lugar de la escena, con los nombres de los interesados, incluso el de usted. No tema que se le vaya a causar daño físico alguno, eso no ocurrirá en ninguna circunstancia. Usted llevó el dolor a un anciano, destruyó su vida y desgarró su corazón. Lo que él sufrió, lo sufrirá usted.

—No firmarás. Deberá recibir esto antes de que se entere del anuncio de la recompensa, es decir, antes de que se levante por la mañana, para que no pierda la cabeza y huya del lugar sin llevarse un penique.

—No lo olvidaré.

—Estos escritos los usarás al principio: quizá baste con una sola vez. Más adelante, cuando ya tengas fijada la fecha en que ha de abandonar un lugar, no necesitarás hacer otra cosa más que hacerle llegar una copia de esta nota:

PÓNGASE EN MOVIMIENTO. Le doy a usted ... días.

»Y él obedecerá con toda seguridad.

III

Extractos de las cartas a la madre:

Denver, 3 de abril de 1897

 

Llevo viviendo varios días en el mismo hotel que Jacob Fuller. Le he tomado el rastro, sería capaz de seguir sus pasos por entre diez divisiones de infantería y dar con él. Es propietario de una buena mina, que le produce unos apreciables ingresos, pero no es rico. Aprendió el negocio de la forma adecuada, trabajando por su jornal. Es un hombre de carácter alegre y lleva muy bien sus cuarenta y tres años. Podría pasar por más joven, quizá por treinta y seis o treinta y siete. No ha vuelto a casarse y dice que es viudo. Está bien considerado, goza de simpatías, es popular y tiene muchos amigos. Yo mismo me siento atraído hacia él, lo que llevo de sangre paterna se deja sentir. ¡Qué ciegas, desprovistas de razón y arbitrarias son algunas de las leyes de la naturaleza o, mejor dicho, la mayoría de ellas! Mi tarea se ha hecho dura, ¿se da usted cuenta? ¿Lo comprende y lo disculpa? El fuego se ha apagado más de lo que quisiera confesarme a mí mismo. Pero llevaré adelante mi obra. Aunque el placer haya empalidecido, queda el deber, y no perdonaré a ese hombre.

Me ayuda el agudo rencor que en mí se despierta cuando pienso en que el individuo que cometió el odioso crimen es el único que no ha sufrido nada por él. Es evidente que ha aprendido la lección, ha reformado su carácter y es feliz con ese cambio. Él, el criminal, se ve libre de todo sufrimiento; usted, la inocente, está abrumada. Pero tranquilícese, cosechará la parte que le corresponde.

 

 

Silver Gulch, 19 de mayo

 

A medianoche del 3 de abril clavé el primer escrito, y una hora después colé por debajo de su puerta el segundo, notificándole que debía abandonar Denver antes de las 11.50 de la noche del día 14.

Algún pajarraco de reportero rezagado robó uno de mis carteles y recorrió la ciudad hasta dar con otro, y lo robó también, para conseguir así la exclusiva de una noticia importante, y evitar que pudiera darla otro periódico. Y el suyo, el más importante de la ciudad, lo publicó por la mañana con grandes titulares en la primera plana. Le seguía una opinión volcánica de una columna de longitud acerca de nuestro canalla, y terminaba agregando mil dólares por cuenta del periódico a la recompensa que nosotros ofrecíamos. Los periódicos de esta región saben tener estos rasgos de nobleza... cuando hay negocio en ello.

A la hora del desayuno ocupé yo el sitio de siempre, que había elegido porque veía la cara de papá Fuller y porque estaba lo bastante cerca para oír los comentarios que se hacían en su mesa. Había en el comedor de setenta y cinco a un centenar de personas. Todas discutían aquella noticia y decían que esperaban que el pariente diese con aquel malvado, y que limpiara la ciudad de la contaminación de su presencia con una bala, echándolo a las vías, o algo por el estilo.

Cuando entró Fuller, traía la nota de que abandonara la ciudad doblada dentro de una mano y el periódico en la otra. Casi estuve a punto de sentir angustia viéndolo. Su alegría se había esfumado, parecía viejo, demacrado y lívido. Además, ¡imagínese, mamá, las cosas que tuvo que escuchar! Oyó cómo sus propios amigos, ajenos a la verdad, lo describían con los epítetos y caracterizaciones sacados de los mismísimos diccionarios y refraneros que Satanás edita allá abajo en los infiernos. Más aún: tuvo que mostrarse conforme con aquellos veredictos y aplaudirlos. Esa aprobación le sabía, sin embargo, a hiel. A mí no consiguió engañarme: se vio que había perdido el apetito, no hacía sino mordisquear, le resultaba imposible comer. Uno de los allí presentes dijo, por último:

—Es probable que ese pariente se encuentre en este comedor y que esté escuchando lo que pensamos de tan incalificable rufián los habitantes de esta ciudad. Me gustaría que fuese así.

¡Mamá querida, de qué manera lastimosa parpadeó Fuller y miró a su alrededor todo asustado! No pudo más, se levantó y salió de allí.

Durante varios días dijo a todos que había comprado una mina en México y que deseaba liquidar la de aquí para marcharse lo antes posible, a fin de atender en persona sus asuntos. Jugó bien sus cartas. Vendería por cuarenta mil dólares: una cuarta parte en efectivo, el resto en letras seguras. Pero como, debido a su nueva compra, necesitaba con urgencia el dinero, rebajaría el precio si le pagaban todo al contado. Vendió, por fin, por treinta mil dólares. ¿Y qué cree usted que hizo entonces? Pidió que le pagaran en billetes. Los tomó diciendo que el individuo de México procedía de Nueva Inglaterra, que era muy desconfiado y prefería los billetes al oro o a los cheques. La gente lo encontró raro, porque con un cheque en Nueva York habría conseguido los billetes que quisiese. Se habló de tan extraño detalle, pero solo durante un día, que es lo que dura en Denver el interés por un tema de conversación.

Yo no le quitaba la vista de encima en todo ese tiempo. En cuanto se realizó la venta y se le pagó el dinero, el día 11, me pegué tras los pasos de Fuller sin abandonarlos ni por un solo instante. Aquella noche..., no, el 12, porque había pasado ya medianoche, lo seguí hasta su habitación, cuatro puertas más allá de la mía, en el mismo pasillo. Volví a la mía, me vestí con mi embarrado disfraz de peón, que es el que uso durante el día, me ennegrecí la cara y me senté en la oscuridad, dentro de mi habitación, con un maletín a mano con una muda y con la puerta entreabierta. Sospechaba que el pájaro iba a levantar el vuelo. Media hora después cruzó por delante de la puerta una anciana llevando una maleta. Yo husmeé su rastro, que me era ya tan familiar, y seguí tras ella con mi maletín, porque se trataba de Fuller.

Abandonó el hotel por una entrada lateral, y al llegar a la esquina se metió por una calle poco frecuentada y caminó un trayecto de tres manzanas bajo una lluvia ligera y en una profunda oscuridad. Se metió en un coche de alquiler de dos caballos, que era evidente que le esperaba. Yo tomé asiento (sin que nadie me invitase) en la plataforma de baúles de la parte de atrás y salimos a toda velocidad. Recorrimos diez millas. El coche se detuvo junto a una estación de paso, y fue luego despedido. Fuller se apeó y se sentó en una carretilla, debajo de un toldo, todo lo lejos de la luz como le fue posible. Yo entré en la estación y vigilé la taquilla. Fuller no compró pasaje, y yo tampoco. Llegó el tren y él se subió a un vagón. Yo subí al mismo por el otro extremo y, caminando por el pasillo, ocupé el asiento de detrás del suyo. Cuando él pagó al revisor y le dio el nombre de su destino, yo me retrasé algunos asientos mientras el revisor le cambiaba un billete. Cuando llegó donde yo estaba, le pagué pasaje hasta el mismo lugar, varios centenares de millas hacia el oeste.

Desde ese momento, y por espacio de una semana, me hizo bailar de lo lindo. Viajaba tan pronto para aquí como para allá, aunque siempre en dirección oeste, y dejó de vestir de mujer después del primer día. Se convirtió en un peón como yo y se puso patillas falsas muy espesas. Su disfraz era perfecto, y podía representar el papel sin detenerse a pensarlo, porque había trabajado hacía tiempo por un jornal. Ni su más íntimo amigo habría sido capaz de identificarlo. Finalmente se estableció aquí, en el más olvidado campamento de las montañas de Montana. Tiene una cabaña, y sale siempre a hacer prospecciones. No se le ve en todo el día, y esquiva el trato con todos. Estoy viviendo en la pensión de un minero, y es un sitio espantoso: la comida, el camastro, la suciedad... Todo.

Llevamos aquí cuatro semanas y en todo ese tiempo solo lo he visto una vez, pero sigo todas las noches sus huellas y me mantengo informado de lo que hace. En cuanto él se hizo con su cabaña, me dirigí a una población que está a cincuenta millas y telegrafié al hotel de Denver para que me guardasen el equipaje hasta que enviase a alguien a buscarlo. Todo lo que aquí necesito es una muda de camisa de soldado, y ya me la traje al venir.

 

 

Silver Gulch, 12 de junio

 

El episodio de Denver no ha llegado hasta aquí, creo yo. Conozco a la mayoría de los hombres del campamento y nunca han hecho alusión al mismo, por lo menos que yo haya oído. Fuller se cree, desde luego, bastante a salvo en estas condiciones. Ha localizado una mina, a dos millas de distancia, en un lugar apartado de las montañas. Ofrece buenas perspectivas y la trabaja con actividad. Pero ¡qué cambio se ha realizado en él! Jamás sonríe, se mantiene siempre apartado y no se junta con nadie. Él, que hace dos meses tanto gustaba de la compañía y vivía tan alegre. Últimamente lo he visto cruzar por delante de mí varias veces, con las espaldas caídas, abatido, arrastrando sus pasos, convertido en una figura patética. Aquí se hace llamar David Wilson.

Puedo tener por seguro que permanecerá aquí mientras nosotros no lo molestemos. Ya que usted insiste, volveré a desterrarlo, pero no veo cómo podría ser más desdichado de lo que es ahora. Regresaré a Denver y me obsequiaré con una temporadita de descanso, de alimentos comestibles, de camas soportables y de limpieza corporal, y después cargaré con mis bártulos y notificaré al pobre papá Wilson que se ponga en movimiento.

 

 

Denver, 19 de junio

 

Aquí lo echan de menos. Todos albergan la esperanza de que prospere en México, y no lo dicen con ligereza, sino que les sale del corazón. Ya sabe usted que esto siempre se puede distinguir. Estoy entreteniéndome aquí mucho tiempo, lo reconozco. Pero si usted estuviera en mi lugar tendría compasión de mí. Sí, ya sé lo que dirá, y con razón: si yo estuviese en su lugar y llevase en mi corazón los mismos recuerdos abrasadores...

Tomaré mañana el tren de la noche para regresar.

 

 

Denver, 20 de junio

 

¡Dios nos perdone, madre, pero estamos acosando a un hombre que no es el nuestro! No he dormido en toda la noche. Estoy esperando ahora, con el alba, que llegue el tren de la mañana. ¡Qué largos se me hacen los minutos, qué largos!

Este Jacob Fuller es un primo del culpable. ¡Qué estúpidos hemos sido en no meditar que este no volvería jamás a emplear su propio nombre y apellido después de su acción endemoniada! El Fuller de Denver tiene cuatro años menos, llegó aquí el año 79, al poco de enviudar, cuando tenía veintiún años, un año antes que usted se casase, y eso se puede demostrar con innumerables documentos. Hablé anoche con amigos íntimos suyos que lo tratan desde el mismo día en que llegó a esta ciudad. No dije nada, pero dentro de pocos días volveré a traerlo de nuevo aquí, y lo indemnizaré por lo que ha perdido en su mina. Se celebrará un banquete, y habrá una procesión de antorchas, y todos los gastos correrán de mi cuenta. ¿Dirá usted que esto es una exageración? Pero ya sabe que yo no soy nada más que un muchacho, tengo esa suerte. Pero muy pronto dejaré de serlo para siempre.

 

 

Silver Gulch, 3 de julio

 

¡Madre, se fue! Se fue sin dejar una sola pista. Cuando llegué, el rastro estaba ya frío. Hoy me levanto por primera vez de la cama desde entonces. ¡Ojalá que ya no fuese muchacho! Porque entonces podría resistir mejor estos golpes. Todos opinan que se marchó hacia el oeste. Me pongo hoy en camino en una carreta (dos o tres horas de trayecto) y luego tomaré el tren. No sé ni adónde voy, pero no tengo más remedio que ir. Intentar quedarme sin hacer nada sería un tormento.

Desde luego, habrá adoptado un nuevo nombre y un nuevo disfraz. Esto quiere decir que tendré que registrar el mundo entero para dar con él. O, al menos, eso es lo que espero. ¿Lo ve usted, madre? Soy yo quien se ha convertido en el judío errante. ¡Qué ironía! Nosotros habíamos destinado ese papel para otra persona.

¡Imagínese usted qué dificultades! Desaparecerían si pusiese un anuncio público de búsqueda. Pero si existe algún modo de hacerlo que no lo asuste a él, a mí no se me ha ocurrido todavía, a pesar de que le he dado vueltas en mi cabeza hasta que se me ha quedado huera. «Si el caballero que hace poco vendió una mina en Denver y compró otra en México me enviase su dirección (¿a quién, madre?), se le explicará que todo fue un error, se le pedirá perdón y se le ofrecerá plena reparación por las pérdidas que ha sufrido en determinado asunto.» ¿Lo ve usted? Pensaría que se trata de una trampa. Cualquiera en su caso haría lo mismo. Si yo dijese ahora: «Se ha descubierto que no es el hombre que buscamos, que al que buscamos es a otro, a un hombre que llevó en tiempos su mismo nombre y apellidos y que renunció a ellos por muy buenas razones...». ¿Qué tal estaría esto? Pero entonces la gente de Denver abriría los ojos y diría: «¡Ajá!». Y recordarían el detalle sospechoso de los billetes y se preguntarían: «¿Por qué huyó si no era el hombre a quien buscaban? No se sostiene». Si no llegase a encontrarlo quedaría demolido en el mismo lugar donde nada malo hay contra él. Usted tiene mucho mejor cabeza que yo. Ayúdeme.

Tengo una pista, y solo una. Conozco su letra. Si él inscribe su nuevo nombre y apellido falsos en el registro de un hotel y no la tergiversa demasiado, podrá servirme mucho, si es que alguna vez tropiezo con ella.

 

 

San Francisco, 28 de junio de 1898

 

Ya sabe usted cómo he registrado los estados desde Colorado al Pacífico, y cuán próximo estuve en cierta ocasión de tenerlo en mis manos. Pues bien: otra vez he estado a punto de atraparlo. Fue ayer, aquí. Descubrí su rastro, muy fresco, en plena calle, y lo seguí derecho hasta un hotel barato. Fue un craso error. Un perro habría seguido la pista en sentido contrario. Pero yo solo tengo una parte de perro, y cuando me altero puedo ser muy estúpido, como un hombre. Había estado alojado diez días en aquella casa. Ahora sé que durante los últimos seis u ocho meses rara vez se hospeda mucho tiempo en un mismo lugar, porque está inquieto y tiene que mantenerse en movimiento. ¡Comprendo ese sentimiento! Sé por propia experiencia cómo se encuentra quien lo tiene. Sigue usando el mismo nombre y apellido que cuando estuve a punto de hacerme con él, hará ahora nueve meses: «James Walker», sin duda, el mismo que adoptó desde que huyó de Silver Gulch. Es un hombre modesto y le agradan poco los nombres y apellidos de fantasía. Identifiqué su letra con facilidad, aunque estaba un poco disfrazada. Es un hombre recto y no vale para simulaciones y ficciones.

Me dijeron que acababa de salir de viaje, y que no había dejado dirección ni había mencionado dónde iba. Cuando le pidieron que anotara sus nuevas señas puso cara de asustado. No llevaba más equipaje que una maleta barata, y salió del hotel a pie y con esta en la mano. Era un «viejo agarrado y la casa ha perdido poco con que se marchase». ¡Viejo! Me imagino que ya lo es. Apenas si presté atención a lo que me decían, solo permanecí allí un momento. Corrí siguiendo su rastro y este me condujo a un muelle. Madre, cuando llegué ¡desaparecía en el horizonte el humo del buque en que había embarcado! Si hubiese seguido la dirección exacta me habría ahorrado media hora, habría podido tomar un remolcador rápido y quizá hubiese podido dar alcance al vapor. Ha salido para Melbourne.

 

 

Hope Canyon, California, 3 de octubre de 1900

 

Tiene usted motivos para quejarse. «Una carta al año» es una mezquindad. Lo reconozco plenamente. Pero ¿cómo va a escribir uno si no tiene otra cosa que relatar que fracasos? No hay nadie capaz de hacerlo, parte el corazón.

Ya le conté (y de ello parece haber pasado un siglo) de qué manera se me escapó en Melbourne y cómo lo perseguí luego por Australia durante interminables meses.

Pues bien: después de eso lo seguí hasta la India, casi lo vi en Bombay, seguí su rastro por todas partes (Baroda, RawalPindi, Lucknow, Lahore, Cawnpore, Allahabad, Calcuta, Madrás), ¡por todas partes! Semana tras semana, mes tras mes, entre el polvo y el calor abrasador, siempre tras su huella, algunas veces muy cerca de él, pero sin alcanzarlo nunca. Y luego hasta Sri Lanka, y luego a... No se preocupe usted, ya se lo iré escribiendo todo.

Lo perseguí de nuevo a Estados Unidos, hasta California, y luego hasta México, y otra vez a California. Desde entonces lo he venido persiguiendo por ese estado, desde primeros de enero hasta hace un mes. Estoy casi seguro de que no se encuentra lejos de Hope Canyon. Le seguí la pista hasta un punto situado a treinta millas de aquí: supongo que alguien le dejó subir en su carreta.

Estoy ahora tomándome un descanso, interrumpido a veces por reemprender la búsqueda del rastro perdido. Estaba cansado, madre, abatido y a punto ya de perder toda esperanza, pero los mineros de este pequeño campamento son buenos compañeros, y estoy, desde hace tiempo, acostumbrado a ellos, y sus maneras despreocupadas lo reaniman a uno y le hacen olvidar sus pesares. Llevo aquí un mes. Vivo en la misma cabaña que un joven llamado «Sammy» Hillyer, de unos veinticinco años, hijo único de su madre (como yo), a la que quiere entrañablemente, y a quien escribe todas las semanas, en lo que en parte también se parece a mí. Es un muchacho tímido, y en cuanto a inteligencia, bueno, la verdad es que no hay que confiar en él para incendiar un río, pero no importa. Es simpático, bondadoso y leal, y sentarse y hablar con él, y tener de nuevo un camarada, es como el pan, la carne, el descanso y las comodidades. Me gustaría que «James Walker» disfrutase de algo así, porque antes tenía amigos y le agradaba la compañía. Esto me devuelve la imagen de la última vez que lo vi. ¡Qué tragedia! Aparece ante mí una y otra vez. ¡Justo en aquel momento estaba yo dando ánimos a mi conciencia para hacer que se largase otra vez de donde estaba!

Hillyer tiene un corazón mejor que el mío, mejor que el de todos los de esta comunidad, creo yo, porque es el único amigo de la oveja negra del campamento, Flint Buckner. Es el único hombre con el que Flint habla y al que permite que le hable. Dice Hillyer que conoce su historia, y que han sido ciertas dificultades las que lo han hecho lo que es ahora, y que por eso tiene uno que tratarlo con toda la claridad que le sea posible. Ahora bien: hay que tener un corazón bien espacioso para que quepa un huésped como Flint Buckner, según lo que me dicen otros. Creo que este detalle le dará a usted una idea mejor del carácter de Sammy que cualquier descripción rebuscada que le hiciese de él. En una de sus charlas me dijo algo como esto: «Flint es un paisano mío y me confía todas sus cuitas. Vacía de vez en cuando su corazón conmigo, porque de otro modo creo que estallaría. No puede haber un hombre más desgraciado que él, Archy Stillman, pues su vida está hecha de angustias del alma. No es, ni con mucho, tan viejo como parece. Ha perdido el sosiego y la paz hace muchos, muchos años. Ignora lo que es la buena suerte, nunca la tuvo, y muchas veces me dice que ojalá estuviese ya en el otro infierno, de lo cansado que está de este de aquí».

IV

Ningún auténtico caballero dirá la cruda verdad en presencia de las señoras

Era una mañana fresca y perfumada de principios de octubre. Las lilas y laburnos, encendidos con el magnífico flamear del otoño, colgaban ardiendo y centelleando en el aire, como un bello puente provisto por la naturaleza para los animales salvajes y sin alas que tienen su hogar en las copas de los árboles y van a visitarse. El alerce y el granado colgaban sus llamas de color púrpura y amarillo en brillantes y anchas salpicaduras a lo largo de las ondulaciones del bosque, y la fragancia sensual de innumerables flores caducas se elevaba en la atmósfera desmayada. Allá, en lo alto del vacío firmamento, dormía con alas inmóviles un solitario esófago.[1] Por todas partes reinaban el sosiego, la serenidad y la paz de Dios.

La cosa ocurre en octubre, 1900.

Hope Canyon es el lugar, un campamento de mineros de plata, que queda en lo profundo de la región de Esmeralda. Es un lugar apartado, elevado y lejano, recientemente descubierto. Aunque si es rico o no en metal, lo decidirá en un sentido o en otro la labor de búsqueda de sus ocupantes de uno o dos años. El campamento está habitado por un par de centenares de mineros, una mujer blanca y un niño, varios lavanderos chinos, cinco squaws y una docena de vagabundos indios vestidos con pieles de conejo, destartalados sombreros de copa alta y corbatas de hojalata. No existen todavía molinos, ni iglesia, ni periódico. El campamento solo tiene dos años de existencia. No se ha descubierto nada extraordinario: el mundo ignora su nombre y su lugar.

A ambos lados del cañón se alzan las montañas como murallas hasta tres mil pies de altura, y la larga espiral de chozas desparramadas desde lo más hondo de la estrecha garganta recibe el beso del sol tan solo una vez al día, cuando pasa por lo más alto, al mediodía. La aldea tiene un par de millas de largo: las cabañas se levantan unas muy lejos de las otras. La taberna es la única casa construida con entramado de madera. Es la única casa de verdad, por así decirlo. Ocupa una posición central, y en ella se reúne por las noches la población. Allí beben, juegan al seven-up y al dominó. También al billar, porque hay una mesa, toda ella con desgarraduras remendadas con tafetán. Disponen de algunos tacos, pero no de suelas, y de algunas bolas astilladas que corren a saltos y que no se detienen de forma gradual, sino que se clavan súbitamente en el sitio. Hay también un pedazo de cubo de tiza, en el que sobresale una punta de pedernal. El hombre que emboca seis bolas seguidas tiene pagado lo que debe, y la casa carga con la cuenta.

La cabaña de Flint Buckner era la última de la aldea, yendo hacia el sur. Su concesión de la mina de plata se encontraba en el otro extremo de la aldea, hacia el norte, un poco más allá de la última choza que hay en esa dirección. Era un ser amargado, insociable y no tenía compañeros. Las personas que habían intentado tratar con él lo lamentaron y renunciaron. No se conocía su historia anterior. Algunos creían que Sammy Hillyer la sabía, pero otros decían que no. Cuando se le preguntaba, Hillyer contestaba que no, que la ignoraba. Flint llevaba con él a un bondadoso joven inglés de dieciséis o diecisiete años, al que trataba con aspereza en público y en privado. Como es natural, se recurrió a preguntar a ese mozalbete, pero sin éxito. Fetlock Jones —este era su nombre— dijo que Flint lo había recogido en uno de sus vagabundeos en la búsqueda de minas, y como él no tenía hogar ni amigos en América, le pareció prudente quedarse y aguantar los malos tratos de Buckner a cambio del salario, que consistía en tocino y habichuelas. Eso fue todo lo que él pudo informar.

Fetlock llevaba ya un mes en esa esclavitud, y debajo de su mansedumbre exterior se iba consumiendo despacio hasta quedar reducido a cenizas con los insultos y humillaciones que su amo le había infligido. Los mansos sufren con amargura esas heridas, quizá más que los varoniles, que son capaces de encontrar alivio estallando en palabras o en golpes cuando han alcanzado el límite de su resistencia. Las personas de buen corazón querían ayudar a Fetlock a salir de su miseria, e intentaron hacer que abandonase a Buckner; pero el muchacho se mostró asustado ante esa idea y dijo que no se atrevía. Pat Riley insistió y dijo:

—Abandona a ese condenado avaro y vente conmigo. No tengas miedo, yo me encargaré de él.

El muchacho le dio las gracias con lágrimas en los ojos, pero se estremeció y dijo que no se atrevía a correr semejante riesgo, que Flint lo encontraría alguna vez a solas, durante la noche, y que entonces...

—¡Me pongo enfermo con solo pensarlo, señor Riley!

Otros le dijeron:

—Escápate de su lado, nosotros te proveeremos de lo necesario para que alguna noche puedas largarte hacia la costa.

Pero todas las sugerencias fracasaron. Aseguró que Flint lo perseguiría y lo volvería a traer con él, por pura ruindad.

La gente no conseguía entenderlo. Las miserias que sufría el muchacho fueron en aumento, semana tras semana. Es muy probable que la gente lo hubiese comprendido todo si hubiese sabido de qué manera empleaba su tiempo libre. Dormía en una cabaña cerca de la de Flint, y allí, durante las noches, se curaba sus magulladuras y meditaba sobre sus humillaciones, dando vueltas y vueltas en la cabeza a un solo problema: cómo podría asesinar a Flint Buckner sin que lo descubrieran. Era este el único placer que tenía en la vida, y esas horas eran las únicas de las veinticuatro que esperaba con ansiedad y durante las cuales era feliz.

Pensó en el veneno. No..., eso no le serviría. La investigación descubriría dónde se había comprado y por quién. Pensó en dispararle un tiro por la espalda en un lugar solitario cuando Flint viniese hacia casa a medianoche, que era la hora en que siempre lo hacía. No..., alguien podría oír el ruido del disparo y atraparlo. Pensó en apuñalarlo mientras dormía. No..., quizá la puñalada no fuese eficaz y Flint lo agarraría a él. Examinó un centenar de recursos diferentes, pero ninguno era adecuado para sus propósitos. Hasta en el más oscuro y más secreto descubría siempre el fatal defecto de un riesgo, de una ocasión, de una posibilidad de ser descubierto. No correría semejante peligro.

Pero el muchacho tenía una paciencia sin límites. Se decía a sí mismo que no había ninguna prisa. Jamás abandonaría a Flint si no era dejándolo cadáver. No era urgente, ya descubriría la manera. Esta existía en alguna parte, y él soportaría la vergüenza, el dolor y la miseria hasta encontrarla. Sí, había algún modo de matarlo sin dejar rastro, sin dejar ni la más débil pista del asesino. No había prisa. Él lo encontraría, y entonces... ¡Oh, entonces qué placer sería el de vivir! Mientras tanto cuidaría mucho de conservar su fama de mansedumbre, y también, como lo había hecho hasta entonces, se abstendría de que nadie le oyese decir una sola frase de rencor o de ofensa contra su opresor.

Dos días antes de la mencionada mañana de octubre, Flint había comprado algunas cosas, y él y Fetlock las llevaron a su cabaña: una caja de velas, que colocaron en el rincón; una lata de pólvora para las voladuras, que colocaron encima de la caja de velas; un cuñete de pólvora, que colocaron debajo del camastro de Flint; y un gran rollo de mecha, que colgaron de una percha. Fetlock se dijo que los trabajos mineros de Flint habían pasado ya de la etapa del pico y que ahora iban a empezar las voladuras. Él había visto cómo se preparaban las explosiones y tenía cierta noción del procedimiento, pero nunca había echado una mano en esa tarea. Sus conjeturas resultaron ciertas: había llegado la hora de las voladuras. Por la mañana llevaron entre los dos la mecha, los barrenos y el bote de pólvora hasta la excavación. Tenía ya ocho pies de profundidad, y se servían de una pequeña escalera para entrar y salir. Bajaron al pozo, y Fetlock, por orden del otro, sostuvo el barreno, sin que nadie le enseñase la manera conveniente de hacerlo, y Flint se puso a golpear. El mazo descargó y el barreno saltó de la mano de Fetlock como la cosa más natural.

—¿Es esa la manera de sostener un barreno, piojoso, hijo de un negro? ¡Recógelo! ¡Levántalo! Así, sostén firme... ¡Maldito seas! ¡Yo te enseñaré!

Al cabo de una hora estaba terminado el agujero.

—Y ahora, cárgalo.

El muchacho se dispuso a llenarlo de pólvora.

—¡Idiota!

Un fuerte golpe en la mandíbula apartó al muchacho.

—¡Levántate! No te quedes ahí lloriqueando. Veamos: mete primero dentro la mecha. Echa ahora la pólvora. ¡Espera, espera! ¿Es que vas a llenar el agujero con pólvora hasta el borde? De todos los maricas idiotas que yo he conocido, tú eres... ¡Mete ahí algo de tierra! ¡Mete grava! ¡Aplástalo bien! ¡Espera, espera! ¡Por vida de...! ¡Quítate de ahí!

Le quitó de un manotón el hierro y él mismo apisonó la carga, sin dejar de maldecir y blasfemar como un demonio. Acto seguido encendió la mecha, trepó fuera del pozo y corrió cincuenta yardas, seguido de Fetlock. Permanecieron esperando algunos minutos, y de pronto subió por los aires con una tremenda explosión una gran cantidad de humo y de rocas. A los pocos momentos se produjo una lluvia de piedras, y luego todo volvió a quedar sereno. El amo dijo al muchacho:

—¡Quisiera Dios que hubieses estado tú ahí dentro!

Bajaron al pozo, lo limpiaron, abrieron otro agujero y colocaron dentro otra carga.

—¡Ven acá! ¿Cuánta mecha piensas gastar? ¿Es que no sabes calcular lo que dura?

—No, señor.

—¿Que no lo sabes? Bueno, que me maten si he visto otra cosa igual.

Subió por la escalera, salió del pozo y le gritó desde arriba:

—Pero, majadero, ¿vas a estarte ahí todo el día? Corta la mecha y enciéndela.

El muchacho, todo tembloroso, empezó a decir:

—Señor, si tiene usted a bien, yo...

—¿Qué es eso de contestarme a mí? ¡Córtala y enciéndela!

El muchacho cortó y encendió.

—Pero ¿qué has hecho? ¡Una mecha de un solo minuto! ¡Ojalá que...!

En un arrebato de furor, levantó la escalera del pozo y huyó. El muchacho se quedó horrorizado.

—¡Oh, Dios mío! ¡Socorro, socorro! ¡Sálveme! —imploraba—. ¿Qué hago yo, qué puedo hacer yo?

Se apretó contra el muro del pozo todo cuanto pudo. El chisporroteo de la mecha lo dejó sin voz. Se quedó sin respiración, contemplando impotente. Dentro de dos segundos, de tres, de cuatro, volaría por los aires hecho pedazos. De pronto tuvo una idea. Se abalanzó hacia la mecha, cortó la pulgada que aún quedaba sobre la tierra y se salvó.

Se desplomó al suelo desmadejado y casi sin vida por el terror. Había perdido toda su fuerza, pero murmuró con profundo regocijo:

—¡Él me lo ha enseñado! Yo sabía que si esperaba, descubriría la manera.

Al cabo de unos cinco minutos se acercó Buckner con pasos furtivos hasta el pozo, con expresión preocupada y asustada, y miró hacia abajo. Se dio cuenta de la situación: comprendió lo que había ocurrido. Echó la escalera y el muchacho se arrastró débilmente hasta el exterior. Estaba muy pálido. Su aspecto contribuyó a aumentar el desasosiego de Buckner, y este le dijo con exageradas muestras de pesar y de simpatía, que resultaron muy torpes debido a la falta de práctica:

—Ha sido una cosa accidental, compréndelo. No hables de esto con nadie. Estaba alterado y no me fijé en lo que hacía. Parece que no te sientes bien: ya has trabajado bastante por hoy. Vete a mi cabaña, come lo que quieras y descansa. Ha sido un accidente, compréndelo, debido a mi excitación.

—Me llevé un susto —dijo el mozalbete al marcharse—, pero aprendí algo, de modo que no me importa.

—¡Qué fácil de contentar es! —masculló Buckner, siguiéndolo con la mirada—. ¿Dirá algo? ¿No podrá él...? ¡Ojalá que lo hubiese matado!

El muchacho no aprovechó su vacación para descansar, sino que la empleó en trabajar, en un trabajo ansioso, febril y feliz. Por la ladera de la montaña y hasta la cabaña de Flint se extendía una espesa vegetación de chaparros. La mayor parte de su labor tuvo lugar en los recovecos intrincados de aquel indómito monte bajo. El resto lo realizó en su propia choza. Cuando todo estuvo a punto, se dijo a sí mismo:

—Si acaso recela de que voy a contar lo ocurrido, no le durará más que hasta mañana. Podrá ver que soy el mismo pobre diablo de siempre durante todo el día, y también el siguiente. Pero pasado mañana por la noche será su fin. Y nadie podrá adivinar jamás quién acabó con él ni de qué manera lo hizo. Fue él mismo quien me sugirió la idea, y eso es lo más extraño.

V

El día siguiente vino y se fue.

Es ya casi medianoche, y de aquí cinco minutos empezará una nueva mañana. La escena tiene lugar en el salón de billares de la taberna. Hombres rudos y vestidos con ropas burdas, sombreros blandos, pantalones remetidos en la caña de las botas, unos con chalecos y ninguno con chaqueta, se encuentran agrupados alrededor de la estufa de hierro, que tiene los carrillos rojizos y esparce un calor agradable. Las bolas de billar chasquean, no se oye otro ruido —es decir, en el interior; en el exterior el viento gime en ráfagas—. Los hombres parecen molestos, y también expectantes. Un minero voluminoso y pesado, de anchas espaldas, mediana edad, patillas hirsutas y ojos ariscos en una cara de pocos amigos, se levanta, pasa por su brazo un rollo de mecha, recoge algunos otros objetos de su propiedad y se marcha sin dirigir a nadie un saludo. Es Flint Buckner. Cuando la puerta se cierra a sus espaldas, estalla un zumbido de conversaciones.

—No he conocido jamás a un hombre más metódico —dice Jake Parker, el herrero—. Puede usted decir que son las doce cuando él se marcha, sin necesidad de que mire su Waterbury.

—Y que yo sepa, esa es la única virtud que tiene —dice Peter Hawes, minero.

—Ese hombre es una deshonra para esta sociedad —añade Ferguson, el hombre de la Wells Fargo—. Si yo fuera el propietario de este negocio, le obligaría a que dijese algo alguna vez o que se largase de aquí. —Esto lo dijo con una mirada elocuente dirigida al encargado del bar, que se hizo el despistado, porque el hombre de quien se hablaba era un buen cliente, y todas las noches se marchaba a su casa bien cargado de bebidas que le suministraba él mismo.

—Digan —preguntó Ham Sandwich, minero—: ¿recuerda alguno de ustedes que alguna vez les haya preguntado si quieren beber?

—¿Preguntarnos, él? ¿Flint Buckner? ¡Oh, Laura!

Tal fue la burlesca contestación que provocó un estallido espontáneo de la multitud expresada con unas palabras o con otras. Después de un breve silencio, dijo Pat Riley, minero:

—Ese maldito es un acertijo sin solución. Y su muchacho, otro. Yo no entiendo a ninguno de los dos.

—Ni nadie —dijo Ham Sandwich—. Y si esos dos son acertijos sin solución, ¿en qué categoría va usted a colocar al otro? Si hablamos de cosa completamente misteriosa, aquel los deja pequeños a los dos. ¿No os parece?

—¡Sí, sí!

Todos lo dijeron, excepto uno. Era el recién llegado, Peterson. Pidió de beber para todos y preguntó quién podía ser el número tres. Le contestaron todos a una:

—¡Archy Stillman!

—¿Es un misterio ese hombre? —preguntó Peterson.

—¿Que si es un misterio? ¿Que si Archy Stillman es un misterio? —prorrumpió Ferguson, el de la Wells Fargo—. Mire usted: la cuarta dimensión es una tontería para él. —Dijo esto porque era un hombre instruido.

Peterson quiso escuchar todo lo que sabían acerca del muchacho. Todo el mundo quería contárselo, y todos empezaron a una. Pero Billy Stevens, el dueño del bar, llamó a la concurrencia al orden y dijo que lo mejor era que hablase uno cada vez. Distribuyó las bebidas y señaló a Ferguson para romper la marcha. Este dijo:

—Verá usted: es un muchacho. Eso es casi todo lo que sabemos de él. Puede tirarle de la lengua hasta cansarse, pero será inútil, porque no le sonsacará usted nada. Por lo menos, nada que tenga relación con sus propósitos, o con la clase de su negocio, ni de dónde viene, ni lo demás por el estilo. Pero si trata usted de llegar a la médula y al origen de su mayor y más notable misterio, se limita a cambiar de conversación y allí acaba todo. Puede usted entregarse a sus barruntos hasta que se le ponga la cara amoratada. Podría usted hacerlo, si gusta. Pero supongamos que sí: ¿adónde llega por ese camino? A ninguna parte, por lo que yo he podido ver.

—¿Cuál es su mayor y más notable misterio?

—Quizá sea la vista. Quizá el oído. Quizá el instinto. Quizá la magia. Puede usted optar por lo que guste: los adultos, a veinticinco centavos; los niños y las criadas, a mitad de precio. Voy a decirle lo que ese muchacho es capaz de hacer. Sale usted de aquí y desaparece. Puede ir y esconderse donde le dé la gana, no me importa dónde ni lo lejos que sea, y ese muchacho irá derecho hasta su escondite y le pondrá el dedo encima.

—¿Lo dice usted en serio?

—Por completo. Nada significa para él la temperatura, nada le obstaculizan las condiciones elementales... Ni siquiera se fija en ellas.

—¡No diga usted eso! ¿Nada la oscuridad, la lluvia ni la nieve? ¿Nada significa para él todo eso?

—Todo le da lo mismo. No le importa un comino.

—Pero, bueno... ¿También la niebla?

—¡La niebla! Tiene una vista capaz de atravesarla igual que una bala.

—Venga, muchachos, con la mano en el pecho: ¿qué novela me están colocando?

—¡Es la pura verdad! —gritaron todos—. Siga, Wells Fargo.

—Pues bien, señor: puede usted dejarlo aquí charlando con los muchachos y escabullirse a cualquiera de las cabañas que hay en este campamento, y una vez allí, abrir un libro (sí, señor, o una docena de ellos) y aprenderos de memoria el número de la página. Él saldrá de aquí e irá derecho hasta esa cabaña y los abrirá uno por uno en la página exacta y la cantará, sin cometer una sola equivocación.

—¡Por fuerza que ese hombre tiene que ser el diablo!

—Más de uno lo pensó. Y ahora voy a contarle a usted un hecho completamente asombroso que él realizó. La otra noche, él...

Se oyó de pronto en el exterior un gran murmullo. Las puertas se abrieron de par en par y penetró una multitud excitada, llevando delante a la única mujer blanca del campamento, que gritaba:

—¡Mi hija, mi hija! ¡Ha desaparecido! ¡Por amor de Dios, ayúdenme a encontrar a Archy Stillman, lo hemos buscado por todas partes!

El dueño del bar dijo:

—Siéntese, siéntese, señora Hogan, y no se preocupe. Hace tres horas que me pidió una cama, agotado de caminar siguiendo huellas, como hace siempre, y se marchó arriba. Ham Sandwich, corre y hazlo levantar, está en la número catorce.

Poco tardó el joven en bajar preparado para todo. Le pidió detalles a la señora Hogan.

—Válgame Dios, que no hay ninguno. ¡Ojalá los hubiese! La acosté a las siete de la tarde, y cuando hace una hora entré yo misma en la habitación para hacer lo propio, la niña había desaparecido. Corrí a la cabaña de usted, y no estaba, y desde entonces vengo buscándolo por todas partes, en todas las cabañas desde lo profundo del cañón, y ahora he vuelto a subir garganta arriba y estoy que desvarío, llena de miedos y con el corazón destrozado. Pero gracias a Dios que por fin lo encuentro a usted, querido, usted descubrirá dónde está mi niña. ¡Vamos, vamos, rápido!

—Salga usted delante. Yo la acompaño, señora. Vayamos primero a su cabaña.

Toda la concurrencia salió para acompañarlos en la búsqueda.

La parte sur de la aldea estaba toda en pie, un total de un centenar de hombres esperando en la calle. Formaban una masa confusa y negra, salpicada de linternas parpadeantes. La multitud se dividió en columnas de tres y de cuatro para adaptarse al estrecho camino, y avanzó a paso ligero hacia el sur, en la estela de sus líderes. Llegaron a los pocos minutos a la cabaña de Hogan.

—Allí está el camastro —dijo la señora Hogan—, allí estaba la niña, allí la dejé yo a las siete, pero solo Dios sabe dónde se encuentra ahora.

—Denme una linterna —dijo Archy. La colocó en el duro suelo de tierra y se arrodilló, simulando examinarlo con mucho cuidado—. Aquí está su huella —dijo, señalando con el dedo hacia una área difusa—. ¿Lo ven ustedes?

Varios de la concurrencia se pusieron de rodillas y se esforzaron por ver. Uno o dos creyeron discernir algo que se parecía a una huella, pero los demás negaron con la cabeza y confesaron que la superficie lisa y dura no mostraba marcas que sus ojos tuviesen agudeza suficiente para distinguir. Uno de ellos dijo:

—Quizá el pie de la niña pudo dejar una marca, pero yo no la distingo.

El joven Stillman salió afuera, arrimó la luz al suelo, se volvió hacia la izquierda y avanzó tres pasos, examinando con gran atención. Luego dijo:

—Ya tengo la dirección de los pasos... Vamos, que alguien se haga cargo de la linterna.

Echó a andar con rapidez hacia el sur, y las filas lo siguieron, ondulando y curvándose en los recodos profundos de la garganta. Caminaron durante una milla y alcanzaron la boca del cañón. Se extendía ante ellos una llanura cubierta de salvia, tenue, inmensa, vaga. Stillman ordenó el alto, diciendo:

—Es preciso evitar que tomemos una dirección equivocada. Tenemos que orientarnos de nuevo.

Echó mano de una linterna y examinó el terreno en un trecho de veinte yardas. Luego dijo:

—Seguidme, la cosa está clara.

Y entregó la linterna. Avanzó por entre los arbustos de salvia durante un cuarto de milla, torciendo gradualmente hacia la derecha, luego tomó una nueva dirección y trazó otro gran semicírculo, y volvió a cambiar de rumbo y se encaminó hacia el oeste por espacio de casi media milla. Allí se paró.

—La pobre niña se detuvo aquí. Acercad la linterna. Podéis ver dónde estuvo sentada.

Pero se encontraban en un suelo resbaladizo de álcali, cuya superficie era como el acero. Nadie de los allí presentes tuvo la valentía para jactarse de tener una vista capaz de descubrir la huella de un almohadón sobre un brillo como aquel. La desconsolada madre cayó de rodillas y besó aquel sitio, lamentándose.

—Pero ¿dónde está entonces la niña? —preguntó alguien—. Aquí no se quedó. Por lo menos eso es evidente.

Stillman se movió alrededor de aquel sitio, llevando una linterna y simulando buscar huellas. Al cabo de un rato dijo con tono de disgusto:

—Pues no lo entiendo. —Siguió examinando—. Es inútil. Estoy seguro de que estuvo aquí, pero no se marchó por su propio pie, también eso es seguro. Esto es un rompecabezas y no consigo sacar nada en limpio.

La madre se descorazonó al oírle.

—¡Oh, Dios mío! ¡Oh, santísima Virgen! ¡Algún ave rapaz se la llevó! ¡Ya nunca más la veré!

—Todavía no me doy por derrotado —dijo Archy—. La encontraremos... No se dé usted por vencida.

—¡Que Dios le bendiga por esas palabras, Archy Stillman! —Le agarró una mano y se la besó con fervor.

Peterson, el recién llegado, cuchicheó irónico al oído de Ferguson:

—Magnífica exhibición la que le ha permitido encontrar este lugar, ¿verdad? Aunque, la verdad sea dicha, no valía la pena llegar tan lejos. Lo mismo habría resultado para el caso cualquier otro hipotético lugar, ¿no cree?

A Ferguson no le agradó nada semejante insinuación, y contestó con un poco de acaloramiento:

—¿Pretende usted insinuar que la niña no ha estado aquí? ¡Yo le digo que sí! Ahora bien: si usted quiere ponerse tan escrupuloso como...

—¡Ya está! —gritó Stillman—. ¡Vengan aquí todos y miren esto! Hemos tenido la huella todo este tiempo ante nuestras mismas narices, y no hemos sido capaces de verla.

Hubo una zambullida general hacia el suelo en el lugar donde Stillman aseguraba que había descansado la niña, y fueron muchos los ojos que se esforzaron con la esperanza de ver la cosa sobre la que descansaba su dedo. Hubo una pausa, seguida de un suspiro de desencanto, disparado desde varios pechos a la vez. Pat Riley y Ham Sandwich dijeron, a un tiempo:

—¿Qué hay, Archy? Aquí no se ve nada.

—¿Nada? ¿Llaman ustedes nada a esto? —Y de repente trazó una figura con el dedo sobre el suelo—. Mírenla. ¿No la identifican ahora? Es la huella del indio Billy. Él se llevó a la niña.

—¡Alabado sea Dios! —exclamó la madre.

—Aparten la linterna. Ya sé la dirección. ¡Síganme!

Salió corriendo tras la pista, metiéndose a un lado y a otro de los arbustos de salvia durante trescientas yardas, y desapareció por encima de una duna. Los demás se esforzaban en seguirle, lo alcanzaron y lo encontraron esperándolos. Diez pasos más allá había una tienda india, un abrigo informe y confuso de harapos y viejas mantas de caballo, por entre cuyas rendijas se veía una luz.

—Pase usted delante, señora Hogan —dijo el mozo—. A usted le corresponde el privilegio de ser la primera.

Todos siguieron a la madre, que se lanzó a la carrera hacia la tienda india, y vieron al mismo tiempo la imagen que presentaba el interior. El indio Billy estaba sentado en el suelo, y a su lado, dormida, estaba la niña. La madre la estrechó con un abrazo enloquecido, en el que incluyó a Archy Stillman. Lágrimas de agradecimiento le corrían por la cara, y vertió con voz ahogada y entrecortada un dorado torrente del tesoro de frases cariñosas y de adoración que no alcanza su plena riqueza en ninguna otra parte sino en el corazón irlandés.

—La encontré a eso de las diez —explicó Billy—. Estaba dormida, allá lejos, muy cansada, con la cara húmeda..., supongo que de llorar. La traje conmigo, le di de comer, estaba hambrienta... Y se volvió a dormir.

La madre, feliz, llevada por el impulso de su agradecimiento sin límites, dejó de lado toda jerarquía social y abrazó al indio, llamándolo «el ángel disfrazado de Dios». En efecto, si era tal oficial divino, quizá estaría disfrazado. Vestido para caracterizar al personaje.

A la una y media de la mañana irrumpió el cortejo en la aldea cantando «When Johnny Comes Marching Home», ondeando las linternas y echándose al cuerpo las bebidas que les iban sacando durante el recorrido. Se concentró el cortejo en la taberna y pasó una noche de jarana durante lo que le quedaba de madrugada.

VI

La aldea recibió la tarde siguiente la descarga eléctrica de un hecho que causó una inmensa sensación. Llegó a la taberna un extranjero, solemne y digno, de porte y aspecto distinguidos, y se inscribió en el registro con el siguiente nombre formidable: Sherlock Holmes.

La noticia fue corriendo de cabaña en cabaña y de mina en mina. Se abandonaron las herramientas, y la población se dirigió como un enjambre hacia el centro de interés. Un hombre que salía por la parte norte de la aldea se lo gritó a Pat Riley, que tenía su concesión junto a la de Flint Buckner. En aquel momento, Fetlock Jones pareció que se ponía enfermo y dijo para sus adentros:

«¡El tío Sherlock! ¡Qué mala suerte! ¡Tenía precisamente que venir cuando...!». El muchacho cayó como en un sueño y más tarde pensó: «Pero ¿de qué me sirve tenerle miedo? Cualquiera que le conozca como yo sabe que no es capaz de resolver un crimen si no lo ha planeado por adelantado, disponiendo las claves y contratando a algún individuo para que lo cometa ateniéndose a sus instrucciones... Pero esta vez no habrá pista alguna, de modo, pues, que no tiene ninguna probabilidad, ninguna en absoluto. No, señor; todo está preparado. Si me arriesgase a demorarlo... No, no correré un peligro como ese. Flint Buckner dejará este mundo por la noche, eso es seguro». Pero entonces se le presentó otra dificultad: «El tío Sherlock querrá conversar conmigo esta noche de las cosas de nuestra casa, y ¿cómo me voy a desembarazar de él? Porque es preciso que me acerque a mi choza uno o dos minutos a eso de las ocho». Aquel era un problema molesto y le hizo pensar mucho. Pero halló la manera de vencer el inconveniente: «Iremos a dar un paseo y lo dejaré unos momentos en el camino, de manera que no vea lo que estoy haciendo. La mejor manera de despistar a un detective es, en todo caso, tenerlo bien cerca cuando uno está preparando el asunto. Sí, eso es lo más seguro, haré que me acompañe».

Mientras tanto, el camino que pasaba por delante de la taberna estaba bloqueado por aldeanos que esperaban con anhelo poder echar un vistazo al gran hombre, pero permaneció en su cuarto y no apareció. Solo Ferguson, el herrero Jake Parker y Ham Sandwich tuvieron suerte. Estos admiradores entusiásticos del gran detective científico alquilaron el almacén donde se guardaban los equipajes retenidos, que daba a su habitación a través de un pequeño callejón lateral de diez o doce pies de anchura. Se emboscaron en él y abrieron unos minúsculos agujeros en el postigo de la ventana. Las persianas de la habitación del señor Holmes estaban echadas, pero al rato las levantó. Los espías experimentaron un escalofrío agradable. Se les puso la carne de gallina al verse cara a cara con el hombre extraordinario que había llenado el mundo con la fama de sus habilidades más que humanas. Allí lo tenían sentado, no como un mito, no como un espectro, sino real, vivo, de carne y hueso, y casi al alcance de la mano.

—¡Fíjate en esa cabeza! —dijo Ferguson, con voz reverente—. ¡Vive Dios, que eso es una cabeza!

—¡Vaya si lo es! —corroboró el herrero, con profundo respeto—. ¡Fíjate en su nariz! ¡Fíjate en sus ojos! ¿Inteligencia? ¡A carretadas!

—¡Y qué palidez la suya! —exclamó Ham Sandwich—. Eso proviene de pensar, ni más ni menos que de pensar. ¡Diablos! Unos zoquetes como nosotros no sabemos de verdad lo que es pensar.

—Desde luego que no —coincidió Ferguson—. Lo que nosotros tomamos por pensar no es más que baboseo y sensiblería.

—Tienes razón, Wells Fargo. Y fíjate en el ceño de su frente: eso es pensar profundo, hasta muy abajo, hasta el fondo mismo, hasta cuarenta brazas dentro de la entraña de las cosas. Ese hombre sigue la pista de algo.

—Ya lo creo que sí, ya lo veréis. Pero fijaos en esa tremenda gravedad suya, en esa pálida solemnidad. Ni un cadáver le sobrepasaría.

—No, señor, ni aunque le pagasen. Y además le corresponde por derecho propio, porque ha muerto ya cuatro veces, como lo cuenta la historia. Tres veces de muerte natural y una por accidente. He oído decir que huele a húmedo y frío como una tumba. Y él...

—¡Chis! ¡Observadlo bien! Fijaos... Ha apoyado el dedo pulgar en la protuberancia de un lado de su frente y el dedo índice en la contraria. Parece que ahora su pensamiento trabaja como un molino. Podéis apostar lo que queráis a que es así.

—Claro que es así. Y ahora levanta la vista hacia el cielo y se atusa muy despacio el bigote, y...

—Ahora se ha levantado y se ha puesto en pie, y está contando sus pistas sobre los dedos de la mano izquierda con el dedo índice de la derecha. ¿Lo veis? Toca el índice, ahora el corazón, ahora el anular.

—¡Ya están todas!

—¡Mirad su expresión amenazadora! Parece como si no encontrara la pista que le falta. Y por eso...

—¡Cómo sonríe como un tigre y desdeña los otros dedos como si no tuviesen importancia! Ya la tiene, muchachos, con seguridad que la tiene.

—Eso digo yo. Por nada del mundo quisiera estar en el pellejo del hombre al que viene persiguiendo.

El señor Holmes acercó una mesa a la ventana, se sentó en ella, de espaldas a los espías, y se puso a escribir. Estos retiraron los ojos de los agujeros, encendieron sus pipas y se acomodaron para fumar y charlar a gusto. Ferguson dijo, muy convencido:

—Muchachos, no vale la pena decir nada. ¡Ese hombre es una maravilla! Tiene en su cara todas las señales de que lo es.

—Jamás dijiste palabra tan verdadera como esa, Wells Fargo —dijo Jake Parker—. Escuchad una cosa: ¿no habría sido miel sobre hojuelas que hubiese estado aquí anoche?

—¡Por san Jorge que sí! —exclamó Ferguson—. Entonces habríamos visto lo que es trabajar científicamente. Un trabajo de puro intelecto, de la mayor altura, sí, señor. Archy está muy bien y nadie debe menospreciarlo, eso os lo digo yo. Pero el don que él tiene es en exclusivo visual, que ve lo mismo que una lechuza, y por lo que yo puedo deducir es un gran talento natural y animal, nada más y nada menos, y magnífico en su clase, pero no es obra de la inteligencia, ni puede compararse por lo maravilloso y extraordinario con lo que hace este hombre, como no podría compararse... Bueno, os voy a decir lo que él habría hecho. Se habría trasladado a la cabaña de Hogan y habría echado una ojeada (nada más que eso) al interior, y con ella ya tendría bastante. ¿Verlo todo? Sí, señor, con eso habría observado hasta el más pequeño detalle, y conocería del interior de la cabaña más de cuanto los Hogan podrían saber en siete años. A continuación se habría sentado encima del camastro, muy tranquilo, y habría preguntado a la señora... Oye, Ham: haz que ahora eres tú la señora Hogan. Yo te pregunto y tú respondes.

—Perfecto. Adelante.

—«Señora, si me permitís, os suplico atención, no dejéis divagar a vuestro pensamiento. Veamos: ¿el sexo de la persona?»

—«Hembra, su excelencia.»

—«Hum, hembra. Muy bien, muy bien. ¿Edad?»

—«Seis cumplidos, su excelencia.»

—«Hum, muy niña. Débil... Dos millas. A las dos millas la habrá rendido el cansancio. Se dejará caer a tierra y se quedará dormida. La encontraremos, más o menos, a dos millas de distancia. ¿Dientes?»

—«Cinco, su excelencia, y otro a punto de salir.»

—«Muy bien, muy bien, verdaderamente bien.» Ya veis, muchachos, que él se da cuenta de una pista en cuanto la ve, para ningún otro tendría aquello maldita importancia. «¿Medias, señora? ¿Zapatos?»

—«Sí, su excelencia, las dos cosas.»

—«¿De mezcla, quizá? ¿De tafilete?»

—«De mezcla, su señoría, y de becerro.»

—«Hum, de becerro. Esto complica el asunto. Sin embargo, pasémoslo por alto, ya lo arreglaremos. ¿Religión?»

—«Católica, su excelencia.»

—«Muy bien. Córtenme un pedacito de la manta que hay sobre la cama, por favor. Ah, gracias. Una parte de lana, y de fabricación extranjera. Muy bien. Ahora un pedazo de alguna pieza de ropa de la niña, por favor. Gracias. Algodón. Se advierte el uso. Es una pista excelente, excelente. Tengan la amabilidad de traerme una paletada del polvo del suelo. Gracias, muchas gracias. ¡Oh, admirable, admirable! Ahora sí que sabemos, creo yo, por dónde andamos.» Ya veis, muchachos, cómo se ha hecho ya con todas las pistas que necesita, no le hace falta nada más. ¿Qué hace entonces este hombre extraordinario? Deja sobre la mesa esos pedazos de tela y el polvo del suelo, se apoya en la mesa con los codos, los contempla, los coloca uno junto al otro, los estudia, masculla para sí mismo: «Hembra»; los cambia de posición, sigue: «De seis años»; los vuelve a cambiar una y otra vez y continúa murmurando: «Cinco dientes, otro a punto de salir; católica, mezcla, algodón, becerro... Condenado becerro». Acto seguido se yergue, mira a lo alto, se pasa los dedos por el pelo, sigue haciéndolo una y otra vez, balbuciendo: «¡Condenado becerro!». Luego levanta la cabeza y frunce el ceño, y empieza a contar las pistas con los dedos, y se detiene en el anular. Pero solo un instante, porque luego su cara se ilumina con una sonrisa igual que una casa en llamas. Se yergue solemne y majestuoso y dice a la multitud: «Que un par de vosotros eche mano a una linterna, marchad a la tienda del indio Billy y traedme a la niña. Los demás, marchaos a vuestras casas y acostaos. Buenas noches, señora; buenas noches, caballeros». Por último se despide con una inclinación como la del monte Cervino, y sale en dirección a la taberna. Ese es su estilo, el inconfundible estilo científico, intelectual. Todo resuelto en quince minutos, sin andarse por aquí y por allá hora y media por el campo de salvia con toda una multitud de gentes a la zaga. ¡Ese es, podéis creerlo!

—¡Por Jackson, es extraordinario! —exclamó Ham Sandwich—. Wells Fargo, nos lo has dibujado hasta en el más pequeño detalle. No lo verás pintado hasta la vida en los libros con más exactitud. ¡Por san Jorge, que lo estoy viendo! ¿Y vosotros, muchachos?

—¡Vaya si lo vemos! ¡Como que es una fotografía lo que nos ha hecho!

Ferguson quedó en gran medida complacido y satisfecho con su éxito. Permaneció sentado en silencio, saboreando durante un rato su felicidad. Luego murmuró, con profunda reverencia en la voz:

—Me pregunto si a ese hombre lo habrá hecho Dios.

Nadie respondió al momento, pero luego añadió Ham Sandwich, con veneración:

—Yo creo que no lo hizo todo de una vez.

VII

A las ocho de aquella noche dos personas avanzaban en la fría oscuridad pasando por delante de la cabaña de Flint Buckner. Eran Sherlock Holmes y su sobrino.

—Espere un momento aquí, en el camino, tío —dijo Fetlock—, mientras yo corro a mi cabaña. Solo tardaré un minuto.

Le pidió algo, que el tío le dio, y desapareció en la oscuridad. Pero regresó pronto, y ambos retomaron su paseo y su charla. A las nueve de la noche estaban ya de regreso en la taberna. Se abrieron camino por entre la concurrencia del salón de billares, que se amontonaba allí con la esperanza de poder echar un vistazo al hombre extraordinario. Estalló una ovación digna de un rey. El señor Holmes agradeció el homenaje con una serie de corteses inclinaciones, y mientras él seguía adelante, su sobrino habló a la concurrencia:

—Caballeros: mi tío Sherlock tiene algún trabajo entre manos que le llevará hasta las doce o la una. Pero entonces, o antes, si le es posible, bajará a este salón con la esperanza de que estén todavía aquí algunos de ustedes para beber con él.

—Por san Jorge, muchachos, que ese hombre es como un duque. ¡Tres vítores por Sherlock Holmes, el hombre más grande que haya existido jamás! —gritó Ferguson—. Hip, hip, hip...

—¡Hurra! ¡Hurra! ¡Hurra! ¡Y ahora la propina!

El vocerío sacudió el edificio, de tanto entusiasmo como pusieron en su cordial recibimiento. Una vez arriba, el tío reprendió con cariño al sobrino, diciendo:

—¿Cómo se te ocurrió meterme en ese compromiso?

—Yo creo, tío, que usted no desea ser impopular, ¿verdad? Pues bien: en ese caso, no se haga usted el muy recatado en un campo de mineros. Los muchachos lo admiran, pero si usted abandonase el lugar sin beber con ellos, lo calificarían de esnob. Además, usted me ha dicho que tenía cosas que hablar de nuestra tierra para tenernos entretenidos toda la noche.

El muchacho estaba en lo cierto, y hablaba con prudencia. El tío lo reconoció. Obró también con juicio en otro detalle del que no hizo mención más que para sus adentros: «El tío y los demás me serán muy útiles para fijar una coartada que con dificultad podrá negar nadie».

Tío y sobrino conversaron con diligencia durante tres horas. Entonces, a eso de la medianoche, Fetlock bajó y se apostó en la oscuridad, a una docena de pasos de la taberna, y esperó. Cinco minutos más tarde salió de la sala de billares, tambaleándose, Flint Buckner, y casi lo rozó cuando pasaba.

—¡Ya es mío! —murmuró el muchacho, y, siguiendo con la vista la sombra que se movía, se dijo: «Adiós, adiós para siempre, Flint Buckner. Tú llamaste a mi madre una..., bueno, no importa qué, porque el asunto ya está arreglado. Amigo mío, este es tu último paseo».

Volvió meditabundo a la taberna.

—De aquí hasta la una queda una hora. La pasaremos con los muchachos. Esto servirá para la coartada.

Bajó con Sherlock Holmes a la sala de billares, que se hallaba abarrotada de mineros anhelantes y llenos de admiración. El huésped pidió que sirviesen de beber, y empezó la fiesta. Todo el mundo se sentía feliz y se mostraba obsequioso. No tardó en romperse el hielo, y vinieron los cantos, las anécdotas y más bebidas, mientras los minutos trascendentales volaban. Faltaban seis minutos para la una y la jovialidad había llegado a su punto más alto.

¡¡Buuum!!

Se produjo el silencio al instante. El profundo estruendo llegó en oleadas y retumbos saltando de pico en pico hasta el cañón, luego se apagó a lo lejos y desapareció. Entonces se rompió el encantamiento y los hombres corrieron hacia la puerta, exclamando:

—¡Algo ha estallado!

Una voz en el exterior dijo:

—Es allá abajo, casi al final de la garganta. He visto el fogonazo.

La multitud se precipitó cañón abajo, y Holmes, Fetlock, Archy Stillman —todos, en una palabra—, salvaron la distancia de una milla en pocos minutos. A la luz de una linterna descubrieron el suelo liso y sólido de la cabaña de Flint Buckner. De esta no había quedado el menor vestigio, ni un trapo, ni una astilla. Y de Flint, ninguna señal. Grupos de búsqueda registraron por todas partes, y de pronto alguien gritó:

—¡Aquí está!

Era cierto. Cincuenta yardas más abajo, en lo hondo de la garganta, lo habían encontrado. Es decir, habían encontrado una masa destrozada y sin vida que parecía ser él. Allí corrió Fetlock Jones con los demás y observó.

La investigación fue cosa de un cuarto de hora. Ham Sandwich, presidente del jurado, entregó el veredicto, redactado con cierta gracia literaria espontánea, y que terminaba con esta conclusión, a saber: «Que el difunto había muerto por un acto propio o por acción de otra u otras personas desconocidas a este jurado, no dejando familia, ni otros efectos fuera de la cabaña, que voló por los aires, y que Dios tenga piedad de su alma. Amén».

Después, el impaciente jurado fue a reunirse con el resto de la multitud, porque el centro absoluto del interés seguía siendo Sherlock Holmes. Los mineros permanecían callados y reverentes formando un semicírculo, que abarcaba un gran espacio vacío que incluía la parte delantera del solar de la desaparecida cabaña. El hombre extraordinario iba y venía por aquel ancho espacio acompañado por su sobrino, que llevaba una linterna. Tomó con una cinta las medidas de la propiedad, la distancia desde el borde del chaparral hasta el camino, la altura de los arbustos del chaparral y algunas más. Recogió aquí un pedazo de tela, allí una astilla, más allá un pellizco de tierra, lo estudió todo con profundidad y se lo guardó. Acto seguido definió la situación del lugar con una brújula de bolsillo, con un margen de dos segundos para compensar la variación magnética. Miró la hora —del Pacífico— en su propio reloj, haciendo la corrección correspondiente al lugar. Contó los pasos que había desde el solar de la cabaña hasta el cadáver, e hizo el ajuste oportuno por la diferenciación de mareas. Calculó la altura con un barómetro aneroide y la temperatura con un termómetro de bolsillo. Por último, hizo una solemne inclinación y dijo:

—Esto está terminado. ¿Quieren que volvamos, caballeros?

Se puso al frente de la línea de marcha en dirección a la taberna, y la multitud siguió tras él, discutiendo con gran interés, llena de admiración hacia el hombre extraordinario, e intercalando barruntos acerca del origen de la tragedia y de quién pudiera ser el autor.

—Bueno: ¿verdad, muchachos, que es una grandísima suerte que tengamos aquí a este hombre? —preguntó Ferguson.

—Es la cosa más grande que ha ocurrido en un siglo —respondió Ham Sandwich—. Fíjense en lo que digo: la noticia correrá por todo el mundo.

—¡Vaya si correrá! —dijo Jake Parker, el herrero—. Será el gran negocio para este campamento. ¿No es cierto, Wells Fargo?

—Pues ya que preguntan mi opinión (si ello indica que quieren saber cómo pienso), puedo decirles lo siguiente: ayer yo valoraba mis pertenencias en Straight Flush a dos dólares el pie; quisiera ver yo quién es capaz de comprarlas hoy a dieciséis.

—¡Está en lo cierto, Wells Fargo! Jamás ningún nuevo campamento tuvo una suerte mayor. A propósito: ¿vieron de qué manera echó mano ese hombre a los pedacitos de tela, a la tierra y a las demás cosas? ¡Vaya vista la suya! Es que le es imposible pasar por alto una pista, es algo que no puede ocurrir en él.

—Eso mismo digo yo. Además, esas cosas no tienen ningún sentido para nadie más que para él. Para él son igual que un libro, igual que un libro de letras grandes.

—¡Tan seguro como que habéis nacido! Estas pequeñeces guardan su pequeño secreto, convencidas de que nadie es capaz de arrancárselo. Pero, por vida mía, en cuanto él echa allí su garra no tienen más remedio que decirlo a voces, no olviden ustedes esto.

—Muchachos, ya no me pesa que no estuviese anoche para dar con la niña. Este es un asunto más gordo, mucho más. Sí, señor, y más enmarañado, científico e intelectual.

—Creo que todos nosotros nos alegramos de que las cosas hayan ocurrido de esta manera. ¿Alegrarnos? ¡Por san Jorge! No es esa la palabra. Les diré una cosa: Archy podría haber aprendido algo si hubiese tenido la viveza suficiente para hacerse a un lado y fijarse en la manera como este hombre pone en acción su sistema. Pero no, el chico anduvo de aquí para allá, metiéndose por el chaparral, y se perdió todo.

—Tan verdad es eso como el Evangelio, lo vi con mis propios ojos. Bueno, Archy es joven. Ya aprenderá cualquier día de estos.

—Digan, muchachos: ¿quién creen que ha sido el autor?

La pregunta era difícil de contestar, y dio lugar a una gran cantidad de conjeturas nada satisfactorias. Se habló de varios hombres como de posibles autores, pero fueron descartando uno tras otro por no cumplir los requisitos. Nadie, fuera del joven Hillyer, había sido íntimo de Flint Buckner, y nadie se había peleado de verdad con él. Flint había desairado a cuantos hombres intentaron trabar amistad con él, pero no lo hizo de manera tan ultrajante como para que exigiese derramamiento de sangre. Desde el primer instante estuvo en todas las lenguas un nombre, pero fue el último que se pronunció: Fetlock Jones. Fue Pat Riley quien lo mencionó.

—Bueno —dijeron los muchachos—, claro está que todos hemos pensado en él porque tenía un millón de motivos para matar a Flint Buckner, y hacerlo era una clara obligación para él. Sin embargo, hay dos cosas que no podemos obviar: una, que no tiene agallas, y otra, que cuando el hecho ocurrió él no se encontraba cerca del lugar.

—Lo sé —dijo Pat—. Él estaba con nosotros en el salón de billares.

—Sí, y llevaba allí una hora antes de que ocurriese.

—Así es. Y resulta una suerte para él. De no ser por eso, sería sospechoso desde el primer instante.

VIII

El comedor de la taberna había sido desembarazado de todo su mobiliario, salvo de una mesa de pino de seis pies y una silla. Esta mesa estaba apoyada contra un extremo del salón, y sobre ella había una silla. Sherlock Holmes, solemne, imponente, impresionante, se sentó en ella. El público permanecía en pie. La sala estaba llena. El humo del tabaco era espeso y el silencio, profundo.

El hombre extraordinario levantó su mano para imponer un silencio adicional. La mantuvo en alto unos pocos momentos, y a continuación, en términos concisos y tajantes, planteó pregunta tras pregunta y tomó nota de las contestaciones con «hums», «ajás», asentimientos con la cabeza y demás. Por este procedimiento se enteró de todo lo que había que enterarse acerca de Flint Buckner, de su carácter, conducta y costumbres, de boca de aquella gente. De todo ello se sacó en claro que el sobrino del hombre extraordinario era la única persona del campamento que tenía motivos para matarlo. El señor Holmes dirigió una sonrisa de compasión al testigo y preguntó, con languidez:

—¿Saben, por casualidad, caballeros, alguno de ustedes, dónde se encontraba Fetlock Jones en el momento de la explosión?

La respuesta fue atronadora:

—¡En el salón de billares de esta casa!

—¡Ah! Y, díganme: ¿acababa de llegar?

—¡Llevaba aquí una hora entera!

—¡Ah! ¿Cuánto habrá desde aquí hasta el lugar de la explosión?

—¡Una buena milla!

—¡Ah! Como coartada no resulta extraordinaria, es cierto, pero...

Estalló una tempestad de carcajadas, mezcladas con gritos de «¡Por vida de..., y cómo encadena las verdades!» y «¿No te pesa, Sandy, haber hablado?», que cortaron el resto de la frase, y el apabullado testigo bajó su cara sonrojada, dominado por una patética vergüenza. El interrogador reanudó su discurso:

—Una vez que hemos terminado con la relación algo lejana que el mozo Jones tiene con este caso [Risas] llamemos ahora a los testigos visuales de la tragedia y escuchemos lo que tienen que decirnos.

Sacó entonces sus pistas fragmentarias y las dispuso sobre una hoja de cartón encima de sus rodillas. La concurrencia contuvo la respiración y esperó.

—Tenemos la longitud y la latitud, corregidas de acuerdo con la variación magnética, y esto nos da el punto exacto de la tragedia. Tenemos la altitud, la temperatura y el grado de humedad que reinaba, datos de un valor inestimable, ya que ellos nos permitirán calcular con precisión el grado de influencia que debieron de ejercer a esa hora de la noche sobre el temperamento y la disposición de ánimo del asesino. [Runruneo de admiración, comentario entre dientes, «¡Por san Jorge, qué profundo!»]

Movió con el dedo sus pistas.

—Y ahora, pidamos a estos testigos mudos que hablen. Hay aquí un talego de tela vacío para perdigones. ¿Qué nos dice? Que el móvil del crimen fue el robo, no la venganza. ¿Qué más? Que el asesino era hombre de inteligencia inferior. ¿Diremos que idiota, o algo que se le acerque? ¿Cómo lo sabemos? Porque una persona de sano juicio no habría concebido el propósito de robar al llamado Buckner, que nunca tuvo dinero. Pero ¿no pudo ser el asesino un forastero? Que hable por sí mismo el talego. Yo saco de él este objeto: un trozo de cuarzo que contiene plata. Es peculiar. Examínenlo, por favor, usted, usted y usted. Devuélvanmelo ahora, se lo ruego. No hay un solo filón en esta costa que produzca justo esta clase y color de cuarzo, y esta es una veta que sale a flor de tierra durante dos millas. En opinión mía, está llamada, en día no lejano, a proporcionar a esta localidad una fama que correrá por todo lo ancho del mundo, y traerá a sus doscientos propietarios una cantidad de riquezas superior a sus ensueños de avaricia. Dadme el nombre de ese filón, por favor.

—¡Es la Consolidated Christian Science and Mary Ann! —Fue la respuesta inmediata.

Estalló un salvaje trueno de hurras, y todos los allí presentes agarraron la mano del hombre que tenían a su lado y se la estrecharon con lágrimas en los ojos. Wells Fargo Ferguson gritó:

—¡En esa veta está Straight Flush, y su precio sube ahora a ciento cincuenta por pie, como lo oís!

Cuando se restableció la serenidad, siguió hablando el señor Holmes:

—Vemos, pues, que han quedado sentados tres hechos, a saber: el asesino era casi un idiota; no era forastero; su móvil fue el robo, no la venganza. Sigamos adelante. Tengo en mi mano un pequeño fragmento de mecha, que despide un vivo olor a haber sido quemada hace poco. ¿Qué testimonio nos trae? Juntándola a la prueba corroborativa del cuarzo, nos revela que el asesino fue un minero. ¿Qué otra cosa más nos dice? Lo siguiente, caballeros: que el asesinato se consumó por medio de un explosivo. ¿Y qué más? Que el explosivo fue colocado contra el lado de la cabaña más próximo al camino (el de la fachada), porque la encontré a menos de seis pies de ese punto.

»Ahora tengo entre mis dedos una cerilla sueca, de las que se frota contra un rascador, que ha sido encendida. La encontré en el camino, a seiscientos veintidós pies de la cabaña destruida. ¿Qué nos dice esta cerilla? Que la mecha se encendió en aquel punto. ¿Qué más? Que el asesino era zurdo. ¿Cómo lo sabemos? Yo no podría explicar a ustedes, caballeros, cómo lo sé, porque los indicios son tan sutiles que solo la larga experiencia y el estudio profundo capacitan para descubrirlos. Pero aquí están, reforzados por un hecho que habréis observado con frecuencia en los grandes relatos detectivescos: todos los asesinos son zurdos.

—¡Por Jackson, que eso es así! —dijo Ham Sandwich, dándose un manotazo resonante en el muslo con su manaza—. Que me condenen si se me había ocurrido hasta ahora.

—Ni a mí tampoco. ¡Ni a mí! —gritaron varios—. ¡No hay manera de que se le escape nada a este hombre! ¡Vaya vista la suya!

—Caballeros, por muy lejos que el asesino se encontrase de su inminente víctima, no escapó sin daño alguno. Este fragmento de madera que ahora os muestro lo hirió. Le sacó sangre. Dondequiera que esté, lleva grabada la marca reveladora. Lo recogí en el lugar en que se encontraba el asesino cuando prendió fuego a la mecha fatal. — Examinó a toda la concurrencia desde su alto sitial y su cara empezó a ensombrecerse. Alzó lentamente su mano y señaló—: ¡Ahí está el asesino!

La concurrencia se quedó por un instante paralizada de asombro. De pronto estallaron veinte voces:

—¿Sammy Hillyer? ¡Demonios, no! ¿Él? ¡Eso es majadería pura!

—Cuidado, caballeros... No se precipiten. Fíjense..., tiene una herida ensangrentada en la frente.

Hillyer se puso lívido del susto. Estaba a punto de llorar. Se volvió a uno y otro lado, suplicando a todos los rostros ayuda y simpatía. Extendió sus manos suplicantes hacia Holmes y empezó a implorar:

—¡No diga usted eso, no lo diga! Yo no lo hice, doy mi palabra de que no lo hice. Esta herida que tengo en la frente me la produje...

—¡Oficial, deténgalo! —exclamó Holmes—. Yo me hago responsable.

El oficial avanzó muy a regañadientes, vaciló y se detuvo.

Hillyer entonces dirigió otra súplica:

—¡Oh, Archy, no permitas que lo hagan, eso mataría a mi madre! ¡Tú sabes de qué modo me hice esta herida! ¡Díselo y sálvame, Archy, sálvame!

Stillman se abrió camino hasta la primera fila y dijo:

—Sí, yo te salvaré. No temas. —Y habló así a la concurrencia—: No tiene importancia cómo se produjo la herida, pues nada tiene que ver con este caso y carece por completo de trascendencia.

—¡Que Dios te bendiga, Archy, tú eres un verdadero amigo!

—¡Hurra por Archy! ¡Sigue, muchacho, y muéstrales tu color contra sus dos pares y una sota! —gritó la multitud, porque surgió de pronto en su corazón el orgullo por aquel talento de su tierra y el sentimiento patriótico de lealtad hacia él, con lo que cambió todo el aspecto de la situación.

El joven Stillman esperó a que se acallase el barullo y dijo:

—Pido a Tom Jeffries que se coloque en aquella puerta de allí, y al oficial Harris que se coloque en esa otra, y que no dejen que nadie salga de este salón.

—Dicho y hecho. ¡Adelante, viejo!

—Creo que el criminal está aquí presente. Si he acertado en mi suposición, no tardaré en mostrároslo. Ahora voy a hablaros de la tragedia desde el principio hasta el fin. El móvil no fue el robo, fue la venganza. El asesino no era idiota. No se colocó a seiscientos veintidós pasos de distancia. No fue herido por un trozo de madera. No colocó el explosivo contra la cabaña. No trajo con él un talego de perdigones y no era zurdo. Salvo estos errores, la manera como nuestro distinguido huésped ha expuesto el caso es sustancialmente correcta.

Corrió por toda la sala una carcajada de satisfacción. Los amigos se inclinaban la cabeza unos a otros, como queriendo decir: «Eso es hablar con claridad y valentía. Es un buen mozo, un buen muchacho. ¡Ya veréis como no abate su bandera!».

Todo eso no conturbó la serenidad del huésped. Stillman siguió diciendo:

—También yo tengo algunos testigos, y luego os diré dónde podéis encontrar algunos más. —Exhibió un pedazo de alambre ordinario, y la multitud alargó el cuello para ver—. Este alambre está recubierto de una suave capa de sebo derretido. Y aquí tenéis una vela que se ha quemado hasta la mitad. La otra mitad tiene cortes que distan una pulgada el uno del otro. Pronto os diré dónde he encontrado estas cosas. Ahora voy a dejar de lado los razonamientos, adivinaciones, y las conexiones increíbles de pequeñas pistas y otras exhibiciones teatrales de la profesión detectivesca, y os diré de una manera clara y honrada de qué manera ocurrió este triste hecho.

Se detuvo un momento, para producir mayor efecto, y que el silencio y la expectación intensificasen y concentrasen el interés de la concurrencia, y luego prosiguió:

—El asesino trazó su plan tomándose muchísimo trabajo. Ese plan era acertado, muy ingenioso y demostraba una inteligencia despierta, y no débil. Estaba bien urdido para alejar toda sospecha de su inventor. En primer lugar, marcó una vela, dividiéndola en espacios de una pulgada, la encendió y tomó nota del tiempo que tardaba en fundirse. De ese modo descubrió que cuatro pulgadas empleaban tres horas. Hace un rato que yo mismo, en el piso de arriba, mientras se realizaba la investigación acerca del carácter y conducta de Flint Buckner en esta habitación, hice la prueba durante media hora y llegué a establecer así la velocidad de consumo de una vela cuando se halla al abrigo del viento. Una vez que lo hubo probado, apagó su vela (es la misma que les he enseñado a ustedes), y señaló en una nueva las divisiones de una pulgada. Puso esta otra en un candelero de hojalata. Acto seguido la agujereó con un alambre al rojo en la marca de la quinta hora. Les he mostrado ya el alambre, que está revestido de una suave capa de un sebo que se había fundido y luego enfriado. A fuerza de trabajo (durísimo, diría yo) subió forcejeando monte arriba por el espeso chaparral que cubre la escarpada ladera del monte que queda a las espaldas de la cabaña de Flint Buckner tirando de un barril de harina vacío. Lo colocó en un escondite del todo seguro y colocó el candelero en el fondo del mismo. Después midió unos treinta y cinco pies de mecha, es decir, la distancia entre el barril y la parte posterior de la cabaña, e hizo un agujero en el costado del barril (aquí está la gran barrena con que lo hizo). Siguió en su trabajo hasta que un extremo de la mecha quedaba dentro de la cabaña de Buckner, y el otro, con una muesca que dejaba al descubierto la pólvora, quedaba en el agujero del barril, calculado para que la cabaña volase a la una de esta madrugada si la vela se encendía sobre las ocho de la noche, hora a la que con seguridad se encendió. Todo ello a condición de que dentro de la cabaña hubiese materias explosivas conectadas con el otro extremo de la mecha, que también apuesto a que las había, aunque no pueda probarlo. Muchachos, el barril está allí, en el chaparral, y dentro del barril, en el candelero de hojalata, está todavía la vela. La mecha quemada pasa por el agujero hecho con la barrena, y el otro extremo está colina abajo, donde se encontraba antes la cabaña. Vi esas cosas hará una o dos horas, cuando el profesor, aquí presente, medía cosas ociosas y coleccionaba reliquias que no tienen relación alguna con el caso.

Calló un momento. La concurrencia dio un respiro largo y profundo, soltó la tensión de sus cuerdas vocales y de sus músculos y estalló en vítores.

—¡Condenado muchacho! —exclamó Ham Sandwich—, por eso es por lo que andaba huroneando por el chaparral en lugar de aprovecharse de aspectos sacados del juego del profesor. Muchachos, ese no tiene un pelo de tonto.

—¡No, señor! Por vida de...

Pero Stillman reanudaba su discurso:

—Mientras nosotros andábamos por allí fuera hace una o dos horas, el propietario de la barrena y de la vela las cogió del lugar donde las había escondido (no era el lugar adecuado) y las llevó a otro que quizá le pareció mejor, a doscientas yardas más arriba, en el pinar, y las escondió allí, cubriéndolas de pinaza. Fui hasta allí y las encontré. La barrena corresponde con exactitud al agujero del barril. Y ahora...

El hombre extraordinario lo interrumpió, y dijo con sarcasmo:

—Caballeros, hemos oído un bonito cuento de hadas... Muy bonito, desde luego. Ahora yo desearía hacer al joven una o dos preguntas.

Algunos de los muchachos parpadearon, y Ferguson dijo:

—Me temo que Archy va a recibir lo suyo.

Los demás perdieron sus sonrisas y se apaciguaron. El señor Holmes dijo:

—Vamos a analizar esta historia maravillosa de una manera consecutiva y ordenada (por progresión geométrica, por así decirlo), uniendo detalle con detalle en un firme, implacablemente consistente e inabordable avance contra ese castillo de naipes del error, contra ese tejido de sueños de una imaginación inexperta. Para empezar, caballerito, deseo plantearle a usted por el momento (por el momento) tres preguntas. Creo haberle oído decir que en su opinión la supuesta vela fue encendida a eso de las ocho de ayer noche, ¿no es así?

—Sí, señor, a eso de las ocho.

—¿Podría usted decir con exactitud que fue a las ocho?

—No, no puedo ser tan preciso.

—Hum. ¿Cree usted que si a esa hora más o menos hubiese pasado por allí una persona se habría tropezado casi con seguridad con el asesino?

—En efecto, así lo creo.

—Gracias, eso era todo. Por el momento. Veremos luego.

—¡Condenado hombre! Le está tendiendo una trampa a Archy —dijo Ferguson.

—Así es —asintió Ham Sandwich—. No me gusta el aspecto que tiene esto.

Stillman dijo, mirando al huésped:

—Yo mismo pasé por allí a las ocho y media... No, a eso de las nueve.

—¿De veras? Eso ya resulta interesante... Muy interesante. ¿No se tropezaría usted con el asesino?

—No, no me tropecé con nadie.

—¡Ah! Pues bien (y perdóneme la observación): no comprendo a qué viene entonces ese dato.

—No viene a nada. Por el momento. Veremos luego. —Se calló, y al poco reanudó el discurso—: No me tropecé con el asesino, pero estoy tras sus huellas, estoy seguro, y creo que se encuentra dentro de esta habitación. Les pediré a todos ustedes que desfilen uno por uno delante de mí, aquí, donde la luz es buena, para que pueda verles los pies.

Corrió por toda la sala un zumbido de excitación y empezó el desfile, mientras el huésped lo contemplaba realizando un férreo esfuerzo por mantener la seriedad, lo que consiguió no del todo mal. Stillman se agachó, se hizo sombra con la mano y miró con gran atención todas las parejas de pies a medida que marchaban. Pasaron por delante, pisando con monotonía, cincuenta hombres, sin resultado alguno. Sesenta. Setenta. La cosa empezaba a parecer absurda. El huésped comentó con afable ironía:

—Por lo visto, los asesinos esta noche son escasos.

La concurrencia percibió el humor de la frase y se animó con una risa cordial. Desfilaron diez o doce candidatos más, ya sin arrastrar los pies, sino más bien bailando, con saltitos airosos y ridículos, que convulsionaron de risa a los espectadores, y de pronto Stillman extendió su mano y dijo:

—¡Este es el asesino!

—¡Fetlock Jones...! ¡Por el gran sanedrín! —bramó la multitud.

Y dejó escapar en el acto una explosión pirotécnica, deslumbrante y confusa de agitados comentarios que les inspiraba la situación.

Cuando mayor era el torbellino, el huésped alargó la mano exigiendo serenidad. La autoridad que rodeaba al célebre nombre y a la gran personalidad hizo sentir su fuerza misteriosa sobre la concurrencia, y todos obedecieron. Entre el silencio jadeante que entonces se produjo habló el huésped, diciendo con dignidad y sentimiento:

—Esto ya es serio. Esto va contra una vida inocente. ¡Inocente por encima de toda sospecha! ¡Inocente por encima de toda posibilidad! Oíd de qué manera lo demuestro, fijaos de qué manera un hecho sencillo puede barrer esta mentira desatinada. Escuchad, amigos míos: ese mozo al que se acusa no dejó de estar ayer por la noche ni un solo instante fuera del alcance de mi vista.

Estas palabras produjeron una impresión profunda. Los hombres volvieron sus ojos hacia Stillman y en todos ellos había una grave interrogación. Pero su cara se iluminó, y dijo:

—¡Ya sabía yo que hubo además otra persona! —Se acercó con energía a la mesa, miró a los pies del huésped, luego a la cara, y dijo—: ¡Usted estaba con él! ¡Usted no distaba ni cincuenta pasos de él cuando encendió la vela que prendió fuego a la mecha! [Sensación] Más aún: ¡usted mismo le proveyó de cerillas!

Evidentemente, el huésped acusó el golpe, o así le pareció al público. Abrió la boca para hablar, pero las palabras no le salieron con soltura.

—Esto..., esto, digo, es un desatino... Esto...

Stillman siguió llevando adelante su ventaja. Mostró una cerilla que había sido encendida.

—Aquí tiene usted una de las cerillas. La encontré dentro del barril... Y aquí tengo otra.

El huésped recobró de pronto la voz:

—Sí..., porque usted mismo las puso allí.

El tiro pareció certero. Stillman replicó:

—Es de cera, clase que en este campamento no se conoce. Que me registren a ver si encuentran la caja. ¿Está usted dispuesto a ello?

Esta vez el huésped se tambaleó. Hasta el ojo más torpe pudo observarlo. Tanteó a ciegas con sus manos, una o dos veces movió los labios, pero no acabó de pronunciar ninguna palabra. La concurrencia esperaba y vigilaba en tenso suspense, y el silencio realzaba aún más lo impresionante de la situación. Entonces Stillman dijo, con mucha gentileza:

—Estamos esperando lo que usted resuelva.

Reinó otra vez el silencio durante algunos momentos, y el huésped contestó, en voz baja:

—Me niego a que me registren.

No se produjo ninguna reacción bulliciosa, pero, una después de otra, todas las voces de la concurrencia murmuraron:

—¡Asunto resuelto! Archy se lo come.

¿Qué hacer ahora? Nadie daba muestras de saberlo; la situación era embarazosa en ese momento, solo, como se comprenderá, porque las cosas habían tomado de repente un giro tan inesperado que aquellas inteligencias poco ejercitadas no estaban preparadas para ello, y se habían quedado en punto muerto, como un reloj que se detiene, por efecto del choque. Pero al cabo de unos instantes empezó de nuevo a funcionar la maquinaria, con indecisión, y aquellos hombres juntaron sus cabezas en grupos de dos y de tres y se susurraban al oído diversas propuestas. Una de estas encontró mucho favor: consistía en dar al asesino un voto de gracia por haberlos librado de Flint Buckner y luego dejarlo marchar. Pero las cabezas más serenas se opusieron, señalando que los cerebros torpones de las gentes de los estados del este sentenciarían que aquello era un escándalo, y armarían un revuelo estúpido e inacabable. Al final, estas últimas se impusieron y obtuvieron el consentimiento general para la propuesta que presentaron. Su líder pidió orden a la concurrencia, y expuso lo siguiente: que Fetlock Jones fuera encarcelado y juzgado.

La moción fue aprobada. En apariencia, nada más había que hacer por el momento, y la gente se alegró de ello, porque, para sus adentros, sentían impaciencia por salir, correr al escenario de la tragedia y ver si el barril y los demás artículos estaban o no estaban allí.

Pero la desbandada se contuvo. No habían terminado las sorpresas todavía. Fetlock Jones había permanecido un rato sollozando en silencio, sin que nadie se fijase en él, en medio de las emociones absorbentes que durante un rato se habían seguido sin interrupción unas a otras. Pero al decretarse su encarcelamiento y juicio, estalló su desesperación, y dijo:

—¡No! No vale la pena. No necesito que me encarcelen ni que me juzguen, ya he pasado por toda la mala suerte y todas las miserias que soy capaz. ¡Ahorcadme ahora, para que así me vea libre de todas ellas! En cualquiera de los casos se habría descubierto... y nada podría salvarme. Él lo ha contado todo igual que si hubiese estado conmigo y lo hubiese visto. No me explico cómo lo descubrió. Encontrarán el barril y las demás cosas, y ya no me quedaría ninguna posibilidad. Yo lo maté, y también ustedes lo habrían matado si él los hubiese tratado como a un perro, y ustedes no hubiesen sido nada más que unos niños, débiles y pobres, sin un amigo que los amparase.

—¡Se lo tuvo condenadamente bien merecido! —exclamó Ham Sandwich—. Veamos, muchachos...

El oficial gritó:

—¡Orden, orden, caballeros!

Una voz:

—¿Supo tu tío lo que te traías entre manos?

—No, no lo supo.

—Fue él quien te dio las cerillas, ¿verdad que sí?

—Sí, él me las dio, pero ignoraba para qué las quería.

—Estando tú metido en un asunto como este, ¿cómo te atreviste a correr el riesgo de tenerlo cerca de ti, si es un detective? ¿Cómo pudo ser eso?

El muchacho vaciló, se manoseó los botones con embarazo y después dijo con cortedad:

—Yo sé algo acerca de los detectives, porque los he tenido en la familia. Si no quieren que descubran una cosa, lo mejor es tenerlos muy cerca cuando la hagan.

El vendaval de carcajadas que acogió este ingenuo disparo de sabiduría no alteró mucho el embarazo del pobre muchacho.

IX

De una carta a la señora Stillman, fechada solo con un «Martes»:

Se encerró a Fetlock Jones bajo llave y candado dentro de una cabaña de madera desocupada, y allí lo dejamos en espera de ser juzgado. El oficial Harris le suministró raciones para un par de días, le dijo que mantuviese una buena vigilancia sobre sí mismo, y le prometió que volvería a visitarlo cuando tuviese que proveerle de más alimentos.

A la mañana siguiente, una veintena de nosotros acompañamos a Hillyer, por pura amistad, y lo ayudamos a enterrar a su difunto pariente, el por nadie llorado Buckner. Yo actué como segundo acompañante del féretro, y Hillyer como cabeza del duelo. Cuando dimos fin a nuestra tarea cruzó cerca de nosotros renqueante y con la cabeza gacha un forastero, harapiento y melancólico, ¡y yo percibí el rastro que había estado persiguiendo alrededor del mundo! ¡Fue para mi moribunda esperanza como el aroma del paraíso!

Un instante después me puse a su lado y apoyé con cariño una mano sobre su espalda. Se desplomó, igual que si un rayo lo hubiese reducido a cenizas, y al ver que los muchachos venían corriendo, forcejeó hasta ponerse de rodillas, levantó hacia mí sus manos implorantes, y de sus labios temblorosos salió la súplica de que no lo persiguiese más, expresándose de este modo:

—¡Ya me ha perseguido usted, Sherlock Holmes, por todo el mundo, y, sin embargo, pongo a Dios por testigo de que jamás hice daño a ningún hombre!

Nos bastó mirar sus ojos desatinados para comprender que aquel hombre estaba loco. ¡Esa era mi obra, madre! Quizá un día pueda la noticia de que usted ha fallecido producirme una angustia como la que yo sentí en ese momento, pero ninguna otra cosa lo conseguirá jamás. Los muchachos lo levantaron del suelo, lo rodearon, llenos de piedad, le hablaron del modo más gentil y conmovedor, le animaron a que se alegrase y apartara sus temores, y le dijeron que estaba entre amigos y que ellos lo cuidarían, lo protegerían y ahorcarían a cualquiera que le pusiese la mano encima. Estos rudos hombres de las minas son como todas las madres cuando uno sabe despertar ese lado de sus corazones. Sí, y cuando se despierta el otro son como los demás muchachos temerarios y faltos de razón. Hicieron cuanto estuvo en su mano por consolarlo, pero nadie lo logró, hasta que Wells Fargo Ferguson, que es un hábil estratega, dijo:

—Si solo se trata de que Sherlock Holmes lo molesta, ya no tiene usted por qué preocuparse más.

—¿Por qué? —preguntó anhelante el desdichado lunático.

—Porque ha muerto otra vez.

—¿Muerto? ¿Muerto? Por favor, no juegue usted con un pobre miserable como yo. ¿De veras que ha muerto? ¿Palabra de honor, chicos, que este hombre me dice la verdad?

—¡Es tan verdad como que os encontráis aquí! —dijo Ham Sandwich.

Y todos respaldaron como un solo hombre aquella afirmación.

—Lo ahorcaron la semana pasada en San Bernardino —agregó Ferguson, para dejar bien sentado el asunto— mientras lo buscaba a usted. Se equivocaron de hombre. Lo lamentan, pero ya no pueden remediarlo.

—Le están levantando un monumento —dijo Ham Sandwich, con el aire de una persona que ha participado en el asunto y sabe lo que se dice.

James Walker lanzó un profundo suspiro (de alivio, por supuesto) y no dijo nada. Pero sus ojos habían perdido algo de su expresión desvariada, su cara se iluminó visiblemente y su expresión abatida se relajó un poco. Fuimos todos a nuestra cabaña, y los muchachos le prepararon la mejor comida que se pudo cocinar con los ingredientes que había en el campamento. Mientras andaban ocupados en esa tarea, Hillyer y yo lo equipamos desde el sombrero hasta la suela de los zapatos con toda clase de prendas nuevas que nos pertenecían, y lo transformamos en un anciano bien parecido y presentable. Mejor que anciano habría que decir viejo, y es una lástima. Viejo por lo cargado de espaldas, la escarcha de sus cabellos y las señales que el dolor y la aflicción han dejado en su cara. No obstante, por los años que tiene, se encuentra en lo mejor de su vida. Mientras él comía, nosotros fumábamos y charlábamos. Por último, y cuando ya estaba terminando de comer, recuperó el uso de la palabra y nos contó de forma voluntaria su historia personal. No me es posible repetirla con sus mismas palabras, pero procuraré hacerlo con la mayor fidelidad posible:

 

 

La historia del hombre al que confundimos con otro

La cosa ocurrió de este modo: yo me encontraba en Denver. Había vivido allí muchos años. Unas veces recuerdo cuántos fueron, otras no, pero eso no importa. De pronto recibí un aviso de que debía marcharme de esa ciudad o que, de lo contrario, me vería expuesto a la vergüenza pública por un crimen horrible cometido mucho tiempo antes en el Este, años y años antes.

Yo conocía el crimen, pero no era el criminal: era un primo mío del mismo nombre. ¿Qué era lo mejor que podía hacer? No lo sabía, porque mi cabeza estaba trastornada por el temor. Se me concedía un plazo muy corto, creo que de un solo día. Si aquello se hacía público, yo estaba arruinado. La gente me lincharía y no querría creer en mis palabras. Eso ocurre siempre en los linchamientos: cuando descubren que se equivocaron, lo lamentan mucho, pero es demasiado tarde. Lo mismo que ha ocurrido ahora con el señor Holmes. Me dije, pues, que lo que me convenía era venderlo todo y conseguir dinero para vivir con él, y escapar de allí hasta que pasase la tormenta. Entonces yo volvería con mis pruebas. Escapé, pues, de noche, y marché muy lejos de allí, a no sé qué lugar de la montaña, donde viví disfrazado y con nombre falso.

Mi dificultad y mis molestias fueron en aumento, y mis apuros me hicieron ver fantasmas y oír voces, hasta que ya no pude pensar con rectitud ni claridad sobre ningún asunto. Cada vez lo percibía todo más confuso y revuelto, y tenía que dejar de pensar, porque la cabeza me dolía muchísimo. Todo fue empeorando más y más, y los fantasmas y las voces eran cada vez más numerosos. Andaban a mi alrededor todo el tiempo, al principio solo de noche, pero después también de día. Los oía cuchicheando sin cesar alrededor de mi cama, urdiendo complots contra mí, de modo que no me dejaban dormir y me mantenían agotado, ya que no podría disfrutar del descanso.

Entonces llegó lo peor. Una noche los cuchicheos dijeron: «No lo conseguiremos jamás, porque no podemos verlo, y no podremos mostrarlo a la gente».

Entonces suspiraron, y uno de ellos dijo: «Es preciso que traigamos a Sherlock Holmes. Podrá llegar aquí en doce días».

Todos se mostraron de acuerdo y chismorrearon y saltaron de alegría. Pero mi corazón quedó destrozado, porque yo había leído acerca de ese hombre y sabía lo que supondría para mí tenerlo siempre tras mi huella, con su intuición sobrehumana y sus incansables energías.

Los espíritus fueron en su busca, y yo me levanté en el acto y huí, sin llevar otra cosa que un maletín de mano en el que guardaba mi dinero (treinta mil dólares). Todavía quedan dos terceras partes de esa suma en el maletín. Tardó cuarenta días en descubrir mi rastro. Yo escapé por un pelo. Él, por pura costumbre, había escrito su verdadero nombre en el registro de una taberna, pero lo había raspado y escrito «Dagget Barclay» en su lugar. Pero el miedo aguza y despierta la vista, y yo leí su nombre auténtico por entre las raspaduras y escapé igual que un ciervo.

Lleva tres años y medio persiguiéndome por todo el mundo: por los estados del Pacífico, por Australia, por la India, por todas partes en las que ustedes puedan pensar. Regresé entonces a México y subí a California, sin que me dejase apenas momento de sosiego. Pero aquel nombre en los registros me salvaba siempre, y lo que aún queda vivo de mí. ¡Y qué fatigado me siento! Me ha dado ese hombre una vida cruel, a pesar de que yo les doy a ustedes mi palabra de honor de que ningún daño le hice a él ni a nadie.

Ese fue el final de la historia, que hizo que a los muchachos se les subiese la sangre a la cabeza, como no podía ser menos. En cuanto a mí... cada palabra del viejo abría un agujero ardiente allí donde golpeaba.

Acordamos por votación que el viejo dormiría con nosotros, en calidad de huésped mío y de Hillyer. Por supuesto, yo no diré nada, pero en cuanto lo vea bien descansado y alimentado lo llevaré a Denver para que recobre su fortuna.

Los muchachos se despidieron del viejo con el apretón de manos que se acostumbra en las minas, y que es una especie de rompehuesos de buena camaradería, y luego se desperdigaron para propagar la noticia.

Al amanecer del día siguiente, Wells Fargo Ferguson y Ham Sandwich nos despertaron con suavidad y nos dijeron en secreto:

—La noticia de la manera como ha sido tratado este viejo forastero ha circulado por los alrededores, y los campamentos están soliviantados. Se está reuniendo gente de todas partes y quieren linchar al profesor. El oficial Harris está muerto de miedo y ha telefoneado al sheriff. ¡Venid!

Salimos corriendo. Los demás podrían mirar la cosa como bien les pareciese, pero, en el fondo de mi corazón, yo hice votos para que el sheriff llegase a tiempo. Como se comprenderá con facilidad, era poco el deseo que yo tenía de que ahorcasen a Sherlock Holmes por faltas que yo había cometido. Había oído hablar mucho acerca del sheriff, pero pregunté para tranquilizarme:

—¿Es capaz ese hombre de contener a una multitud alborotada?

—¿Que si es capaz? ¿Que si Jack Fairfax es capaz? Bueno, me entran ganas de sonreír. Es un hombre que ha vivido fuera de la ley con una ristra de diecinueve cabelleras. ¡Que si puede! ¡Ahí es nada!

A medida que avanzamos corriendo por la cañada se oyeron en el aire sosegados gritos, chillidos y alaridos lejanos que fueron cobrando cada vez más fuerza a medida que nos acercábamos. Estallaban uno tras otro, cada vez más fuertes, cada vez más próximos. Por fin, tropezamos con una muchedumbre agolpada en el espacio libre de delante de la taberna, y ahí el estrépito era ensordecedor. Algunos matones bárbaros de la garganta de Daly tenían sujeto entre sus garras a Holmes, que era el hombre más tranquilo de cuantos allí había. Jugueteaba en sus labios una sonrisa desdeñosa, y si algún temor a la muerte se ocultaba en su británico corazón, su personalidad de hierro lo tenía dominado, sin permitirle que asomase al exterior el menor síntoma.

—Oíd vosotros: ¡vamos a votar! —Esto lo dijo uno de la pandilla de Daly, el llamado Barriga de Sábalo Higgins—. ¡Rápido! ¿Lo ahorcamos o lo matamos a tiros?

—¡Ni una cosa ni otra! —gritó uno de sus camaradas—. Dentro de una semana lo tendríamos otra vez con vida. La única manera definitiva de acabar con él es la hoguera.

Las pandillas procedentes de los campamentos de la zona prorrumpieron en gritos atronadores de aprobación y se abrieron paso a empujones hacia el preso, a quien rodearon, gritando:

—¡La hoguera! ¡La hoguera es lo que le corresponde!

Lo arrastraron hasta el poste de los caballos, lo pusieron de espaldas, lo encadenaron a él y apilaron leña y piñas a su alrededor, cubriéndolo hasta la cintura. Aquel rostro de expresión firme seguía sin empalidecer, y la sonrisa burlona seguía jugueteando por sus labios delgados.

—¡Una cerilla! ¡Venga una cerilla!

Barriga de Sábalo la encendió, la resguardó del viento con la mano, se agachó y la colocó debajo de una piña. Cayó sobre la muchedumbre alborotada un profundo silencio. La piña prendió, y una minúscula llamita vaciló a su alrededor unos instantes. Me pareció percibir un ruido lejano de cascos de caballo... Se fue haciendo más y más claro, pero la muchedumbre, absorta en su tarea, no parecía advertirlo. La cerilla se apagó. El hombre encendió otra, se agachó y de nuevo se alzó una llamita, y esta vez prendió y empezó a extenderse... Aquí y allá, los hombres volvieron la cara hacia otro lado. El verdugo permaneció en su sitio, con la cerilla ya apagada entre sus manos, contemplando su obra. El ruido de cascos salió del recodo de un despeñadero y avanzó como un trueno sobre nosotros. Un instante después se oyó un grito:

—¡El sheriff!

Enseguida llegó y se abalanzó entre la multitud, encabritó su caballo hasta que lo tuvo casi recto sobre sus patas traseras y dijo:

—¡Atrás, ratas de albañal!

Le obedecieron todos, menos el cabecilla. Este mantuvo su terreno, y su mano buscó el revólver. El sheriff lo encañonó rápidamente con el suyo y exclamó:

—Baja esa mano, bravucón de pega. Mata el fuego a pisotones. Ahora suelta a ese extranjero.

El bravucón de pega obedeció. Entonces el sheriff dirigió la palabra a todos los allí reunidos. Sujetando su caballo con desenvoltura marcial, y sin poner en su discurso el menor tono de pasión, pronunciándolo de manera mesurada y meditada, en un tono que armonizaba con su carácter y que los convertía en unos sinvergüenzas, dijo:

—De verdad que sois una magnífica colección... ¿Verdad que sí? Buenos para ir del brazo de este estafador..., Barriga de Sábalo Higgins, este bocazas que dispara contra la gente por la espalda y se las da de bravucón. Si hay algo que a mí me merece un desprecio especial es una muchedumbre que comete un linchamiento: no vi jamás un grupo de gente así en el que hubiese un solo hombre. Necesitan juntarse ciento contra uno antes de reunir valor suficiente para enfrentarse con un sastre enfermo. Esa clase de gentuza está compuesta de cobardes, y de cobardes está compuesta la comunidad en que viven. Y noventa y nueve veces de cada cien, el sheriff de esa comunidad es otro cobarde. —Hizo una pausa, en apariencia para resolver esa idea en su pensamiento y saborear su jugo, y luego siguió diciendo—: El sheriff que permite que una multitud amotinada le quite un preso es el cobarde más despreciable que existe. Según las estadísticas, hubo en América el año pasado ciento ochenta y dos de esos cobardes reptiles. Al paso que esto lleva, muy pronto habrá en los libros de medicina una nueva enfermedad: la enfermedad del sheriff. —Esta ocurrencia le produjo satisfacción, saltaba a la vista—. La gente preguntará: «¿Otra vez está enfermo el sheriff?». Y contestará: «Sí; la enfermedad de siempre...». Y pronto habrá un nuevo título. Ya no se dirá: «Se ha presentado para sheriff de Rapaho County», sino: «Quiere salir Cobarde de Rapaho». ¡Válgame Dios, pensar que una persona ya crecida tenga miedo a una multitud amotinada que quiere linchar a una persona! —Se volvió a mirar al cautivo y le dijo—: Forastero, ¿quién eres y qué has hecho?

—Me llamo Sherlock Holmes, y no he hecho nada en absoluto.

Fue asombroso el efecto que produjo en el sheriff oír este nombre, aunque seguramente ya venía advertido. Siguió hablando con sentimiento, y dijo que constituía un borrón para el país que un hombre cuyas hazañas maravillosas habían llenado el mundo con su fama y su destreza, y cuyos relatos habían ganado el corazón de todos los lectores por el brillo y el encanto de su estilo literario, recibiese bajo la bandera de las franjas y estrellas un ultraje como este. Le pidió disculpas en nombre de toda la nación, hizo a Holmes una inclinación muy elegante y ordenó al oficial Harris que lo acompañase a su habitación, y le hizo responsable personal de que nadie volviese a molestarlo. Se volvió luego hacia la multitud y dijo:

—¡Y vosotros, escoria, a vuestros agujeros! —Eso hicieron. Luego dijo—: Tú, Barriga de Sábalo, sígueme, de ti me cuidaré yo mismo. No, puedes guardar tu revólver de juguete, el día que yo tenga miedo de verte a mis espaldas me habrá llegado la hora de sumarme a los ciento ochenta y dos del año pasado.

Y se alejó al paso, con Barriga de Sábalo detrás.

Cuando regresábamos a nuestra cabaña, sobre la hora del desayuno, nos llegó la noticia de que Fetlock Jones se había fugado de su encierro durante la noche, y que había desaparecido. Nadie lo lamentó. Que su tío le siga la pista si le complace. Eso está dentro de su especialidad, al campamento no le interesa.

X

Diez días después

James Walker está ya físicamente bien, y su juicio muestra señales de mejoría. Mañana por la mañana salgo, con él, hacia Denver.

A la noche siguiente.

Nota breve, enviada desde una estación de paso

Esta mañana, en el momento de emprender viaje, me cuchicheó Hillyer: «Guárdate esta noticia y que no se entere de ella Walker hasta que creas que se la puedes contar sin peligro de que turbe su juicio y sea un retraso para su mejoría: el antiguo crimen acerca del cual nos habló se cometió en realidad, y quien lo cometió fue un primo suyo, tal como dijo. El otro día enterramos al verdadero criminal (el hombre más desdichado que ha vivido en este siglo): Flint Buckner. ¡Su verdadero nombre era Jacob Fuller!». Ahí tiene usted, madre, de qué manera, y con mi colaboración, ignorante doliente, el esposo de usted y padre mío acabó en su tumba. ¡Deje que allí descanse!

 

1902