La tarde conoce lo que la mañana jamás sospechó.
ROBERT FROST
Acompáñame un momento al Hospital de la Muerte. En este hospital es tres veces más probable que en otros hospitales que los pacientes reciban una dosis de anestesia potencialmente letal, y bastante más probable que mueran en un período de cuarenta días tras la operación. Aquí, los gastroenterólogos encuentran menos pólipos en las colonoscopias que otros de sus colegas, más escrupulosos, así que el cáncer se desarrolla sin ser detectado. Es veintiséis veces más probable que aquí los médicos internistas prescriban antibióticos innecesarios para infecciones virales, facilitando así el crecimiento de supervirus resistentes a los fármacos. En el edificio, los enfermeros y cuidadores son diez veces menos propensos a lavarse las manos después de atender a los pacientes, incrementando la probabilidad de que estos contraigan una infección en el hospital que no tenían cuando ingresaron.
Si yo fuese un abogado especializado en negligencias médicas —y doy las gracias por no serlo—, montaría el tenderete en la acera de enfrente de un lugar así. Si yo fuese marido y padre —y doy gracias por serlo—, no dejaría que ninguno de mis familiares cruzara las puertas de ese hospital. Y si yo estuviese aconsejándote sobre cómo conducir tu vida —lo que, para bien o para mal, estoy haciendo en estas páginas—, te daría el siguiente consejo: mantente alejado. Puede que el Hospital de la Muerte no sea un nombre real. Pero es un lugar real. Todo lo que he descrito es lo que ocurre en los centros médicos modernos por las tardes en relación con las mañanas. La mayoría de hospitales y profesionales de la atención sanitaria hacen un trabajo heroico. Las calamidades médicas son excepciones, no la norma. Pero las tardes son un momento peligroso para ser paciente.
Algo ocurre durante el valle, que suele llegar unas siete horas después de levantarnos, que la hace mucho más peligrosa que cualquier otro momento del día. En este capítulo analizaré por qué muchos de nosotros —desde los anestesistas y los estudiantes hasta el capitán del Lusitania— la pifiamos por la tarde. Después veremos algunas soluciones al problema; en particular, dos sencillos remedios que pueden hacer que los pacientes estén más seguros, mejorar las calificaciones de los estudiantes en los exámenes y quizá hacer que el sistema judicial sea más justo. De paso, aprenderemos por qué el almuerzo (y no el desayuno) es la comida más importante del día, cómo dormir una siesta perfecta y por qué resucitar una práctica milenaria puede ser lo que hoy necesitamos para estimular la productividad individual y el rendimiento empresarial.
Pero primero vayamos a un hospital de verdad, donde se ha prevenido la muerte con unas tarjetas laminadas de color verde lima.
Es una tarde nublada de martes en Ann Arbor (Michigan), y por primera —y seguramente única— vez en mi vida, llevo puesto el típico uniforme verde de hospital y estoy lavándome las manos para una operación. A mi espalda está el doctor Kevin Tremper, anestesista y profesor que dirige el Departamento de Anestesiología de la Facultad de Medicina de la Universidad de Michigan.
«Cada año, dormimos a noventa mil personas y las despertamos —me cuenta—. Los paralizamos y después empezamos a abrirlos». Tremper supervisa a ciento cincuenta médicos y a otros ciento cincuenta médicos residentes que ejercen estos poderes mágicos. En 2010, Tremper les cambió su forma de trabajar.
Tendido en la mesa de operaciones, se encuentra un hombre de veintitantos años con la mandíbula rota y que necesita una urgente reparación. En una pared cercana hay una gran pantalla de televisión donde aparecen los nombres de las otras cinco personas que visten el uniforme verde —enfermeros, médicos y un técnico— y rodean la mesa. En la parte superior de la pantalla, en letras de color maíz sobre un fondo azul, figura el nombre del paciente. El cirujano, un hombre serio y enjuto, está ansioso por empezar. Pero antes de que nadie haga nada, como si este equipo estuviese jugando al baloncesto en el Crisler Center de la universidad, a tres kilómetros de allí, piden tiempo muerto.
Casi imperceptiblemente, cada uno de ellos da un paso atrás. Después, mirando o bien a la pantalla o bien a una tarjeta de plástico tamaño cartera que llevan colgada en la cintura, se presentan los unos a los otros por el nombre de pila, y proceden a recorrer los nueve pasos de una «lista de verificación antes de la inducción de la anestesia», para asegurarse de que tienen al paciente correcto, saben si tiene alguna enfermedad o alergia, entienden la medicación que usará el anestesista y disponen de cualquier equipamiento que puedan necesitar. Cuando todos han terminado de presentarse y responder las preguntas —el proceso completo lleva unos tres minutos—, termina el tiempo muerto y el joven médico anestesista abre unas bolsas selladas que contienen los suministros y empieza a dormir completamente al paciente, ya parcialmente sedado. No es fácil. La mandíbula del paciente está en tan mal estado que el médico tiene que entubarlo por la nariz en vez de por la boca, lo que resulta molesto. Tremper, que tiene unos largos y esbeltos dedos de pianista, interviene y conduce el tubo por la cavidad nasal hasta la garganta del paciente. Éste se desvanece enseguida, sus constantes vitales son estables y la operación puede comenzar.
Después, el equipo vuelve a apartarse de la mesa de operaciones.
Cada uno de ellos revisa los pasos en la tarjeta de «pausa quirúrgica antes de la incisión», para asegurarse de que todos están preparados. Vuelven a su foco individual y colectivo. Y sólo entonces vuelven a acercarse a la mesa de operaciones y el cirujano empieza a reparar la mandíbula.
A estos tiempos muertos los llamo «descansos de la vigilancia»: pausas breves antes de los partidos importantes para repasar las instrucciones y precaverse de los errores. Los descansos de la vigilancia llevan un largo tiempo impidiendo que el Centro Médico de la Universidad de Michigan se transmute en el Hospital de la Muerte durante el valle de la tarde. Tremper dice que en el tiempo que lleva poniendo en práctica estos descansos, ha mejorado la calidad de la atención, se han reducido las complicaciones, y tanto los doctores como los pacientes están más relajados.
Las tardes son los Triángulos de las Bermudas de nuestros días. En numerosos ámbitos, el valle representa una zona peligrosa para la productividad, la ética y la salud. La anestesia es un ejemplo de ello. Los investigadores del Centro Médico de Duke revisaron unas noventa mil operaciones que se habían hecho en el hospital e identificaron lo que denominaron «eventos adversos de la anestesia»: los errores que cometen los anestesistas, los daños que causan a los pacientes, o ambos. El momento del valle era especialmente traicionero. Los eventos adversos fueron considerablemente «más frecuentes en los casos que empezaban a las 15.00 y las 16.00 horas». La probabilidad de un problema a las 9.00 horas era del uno por ciento. A las 16.00 horas, del 4,2 por ciento. Es decir, la probabilidad de que algo se torciese cuando alguien administraba los fármacos para dejarte inconsciente era cuatro veces mayor durante el valle que durante el pico. En cuanto a los daños propiamente dichos —no ya un desliz, sino algo que hiere al paciente—, la probabilidad a las 8.00 horas era del 0,3 por ciento, tres décimas del uno por ciento. Pero a las 15.00 horas, la probabilidad era del uno por ciento, un caso de cada cien, lo que supone un aumento del triple. Las bajadas circadianas de la tarde, concluyeron los investigadores, disminuyen la vigilancia del médico y «afecta al rendimiento humano en tareas complejas como las requeridas para el tratamiento con anestesia».66
O fijémonos en las colonoscopias. He llegado a la edad en que la prudencia aconseja someterme a este procedimiento para detectar la presencia o posibilidad de un cáncer de colon. Pero, ahora que he investigado, jamás aceptaría una cita que no fuese antes de mediodía. Por ejemplo, un estudio muy citado sobre más de mil colonoscopias reveló que la probabilidad de que los endoscopistas detecten pólipos —pequeños tumores en el colon— disminuye a medida que avanza el día. Cada hora que pasaba suponía una reducción de casi el cinco por ciento en la detección de pólipos. Algunas de las diferencias específicas entre las mañanas y las tardes eran muy acusadas. Por ejemplo, a las 11.00 horas, los médicos encontraban de media más de 1,1 pólipos en cada examen. A las 14.00 horas, sin embargo, apenas detectaban la mitad de esa cifra, a pesar de que los pacientes de la tarde no eran distintos a los de la mañana.67 Observa esos números y dime cuándo pedirías cita tú para una colonoscopia.68 Es más: otra investigación ha demostrado que es incluso menos probable que los médicos hagan la colonoscopia completa cuando la realizan por la tarde.69
La atención médica también se resiente cuando sus practicantes surcan el Triángulo de las Bermudas del día. Por ejemplo, es mucho menos probable que los médicos prescriban antibióticos, incluidos los no necesarios, para infecciones agudas respiratorias por las tardes que por las mañanas.70 A medida que el efecto acumulativo de atender a un paciente tras otro va minando la resolución del médico para tomar decisiones, es mucho más fácil escribir la receta que esclarecer si los síntomas indican una infección bacteriológica, para la cual lo apropiado podrían ser los antibióticos, o viral, sobre la que no tendrían ningún efecto.
Esperamos que los encuentros con profesionales experimentados como los médicos dependan de quién es el paciente y cuál es el problema. Pero muchos resultados dependen aún más forzosamente de cuándo se tiene la cita.
Lo que ocurre es que la vigilancia se deteriora. En 2015, Hengchen Dai, Katherine Milkman, David Hoffman y Bradley Staats dirigieron un extenso estudio sobre la higiene de manos en más de tres decenas de hospitales estadounidenses. Utilizando los datos de los dispensadores de gel antiséptico provistos de identificación por radiofrecuencia (RFID, por sus siglas en inglés) para comunicarse con el chip RFID que llevan incorporado las credenciales de los empleados, los investigadores podían observar quién se lavaba las manos y quién no. En total, analizaron a más de cuatro mil cuidadores (dos terceras partes eran personal de enfermería), que en el transcurso de la investigación habían tenido alrededor de catorce millones de «oportunidades para la higiene de manos». Los resultados no tenían buena pinta. De media, estos empleados se lavaron las manos la mitad de veces que pudieron y tuvieron el deber profesional de hacerlo. Peor aún, la mayoría de los que empezaban su turno por la mañana, eran todavía menos propensos a lavarse las manos por la tarde. Este descenso de la relativa diligencia de las mañanas a la relativa negligencia de las tardes era de nada menos que un 38 por ciento. Es decir, que por cada diez veces que se lavaban las manos por la mañana, sólo lo hacían seis veces por la tarde.71
Esto tiene unas graves consecuencias. «Este menor cumplimiento de la higiene de manos que detectamos durante un turno de trabajo contribuía a que se produjeran aproximadamente siete mil quinientas infecciones evitables al año, con un coste anual de alrededor de ciento cincuenta millones de dólares en los 34 hospitales incluidos en este estudio», escriben los autores. Si se extiende esa tasa al número anual de ingresos hospitalarios en todo Estados Unidos, el coste del valle es descomunal: seiscientas mil infecciones evitables, doce millones y medio de dólares en costes añadidos y hasta tres mil quinientas muertes evitables.72
Las tardes también pueden ser letales más allá de los blancos muros de un hospital. En Reino Unido, los accidentes de tráfico relacionados con la somnolencia alcanzan dos picos en cada período de veinticuatro horas. Uno es entre las 2.00 y las 6.00 horas, a mitad de la noche. El otro es entre las 14.00 y las 16.00, a mitad de la tarde. Los investigadores han descubierto el mismo patrón en los accidentes de tráfico en Estados Unidos, Israel, Finlandia, Francia y otros países.73
Una encuesta británica fue aún más precisa cuando reveló que un trabajador corriente llega a su momento menos productivo del día a las 14.55 h.74 A menudo, cuando entramos en esta región del día, nos desorientamos. En el primer capítulo hablé brevemente del «efecto de moralidad matutina», según el cual las personas son más propensas a ser menos honradas por la tarde, porque la mayoría «somos más capaces de resistirnos a las oportunidades de mentir, hacer trampas y adoptar otros comportamientos no éticos por la mañana que por la tarde».75 Este fenómeno dependía en parte del cronotipo, donde los búhos muestran un patrón distinto al de las alondras o los colibríes. Pero en ese estudio, los tipos nocturnos resultaron ser más éticos entre la medianoche y la 1.30 horas, no durante la tarde.
Al margen de nuestro cronotipo, la tarde puede mermar nuestro juicio profesional y ético.
La buena noticia es que los descansos de la vigilancia pueden aflojar las garras del valle sobre nuestra conducta. Como demuestran los médicos de la Universidad de Michigan, insertar descansos de la vigilancia obligatorios y regulares entre las tareas nos ayuda a recuperar la concentración necesaria para acometer un trabajo difícil que se deba realizar por la tarde. Imaginemos que el capitán Turner, que no había dormido la noche anterior a sus fatídicas decisiones, hubiese tomado un breve descanso de la vigilancia con otros miembros de la tripulación para revisar cuál era la velocidad que necesitaba el Lusitania para viajar, y cómo calcular mejor la posición del barco a fin de evitar a los U-Boots.
Esta sencilla intervención está corroborada por alentadoras pruebas basadas en la práctica. Por ejemplo, el mayor sistema de atención médica de Estados Unidos, la Administración de la Salud para Veteranos (Veterans Health Administration), gestiona unos ciento setenta hospitales en todo el país. Para atajar la persistencia de los errores médicos (muchos de los cuales se producían por la tarde), un equipo de médicos de la Administración puso en marcha un sistema de formación integral en todos los hospitales (que el de Michigan tomó como modelo para su propia campaña) construido en torno a la idea de más pausas intencionadas y frecuentes, e incluía herramientas como «tarjetas de verificación plastificadas, pizarras, formularios en papel y carteles instalados en las paredes». Al cabo de un año de haber iniciado la campaña de formación, la tasa de mortalidad quirúrgica (la frecuencia con la que moría la gente durante la operación o poco tiempo después) se redujo un dieciocho por ciento.76
No obstante, el trabajo de la mayoría de la gente no consiste en dormir a otras personas y abrirlas, ni en otras responsabilidades donde hay vidas en juego, como la de pilotar un avión de 27 toneladas o guiar a las tropas en la batalla. Para los demás, otro tipo de pausas nos ofrecen una manera más sencilla de conducirnos entre los peligros del valle. Llamémoslas «pausas reconstituyentes». Para entenderlas, dejemos el medio oeste estadounidense y dirijámonos a Escandinavia y Oriente Medio.
En el primer capítulo conocimos algunos curiosos resultados de los exámenes nacionales estandarizados en Dinamarca. Los alumnos que realizan las pruebas por la tarde sacan notas considerablemente peores que los que las hacen más temprano. Para el director de un colegio o el responsable de las políticas educativas, la respuesta parece obvia: cueste lo que cueste, hay que pasar todos los exámenes a la mañana. Sin embargo, los investigadores también descubrieron otro remedio, cuyas aplicaciones van más allá de la escuela y los exámenes, sumamente fácil de explicar y poner en marcha.
Cuando los estudiantes daneses tuvieron un descanso de entre veinte y treinta minutos «para comer, jugar y charlar» antes de un examen, sus notas no bajaban. Es más: subían. Como señalan los investigadores: «Un descanso provoca una mejora superior al deterioro que se produce con el transcurso de las horas».77 Es decir, que las notas bajan después de mediodía. Pero suben en una medida mayor tras los descansos.
Someterse a un examen por la tarde sin haber descansado produce unas notas equivalentes a pasar menos tiempo en el colegio cada año y tener unos padres con menor nivel adquisitivo y cultural. Pero someterse al mismo examen tras un descanso de entre veinte y treinta minutos da lugar a unas notas equivalentes a haber pasado tres semanas adicionales en clase y tener unos padres algo más ricos y cultos. Y quienes se beneficiaban más eran los estudiantes que menos rendían.
Desafortunadamente, los colegios daneses, como muchos en todo el mundo, sólo establecen dos descansos al día. Y lo que es peor: muchos sistemas educativos están recortando los recreos y otras pausas reconstituyentes de los alumnos en aras del rigor y —atención a la ironía— unas calificaciones más altas. Pero como dice Francesca Gino, de Harvard, y una de las autoras del estudio: «En realidad, si hubiese una pausa cada hora, las notas de los exámenes mejorarían con el transcurso del día».78
Muchos estudiantes jóvenes rinden por debajo de su capacidad durante el valle, lo que puede llevar a los profesores a tener una percepción inexacta de su progreso, y a los administradores a atribuir al qué y al cómo aprenden los alumnos, lo que en realidad es una cuestión de cuándo llevan a cabo un examen. «Creemos que estos resultados tienen dos implicaciones importantes en lo relativo a la elaboración de políticas», dicen los investigadores que analizaron la experiencia danesa. «La primera es que hay que tener en cuenta la fatiga cognitiva cuando se decide la duración de la jornada escolar y de los descansos. Nuestros resultados demuestran que alargar los días puede estar justificado si se incluye un número adecuado de descansos. La segunda es que los sistemas de evaluación escolar deberían tener en cuenta en las calificaciones de los exámenes los factores externos [...] una manera más directa de abordarlo podría ser fijar los exámenes lo más cerca posible de un descanso».79
Quizá sea lógico que un vaso de zumo de manzana y unos minutos para dar una vuelta hagan maravillas con los niños de ocho años que resuelven problemas de aritmética. Pero las pausas reconstituyentes tienen un poder similar en los adultos que tienen responsabilidades más importantes.
En Israel, dos consejos judiciales procesan aproximadamente el cuarenta por ciento de las peticiones de libertad condicional. Están dirigidos por jueces cuyo trabajo es escuchar, uno detrás de otro, los argumentos de los presos y tomar decisiones sobre su destino. ¿Habría que poner en libertad a esta presa porque ya ha cumplido una parte suficiente de su condena y ha demostrado suficientes síntomas de rehabilitación? ¿Se debería permitir a ése, al que ya se le ha concedido la condicional, moverse sin su dispositivo de seguimiento?
Los jueces aspiran a ser racionales, deliberativos y sensatos, a administrar una justicia basada en los hechos y en la ley. Pero los jueces también son seres humanos sometidos a los mismos ritmos diarios que los demás. Sus togas negras no los blindan ante el valle. En 2011, tres científicos sociales (dos israelíes y un estadounidense) utilizaron los datos de esos dos consejos para analizar el proceso de toma de decisiones judiciales.
Descubrieron que, en general, los jueces eran más propensos a emitir fallos favorables —conceder una condicional o permitir la retirada de un dispositivo de control del tobillo— por la mañana que por la tarde. (El estudio tenía en cuenta el tipo de preso, la gravedad de su delito y otros factores.) Pero el patrón de la toma de decisiones era más complejo, y más interesante, que una mera división entre horarios matutinos y vespertinos.
El siguiente gráfico muestra lo que ocurría. En las primeras horas del día, los jueces fallaban a favor de los presos en el 65 por ciento de las veces. Pero a medida que pasaba la mañana, ese porcentaje disminuía. Y en la última hora de la mañana, sus fallos favorables caían casi a cero. Así que un preso al que se le hubiese fijado la vista a las 9.00 horas tenía más opciones de obtener la condicional, mientras que a otro al que se le hubiese fijado a las 11.45 horas no tenía básicamente opciones, al margen de los hechos concretos del caso. Explicado de otra manera, como la decisión habitual por defecto de los consejos es no conceder la condicional, los jueces se desviaban del statu quo durante algunas horas y lo confirmaban durante otras.
Pero observemos lo que pasa después de que los jueces hagan una pausa. Inmediatamente después de esa primera pausa para comer, se vuelven más indulgentes —más dispuestos a desviarse del estándar— para dejarse caer en una actitud de línea más dura al cabo de unas pocas horas. Pero, como ocurría en los colegios daneses, veamos qué pasa cuando esos jueces tienen un segundo descanso, una pausa reconstituyente a media tarde para tomarse un zumo o colgarse de los columpios del juzgado. Vuelven al mismo ritmo de decisiones favorables que presentaron a primera hora de la mañana. Sopesemos las consecuencias: si tienes que comparecer ante una junta para pedir la condicional justo antes de una pausa, en vez de después, probablemente pasarás unos años más en la cárcel, no por los hechos del caso, sino por el momento del día. Los investigadores dicen que no pueden identificar con precisión qué motiva este fenómeno. Puede que, al comer, los jueces restablecieran sus niveles de glucosa y repusieran sus reservas mentales. Puede que pasar un rato lejos el estrado les pusiera de mejor humor. Puede ser que los jueces estuviesen cansados y que al descansar se redujera la fatiga (otro estudio sobre los tribunales federales de EE.UU. reveló que los lunes después del cambio al horario de verano, cuando las personas pierden de media unos cuarenta minutos de sueño, los jueces dictaban sentencias de cárcel aproximadamente un cinco por ciento más largas que las dictadas los lunes del resto del año).80
Sea cual sea la explicación, un factor que debería ser más bien superfluo para la toma de decisiones judiciales e irrelevante para la propia justicia —que un juez deba hacer una pausa, y cuándo— resultó crucial al decidir quién debía quedar en libertad o seguir entre rejas. Y este fenómeno en general —que las pausas puedan mitigar muchas veces los efectos del valle— afecta probablemente «a otras decisiones secuenciales o juicios importantes, como las decisiones sobre leyes [...], economía y de admisión en las universidades».81
Así que, si el valle es el veneno y las pausas reconstituyentes el antídoto, ¿cómo deberían ser esas pausas? No hay una única respuesta, pero la ciencia ofrece cinco principios rectores.
1. Algo es mejor que nada
Un problema de las tardes es que si hacemos una misma tarea durante demasiado tiempo, perdemos de vista el objetivo que intentamos cumplir, un proceso conocido como «habituación». Hacer pausas breves en una tarea puede prevenir la habituación, ayudarnos a mantener la concentración y a reactivar nuestro empeño en un objetivo.82 Y las pausas breves frecuentes son más eficaces que las pausas puntuales.83 DeskTime, una empresa que crea software para el control de la productividad, dice que: «Lo que tienen en común el diez por ciento de nuestros usuarios más productivos es su habilidad para hacer pausas eficaces». En concreto, tras analizar sus propios datos, DeskTime afirma haber descubierto la proporción áurea del trabajo y el descanso. Las personas con un alto rendimiento, según las conclusiones de su investigación, trabajan cincuenta y dos minutos y después descansan diesiciete. DeskTime nunca ha publicado los datos en una revista que haga revisiones por pares, así que tu kilometraje podría variar. Pero hay abundantes pruebas de que las pausas breves son eficaces y de que son una pequeña inversión que brinda considerables beneficios. Incluso las «micropausas» pueden ayudar.84
2. Moverse es mejor que estar parado
Sentarse, nos dicen, es el nuevo tabaco: un riesgo claro y presente para la salud. Pero también nos hace más susceptibles a los peligros del valle, por lo que simplemente levantarnos y andar cinco minutos cada hora durante la jornada laboral puede resultar muy eficaz. Un estudio demostró que andar cinco minutos cada hora elevaba los niveles de energía, aguzaba la concentración, «mejoraba el estado de ánimo a lo largo del día, y reducía la sensación de fatiga al final de la tarde». Estos «microestallidos de actividad», como los llaman los investigadores, también eran más eficaces que una sola pausa de treinta minutos andando; tanto, que los investigadores sugieren a las empresas «introducir pausas para la actividad física en la rutina diaria».85 Las pausas periódicas para andar en el lugar de trabajo también elevan la motivación y la concentración y potencian la creatividad.86
3. En compañía es mejor que solo
Pasar tiempo a solas puede ser regenerador, especialmente para los que somos introvertidos. Pero buena parte de la investigación sobre las pausas reconstituyentes apuntan a un mayor poder en la compañía de los demás, en particular cuando tenemos la libertad de elegir con quién pasamos el tiempo. En profesiones con un alto estrés como la enfermería, las pausas reconstituyentes sociales y colectivas no sólo minimizan el estrés físico y los errores médicos, también reducen las sustituciones; los enfermeros que hacen este tipo de pausas son más propensos a quedarse en sus trabajos.87 Asimismo, los estudios sobre puestos de trabajo en Corea del Sur demuestran que las pausas sociales —hablar con los compañeros sobre algo que no sea trabajo— son más eficaces para reducir el estrés y mejorar el estado de ánimo que otras pausas cognitivas (responder el correo electrónico) o nutricionales (tomar un tentempié).88
4. Fuera es mejor que dentro
Los descansos en la naturaleza pueden recargarnos al máximo.89 Estar cerca de árboles, plantas, ríos y arroyos es un poderoso reconstituyente mental, cuya potencia, la mayoría de nosotros, no apreciamos.90 Por ejemplo, las personas que dan breves paseos al aire libre vuelven con un mejor estado de ánimo y más recargadas que quienes pasean en interiores. Es más: aunque predijeran que iban a sentirse mejor fuera, infravaloraban cuánto mejor.91 Tomarse unos minutos para estar en la naturaleza es mejor que pasar esos minutos en un edificio. Contemplar la naturaleza a través de la ventana es una micropausa mejor que mirar a la pared en tu cubículo. Incluso tomarse una pausa entre plantas de interior es mejor que hacerlo en una zona sin vegetación.
5. Distanciarse completamente es mejor que distanciarse a medias
A estas alturas, sabemos perfectamente que el 99 por ciento de nosotros no podemos hacer varias tareas a la vez. Sin embargo, cuando hacemos un descanso, solemos intentar combinarlo con otra actividad cognitivamente exigente; quizá revisar los mensajes de texto o hablar con un compañero sobre un asunto de trabajo. Es un error. En el estudio de Corea del Sur antes mencionado, las pausas para relajarse (estirar las piernas o pensar en las musarañas) aliviaron el estrés y mejoraron el estado de ánimo como no se logra con las pausas multitarea.92 Las pausas sin tecnología también «mejoran el vigor y reducen el agotamiento emocional».93 O, como dicen los investigadores, «el distanciamiento psicológico del trabajo, además del distanciamiento físico, es fundamental, ya que seguir pensando en las exigencias del trabajo durante los descansos puede provocar estrés».94
Así que si estás buscando el ideal platónico de las pausas reconstituyentes, la combinación perfecta de bufanda, gorro y guantes para aislarte del frío de la tarde, considera salir a dar un breve paseo con un amigo con el que hables de algo que no sea el trabajo.
Los descansos de la vigilancia y las pausas reconstituyentes nos brindan la oportunidad de recargarnos y reponernos, estemos realizando una operación quirúrgica o corrigiendo un texto publicitario. Pero también vale la pena considerar otros dos tipos de respiro. Ambos fueron una vez sólidos distintivos de nuestra vida profesional y personal, que se vienen rechazando últimamente por considerarlos indulgentes, frívolos y poco éticos para el espíritu del trabajo intenso, constante e inmediato del siglo XXI. Ahora están dispuestos a volver.
Después de levantarte esta mañana, un poco antes de empezar una jornada de rellenar informes, hacer entregas o perseguir a los niños, seguramente desayunaste. Puede que no te sentaras a tomar un desayuno completo como es debido; una tostada, tal vez, o un yogur pequeño, que quizá ayudaras a bajar con café o té. El desayuno fortalece el cuerpo y da combustible al cerebro. Es también una valla de contención para el metabolismo: desayunar impide que nos atiborremos el resto del día, manteniendo así nuestro peso y colesterol a raya. Estas verdades son tan autoevidentes, y sus beneficios tan manifiestos, que el principio se ha convertido en un catecismo nutricional. Repite conmigo: el desayuno es la comida más importante del día.
Como devoto desayunador, suscribo este principio. Pero como me pagan para trastear con las revistas científicas, me he vuelto más escéptico. La mayoría de las investigaciones que demuestran el poder redentor de una comida matutina y el pecado de saltársela, son estudios observacionales en vez de experimentos controlados aleatorizados. Los investigadores siguen a la gente por ahí, observan lo que hace, pero no la compara con un grupo de control.95 Eso significa que sus resultados muestran una correlación (las personas que desayunan pueden estar más sanas), pero no necesariamente una causalidad (a lo mejor es que los que están más sanos son más propensos a desayunar). Cuando los investigadores han aplicado métodos científicos más rigurosos, los beneficios del desayuno han sido mucho más difíciles de detectar. «La recomendación de tomar el desayuno o saltárselo [...], contradiciendo puntos de vista muy propugnados [...] no tiene efectos discernibles sobre la pérdida de peso», dice uno de ellos.96 «La creencia (en el desayuno) [...] supera el rigor de la evidencia científica», dice otro.97 Si a esto le añadimos que varios estudios que demuestran las virtudes del desayuno fueron financiados por grupos industriales, el escepticismo se intensifica.
¿Deberíamos todos desayunar? La visión convencional es un hojaldrado y delicioso sí. Pero como dice un destacado nutricionista y estadístico británico: «La evidencia científica, en su estado actual, significa que, por desgracia, la respuesta sencilla es: no lo sé».98
Así que toma el desayuno, si quieres. O sáltatelo, si lo prefieres. Pero si te preocupan los peligros de la tarde, empieza a tomarte más en serio la comida, tan vilipendiada y fácilmente descartada, que llamamos almuerzo. («El almuerzo es para gente desocupada», dijo célebremente el supervillano del cine de los ochenta Gordon Gekko). Según un cálculo, el 62 por ciento de los empleados de oficina estadounidenses engullían el almuerzo en el mismo lugar donde trabajaban todo el día. Estas escenas deprimentes —el móvil en una mano, el bocata pastoso en la otra, y la desesperación flotando sobre el cubículo— tiene incluso nombre: sad desk lunch, o triste almuerzo de escritorio. Ese nombre ha dado lugar a un pequeño movimiento en internet donde la gente publica fotografías de sus tan patéticas comidas de mediodía.99 Pero es hora de que prestemos más atención al almuerzo, porque los científicos sociales están descubriendo que es mucho más importante para nuestro rendimiento de lo que somos conscientes.
Por ejemplo, un estudio de 2016 observó a más de ochocientos trabajadores (la mayoría, de los sectores de las tecnologías de la información, la educación y los medios de comunicación) de once organizaciones distintas, de los cuales algunos solían hacer pausas para comer alejados de sus mesas y otros no. Los que no comían en la mesa de trabajo eran más capaces de lidiar con el estrés laboral y presentaban un menor agotamiento y un mayor vigor no sólo durante el resto del día, sino nada menos que un año después.
«Las pausas para comer —dicen los investigadores— proporcionan un marco de recuperación importante para promover la salud ocupacional y el bienestar», en particular para los «empleados con trabajos cognitiva o emocionalmente exigentes».100 Para los colectivos que requieren altos niveles de cooperación —los bomberos, por ejemplo—, comer en grupo también potencia el rendimiento del equipo.101 No sirve para cualquier almuerzo, sin embargo. Las pausas para comer más potentes tienen dos ingredientes clave: la autonomía y el distanciamiento. La autonomía —ejercer cierto control sobre lo que haces y cómo, cuándo y con quién lo haces— es fundamental para un alto rendimiento, especialmente en tareas complejas. Pero es igualmente fundamental cuando nos tomamos un descanso de las tareas complejas. «La medida en que los empleados pueden determinar cómo utilizan sus pausas para comer pueden ser igual de importantes que lo que hacen los empleados en su hora de comida», dice un grupo de investigadores.102
El distanciamiento —tanto psicológico como físico— es también fundamental. Seguir concentrado en el trabajo durante el almuerzo, o incluso usar el móvil para visitar las redes sociales, puede intensificar el cansancio, según múltiples estudios, pero desviar la atención de la oficina produce el efecto contrario. Unas pausas para comer más largas y alejadas de la oficina pueden tener un efecto profiláctico contra los peligros de la tarde. Algunos de estos investigadores sugieren que «las organizaciones deberían promover la recuperación del almuerzo dando opciones para pasar las horas de comida en lugares distintos que faciliten el distanciamiento, como hacer el descanso en un entorno no laboral, ofreciendo un espacio para actividades de relax».103 Lentamente, las empresas están reaccionando. Por ejemplo, en Toronto, CBRE, la gran empresa inmobiliaria, ha prohibido comer en la mesa con la esperanza de que los empleados descansen para comer como es debido.104
Ante la evidencia, y los peligros del valle, es cada vez más obvio que debemos revisar algunos consejos que se oyen con frecuencia. Repitan conmigo, hermanos y hermanas: el almuerzo es la comida más importante del día.
Odio las siestas. Puede que las disfrutara cuando era crío. Pero a partir de los cinco años, las he considerado el equivalente conductual de las tazas para bebés: perfectas para los niños pequeños, patéticas para los mayores. No es que nunca me haya echado la siesta de adulto. A veces lo he hecho a propósito, la mayoría de las veces sin darme cuenta. Pero cuando me he despertado de esos duermevelas, suelo sentirme atontado, mareado y confuso; envuelto en una neblina de abotargamiento bajo una mayor niebla de vergüenza. Para mí, las siestas no son tanto un elemento de atención a uno mismo como de odio a mí mismo. Son un síntoma de fracaso personal y debilidad moral.
Pero hace poco he cambiado de opinión. Y, en consecuencia, he cambiado mis costumbres. Bien hechas, las siestas pueden ser una respuesta astuta al valle, y un valioso descanso. Los estudios demuestran que las siestas brindan dos beneficios: mejoran el rendimiento cognitivo y mejoran la salud mental y física.
En muchos aspectos, las siestas son como pulidoras de hielo para el cerebro. Liman los cortes, marcas y arañazos que un día típico deja en nuestro hielo mental. Un estudio muy famoso de la NASA, por ejemplo, descubrió que los pilotos que dormían una siesta de hasta cuarenta minutos mostraban después una mejora del 34 por ciento en los tiempos de reacción y su estado de alerta aumentaba al doble.105 El mismo beneficio redunda en los controladores aéreos: tras una breve siesta, su estado de alerta se agudiza y su rendimiento crece.106 Los policías italianos que se echaban la siesta inmediatamente después de sus turnos de tarde y noche tenían un 48 por ciento menos accidentes que los que no sesteaban.107
Sin embargo, los réditos de dormir van más allá de la vigilia. Una siesta vespertina amplía la capacidad del cerebro para aprender, según un estudio de la Universidad de California en Berkeley. Los que dormían la siesta superaban a los que no la dormían en la capacidad para retener información.108 En otro experimento, los que se echaban la siesta eran el doble de propensos a resolver un problema complejo que los que no habían dormido o habían dedicado el tiempo a otras actividades.109 Dormir la siesta estimula la memoria a corto plazo, así como la memoria asociativa, el tipo de memoria que nos permite unir un nombre a una cara.110 Los beneficios generales de dormir la siesta son enormes para nuestra capacidad mental, especialmente a medida que nos hacemos mayores.111 Como se explica en un repaso académico a la literatura sobre la siesta, «incluso las personas que por lo general duermen lo que necesitan cada noche, dormir la siesta puede generar considerables beneficios respecto al estado de ánimo y de alerta, y el rendimiento cognitivo [...]. Es particularmente beneficioso para el rendimiento en tareas como la suma, el razonamiento lógico, el tiempo de reacción y el reconocimiento de los símbolos».112 Dormir la siesta eleva incluso el flow, el «fluir», esa poderosa fuente de dedicación y creatividad.113
La siesta también mejora nuestra salud general. Un amplio estudio realizado en Grecia, que observó a veintitrés mil personas a lo largo de seis años, reveló que, teniendo en cuenta otros factores de riesgo, las personas que dormían la siesta eran hasta un 37 por ciento menos propensas que otras a morir de una enfermedad cardiaca, «un efecto del mismo orden de magnitud que tomarse una aspirina o hacer ejercicio cada día».114 Dormir la siesta refuerza nuestro sistema inmune.115 Y un estudio británico descubrió que simplemente hacer una siesta puede reducir la presión sanguínea.116
Sin embargo, después de asimilar estas pruebas, seguía siendo un escéptico de la siesta. Una razón por la que no me gustaba la siesta es que al despertar me sentía como si alguien me hubiese inyectado harina de avena en la sangre y hubiese sustituido mi cerebro por trapos grasientos. Después descubrí algo fundamental: lo estaba haciendo mal.
Aunque las siestas de entre treinta y noventa minutos pueden producir algunos beneficios a largo plazo, tienen algunos costes excesivos. Las siestas ideales —las que combinan eficacia con eficiencia— son mucho más cortas, normalmente de entre diez y treinta minutos. Por ejemplo, un estudio australiano publicado en la revista Sleep reveló que las siestas de cinco minutos no ayudaban mucho a reducir el cansancio, aumentar el vigor o la agudeza mental. Pero las siestas de diez minutos tenían unos efectos positivos que duraban cerca de tres horas. Las siestas más cortas también eran eficaces. Pero una vez que la siesta se alargaba más allá de la marca de los veinte minutos, el cuerpo y el cerebro empezaban a pagar un precio.117 Ese precio se conoce como «inercia del sueño», la sensación confusa y pantanosa que yo solía tener al despertar. Tener que recuperarse de la inercia del sueño —todo el tiempo gastado en salpicarme agua en la cara, en agitar el torso como un golden retriever empapado, y buscar en los cajones del escritorio golosinas para meter algo de azúcar en el organismo— merma los beneficios de la siesta, como explica este gráfico.
Con siestas de entre diez y veinte minutos, el efecto sobre el funcionamiento cognitivo es positivo desde el momento de despertar. Pero, con cabezadas ligeramente más largas, la siesta entra en territorio negativo —es decir, en la inercia del sueño— y tiene que subir hasta encontrar la salida. Y con siestas de más de una hora, el funcionamiento cognitivo disminuye durante más tiempo antes de que alcance un estado anterior al de la siesta y acabe volviéndose positivo.118 En general, según la conclusión de un análisis fruto de más de veinte años de investigación, para los adultos sanos «lo ideal sería dormir una siesta de entre diez y veinte minutos». Esas siestas breves «son perfectas en entornos laborales, donde se suele requerir un rendimiento inmediato tras despertar».119
Pero también me enteré de que estaba cometiendo otro error. No sólo estaba durmiendo el tipo equivocado de siesta, tampoco estaba utilizando un potente fármaco (legal) que mejorara los beneficios de una siesta corta. Parafraseando a T. S. Eliot, deberíamos medir nuestras siestas con cucharillas de café.
Un estudio respalda este argumento. Los investigadores dividieron a los participantes del experimento en tres grupos y les dejaron hacer una pausa de treinta y cinco minutos a media tarde antes de pedirles que se sentaran en un simulador de conducción. El primero tomó una píldora placebo. El segundo tomó doscientos miligramos de cafeína. El tercero tomó esos mismos doscientos miligramos de cafeína y durmió una breve siesta. Cuando llegó el momento de actuar, el grupo que sólo había tomado la cafeína superó al grupo que había tomado el placebo. Pero el grupo que había ingerido la cafeína y después había dormido una siesta ganó con facilidad a los otros dos.120 Puesto que la cafeína tarda unos veinticinco minutos en llegar al flujo sanguíneo, la pastilla actuaba como un segundo estímulo en el momento de terminar la siesta. Otros investigadores se han encontrado los mismos resultados: que la cafeína, normalmente en forma de café, seguida de una siesta de entre diez y veinte minutos, es la técnica ideal para prevenir la somnolencia y mejorar el rendimiento.121
En cuanto a mí, después de haber experimentado algunos meses con siestas vespertinas de veinte minutos, me he convertido. He pasado de ser un detractor de la siesta a un devoto, de ser una persona que se avergüenza de la siesta a ser una que disfruta de la mezcla del café seguido de una siesta conocida como napuccino [del inglés nap, siesta, y capuccino].122
Hace una década, el gobierno de España tomó una medida que parecía claramente antiespañola: suprimió oficialmente la siesta. Durante siglos, los españoles habían disfrutado de un descanso vespertino, a menudo volviendo a casa para comer con la familia e incluso echar una cabezadita. Pero España, con su aletargada economía, estaba decidida a afrontar las realidades del siglo XXI. Ahora que trabajan los dos progenitores, y la globalización endurece la competición llevándola a un nivel mundial, esta adorable práctica estaba sofocando la prosperidad española.123 Los estadounidenses aplaudieron la medida. España estaba por fin tratando el trabajo con suficiente seriedad y austeridad. Por fin, la vieja Europa se estaba modernizando.
Pero ¿y si esta práctica ahora eliminada fuese en realidad un golpe de ingenio, y no tanto una reliquia indulgente como una innovación que estimula la productividad? En este capítulo hemos visto que los descansos son importantes, que incluso los pequeños descansos pueden tener un gran efecto. Los descansos de la vigilancia previenen errores letales. Las pausas reconstituyentes mejoran el rendimiento. Los almuerzos y las siestas nos ayudan a sortear el valle y a sacar más y mejor trabajo por la tarde. Un creciente corpus científico lo atestigua: las pausas no son una señal de pereza, sino de fortaleza.
Así que en vez de celebrar la muerte de la siesta, quizá debiéramos considerar resucitarla, aunque en un formato más apropiado para la vida laboral contemporánea. La palabra «siesta» proviene del latín hora sexta. Era en la sexta hora del día desde el amanecer cuando solían empezar estos descansos. En la Antigüedad, cuando la mayoría de la gente trabajaba al aire libre y aún faltaban algunos miles de años para la llegada de la climatización interior, escapar del sol de mediodía era un imperativo fisiológico.
Asimismo, el Corán, que hace mil años identificó las etapas del sueño en sintonía con la ciencia moderna, también llama al descanso a mediodía. Es «una práctica profundamente arraigada en la cultura musulmana, y adquiere una dimensión religiosa (Sunna) para algunos musulmanes», dice un estudioso.124
Quizá los descansos puedan arraigar como práctica organizacional con una dimensión científica y laica.
La siesta moderna no significa darle a todo el mundo dos o tres horas libres a mitad del día. Eso no es realista. Pero sí tratar los descansos como un componente esencial de la arquitectura de una organización; entender los descansos no como una concesión generosa, sino como una decisión práctica. Significa desincentivar los tristes almuerzos de escritorio y animar a la gente a salir cuarenta y cinco minutos. Significa proteger y ampliar los recreos de los niños en el colegio, en vez de eliminarlos. Quizá signifique, incluso, seguir el ejemplo de Ben & Jerry’s, Zappos, Uber y Nike, que han creado espacios para que sus empleados duerman la siesta en sus oficinas. (Por desgracia, seguramente no signifique regular por ley una hora de descanso semanal para que los empleados vayan a casa a practicar sexo, como ha propuesto un ayuntamiento sueco.)125
Sobre todo, significa cambiar nuestro modo de pensar sobre lo que hacemos y cómo podemos hacerlo de manera eficaz. Hasta hace aproximadamente diez años, admirábamos a los que podían sobrevivir durmiendo sólo cuatro horas y a esos incondicionales que trabajaban por la noche. Eran héroes, personas cuya extrema devoción y compromiso exponían la ineficiencia y fragilidad de los demás. Después, a medida que la ciencia del sueño fue consolidándose, empezamos a cambiar de parecer. Ese tipo en vela no era un héroe. Era un idiota. Seguramente estaba haciendo un trabajo de peor calidad y quizá perjudicándonos a los demás por sus malas decisiones.
Los descansos están en el lugar donde estaba antes el sueño. Saltarse el almuerzo era un distintivo honorífico y echarse la siesta una marca de oprobio. Ya no. La ciencia de los tiempos afirma ahora lo que el viejo continente ya había entendido: que debemos darnos un descanso.