«Cuando estás en medio, una historia no es una historia, sino confusión, un clamor oscuro, una ceguera, una ruina de cristales rotos y madera astillada.»
MARGARET ATWOOD,
Alias Grace
Son raras las ocasiones en que nuestra vida sigue un patrón claro y lineal. Con más frecuencia, es una serie de episodios, con principios, mitades y finales. Solemos recordar los principios (¿Puedes describir tu primera cita con tu cónyuge o pareja?) Los finales también destacan (¿Dónde estabas cuando te enteraste de que había muerto uno de tus padres, abuelos o seres queridos?) Pero las partes intermedias son turbias. En vez de reverberar, se desvanecen. Se pierden, en fin, en el medio.
Pero la ciencia de los tiempos está revelando que los puntos intermedios tienen unos efectos poderosos, aunque peculiares, sobre lo que hacemos y cómo lo hacemos. A veces, al llegar al punto intermedio —de un proyecto, de un semestre, de la vida— nuestro interés se adormece y nuestro progreso se estanca. Otras veces, llegar a la mitad nos incita y estimula; alcanzar el punto medio despierta nuestra motivación y nos impele a tomar un camino más prometedor.
Yo llamo a estos efectos el «bajón» y la «chispa».
Los puntos intermedios pueden desanimarnos. Eso es el bajón. Pero también pueden ponernos en marcha. Eso es la chispa. ¿Cómo podemos identificar la diferencia? ¿Y cómo podemos, si es que podemos, convertir un bajón en una chispa? Para encontrar las respuestas necesitamos algunas velas festivas, hacer un anuncio radiofónico y repasar uno de los más grandes partidos del baloncesto universitario. Pero empecemos nuestra indagación con lo que muchos considerarían el decaimiento intermedio físico, emocional y existencial por excelencia: la medianía de edad.
En 1965, un desconocido psicoanalista canadiense, Elliott Jaques, publicó un artículo académico en una revista igualmente desconocida llamada International Journal of Psychoanalysis. Jaques había estudiado la biografía de destacados artistas, entre ellos Mozart, Rafael, Dante y Gauguin, y observó que una extraordinaria cantidad de ellos había muerto a la edad de treinta y siete años. Sobre esos endebles cimientos fácticos, añadió algunos pisos de jerga freudiana, echó al centro una borrosa escalera de anécdotas clínicas y presentó una teoría totalmente construida.
«En el curso de desarrollo del individuo —escribió Jaques— hay fases críticas que tienen un carácter de puntos de cambio, o períodos de rápida transición.» Y la menos conocida, pero la más crucial de estas fases —dijo—, llega en torno a los treinta y cinco años, «lo que denominaré crisis de la mediana edad».200
¡Buuum!
La idea estalló. La expresión «crisis de la mediana edad» saltó a las portadas de las revistas. Se filtró en los diálogos de televisión. Lanzó decenas de películas de Hollywood y sostuvo la industria de las mesas redondas durante al menos dos décadas.201
«El rasgo central y fundamental de la fase de la mediana edad», dijo Jaques, era «la inevitabilidad de la futura muerte propia». Cuando las personas llegan a la mitad de su vida, se ponen de repente a espiar desde lejos a la Parca, lo que desata «un período de inquietud psicológica y crisis depresiva».202 Poseídas por el espectro de la muerte, las personas de mediana edad o sucumben a su inevitabilidad, o cambian radicalmente su curso para evitar lidiar con ella. El término se infiltró en la conversación global con una velocidad pasmosa.
Sigue formando parte del lenguaje actual; el retablo de clichés culturales sigue siendo tan vívido como siempre. Sabemos cómo es una crisis de la mediana edad incluso cuando se actualiza para los tiempos contemporáneos. Mamá se compra por impulso un Maserati color cereza —en las crisis de la mediana edad, los coches son siempre rojos y deportivos—, y se marcha a toda prisa con su asistente de veinticinco años. Papá desaparece con el chico de la piscina para abrir una cafetería vegana en Palaos. Medio siglo después de que Jaques tirara a lo alto su granada conceptual, la crisis de la mediana edad está por todas partes.
Bueno, en todas partes menos en la evidencia.
Cuando los psicólogos del desarrollo se han puesto a buscarla en el laboratorio o en el campo, casi siempre han vuelto con las manos vacías. Cuando los encuestadores han tratado de escucharla en los sondeos de opinión pública, este supuesto cri de coeur apenas se detecta. Lo que sí han detectado los investigadores en los últimos diez años es un patrón más lento en la mediana edad, con una notable constancia en todo el mundo y que refleja una verdad mucho más amplia sobre los puntos intermedios de cualquier tipo.
Por ejemplo, en 2010 cuatro científicos sociales, incluido el economista premio Nobel Angus Deaton, tomaron lo que denominaron «una instantánea de la distribución del bienestar por edades en Estados Unidos». El equipo pidió a trescientos cuarenta mil entrevistados que se imaginaran a sí mismos en una escalera cuyos peldaños estaban numerados empezando por el cero, abajo, hasta el diez, arriba.
Si el peldaño más alto representaba su mejor vida posible, y el más bajo la peor posible, ¿en qué peldaño se encontraban ahora? (Era una manera más ingeniosa de preguntar: «En una escala del cero al diez, ¿cuál es tu nivel de felicidad?».) Los resultados, aun teniendo en cuenta el nivel de ingresos y la demografía, presentaban una ligera forma de U, como se puede ver en el gráfico. Las personas en la veintena y la treintena eran razonablemente felices, las personas entre cuarenta y cincuenta y pocos años algo menos, y las personas de alrededor de los cincuenta y cinco en adelante eran de nuevo más felices.203
El bienestar en la mediana edad no se derrumbaba al modo de un cataclismo que te cambia la vida. Sólo bajaba.
Esta curva en U de la felicidad —un leve bajón en vez de una crisis aguda— es un descubrimiento sumamente sólido. Un estudio un poco anterior con más de quinientos mil estadounidenses y europeos, llevado a cabo por los economistas David Blanchflower y Andrew Oswald reveló que el bienestar decaía en torno a la mitad de la vida. «La regularidad es intrigante», observaron. «La forma de U es similar en hombres y mujeres, y a ambos lados del Atlántico.» Pero no era sólo un fenómeno anglo-estadounidense. Blanchflower y Oswald también analizaron datos de todo el mundo y descubrieron algo extraordinario. «En total, documentamos una forma de U de la felicidad o satisfacción vital con relevancia estadística en setenta y dos países —escriben—, desde Albania y Argentina y recorriendo las naciones-Estado por orden alfabético hasta Ubzekistán y Zimbabue.»204
Un estudio tras otro, con una asombrosa variedad de circunstancias socioeconómicas, demográficas y vitales, ha llegado a la misma conclusión: la felicidad sube bastante alto al principio de la edad adulta pero empieza a deslizarse hacia abajo al final de los treinta años y principios de los cuarenta, cayendo hasta el mínimo a los cincuenta.205 Blanchflower y Oswald descubrieron que «la edad promedio calculada en la que el bienestar subjetivo de los varones estadounidenses toca fondo son los 52,9 años».206 Pero nos recuperamos enseguida de ese bajón, y el bienestar en las etapas posteriores de la vida supera a menudo al de los años de juventud. Elliott Jaques iba por la vía correcta pero en el tren equivocado. Sí parece, efectivamente, que algo nos ocurre a mitad de la vida, pero la evidencia existente sugiere algo mucho menos dramático que su especulación original.
Pero ¿por qué? ¿Por qué este punto medio nos desinfla? Una posibilidad es la decepción por las expectativas no cumplidas. A las ingenuas edades de los veinte y treinta años, nuestras esperanzas son altas y los escenarios aparecen pintados de color de rosa. Después, la realidad empieza a filtrarse como si goteara lentamente desde el techo. Sólo una persona llegará a ser consejera delegada, y no serás tú. Algunos matrimonios se desmoronan, y el tuyo, lamentablemente, es uno de ellos. El sueño de ser el propietario de un equipo de primera división se aleja mientras apenas puedes pagar la hipoteca. Sin embargo, no permanecemos demasiado tiempo en el sótano emocional, porque con el tiempo vamos ajustando nuestras aspiraciones y después nos damos cuenta de que la vida está bastante bien. En resumen, nos hundimos a la mitad porque somos unos pésimos pronosticadores. Cuando somos jóvenes, nuestras expectativas son demasiado altas. En la vejez, son demasiado bajas.207 Sin embargo, también hay otra explicación plausible. En 2012, cinco científicos pidieron a un grupo de vigilantes de zoo e investigadores con animales de tres países distintos que les ayudaran a conocer mejor a los más de quinientos grandes simios que estaban bajo su cuidado colectivo. Estos primates —chimpancés y orangutanes— iban desde los recién nacidos hasta los más mayores. Los investigadores querían saber qué tal les iba. Así que pidieron al personal humano que puntuara el estado de ánimo y el bienestar de los simios. (No te rías. Los investigadores explican que el cuestionario que utilizaron «es un método consolidado para valorar los afectos positivos en los primates en cautiverio».) Después trazaron la correspondencia entre esas clasificaciones de la felicidad de los grandes simios con sus edades.
El gráfico resultante se muestra aquí.208 Esto plantea una intrigante posibilidad: ¿podría ser que el bajón del punto medio tuviese una explicación más biológica que sociológica, que no fuese tanto una reacción maleable a las circunstancias como una fuerza natural inmutable?
Una caja tradicional de velas de Janucá contiene cuarenta y cuatro velas, un número determinado con precisión talmúdica. La Janucá dura ocho noches consecutivas, y los judíos que celebran la festividad señalan su observancia encendiendo cada noche unas velas colocadas en un candelabro llamado menorá. La primera noche, los que la celebran encienden una vela, dos velas la segunda noche, y así sucesivamente. Como los practicantes encienden cada vela ayudándose con otra vela, acaban usando dos velas la primera noche, tres la segunda noche, y al final nueve velas en la decimoctava noche, lo que produce la siguiente fórmula:
2 + 3 + 4 + 5 + 6 + 7 + 8 + 9 = 44
Esas cuarenta y cuatro velas significan que la fiesta ha terminado, y la caja estará vacía. Sin embargo, en los hogares judíos de todo el mundo, a las familias les suelen sobrar velas en la caja cuando acaba la Janucá.
¿Entonces? ¿Cómo resolvemos el misterio de las velas?
Diane Mehta ofrece parte de la respuesta. Mehta es una novelista y poeta que reside en Nueva York. Su madre es una judía de Brooklyn, y su padre un jainista de la India. Ella creció en Nueva Jersey, donde celebraba la Janucá, cuando encendía ansiosamente las velas «y le regalaban calcetines y cosas así». Cuando tuvo un hijo, a él también le encantaba encender las velas. Pero con el paso del tiempo —cambios de trabajo, un divorcio, los altibajos normales de la vida—, el encendido de las velas se volvió menos habitual. «Empezaba con mucho entusiasmo —me contó—. Pero al cabo de un par de días, iba a menos.» No encendía las velas cuando su hijo se quedaba con su padre en vez de con ella. Pero a veces, cuando se acercaba el final de la fiesta, «Me doy cuenta de que todavía es Janucá y enciendo otra vez las velas. Le digo a mi hijo: “Es la última noche. Deberíamos hacerlo”», dice.
Mehta suele empezar la Janucá con placer y termina con decisión, pero se afloja a la mitad. A veces se olvida de encender las velas las noches: tercera, cuarta, quinta y sexta, y por eso todavía quedan velas en la caja cuando termina la fiesta. Pero no es la única a la que le pasa. Maferima Touré-Tillery y Ayelet Fishbach son dos científicas sociales que estudian cómo las personas intentan conseguir sus objetivos y se adhieren a normas personales. Hace unos años, estaban buscando un ámbito del mundo real en el que explorar estas dos ideas cuando se dieron cuenta de que la Janucá representaba un campo de estudio ideal. Hicieron un seguimiento de la conducta de más de doscientos participantes judíos que celebraban la fiesta, midiendo si encendían las velas y, crucialmente, cuándo las encendían. Tras recoger datos durante ocho noches, esto es lo que descubrieron.
En la primera noche, encendían las velas el 76 por ciento de los participantes.
En la segunda noche, el porcentaje bajaba al 55 por ciento.
En las noches siguientes, menos de la mitad de los participantes encendían las velas; la cifra sólo volvía a superar el cincuenta por ciento la octava noche.
A lo largo de la Janucá, concluyeron las investigadoras, «la adherencia a las normas seguían un patrón con forma de U».209
Pero tal vez este bajón tenía una fácil explicación. Quizá los participantes menos religiosos, a diferencia de sus iguales más cumplidores, dejaban de participar a la mitad y bajaban la media. Touré-Tillery y Fishbach sometieron a prueba esa posibilidad. Descubrieron que el patrón de U se volvía más pronunciado en los participantes más religiosos. Eran aún más propensos que los demás a encender las velas la primera y la octava noche. Pero a mitad de la Janucá, «su conducta era casi indistinguible de la conducta de los participantes menos religiosos».210
Las investigadoras conjeturaron que lo que ocurría tenía que ver con una «señalización». Queremos que los demás piensen bien de nosotros. Y para algunas personas, el encendido de las velas de Janucá, que a menudo se hace delante de otras personas, es una señal de virtud religiosa. Sin embargo, los que la celebraban pensaban que las señales que más importaban, las que proyectaban su imagen con mayor potencia, eran las del principio y las del final. Las de en medio no importaban tanto. Y resultó que estaban en lo cierto. Cuando Touré-Tillery y Fishbach realizaron un experimento posterior en el que les pedían a los participantes que valoraran la religiosidad de tres personajes ficticios basándose en cuándo éstos encendían las velas, «los participantes pensaban que quienes no encendían el menorá la primera y la última noche eran menos religiosos que los que se saltaban el ritual a la quinta noche».
A la mitad, relajamos nuestras normas, quizá porque los demás relajan su valoración sobre nosotros. En los puntos intermedios, por motivos imprecisos pero reveladores, recortamos los picos, como demuestra un último experimento. Touré-Tillery y Fishbach también invitaron a otros participantes a lo que decían que era una prueba para medir el rendimiento de los adultos jóvenes en habilidades que no habían utilizado mucho desde su infancia. Les dieron un montón de cinco cartas, en las cuales aparecía una forma dibujada. La forma era siempre la misma, pero girada en una posición distinta en cada carta. Les dieron unas tijeras y les pidieron que recortaran las formas con el mayor cuidado posible. Después, las investigadoras entregaban las formas recortadas a los empleados del laboratorio que no participaban en el experimento y les pidieron que puntuaran, en una escala del uno al diez, la precisión con que se habían recortado las cinco figuras. ¿Cuál fue el resultado? La destreza de los participantes con las tijeras aumentaba al principio y al final pero decaía a la mitad.
«En el ámbito de los estándares de rendimiento, descubrimos así que los participantes eran más propensos a, literalmente, meter tijera a mitad de la secuencia que al principio o al final.»
Algo ocurre en el medio; algo que parece más un poder celestial que una decisión individual. De la misma manera que la curva de campana representa un orden natural, la curva en U representa otro distinto. No podemos eliminarlo. Pero como ocurre con cualquier fuerza natural —las tormentas, la gravedad, el impulso humano de consumir calorías—, podemos mitigar algunos de sus daños. El primer paso es simplemente ser conscientes de ello. Si la caída intermedia es inevitable, sólo saberlo alivia parte del dolor, al igual que saber que ese estado no es permanente. Si somos conscientes de que es probable que nuestros estándares se hundan en el punto intermedio, saberlo nos puede ayudar a atenuar las consecuencias. Aunque no podemos detener la biología y la naturaleza, podemos prepararnos para sus ramificaciones.
Pero también tenemos otra opción. Podemos usar un poco de biología para contraatacar.
Los mejores científicos son a menudo los que empiezan por lo pequeño y piensan a lo grande. Eso es lo que hicieron Niles Eldredge y Stephen Jay Gould. A principios de la década de los setenta, ambos eran unos jóvenes paleontólogos. Eldredge estudiaba el grupo de los trilobites, que había vivido más de trescientos millones de años atrás. Gould, mientras, concentraba sus esfuerzos en dos variedades de caracol caribeño. Pero cuando Eldredge y Gould colaboraron, como hicieron en 1972, sus diminutos sujetos les llevaron a comprender de pronto algo gigantesco.
En aquel momento, la mayoría de los biólogos creían en una teoría llamada «gradualismo filético», que sostenía que las especies evolucionaban de forma lenta e incremental. La evolución, según ese razonamiento, avanza a lo largo de millones y millones de años, donde la madre naturaleza trabaja ininterrumpidamente con el padre tiempo. Pero Eldredge y Gould vieron algo distinto en el registro fósil de los artrópodos y los moluscos que estaban estudiando. La evolución de las especies avanzaba a veces con la misma lentitud que los propios caracoles. Pero en otros momentos, iba escopetada. Las especies experimentaban largos períodos de estasis interrumpidos por repentinos estallidos de cambio. Después, la especie recién transformada se mantenía estable durante otro largo trecho, hasta que otra erupción alteraba abruptamente su curso una vez más. Eldredge y Gould llamaron a su nueva teoría «equilibrio puntuado».211 El camino de la evolución no era un ascenso suave. La verdadera trayectoria era menos lineal: períodos de estabilidad anodina puntuados por rápidas explosiones de cambio. La teoría de Eldredge y Gould era en sí misma una forma de equilibrio puntuado, una gigantesca explosión conceptual que interrumpió a la biología en un momento de desperezamiento y recondujo la disciplina hacia un camino alternativo.
Una década más tarde, una investigadora llamada Connie Gersick estaba empezando a estudiar otro organismo (los seres humanos) en su hábitat natural (las salas de conferencias). Observó a pequeños grupos de personas trabajando en proyectos —el equipo especial de un banco que estaba desarrollando un nuevo tipo de cuenta, los administradores de un hospital que estaban planificando un retiro de un día, personal administrativo y docente de una universidad que estaba diseñando un nuevo instituto de ciencias de la computación— desde su primerísima reunión hasta el momento en que llegaban a su fecha límite. Los pensadores del management creían que los equipos que trabajaban en proyectos avanzaban de forma gradual a través de una serie de etapas, y Gersick pensó que si grababa en vídeo todas las reuniones y transcribía todas las palabras que decía la gente, podría comprender estos procesos constantes de los equipos con más detalle.
Lo que descubrió en su lugar fue una inconstancia. Los equipos no progresaban constantemente a través de un conjunto universal de etapas. Usaban enfoques sumamente distintos e idiosincrásicos para sacar el trabajo adelante. El equipo del hospital evolucionaba de forma distinta al equipo del banco, que evolucionaba de modo diferente al equipo de ciencias de la computación. Sin embargo, lo que se mantenía igual, incluso cuando en las demás cosas divergían, «eran los momentos en que los grupos se formaban, se mantenían y cambiaban»,212 escribió Gersick.
Cada grupo atravesaba primero una fase de inercia prolongada. Los compañeros se estaban conociendo unos a otros, pero no lograban mucho. Hablaban de ideas pero no avanzaban. El reloj marcaba las horas. Los días pasaban.
Después llegaba una transición repentina. «En un arrebato de cambios, los grupos abandonaban los viejos patrones, interactuaban con supervisores externos, adoptaban nuevas perspectivas sobre su trabajo y hacían progresos radicales», descubrió Gersick. Tras la fase de inercia inicial, entraban en una fase de concentración y dedicación donde el plan se ejecutaba y avanzaba deprisa hacia la fecha límite. Pero aún más interesante que el arrebato en sí era cuándo se producía. No importaba cuánto tiempo asignaran los distintos equipos, «cada grupo experimentaba su transición en el mismo punto de su calendario: exactamente a medio camino entre su primera reunión y su fecha límite oficial».
Los banqueros daban su salto adelante en el diseño de una nueva cuenta «el decimoséptimo día de un período de treinta y cuatro días». Los administradores del hospital tomaron un rumbo nuevo y más productivo en la sexta semana de un trabajo de doce semanas. Era así en todos los equipos. «A medida que cada grupo se aproximaba al punto medio entre el momento en que empezó a trabajar y su fecha límite, experimentaba un gran cambio», escribió Gersick. Los grupos no avanzaban hacia sus objetivos a un ritmo constante, uniforme. En su lugar, dedicaban un tiempo considerable a no lograr casi nada, hasta que experimentaban un arrebato de actividad que siempre llegaba «en el punto medio temporal» de un proyecto.213
Como Gersick obtuvo unos resultados que no esperaba, y contradecían la opinión dominante, buscó una forma de entenderlos. «El paradigma mediante el cual acabé interpretando los resultados se parece bastante a un concepto relativamente nuevo del ámbito de la historia natural que hasta el momento no se ha aplicado a los grupos: el equilibrio puntuado», escribió. Como aquellos trilobites y caracoles, los equipos de seres humanos que trabajaban juntos no progresaban de forma paulatina. Experimentaban períodos prolongados de inercia, interrumpidos por súbitos arrebatos de actividad. Pero en el caso de los seres humanos, cuyos horizontes temporales abarcaban unos pocos meses, y no millones de años de evolución, el equilibrio siempre tenía la misma marca de puntuación: el punto medio.
Por ejemplo, Gersick estudió a un grupo de alumnos de empresariales al que se le habían dado once días para analizar un caso y preparar un artículo académico explicativo. Los miembros del equipo negociaron y discutieron al principio, resistiéndose a los consejos externos. Pero al sexto día de trabajo —a la mitad exacta de su proyecto— el problema de los tiempos aterrizó en la conversación: «Vamos muy mal de tiempo», advirtió un miembro del equipo. Poco después de ese comentario, el grupo abandonó su enfoque inicial, muy poco prometedor, y generó una estrategia revisada que siguió hasta el final. En la marca de mitad del camino en este equipo y en otros, escribió Gersick, sus miembros tenían «una nueva sensación de urgencia».
Llamémoslo «efecto oh oh».
Cuando llegamos a la mitad, a veces nos dejamos caer, pero otras veces damos un salto. Una sirena mental nos alerta de que hemos desperdiciado la mitad de nuestro tiempo. Eso nos inyecta una saludable dosis de estrés —Oh, oh... ¡Se nos está acabando el tiempo!— que reaviva nuestra motivación y nos hace remodelar nuestra estrategia.
En investigaciones posteriores, Gersick confirmó el poder del efecto oh oh. En un experimento, reunió a ocho equipos de estudiantes de MBA y les encargó, tras leer durante quince o veinte minutos unas instrucciones sobre diseño, crear un anuncio publicitario para la radio en una hora. Después, como en su anterior trabajo, grabó en vídeo las interacciones y transcribió las conversaciones. Todas las notas hacían algún comentario de tipo «oh oh» («Vale, ya sólo nos queda la mitad del tiempo. Ahora sí que tenemos un problema») transcurridos entre veintiocho y treinta y un minutos del proyecto de una hora. Y seis de los ocho equipos hicieron su «progreso más importante» durante «un arranque concentrado en el punto medio».214
Descubrió que se mantenía la misma dinámica en períodos más largos. En otra investigación, pasó un año observando a una empresa de nueva creación financiada con capital riesgo, a la que llamó M-Techoras. Una empresa entera no tiene la vida finita o las fechas límites específicas que tienen los equipos de proyectos pequeños. Sin embargo, Gersick descubrió que M-Tech «presentaba muchos de los mismos patrones básicos puntuacionales, regulados por el tiempo que los grupos de proyectos, a un nivel más sofisticado y deliberado». Es decir, que el consejero delegado de M-Tech programaba todas las reuniones clave sobre planificación y evaluación de la empresa en julio, a la mitad del calendario anual, y utilizaba lo aprendido para reorientar la estrategia de M-Tech para la segunda mitad del año.
«Las transiciones a mitad de año, como las transiciones a mitad de plazo en los grupos, moldearon considerablemente la historia de M-Tech», escribió Gersick. Estas pausas en el tiempo interrumpían las tácticas vigentes y proporcionaban a los directivos la oportunidad de evaluar y modificar el curso de la compañía».215
Los puntos medios, como estamos viendo, pueden tener un doble efecto. En algunos casos, disipan nuestra motivación; en otros casos, la activan. A veces provocan un «oh oh» y reculamos; otras veces, desencadenan un «oh oh» y avanzamos. En ciertas condiciones, provocan un bajón, en otras, traen la chispa.
Pensemos en las mitades como si fuesen un despertador mental. Sólo son eficaces cuando ponemos la alarma, cuando podemos oír sus molestos pitidos, cuando no pulsamos el botón de repetición. Pero con las mitades, como con los despertadores, la alarma para despertarte más motivadora es la que llega cuando vas ligeramente retrasado.
En otoño de 1981, un novato de diecinueve años de Kingston (Jamaica) ingresó, a través de Cambridge (Massachusetts), en el campus de la Universidad de Georgetown en Washington. Patrick Ewing no se parecía a la mayoría de estudiantes de primer año. Imponente, asombroso, monumentalmente alto. Pero también era un joven muy grácil, que se movía con la fluida rapidez de un velocista. Ewing había ido a Georgetown para ayudar al entrenador John Thompson a convertir la universidad en una potencia del baloncesto nacional. Y desde el primer día, Ewing fue una presencia transformadora en la cancha. Un «coloso móvil», lo llamó The New York Times. «Un pívot para la posteridad», dijo otro periódico. «Un monstruo aniñado de dos metros diez que podía devorar los ataques del oponente «como un comecocos humano», decía efusivamente Sports Illustrated.216 Ewing convirtió rápidamente Georgetown en uno de los primeros equipos defensivos del país. Durante su primera temporada, los Hoyas ganaron treinta partidos, un récord de la escuela. Por primera vez en treinta y nueve años, llegaron a la Final Four de la National Collegiate Athletic Association (NCAA), donde ganaron su partido de semifinales y compitieron por el título nacional.217
Los rivales de Georgetown en ese partido por el título de campeonato de la NCAA en 1982 eran los Tar Heels de la Universidad de Carolina del Norte, liderados por James Worthy, alero All-American, y entrenados por Dean Smithoras. Dean Smith era considerado como buen entrenador, pero también desafortunado. Había entrenado a los Tar Heels durante veintiún años, llevándolos a la fase final seis veces, llegando hasta tres finales. Pero para consternación de su estado, loco por el baloncesto, nunca se había llevado a casa un título nacional. En los partidos de torneo, los hinchas del equipo rival habían llegado a interrumpirle con gritos de: «¡Ojalá te atragantes, Dean, ojalá te atragantes!».
La noche del último lunes de marzo, los Tar Heels de Smith y los Hoyas de Thompson se enfrentaron en el Louisiana Superdome ante más de sesenta y un mil seguidores, «la mayor multitud congregada jamás para ver un partido en el hemisferio occidental».218
Ewing fue intimidante desde el principio, aunque no siempre de manera productiva. Carolina del Norte logró sus primeros cuatro puntos por cuatro tapones de Ewing. (Ewing interfirió ilegalmente el balón cuando iba hacia la canasta, algo que sólo puede hacer un jugador de su estatura). Carolina del Norte no llegó a encestar durante los primeros ocho minutos del partido.219 Ewing bloqueó lanzamientos, encestó dos tiros libres y acabó logrando veintitrés puntos. Pero Carolina del Norte mantenía una corta distancia. Cuando faltaban cuarenta segundos para el fin del primer tiempo, Ewing corrió los veinticuatro metros de la cancha contraatacando rápidamente e hizo un mate tan estruendoso que casi se hunde el parqué. En el intermedio, Georgetown iba ganando por 32 a 31, un buen augurio. En las cuarenta y tres finales anteriores de la NCAA, el equipo que iba a la cabeza en la mitad del partido había ganado treinta y cuatro de ellos, una tasa de éxito del ochenta por ciento. Durante su temporada normal, Georgetown tenía un récord de veintiséis partidos a uno cuando iba a la cabeza a mitad del partido.
Los intermedios deportivos representan otro tipo de mitad: es un momento específico en que se detiene la actividad y los equipos se reevalúan y recalibran. Pero los intermedios deportivos difieren de los puntos medios de la vida, e incluso de un proyecto, en un aspecto importante: en este punto medio, el equipo que va perdiendo se enfrenta a una cruda realidad matemática. El otro equipo tiene más puntos. Eso significa que si en el segundo tiempo sólo logra alcanzarlo, tiene garantizada la derrota. El equipo que va por detrás no sólo tiene que ganar más puntos que el rival; también tiene que ganar más puntos de los que los separan. Un equipo que va ganando a la mitad —en cualquier deporte— tiene más probabilidad de ganar el partido que su rival. Esto tiene poco que ver con los límites de la motivación personal, y mucho con la despiadada probabilidad.
Sin embargo, hay una excepción: una peculiar circunstancia en la que la motivación parece vencer a las matemáticas.
Jonah Berger, de la Universidad de Pensilvania, y Devin Pope, de la Universidad de Chicago, analizaron más de dieciocho mil partidos de la Asociación Nacional de Baloncesto (NBA) a lo largo de quince años, prestando especial atención al marcador en los intermedios. No es extraño que los equipos que iban ganando en el intermedio ganasen más partidos que los que iban por detrás. Por ejemplo, una ventaja de seis puntos en el intermedio le daba a un equipo un ochenta por ciento de probabilidad de ganar el partido. Sin embargo, Berger y Pope detectaron una excepción a la regla: los equipos que llevaban sólo un punto de desventaja eran más propensos a ganar. De hecho, ir un punto por detrás era más ventajoso que ir un punto por delante. Los equipos locales con un déficit de un punto en el intermedio ganaron más del 58 por ciento de las veces. En realidad, ir perdiendo por un punto en el intermedio equivalía, extrañamente, a ir ganando por dos puntos.220
Berger y Pope analizaron después diez años de partidos de la NCAA, alrededor de cuarenta y seis mil partidos en total, y se encontraron el mismo efecto, aunque menor. «Ir ligeramente por detrás (en el intermedio) aumenta considerablemente la probabilidad de ganar de un equipo», escribieron. Y cuando estudiaron los patrones de puntuación con mayor detalle, descubrieron que los equipos que iban perdiendo ganaban un elevadísimo porcentaje de sus puntos inmediatamente después del descanso. Salían con fuerza al principio del segundo tiempo.
Las toneladas de datos pueden revelar correlaciones, pero no nos dicen nada definitivo sobre las causas. Así que Berger y Pope llevaron a cabo algunos experimentos para identificar los mecanismos que actúan. Reunieron a un grupo de participantes y los enfrentaron contra un rival situado en otra sala, en un concurso para ver quién lograba teclear con más rapidez en un ordenador. Los que obtuvieran una puntuación más alta que sus oponentes, recibirían un premio en metálico. El concurso transcurría en dos breves períodos separados por un descanso. Y fue durante el descanso cuando los responsables del experimento trataron a sus participantes de forma distinta. A algunos les dijeron que iban muy por detrás de su oponente; a otros que iban un poco por detrás; a otros que iban empatados; y a otros que iban un poco por delante.
¿Cuáles fueron los resultados? Tres grupos tuvieron un rendimiento similar al del primer tiempo, pero uno lo hizo considerablemente mejor: el de aquellos que creían que iban perdiendo por poco. «Simplemente decirles que iban ligeramente por detrás de un rival les hacía esforzarse más», escriben Berger y Pope.221
En el segundo tiempo de las finales de 1982, Carolina del Norte salió echando chispas con un ataque acelerado y un enjambre defensivo. A los cuatro minutos, los Tar Heels habían superado su déficit y abierto una ventaja de tres puntos. Pero Georgetown y Ewing contraatacaron, y el partido fue oscilando hasta los minutos finales. A falta de treinta y dos segundos para el final, Georgetown se había puesto a la cabeza por 62 a 61. Dean Smith pidió tiempo muerto con un jugador menos en su equipo. Carolina del Norte recibió el balón, hizo siete pases cercanos a la línea de tiro libre y después llevó el balón por el lado débil de la cancha, donde un novato y desconocido escolta lanzó un tiro en suspensión de cinco metros que puso a los Tar Heels a la cabeza. En los segundos restantes, los Hoyas tropezaron. Y el déficit de un punto de Carolina del Norte en el intermedio se convirtió en una victoria nacional por un punto.
El partido de campeonato de la NCAA de 1982 se convirtió en una leyenda de los anales del baloncesto. Dean Smith, John Thompson y James Worthy serían tres de los únicos trescientos cincuenta jugadores, entrenadores y otras figuras de la historia del deporte que tienen una placa en el Salón de la Fama del Baloncesto. Y ese desconocido novato que hizo ganar a su equipo se llamaba Michael Jordan, cuya carrera baloncestística fue bastante bien.
Pero para los que estamos interesados en la psicología de los puntos medios, el momento más crucial llegó cuando Smith se dirigió a su equipo, con un punto de desventaja. «Estamos en muy buena forma —les dijo—. Prefiero estar en nuestra piel que en la de ellos. Estamos exactamente donde nos interesa estar.»222
Los puntos medios son un hecho de la vida y una fuerza natural, pero eso no significa que sus efectos sean inexorables. La mejor opción para convertir un bajón en una chispa requiere tres pasos.
Primero, sé consciente de los puntos medios. No dejes que permanezcan invisibles.
Segundo, úsalos para despertarte, en vez de para darte la vuelta y seguir durmiendo; para decir un ansioso «oh oh» en vez de un resignado «oh, no».
Tercero, a la mitad, imagina que va por detrás, pero sólo un poco por detrás. Eso activará tu motivación y quizá te ayude a ganar un campeonato nacional.