«Eso es la felicidad; disolverse en algo completo y grande.»
Mi Ántonia, Willa Cather
Una húmeda mañana de febrero, cuando el sol centellea sobre unas enormes vallas publicitarias que anuncian un cincuenta por ciento de descuento en ropa nupcial, la ciudad más grande de la India empieza a cobrar vida. Aquí en Bombay, flota en el aire un fuerte olor a humo. Los coches, camiones y motocarros detienen las carreteras y hacen sonar sus bocinas, graznando como gansos malhumorados. Oficinistas con pantalones de traje y saris fluyen por los callejones, arrastrados hasta los trenes que los llevan a su trabajo. Y Ahilu Adhav, de cuarenta años, se ajusta su gorra blanca y se monta en su bicicleta para empezar sus rondas.
Adhav pedalea a través del barrio de Vile Parle, pasa junto a los tenderos ambulantes que venden de todo, desde coles frescas hasta paquetes de calcetines, y se dirige a un pequeño bloque de apartamentos. Se baja de la bicicleta —la habilidad para bajarse de vehículos en marcha es una de las muchas capacidades de Adhav—, entra dando zancadas en el edificio, y coge el ascensor hasta el tercer piso, donde está el apartamento de la familia Turakhia.
Son las 9.15 horas. Pulsa el timbre una vez, y luego dos veces. La puerta se abre. Tras disculparse brevemente por hacerle esperar, Riyankaa Turakhia le entrega a Adhav una bolsa de tela marrón del tamaño aproximado de una garrafa de leche. Dentro de la bolsa hay una pila cilíndrica compuesta por cuatro fiambreras de metal. En esas fiambreras, también llamadas tiffins, está la comida de su marido: coliflor, dal amarillo, arroz y roti. Dentro de tres horas y media, esta comida casera aparecerá en la mesa de su marido, en su trabajo en el centro de Bombay, a unos treinta kilómetros de distancia. Y dentro de unas siete horas, la bolsa de tela y sus tiffins vacíos volverán a aparecer en esta misma puerta.
Adhav es un dabbawala. (Dabba es el nombre en hindú de esas fiambreras de metal, y wala es una mezcla de «emprendedor» y «comerciante»). Durante los primeros sesenta y ocho minutos de su lunes, recogerá cinco comidas como ésta, y atará cada bolsa a los manillares o a la parte trasera de su bicicleta. Después, en coordinación con un equipo de otros doce dabbawalas que también han recogido sus bolsas en otras partes de este extenso barrio, en el que vive medio millón de personas, clasificará las comidas, se echará veinte de ellas a la espalda, se montará en el compartimento para equipajes del tren de cercanías y repartirá las comidas en las tiendas y oficinas de los distritos comerciales de la ciudad.
No está solo: trabajan unos cinco mil en Bombay. Cada día reparten más de doscientas mil comidas. Lo hacen seis veces a la semana casi todas las semanas del año, con una precisión comparable a la de FedEx o UPS.
«En el mundo de hoy, estamos muy concienciados sobre la salud», me dice Turakhia en la primera parada de Adhav. «Queremos comida casera. Y esta gente hace un trabajo excelente repartiendo la dabba en el lugar correcto exactamente a la hora correcta.» Su marido, que trabaja para una agencia de corredores de bolsa, se marcha a la oficina a las 7.00 horas, demasiado pronto para que nadie prepare una comida como es debido. Pero los dabbawalas procuran tiempo y facilidad a las familias. «Están muy, muy coordinados y sincronizados», dice Turakhia. En los cinco años que lleva utilizando el servicio de Adhav y su equipo, por una tarifa asequible para la mayoría de las familias de clase media urbana (unos doce dólares al mes), no han entregado mal o tarde la comida ni una sola vez.
El dabbawala Ahilu Adhav sujeta una comida a la parte trasera de su bicicleta
Lo que los dabbawalas consiguen hacer cada día roza el disparate. Bombay funciona con una intensidad total las veinticuatro horas del día, con una ética basada en que, o te mueves, o te llevan por delante; tanto que a su lado Manhattan parece un pueblo pesquero. Bombay no es sólo una de las ciudades más grandes del mundo; también es una de las más densamente pobladas. El simple apiñamiento humano de la ciudad —doce millones de ciudadanos embutidos en un área cuyo tamaño es la quinta parte de Rhode Island— le confiere una intensidad vibrante, anárquica. «Una ciudad en celo», la llama el periodista Suketu Mehta.275 Sin embargo, los walas transportan las comidas caseras en bolsas de tela a través del caos de Bombay con una precisión y puntualidad militares.
Y lo que es más impresionante: los dabbawalas están tan sumamente sincronizados entre sí, en tan fina sintonía con los tiempos de su trabajo, que logran la hazaña —doscientas mil comidas al día— sin más tecnología que las bicicletas y los trenes. Sin smartphones.
Sin escáneres. Sin códigos de barras. Sin GPS.
Y sin errores.
Los seres humanos no suelen hacer las cosas solos. Buena parte de lo que hacemos —en el trabajo, en clase, en casa— lo hacemos en concierto con otras personas. Nuestra capacidad para sobrevivir, e incluso vivir, depende de nuestra capacidad para coordinarnos con otras personas a tiempo y a lo largo del tiempo. Sí, los tiempos individuales —gestionar nuestros comienzos, mitades y finales— son cruciales. Pero los tiempos grupales son igual de importantes, y en su núcleo se halla algo que es esencial que conozcamos.
Imaginemos a un paciente al que llevan en silla de ruedas a la sala de urgencias con un grave ataque cardíaco. Que el paciente viva o muera depende de lo bien coordinados que estén los profesionales médicos; de que puedan sincronizar con destreza sus tareas mientras las horas del reloj, y quizá la vida del paciente, se extinguen.
O imaginemos unas circunstancias menos extremas que requieren que un grupo siga unos tiempos. Los ingenieros de software que trabajan en diferentes continentes y zonas horarias para expedir un producto dentro de un determinado plazo. Los organizadores de eventos que coordinan a varios equipos de técnicos, personal de hostelería y presentadores para que una conferencia de tres días pueda transcurrir con puntualidad y sin calamidades. Los candidatos políticos que organizan a grupos de voluntarios para que hagan campaña por los barrios, inscriban a los votantes y repartan carteles propagandísticos para el jardín antes del día de las elecciones. Los profesores que dirigen a sesenta alumnos cuando bajan y suben del autobús, o los guías de un museo durante una excursión. Los equipos deportivos. Las bandas de música. Las empresas de transporte. Las fábricas. Los restaurantes. Todos ellos necesitan personas que trabajen individualmente al compás, para sincronizar sus acciones con las de los demás, para avanzar a un ritmo común y hacia un objetivo común.
El descubrimiento que más nos ha permitido hacer estas cosas se produjo a finales de la década de 1500, cuando Galileo Galilei era un estudiante de medicina de diecinueve años en la Universidad de Pisa. Inspirado por un candelabro oscilante, Galileo llevó a cabo algunos experimentos improvisados con péndulos. Descubrió que lo que más afectaba al movimiento de un péndulo era la longitud del hilo, y que para cualquier longitud dada del hilo de un péndulo, siempre tardaba el mismo tiempo en hacer un ciclo de oscilación completo. Llegó a la conclusión de que esa periodicidad hacía que los péndulos fuesen ideales para medir el tiempo. La visión de Galileo dio lugar a la invención del reloj de péndulo unas décadas más tarde. Y los relojes de péndulo, a su vez, produjeron algo de lo que no somos conscientes que sea un concepto relativamente nuevo: «el tiempo».
Imagina la vida sin un consenso siquiera aproximado sobre qué es el tiempo. Tendrías que buscar la manera de arreglártelas. Pero sería de formas engorrosas e ineficaces que hoy apenas podríamos entender. ¿Cómo sabrías cuándo hacer una entrega, esperar un autobús o llevar a tu hijo al dentista? Los relojes de péndulo, que eran mucho más precisos que sus predecesores, rehicieron la civilización al posibilitar que las personas sincronizaran sus actos. Aparecieron relojes públicos en las plazas de los pueblos y empezaron a establecer un único patrón temporal. Y este concepto de tiempo público —«el tiempo»— lubricó los engranajes del comercio y lubricó la interacción social. Pronto, la estandarización de la hora local se hizo regional, y la estandarización regional se hizo nacional, dando como resultado los horarios predecibles y el tren de las 15.16 horas a Poughkeepsie.276
Esta posibilidad de sincronizar nuestros actos con los de otras personas, liberada por la cascada que desató Galileo hace unos pocos siglos, ha sido vital para el progreso humano. Sin embargo, el consenso sobre lo que dice el reloj es sólo el primer ingrediente. Los grupos que dependen de la sincronización para el éxito —los coros, los equipos de remo y aquellos dabbawalas de Bombay—, acatan tres principios de los tiempos grupales. Un criterio externo establece el ritmo. Un sentido de pertenencia ayuda a los individuos a cohesionarse. Y la sincronización requiere y aumenta el bienestar.
Dicho de otro modo, los grupos deben sincronizarse a tres niveles: al del jefe, al de la tribu y al del corazón.
David Simmons es igual de alto que Ahilu Adhav, pero las semejanzas desaparecen donde acaba la cinta métrica. Simmons es un hombre blanco, estadounidense y licenciado en derecho que no pasa los días repartiendo comidas, sino encauzando a un grupo de coristas. Tras huir de las prácticas de derecho hace veinticinco años —entró un día en el despacho del socio director de su bufete y dijo: «Yo no puedo hacer esto»—, este hijo de pastor luterano con inclinaciones musicales se convirtió en director de coro. Ahora es el director artístico del Coro del Congreso en Washington. Y una helada noche de un viernes de finales de invierno, está de pie frente a ochenta cantantes en el Atlas Performing Arts Center de la ciudad; el coro está ensayando Road Trip!, un espectáculo de dos horas y media con más de veinte canciones y popurrís estadounidenses.
Los coros son peculiares. Una voz solista puede cantar una canción. Pero si se combinan unas pocas voces, y a veces muchas voces, el resultado trasciende a la suma de las partes. Pero aunar todas esas voces es difícil, especialmente en un coro como éste, compuesto enteramente de aficionados. Al Coro del Congreso se le empezó a llamar así en sus inicios, a mediados de la década de los años ochenta, cuando era una banda heterogénea compuesta por empleados del Capitolio que buscaba una plataforma para su amor por la música y una válvula de escape para sus frustraciones en la política. Hoy, alrededor de un centenar de adultos —algunos auxiliares del Congreso aún, pero también muchos abogados, lobistas, contables, comerciales y profesores— actúa en el coro. (De hecho, en Washington hay más coristas per cápita que en cualquier otra ciudad de EE.UU.) Muchos cantantes tienen experiencia en coros de la universidad o la iglesia. Algunos tienen verdadero talento. Pero ninguno de ellos es un profesional. Y como todos tienen otros deberes profesionales, sólo pueden ensayar algunas veces a la semana.
Así pues, ¿cómo consigue Simmons mantenerlos en sincronía? ¿Cómo consigue, durante el popurrí de música californiana de la noche, que seis docenas de cantantes aficionados se bamboleen sobre una tarima y media docena de bailarines aficionados actúen delante de ellos para pasar, sin interrupciones —en directo y con público— de Surfer Girl a I get around, y terminar todos cantando el sonido final de la última sílaba de la última palabra de Surfin’ USA en el mismo momento exacto?
«Soy un dictador —me dice—. Les hago trabajar muy duro.»
Simmons hace una prueba a cada miembro, y sólo él decide quién entra y quién no. Empieza los ensayos a las 19.00 horas en punto y cada minuto está planificado de antemano. Selecciona todas las piezas para cada concierto. (Ser más democrático y dejar que los miembros elijan qué quieren cantar, dice, sería convertir el concierto en una cena comunitaria en vez de ser un menú de tres estrellas Michelin.) Admite pocas discrepancias de los cantantes. Pero esto no es por algún tipo de profundo impulso autoritario. Es porque ha descubierto que la eficiencia en este ámbito exige una dirección firme y, a veces, un ligero despotismo. Como le dijo una vez un miembro de su coro que al principio se cohibía ante esta forma de autoridad: «Siempre me parece alucinante que arranque sin que nadie sepa nada en el primer ensayo. Y que en el último concierto todos cantemos las sílabas a la vez como si nada».
El primer principio de la sincronización rápida y lenta es que el tiempo grupal necesita un jefe; alguien que esté por encima y apartado del propio grupo para marcar el ritmo, mantener los niveles y hacer que la mente colectiva se concentre.
A principios de la década de los años noventa, una joven profesora de la Escuela de Administración y Dirección de Empresas Sloan del MIT se sintió frustrada por las lagunas académicas respecto a cómo funcionaban las empresas. «El tiempo es probablemente el aspecto más dominante de nuestras vidas», escribió Deborah Ancona, y sin embargo «no ha desempeñado un papel ni significativo ni explícito en la investigación sobre conducta organizacional». Así que en un artículo académico de 1992 titulado «Timing is everything» (Los tiempos lo son todo) tomó prestado un concepto de la cronobiología de los individuos y lo aplicó a la antropología de los equipos.277
Recordarás del primer capítulo que en el cuerpo y el cerebro se encuentran unos relojes biológicos que afectan a nuestro rendimiento, nuestro ánimo y nuestro estado de vigilia. Pero tal vez no recuerdes que esos relojes van un poco más allá de las veinticuatro horas. Si nos dejaran a nuestro aire —por ejemplo, pasando varios meses en una cámara subterránea sin contacto con la luz u otras personas, como en algunos experimentos—, nuestra conducta iría variando paulatinamente hasta que pronto empezaríamos a quedarnos dormidos por la tarde y estaríamos completamente despiertos por la noche.278 Lo que impide ese desajuste en el mundo de la superficie son las señales ambientales y sociales, como el amanecer y los relojes despertadores. El proceso por el cual nuestros relojes internos se sincronizan con las señales externas para que nos levantemos a tiempo para ir a trabajar o irnos a dormir a una hora razonable se denomina entrainment o «sincronización del ritmo biológico».
Ancona sostiene que esa sincronización también se produce en las organizaciones.279 Determinadas actividades —el desarrollo de producto o el marketing— fijan sus propios tiempos. Pero esos ritmos necesitan forzosamente sincronizarse con los ritmos externos de la vida organizacional: los años fiscales, los ciclos de ventas e incluso la antigüedad de la empresa o la etapa de cada carrera profesional. Igual que las personas se sincronizan con las señales externas —sostenía Ancona—, también lo hacen las organizaciones.
En el ámbito de la cronobiología, a esas señales externas se les llama zeitgeber (un término alemán que significa literalmente «dador de tiempo»): «Señales ambientales que pueden hacer que el reloj circadiano se sincronice», como explica Till Roenneberg.280 El razonamiento de Ancona ayudó a determinar que los grupos también necesitan un zeitgeber. A veces el referente que da el ritmo es un único líder, alguien como David Simmons. De hecho, la evidencia demuestra que los grupos suelen ajustarse a las preferencias rítmicas de los miembros con mayor estatus de su grupo.281 No obstante, el estatus y la estatura no siempre coinciden.
La competición de remo es uno de los pocos deportes de carreras donde los atletas dan la espalda a la línea de meta. Sólo un miembro del equipo mira al frente. Y en el equipo de primera división femenina de las NCAA en la Universidad George Washington, esa persona era Lydia Barber, la timonel.
En los entrenamientos y competiciones, Barber, que se licenció en 2017, se sentaba en la popa de la barca con un micrófono de diadema fijado a la cabeza, y gritaba las instrucciones a las ocho remeras. Lo tradicional es que los timoneles tengan la menor estatura y peso posibles para que la barca tenga que llevar menos peso. Barber sólo mide un metro veinte (tiene enanismo). Pero su temperamento y su destreza son una mezcla tan implacable de concentración y liderazgo que, en muchos aspectos, es ella la que lleva al barco.
Barber era la que fijaba el ritmo, y por tanto la jefa de un equipo de remeras cuyas competiciones de dos mil metros solían durar siete minutos. Durante esos cuatrocientos o quinientos segundos, ella marcaba el ritmo de las paladas, lo que significaba que «tenías que estar dispuesta a asumir la responsabilidad y tener mucho carácter», me dijo. Normalmente las carreras empiezan con la barca sobre el agua, de modo que las remeras tenían que dar cinco paladas rápidas para empezar a moverse. Barber pedía después quince paladas de ángulo alto, a un ritmo de cuarenta paladas por minuto. Después cambiaba a un ritmo de palada ligeramente más lento, avisando a sus remeras: «Pasamos al uno... Pasamos al dos... ¡Caaambio!».
Durante el resto de la carrera, su trabajo era dirigir el bote, ejecutar la estrategia de carrera y, lo más importante, mantener al equipo motivado y sincronizado. En una competición contra la Universidad Duquesne, decía cosas como estas:
¡A la carrera, chicas...!
Qué maravilla.
Metemos la palaaaaaa ¡y YA!
(marca el ritmo)
Eso hace uno.
(marca el ritmo)
¡Más fuerte!
Dos...
¡Más fuerte!
Tres...
¡Dadle ahí!
Cuatro...
¡Dadle ahí!
Cinco...
¡Vamos que lo ganamos!
Seis...
¡Vamos!
Siete...
¡VAMOS!
Ocho...
¡ESAS PIERNAS!
Nueve...
¡Vamos, joder!
Diez...
¡Palas dentro!
¡Espaldas rectas! ¡Palas dentro!
¡De puta madre, George Washington! ¡Meted piernas y VAMOS!
El bote no puede alcanzar su ritmo más rápido si las ocho remeras no están exquisitamente sincronizadas entre sí. Pero no pueden sincronizarse bien sin Barber. Su velocidad depende de alguien que jamás toca un remo, al igual que el sonido del Coro del Congreso depende de Simmons, que jamás canta una nota. Para los tiempos grupales, el jefe está por encima, aparte y desempeña un papel fundamental.
Pero en el caso de los dabbawalas, el jefe —su zeitgeber— no se pone delante de un atril ni se agazapa en la popa de una barca. Flota por encima de sus cabezas en la estación de tren y dentro de ellas todo el día.
La mayoría de las recogidas matinales de Ahilu Adhav son rápidas y eficientes: un brazo asoma desde el apartamento y pone la bolsa en la mano tendida de Adhav. Adhav no avisa antes por teléfono. Los clientes no ven por dónde va, como si fuese un coche de Uber o Lyft. Cuando termina la ruta, lleva quince bolsas colgadas de la bicicleta. Pedalea a través de un área pavimentada hasta la estación de tren de Vile Parle, donde pronto se reunirá con otros diez walas, aproximadamente. Desatan las comidas, las apilan en el suelo, y empiezan a clasificar las bolsas con la velocidad y seguridad de un trilero. Cada wala apila entre diez y veinte comidas, las ata todas juntas y se echa el montón a la espalda. Después se dirigen a la estación de tren, al andén de la línea Oeste del sistema ferroviario de Bombay.
Los dabbawalas trabajan con una considerable autonomía. Nadie les dice en qué orden deben recoger o entregar las comidas. Deciden cómo se dividen el trabajo entre los miembros del equipo sin que nadie haga de supervisor aplicando mano dura.
Pero hay una dimensión que no les permite ninguna flexibilidad: el tiempo. En la cultura empresarial india, la hora de la comida suele ser entre las 13.00 y las 14.00 horas Eso significa que a las 12.45 los dabbawalas tienen que haber hecho todas sus entregas. Y eso quiere decir también que el equipo de Adhav tiene que coger el tren antes de las 10.51 en la estación de Vile Parle. Si pierde ese tren, todo el horario se desmoronará. Para los walas, el jefe es el horario de los trenes; el patrón externo que fija el ritmo, la velocidad y los tiempos de su trabajo, la fuerza que impone disciplina donde de otro modo habría caos. Es el déspota inexpugnable, el zeitgeber zarista cuya autoridad nadie cuestiona y cuyas reglas son terminantes, como un timonel o maestro de coro inanimado.
Así que este lunes, como todos los demás días, los dabbawalas llegan al andén con varios minutos de margen. Cuando el reloj de la estación se acerca a las 10.45 horas, recogen sus bolsas y antes de que se haya detenido el tren completamente, se suben al compartimento de equipajes para viajar al sur de Bombay.
Hay algo que debes saber sobre los dabbawalas de Bombay: la mayoría sólo tiene, en el mejor de los casos, estudios básicos. Muchos no saben leer ni escribir, un hecho que acentúa la implausibilidad de lo que hacen.
Supón que eres un inversor de capital riesgo y te propongo la siguiente idea de negocio:
Es un servicio de reparto de comida. Se recogen las comidas caseras en los domicilios de la gente y se llevan justo a la hora de comer a la mesa del familiar en su oficina al otro lado de la ciudad. Esa ciudad, por cierto, es la décima ciudad más grande del mundo, con el doble de habitantes que Nueva York, pero con muchas menos infraestructuras básicas. En nuestro negocio no se usarán teléfonos móviles, mensajes de texto, mapas online ni básicamente ninguna otra tecnología de las comunicaciones. Y como mano de obra para la operación, contrataremos a personas que no tienen estudios secundarios, siendo muchas de ellas analfabetos funcionales.
Sospecho que no me propondrías una segunda reunión, y mucho menos financiación de ningún tipo.
Pero Raghunath Medge, presidente de la Nutan Mumbai Tiffin Box Suppliers Association, afirma que los dabbawalas tienen un índice de error de uno en dieciséis millones, una estadística que se repite mucho pero nunca se ha verificado. Con todo, la eficiencia de los walas es suficientemente extraordinaria como para haber merecido el elogio de Richard Branson y el príncipe Carlos de Inglaterra, y haber sido inmortalizada en un estudio monográfico de la Harvard Business School. Desde sus comienzos en 1890, como sea, ha funcionado. Y una razón por la que funciona es el segundo principio de los tiempos grupales.
Después de sincronizarse con el jefe, el patrón externo que fija el ritmo del trabajo de cada persona, deben sincronizarse con la tribu: unos con otros. Esto requiere un profundo sentido de pertenencia.
En 1995, dos psicólogos sociales, Roy Baumeister y Mark Leary, formularon lo que llamaron «hipótesis de pertenencia». Sugirieron que «la necesidad de pertenecer es una motivación humana fundamental [...] y que mucho de lo que hacen los seres humanos lo hacen en aras de la pertenencia». Otros pensadores, entre ellos Sigmund Freud y Abraham Maslow, afirmaron cosas parecidas, pero Baumeister y Leary decidieron buscar una prueba empírica. La evidencia que reunieron era abrumadora (en su documento de veintiséis páginas citan más de trescientas fuentes). La pertenencia, descubrieron, moldea profundamente nuestros pensamientos y emociones. Su ausencia provoca efectos nocivos, y su presencia salud y satisfacción.282
La evolución ofrece como mínimo una explicación parcial.283 Después de que los primates nos bajáramos de los árboles y vagáramos por la sabana abierta, pertenecer a un grupo se hizo esencial para la supervivencia. Necesitábamos a los demás para repartir el trabajo y guardarnos las espaldas. Pertenecer nos mantenía vivos. No pertenecer nos convertía en el almuerzo de alguna bestia prehistórica.
Hoy, esta imperecedera inclinación a la pertenencia nos ayuda a calibrar nuestros actos con los de los demás. La cohesión social, como han descubierto muchos investigadores, da lugar a una mayor sincronicidad.284 O como dice Simmons: «Consigues un sonido mucho mejor si hay un sentido de pertenencia. Consigues más niveles de asistencia a los ensayos, más sonrisas en sus caras». Aunque, si bien el impulso de pertenencia es innato, su aparición requiere a veces algún esfuerzo. En la coordinación de grupo, se produce de tres formas: códigos, vestimenta y contacto físico.
Los códigos
Para los dabbawalas, el código secreto va pintado (o escrito con rotulador) en las bolsas de comida que manejan. Miren, por ejemplo, esta foto, tomada desde arriba, de la parte superior de un recipiente que Adhav estaba transportando:
Para ti y para mí, e incluso para el propietario de la bolsa de comida, lo que aparece garabateado ahí no tiene sentido. Pero para los dabbawalas, es la clave para coordinarse. Mientras nuestro tren se dirige dando tumbos al sur de Bombay, y nuestros cuerpos van dando tumbos con él (no es precisamente un transporte de lujo), Adhav explica los símbolos. VP e Y indican el barrio y el edificio donde se ha recogido la comida esa mañana. El 0 es la estación de donde saldrá. El 7 dice qué wala llevará la comida de la estación al cliente. Y el S137 indica en qué edificio y piso trabaja el cliente. Ya está. Ni códigos de barras, ni direcciones siquiera. «Yo miro esto, y todo está en mi cabeza», dice Adhav.
En el compartimento de los equipajes —no se permite a nadie subir maletas grandes a los atestados vagones de los trenes de Bombay—, los dabbawalas se sientan en el suelo, en medio de quizá doscientas bolsas de comida de tela y plástico. Hacen bromas y hablan unos con otros en marathi, la lengua del estado de Maharastra, en vez de la lengua mucho más predominante, el hindú. Los dabbawalas provienen del mismo conjunto de pequeñas localidades que se encuentra aproximadamente a ciento cincuenta kilómetros al sudeste de Bombay. Muchos son familia. De hecho, Adhav y Medge son primos.
Swapnil Bache, uno de los walas, me cuenta que la lengua común y ser del mismo sitio crea lo que llama «un sentimiento de hermandad». Y ese sentido de afiliación produce, como los códigos en los paquetes, un entendimiento informal que permite a los walas saber qué van a hacer los demás y moverse en armonía.
El sentimiento de pertenencia estimula la satisfacción y el rendimiento en el trabajo. La investigación de Alex Pentland en el MIT «ha mostrado que, cuanto más cohesionado y comunicativo es un equipo —cuanto más charlen y se cuenten cotilleos— más trabajo sacan adelante».285 Incluso la estructura del negocio mejora la pertenencia. Los dabbawalas no son una corporación, sino una cooperativa, que funciona con un modelo de reparto de beneficios que paga a los walas a partes iguales.286 La lengua y el patrimonio común hacen más fácil compartir los beneficios.
La vestimenta
Adhav es delgado y enjuto. La camisa blanca que lleva le queda como si su cuerpo fuese una percha, en vez de un maniquí. Viste unos pantalones de color oscuro y sandalias, y luce dos bindis en la frente. Pero es en la cabeza donde lleva la parte más importante de su atuendo: una gorra Ghandi blanca que significa que es un dabbawala. Una de las pocas restricciones que tienen los walas es que en el trabajo tienen que llevar la gorra todo el tiempo. La gorra es otro elemento de su sincronización. Los conecta a unos con otros y los identifica para los ajenos a la tribu dabbawala.
Los dabbawalas Eknath Khanbar (izquierda) y Swapnil Bache examinan el código que determina dónde entregar una comida
La ropa, al servir de señal asociativa e identificativa, facilita la coordinación. Como en los restaurantes de alta categoría, donde el funcionamiento interno tiene una parte de ballet y otra de invasión militar. Auguste Escoffier, uno de los pioneros de la cocina francesa, consideraba que la vestimenta creaba armonía. «Escoffier disciplinaba, formaba y vestía a sus cocineros», escribe un analista. Los uniformes ayudaban a mantener una postura erguida y cuidar los modales. La chaqueta blanca de doble botonadura se convirtió en la norma para enfatizar la limpieza y la higiene. Más sutilmente, estas chaquetas ayudaban a instilar un sentido de lealtad, inclusión y orgullo en los cocineros, entre ellos y el resto del personal del restaurante.287
Pasa lo mismo con los que hacen la comida en Francia y los que reparten la comida en la India.
Contacto físico
Algunos coristas llevan la sincronización hasta la punta de los dedos. Cuando cantan, se cogen las manos, para conectarse unos con otros y mejorar la calidad de su sonido. Los dabbawalas no se cogen de la mano. Pero sí muestran la naturalidad física de las personas que se conocen bien. Rodean con el brazo a un compañero o le dan una palmadita en la espalda. Cuando están a más distancia, se comunican con señales u otros gestos. Y en los viajes en tren, donde el compartimento para equipajes no cuenta con asientos separados, se apoyan muchas veces los unos sobre los otros, y un wala se echa la siesta sobre el hombro de otro.
El contacto es otro puntal de la pertenencia. Por ejemplo, hace pocos años, unos investigadores de la Universidad de California-Berkeley intentaron predecir las victorias de los equipos de baloncesto de la NBA analizando su empleo del lenguaje táctil. Observaron a cada equipo jugar un partido de principio de temporada y contaron las veces que los jugadores se tocaban unos a otros; en la lista se incluían «los choques de puños, manos y pechos, saltos chocando el hombro, golpes en el pecho, choques de ambas manos, abrazos completos, medios abrazos y corrillos de equipo». Después observaban el rendimiento del equipo durante el resto de la temporada.
Tras determinar los factores obvios que afectan a los resultados en el baloncesto —por ejemplo, la calidad de los jugadores—, descubrieron que el contacto predecía el rendimiento individual y también el del equipo. «El tacto es el sentido más desarrollado al nacer, y antecede al lenguaje en la evolución de los homínidos —escriben—. Aumenta la conducta cooperativa en los grupos, lo que a su vez facilita un mejor rendimiento del grupo.» Tocarse es una forma de sincronizar, una forma primordial de indicar dónde estás y adónde vas. «El baloncesto ha desarrollado su propio lenguaje del tacto», escriben. «Los choques de manos y puños, gestos teatrales aparentemente pequeños en las interacciones de grupo, resultan muy reveladores de los funcionamientos cooperativos de un equipo, y de si éste gana o pierde.» 288
Los tiempos grupales requieren pertenencia, facilitada por los códigos, la vestimenta y el contacto físico. Una vez que el grupo se sincroniza con la tribu, ya está listo para sincronizarse en el siguiente y último nivel.
El intermedio ha terminado. Los cantantes del Coro del Congreso se suben a las cuatro gradas para el segundo acto de Road Trip! Durante los próximos setenta minutos, cantarán otra docena de canciones, incluida una excelente interpretación a capela de Baby, What a Big Surprise.
Las voces de los coristas están sincronizadas, por supuesto. Cualquiera lo sabe al oírlas. Pero lo que ocurre dentro de sus cuerpos, aunque no es audible, sí es importante y curioso. En esta actuación, los corazones de este variado conjunto de cantantes aficionados estarán latiendo seguramente al mismo ritmo.289
Sincronizar con el corazón es el tercer principio de los tiempos grupales. La sincronización nos hace sentir bien, y sentirnos bien contribuye a que el grupo ruede con mayor suavidad. Coordinarnos con los demás también nos ayuda a obrar bien, y obrar bien facilita la sincronización.
Hacer ejercicio es una de las pocas actividades de la vida que es incuestionablemente buena para nosotros, una tarea que brinda enormes beneficios con pocos costes. Hacer ejercicio nos ayuda a vivir más tiempo. Ahuyenta las enfermedades cardíacas y la diabetes. Nos hace estar más delgados y fuertes. Y su valor psicológico es inmenso. Para las personas que padecen depresión, puede ser tan eficaz como medicarse. Para las personas sanas, es un estimulador del ánimo instantáneo y con efectos duraderos.290 Cualquiera que estudie la ciencia del ejercicio llega a la misma conclusión: sería de tontos no hacerlo.
El canto coral podría ser el nuevo ejercicio.
Los estudios sobre los beneficios de cantar en grupo son impresionantes. Cantar en coro reduce el ritmo cardíaco y aumenta los niveles de endorfina.291 Mejora la función pulmonar.292 Eleva el umbral de dolor y reduce la necesidad tomar analgésicos.293 Incluso mitiga el síndrome del intestino irritable.294 Cantar en grupo —no sólo en las actuaciones, también en los ensayos— aumenta la producción de inmunoglobulinas, lo que facilita la lucha contra infecciones.295 De hecho, los pacientes de cáncer que cantan en un coro presentan una mejor respuesta inmune después de tan sólo un ensayo.296
Y aunque son muchas las recompensas fisiológicas, las psicológicas pueden ser aún mayores. Varios estudios muestran que cantar en un coro supone un importante estímulo para el ánimo.297 También mejora la autoestima a la vez que reduce la sensación de estrés y los síntomas depresivos.298 Refuerza el sentido de propósito y significado, y hace que aumente nuestra sensibilidad hacia los demás.299
Y estos efectos no provienen del mero hecho de cantar, sino de cantar en grupo. Por ejemplo, las personas que cantan en un coro reportan un mayor bienestar que las que cantan en solitario.300
La consecuencia es un círculo virtuoso de sentimientos positivos y una mejor coordinación. Sentirse bien favorece la cohesión social, lo que facilita más la sincronización. Sincronizar con los demás nos hace sentir bien, lo que refuerza el apego y mejora aún más esa sincronización.
Los grupos corales son la expresión más sólida de este fenómeno, pero hay otras actividades en las que los participantes encuentran un modo de operar en sincronía que también generan sentimientos positivos parecidos. Un grupo de investigadores de la Universidad de Oxford ha descubierto que bailar en grupo —«una actividad humana muy extendida que implica un esfuerzo por moverse en sincronía con la música»— eleva el umbral de dolor de los participantes.301
Lo mismo ocurre con el remo, una actividad cubierta de agonía. Otra investigación de Oxford, realizada con miembros del equipo de remo de la universidad, descubrió unos umbrales de dolor más altos cuando las personas remaban juntas, pero menos altos cuando remaban solas. Es más: a este estado mental, en el que los participantes sincronizados se vuelven menos susceptibles al dolor, lo llaman el «subidón del remero».302
En el libro Remando como un solo hombre, de Daniel James Brown (Nórdica Libros, Madrid, 2015), que narra la historia de un equipo de nueve remeros de la Universidad de Washington que ganó una medalla de oro en las Olimpiadas de Berlín de 1936, se encuentra esta gráfica descripción:
«Y llegó a entender que esos vínculos casi místicos, si se cuidaban correctamente, podían elevar a una tripulación por encima de la esfera ordinaria, transportarla a un lugar donde nueve chicos se convertían de algún modo en una sola cosa; una cosa que no podía terminar de definirse, una cosa que estaba tan en sintonía con el agua y la tierra y el cielo que, a medida que remaban, el éxtasis sustituía al esfuerzo.» 303
Que nueve personas pudieran convertirse en una unidad bullente, y que como fruto de ello ese éxtasis pueda suplantar al esfuerzo, indica una necesidad profundamente arraigada de sincronizar. Algunos investigadores sostienen que tenemos un deseo innato de sentir que vamos al mismo ritmo que los demás.304 Una tarde de domingo, le hice a David Simmons una pregunta más general que cómo conseguían los cantantes del Coro del Congreso terminar las sílabas a la vez. ¿Por qué las personas cantan en grupo?, le pregunté.
Lo pensó un momento y me respondió: «Les hace sentir que no están solas en el mundo».
Volviendo al concierto del Coro del Congreso, una emocionante versión de My Shot, del musical Hamilton pone al público en pie. La multitud también está ahora sincronizada, y rompe a aplaudir y lanzar vítores rítmicamente. El penúltimo número —anuncia Simmons— es This Land is Your Land. Pero antes de que empiecen los cantantes, Simmons le dice al público: «Vamos a invitarles a unirse a nosotros en el último estribillo (de la canción). Atentos a que yo dé la señal». Empieza la música y los coristas cantan. Después, Simmons hace una señal al público con la mano, y trescientas personas —de las cuales la mayoría no se conoce entre sí y probablemente no volverá a coincidir nunca en la misma sala— empiezan, aún lentamente, a cantar, de forma imperfecta pero poniéndole ganas, hasta que llegan a la última frase: «This land was made for you and me» (Esta tierra se hizo para ti y para mí).
Tras realizar un trayecto de cuarenta minutos, Ahilu Adhav se baja del tren en la estación de Marine Lines, cerca del lugar donde el extremo sur de Bombay limita con el mar Arábigo. Se le unen otros dos dabbawalas que han llegado de otras partes de la ciudad. Utilizando los códigos, vuelven a clasificar rápidamente las bolsas. Después, Adhav coge una bicicleta que ha dejado otro wala en la estación y se dispone a hacer sus repartos.
Pero esta vez no puede ir montado. Las calles están tan atestadas de vehículos —la mayoría parece ser ajena al concepto de carril—, que es más rápido empujar la bicicleta entre los coches parados, las motos que aceleran y de vez en cuando alguna vaca, que pedalear. Su primera parada es una tienda de componentes electrónicos en un abarrotado mercado callejero llamado Vithaldas Lane, donde posa una maltrecha bolsa de comida sobre la mesa del propietario de la tienda.
Ahilu Adhav entrega dos comidas en un ajetreado mercado callejero de Bombay
El objetivo es entregar todas las comidas antes de las 12.45 horas, para que sus clientes (y los propios dabbawalas) puedan comer entre las 13.00 y las 14.00 horas, y Adhav pueda recuperar los recipientes vacíos a tiempo para coger el tren de vuelta a las 14.48 horas Hoy, Adhav termina su ronda a las 12.46 horas
La tarde anterior, Medge, el presidente de la asociación, me había descrito el trabajo de los dabbawalas como una «misión sagrada». Tiende a hablar sobre el reparto de comida en términos casi religiosos. Me dijo que los dos pilares fundamentales del credo dabbawala eran que «el trabajo es un culto» y que «el cliente es dios». Y esta filosofía celestial tiene un impacto terrenal. Como Medge explicó a Stefan Thomke, que escribió el monográfico de la Harvard Business School: «Si tratas la dabba como un simple recipiente, puede que no te lo tomes en serio. Pero si piensas que el recipiente contiene medicinas que tienen que llegar a pacientes enfermos que pueden morir, entonces el sentido de urgencia te obliga a asumir ese compromiso».305
Este propósito más elevado es la versión wala de sincronizarse con el corazón. Una misión común les ayuda a coordinarse, pero también activa otro círculo virtuoso. Trabajar en armonía con otras personas, según demuestra la ciencia, hace más probable que obremos bien. Por ejemplo, un estudio de Bahar Tunçgenç y Emma Cohen de la Universidad de Oxford ha revelado que los niños que jugaban a un juego en el que había que dar palmas y pasos de forma rítmica y sincronizada eran más propensos a ayudar a sus compañeros que los niños que jugaban a juegos no sincrónicos.306 En otros experimentos similares, los niños que jugaban primero a juegos sincrónicos eran mucho más propensos a decir que, si volvieran para hacer nuevas actividades, querrían jugar con un niño que no hubiese estado en su grupo original.307 Incluso columpiarse a la vez que otro niño mejoraba la cooperación posterior y las habilidades colaborativas.308 Funcionar en sincronía mejora nuestra capacidad de apertura a los de fuera y nos hace más proclives a adoptar conductas «prosociales». Dicho con otras palabras, la coordinación nos hace mejores personas, y ser mejores personas nos ayuda a coordinar mejor.
La última parada de Adhev al recoger los tiffins es Jayman Industries, una fábrica de material quirúrgico con una angosta oficina en dos estancias. Para cuando llega Adhav, al dueño de la empresa, Hitendra Zaveri, no le ha dado tiempo a comer. Así que Adhav espera mientras Zaveri abre su comida. No es un triste almuerzo de escritorio. Tiene buena pinta: chapati, arroz, dal y verduras.
Zaveri, que lleva utilizando el servicio veintitrés años, dice que prefiere la comida casera porque es garantía de calidad y porque la de fuera «no es buena para la salud». Está contento con lo que llama «precisión horaria», también. Pero hay algo más sutil que hace que siga siendo cliente. Su mujer le cocina la comida. Lleva haciéndolo dos décadas. Aunque tenga que recorrer un largo trayecto para ir a trabajar y pasar un día frenético, esta breve pausa de mediodía le mantiene conectado con ella. Esto es posible gracias a los dabbawalas. Quizá la misión de Adhav no sea exactamente sagrada, pero casi. Reparte comida que ha sido cocinada por un miembro u otro de la familia. Y no lo hace una sola vez, o una vez al mes. Lo hace todos los días.
Lo que hace Adhav es esencialmente distinto de repartir una pizza de Domino’s. Él ve a un miembro de la familia a primera hora de la mañana, y más tarde ve a otro. Ayuda a que el primero alimente al segundo, y el segundo siente gratitud hacia el primero. Adhav es el tejido conector que mantiene unidas a las familias. El repartidor de pizza puede ser eficiente, pero su trabajo no tiene trascendencia. Adhav, sin embargo, es eficiente porque su trabajo tiene trascendencia.
Se sincroniza primero con el jefe: el tren de las 10.51 horas que sale de la estación de Vile Parle. Se sincroniza después con la tribu: sus compañeros walas tocados con la gorra blanca, que hablan su misma lengua y conocen el críptico código. Pero al final se sincroniza con algo más sublime —el corazón—, realizando un trabajo difícil y físicamente agotador que da de comer a las personas y mantiene unidas a las familias.
En una de las paradas matutinas de Adhav, en la séptima planta de un edificio conocido como el Pelican, conocí a un hombre que llevaba quince años utilizando los servicios de los dabbawalas. Como muchos otros con los que hablé, dice que no ha sufrido ningún retraso, pérdida o incidencia con los repartos.
Pero sí tenía una queja.
En la increíble travesía que realiza su comida desde su propia cocina hasta la bicicleta de Adhav a la primera estación de tren a la espalda del dabbawala a otra estación de tren a las atestadas calles de Bombay hasta la mesa de su oficina, «a veces el curry se te mezcla con el arroz».