Estando en Nueva Delhi, fui con Moravia a una recepción que ofrecía la embajada de Cuba con ocasión del segundo aniversario de la revolución de aquella isla: frente a una pequeña villa de la inmensa ciudad-jardín que, justamente como debe de ser Washington, es Delhi, había sido erigido un gran pabellón azul y rojo, con alfombras rojas en el suelo. Allí se amontonaban todos los diplomáticos de la capital, desde el embajador de Yugoslavia hasta el de Bélgica, desde el agregado cultural cubano hasta el ruso: todos con su copa de whisky en la mano, en formación como en un grabado, entre afables parloteos, en el aire de primavera un poco gélido.
Entre las siluetas elegantes de los diplomáticos y de sus señoras, el hecho de ver a dos prelados católicos, delgados como espadas, ceñidos por una franja roja en la cintura y con solideos rojos sobre la nuca me pareció una especie de espejismo absurdo (hacía solamente unos diez días que había salido de Italia, pero me parecían diez años). Debían de ser españoles: tenían el aire de los espadachines.
Para mí eran emblemas, emblemas candentes de todo un mundo.
Pero ¿para cuántos millones de personas en el mundo indio no eran más que un vivaz garabato en rojo y negro? ¿Mensajeros de un potentado tan lejano como para parecer casi inexistente?
Podrá parecer absurdo, pero por primera vez tuve la sensación de que el catolicismo no coincide con el mundo: la separación de estas dos entidades fue tan inesperada y violenta que constituyó una especie de trauma... Me pregunté entonces, por primera vez de manera urgente, qué era lo que llenaba este inmenso mundo, este subcontinente de cuatrocientos millones de almas. Hacía demasiado poco que estaba en la India como para encontrar algo que sustituyese mi hábito de la religión de Estado: la libertad religiosa era una especie de vacío al que me asomaba con vértigo.
Solo poco a poco había de acostumbrarme a esta condición de libre elección religiosa, que, si por un lado da una sensación como de gratitud de cada religión, por el otro es tan rica en espíritu religioso puro.
Trazar un cuadro de la religión hindú es imposible. Me limitaré, si es que vale la pena, a reunir algunas teselas del irrealizable mosaico.
Bajaba desde Malabar Hill, en Bombay, con kilómetros de marcha en las piernas, y caminaba por la calle que bordea el mar. Era la hora del crepúsculo. Se acababan de encender las farolas de la ilimitada sealine.
Me gustaba caminar solo, callado, aprendiendo a conocer paso a paso ese nuevo mundo, tal como había conocido paso a paso, caminando solo, los suburbios romanos; había algo que era análogo, solo que ahora todo se mostraba dilatado y esfumado sobre un fondo cargado de incertidumbre.
En el centro del gran semicírculo entre la calle que bordeaba el mar y el agua, se abría una extensión de arena, oscura en las primeras sombras del anochecer, amplia como un mercado: Ciópati era su nombre, y se trataba del sitio de las grandes manifestaciones políticas, uno de los lugares en que Nehru pronunciaba sus arengas. Ahora estaba llena de gente que se aglomeraba para tomar el fresco, pasear, contemplar el mar. Habría, en ese semicírculo de arena, unas dos o tres mil personas: casi silenciosas, más allá de la línea convulsa del tráfico de pequeños taxis y destartalados autobuses que recorrían la calle costera. Unos, acurrucados, con las rodillas a la altura del rostro y los brazos abandonados sobre las rodillas; otros sentados a la manera india, sobre las piernas plegadas en cruz; otros más, de pie, envueltos en sus miserables harapos, que se volvían cada vez más resplandecientes a medida que el sol desaparecía detrás del horizonte lechoso.
En medio de esa muchedumbre circulaban unos vendedores de pequeñas, indescriptibles golosinas (como en nuestro país los cacahuetes o los helados), con una puntiaguda llamita blanca sobre la bandejita: y las pequeñas llamas se entrecruzaban en medio de la multitud silenciosa.
Un desfile de llamas más grandes parpadeaba a lo lejos, en un sector de la playa dedicado a los carritos de vendedores.
Algún que otro niño todavía hacía volar su pequeña cometa cuadrada, azul o rojiza, contra el cielo azul y rojizo; junto a una especie de baldaquín cantaba una mujer ciega, mientras dos chiquillos, serios, tañían tozudamente unos instrumentos ensordecedores parecidos a las castañuelas; y en un sitio de la playa, hecha de arena pero adornada con piedras y telas de colores, había una gran imagen de Visnú; y aquí y allá grupos de personas en círculo que escuchaban a una especie de juglares que, muy serios, relataban cuentos con el ingenuo arte dramático de los indios, patosos y didácticos.
No sé cómo logré, en medio de semejante muchedumbre, entre las llamitas que la atravesaban por todas partes, individualizar a un grupo de personas que estaban allí por una razón totalmente especial y excepcional. Probablemente por su aspecto atareado y secreto, por sus gestos decididos.
Eran trece en total, los he contado. Cuatro mujeres, entre las cuales la mayor tendría unos cuarenta años y la más joven era casi una adolescente, con un niño de pecho en brazos; dos hombres de unos treinta años; un viejo; un joven y algunos chiquillos. Todo este grupo, seguramente de dos o tres familias emparentadas, caminaba desembarazadamente en medio de la muchedumbre de Ciópati, y yo, al principio con mucha discreción y después cada vez con mayor descaro, caminé detrás.
Dos de las mujeres, las mayores, por lo visto las madres, llevaban dos bandejas, de bronce y de madera, llenas de frutas: plátanos, cocos, piñas y ramitos de flores en pequeños jarrones. Debía de haber también verduras cocidas o arroz.
El grupo fue a detenerse justamente junto a la orilla del mar. Había marea baja y ante ellos se extendía una especie de pantano, hecho de lodo gris, todo lleno de charcos de agua; pero el sol, al ponerse, daba a ese pantano el color de la plata: plata bruñida el fango, plata brillantísima el agua. Un inmenso bordado de plata.
Las mujeres dejaron sobre la arena las bandejas y los chiquillos empezaron a corretear alrededor, alegres, unos a la carrera y otros jugueteando con las manitas en la arena, sin que nadie los riñese o los llamase al orden. Por otra parte, también los mayores llevaban a cabo su rito con gran humildad y distancia, sin preocuparse mucho, sin devoción visible.
Un hombre cogió una fruta, un mango o un limón, y, como quien no quiere la cosa, trazó una especie de círculo sobre las cabezas de algunos de los presentes, especialmente de los niños; luego se acercó a la red de plata de la charca que tenía delante e hizo el gesto de lanzar la fruta al agua; después, como pensándoselo mejor, avanzó más aún por el pantano de plata y se convirtió en una especie de sombra mágica, cuyos gestos no se distinguían. Más tarde regresó para unirse al grupo de los suyos.
Las mujeres, mientras tanto, guiadas por la mayor, llevaban a cabo extrañas tareas sobre las bandejas, con gestos medidos y resignados de amas de casa: cambiaron de sitio las frutas, las florecillas, puñados de arroz hervido: y, mientras tanto, habían encendido palillos de paja perfumada que empezaron a arder lentamente. Después, los hombres cogieron unas bolsas de harpillera y se dedicaron a llenarlas con las ofrendas: siempre era la mujer mayor la que dirigía las operaciones. Los hombres obedecían, pacientes y subordinados, poniendo por su parte, precisamente, la fuerza y el prestigio de los hombres, pero no la competencia del rito: se la dejaban totalmente a la mujer, casi con una especie de satisfacción debida a la momentánea falta de responsabilidad y a la esperanza de que ese rito, conocido y dirigido por la madre, fructificase en algo, tal vez en algún bien para toda la familia.
Esa situación no me resultaba nueva: también entre los campesinos de Friul * ocurre algo parecido, en ciertas costumbres rústicas que han sobrevivido a la desaparición del paganismo: los hombres, incluso irónicos, quedan como rendidos y suspendidos. Su fuerza y su modernidad callan ante el caprichoso misterio de los dioses tradicionales.
Llenados los sacos, ahora todo quedaba en manos de los hombres: las mujeres permanecían junto a las bandejas vacías, con los palillos que seguían ardiendo y los chicos que jugaban tranquilamente; y los hombres, tras escuchar los últimos consejos, se aventuraban a realizar a solas la última parte del ritual de la ofrenda, alejándose por la red de plata que tragó sus sombras, tenuemente cegadora como la vidriera de una catedral.
Mientras tanto, junto a mí, que estaba observando, se había situado un hombre anciano, de largos cabellos negros envueltos en el fétido turbante y una gran barba negra: totalmente envuelto en harapos blancos, me miraba de soslayo con una especie de mueca.
Lo observé mejor: no era más alto que un adolescente enfermo que hubiese crecido mal, seco y ligero como un implume; sus actitudes eran las de un chico; mejor dicho, de una chica; sus movimientos tenían la delicadeza y el leve histerismo de los de una niña.
Comprendí que su mueca era una sonrisa de complicidad. Y también que estaba aguardando que la familia se marchase para ir a comer sus ofrendas. Y, por último, entendí que estaba medio muerto de hambre. Esa sonrisa avergonzada quería sencillamente decir: «Ahora voy a atrapar esa comida y me la voy a comer como un perro. Tú me comprendes, ¿no? Vaya, se trata de estupideces, cosas que le pasan a todo el mundo: tú también tienes hambre, ¿verdad?».
De tal suerte que la larga espera de aquellos dos que se habían ido por el pantano para llegar al mar, en la sombra enfebrecida del crepúsculo, se volvió paulatinamente un suplicio.
Por fin volvieron a aparecer los dos contra el fondo de la gran placa salpicada de plata; el viejo hambriento corrió, entonces, como una niña, hacia el mar, y desapareció en la penumbra de la que estaban saliendo, satisfechos, silenciosos, recibidos por el brincar de los niños y por el silencio tranquilo de las mujeres, los dos jóvenes padres. Y la familia se dispuso a regresar a casa, atravesando la playa que parecía invadida por un ejército de fantasmas.
No siempre he visto en los ritos hindúes esa paz, humilde y humana: más bien todo lo contrario. A menudo se ven cosas inmundas. La visión de toda una serie de espléndidos templos, en el sur, desde Madrás hasta Tangiore, una docena de etapas estupendas, se ve atormentada por la vista de la multitud alrededor de los templos y de su sucia devoción.
En Calcuta, una visión tremenda. No era posible dejar de visitar el templo de Kali, que es una de las pocas curiosidades de ese lugar siniestro y sin esperanza, una de las más grandes aglomeraciones humanas del mundo.
Llegamos y bajamos del taxi, asaltados, como por un enjambre de moscas, por un apretado gentío de leprosos, de ciegos, de tullidos, de mendigos; nos internamos hacia el pequeño patio central del templo (sin conseguir verlo, tanta era la atroz muchedumbre que nos atormentaba: por otra parte, se trataba de una edificación moderna, sin valor de estilo), y, una vez llegados a ese pequeño patio, entre un remolino de harapos y de pobres miembros desnudos, vimos a alguien que arrastraba un cabrito hacia una especie de patíbulo, una horquilla de madera plantada en el empedrado. Se elevó una hoja curva, la cabeza del cabrito rodó por el suelo y el círculo del cuello se llenó de una espuma hirviente de sangre.
En la India la vida tiene los caracteres de la insoportabilidad: no se sabe cómo es posible resistir comiendo un puñado de arroz sucio, bebiendo un agua inmunda, bajo la amenaza constante del cólera, del tifus, de la viruela, hasta de la peste, durmiendo en el suelo o en viviendas atroces. Por la mañana, cada despertar ha de ser una pesadilla. Sin embargo, los indios se levantan con el sol, resignados, y resignados empiezan a ocuparse de algo: es un girar en el vacío a lo largo del día entero, un poco como puede verse en Nápoles, pero, aquí, con resultados incomparablemente más míseros. Verdad es que los indios nunca están alegres: sonríen a menudo, es cierto, pero se trata de sonrisas de dulzura, no de alegría.
Así ocurre que de vez en cuando alguien sale de este torbellino espantoso, de esta tempestad infernal. Y se lo ve como abandonado en los bordes, atontado. A menudo me ha ocurrido ver a uno de ellos con la mirada fija en el vacío, inmóvil: en el rostro los síntomas claros de una neurosis. Casi parecía que hubiese «entendido» la insoportabilidad de esa existencia. Estas expresiones de estar abstraídos de la vida, de renunciamiento, de interrupción, de hielo, las he visto como concentradas y codificadas en el rostro de un joven, en Aurangabad. Aurangabad es una pequeña ciudad a más de trescientos kilómetros de Bombay: el consabido amasijo informe de casuchas mal adosadas entre sí, de callejuelas mugrientas y de bazares alineados a lo largo de una especie de calle mayor, con estrechas desembocaduras que abren las aguas servidas.
En medio de esa calle había un árbol, desmesurado y estupendo como tantos árboles en la India, y, rodeando el árbol, un enrejado pintado de rojo y otros vivos colores. Pasando frente al enrejado en una de mis desesperadas exploraciones vi a un joven, inmóvil, del color de la cera, abstraído: pero en sus ojos desorbitados había un gran orden y una gran paz. Tenía las manos unidas en un gesto de plegaria. Me acerqué para observar mejor. Estaba descalzo; sus zapatos se encontraban allí, al lado, sobre el pútrido polvo. Miré qué era lo que adoraba. Se trataba de una rana, de un metro de altura, encerrada en el interior del templete, detrás de unos sucios tapices amarillos: una rana hecha con una madera que parecía viscosa, con el dorso pintado de rojo y la panza de amarillo. En realidad era una degeneración de la consabida vaca sagrada: un verdadero horror. Volví a contemplar el rostro del joven que rezaba: era sublime.
No sé bien qué puede ser la religión hindú: leed los artículos de mi maravilloso compañero de viaje, Moravia, que se ha documentado a la perfección, y, dotado de mayor capacidad de síntesis que yo, tiene ideas muy claras y fundadas sobre el argumento. Sé que, en sustancia, el brahmanismo habla de una fuerza vital originaria, un «soplo», que posteriormente se concretiza y manifiesta en la infinita plasticidad de las cosas: en resumen, un poco como la teoría de la ciencia atómica, como, precisamente, Moravia pone en evidencia.
He intentado hablar de todo esto con muchos hindúes, pero ninguno tiene ni la más remota idea de lo que acabo de exponer. Cada cual tiene su culto, Visnú, Shiva o Kali, y sigue fielmente sus ritos. Sobre ello solo puedo limitarme a algunas descripciones como las que acabo de hacer. Pero puedo decir una cosa: que el pueblo hindú es el más querible, más dulce y manso que se pueda conocer. La no violencia está en sus raíces, en su misma razón de vida. Acaso en alguna ocasión defienda su debilidad con un poco de histrionismo o de falta de sinceridad: pero se trata de pequeñas sombras en los márgenes de tanta luz, de tanta transparencia.
Es suficiente con mirar su manera de decir que sí. En vez de afirmar como nosotros, moviendo de arriba abajo la cabeza, lo hacen más o menos como nosotros cuando negamos: pero la diferencia del gesto es, sin embargo, enorme. Ese «no» que significa «sí» consiste en un ondear tiernamente la cabeza (esa cabeza morena y ondeada con esa pobre piel negra que es el color más bello que una piel pueda tener), con un gesto que es al mismo tiempo dulce («Pobre de mí, yo digo que sí, pero no sé si se puede llevar a cabo»), picaruelo («¿Por qué no?»), asustado («Es tan difícil...») y coquetamente halagador («Estoy contigo totalmente»). La cabeza se mueve, como ligeramente separada del cuello, y también los hombros ondean un poco, con un gesto de jovencita que vence el pudor y se yergue cariñosa: las masas hindúes, vistas desde lejos, se fijan en la memoria con ese gesto de asentimiento, y con la sonrisa infantil y radiante en la mirada, que lo acompaña. Su religión está en ese gesto.