Respirar de nuevo
Debes continuar,
No puedo continuar,
Continuaré.[1]
SAMUEL BECKETT
Más o menos un año después de que muriera Dave, sonó mi móvil en la oficina: era una vieja amiga y, puesto que ya nadie llama a nadie, supuse que el motivo sería importante. Lo era. Le había ocurrido algo terrible a una mujer joven a la que asesoraba. Unos días antes, había asistido a una fiesta de cumpleaños y, cuando decidió irse, se dio cuenta de que un compañero de trabajo necesitaba que lo llevaran a casa. Ella vivía cerca, así que se ofreció para acercarlo en coche. Cuando llegaron, él sacó una pistola, la obligó a entrar en su casa y la violó.
La mujer fue al hospital para que realizaran un examen forense de la violación y luego denunció la agresión a la policía. Mi amiga estaba buscando maneras para que se sintiera mejor y sabía que yo podría ayudarla, así que me pidió que hablara con ella para confortarla. Al marcar su número, me entraron dudas de si sería capaz de ayudar a alguien a reponerse de algo tan violento. Pero, a medida que empecé a escucharla, me di cuenta de que lo que yo había aprendido podría servirle también a ella.
Plantamos las semillas de la resiliencia en función del modo en que procesamos acontecimientos negativos. Después de pasarse décadas estudiando cómo las personas asimilan los reveses, el psicólogo Martin Seligman descubrió tres factores que pueden obstaculizar la recuperación:[2] (1) la personalización: la creencia de que es nuestra culpa; (2) la generalización: la creencia de que lo ocurrido afectará a todas las áreas de nuestra vida; y (3) la permanencia: la creencia de que las secuelas de lo ocurrido durarán siempre. Estos tres efectos son la otra cara de la moneda de la canción pop «Everything Is Awesome» [«Todo es maravilloso»]: «Todo es terrible». En nuestra cabeza se repite en bucle el mismo mantra: «Es terrible, es culpa mía. Toda mi vida es terrible. Y siempre va a ser terrible».
Cientos de estudios demuestran que los niños y los adultos se recuperan más rápido cuando se dan cuenta de que no son completamente responsables de los reveses, que no afectan a todos los aspectos de su vida y que no los van a perseguir siempre. Reconocer que los acontecimientos negativos no son personales, ni generales, ni permanentes disminuye las posibilidades de caer en una depresión y mejora la capacidad para superarlos.[3] No caer en la trampa de estos tres factores ayudó a los profesores de escuelas urbanas y rurales: fueron más efectivos en clase y sus estudiantes obtuvieron mejores resultados académicos.[4] Ayudó a los nadadores universitarios que rendían menos en las carreras: su ritmo cardíaco fue más constante y mejoraron sus tiempos.[5] Y también ayudó a los vendedores de seguros cuando pasaban una mala racha: al no tomarse el rechazo de manera personal y recordar que al día siguiente tendrían más oportunidades con otros clientes, vendían más del doble y duraban dos veces más en sus puestos de trabajo.[6]
Durante aquella llamada con la mujer joven, al principio me limité a escuchar cómo se sentía violentada, traicionada, enfadada y asustada. Luego, empezó a culparse a sí misma, diciendo que había sido un error suyo por haber llevado a su compañero a casa. Le aconsejé que dejara de personalizar la agresión. La violación nunca es culpa de la víctima y ofrecerse para llevar a casa a un compañero es algo totalmente razonable. Insistí en que no todo lo que nos pasa se debe a nosotros. Después, saqué a colación los otros dos factores: la generalización y la permanencia. Hablamos sobre todas las otras cosas buenas que tenía en la vida y la animé a pensar en que la desesperación sería menos aguda con el tiempo.
Recuperarse de una violación es un proceso increíblemente difícil y complicado, y es diferente en cada persona. Las pruebas demuestran que es habitual que las víctimas se culpen a sí mismas y se sientan desesperanzadas respecto al futuro.[7] Aquellas que logran romper este patrón tienen menos riesgo de depresión y de estrés postraumático. Unas semanas después, la mujer me llamó para decirme que, con su cooperación, el estado iba a procesar al violador. Me dijo que pensaba en los tres factores cada día y que los consejos que le había dado le hacían sentirse mejor. A mí también me hizo sentir mejor.
Yo misma caí en estas tres trampas, empezando por la personalización. Después de la muerte de Dave, me culpé de inmediato. El primer informe médico afirmaba que Dave había muerto por el golpe que se dio en la cabeza al caerse de la bicicleta elíptica, así que no paré de decirme que lo podría haber salvado si lo hubiera encontrado antes. Mi hermano David, neurocirujano, insistió en que no era verdad: caerse desde aquella altura podía haber provocado que se rompiera el brazo, pero no podía matarlo. Algo tenía que haber ocurrido antes para que se cayera. La autopsia demostró que mi hermano tenía razón: Dave murió en cuestión de segundos por una arritmia cardíaca causada por una enfermedad de la arteria coronaria.
Pero incluso cuando supe que Dave no había muerto en el suelo del gimnasio por una negligencia, encontré otras razones para culparme. No se le había diagnosticado la enfermedad coronaria. Me pasé semanas con sus médicos y con los médicos de mi familia revisando la autopsia y los informes clínicos. Me preocupaba que se hubiera quejado de dolores en el pecho pero que no le hubiéramos hecho caso. Pensé incansablemente en su dieta, en que debería haberle presionado para que la mejorara. Sus médicos me dijeron que ningún cambio específico en su modo de vida habría logrado salvarle con toda seguridad. Y me ayudó el hecho de que la familia de Dave me recordara que sus hábitos alimenticios eran mucho más sanos siempre que estaba conmigo.
También me culpé por el trastorno que su muerte causó a todos los que me rodeaban. Antes de la tragedia, yo era la hermana mayor, la que hacía y planificaba todo, la que siempre tiraba del carro. Pero, al morir Dave, fui incapaz prácticamente de hacer nada. Otros se ofrecieron a prestarme ayuda. Mi jefe, Mark Zuckerberg, mi cuñado Marc y Marne organizaron el funeral. Mi suegro y mi cuñada Amy se ocuparon de todos los preparativos del entierro. Cuando venía gente a mostrar sus respetos a casa, Amy me forzaba a levantarme y agradecerles que hubieran ido. Mi padre me recordaba que debía comer y se sentaba a mi lado para asegurarse de que lo hacía.
Durante los siguientes meses, me di cuenta de que la frase que más repetía era: «Lo siento».[8] Pedía perdón constantemente, a todo el mundo. A mi madre, que había dejado su vida de lado durante todo el primer mes para estar conmigo. A mis amigos, que tomaron aviones para asistir al funeral sin importar lo que estuvieran haciendo. A los clientes, por todas las reuniones a las que había faltado. A mis compañeros de trabajo, por no estar lo bastante concentrada cuando las emociones me abrumaban. Empecé una reunión diciéndome «Puedo hacerlo», pero enseguida me brotaron las lágrimas y tuve que irme esgrimiendo un apresurado «Lo siento». No es exactamente la actitud que se espera en Silicon Valley.
Adam finalmente me convenció de que debía prohibirme las palabras «lo siento». También vetó «perdón», «me arrepiento de que» o cualquier intento de saltarme la prohibición. Me explicó que al culparme a mí misma, solo estaba retrasando mi recuperación, lo cual también significaba que estaba retrasando la recuperación de mis hijos. Esto me ayudó a quitarme ese vicio de encima. Me di cuenta de que, si los médicos no habían podido evitar su muerte, era irracional creer que yo podría haberlo hecho. Yo no había trastornado la vida de los demás: había sido la tragedia. Nadie pensaba que debiera disculparme por llorar. Cuando intenté dejar de decir «lo siento», me vi mordiéndome la lengua una y otra vez, y empecé a liberarme de la personalización.
A medida que me culpaba menos, comencé a ver que no todo era terrible. Mi hijo y mi hija dormían toda la noche de un tirón, lloraban menos y jugaban más. Teníamos a nuestra disposición terapeutas que nos ayudaban a superar el duelo. Me pude permitir contratar a personas que me ayudaron con los niños y las tareas del hogar. Tenía familia, amigos y compañeros que me querían; me maravilló cómo nos sostuvieron, a veces incluso literalmente. Me sentí más cerca de ellos de lo que nunca hubiera imaginado.
Volver al trabajo también me ayudó a superar la generalización. En la tradición judía, hay un período de duelo intenso durante siete días que se llama Shiva, después del cual se supone que deben retomarse casi todas las actividades regulares. Los psicólogos infantiles y los expertos en el duelo me aconsejaron que los niños volvieran a la rutina habitual lo antes posible. Así que, diez días después de la muerte de Dave, regresaron al colegio y yo empecé a trabajar durante el horario escolar.
Los primeros días en la oficina estuvieron cubiertos de bruma. Llevaba trabajando en Facebook como directora operativa desde hacía más de siete años, pero durante aquellos días todo me pareció extraño. En la primera reunión, no pude dejar de pensar: «¿De qué están hablando todas estas personas y por qué demonios le importa a alguien?». Después, en un momento dado, me vi inmersa en una discusión y, por un segundo (quizá medio segundo), me olvidé de Dave. Me olvidé de su muerte, de su imagen en el suelo del gimnasio. Olvidé la imagen del ataúd desapareciendo bajo tierra. En la tercera reunión del día, de hecho, me quedé dormida durante unos minutos. Me avergonzó sentir que la cabeza se me caía, pero también me sentí agradecida (y no solo porque no hubiera roncado). Por primera vez, me había relajado. A medida que los días se convirtieron en semanas y luego en meses, pude concentrarme durante más tiempo. El trabajo se convirtió en un lugar en el que podía sentirme yo misma, y la amabilidad de mis compañeros me demostró que no todos los aspectos de mi vida eran terribles.
Desde hace mucho tiempo creo que necesitamos sentirnos apoyados y comprendidos en el trabajo. Ahora sé que es todavía más importante después de una tragedia. Y, por desgracia, es mucho menos común de lo que debería ser. Después de la muerte de un ser querido, solo el 60 por ciento de los trabajadores en el sector privado disfrutan de días de baja pagados, y habitualmente se trata de solo unos cuantos.[9] Cuando vuelven a la oficina, la pena puede alterar su rendimiento.[10] La inseguridad económica que con frecuencia sucede a la pérdida es como un segundo golpe. Solo en Estados Unidos, las pérdidas en productividad relacionadas con la pena pueden suponer hasta 75.000 millones anuales.[11] Estas pérdidas, junto con la carga que sufren quienes están de duelo, se podrían reducir si los empleadores les ofrecieran días libres, un horario reducido y flexible y ayudas económicas. Las empresas que ofrecen una asistencia sanitaria completa, jubilación y permisos familiares o médicos ven cómo las inversiones a largo plazo en los empleados generan una fuerza de trabajo más leal y productiva.[12] Dar apoyo es, a la vez, compasivo e inteligente. Agradecí mucho que Facebook pusiera a mi disposición una baja generosa por la pérdida de mi marido y, después de la muerte de David, trabajé con nuestro equipo para ampliar aún más estas políticas.
De los tres factores, el que más me costó procesar fue la permanencia. Durante meses, sin importar lo que hiciera, sentía que una especie de angustia debilitante estaría siempre presente. La mayoría de las personas que conozco que habían padecido una tragedia me dijeron que, con el paso del tiempo, la tristeza disminuye. Me aseguraron que llegaría un día en que pensaría en Dave y sonreiría. No les creí. Cuando mis hijos lloraban, veía pasar ante mis ojos toda su vida sin un padre. Dave no se iba a perder únicamente un partido de fútbol… sino todos los partidos de fútbol. Todos los concursos de retórica. Todas las vacaciones. Todas las graduaciones. No acompañaría a nuestra hija hasta el altar el día de su boda. El miedo a estar sin Dave para siempre me paralizaba.
Mis peores proyecciones no me ayudaron. Cuando sufrimos, solemos proyectar este sufrimiento indefinidamente. Los estudios sobre la «predicción afectiva», la previsión sobre cómo nos sentiremos en el futuro, demuestran que tendemos a sobreestimar durante cuánto tiempo nos afectarán los sucesos negativos.[13] Se pidió a algunos estudiantes que se imaginasen que su relación sentimental se acababa y que predijeran cuán infelices se sentirían dos meses después. A otros estudiantes se les pidió que dieran cuenta de su felicidad dos meses después de una ruptura real. Aquellos que habían vivido una verdadera ruptura eran mucho más felices de lo que esperaban. También solemos sobreestimar el impacto negativo de otros sucesos estresantes.[14] Los profesores interinos pensaban que si la universidad les denegaba un puesto de trabajo fijo estarían abatidos durante los siguientes cinco años.[15] No fue así. Los estudiantes universitarios creían que se sentirían fatal si les asignaban un colegio mayor que no deseaban.[16] No se sintieron tan mal. Si esto le sucedió a alguien al que le asignaron el colegio mayor menos deseado en mi universidad (lo hicieron dos veces), este estudio demuestra ser especialmente certero.
De la misma forma que el cuerpo tiene un sistema inmune psicológico, el cerebro también lo tiene. Cuando algo va mal, instintivamente ponemos en marcha una serie de mecanismos de defensa. Pensamos que no hay mal que por bien no venga. Añadimos azúcar y agua al limón. Nos aferramos a clichés. Pero, después de perder a Dave, yo no podía hacer nada de todo esto. Cada vez que intentaba autoconvencerme de que las cosas irían a mejor, una voz más profunda en mi interior insistía en que eso no sucedería. Parecía claro que mis hijos y yo nunca volveríamos a sentir un momento de alegría pura. Nunca más.
Seligman descubrió que palabras como «nunca» y «siempre» eran signos de permanencia. De la misma forma que tuve que prohibirme decir «lo siento», intenté eliminar las palabras «nunca» y «siempre» y reemplazarlas por «a veces» y «últimamente». «Siempre me sentiré fatal» se convirtió en «A veces me sentiré fatal». No es el pensamiento más alegre, pero no dejaba de ser una mejora. Me di cuenta de que en algunos momentos el dolor remitía temporalmente, como un terrible dolor de cabeza que se atenúa por un rato. A medida que tuve más alivios temporales, pude recordarlos cuando volvía a caer en la pena profunda. Comencé a aprender que por muy triste que me sintiera, llegaría otro descanso del dolor. Me ayudó a retomar una sensación de control.
También probé una terapia cognitiva conductual en la que debía escribir una creencia que causara ansiedad y luego señalar las pruebas que demostraban que era falsa.[17] Comencé con mi mayor miedo: «Mis hijos nunca tendrán una infancia feliz». Solo con ver esta frase escrita se me revolvió el estómago, pero también me di cuenta de que había hablado con muchas personas que habían perdido a sus padres cuando eran niños y que demostraban que esta predicción era errónea. En otra ocasión, escribí: «Nunca me volveré a sentir bien». Al ver estas palabras escritas no pude evitar pensar que precisamente aquella mañana alguien había hecho una broma y yo me había reído. Aunque solo fuera por un instante, ya había demostrado que esta frase no era cierta.
Un amigo psiquiatra me explicó que los humanos estamos diseñados evolutivamente tanto para conectar con los demás como para sobrellevar la pena: de forma natural, tenemos herramientas para recuperarnos de las pérdidas y los traumas. Esto me ayudó a creer que podría superarlo. Si había evolucionado para gestionar el sufrimiento, la pena profunda no iba a matarme. Pensé que los humanos se habían enfrentado al amor y la pérdida durante siglos, y me sentí conectada con algo mucho más grande que yo: me sentí conectada con la experiencia humana universal. Contacté con uno de mis profesores favoritos, el reverendo Scotty McLennan, quien amablemente me había dado consejos cuando con veintitantos años me separé de mi primer marido. Scotty me contó que, durante los cuarenta años en los que había ayudado a los demás a superar la pérdida, había observado que «dirigirse a Dios da a las personas una sensación de estar protegidas por unos brazos amorosos que son eternos y profundamente fuertes. Necesitamos saber que no estamos solos».
Pensar en estas conexiones me ayudó, aunque no podía desembarazarme de una sofocante sensación de terror. Los recuerdos y las imágenes de Dave estaban por todas partes. Durante aquellos primeros meses, me despertaba cada mañana y me sentía fatal porque él seguía sin estar a mi lado. Por la noche iba a la cocina esperando encontrármelo y, al no estar allí, sentía una profunda punzada de dolor. Mark Zuckerberg y su mujer, Priscilla Chan, pensaron que sería bueno para mí y para mis hijos ir a algún lugar donde no tuviéramos recuerdos de Dave, así que nos invitaron a una playa en la que no habíamos estado nunca. Pero, cuando me senté en un banco con vistas al océano, miré el gran cielo que se abría ante mí… y vi el rostro de David mirándonos desde las nubes. Estaba sentada entre Mark y Priscilla y podía sentir cómo me abrazaban con sus brazos, pero, de alguna manera, Dave se las arreglaba para estar ahí también.
No había escapatoria. Mi pena era como una niebla densa y profunda que me rodeaba en todo momento. Mi amigo Kim Jabal, cuyo hermano había muerto, lo describió como una manta de plomo que le cubría la cara y el cuerpo. Rob, el hermano de Dave, dijo que sentía que una bota le presionaba fuertemente el pecho y casi le impedía que el aire llegara a sus pulmones, una sensación mucho más dura que cuando su padre murió dieciséis años atrás. A mí también me costaba respirar. Mi madre me enseñó cómo hacerlo para superar las crisis de ansiedad: inhalar hasta contar seis, mantener el aire en los pulmones durante seis segundos más, y luego exhalar también contando hasta seis. Mi ahijada, Elise, en un emotivo cambio de papeles, me cogió de la mano y contó hasta seis conmigo hasta que desapareció el pánico.
El rabino Nat Ezray, que se hizo cargo del funeral de Dave, me aconsejó que «lo aceptara» y que tuviera claro que iba a ser terrible. Años atrás me di cuenta de que cuando me ponía triste y sentía ansiedad, a consecuencia de estos sentimientos solía hundirme el doble. Es decir, cuando estaba deprimida, me deprimía el hecho de estar deprimida. Cuando sentía angustia, me angustiaba estar angustiada. «Parte de toda miseria —escribió C. S. Lewis— es la sombra de la miseria… el hecho de que no solo sufrimos, sino que no dejamos de pensar en que estamos sufriendo.»[18]
Después de la muerte de Dave, los efectos de estos sentimientos derivados fueron más profundos que nunca. No solo estaba afligida; me afligía el hecho de estar afligida. No estaba angustiada; estaba metaangustiada. Pequeñas cosas que nunca me habían preocupado de verdad, como la posibilidad de que mis hijos tuvieran un accidente en bici de camino al colegio, me obsesionaban. Luego empezó a preocuparme el hecho de que me preocupara tanto. El consejo de mi rabino de que debía aceptar que todo esto era fatal me ayudó mucho. En lugar de sorprenderme por tener sentimientos negativos, los esperaba.
Un amigo señaló que había aprendido algo que los budistas saben desde el siglo V a.C. La primera noble verdad del budismo es que toda vida conlleva sufrimiento. El envejecimiento, la enfermedad y la pérdida son inevitables. Y, aunque en la vida tenemos algunos momentos felices, a pesar de que intentemos que perduren, acabarán desapareciendo. La maestra budista Pema Chödrön, que llegó a las altas instancias del Zen al convertirse en la primera mujer estadounidense que fue ordenada por la tradición tibetana, escribe que, cuando aceptamos esta noble verdad, disminuye nuestro dolor porque acabamos «estrechando lazos con nuestros propios demonios».[19] No me iba a ir de copas con mis demonios, pero, al aceptarlos, me atormentaron menos.
Unos días después del funeral de Dave, mi hijo, mi hija y yo hicimos una lista de las nuevas «reglas familiares» y la colgamos sobre el armario donde guardan las mochilas para que la vieran cada día. La primera regla era «Respeta nuestros sentimientos». Hablamos de cómo les invadiría la tristeza en momentos incómodos, como cuando estuvieran en el colegio, y que, cuando ocurriera, podían darse un descanso de cualquier cosa que estuvieran haciendo. Con frecuencia necesitaban un momento aparte para ponerse a llorar y los profesores amablemente les permitían salir de clase con un amigo o un consejero para que pudieran dar rienda suelta a sus sentimientos.
Les di este consejo a mis hijos, pero también debía seguirlo yo misma. Aceptar significaba admitir que no podía controlar cuándo me pondría triste. Yo también necesité momentos aparte para llorar. Los necesité conduciendo y aparqué el coche en la cuneta, los necesité en la oficina, en las reuniones de directivos… A veces me encerraba en el baño para sollozar o sencillamente lloraba sobre mi escritorio. Cuando dejé de luchar contra estos momentos, empezaron a pasar más rápido.
Después de unos meses, comencé a darme cuenta de que la bruma de dolor intenso se aclaraba en algunos momentos y que, cuando volvía, me recuperaba de un modo más rápido. Observé que gestionar el dolor es como desarrollar la resistencia física: cuanto más nos ejercitamos, más rápido se recupera el corazón después de acelerar el ritmo. Y, a veces, en momentos de actividad física especialmente intensa, descubrimos una fuerza que no sabíamos que teníamos.
Sorprendentemente, una de las cosas que más me ayudó fue centrarme en lo peor que podía ocurrir. Predecir una mala situación solía ser algo fácil para mí: es una vieja tradición judía, como rechazar la primera mesa que nos ofrecen en un restaurante. Pero, durante los primeros días de dolor, por instinto, intentaba buscar pensamientos positivos. Adam me aconsejó hacer lo contrario: era una buena idea pensar que podía ser mucho peor.[20] «¿Peor? —le pregunté—. ¿Estás de broma? ¿Cómo podría ser peor?» Su respuesta me dejó de piedra: «Dave podría haber tenido esa misma arritmia cardíaca conduciendo el coche con vuestros hijos». Boom. Nunca se me había ocurrido que podía haber perdido a los tres. De inmediato, me sentí profundamente agradecida por que mis hijos estuvieran vivos y sanos, y esta gratitud apaciguó parte de la pena.
Dave y yo teníamos un ritual familiar en la cena en el que nos turnábamos con nuestros hijos para decir cuáles habían sido los mejores y los peores momentos del día. Cuando ya solo fuimos tres, añadí una tercera categoría: también deberíamos decir algo por lo que nos sentíamos agradecidos. Además decidimos rezar una oración antes de cenar. Cogernos las manos y dar las gracias a Dios por los alimentos que íbamos a comer nos ayudó a recordar las cosas buenas que tenemos cada día.
Reconocer lo bueno que nos ocurre es algo positivo por sí mismo. Unos psicólogos le pidieron a un grupo de personas que hicieran una lista semanal de las cinco cosas por las que estaban agradecidos.[21] A otro grupo le pidieron que hiciera una lista de problemas y a un tercero, una lista de cosas rutinarias. Nueve semanas después, el primer grupo se sentía significativamente más feliz y tenía menos problemas de salud. Quienes entran en el mercado laboral durante una recesión económica acaban estando más satisfechos con sus puestos de trabajo décadas después porque son profundamente conscientes de lo difícil que puede ser encontrar trabajo.[22] Dar cuenta de las cosas buenas, de hecho, puede mejorar la felicidad y la salud porque nos recuerda los privilegios de nuestra vida. Cada noche, sin importar lo triste que me sintiera, encontraba algo o alguien por lo que estaba agradecida.
También valoré profundamente la seguridad económica que teníamos. Tanto mi hija como mi hijo me preguntaron si tendríamos que mudarnos de casa. Supe lo afortunados que éramos por que la respuesta fuera no. Para muchos, un acontecimiento inesperado como una visita al hospital o la reparación del coche puede desestabilizarlos económicamente de la noche a la mañana. El índice de pobreza en México es una de cada dos personas, dos de cada tres en Argentina y una de cada cinco en España, un índice que aumenta considerablemente en mujeres y familias monoparentales.[23] Un 60 por ciento de los estadounidenses ha sufrido un revés que ha amenazado su capacidad para llegar a fin de mes y un tercio no tienen ahorros, lo cual les hace estar en una situación de vulnerabilidad constante.[24] La muerte de un cónyuge comporta a menudo serias consecuencias económicas, sobre todo para las mujeres, que suelen cobrar menos que los hombres y no tienen acceso a una buena jubilación.[25] Además de la devastadora pérdida de un ser querido, las viudas se quedan con menos dinero para afrontar sus necesidades básicas y pierden la casa.[26] De los 258 millones de viudas que hay en el mundo, más de 115 millones viven en la pobreza. Esta es una de las muchas razones por las que se debe igualar el sueldo entre hombres y mujeres.
Tenemos que proteger a todas las familias sin que importe la forma que tengan y proporcionarles la ayuda que necesitan para superar las adversidades. Las parejas de hecho y las del mismo sexo, habitualmente, no tienen las mismas protecciones legales y los beneficios laborales que los matrimonios. Necesitamos una política de seguridad social más fuerte y más prácticas que concilien la vida familiar con el trabajo para evitar que una tragedia conlleve más problemas de los estrictamente necesarios. Los padres solteros y las viudas merecen más apoyo, y los líderes, los compañeros de trabajo, las familias y los vecinos pueden proporcionárselo.
Pero, a pesar de ser consciente de todas las cosas buenas que tenía, el dolor me seguía consumiendo. Cuatro meses y dos días después de encontrar a Dave desplomado en el suelo, asistí a la fiesta de vuelta al cole de mis hijos. Por primera vez, fui en coche sola. Los padres se congregaban en el gimnasio y luego iban a las aulas específicas de sus hijos. Dave y yo siempre nos habíamos separado para estar tanto en la clase de nuestro hijo como en la de nuestra hija, y luego cotejábamos nuestras notas. Defensa individual. Pero ahora ya no lo podíamos hacer.
Por miedo, había estado evitando durante toda la semana escoger una de las aulas y, cuando al fin llegó el momento, me inundó una ola de tristeza. Caminaba hacia las aulas, cogiendo la mano de mi amiga Kim e intentando decidirme, cuando sonó el móvil. Era mi médico. Me dijo que quería contactar conmigo de inmediato porque en una mamografía rutinaria había aparecido una mancha sospechosa. Se me aceleró el corazón. Me dijo que no había de qué preocuparse todavía (fue de gran ayuda), pero que debería volver al día siguiente para hacer una ecografía.
De la tristeza pasé al pánico. En lugar de ir a cualquiera de las dos aulas, me metí en el coche y me fui directa a casa. Desde que habían perdido a su padre, mis hijos estaban comprensiblemente obsesionados con la muerte. Pocas semanas antes, mientras cenábamos, mi hija necesitó un momento para llorar y la acompañé a su habitación. Nos acurrucamos en la cama y se fijó en mi collar que tenía dijes colgantes con las iniciales de nuestros nombres. Dijo con determinación: «Voy a coger una». Le pregunté por qué. Contestó que no me lo diría porque me enfadaría. Insistí en que podía decirme lo que quisiera. Con un susurro, añadió: «A quien escoja, será el próximo en morir». Me quedé sin aire. De alguna forma, pude recomponerme y dije: «Entonces déjame escoger a mí». Elegí la «S» y susurré: «Yo seré la siguiente en morir, y me parece que será dentro de cuarenta años, cuando tenga noventa». No sabía si era bueno decirle esto (y me equivoqué con el cálculo), pero quería consolarla.
Cuando conducía de vuelta a casa después de aquella fiesta en el colegio, me pareció sentir su mano jugando con mi collar. ¿Cómo iba a decirle a ella y a mi hijo que tenía cáncer? ¿Y qué ocurriría en el caso (en el caso) de que también me perdieran? ¿Y cómo era posible que solo unos minutos antes estuviera tan estresada por el hecho de elegir a qué aula ir?
Aquella noche estaba muy turbada y sollozaba demasiado para meter a mis hijos en la cama. No quería que se pusieran tristes, así que lo hizo mi madre. Vino mi hermana a casa y las tres nos cogimos de la mano y rezamos. No se me ocurría otra cosa que hacer. Mi madre articuló algunas palabras, en forma de plegaria, y le pedí que las repitiera una y otra vez.
Las siguientes diecisiete horas pasaron a duras penas. No pude dormir, ni comer, ni tener una sola conversación coherente. Me limitaba a mirar el reloj, esperando la cita de la una de la tarde.
La ecografía confirmó que el resultado de la mamografía había sido un falso positivo. La gratitud que sentí en todo el cuerpo fue tan completa como la pena que me había asolado durante los últimos e interminables cuatro meses. De golpe, valoré más que nunca mi salud y lo bueno que tenía en la vida.
En retrospectiva, ojalá hubiera conocido estos tres factores antes. Me habrían ayudado en muchas ocasiones, incluso en mi vida diaria. Después de salir de la universidad, el primer día que trabajé, mi jefe me pidió que introdujera datos en el Lotus 1-2-3 (una hoja de cálculo habitual de los años noventa). Tuve que reconocer que no sabía cómo hacerlo. Se quedó boquiabierto y dijo: «No me puedo creer que te hayan dado este trabajo sin saberlo». Luego, salió del despacho. Me fui a casa convencida de que iban a despedirme. Pensaba que no tenía talento para nada, pero resultó que para lo único que no tenía talento era para las hojas de cálculo. Comprender la generalización me habría ahorrado un montón de ansiedad aquella semana. Y ojalá que alguien me hubiera explicado algo de ella cuando corté con mis novios. Me habría evitado mucha angustia el hecho de saber que la pena amorosa no iba a durar siempre y, si tenía que ser sincera conmigo misma, tampoco iban a durar siempre ninguna de aquellas relaciones. Ojalá también hubiera sabido algo de la personalización cuando rompían conmigo. (A veces, no se trata de nosotras, sino que se trata realmente de ellos.)
A los veinte años, estos tres factores se aliaron contra mí cuando mi primer matrimonio acabó en divorcio. En aquel momento pensé que no importaba lo que hiciera, siempre sería un fracaso total. Mirando atrás, fue precisamente aquel matrimonio frustrado el que me sacó de Washington D. C. y me llevó a cruzar el país hasta Los Ángeles, donde apenas conocía a nadie. Por suerte, uno de mis amigos me invitó a cenar y mirar una película con otro amigo suyo. Aquella noche, compramos buena comida para llevar y luego vimos En honor a la verdad, y me quedé dormida sobre el hombro de Dave por primera vez.
Todos debemos enfrentarnos a la pérdida: la pérdida del trabajo, del amor, de la vida. La cuestión no es si nos llegará a pasar a nosotros: nos pasará, y tendremos que enfrentarnos a ello.
La resiliencia proviene de nuestro interior y del apoyo que recibimos del exterior. Proviene de la gratitud que sentimos por las cosas buenas de la vida y de cómo aceptamos las cosas malas. Proviene de analizar cómo procesamos la pena y de, simplemente, aceptarla. A veces, tenemos menos control del que creemos. Otras, tenemos más.
He aprendido que, cuando la vida se nos hunde, podemos rebotar en el fondo, llegar a la superficie y respirar de nuevo.