La regla de platino de la amistad
Una mañana de agosto, durante el primer semestre en que Adam enseñaba en Filadelfia, un estudiante entró dando tumbos en clase. Con metro noventa de altura y ciento diez kilos, Owen Thomas había sido fichado como defensa del equipo de fútbol americano de la Universidad de Pennsylvania. Pero su tamaño no era lo único que de inmediato llamaba la atención. Su cabello era tan pelirrojo que, desde lejos, parecía que tuviera la cabeza en llamas. Adam se habría percatado de su presencia aunque se hubiera sentado al fondo de la clase, pero se sentaba en primera fila, siempre llegaba pronto y hacía preguntas inteligentes.
Owen lograba que todos sus compañeros de clase se sintieran bienvenidos y se presentaba ofreciéndoles una sonrisa amistosa. Un día que estaban estudiando el tema de las negociaciones, los estudiantes se dividieron por parejas para comprar o vender empresas ficticias. Owen acabó con el peor resultado de la clase. No soportaba apropiarse ni de un céntimo de dinero hipotético que no necesitara, así que prácticamente regaló su empresa. En diciembre, cuando sus compañeros tuvieron que votar quién era el negociador más colaborador, Owen ganó de calle.
En abril se suicidó.
Dos meses antes, Owen había pasado por el despacho de Adam para pedir ayuda. Owen siempre desprendía optimismo, pero aquel día parecía angustiado. Le dijo que estaba buscando algún lugar donde hacer prácticas y Adam se ofreció para presentarle a algunas personas. Owen no volvió a mostrar interés y fue la última vez que hablaron. Recordando aquella reunión, Adam sentía que no había estado a la altura cuando era más necesario. Después del funeral, Adam volvió a casa y le preguntó a su mujer si debía plantearse dejar la enseñanza.
La autopsia reveló que el cerebro de Owen mostraba signos de una encefalopatía traumática crónica, una enfermedad que se cree que proviene, en parte, de los repetidos golpes que sufrió su cabeza jugando a fútbol americano. Estaba relacionada con la depresión severa y se creía que era la causa de los suicidios de varios jugadores. Cuando murió, Owen era el jugador más joven a quien le habían diagnosticado esa enfermedad y el primero sin un historial de conmociones cerebrales. Después de conocer el diagnóstico de la encefalopatía, Adam se sintió menos culpable por haber pasado por alto las señales de enfermedad mental y empezó a pensar en maneras de dar más apoyo a los estudiantes que lo estaban pasando mal. Pero, con cientos de nuevos estudiantes cada otoño, Adam necesitaba un modo de llegar a una conexión personal con muchos estudiantes a la vez. El ruido fue su fuente de inspiración.
En los experimentos clásicos sobre el estrés, se pedía a las personas que llevaran a cabo tareas que requerían concentración, como resolver acertijos, mientras emitían en intervalos aleatorios sonidos altos y estridentes.[1] Empezaron a sudar, se les aceleró el ritmo del corazón y les aumentó la presión sanguínea. Tenían que esforzarse para concentrarse y cometían errores. Muchos se frustraron tanto que tiraron la toalla. Para reducir la ansiedad, los investigadores ofrecieron a los participantes una vía de escape. Si el sonido se volvía demasiado insoportable, podían pulsar un botón para que parara. Sin duda, el botón les dio la opción de estar más tranquilos, cometer menos errores e irritarse menos. No era sorprendente. Pero he aquí lo que ocurrió: ningún participante pulsó el botón. Lo importante no era parar el ruido, sino saber que podían pararlo. El botón les daba una sensación de control y les permitió soportar el estrés.
Cuando sentimos dolor, necesitamos un botón.[2] Después del suicidio de Owen, Adam comenzó a escribir su número de teléfono en la pizarra el primer día de clase. Hizo saber a sus estudiantes que, si lo necesitaban, podían llamarle a cualquier hora. No lo utilizan frecuentemente, pero, junto con los recursos para la salud mental que ofrece el campus, supone un botón extra para ellos.
Cuando personas cercanas a nosotros se enfrentan a la adversidad, ¿cómo ponemos a su disposición un botón que puedan pulsar? Aunque es obvio que, como amigos, queremos apoyar a nuestros amigos, existen barreras que nos bloquean. Hay dos respuestas emocionales distintas al dolor de los demás: la empatía, que nos motiva para ayudar, y la angustia, que nos motiva para evitarlo.[3] El escritor Allen Rucker observó ambas reacciones después de quedarse paralizado repentinamente debido a un trastorno poco habitual. «Mientras que algunos amigos venían a verme cada día con algo de comer, con la filmografía completa de Alfred Hitchcock, o simplemente con su buen humor, otros estuvieron curiosamente ausentes —escribió—. Fue la primera señal de que el nuevo estado en el que me encontraba también podía suscitar miedo en otras personas, además de en mí.»[4] Para algunos, esta parálisis física desencadenó una parálisis emocional.
Al saber que alguien que queremos ha perdido el trabajo, o se está divorciando, normalmente nuestro primer impulso es «Debería hablar con él o ella». Pero, justo después de este impulso, nos inundan las dudas. «¿Y si digo algo equivocado? ¿Y si hablar de ello le cohíbe? ¿Y si me estoy extralimitando?» Una vez que aparecen estas dudas, las siguen excusas como «Tiene muchos amigos y nosotros no lo somos tanto»; o «Debe de estar muy ocupada. No quiero molestarla». Posponemos una llamada o el ofrecimiento de ayuda hasta que nos sentimos culpables por no haberlo hecho antes… Y entonces ya es demasiado tarde.
Conozco a una mujer cuyo marido murió de cáncer cuando tenía unos cincuenta años. Antes de esta tragedia, solía hablar con una amiga una vez por semana; luego, repentinamente, las llamadas cesaron. Casi un año después, la viuda la llamó. «¿Por qué no he sabido nada de ti?», preguntó. «Oh —respondió la amiga—, quería esperar hasta que te sintieras mejor.» Su amiga no comprendió que no darle consuelo, de hecho, contribuía a aumentar el dolor.
Alycia Bennett no recibió consuelo cuando más lo necesitaba. En el instituto, dirigió una sección local de una ONG para luchar contra la pobreza en África, y al llegar a la universidad quiso continuar con esta misión. Contactó con un administrador que gestionaba las ONG del campus y lo invitó a su habitación para hablar sobre el programa. Cuando el hombre vio que estaba sola, la violó.
Durante los dolorosos días que siguieron, Alycia luchó contra la depresión y pidió ayuda a su amiga más íntima. «Antes de esto, éramos inseparables —nos contó Alycia—. Pero cuando le dije lo de la violación, respondió: “No puedo hablar contigo”.» Alycia buscó apoyo en otras amigas y obtuvo respuestas similares. Una de ellas admitió: «Sé que esto ha sido muy duro para ti, pero también ha sido muy duro para mí». Esta amiga se sentía culpable por no haber podido evitar la agresión y estaba personalizando la tragedia. Alycia le aseguró que no era su culpa, pero dejó de hablar con ella y escogió, por lo tanto, la huida por encima de la empatía.
«Sin duda la agresión me trastornó —nos explicó Alycia—. Cuando decidí informar sobre ella, hubo mucha tensión. Me encontraba en una comunidad bastante acaudalada, principalmente de gente rica y blanca. Al ser negra, me sentí intimidada. Pero la reacción de mis amigos me trastornó todavía más. Me sentí indefensa.» Por suerte, sus amigos del instituto le echaron una mano, logró que la cambiaran de universidad y se mudó a un apartamento con nuevos compañeros de piso que la ayudaron a recuperarse. Alycia compartió su historia en la web de la comunidad Lean In con la esperanza de animar a otras víctimas de violación a hacerlo público. Escribió que estaba decidida a lograr los objetivos que se había propuesto, y lo consiguió al licenciarse y ponerse a trabajar en lo que le gustaba: seguridad y asuntos relacionados con Oriente Próximo.
Para los amigos que se alejan en momentos difíciles, mantener la distancia entre ellos mismos y el dolor emocional es una cuestión de autoconservación. Son personas que, al ver que alguien se hunde en la tristeza, se preocupan, quizá inconscientemente, de que eso les arrastre. A otros les asalta una sensación de indefensión. Creen que no hay nada que puedan decir o hacer para mejorar las cosas, así que deciden no decir ni hacer nada. Pero lo que nos enseña el experimento del estrés es que el botón no tenía que parar el sonido para reducir la presión. Estar allí para un amigo, sencillamente, puede representar una gran diferencia.
Yo tuve la suerte de estar rodeada de seres queridos que no solo estaban allí, sino que a menudo sabían lo que necesitaba antes incluso de que lo supiera yo misma. Durante el primer mes, mi madre se quedó en casa para ayudarme a cuidar de mis hijos… y también para cuidar de mí. Al final de cada día interminable, mi madre se estiraba a mi lado y me abrazaba hasta que, después de llorar mucho, me quedaba dormida. Nunca se lo pedí, pero ella lo hizo. Cuando se marchó, la sustituyó mi hermana Michelle. Durante los siguientes cuatro meses, vino a dormir varias noches por semana y, cuando no podía, se aseguraba de que lo hiciera alguna otra amiga.
Necesitar tanta ayuda era una sensación terrible, pero al entrar en el dormitorio que había compartido con Dave sentía que se me cortaba la respiración. La hora de acostarse se convirtió en el símbolo de todo lo que había cambiado. La pena y la ansiedad se acumulaban hasta el momento en que sabía que tendría que arrastrarme, y lo digo literalmente, hasta la cama y dormir sola. Al estar allí noche tras noche, y al dejarme claro que siempre estarían si los necesitaba, mis amigos y mi familia fueron el botón que yo podía pulsar.
Mis mejores amigos y familiares me convencieron de que de verdad querían ayudarme, lo cual hizo que yo no tuviera tanto la sensación de ser una carga para ellos. Cada vez que le decía a Michelle que se fuera a su casa, me insistía en que no sería capaz de descansar a menos que supiera que yo estaba durmiendo. Mi hermano David me llamó desde Houston todos y cada uno de los días durante más de seis meses. Cuando se lo agradecía, me decía que lo hacía por él mismo porque el único momento en que se sentía bien era hablando conmigo. Aprendí que, a veces, preocuparse por alguien significa que, cuando lo está pasando mal, no puedes imaginarte estando en ningún otro lugar.
Este apoyo constante fue vital para mí, pero tal vez no sea así para todo el mundo. Una mujer que también había perdido a su marido me contó que al principio le aterrorizaba quedarse sola por la noche. Su madre estuvo con ella las primeras dos semanas, y las dos siguientes se fue a casa de su hermano. Agradeció toda esta ayuda profundamente, pero admitía: «Después de un mes, estaba de sobras preparada para estar sola».
Es difícil comprender o imaginar el dolor que sufre otra persona. Cuando no estamos en un estado de dolor físico o emocionalmente intenso, subestimamos su efecto. En un experimento, se pidió a varias personas que metieran la mano en un cubo lleno de agua e imaginaran lo doloroso que sería estar en una cámara frigorífica durante cinco horas.[5] Cuando el cubo estaba lleno de agua helada, predecían que estar en la cámara sería un 14 por ciento más doloroso que cuando el cubo estaba lleno de agua caliente. Pero, cuando hacían las predicciones diez minutos después de sacar la mano del agua, optaban por la misma estimación que las personas que habían metido la mano en agua caliente. Una vez que habían dejado atrás el agua helada, aunque solo fuera por diez minutos, les costaba mucho más figurarse lo que era tener frío. (Lo positivo es que hay pocas situaciones en la vida real en las que tengamos la mano metida en un cubo lleno de agua helada.)
No existe una sola forma de sufrir, ni una sola forma de consolar. Lo que le sirve a una persona tal vez no le sirva a otra; e incluso lo que nos sirve un día quizá es inútil al siguiente. De pequeña, me enseñaron la Regla de Oro: trata a los demás como te gustaría que te trataran. Pero cuando alguien está sufriendo, en lugar de seguir la Regla de Oro, debemos seguir la Regla de Platino: trata a los demás como quieren que les trates.[6] Fijémonos en las pistas que nos dan y reaccionemos con comprensión o, mejor aún, con acciones.
Mientras me esforzaba por volver a la vida normal en casa y en el trabajo, amigos y colegas me preguntaban amablemente: «¿Hay algo que pueda hacer por ti?». Lo hacían sinceramente, pero, a la mayoría, no sabía qué responderles. Había algunas cosas en las que me podían ayudar, pero me costaba pedirlas. Y muchas de las que se me ocurrían, me parecían más bien una imposición. «¿Puedes asegurarme que mis hijos y yo nunca estaremos solos en cualquier celebración?» O me parecían imposibles. «¿Puedes inventar una máquina del tiempo para volver atrás y despedirnos de Dave o, al menos, saltarnos el día del Padre?»
El autor Bruce Feiler cree que el problema reside en el ofrecimiento de «hacer cualquier cosa». Escribe que «aunque sea bienintencionado, este gesto atribuye involuntariamente la obligación al afligido. En lugar de ofrecer “cualquier cosa”, es mejor hacer algo».[7] Bruce pone como ejemplo amigos que envían embalajes a alguien que se muda después de un divorcio y otros que organizan una «despedida de un incendio» (una variación de una despedida de soltera) para una amiga que había perdido su casa. Mi colega Dan Levy me contó que cuando su hijo se puso enfermo y estuvo con él en el hospital, un amigo le envió el siguiente mensaje de texto: «¿Qué es lo que NO quieres en la hamburguesa?». Dan valoró la intención. «En lugar de simplemente preguntarme si quería comida, decidió por mí, pero también me dio la dignidad de sentir que yo estaba al mando.» Otra amiga le envió un texto a Dan diciéndole que estaba disponible para darle un abrazo y que se quedaría en el vestíbulo del hospital durante la siguiente hora, tanto si bajaba como si no.
Los actos específicos ayudan porque, en lugar de intentar arreglar el problema, tratan de reducir el perjuicio que causa. «Hay cosas en la vida que no se pueden arreglar. Solo se pueden sobrellevar», observa la terapeuta Megan Devine.[8] Incluso el modesto acto de cogerle la mano a alguien puede ser útil. Un grupo de psicólogos puso a unas chicas adolescentes en una situación de estrés al hacerlas hablar en público.[9] Cuando las madres y las hijas que tenían buena relación se daban la mano, el contacto físico redujo la ansiedad de las hijas. Sudaban menos y el estrés psicológico se transfería a las madres.
También pude reconocer este efecto en mí. Cuatro días después de que encontrara a Dave en el suelo del gimnasio, pronuncié un discurso en el funeral. Al principio pensé que no sería capaz, pero mis hijos querían decir algo y sentí que, de alguna forma, debía demostrarles que yo también podía. Mi hermana Michelle estuvo a mi lado y me cogió con fuerza de la mano. En aquel momento no sabía nada de este estudio sobre las madres y las hijas, pero el hecho de sentir su mano en la mía me ayudó a ser valiente.
Dave era una fuente constante de fuerza, uno de esos botones que pulsar en caso de necesidad, no solo para mí, sino para muchos otros. ¿En quién buscarían apoyo sus amigos y familiares a partir de entonces? La psicóloga Susan Silk hace una propuesta reveladora a la que denomina «teoría del anillo».[10] Recomienda escribir los nombres de las personas que se encuentran en el centro de la tragedia y trazar un círculo a su alrededor. Después, debemos trazar un círculo más grande alrededor del primero y escribir los nombres del siguiente grupo de personas más afectadas por el suceso. A partir de aquí, tenemos que seguir dibujando círculos de personas basándonos en la proximidad a la crisis. Como afirma Silk, junto con el mediador Barry Goldman: «Cuando hemos acabado, tenemos un Orden Kvetching».
Adam dibujó los primeros cuatro círculos de mi anillo de la siguiente forma:
Estemos donde estemos en este círculo, buscaremos consuelo en el exterior y lo ofreceremos al interior. Significa consolar a las personas que están más cerca de la tragedia que nosotros y buscar apoyo en los que están más lejos.
A veces, he pedido apoyo a aquellos que están en los círculos exteriores, pero en otras ocasiones me ha dado miedo aceptarlo. Más o menos una semana después del funeral, asistí al partido de flag football, o fútbol bandera, de mi hijo cuando todavía me encontraba sumida en aquella bruma del principio en la que es difícil imaginarse que todavía existe algo así como un partido de fútbol. Mientras buscaba un lugar en el que sentarme, me fijé en que había un montón de padres viendo a sus hijos jugar. «Dave no volverá a estar en otro partido de fútbol.» Justo cuando estaba ajustándome la gorra de béisbol para que no se me vieran las lágrimas, advertí que mis amigos Katie y Scott Mitic me estaban haciendo señas para que fuera a sentarme en una manta que habían extendido sobre la hierba. Poco antes se habían ofrecido a ir al partido conmigo, pero, dado que tenían que cuidar de sus propios hijos, les había dicho que no vinieran. ¡Estaba tan agradecida por que no me hubieran hecho caso…! Me senté entre ellos y me cogieron de las manos. Yo estaba allí por mi hijo… y ellos estaban allí por mí.
Por descontado, hay personas que, después de una tragedia, solo quieren cerrarse y ocultarse en su propio anillo. Una amiga mía de Los Ángeles se sintió profundamente perdida después de que su hijo muriera en un accidente de coche. Cuando la invitaban a cenar a casa de amigos, su primer impulso siempre era decir que no, aunque en el pasado había sido muy sociable. Insistían y, al final, ella se forzaba a decir que sí. Entonces, el día antes, quería cancelar la cita, pero se recordaba a sí misma: «Es una forma de intentar huir. Tienes que ir».
A mí me desgarraban emociones contradictorias similares. Odiaba tener que pedir ayuda, odiaba necesitarla, me preocupaba sin cesar que fuera una carga para los demás, y, aun así, dependía constantemente de su apoyo. Me asolaban tantas inseguridades que casi fundé un grupo de apoyo para Personas Temerosas de Incomodar a los Demás, hasta que me di cuenta de que todos los miembros tendrían miedo de imponerse los unos a los otros y, al final, nadie se uniría al grupo.
Anteriormente, he definido la amistad a partir de lo que yo podía ofrecer: consejos profesionales, apoyo emocional, recomendaciones sobre viejos (y Dave habría añadido malos) programas de televisión. Pero todo esto había cambiado y yo necesitaba mucha ayuda. No solo me sentía una carga… era verdaderamente una carga. Aprendí que la amistad no solo consiste en lo que puedes dar, sino en lo que eres capaz de recibir.
Aun así, todas las personas que conozco que han sufrido una tragedia reconocen con tristeza que hay amigos que no nos ayudan como esperamos. Una experiencia habitual es tener amigos que deciden que su obligación es decirnos qué es lo que deberíamos hacer, o peor, qué es lo que deberíamos sentir. Conocí a una mujer que decidió ir a trabajar el día después de que su marido muriera, porque no podía soportar quedarse en casa. Hoy en día, aún siente la desaprobación de algunos compañeros de trabajo que le dijeron: «Pensaba que estarías demasiado triste para venir a trabajar hoy». «Tú pensabas, pero no sabes nada.»
La pena no tiene unos tiempos iguales para todos: sufrimos de manera diferente y a nuestro propio ritmo. «Ya han pasado tres meses. ¿Cuándo vas a superarlo?», le preguntó una mujer a una amiga suya que había tenido un aborto. Después de que pasara un año, una amiga me comentó: «Deberías haber pasado lo del duelo». ¿De verdad? «Perfecto, meteré esta incómoda “cosa del duelo” en un armario.» Probablemente, tampoco es lo más recomendable decirle a alguien que está afligido: «Estás tan deprimido e irritable… Es muy pesado estar contigo». Esta frase me la dijeron a la cara y apeló a uno de mis mayores miedos: que era verdad.
La ira es una de las cinco fases de la pena que ha hecho famosas la psiquiatra Elisabeth Kübler-Ross.[11] Cuando nos enfrentamos a la pérdida, se supone que comenzamos con la negación, luego pasamos a la ira, y después a la negociación y a la depresión. Solo una vez superadas estas cuatro fases podemos llegar a la aceptación. Pero ahora los expertos se han dado cuenta de que no son cinco fases, sino cinco estados que no progresan de forma lineal: crecen y decrecen.[12] La pena y la ira no se extinguen como llamas que apagamos con agua. En un momento dado pueden quedar rescoldos y, poco después, encenderse de nuevo.
A mí me costaba gestionar la ira. Quizá algún amigo decía una palabra equivocada y yo reaccionaba con demasiada vehemencia, a veces incluso arremetiendo contra él: «Esto no me ayuda en absoluto»; o rompía a llorar. A veces, me daba cuenta y me disculpaba de inmediato, pero otras no era consciente hasta más tarde, o quizá no era consciente en absoluto. Ser mi amigo no solo comportaba consolar mi pena, sino también soportar un nivel de ira que no había sentido nunca antes y que me costaba controlar. Esta ira me asustaba, y necesitaba, todavía más, el consuelo de mis amigos. Al igual que las personas del experimento de estrés que se consolaban con la sola presencia de un botón para emergencias, yo necesitaba amigos que me dijeran que, aunque resultaba difícil estar conmigo, no me iban a abandonar.
Muchas personas bienintencionadas me aseguraban: «Vas a superar esto»; pero me costaba creerlas. Lo que más me ayudaba era oírles decir que estaban allí conmigo. Phil Deucht me lo repitió una y otra vez: «Vamos a superar esto». Cuando estaba fuera, me enviaba correos electrónicos, a veces con una sola frase: «No estás sola». Una de mis amigas de infancia me envió una tarjeta que decía: «Un día se despertó y comprendió que todos estamos juntos en esta vida». Desde entonces, la tengo colgada sobre mi escritorio.
Empecé a pasar más tiempo con mis mejores amigos y con mi familia, que me enseñaron con ejemplos cómo vivir según la Regla de Platino. Al principio, se trataba de supervivencia; podía ser yo misma con ellos, y ellos podían ayudarme a disolver y sobrellevar la angustia y la ira. Después, fue una decisión que tomé conscientemente. En la mayoría de los casos, estos cambios en las relaciones tienen lugar, de forma natural, con el tiempo. A medida que maduramos, nos centramos en un conjunto más pequeño de relaciones significativas,[13] y la calidad de las amistades, más que la cantidad, se convierte en un factor de vital importancia para nuestra felicidad.[14]
Al dejar atrás la peor fase de la pena, tuve que reequilibrar mis amistades para que no dependieran solo de una parte. Un año después de la muerte de Dave, me di cuenta de que una amiga estaba inquieta y disgustada. Le pregunté qué ocurría, pero no se atrevió a decírmelo. La presioné y al final admitió que las cosas no iban bien con su marido, pero sabía que, si comparaba su situación con la mía, no tenía derecho a quejarse. Bromeé diciendo que, si mis amigas no pudieran quejarse de sus parejas, no tendría amigas. Quería estar cerca de ellas para que supieran que yo también podía ayudarlas a sobrellevar sus problemas.
Con el paso del tiempo me sentí especialmente agradecida a mi familia y a mis amigos porque siguieron preocupándose por mí y haciéndome compañía. Cuando se cumplieron seis meses de la muerte de Dave, les envié un poema, «Huellas en la arena».[15] En un principio, era una parábola religiosa, pero para mí también expresaba un aspecto profundo de la amistad. Relata el sueño de caminar por la playa con Dios. El narrador observa que en la arena hay dos hileras de huellas, excepto en aquellos períodos de «angustia, tristeza o derrota». Entonces solo hay una hilera de huellas. Sintiéndose abandonado, el narrador le recrimina a Dios: «¿Por qué, cuando más te he necesitado, has estado ausente?». El Señor responde: «Los años en los que solo ves una hilera de huellas, hijo mío, son los que te he llevado en mi seno».
Solía pensar que había una sola hilera de huellas porque mis amigos me llevaron durante los peores días de mi vida. Pero ahora significa otra cosa. Cuando veo una sola hilera de huellas, se debe a que daban mis mismos pasos, justo detrás de mí, preparados para sostenerme si me caía.