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Autocompasión y confianza
en uno mismo

 

Luchar a brazo partido con nosotros mismos

 

 

 

Cuando Catherine Hoke tenía veinticinco años, hizo con su marido un viaje a Rumanía para ayudar a los huérfanos que padecían VIH. Volvió a Nueva York, su hogar, decidida a hacer más por quienes lo necesitaban. Poco después, un amigo la invitó a participar en una visita de divulgación cristiana en una prisión de Texas. En aquel momento, Catherine trabajaba con capitales de riesgo y se dio cuenta de que muchos de los presos tenían las mismas habilidades e ímpetu que los grandes emprendedores. Comenzó a viajar a Texas los fines de semana para dar clases de empresariales en la prisión. Supo que casi uno de cada cuatro estadounidenses tiene un historial delictivo y que uno de cada veinte acabará encarcelado en algún momento.[1] A pesar de que la mayoría quiere trabajar al salir de prisión, los antecedentes penales se lo ponen difícil.[2] Catherine sentía en lo más profundo de su corazón que estos hombres necesitaban una segunda oportunidad.

Dejó su trabajo e invirtió todos sus ahorros para crear el programa no lucrativo de Iniciativa Empresarial en la Prisión, que prepara a exconvictos para que encuentren trabajo y creen sus empresas al salir de la cárcel. En cinco años, el programa creció hasta convertirse en una organización de alcance estatal que formó a seiscientos estudiantes y promocionó sesenta nuevas empresas. El gobernador de Texas reconoció la labor de Catherine con un galardón por prestar ese servicio público.[3]

Poco después, la vida personal de Catherine se fue a pique. Tras nueve años de matrimonio, su marido le pidió el divorcio repentinamente y se marchó sin decir adiós. «Fue el período más oscuro de mi vida —nos contó Catherine—. En mi comunidad, se consideraba que el divorcio era un pecado. La gente decía: “Dios odia el divorcio”.» Le daba miedo hablar de su situación. Pero había un grupo de personas que sabía que no le iba a juzgar: los que se habían graduado en su programa. Dado que habían sufrido el afilado estigma del prejuicio, se dirigió a ellos en busca de apoyo. La ayudaron a mudarse de casa y se convirtieron en sus confidentes más íntimos. Durante este período emocional, perdió de vista los límites y acabó teniendo relaciones íntimas con varios de ellos. Aquellos hombres ya no estaban en prisión, así que Catherine no había infringido ley alguna, pero el Departamento de Justicia Criminal de Texas consideró que aquella conducta era inapropiada. Le prohibieron entrar en las prisiones de Texas y le informaron de que también prohibirían el programa si ella seguía involucrada en él. Dimitió y su salida generó titulares en diarios nacionales en los que hablaban de un «escándalo sexual en prisión».

Catherine se había pasado años incitando a los empleadores y a los donantes a tener la mente abierta, pidiéndoles que se imaginaran cómo se sentirían si los definieran por su mayor error. De repente, es lo que estaba ocurriendo en su propia vida. «Traicioné mis valores espirituales. Me sentí rodeada por un muro de vergüenza omnipresente —nos dijo—. Perdí mi identidad como líder. Económicamente, estaba en la ruina. No quería vivir más porque sentí que había echado por la borda la vocación que me había dado Dios.» Intentó suicidarse.

Catherine había dedicado su vida a que los demás pudieran tener una segunda oportunidad. Había desarrollado una compasión por los exdelincuentes. Ahora debía tener compasión por otra persona: ella misma.

No se habla de la autocompasión tanto como se debería, quizá porque a menudo se confunde con sus primos semánticos más problemáticos, como «sentir lástima de uno mismo» o «ser autoindulgente». La psicóloga Kristin Neff describe la autocompasión como el acto de ofrecernos el mismo cariño que daríamos a un amigo. Nos permite reaccionar a nuestros propios errores con atención y comprensión en lugar de con críticas y vergüenza.

Todos cometemos errores. Algunos son pequeños, pero pueden tener consecuencias serias. Dejamos de mirar a nuestro hijo en el parque un momento, y justo entonces se cae. Cambiamos de carril y chocamos con un coche debido al ángulo ciego. También cometemos grandes errores: errores de juicio, o no cumplimos con nuestros compromisos, o nos falta integridad en algún momento. Nadie puede cambiar lo que ya ha hecho.

La autocompasión proviene de reconocer que nuestras imperfecciones forman parte de nuestra forma de ser humanos.[4] Aquellos que pueden apelar a ella, se recuperan más rápidamente de las adversidades. En un estudio sobre personas cuyo matrimonio fracasó, la resiliencia no estaba relacionada con su autoestima, el optimismo o la depresión antes del divorcio, o con el tiempo que había durado su relación o separación. Lo que les ayudaba a sobreponerse al dolor y seguir adelante era la autocompasión.[5] Para los soldados que volvían de Afganistán e Irak, aquellos que se trataban bien a sí mismos mostraron una reducción significativa en los síntomas del trastorno por estrés postraumático.[6] La autocompasión está relacionada con una mayor felicidad y satisfacción, menos dificultades emocionales y menos ansiedad.[7] Tanto los hombres como las mujeres se pueden beneficiar de la autocompasión, pero dado que las mujeres suelen ser más duras consigo mismas, a menudo se benefician más.[8] Como señala el psicólogo Mark Leary, la autocompasión «puede ser un antídoto contra la crueldad que a veces nos infligimos a nosotros mismos».[9]

La autocompasión coexiste con el remordimiento. No significa desentendernos de la responsabilidad de nuestro pasado, sino asegurarnos de que no nos flagelamos hasta el punto de poner en peligro nuestro futuro. Nos ayuda a darnos cuenta de que hacer algunas cosas mal no nos convierte necesariamente en malas personas. En lugar de pensar «si no hubiera sido», podemos pensar «si no hubiera hecho».[10] Por esta razón, la confesión católica comienza con «Perdóname, Señor, porque he pecado» y no con «Perdóname, Señor, porque soy un pecador».

Echar la culpa a las acciones en lugar de al carácter, nos permite sentir culpa en lugar de vergüenza.[11] La humorista Erma Bombeck bromeaba con que la culpa era «el don que se sigue dando».[12] Aunque puede ser difícil desprenderse de ella, la culpa nos impulsa a mejorar.[13] Nos motiva para reparar los errores del pasado y tomar mejores decisiones en el futuro.

La vergüenza tiene el efecto contrario: nos hace sentir pequeños e insignificantes, reaccionar con ira o encerrarnos y sentir lástima por nosotros mismos. Entre los estudiantes universitarios, los más propensos a sentir vergüenza tenían más posibilidades de tener problemas con el alcohol y drogadicción que los que eran propensos a sentir culpa.[14] Los prisioneros que se sentían avergonzados tenían un 30 por ciento más de probabilidades de reincidir que los que se sentían culpables.[15] Los niños de la escuela elemental y primaria que sentían vergüenza eran más hostiles y agresivos, mientras que los que se sentían culpables tenían más tendencia a rehuir los conflictos.[16]

Bryan Stevenson, un activista legal que lidera la Iniciativa de Justicia Equitativa, señala que «a todos nos ha desgarrado algo. Todos hemos herido a alguien». Cree firmemente que «cada uno de nosotros somos más que lo peor que hemos hecho».[17] Esto es lo que llegó a comprender Catherine Hoke. La primera persona a la que acudió fue su pastor, que la animó a perdonarse y enmendar sus errores. «Mi manera de tener compasión de mí misma fue apropiarme de mis errores», nos dijo. Escribió una carta sincera y llena de arrepentimiento a los 7.500 voluntarios y partidarios de su programa admitiendo lo que había hecho. Recibió más de un millar de respuestas de personas que se lo agradecían y le aseguraban que la creían. Muchas le preguntaban qué iba a hacer. Aunque ella no podía pensar en su futuro, los demás sí que se lo imaginaban. «Fue gracias al amor de estas personas que volví a vivir», recuerda. Empezó a sentir autocompasión.

Escribir a los demás y a sí misma fue la clave para que Catherine fuera capaz de sobreponerse. Desde que tiene memoria, Catherine escribe un diario. «Escribir un diario no es exactamente como meditar —nos dijo—. Pero me ayudó a calmarme y reflexionar. Pude poner palabras a mis sentimientos y así desentrañarlos.»

Escribir es un instrumento eficaz para aprender a tener compasión de uno mismo.[18] En un experimento, pidieron a varias personas que recordaran un fracaso o humillación que les hubiera hecho sentir mal, ya fuera suspender un examen importante, no dar la talla en una competición atlética u olvidarse del papel en una obra de teatro. Redactaron una carta en la que mostraron la comprensión que tendrían por un amigo en la misma situación. Comparado con el grupo de control, al que se le pidió que escribiera una carta sobre sus atributos positivos, aquellos que fueron comprensivos consigo mismos fueron un 40 por ciento más felices y estuvieron un 24 por ciento menos decepcionados.

Transcribir nuestros sentimientos en palabras nos ayuda a procesar y superar la adversidad.[19] Hace unas décadas, el psicólogo de la salud Jamie Pennebaker pidió a dos grupos de estudiantes universitarios que escribieran un diario durante cuatro días, dedicándole quince minutos por día: algunos de ellos debían escribir sobre temas no emocionales y los otros, sobre las experiencias más traumáticas que habían tenido en su vida, entre ellas, violaciones, intentos de suicidio y abuso de menores. Después del primer día, el segundo grupo era menos feliz y tenía una presión sanguínea más alta. Tenía sentido, pues enfrentarse a los traumas es doloroso. Pero cuando Pennebaker volvió a contactar con ellos seis meses después, los efectos se habían invertido y aquellos que escribieron sobre sus traumas se sentían bastante mejor emocional y físicamente.

Desde entonces, más de un centenar de experimentos han documentado el efecto terapéutico de escribir un diario. Ha ayudado a estudiantes de medicina, a pacientes con dolor crónico, a víctimas de crímenes, a presos en cárceles de máxima seguridad y a mujeres después del parto. Ha sido eficaz en diferentes culturas y países, como Bélgica, México y Nueva Zelanda. Escribir sobre hechos traumáticos reduce la ansiedad y la ira, mejora las notas, disminuye el absentismo laboral y amortigua el impacto emocional de la pérdida de trabajo. Entre los beneficios que aporta a la salud se incluyen un mayor conteo de linfocitos T, un mejor funcionamiento del hígado y una mejor respuesta de los anticuerpos. Incluso escribir durante unos minutos suele tener efectos beneficiosos. «No hay que seguir escribiendo toda la vida —nos explicó Pennebaker—. Podemos empezar y dejar de hacerlo según nuestras necesidades.»

Calificar emociones negativas hace que sea más fácil lidiar con ellas.[20] Cuanto más específica sea la calificación, mejor. «Me siento solo» es más comprensible que «Me siento fatal». Al dar palabras a nuestros sentimientos, nos otorgamos mayor poder sobre ellos. En un estudio, a un grupo de personas con aracnofobia les comunicaron que iban a interactuar con una araña. Pero primero les pidieron que se distrajeran un poco, que pensaran en las arañas como algo inofensivo, que no hicieran nada o que calificaran sus sentimientos sobre las arañas. Cuando les enseñaron la araña, aquellos que habían calificado sus miedos padecieron menos inquietud psicológica y estaban más dispuestos a acercarse a ella.[21]

Pero se deben hacer algunas advertencias. Justo después de una tragedia o crisis, escribir un diario puede ser contraproducente: es un acontecimiento demasiado reciente para procesarlo.[22] Después de una pérdida, parece que escribir puede disminuir la soledad y mejorar nuestro humor, pero no necesariamente nos ayuda con la pena o los síntomas de depresión.[23] Aun así, para muchos, relatar una historia puede ser revelador. Aquellos a los que no se les da bien escribir pueden utilizar una grabadora de voz con efectos muy similares.[24] Al parecer, expresar el trauma sin utilizar el lenguaje, es decir, a través de arte, música o danza, aporta menos beneficios (pero al menos no herimos los sentimientos de nadie si nuestros cuadros abstractos, llenos de ira, acaban en las manos equivocadas).

Escribir un diario ayudó a Catherine a identificar pensamientos que le estaban poniendo palos en las ruedas, como «Los demás solo me querrán si tengo algo que ofrecerles» o «Depender de otros me convierte en alguien débil y necesitado». Los psicólogos las llaman «creencias limitadoras», y Catherine decidió sustituirlas por lo que ella denominó «creencias liberadoras». Escribió: «Lo que yo valgo no depende de mis acciones» y «Puedo permitir que otras personas me cuiden, y yo también debo cuidar de mí misma».

Después de un año de terapia, Catherine fue capaz de renovar su compromiso para ayudar a otros a superar las circunstancias y el pasado. Empezó de cero en Nueva York y creó Defy Ventures, un programa que asesora y forma a exconvictos para que creen una empresa. En uno de los cursos que organizó, los estudiantes aprenden a identificar sus creencias limitadoras y a redefinirlas como creencias liberadoras. Este año he tenido la oportunidad de visitar una cárcel con Catherine. He observado cómo ayuda a los convictos (o Emprendedores en Formación, como ella los llama) a definirse a sí mismos por sus objetivos futuros, en lugar de por sus traumas y errores del pasado. Después de seis años, Catherine asegura que Defy Ventures ha ayudado a más de 1.700 graduados y ha fomentado y fundado 160 nuevas empresas, con una tasa de empleo del 95 por ciento y solo un 3 por ciento de reincidencia.

Catherine recuperó la confianza en sí misma, no solo en su vida profesional, sino también en su vida personal. En 2013 se casó con Charles Hoke, que creía tan firmemente en la misión de Defy que un año después de la boda dejó su trabajo en el sector financiero para colaborar con ella. «Es mi segunda oportunidad como esposa. Es mi segunda oportunidad en la vida —nos dijo Catherine—. Es mi segunda oportunidad para dar una segunda oportunidad a los demás.»

La confianza en uno mismo es crucial para ser feliz y tener éxito.[25] Cuando carecemos de ella, nos paralizan nuestros defectos. No logramos emprender nuevos retos ni aprender nuevas habilidades. Incluso dudamos de si deberíamos asumir un riesgo menor a pesar de que podría suponer una gran oportunidad. Decidimos no solicitar un puesto nuevo, y este ascenso que hemos dejado pasar se convierte, precisamente, en el momento en que nuestra carrera se ha estancado. No logramos armarnos de valor para quedar con alguien, y dejamos pasar la oportunidad de encontrar el amor de nuestra vida.

Como a muchas otras personas, durante toda la vida me han asaltado las dudas. En la universidad, cada vez que tenía un examen, temía suspender. Y cada vez que lograba no avergonzarme o que, de hecho, sacaba buenas notas, pensaba que había engañado a mis profesores. Más tarde supe que este fenómeno se llama «síndrome del impostor»[26] y, aunque lo sienten tanto hombres como mujeres, a las mujeres les suele afectar más. Casi dos décadas después, al ver que estas mismas dudas paralizaban a tantas mujeres en sus trabajos, di una conferencia en TED que animaba a las mujeres a «sentarse a la mesa».[27] Esta charla se convirtió en la base de mi libro Vayamos adelante. Investigar y ser sincera con los problemas que tuve con la inseguridad me ayudó a comprender formas de mejorar la confianza en uno mismo. A medida que alentaba a otras mujeres a que creyeran en sí mismas y llevaran a cabo lo que harían si no tuvieran miedo, yo misma aprendí estas lecciones.

Después perdí a Dave. Cuando muere un ser querido, esperamos estar tristes. Esperamos estar enfadados. Lo que no vemos venir (o, al menos, yo no lo vi) es que estos traumas pueden hacernos dudar de nosotros mismos en todos los aspectos de nuestra vida.[28] Esta pérdida de confianza es otro síntoma de la generalización: tenemos problemas en un ámbito y, de repente, dejamos de creer en nuestras capacidades en otros diferentes. Una primera pérdida desencadena segundas pérdidas. En mi caso, mi confianza se desmoronó de un día para otro. Fue como si una casa de mi barrio que había tardado años en construirse se cayera en pedazos en cuestión de minutos. Boom. Arrasada.

El primer día de trabajo después de la muerte de Dave, Mark y yo nos reunimos con el equipo de publicidad de Facebook. Para ejemplificar una cuestión, me dirigí a Boz, nuestro jefe de producto e ingeniería, y le dije: «Lo debes de recordar de cuando trabajamos juntos en Google». No había ningún problema en decir esto… excepto que Boz nunca había trabajado conmigo en Google. Comenzó su carrera en la competencia de Google por entonces, Microsoft.

En la siguiente reunión, quise asegurarme de que iba a contribuir con algo. Cualquier cosa. Alguien le hizo una pregunta a un colega, pero yo me adelanté para responderla… y seguí hablando sin freno. En algún punto, me di cuenta de que había perdido el hilo, pero seguí hablando, incapaz de parar. Aquella noche, llamé a Mark para decirle que sabía que había metido la pata. Dos veces. Eso sí que lo recordaba. «No te preocupes —respondió Mark—. Pensar que Boz había trabajado para Google es un tipo de error que habrías cometido antes.» Muy reconfortante.

De hecho, sí que fue reconfortante. Pero, aunque en el pasado pudiera haber cometido errores similares, en aquel momento no podía pensar en nada más. Luego, Mark señaló algunas cosas que había dicho en las reuniones y que habían dado en la diana, ninguna de las cuales yo recordaba. Continuó diciendo que nadie esperaba que yo pudiera estar al cien por cien todo el tiempo. Este comentario me ayudó a tener unas expectativas más razonables y a dejar de juzgarme con tanta severidad. La compasión de Mark me marcó el camino para empezar a tener compasión hacia mí misma. Me sentí profundamente agradecida por tener un jefe que me apoyara tanto, y sé que no todos lo hacen. Muchas empresas ni siquiera permiten que sus empleados tengan unos días libres para pasar el duelo y cuidar de sus familias. En el trabajo, la compasión no debería ser un lujo; es importante desarrollar políticas que den a los empleados días libres y les apoyen en lo que necesiten para que no tengamos que depender de la amabilidad de los jefes.

Estimulada por Mark y por una conversación con mi padre que me levantó la moral aquella noche, volví al trabajo al día siguiente. Y al siguiente. Y en días sucesivos. Pero en muchos de aquellos días, la pena me impidió pensar con claridad. En medio de una reunión, la imagen del cuerpo de Dave en el suelo del gimnasio me cruzaba la mente. Era como realidad aumentada: sabía que estaba en la sala de reuniones de Facebook, pero me parecía que su cuerpo también estaba allí. Incluso cuando no veía esta imagen, lloraba sin cesar. ¿Ir adelante? Apenas me podía sostener en pie.

Escribir un diario se convirtió en una parte crucial de mi recuperación. Comencé la mañana del funeral de Dave, cuatro días después de que muriera. «Hoy enterraré a mi marido. —Fue la primera frase que escribí—. Es inimaginable. No tengo ni idea de por qué quiero escribir todo esto, como si pudiera olvidar cualquier detalle.»

Había intentado escribir un diario desde que era niña. Cada dos años, más o menos, empezaba uno nuevo, pero lo volvía a dejar apenas unos días después. Sin embargo, durante los cinco meses que siguieron al funeral de Dave, me brotaron 106.338 palabras. Sentía que no podía respirar si no lo escribía todo: desde el detalle más insignificante de la mañana hasta las preguntas sin respuesta de la existencia. Si pasaba unos días sin escribir, las emociones se me acumulaban hasta que me sentía como una presa a punto de reventar. En aquel momento, no comprendía por qué escribir en un ordenador inerte era tan importante. ¿No debería estar hablando con mi familia o mis amigos, que tenían la capacidad de responderme? ¿No sería mejor intentar distanciarme de la ira y la pena en lugar de dedicar el poco tiempo que tenía cada día a sacarlo a la luz?

Ahora veo con claridad que este impulso de escribir me estaba guiando en la dirección correcta. Escribir un diario me ayudó a procesar los sentimientos abrumadores y todos los reproches que sentía. Pensaba constantemente en que, si hubiera sabido que Dave y yo íbamos a estar juntos tan solo once años, habría pasado más tiempo con él. Deseaba que, en los momentos más duros de nuestro matrimonio, hubiéramos discutido menos y nos hubiéramos comprendido más. Deseaba que, en el que resultó ser nuestro último aniversario, me hubiera quedado en casa en lugar de tomar un vuelo con los niños para asistir a un Bar Mitzvah. Y deseaba que, cuando fuimos a pasear aquella última mañana en México, hubiese caminado con Dave, dándole la mano, en lugar de caminar con Marne mientras él hablaba con Phil. A medida que escribía todo esto, mi ira y mi arrepentimiento disminuyeron.

El filósofo Søren Kierkegaard afirma que la vida solo se puede entender retrospectivamente pero que debe vivirse prospectivamente.[29] Escribir en un diario me ayudó a comprender el pasado y recuperar la confianza en mí misma para enfrentarme al presente y al futuro. Adam me sugirió que escribiera tres cosas que hubiera hecho bien cada día. Al principio, era escéptica. Apenas controlaba nada… ¿qué podía hacer bien? «Hoy me he vestido. ¡Un trofeo, por favor!» Pero está demostrado que estas listas nos ayudan a centrarnos en lo que los psicólogos llaman «pequeñas victorias».[30] En un experimento, un grupo de personas escribieron tres cosas que les habían ido bien, y por qué motivo, durante todos los días de una semana.[31] En los siguientes seis meses, fueron más felices que otro grupo que había escrito recuerdos de infancia. En un estudio más reciente, un grupo de personas dedicó de cinco a diez minutos a escribir cosas que habían ido «muy bien» y cuáles habían sido las razones; tres semanas después, los niveles de estrés habían disminuido, así como sus quejas sobre la salud física y mental.[32]

Durante seis meses, casi todas las noches antes de meterme en la cama, escribí mi lista. Dado que hasta las tareas más simples me resultaban difíciles, comencé con las siguientes: «He preparado té. He revisado los correos electrónicos. He ido a trabajar y he estado concentrada durante casi toda la reunión». No eran logros heroicos, pero la libreta que tenía en la mesita de noche tenía un propósito importante. Me di cuenta de que durante toda la vida me había ido a dormir pensando en lo que había hecho mal, cómo había metido la pata, en qué no daba la talla. El simple hecho de recordar algo que había hecho bien fue un cambio muy positivo.

Confeccionar listas de agradecimiento me había ayudado en el pasado, pero esta lista tenía un objetivo diferente. Adam y su colega Jane Dutton descubrieron que considerar las cosas buenas que tenemos en la vida no mejora nuestra confianza ni nuestra capacidad para esforzarnos, pero ser conscientes de nuestras contribuciones sí que ayuda.[33] Adam y Jane creían que esto se debía a que la gratitud es pasiva: nos sentimos agradecidos por lo que recibimos. Las contribuciones son activas: mejoran nuestra confianza porque nos recuerdan que podemos cambiar las cosas. Ahora animo a mis amigos y colegas a que escriban sobre lo que hacen bien. Quienes lo prueban, siempre dicen lo mismo: ojalá lo hubiera empezado a hacer antes.

Poco a poco, comencé a recuperar la confianza en el trabajo. Me decía a mí misma lo que decía a quienes dudaban de sí mismos: no tenía que ser perfecta; no tenía que creer en mí todo el tiempo. Solo tenía que creer que podía contribuir en alguna medida y luego contribuir un poco más. Experimenté este fenómeno de los progresos graduales cuando fui a esquiar por primera vez con dieciséis años. Decir que no soy una atleta natural es quedarse realmente corta. El cuarto día con esquís, mi madre y yo nos equivocamos de camino y acabamos en una pista difícil. Cuando me asomé a la pendiente de la montaña, aterrada, me dejé caer en la nieve, porque sabía que iba a ser imposible llegar abajo viva. Mi madre me aconsejó que no mirara la pendiente, sino que me limitara a hacer diez giros. Me engatusó para que me levantara y me ayudó a contar diez giros en voz alta. Después de estos primeros diez, hice diez más. Luego, otros diez. Al final, logré llegar abajo sana y salva. Con el paso de los años, he recordado esta lección siempre que me he quedado estancada. «¿Qué harías si no tuvieras miedo?» Hacer un giro. Y luego otro.

Si los demás me veían agobiada en el trabajo, intentaban ayudarme para reducir la presión. Cuando metía la pata o era incapaz de contribuir con nada, le restaban importancia y decían: «¿Cómo puedes hacer algo bien con todo por lo que estás pasando?». Anteriormente, yo había dicho frases similares a colegas que vivían una mala racha, pero, cuando me lo dijeron a mí, descubrí que esta expresión compasiva, de hecho, mermaba todavía más mi confianza. Lo que me ayudaba era oír: «¿En serio? Creo que tenías razón con lo que has dicho en la reunión y nos ha ayudado a tomar una mejor decisión». «Que Dios te bendiga.» La empatía es buena, pero dar ánimos es mejor.

Las dudas sobre nosotros mismos nos pueden desequilibrar, aunque las veamos venir. A Jenessa Shapiro, amiga de Adam y colega psicóloga, le diagnosticaron un cáncer de mama metastásico a los treinta años. Su mayor miedo era morir, pero el segundo en la cola era perder el trabajo. Mientras escribía un ensayo, se dio cuenta de que le costaba escribir e inmediatamente se preguntó: «¿Estarán la quimio y el cáncer destruyendo mi capacidad de pensar?». Su productividad cayó, y empezó a preocuparse por que no le mantuvieran el puesto y acabara sin empleo. También le quitaba el sueño cómo la veían los demás. Como experta en estigmas que era, sospechaba que el cáncer provocaría que los demás dudaran de sus capacidades. Jenessa consultó a varios colegas para probar esta hipótesis y, en efecto, los supervivientes de cáncer tenían menos posibilidades de que les llamaran para hacer entrevistas de trabajo.[34] Cuando no la invitaban para hacer una presentación, se preguntaba: «¿Saben que estoy enferma o no quieren molestarme? ¿O piensan que no estoy a la altura?».

Su marido la ayudó a abordar la situación teniendo más compasión por ella misma, y le recordó: «Cuando no tenías cáncer, no podías escribir un ensayo en un día». Sus compañeros de trabajo también la animaron. «En general, me tratan como a alguien capaz, alguien que todavía puede hacer contribuciones valiosas. Por descontado, me estresa que esperen que haga todo lo que hacía antes, así que imagino que es difícil para mis colegas encontrar el equilibrio entre esperar muy poco de mí o esperar demasiado.» La historia de Jenessa y mi experiencia han cambiado mi forma de interactuar con los compañeros de trabajo que pasan una mala racha personal. Como primer paso, sigo ofreciéndoles unos días libres. Pero ahora comprendo lo importante que es tratarlos como miembros normales del equipo y valorar su labor.

Jenessa agradeció mucho que le dieran un puesto permanente, pero el miedo a perder el trabajo es muy común. En 2016, la tasa de desempleo era del 3,7 por ciento en México, del 7,6 en Argentina y del 18,7 en España.[35] Cualquiera que haya sido despedido, haya sufrido un recorte de plantilla o haya sido obligado a dejar su trabajo conoce los efectos devastadores. No se trata únicamente de que la falta de ingresos nos deje en una situación económica delicada, sino que también puede desencadenar otros problemas de salud, entre ellos la depresión y la ansiedad.[36] Perder el trabajo es un golpe a nuestra autoestima, a nuestra dignidad, y puede llegar a hacer que se tambalee nuestra identidad. Al desposeernos de una sensación de control, la pérdida de ingresos puede mermar nuestra capacidad para tolerar el dolor físico.[37] Y el estrés puede llegar a contaminar las relaciones personales, lo cual puede aumentar los conflictos y tensiones en el hogar.[38]

Para ayudar a aquellos que sufrían depresión por culpa de la pérdida del trabajo, un grupo de psicólogos de la Universidad de Michigan organizó unos talleres de una semana en iglesias, escuelas, bibliotecas y ayuntamientos.[39] Durante cuatro horas cada mañana, cientos de desempleados asistieron a un programa diseñado para fomentar su confianza en la búsqueda de trabajo. Identificaron habilidades con salidas profesionales y recursos para obtener ventajas laborales. Ensayaron las entrevistas. Confeccionaron una lista de obstáculos que se podían encontrar y estrategias para mantener la motivación. Encontraron pequeñas ventajas. En los siguientes dos meses, aquellos que habían participado en el programa tuvieron un 20 por ciento más de posibilidades de encontrar trabajo. Y, durante los siguientes dos años, tuvieron más confianza en sí mismos y más probabilidades de seguir empleados. Quiero aclarar que no estoy sugiriendo que la confianza en uno mismo sea un remedio para el desempleo; debemos proporcionar educación y apoyo para que la gente pueda tener trabajo y que disfrute de los beneficios de la Seguridad Social cuando no tenga acceso a ella. Pero programas de este tipo pueden ayudar a cambiar las cosas.[40]

La confianza en uno mismo es importante en el trabajo y se habla de ella a menudo, pero en el hogar es igual de importante y no se le suele dar tanta importancia. Ser madre soltera era un territorio desconocido para mí. Dave y yo siempre habíamos discutido hasta los más mínimos pormenores que afectaban a nuestros hijos. Volví a recordar muchas veces que la noche en que murió Dave no quise tomar una decisión yo sola sobre las zapatillas rotas de mi hijo. De repente, nuestra conversación acerca de ser padres, que había durado una década, llegó a un abrupto final.

Cuando escribí Vayamos adelante, algunas personas me comentaron que no había dedicado suficiente espacio a las dificultades que deben superar las mujeres que no tienen pareja. Tenían razón. Por entonces, no lo entendía. No entendía lo difícil que es tener éxito en el trabajo cuando no das abasto en casa. Escribí un capítulo titulado «Haz de tu pareja un auténtico compañero» sobre la importancia de que las parejas se repartan las labores de casa y el cuidado de los hijos. Ahora comprendo lo poco acertado y decepcionante que pudo ser para muchas madres solteras que deben ocuparse de todo. Mi comprensión y expectativas sobre lo que debe ser una familia se acerca más a la realidad ahora. Desde principios de los años setenta, el número de madres solteras en Estados Unidos casi se ha doblado.[41] En todo el mundo, el 15 por ciento de los niños viven en una familia monoparental y las mujeres representan casi el 85 por ciento de estas familias.

Nunca experimentaré ni entenderé completamente los retos a los que se enfrentan estas mujeres. Aunque lo tienen todo en contra, dedican todas sus fuerzas a criar hijos increíbles. Para poder llegar a fin de mes, muchas tienen más de un empleo, sin contar con el trabajo que representa ser madre. Y las guarderías de alta calidad tienen un precio prohibitivo. El coste de tener a un hijo de cuatro años y un bebé en la guardería supera la renta media anual en todos los estados de Estados Unidos.[42]

Las madres solteras, a pesar de que trabajan mucho, tienen una tasa de pobreza más alta que los padres solteros en la mayoría de países, entre ellos Argentina, España, México y Estados Unidos, donde casi un tercio de las madres solteras y sus hijos tienen inseguridad alimentaria,[43] y las familias con madres solteras negras o latinas aún tienen más problemas, con una tasa de pobreza que se acerca al 40 por ciento.[44] Además de solicitar nuevas políticas para apoyar a estas familias, debemos hacer todo lo que podamos para ofrecerles ayuda inmediata. Es sorprendente que una de cada tres familias en el Área de la Bahía de San Francisco necesite ayuda alimentaria. Hace unos años me ofrecí como voluntaria en el banco de alimentos de mi barrio, Second Harvest, y luego participé para lanzar la campaña StandUp for Kids, que ahora proporciona comida a casi 90.000 niños cada mes.[45] Después de que la campaña distribuyera comida en las escuelas subvencionadas del barrio, disminuyeron los problemas disciplinarios. «Algunos pensaban que teníamos niños problemáticos —nos dijo el director—. Pero lo que teníamos era niños hambrientos.» Otra escuela informó de que el programa había reducido el absentismo escolar y los problemas relacionados con la salud, además de mejorar el rendimiento académico.

Las madres que trabajan, sobre todo aquellas que además son solteras, tienen una desventaja desde el principio. En México, las madres tienen un permiso de 12 semanas, en Argentina, de 13 semanas y en España, de 16 semanas.[46] Estados Unidos es el único país desarrollado del mundo que no paga la baja maternal. Y muchos hombres y mujeres no tienen acceso a la baja por enfermedad, o por muerte de un allegado, que necesitan para superar los momentos difíciles, lo cual hace más probable que sus problemas personales se conviertan en problemas laborales. La investigación de Adam ha demostrado que se trata de estrechez de miras: dar apoyo en los malos momentos personales favorece que los empleados se comprometan más con sus empresas.[47] Debemos repensar las políticas públicas y corporativas para garantizar que tanto hombres como mujeres tengan los días libres que necesiten para cuidar de sí mismos y de sus familias.

También tenemos que desterrar los prejuicios caducos acerca de los niños que viven con dos padres casados y heterosexuales. Cuando murió Dave, el mundo parecía recordarnos continuamente a mí y a mis hijos lo que ya no teníamos: desde los bailes de padres e hijas hasta las noches informativas, los eventos de padres e hijos estaban por todas partes. Mi hermano David me dijo que también se había dado cuenta, por primera vez, de la gran cantidad de eventos con padres que había en su escuela pública en Houston y lo duro que tenía que ser para los niños que no tuvieran padre.

Las dudas se cernían sobre mí, de manera que cada vez me sentía más incapaz. «¿Qué habría hecho Dave?» Deseaba saberlo todos los días, y deseaba todavía más que él estuviera a mi lado para responderme. Pero, al igual que sucedía en el trabajo, si me fijaba en pequeños pasos, era más fácil. Me di cuenta de que no tenía por qué saber cómo ayudar a mis hijos en todas las situaciones en que podían encontrarse. No tenía que ayudarles a gestionar una tristeza vitalicia cada vez que lloraban. Solo tenía que ayudarles con lo que se estaban enfrentando en ese momento. Ni siquiera tuve que dar diez giros. Solo tuve que ayudarles a dar un giro cada vez.

Comencé por tomar algunas decisiones… y luego al instante las ponía en duda. Cualquier cosa que pareciera ir en contra de las preferencias de Dave, aunque fuera en lo más mínimo, me desconcertaba. Dave creía que dormir era crucialmente importante para nuestros hijos y se oponía de manera tajante a que pasaran la noche fuera de casa. Pero, después de que falleciera, me di cuenta de que a mis hijos les consolaba y les distraía dormir en casa de algún amigo. Sabía que este cambio era intranscendente, pero para mí fue un símbolo de lo difícil que era vivir sin Dave y de cómo tenía en cuenta sus deseos. Amy, mi cuñada, señaló que Dave nunca pudo decirme cómo habrían evolucionado sus opiniones después de una pérdida devastadora. Me lo podía imaginar diciendo: «Sí, por supuesto, si les hace felices, pueden dormir fuera». Y, aunque nunca sabré lo que habría pensado Dave a la hora de tomar algunas decisiones sobre asuntos de escasa importancia, como si los preadolescentes pueden ver Pequeñas mentirosas o si pueden jugar al Pokémon GO, sí que sé lo que quería para sus hijos, además de que durmieran bien: integridad, curiosidad, amabilidad, amor.

Sin Dave para orientarme, empecé a confiar en gran medida en mis amigos y familiares. Igual que cuando un colega resaltaba algo positivo en el trabajo, me ayudaba mucho que los amigos me hicieran saber que había hecho algo bien en casa. También me ayudaba cuando eran sinceros sobre qué cosas podía mejorar, como sugerirme que fuera más flexible con las normas establecidas y más paciente tanto con mis hijos como conmigo misma.

A medida que me alejaba del trauma y de la novedad de una vida sin Dave, cada vez escribía menos en mi diario. Ya no sentía que fuera a estallar sin esta vía de escape. El día después del que habría sido el cuadragésimo octavo aniversario de Dave, decidí pasar la página de esta fase de mi duelo. Me senté y escribí lo siguiente:

 

3 de octubre de 2015

 

Esta es la última entrada de este diario. Las 22 semanas y media (156 días) más largas que he vivido. Me estoy forzando a seguir hacia delante y hacia arriba, y dejar de escribir este diario forma parte del proceso. Creo que estoy preparada.

Temía el día de ayer desde que Dave murió. Sabía que iba a ser un punto de inflexión: el aniversario que no tendrá lugar. Cada vez que alguien decía que iba a ser su cumpleaños, los corregía en silencio y a veces en voz alta. No, no será su cumpleaños. Tienes que estar vivo para tener un cumpleaños. Él no está vivo. El 2 de octubre de 2015 era el día en que habría cumplido cuarenta y ocho. Cuarenta y ocho años. Media vida.

Fuimos a su tumba con Paula, Rob, mamá, papá, David y Michelle. Era mucho más pequeña de como la recordaba del día que lo enterramos.

Poco antes de irnos de allí, me senté al lado de la tumba. Le hablé en voz alta. Le dije que le quería y que le echaba de menos cada instante de cada día. Le dije lo vacío que parecía el mundo sin él. Y luego me puse a llorar, porque era dolorosamente evidente que no podía escucharme.

David y Michelle me dejaron unos minutos sola y luego vinieron a sentarse conmigo, uno a cada lado. Había algo reconfortante en ello: me di cuenta de que mis hermanos habían estado en mi vida mucho antes que Dave. Hablamos de lo afortunados que seríamos si viviéramos lo bastante para enterrar a nuestros padres, y de que lo haríamos allí, juntos. La vida continúa con ellos. No con Dave, sino con ellos. Puedo envejecer con David y Michelle a mi lado, como siempre han estado junto a mí.

Al contemplar la tumba de Dave, me di cuenta de que ya no quedaba nada por hacer ni por decir. Nunca más le podré decir lo mucho que lo quiero. Nunca más podré abrazarlo ni besarlo. Sé que debo hablar de él constantemente con mis hijos, para que lo recuerden, pero nunca más tendré otra conversación con él sobre ellos. Puedo llorar todo el día, todos los días… pero nada hará que vuelva. Nada.

Todos nos dirigimos hacia donde está Dave. Sin excepción. Al mirar las hileras de lápidas, no cabe duda de que todos acabaremos bajo tierra. Así que cada día es importante. No sé cuántos me quedan y quiero empezar a vivir de nuevo.

Todavía no soy feliz. Pero sé cuánto he avanzado estos últimos cinco meses. Sé que puedo sobrevivir. Sé que puedo criar a mis hijos. Sé que necesito un montón de ayuda (y he aprendido a pedirla) y cada vez estoy más segura de que los que están conmigo lo estarán a largo plazo. Todavía me da miedo, pero menos. Como me dicen una y otra vez, no estoy sola. Todos necesitamos a los demás, y yo los necesito más que nunca. Pero, al acabar el día, la única persona que puede tirar mi vida para delante, hacerme feliz y dar una nueva vida a mis hijos soy yo.

Ya son 156 días. Con suerte, serán muchos más. Así que hoy acabo este diario. Y voy a tratar de comenzar el resto de mi vida…