Recuperar la alegría
Cuando empezamos la secundaria, la primera semana de clases mi mejor amiga me hizo saber que yo no era lo bastante guay como para juntarse conmigo. Esta dolorosa ruptura resultó ser una suerte. Poco después de que mi amiga me plantara, me acogieron otras tres chicas y terminamos siendo amigas para toda la vida. En el instituto incorporamos al grupo a otras tres, de modo que Mindy, Eve, Jami, Elise, Pam, Beth y yo nos convertimos en «las Chicas», y aún seguimos llamándonos así. Las Chicas me han aconsejado sobre toda clase de cosas, desde qué ponerme para el baile de graduación hasta qué oferta de trabajo aceptar o qué hacer cuando tu bebé se despierta a medianoche… y vuelve a despertarse a las tres de la mañana.
En otoño de 2015, la hija de Beth iba a convertirse en Bat Mitzvá. Una parte de mí no quería ir a la ceremonia. Pocos días antes de que Dave muriera, ambos habíamos elegido juntos una fecha para el Bar Mitzvá de nuestro hijo. La idea de que Dave no estuviera presente en la ceremonia de paso a la edad adulta de nuestro hijo empañaba por completo la ocasión. Pero durante los días sombríos de aquel verano, las Chicas habían estado llamándome a diario y se habían turnado para venir a California. Me habían demostrado que no estaba sola, me habían dejado sentir su presencia de manera constante, y yo quería acompañarlas en los momentos felices, igual que ellas me habían acompañado en los más tristes.
Estar junto a las Chicas y sus familias durante el servicio del Bat Mitzvá me resultó profundamente reconfortante, casi como si me hubiera transportado a la época en la que éramos adolescentes, a aquellos días inocentes en los que un mal corte de pelo suponía un problema enorme. La hija de Beth bordó su lectura de la Torá y a todos se nos llenaron los ojos de lágrimas de orgullo. La ceremonia terminó con la recitación tradicional del kadish, una oración por los difuntos. Inmediatamente aparecieron seis brazos que se extendían hacia mí desde delante, por detrás y desde el otro lado del banco de la iglesia. Mis amigas me abrazaron y, tal como me habían prometido, pasamos aquel mal momento juntas.
Aquella noche, en la fiesta, nuestros hijos se divirtieron muchísimo. Estuve observando a mi hijo y a mi hija mientras charlaban animadamente con sus «casi primos» y pensé que debería existir una palabra para definir la alegría que se siente cuando tus hijos son amigos de los hijos de tus amigas. Además de las Chicas, había otros invitados de nuestra época escolar en Miami, entre ellos el chico más guapo de la clase: Brook Rose. Hasta su nombre es perfecto. En aquella época, todas dábamos por hecho que no teníamos ninguna oportunidad con él, y él mismo nos lo confirmó al acabar la universidad cuando nos contó que era gay.
El DJ pinchó «September», de Earth, Wind & Fire, y Brook me tomó de la mano.
—Vamos —me dijo, dedicándome una de sus sonrisas despampanantes.
Me sacó a la pista y nos dejamos ir exactamente igual que en el instituto, cantando y bailando. Y entonces me eché a llorar.
Brook me llevó con presteza hasta el jardín y me preguntó qué pasaba. Al principio di por hecho que lo que ocurría es que echaba de menos a Dave, pero yo conocía a la perfección la sensación que eso me generaba y lo de ese momento era, de algún modo, distinto. Y entonces entendí. Bailar al son de una canción alegre de mi juventud me había transportado a un lugar en el que no estaba sumida en la soledad y la añoranza. No me sentía solo «bien». Estaba feliz de verdad. Y esa felicidad llegaba inmediatamente seguida de una oleada de culpabilidad. ¿Cómo podía sentirme feliz si Dave estaba muerto?
Al día siguiente, me fui con mis hijos a Filadelfia a visitar a Adam y a su familia. Le conté que me había venido abajo en la pista de baile y me respondió que no le sorprendía.
—Claro, ha sido la primera vez en la que te has sentido feliz —me dijo—. En todo este tiempo no has hecho ni una sola cosa que te reportara alegría.
Adam tenía razón. Durante más de cuatro meses había estado totalmente centrada en mis hijos, en mi trabajo y en sobrevivir a cada día. Había dejado de hacer todas las cosas que Dave y yo solíamos compartir para divertirnos, como ver películas, salir a cenar con los amigos, ver Juego de tronos o jugar a Los colonos de Catán o al Scrabble. Catán me resultaba especialmente duro, pues es a lo que habíamos estado jugando los últimos momentos que pasamos juntos.
Tenía un montón de razones para encerrarme. No quería dejar a mis hijos con una canguro ni siquiera después de que se durmieran, por si se despertaban. Me daba miedo salir por si terminaba echándome a llorar en público, poniéndome a mí en evidencia y arruinándole la fiesta a todo el mundo. A principios de ese invierno había hecho un intento de relacionarme con gente. Invité a un pequeño grupo de amigos a que vinieran a casa a ver una película. Empezamos la velada tomando yogur helado en la cocina y yo me repetía: «Puedes hacerlo. Haz como si todo fuera normal». La película me la había recomendado una amiga, me había dicho que era divertida y ligera. Empezamos a verla. Al principio, todo bien. Y entonces, a los pocos minutos de empezar, la mujer del protagonista se muere. Pensé que se me iba a salir el yogur de nuevo por la boca. «Todo» no era normal.
En un post de Facebook que escribí al cumplir los primeros treinta días de viudez, decía que nunca volvería a conocer un momento de alegría pura. Algunos amigos que habían perdido también a sus parejas me aseguraron que aquello no era verdad y que algún día volvería a ser feliz, pero no les creí. Y entonces llegaron Earth, Wind & Fire y demostraron que estaba equivocada. Pero aquel momento de felicidad vivido en la pista de baile había sido muy fugaz, apenas tuvo tiempo de asomar la cabeza antes de que la culpabilidad le golpeara y lo metiera de vuelta en su agujero.
El sentimiento de culpa del superviviente te roba la alegría, es una segunda pérdida que nos deja la muerte. Cuando una persona pierde a un ser querido, no se siente solo rota de dolor, sino también de remordimiento.[1] Esa es otra de las trampas de la personalización: «¿Por qué soy yo la que sigue viva?». Aun después de que la tristeza más profunda desaparezca, la culpa permanece. «No pasé el tiempo suficiente con él.» Y la muerte no es la única forma de pérdida que dispara un sentimiento de culpa. Cuando una empresa despide a algunos de sus empleados, los que conservan su empleo tienen a menudo que hacer frente al sentimiento de culpa que va unido al síndrome del superviviente.[2] El proceso mental completo se inicia con un «Debería haber sido yo». A este pensamiento le sigue un sentimiento de gratitud («Me alegro de no haber sido yo»), que rápidamente se ve barrido por la culpa: «Soy mala persona por sentirme feliz cuando mis amigos han perdido su trabajo».
Una vida dedicada por entero a la búsqueda de placer sin sentido es una existencia vacía.[3] Pero una vida con sentido que carece por completo de alegría es una existencia deprimente. Hasta aquel episodio de la pista de baile no me di cuenta de que había estado negándome la felicidad. E incluso aquel momento fugaz se vio arruinado por la sensación de culpabilidad, lo que hizo que parecieran fundadas mis sospechas acerca de no volver a sentir jamás lo que es la pura alegría. Pero un día, durante una conversación telefónica con Rob, el hermano de Dave, recibí un enorme regalo. «Todo lo que Dave quiso desde el día en que te conoció fue hacerte feliz», me dijo Rob con la voz quebrada. «Incluso ahora, él querría que fueses feliz. No se lo niegues.» Mi cuñada Amy también me ayudó haciéndome ver el grado en el que mi estado de ánimo afectaba a mis hijos. Estos le habían dicho que se encontraban mejor porque «Mamá ha dejado de llorar a todas horas».
Cuando nos volcamos en los demás, hallamos motivaciones para las que por nosotros mismos es difícil encontrar el coraje.[4] En 2015, Lisa Jaster, mayor del ejército estadounidense, estaba intentando graduarse en el curso de élite de la Ranger School. Previamente, había estado destinada en Afganistán y en Irak, de modo que creía que podría completar el exigente programa en nueve semanas. Pero aprender orientación, supervivencia en un medio acuático, operaciones de asalto, emboscadas y montañismo y realizar un curso de obstáculos le llevó veintiséis semanas. La última prueba consistía en una marcha de veinte kilómetros en la que tenía que llevar un petate de quince kilos, ocho litros y medio de agua y un fusil. Al llegar a la marca de los dieciséis kilómetros, Lisa sentía náuseas, tenía los pies llenos de ampollas y pensaba que sería incapaz de alcanzar la meta. Entonces una imagen cruzó su mente, una foto de ella con sus hijos que le encanta. Su hijo lleva una camiseta de Batman y su hija, una de Wonder Woman. Encima de la foto Lisa había escrito: «Quiero ser su superheroína». Recorrió a la carrera los últimos kilómetros y redujo su objetivo de marca en un minuto y medio. Lisa hizo historia al convertirse en una de las tres primeras mujeres que llegaron a ser comando del ejército. Cuando conocí a Lisa, le dije que no solo era una superheroína para sus hijos, conté su historia a los míos durante la cena y ahora también es su superheroína.
Con las palabras de Rob y de Amy resonándome en los oídos, decidí que debía intentar divertirme, por mis hijos y con mis hijos. A Dave le gustaba mucho jugar a Catán con los niños porque el juego les enseñaba a planear las cosas por adelantado y a anticipar los movimientos del adversario. Una tarde saqué el juego, que estaba guardado en la estantería, y, sin darle más importancia, pregunté a mis hijos si querían jugar. Sí querían. Antes, yo siempre era el color naranja, mi hija, el azul, mi hijo, el rojo y Dave, el gris. Cuando nos dispusimos a jugar los tres solos, mi hija eligió las fichas de color gris. Mi hijo se enfadó e intentó arrebatárselas, diciendo:
—¡Ese era el color de papá! ¡No puedes ser el gris!
Le cogí de la mano y le dije:
—Sí que puede. Tenemos que recuperar las cosas.
«Recuperar las cosas» se convirtió en nuestro mantra. En vez de renunciar a todo aquello que nos recordaba a Dave, lo acogíamos y lo convertíamos en algo que seguía presente en nuestras vidas. Volvimos a seguir a los equipos que le gustaban a Dave: los Minnesota Vikings y los Golden State Warriors. Recuperamos las partidas de póquer que Dave había echado con los niños desde que eran pequeños. Se rieron mucho cuando les conté la historia del día en que, cuando ellos tenían cinco y siete años, Dave llegó del trabajo, se los encontró jugando al póquer y dijo que aquel era uno de los momentos de mayor orgullo de toda su vida. Un amigo nuestro que había jugado al póquer con Dave con gran frecuencia y fruición, Chamath Palihapitiya, reapareció para continuar la educación de mis hijos en las artes del Texas Hold’em. Habría intentado hacerlo yo misma, pero no creo que Dave hubiera querido que aprendieran con una, en palabras el propio Dave, «pésima jugadora». Pero vaya si Chamath accedió a hacerlo con gran frecuencia y satisfacción.
Por mi parte, recuperé los capítulos de Juego de tronos. No era ni por asomo tan divertido como ver la serie con Dave, que se había leído todos los libros de la saga y seguía perfectamente las tramas de quién conspiraba contra quién, pero presté atención, me puse al día, y terminé la temporada dando vítores por la Khaleesi y sus dragones, exactamente igual que lo había hecho con Dave. Empecé a invitar a amigos a ver películas en casa, poniendo más cuidado en asegurarme de que en ninguna de ellas se moría la pareja de nadie. Pero la mejor de todas estas recuperaciones fue encontrar al adversario perfecto de Scrabble en internet. Dave y Rob habían jugado juntos. Dave y yo solíamos jugar juntos. Ahora jugamos juntos Rob y yo. Los dos hermanos tenían más o menos el mismo nivel y yo soy una sustituta bastante lamentable, en casi cien partidas he ganado a Rob tan solo una vez. Pero ahora, algunos minutos al día, estamos conectados a través de nuestros teléfonos… y también con Dave.
Deseamos que quienes nos rodean sean felices. Permitirnos la felicidad a nosotros mismos, obligarse a aceptar que está bien dejar atrás el sentimiento de culpa y buscar la alegría, es triunfar sobre la permanencia. Divertirse es una forma de ser compasivo con uno mismo. Igual que cuando cometemos un error debemos permitirnos cierta benevolencia, también debemos tratarnos bien y permitirnos disfrutar de la vida mientras podamos. La tragedia puede derribar tu puerta y hacerte prisionero en cualquier momento. Escapar de ella requiere esfuerzo y energía. Buscar la alegría después de hacer frente a la adversidad es recuperar aquello que te había sido arrebatado. Como dijo Bono, el cantante de U2, «la alegría es el máximo gesto de desafío».[5]
Uno de los comentarios que más me impactó de los que recibió mi post de Facebook a los treinta días de la muerte de Dave fue el de una mujer llamada Virginia Schimpf Nacy. Virginia estuvo felizmente casada hasta que su marido murió de pronto, mientras dormía, a los cincuenta y tres años. Seis años y medio después, la noche anterior a la boda de su hija, su hijo murió de sobredosis de heroína. Insistió en seguir adelante con la boda y organizó el funeral de su hijo el día siguiente. Poco después, Virginia empezó a trabajar con el distrito escolar en un programa de prevención de la drogadicción, creó un grupo de apoyo con otros padres y terapeutas, e impulsó cambios legislativos para combatir la adicción. También buscaba maneras de paliar la tristeza. Se puso a ver programas antiguos de Carol Burnett y recorrió el país de punta a punta con su labrador castaño para visitar a su hija y a su yerno. «Ambas muertes están entrelazadas con el tejido de mi vida, pero no son lo que me define —decía—. Para mí la alegría es muy importante. Y no puedo esperar que esa alegría venga de mi hija ni de ninguna otra persona. Tiene que salir de mí. Es hora de exprimir al máximo la Opción C.»
Cuando buscamos la felicidad, a menudo nos fijamos en momentos significativos: la graduación, tener un hijo, encontrar trabajo, reunirse con la familia. Pero la felicidad está en la frecuencia, no en la intensidad, con la que vivimos las experiencias positivas.[6] En un estudio realizado en Australia a lo largo de doce años con personas que habían perdido a sus parejas, el 26 por ciento conseguía encontrar la alegría después de su pérdida tan a menudo como lo habían hecho antes. Lo que les distinguía del resto de la muestra es que volvían a implicarse en sus interacciones y actividades cotidianas.[7]
«El modo en que pasamos los días —afirmó la escritora Annie Dillard— es, cómo no, el modo en que pasamos la vida.»[8] En lugar de esperar a ser felices para disfrutar de las pequeñas cosas, deberíamos hacer todas esas pequeñas cosas que nos dan alegría. Después de pasar por un divorcio deprimente, una amiga mía hizo una lista de todas las cosas de las que disfrutaba (escuchar música, ver a sus sobrinas y sobrinos, leer libros de arte, comer flanes) y se propuso llevar a cabo una de las cosas de la lista cada día al salir de trabajar. Como dice el bloguero Tim Urban, la felicidad es esa alegría que uno encuentra en cientos de miércoles olvidables.[9]
Mi propósito de Año Nuevo para 2016 se basaba en esta idea. Cada noche seguía intentando anotar tres cosas que hubiera hecho bien, pero a medida que recuperaba la confianza esto parecía cada vez menos necesario. Entonces Adam me propuso una nueva idea: «Anota cada día tres momentos alegres». De todas las resoluciones de Año Nuevo que he hecho en mi vida, esta es, con diferencia, la que he cumplido durante más tiempo. Y ahora, casi cada noche antes de irme a dormir, escribo en un cuaderno tres momentos felices del día. Hacerlo me permite prestar atención y apreciar estos destellos de felicidad. Cuando me pasa algo positivo pienso: «Esto es para el cuaderno». Y es un hábito que ilumina el día entero.
Un mentor que tuve hace muchos años llamado Larry Brilliant intentó enseñarme que la felicidad requiere esfuerzo. Larry y yo habíamos hecho buenas migas cuando pusimos en marcha la iniciativa filantrópica de Google, así que me entristecí mucho cuando a su hijo Jon le diagnosticaron cáncer de pulmón a los veinticuatro años. Jon recibía tratamiento en Stanford y a menudo se quedaba por las noches en nuestra casa, que estaba más cerca del hospital. Se traía sus amados juegos de Lego de su infancia para jugar con mis hijos y, aún hoy, cuando los niños sacan los Lego me acuerdo de Jon.
Hubo unos meses en los que pareció que Jon se había recuperado milagrosamente y, por ello, cuando murió, un año y medio después, el golpe para su familia fue el doble de fuerte. Lo que entonces ayudó a Larry a construir su resiliencia fue su sólida espiritualidad. Larry y su mujer, Girija, habían vivido en la India durante diez años. Allí estudiaron con un gurú hindú y practicaron meditación budista. Cuando perdieron a su hijo, dedicaron su labor espiritual a convertir parte de aquel dolor en gratitud por los años en los que Jon estuvo sano. En el funeral de Dave, Larry lloró conmigo y me dijo que nunca hubiera imaginado que íbamos a llorar tan pronto la pérdida de otro ser querido. Me puso las manos sobre los hombros, como para sostenerme erguida, y me aseguró que siempre estaría a mi lado para cerciorarse de que el dolor no me hundía.
—Un día feliz dura quince minutos. Un día triste dura quince años —comentó—. Nadie pretende que la cosa sea fácil, pero nuestra labor en esta vida es hacer que esos quince minutos duren quince años y esos quince años, quince minutos.
Prestar atención a los momentos felices supone un esfuerzo, porque estamos programados para centrarnos más en las cosas negativas que en las positivas.[10] Los sucesos funestos tienden a producir en nosotros un impacto mayor que los acontecimientos felices. Este fenómeno tenía sentido en la prehistoria. Si olvidabas aquella ocasión en que uno de tus seres queridos se comió unas bayas venenosas, es probable que terminaras tomándolas tú también como tentempié. Pero hoy prestamos ese mismo nivel de atención al mínimo revés ordinario y a cualquier contratiempo cotidiano.[11] La simple rotura de la escobilla del limpiaparabrisas o que nos caiga una mancha de café tienen el poder de hundirnos el ánimo. Al centrar el punto de mira en las posibles amenazas, nos perdemos las oportunidades que tenemos de sonreír.
Del mismo modo que etiquetar los sentimientos negativos puede ayudarnos a superarlos, poner nombre a los positivos también funciona.[12] Dedicar un rato, durante solo tres días consecutivos, a escribir sobre experiencias felices puede mejorar el ánimo de una persona y hacer que se pospongan sus visitas al centro de salud hasta tres meses después.[13] Podemos disfrutar incluso de la más pequeña de las cosas cotidianas:[14] la sensación de una brisa cálida sobre nuestra piel o lo buenas que están las patatas fritas (especialmente cuando las robamos de un plato ajeno). Mi madre es una de las personas más optimistas que conozco y, cada noche, cuando se mete en la cama, dedica unos minutos a dar gracias por lo confortable que es su almohada.
A medida que vamos haciéndonos mayores, tendemos a definir la felicidad menos en términos de excitación que de serenidad.[15] La reverenda Veronica Goines lo resume así: «La paz es la alegría en reposo y la alegría es la paz en movimiento».[16] Contarle a otra persona las cosas positivas que nos suceden también hace que nuestras sensaciones placenteras aumenten a lo largo de los días siguientes.[17] En palabras de Shannon Sedgwick Davis, una defensora de los derechos humanos cuyo trabajo le exige estar diariamente en contacto con toda serie de atrocidades: «La felicidad es una disciplina».[18]
Un amigo mío que perdió a su mujer a los setenta años, después de llevar cuarenta y ocho juntos, me dijo que, en su lucha contra la desesperanza, sintió la necesidad de cambiar de rutinas. Si seguía haciendo las mismas cosas que hacía con su mujer la echaba más de menos, así que se esforzó por encontrar actividades nuevas. Me aconsejó que hiciera lo mismo. Por ello, además de las cosas que iba recuperando, también busqué otras que me hicieran seguir avanzando. Comencé por cosas pequeñas, como echar con mis hijos partidas de Corazones, un juego de cartas que me enseñó mi padre (y que se me da mejor que el póquer). También empezamos a salir con la bici los fines de semana, cosa que Dave no podía hacer porque le daba dolor de espalda. Volví a tocar el piano, algo que llevaba treinta años sin hacer. Toco muy mal debido a una mezcla entre falta de talento y falta de práctica, pero, en cualquier caso, el mero hecho de martillear una canción ya me hace sentir mejor. Parafraseando una canción de Billy Joel que toco mal y canto desafinada: It gives me a smile to forget about life for a while [«Olvidarme de la vida durante un ratito me hace sonreír»].
Tocar un instrumento al límite de nuestras capacidades es uno de esos ejercicios que la psicología define como «dificultades asequibles».[19] Se trata de un nivel de desafío cuya superación exige que dediquemos toda nuestra atención y no nos deja espacio para pensar en nada más. Muchos recordamos haber experimentado algunos de nuestros momentos más felices en este estado de flujo o de inmersión total en una tarea.[20] Como cuando estás totalmente enfrascado en una conversación con un amigo y de pronto descubres que han pasado dos horas sin darte cuenta. O cuando vas de viaje en coche y la línea discontinua se vuelve un patrón rítmico. O cuando estás completamente absorto en un libro de Harry Potter y te olvidas de que Hogwarts, en realidad, no existe. «El típico error de muggle.» Pero en ello también hay una trampa. Mihaly Csikszentmihalyi, el psicólogo que desarrolló esta investigación, descubrió que, mientras las personas están en ese estado de flujo, no manifiestan sentirse felices, en ese momento están tan absortas que únicamente con posterioridad pueden describirlo como una experiencia disfrutable. El mero hecho de intentar preguntarles sobre su estado de flujo las sacaba inmediatamente de él. «Bien hecho, psicólogos.»
Muchas personas buscan este estado de flujo en la práctica del deporte. Después de perder a su mujer, el humorista Patton Oswalt se dio cuenta de que cómics como el de Batman muestran una respuesta extraña al duelo. En la vida real «si Bruce Wayne viera con nueve años cómo asesinan a sus padres, no se convertiría en un héroe musculoso —afirma Oswalt—. ¿Y si alguien se muere y simplemente se ponen gordos y se muestran furiosos y confusos? Pues no, inmediatamente, al gimnasio».[21] En realidad, ir al gimnasio, o simplemente patear las aceras paseando, puede ser enormemente beneficioso. Los efectos del ejercicio físico sobre nuestra salud son bien conocidos.[22] Entre otras cosas, rebaja el riesgo de sufrir enfermedades coronarias, tensión alta, ictus, diabetes y artritis. Numerosos médicos y terapeutas señalan que el ejercicio físico es también una de las mejores maneras de aumentar nuestro bienestar psicológico.[23] En el caso de algunos adultos mayores de cincuenta años que padecen una depresión, hacer ejercicio puede llegar a ser tan eficaz como tomar antidepresivos.[24]
Alcanzar este estado de flujo quizá suene como un lujo, pero después de sufrir una tragedia puede convertirse en algo esencial. Hace cuatro años, en Siria, Wafaa (omito el apellido para proteger la seguridad de su familia) se hundió en la desesperación cuando detuvieron a su marido. Desde entonces nadie ha vuelto a verlo ni a saber de él. Pocos meses antes de que esto ocurriera, su hijo fue asesinado cuando jugaba al fútbol delante de su casa. Wafaa no podía soportar el dolor y pensó en suicidarse, pero estaba embarazada de su sexto hijo y eso la detuvo. Huyó a Estambul junto con su hermano y sus dos hijos menores. En Siria se quedaron sus otros tres hijos. Poco después recibió una llamada de su hija, que tenía un hijo a su vez. Este acababa de morir asesinado por un francotirador. En una semana hubiera cumplido dos años. Mucho más allá de lo inimaginable. Inconmensurable.
La experiencia de Wafaa es estremecedoramente común. Hoy hay un número mayor de refugiados del que ha existido en ninguna otra época desde la Segunda Guerra Mundial, más de sesenta y cinco millones de personas han visto sus vidas destrozadas por la violencia.[25] Si para mí la Opción B significa hacer frente a la muerte de mi pareja, para los refugiados la Opción B significa hacer frente a una pérdida detrás de otra: sus seres queridos, su casa, su país y todo aquello que les es familiar. Cuando leí la historia de Wafaa me impresionó su asombrosa resiliencia y me puse en contacto con ella para conocer más detalles. Me habló abiertamente de sus dificultades.
—Cuando mataron a mi hijo, creí que me iba a morir —nos explicó, por medio de un traductor—. Ser madre es lo que me salvó. Tengo que sonreír por el resto de mis hijos.
Al llegar a Turquía, Wafaa pasó la mayor parte de los días sola con sus hijos mientras su hermano intentaba encontrar trabajo. No conocía el idioma ni prácticamente a nadie y se sentía completamente sola. Entonces dio con un centro para personas sirias y conoció a otras mujeres que tenían que enfrentarse a las mismas dificultades. Poco a poco, Wafaa fue encontrando momentos de alegría.
—Rezar me alegra —nos dijo—. Mi relación con Dios es más fuerte. Le entiendo mejor y sé que él seguirá dándome fuerzas.
Además de en la oración, Wafaa encuentra el consuelo y el estado de flujo cuando cocina para su familia y sus amigos.
—Hay días en los que el tiempo transcurre muy despacio y pienso demasiado. Cocinar me da una tarea en la que concentrarme. En Siria, cocinar es como respirar. Me da oxígeno. No soy pintora, pero adoro crear. Los olores… la textura de la carne. No importa dónde esté, puedo intentar recrear mi casa. Cocinar me da consuelo y me obliga a concentrarme. Mientras cocino, a veces, me olvido de todo. Y entonces el tiempo pasa deprisa. Mi mente se serena.
Cuando una de sus vecinas de Estambul se puso enferma, Wafaa le hizo la comida cada día de la semana.
—Me llenaba de alegría pensar que podía ayudarla con la comida… ¡comida siria! Era mi manera de decirle: «Toma esto, es de mi tierra, no tengo otra cosa que dar».
Cuidar de sus hijos y de los de otras mujeres también es una fuente de alegría para Wafaa. Tal como nos dijo:
—Cuando mis hijos sonríen me lleno de felicidad. Siento que hay una razón por la que sigo aquí. Me curaré a través de su curación.
Independientemente de si consideras que la alegría es una cuestión de disciplina, un acto de desafío, un lujo o una necesidad, sí es algo que todo el mundo merece. La alegría nos permite seguir viviendo y amando y estando disponibles para los demás.
Aun sumidos en una gran aflicción, podemos encontrar la alegría en momentos que nos sobrevienen o que nosotros mismos creamos. Cocinar. Bailar. Hacer senderismo. Rezar. Conducir. Desafinar cantando canciones de Billy Joel. Todas estas cosas pueden apaciguar nuestro dolor. Y, al sumar todos estos momentos, nos damos cuenta de que nos dan más que felicidad, y también nos dan fuerza.