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Educar a niños con capacidad de resiliencia

 

 

 

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El autor de este cuadro de exquisito detalle que muestra a dos niños de Carolina del Sur es el galardonado pintor Timothy Chambers.[1] Tim es artista profesional desde hace más de treinta años, durante los cuales ha creado vívidos retratos y paisajes en óleos, carboncillos y pasteles. Tiene una sordera del 70 por ciento. También es oficialmente ciego.

Cuando Tim te mira a los ojos mientras posas para un retrato no ve tu boca. No observa la escena en su conjunto, sino que escanea a su modelo trocito a trocito, memoriza tantos detalles como le es posible y, después, rellena tirando de su memoria todo lo que sus ojos no alcanzan a ver. «Un buen cuadro es un montón de buenas decisiones», explica.

Los síntomas de la enfermedad genética que padece Tim, el síndrome de Usher, empiezan a manifestarse a una edad muy temprana. Con cinco años, ya llevaba audífonos de forma permanente. Para la época en que llegó al instituto, cuando paseaba de noche alguno de sus amigos tenía que ir indicándole «agáchate» para que no se diera con las ramas de los árboles. Al final, cuando cumplió los treinta, un oculista le derivó a un especialista que le diagnosticó la enfermedad. Le informó, además, de que no tenía cura. La recomendación del médico fue tajante: «Búscate otra profesión».

Después de recibir tan desmoralizador consejo, Tim tuvo que hacer frente a un miedo que a veces llegaba a paralizarle y a provocarle frecuentes pesadillas. Una vez, llevaba dos horas trabajando en un retrato al carboncillo cuando su hijo entró en el estudio y le preguntó: «¿Y todo ese morado?». Tim ya no percibía la diferencia entre el morado y el gris. Buscó otros modos de emplear sus conocimientos y se puso a dar clases de arte por internet. Recibió comentarios espectaculares y alumnos de medio mundo empezaron a levantarse a las dos de la mañana para aprender con él. Tim y su mujer, Kim, ampliaron estas clases y las convirtieron en una academia online. Un día Kim vio a Adam dar una charla sobre resiliencia y le pareció que estaba describiendo a su marido. Le escribió un correo electrónico en el que le decía que Tim era «la persona más perseverante que he tenido el privilegio de conocer».[2]

Adam se preguntó de dónde sacaría Tim su resiliencia. Este aseguraba que el origen eran sus padres. Su padre tenía un truco para cambiar la perspectiva sobre los hechos dolorosos. Un día Tim volvió apesadumbrado del colegio porque los niños le miraban y le preguntaban qué llevaba en el oído. Su padre le explicó un truco: la próxima vez que le pasara, podía llevarse el dedo al audífono, hacer un gesto de victoria y gritar: «¡Bien! Los Cubs van ganando dos a uno en la novena». Cuando Tim lo hizo, todos los otros niños envidiaron que estuviera escuchando un partido durante una clase aburrida. Un día, en la época del instituto, al final de una cita Tim se acercó a besar a la chica y el audífono empezó a pitar de manera ruidosa. Su padre le dijo que no se preocupara:

—Probablemente ella le esté contando ahora a su madre: «Había besado a otros chicos antes y había visto fuegos artificiales, pero nunca había oído sirenas».

Tim siguió el consejo de su padre y aprendió a responder con humor a aquello que le avergonzaba. Descubrió que el modo en que él mismo se tomaba su incapacidad influía en la forma en que reaccionaban los demás, lo que significaba que podía controlar la manera en que estos le percibían. La práctica de dar un nuevo significado a estos momentos se convirtió en algo automático. «Fue una suerte tener un padre que conseguía convertir todos esos momentos en los que te sientes imbécil en la máxima que dice: “Cuando buscas soluciones a aparentes escollos o callejones sin salida, te haces más fuerte”.»

Cuando murió Dave, mi mayor preocupación fue que la felicidad de mis hijos quedara destruida para siempre. La madre de una amiga mía de la infancia, Mindy Levy, se suicidó cuando ella tenía trece años. Esa noche me quedé a dormir con Mindy en su habitación y la abracé mientras ella lloraba. Más de treinta años después, fue la primera amiga a la que llamé desde el hospital de México. Le grité histérica por teléfono: «Dime que mis hijos superarán esto. ¡Dime que estarán bien!».

Al principio Mindy no entendía qué había pasado. Cuando lo hizo, me dijo lo que creía de verdad: mis hijos lo superarían. En aquel momento nada hubiera podido consolarme, pero sabía que Mindy se había convertido en una persona adulta, cariñosa y feliz. Haber comprobado su propia recuperación me ayudó a confiar en que mi hija y mi hijo también se repondrían.

Después del vuelo de vuelta a casa (unas horas que apenas recuerdo) mi madre y mi hermana me recogieron en el aeropuerto con los ojos llenos de lágrimas y me abrazaron hasta que me metí en el coche. Ni en mis peores pesadillas había imaginado que tendría que mantener una conversación como la que estaba a punto de tener. ¿Cómo le dices a dos niños de siete y diez años que nunca volverán a ver a su padre?

En el viaje de regreso de México, Marne me había recordado que una buena amiga nuestra, Carole Geithner, era trabajadora social y estaba especializada en niños que tienen que enfrentarse a procesos de duelo. Llamé a Carol desde el coche durante el angustioso trayecto a casa. Me aconsejó que informara primero a mis hijos de que tenía que darles una noticia muy triste y que después les contara lo que había pasado de manera sencilla y directa. Me dijo que era importante que les transmitiera la seguridad de que muchas cosas de sus vidas seguirían siendo exactamente igual que antes: continuaban teniendo al resto de su familia, seguirían yendo al mismo colegio con sus amigos. Me recomendó que dejara que tomaran ellos la iniciativa y que me dedicara a contestar sus dudas, y que era muy posible que me preguntaran si yo también me iba a morir. Agradecí que me hubiera preparado para ello, pues fue una de las primeras preguntas que me hizo mi hija. Carol me aconsejó que no se me ocurriera prometerles falsamente que iba a vivir para siempre, sino que les explicara que no es habitual que una persona muera tan joven. En general, me insistió en que les dijera una y otra vez que los quería y que íbamos a salir de esta juntos.

Cuando entré en casa, mi hija me recibió como si no ocurriera nada fuera de lo corriente.

—Hola, mamá —dijo, y empezó a subir las escaleras hacia su habitación.

Me quedé helada. Mi hijo enseguida se dio cuenta de que algo iba mal.

—¿Por qué estás en casa? —me preguntó—. ¿Y dónde está papá?

Nos sentamos todos en el sofá con mis padres y mi hermana. Me latía tan fuerte el corazón que apenas podía oír mi propia voz. Mi padre me rodeó los hombros con su fuerte brazo, tratando de protegerme, como lo ha hecho siempre, y encontré el valor para hablar:

—Tengo que daros una noticia terrible. Terrible. Papá ha muerto.

Los gritos y los llantos que siguieron aún pueblan mis pesadillas, gritos primarios que eran un eco de los mismos gritos que albergaba mi corazón. Todavía hoy, cuando mi mente vuelve a aquel momento, empiezo a temblar y se me hace un nudo en la garganta. Pero, aun con todo lo terrorífico que fue, conseguimos pasar por ello. No le desearía a nadie que se viera obligado a aprender a distanciarse de este modo, pero, al fin y al cabo, es necesario.

Aunque sufrieron una pérdida irreparable, mis hijos pueden considerarse afortunados. Nada podrá devolverles a su padre, pero nuestras circunstancias han amortiguado el golpe. Muchos niños que padecen atroces dificultades no tienen esta suerte. Uno de cada seis niños vive en situación de pobreza en España, uno de cada tres en el caso de Argentina y uno de cada dos en México.[3] En Estados Unidos, esta situación afecta a un tercio de los niños negros,[4] a cerca de un tercio de los niños latinos y al 43 por ciento de los hijos de madres solteras.[5] Más de dos millones y medio de niños estadounidenses tienen a uno de sus progenitores en la cárcel.[6] Muchos niños sufren enfermedades graves, desatención, abusos o no tienen hogar. Estas situaciones en niveles extremos de privación o perjuicio pueden obstaculizar el desarrollo intelectual, social, emocional y académico de los niños.[7]

Estamos obligados a garantizar a todos los niños la seguridad, el apoyo, las oportunidades y la ayuda necesaria para encontrar salidas, especialmente a los que se hallan en las situaciones más trágicas. Es crucial intervenir de forma temprana e integral. En las «escuelas sensibles al trauma», como la escuela primaria de East Palo Alto, el personal tiene la formación necesaria que les capacita para reconocer los efectos dañinos del estrés en los niños. Cuando los niños hacen alguna travesura, en vez de culpabilizarlos, avergonzarlos o castigarlos, se les transmite que están a salvo para que, de este modo, puedan repetir ellos este modelo. Estas escuelas ofrecen también servicios de apoyo para niños en situaciones de crisis y formación para los padres.

Está demostrado que tener una buena educación preescolar mejora el desarrollo cognitivo de los niños, y ofrecerles apoyo incluso antes puede marcar una gran diferencia.[8] A lo largo y ancho de Estados Unidos, el Nurse-Family Partnership ha demostrado a partir de rigurosos experimentos lo valioso que es invertir en nuestros hijos.[9] Cuando a las familias desfavorecidas se les ofrece asesoría y acompañamiento desde el principio del embarazo hasta que los niños tienen dos años, se producen un 79 por ciento menos de casos de desatención o abuso infantil a lo largo de la década y media posterior.[10] Para cuando esos niños cumplen quince años, el porcentaje de detenciones por actos delictivos entre ellos es la mitad que entre sus compañeros, y sus madres reciben ayudas en metálico durante treinta meses menos. Programas como este contribuyen a construir resiliencia entre las familias. Aparte de ser lo correcto en términos morales, estas inversiones también tienen sentido en términos económicos: cada uno de los dólares que se invierte en estas visitas arroja unos 5,70 dólares en beneficios.[11]

Todos deseamos educar a niños con capacidad de resiliencia, de modo que puedan superar los obstáculos que se les presenten, grandes y pequeños. La resiliencia lleva a una mayor felicidad, un mayor éxito y una mejor salud.[12] Tal como yo aprendí de Adam, y tal como el padre de Tim sabía de forma instintiva, la resiliencia no es un rasgo dado de la personalidad, es un proyecto de vida.[13]

Construir o no capacidad de resiliencia depende de las oportunidades que tengan los niños y del tipo de relaciones que establezcan con sus padres, sus cuidadores, sus profesores y sus amigos. Podemos empezar por ayudar a los niños a que mantengan cuatro convicciones fundamentales: (1) que tienen un cierto control sobre sus vidas; (2) que pueden aprender de los fracasos; (3) que ellos mismos importan en tanto que seres humanos; y (4) que tienen verdaderos puntos fuertes en los que pueden confiar y que pueden compartir.

Estas cuatro convicciones causan un verdadero impacto en los niños. Un estudio hizo un seguimiento durante décadas de cientos de niños en situación de riesgo. Crecieron en entornos de pobreza severa, alcoholismo o enfermedades mentales y, para cuando llegaron a la adolescencia y la edad adulta, dos de cada tres de esos niños habían desarrollado problemas serios. Sin embargo, a pesar de estas dificultades extremas, un tercio de ellos se convirtieron en «adultos jóvenes competentes, seguros y cariñosos»,[14] sin rastro de problemas mentales ni fichas policiales. Todos aquellos niños resilientes tenían algo en común: una sólida sensación de control sobre sus propias vidas. Se veían a sí mismos como dueños de su futuro y consideraban los acontecimientos negativos no como amenazas, sino como desafíos e incluso como oportunidades. Lo mismo ocurre con los niños que no están en situación de riesgo: los más resilientes son conscientes de que tienen el poder de dar forma a su propia vida.[15] Las expectativas que les trasladan sus cuidadores son claras y consistentes, les dan una sensación de estructura y predictibilidad, y esto aumenta su sensación de control.

Kathy Andersen me demostró la potencia que puede llegar a tener la sensación de control. Conocí a Kathy por el proyecto que desarrolla en Miami destinado a rescatar a las víctimas adolescentes del tráfico y la explotación sexual. Kathy creó un programa llamado Change Your Shoes [«Cambia de zapatos»], que ayuda a las adolescentes a entender que los traumas del pasado no tienen por qué predeterminar su futuro.[16]

—Tienen la sensación de que sus opciones son limitadas —afirma Kathy—. Como yo, la mayoría de ellas han sufrido abusos, y ser víctima de abusos te hace creer que no tienes ningún control sobre tu propia vida. Mi objetivo es demostrarles que tienen el poder de salir de sus zapatos, de salir de todo lo que les impide avanzar. Pueden dar pequeños pasos cada día para mejorar sus vidas. Lo que intento es aportarles fuentes de inspiración para que se pongan los zapatos con los que quieren andar y para que sepan que aún les quedan opciones.

Quedé con Kathy en una reunión de grupo en un centro de acogida donde conocí a Johanacheka «Jay» Francois, una chica de quince años y madre de un bebé que sostenía en su regazo. Jay me habló del horror que supone sufrir abusos en casa y, después de escaparse, caer víctima de una red de tráfico sexual. Observé que Kathy respondía contándole su propia historia: había sufrido abusos por parte de su padre adoptivo, se había escapado de casa y había sobrevivido a un intento de suicidio. Kathy contó a las chicas que su vida dio un giro el día que se dio cuenta de que su única salida era estudiar.

Kathy les pidió que explicaran cuáles eran sus sueños. Una comentó que quería ser artista. Otra, que quería ser abogada para ayudar a otras chicas como ella. Una tercera quería tener una ONG para acoger a chicas necesitadas. Jay dijo que su sueño era ser una buena madre. Entonces Kathy pidió a las chicas que escribieran los objetivos que les permitirían alcanzar esos sueños. Todas escribieron lo mismo: tenían que terminar los estudios. Después, Kathy les pidió que contaran qué era lo que tendrían que hacer ese día, y el siguiente y el siguiente, para alcanzar ese objetivo.

—Sacar mejores notas —respondió una.

—Encontrar un instituto en el que me pueda matricular —añadió otra.

—Aplicarme en los estudios —dijo Jay.

Desde entonces, Jay ha desafiado todas las probabilidades en su contra y ha conseguido terminar el instituto y empezar la universidad.

—Ahora sé que mi futuro está en mis manos —afirma—. Todo esto lo hago para conseguir ser una buena madre para mi hija y poder darle un buen futuro.

La segunda de las convicciones que da forma a la resiliencia de los niños es la de que pueden aprender de los fracasos. La psicóloga Carol Dweck ha demostrado que los niños responden mejor a la adversidad cuando tienen una mentalidad de crecimiento en lugar de una mentalidad fija.[17] Una mentalidad fija significa que consideramos que las habilidades es algo que tenemos, o no, de nacimiento: «Soy un genio de las mates, pero no tengo el don de la actuación». Cuando los niños tienen mentalidad de crecimiento, consideran que estas habilidades son destrezas que pueden aprender y desarrollar. Pueden trabajar para mejorarlas. «Quizá no tenga un talento natural para actuar, pero si ensayo lo suficiente puedo destacar en el escenario.»

El hecho de que los niños desarrollen una mentalidad de crecimiento o una mentalidad fija depende en parte del tipo de elogios que reciban de sus padres y profesores.[18] El equipo de Dweck distribuyó al azar entre un grupo de estudiantes el tipo de comentarios elogiosos que debían recibir después de completar un test. Los niños a los que se les decía que eran muy inteligentes obtuvieron peores resultados en los test posteriores porque consideraron que la inteligencia era un atributo fijo. Cuando estos niños «inteligentes» veían que tenían que hacer un esfuerzo, simplemente llegaban a la conclusión de que carecían de las habilidades necesarias y, en lugar de intentar completar otro test más difícil, se daban por vencidos. Pero en los casos en que a los niños se les elogiaba por haber trabajado, se esforzaban más en los test difíciles y se empeñaban con mayor ahínco en terminarlos.

Dweck y sus colaboradores demostraron que es posible educar en una mentalidad de crecimiento con relativa rapidez y con efectos notables. El rendimiento académico de un grupo de estudiantes que estaba en riesgo de dejar los estudios mejoró después de que completaran un ejercicio online que insistía en que todas las habilidades se desarrollan.[19] El mismo ejercicio se planteó a una serie de universitarios de primer año durante el curso de orientación, con el resultado de que el riesgo de abandonar los estudios disminuyó un 46 por ciento entre los estudiantes negros, latinos y de primera generación.[20] Entonces empezaron a considerar que sus dificultades académicas no eran una cuestión personal e inalterable, y continuaron con sus estudios en el mismo porcentaje que los estudiantes de otras extracciones sociales. Programas como este, combinados con una educación de calidad y un seguimiento permanente, pueden tener en los estudiantes un impacto duradero.

Hoy en día, la importancia de ayudar a que estos niños desarrollen una mentalidad de crecimiento es algo que se reconoce ampliamente, pero se practica poco.[21] Entre el saber y el hacer hay un abismo: muchos padres entienden la idea, pero no siempre consiguen ponerla en práctica. A pesar de que me esfuerzo todo lo que puedo, yo misma soy, en ocasiones, una de esas madres. Cuando mi hija saca buenas notas en un examen, aún me descubro diciéndole «¡Bien hecho!» en lugar de decirle: «Me alegro mucho de que te hayas esforzado tanto». Julie Lythcott-Haims, la antigua decana de Stanford, en su libro How to Raise an Adult aconseja a los padres que enseñen a sus hijos que si crecemos como personas es precisamente gracias a las dificultades. Lo llama «normalizar el esfuerzo».[22] Cuando los padres tratan los fracasos de sus hijos como una oportunidad para aprender en vez de como una vergüenza que deben evitar, hacen que sea más probable que sus hijos se animen a asumir retos. Si un niño tiene dificultades con las matemáticas, Dweck recomienda que en lugar de decirle: «Igual las mates no son uno de tus puntos fuertes», le digamos: «Esa sensación que tienes de que las mates son difíciles es que tu cerebro está creciendo».[23]

La tercera de las convicciones que incide en la capacidad de resiliencia de los niños es la de que uno importa: saber que los demás te ven, se preocupan por ti y confían en ti.[24] Muchos progenitores transmiten estas sensaciones a sus hijos de forma natural. Les escuchan con atención, les demuestran que dan valor a sus ideas y les ayudan a establecer vínculos sólidos y seguros con los demás. En un estudio que incluía a más de doscientos adolescentes entre once y diecisiete años, muchos de los cuales tenían que hacer frente a severas adversidades, los que sentían que importaban a los demás demostraban menos probabilidades de desarrollar baja autoestima, depresión y pensamientos suicidas.[25]

Para los niños que pertenecen a grupos estigmatizados, esta sensación de que uno importa resulta, a menudo, un desafío. Los jóvenes LGBT se enfrentan a índices elevados de acoso y bullying, y muchos de ellos no cuentan con el apoyo de los adultos en su casa ni en la escuela. Entre los jóvenes gays, lesbianas y bisexuales se dan unos índices de intentos de suicidio cuatro veces superiores a los del resto de sus compañeros y un cuarto de los jóvenes transgénero afirman haber intentado suicidarse.[26] Gracias al Trevor Project, los jóvenes LGBT pueden acceder a ayuda gratuita, por teléfono o por mensaje, veinticuatro horas al día, siete días a la semana. Mat Herman, que fue voluntario del teléfono del Trevor Project, insistía en que saber que hay alguien que se preocupa por ti, aunque se trate de un extraño, puede ser todo un seguro de vida.

—Nos llamaban chavales de catorce años, asustados, que lo único que necesitaban era saber que había alguien al otro lado, que no estaban solos —me explicó—. Suena un poco tópico, pero es así.

Durante los cuatro años en los que Mat estuvo contestando al teléfono con su cálido saludo, a menudo escuchaba inmediatamente un clic, y la llamada acababa antes de que nadie del otro lado del teléfono llegara a decir ni una palabra. Igual que en el experimento en el que la gente sabía que podía detener un ruido escandaloso pulsando un botón, cuando estos jóvenes llamaban y colgaban era como si estuvieran comprobando si el teléfono funcionaba. Con el tiempo, muchos de ellos respondían a la voz amable y encontraban el valor necesario para iniciar una conversación.

—Había muchísima gente que repetía las llamadas, te conviertes en una especie de amigo para ellos —me dijo Mat.

En el caso de los niños, muchas veces tienen que ser los adultos quienes les demuestren que también son importantes. Tengo una amiga cuyo hijo ha padecido ansiedad y depresión desde una edad muy temprana. Un día, estando de campamento, construyó un robot. A la mañana siguiente descubrió que unos abusones se lo habían destrozado. Uno de los niños le dijo: «No vales nada». El mensaje estaba claro: su obra no le importaba a nadie, y él tampoco. En el colegio no quería jugar al béisbol ni interactuar con los otros niños porque creía que se reían de él.

—Se ponía la capucha y se sentaba atrás, aislándose en su mundo —me dijo su madre.

Todo comenzó a cambiar cuando una de sus antiguas profesoras empezó a dedicarle algo de tiempo cada semana. Poco a poco fue haciendo progresos, ella le ayudó a relacionarse con otros niños y a hacer amigos. Le sugirió algunos trucos: juntarse con los grupos que estuvieran jugando partidos de algo durante el recreo, mandarles un correo a sus compañeros de clase para invitarles a su casa o a ir al cine. La profesora también comprobaba los resultados y reforzaba cada uno de los pasos que daba, le entregaba el control a él, pero también le dejaba claro que le estaba cuidando, que a ella le importaba. Él importaba. Cuando entró un niño nuevo en el colegio la profesora les animó a que se relacionaran. Los niños se pusieron a jugar a las cartas, conectaron y nació la amistad.

—Es como si en nuestra casa hubiera salido el sol —me dijo su madre. Y añadió—: No hay una respuesta fácil. Me alegro de que diéramos con la combinación de cosas que funcionó, medicación incluida. Pero que una profesora se interesara por él y le buscara un amigo con el que crear un vínculo supuso un cambio enorme.

Sentirse importante para alguien fue el contrapeso tanto del bullying externo como de la ansiedad interna.

En Dinamarca, esta sensación de que uno importa es parte del currículum escolar. Durante una hora semanal llamada Klassen Time,[27] los alumnos hablan juntos de sus problemas y se ayudan entre ellos. Los niños daneses hacen esto todas las semanas desde que tienen seis años hasta que acaban el colegio. Para hacer más agradable la sesión, cada semana uno de los niños se encarga de llevar dulces. Cuando los chicos cuentan sus problemas se sienten escuchados, y cuando sus compañeros buscan una guía, sienten que pueden aportar algo. Los niños aprenden empatía escuchando lo que piensan los demás y reflexionando acerca del modo en que su comportamiento afecta a quienes les rodean.[28] Se les enseña a pensar: «¿Cómo se sienten los demás? ¿Y cómo les hacen sentir mis acciones?».

La cuarta de las convicciones que tienen los niños resilientes es que cuentan con determinadas fortalezas en las que pueden confiar y que pueden compartir con los demás. En algunas de las zonas más pobres de la India, un programa basado en la resiliencia llamado Girls First[29] ha conseguido mejorar la salud mental y física de las chicas adolescentes. En 2009, Girls First empezó implementando un proyecto piloto en el estado de Bihar, una zona donde el 95 por ciento de las mujeres abandonan la escuela antes de haber recibido doce años de educación y casi el 70 por ciento están embarazadas para cuando cumplen dieciocho años. El programa enseña a las chicas a identificar y practicar diferentes puntos fuertes del carácter: desde el valor hasta la creatividad, desde el sentido de la justicia hasta la amabilidad, desde la humildad hasta la gratitud. Con asistir tan solo una hora a la semana durante seis meses, el nivel de resiliencia emocional de las chicas llegaba a dispararse. Durante una de las sesiones, una chica de unos trece años llamada Ritu descubrió que la valentía era uno de sus puntos fuertes. Poco después, intervino para evitar que un chico acosara a su amiga y cuando su padre quiso casar a su hermana de catorce años, Ritu le hizo frente y le convenció de que esperara.[30]

Steve Leventhal es el director del programa Girls First. Steve salió ileso de un grave accidente de tráfico cuando su mujer estaba esperando su primer hijo.

—Tuve una de esas experiencias cercanas a la muerte de las que habla la gente —nos dijo Steve—. Me di cuenta de que podía haber muerto incluso antes de que naciera mi hija y eso me cambió.

Cuando nació su hija, Steve se sintió tan agradecido que quiso ayudar a otros niños, así que tomó las riendas de CorStone, una ONG que estaba atravesando dificultades, y se dedicó a crear programas como Girls First. El primer año se marcó el objetivo de ayudar a cien niñas de la India; seis años después su programa ha ayudado a cincuenta mil.

—Nuestra labor consiste en encender una llama —reflexiona Steve—. Las chicas nos confiesan a menudo que nadie les había dicho nunca que ellas disponían de fortalezas.

Después de un acontecimiento traumático, ayudar a los niños a identificar sus puntos fuertes puede ser crucial. Kayvon Asemani, que es alumno de Adam en Wharton, tenía nueve años cuando su padre agredió violentamente a su madre y la dejó en coma. El hecho de que Kayvon haya logrado seguir adelante es algo extraordinario.

—Perdí a mi madre —dice—, pero nunca perdí su fe en mí.

Ella había demostrado a su hijo que él era importante. El padre de un amigo suyo reforzó esa convicción y ayudó a Kayvon a matricularse en el mismo colegio que antes había cambiado su propia vida. La misión de la Milton Hershey School es dar la mejor educación posible a los niños, independientemente de sus circunstancias económicas. En Hershey, Kayvon contó con muy buenos profesores y tuvo la oportunidad de cursar una educación superior: el colegio se haría cargo de la parte de la matrícula que no cubrieran las becas.

Los profesores ayudaron a Kayvon a descubrir y desarrollar sus puntos fuertes. Uno de ellos le animó a tocar el trombón. La música fue su salvación y le brindó esperanzas para creer que podía llevar un tipo de vida que hubiera hecho sentir orgullosa a su madre. En secundaria, Kayvon se convirtió en uno de los mejores trombonistas de su distrito escolar. Pero, al llegar al instituto, empezó a sufrir acoso. Era uno de los chicos más bajitos de su curso, un blanco fácil. Los mayores le pegaban, se metían con él en el pasillo y difundían falsos rumores sobre él. En el previo de un partido, se subió al escenario a rapear y lo abuchearon hasta que decidió bajarse.

El curso siguiente, cuando entró la nueva promoción de alumnos de primer año, Kayvon encontró la fuerza de ánimo suficiente como para defenderse a sí mismo y a otros alumnos. Se encargó de dar la bienvenida a los nuevos y ofreció su apoyo a los que fueran víctimas de acoso. También les enseñó sus canciones de rap. Para cuando llegó al último año del instituto, muchos de los chavales se sabían sus canciones de memoria. Fue elegido presidente de la junta de estudiantes y se graduó con las mejores calificaciones del instituto.

—La música me ha enseñado a reponerme de todos los reveses, más que cualquier otra cosa en el mundo —nos contó Kayvon—. Tanto de la tragedia que destrozó a mi familia como del acoso que sufrí en la escuela o de cosas tan tontas como un desamor del instituto. La música canalizó mi energía hacia algo positivo, la música transforma la oscuridad.

Al igual que para sus alumnos, la mentalidad de crecimiento también resulta beneficiosa para los profesores. Desde los años sesenta los investigadores han demostrado que cuando a los profesores se les dice que los estudiantes de grupos estigmatizados tienen potencial para crecer, empiezan a tratarlos de forma distinta.[31] Les ayudan a aprender de los fracasos. Les ponen unos retos difíciles, les prestan más atención y les alientan a que desarrollen sus fortalezas. Todo eso puede ser de ayuda para que los alumnos tengan fe en sí mismos y trabajen con más empeño, lo que termina reportándoles mejores resultados académicos.

Con el apoyo adecuado, estas convicciones pueden alimentar la acción y funcionar como profecías autocumplidas. Si crees que de los fracasos se aprende, estarás menos a la defensiva y más abierto.[32] Si crees que eres importante para el mundo, dedicarás más tiempo a ayudar a los demás, lo que a su vez te hará ser aún más importante.[33] Si crees que tienes puntos fuertes, empezarás a ver oportunidades para ponerlos en práctica. Si crees que eres un hechicero que puede viajar a través del continuo espacio-tiempo, igual se te ha ido la mano.

Cuando los niños se ven obligados a hacer frente a un acontecimiento traumático, esas convicciones que les ayudan a armarse de resiliencia se vuelven aún más cruciales. Más de 1.800.000 niños estadounidenses han perdido a alguno de sus progenitores.[34] En una encuesta de ámbito nacional, casi tres cuartas partes de ellos declararon que sus vidas habrían sido «mucho mejor» si dicho progenitor siguiera con vida.[35] Cuando se les preguntó si darían un año de su vida por pasar tan solo un día más con su padre o su madre fallecidos, más de la mitad dijeron que sí.

En mi casa conocemos bien esa sensación. Mis hijos estaban destrozados, yo también. Y además me destrozaba el corazón verlos destrozados. Pero incluso en aquellas horas oscuras en las que mis hijos descubrieron que su vida había cambiado para siempre, hubo algunos destellos luminosos.

Mi hijo dejó de llorar un rato para agradecerme que hubiera vuelto a casa a estar con él, y para dar también las gracias a mi hermana y a mis padres por que estuvieran allí. Alucinante. Esa misma noche, algo más tarde, cuando estaba acostando a mi hija, me dijo:

—No estoy triste tan solo por nosotros, mami. También estoy triste por la abuela Paula y el tío Rob, porque ellos también le han perdido.

Alucinante. Recordé que el día que murió la madre de Mindy, esta me pidió que me quedara a dormir e inmediatamente después se preocupó por la posibilidad de que el resto de nuestros amigos se sintieran excluidos. Hasta en el peor momento de su vida, mis hijos, igual que Mindy, tenían la capacidad de pensar en los demás. Eso me daba esperanza.

Pocos días después mis hijos y yo nos sentamos con un montón de rotuladores de colores y una hoja grande de papel. Llevábamos años colgando carteles y horarios encima de los cajones donde guardan sus mochilas. Carole me había explicado que, en el momento en que el mundo de los niños se vuelve del revés, es importante darles una sensación de estabilidad. Pensé que crear una serie de «reglas de la familia» nos sería útil para ese fin. Podríamos colgarlas en la pared para recordar los mecanismos que nos servirían para salir adelante. Nos pusimos a escribirlas juntos.

 

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Quería que supieran que debían respetar sus sentimientos, no reprimirlos. Escribimos juntos que no pasa nada por estar triste y que podían interrumpir cualquier actividad que estuvieran realizando y tomarse un descanso para llorar. Que es normal estar enfadado o sentir celos de sus amigos y de sus primos que tienen a sus padres. Que debían tener muy claro que no es algo que nos merezcamos. Quería estar segura de que ningún momento en el que mis hijos pudieran darse un descanso de la tristeza quedaba ensombrecido por la sensación de culpa, así que acordamos que estaba bien ponerse contento y reírse.

La gente se sorprende a menudo de la capacidad de resiliencia que pueden llegar a tener los niños. Hay razones neurológicas que lo explican: los niños tienen más plasticidad neuronal que los adultos, lo que hace que sus cerebros se adapten con más facilidad al estrés.[36] Carol me enseñó que los niños tienen límites respecto al nivel de intensidad emocional que pueden procesar. Tienen «períodos emocionales» más cortos, su aflicción se manifiesta más en forma de explosiones que en períodos prolongados.[37] Además, en ocasiones expresan esta tristeza con cambios de comportamiento y a través del juego, más que con palabras. Tal como Carole me advirtió que podía suceder, mis hijos entraban y salían muy rápido de ciclos de tristeza, se echaban a llorar en un momento y al siguiente salían corriendo para irse a jugar.

Sabía que dormir lo suficiente sería un factor importante para ayudarnos a sobrellevar la situación. Cuando yo era pequeña, mis padres siempre insistían en la importancia del sueño, cosa que me parecía aburridísima. Cuando yo misma tuve hijos, entendí por qué tenían razón. Cuando estamos cansados nos sentimos más débiles física y mentalmente, es más probable que estemos irritables y nos falta, literalmente, la energía necesaria para sentir alegría.[38] En los momentos de adversidad, el sueño es aún más importante porque necesitamos reunir todas nuestras fuerzas, así que me ceñí cuanto pude a sus horarios de acostarse y levantarse. Les costaba quedarse dormidos y les enseñé, como en tiempos lo había hecho mi madre conmigo, a contar seis respiraciones profundas, inhalando y exhalando.

Dado que teníamos la sensibilidad totalmente a flor de piel, era consciente de que íbamos a cometer muchos errores, y por ello todo lo relacionado con el perdón se convirtió en un tema central. Mi hija y yo habíamos asistido el año anterior a un taller de liderazgo para niñas[39] y habíamos aprendido el concepto del «doble perdón rápido»: cuando dos personas se hacen daño mutuamente, si las dos os pedís perdón deprisa podéis perdonaros una a la otra y cada una a sí misma. Puesto que nos afligían una enorme tristeza y rabia, todos nos enfadábamos con mucha más facilidad, así que tiramos de esta estrategia muy a menudo. Cuando perdíamos el control de nuestros sentimientos, pedíamos perdón enseguida. Y después hacíamos «el espejo»: la primera persona explicaba qué es lo que le había molestado y la segunda lo repetía y se disculpaba. Lo que intentábamos mostrar así era que nos importaban los sentimientos de la otra persona. Una de las veces mi hija nos gritó: «¡Estoy enfadada porque los dos habéis pasado más años con papi que yo!». Mi hijo y yo reconocimos que era injusto que ella hubiera pasado menos años con él.

Intenté enseñar a mis hijos a tratarse bien a sí mismos. A no fustigarse por estar enfadados con el otro o por sentir celos de otros niños, o incluso de mí porque mi padre aún seguía vivo. Llegué a considerar que enseñarles a ser compasivos consigo mismos era una forma de que tuvieran una mentalidad de crecimiento. Si no están mortificándose por el dolor de las cosas pasadas, pueden abordar cada jornada como un día nuevo. Prometimos hacer todo esto, como todo lo demás, en equipo.

No siempre funcionó como yo esperaba. Mucho antes de que Dave muriera, yo ya había aprendido que ser madre es el trabajo que más humildad enseña del mundo, y ahora tenía que reaprenderlo de nuevo sola. Mis hijos estaban lidiando con sus sentimientos, y yo también, lo que hacía difíciles hasta las decisiones más básicas. Dave y yo siempre fuimos muy estrictos con la hora de acostarse, pero ¿cómo obligas a acostarse a su hora a un niño que está exhausto y en pleno llanto por la muerte de su padre? Cuando hasta la cuestión más nimia se convierte en toda una gesta, ¿exiges que los niños cumplan las mismas normas de comportamiento que antes, o decides pasar por alto sus explosiones porque tú misma estás sintiendo la misma rabia que ellos? Y si tienes demasiada manga ancha con estas cosas, ¿acabarán mostrando los niños ese mismo comportamiento con sus amigos, que no son lo bastante maduros para comprenderles ni perdonarles? Yo oscilé entre una opción y otra, y cometí un montón de errores, muchísimos.

De nuevo fui muy afortunada por tener a mis amigos y a mi familia. Pude pedir consejos a mi madre y a su amiga Merle e intenté seguir sus indicaciones. Di las cosas solo una vez. Mantén la calma. A veces, incluso cuando planeaba con mucho cuidado cómo manejar una situación, terminaba fracasando. Un día, mi hija estaba a punto de irse de excursión con Marne, Phil, Mark y Priscilla, y se negó a salir de casa. Mientras los demás esperaban fuera, intenté convencerla de que iba a pasárselo muy bien, pero no se movió ni un centímetro. Literalmente. Se sentó en el suelo y no conseguí que se moviera. Me sentí «superfrustrada», creo que este es el término clínico correcto. Cuando Phil entró a comprobar cómo iban nuestros progresos, nos encontró a las dos sentadas en el suelo, llorando. Apelando a su buen humor, engatusó a mi hija para que volviera a ponerse en pie y se fuera con el grupo. Priscilla me engatusó a mí para que hiciera lo mismo. Poco después, tras los dobles perdones, mi hija corría sonriendo por un sendero.

Las normas de la familia siguen colgadas sobre los cajones de las mochilas de mis hijos, pero hasta hace muy poco no me di cuenta de que lo de pedir ayuda aparece en las cuatro categorías. Y ahora entiendo que eso es algo que está en el centro de la construcción de resiliencia. Cuando los niños están cómodos pidiendo ayuda es porque saben que, a los demás, les importan. Saben que hay otras personas que se preocupan por ellos y que van a cuidarlos cuando sea necesario. Entienden que no están solos y que, pidiendo ayuda, pueden ganar cierto margen de control. Son conscientes de que el dolor no es permanente y de que las cosas pueden mejorar. Carole me ayudó a entender que, aun cuando me sentía impotente porque no podía paliar el dolor de mis hijos, o evitárselo, tan solo con caminar a su lado y escucharlos (lo que ella llamaba «compañerear») ya les estaba ayudando.

Intentando lidiar con mis propios sentimientos, no tenía claro qué margen de mi propia tristeza podía mostrar ante mis hijos. Los primeros meses todos llorábamos constantemente. Un día mi hijo me confesó que le ponía triste verme llorar, así que empecé a contener las lágrimas. Cuando sentía que el llanto me desbordaba, me iba corriendo a mi habitación y cerraba la puerta. Al principio pareció que servía para algo, pero a los pocos días mi hijo me preguntó, enfadado: «¿Por qué ya no echas de menos a papá?». Al protegerlo de mis lágrimas, había dejado de mostrar el modelo de comportamiento que quería que él siguiera. Me disculpé por haber ocultado mis lágrimas y empecé a dejar que las viera otra vez.

Desde el día en que Dave murió, he seguido hablando de él. No siempre es fácil hacerlo y he visto a personas adultas estremecerse, como si el recuerdo les resultara demasiado doloroso. Pero yo deseo con todas mis fuerzas mantener viva su memoria y, cuando hablo de él, sigue estando presente. Dado que nuestros hijos eran tan pequeños cuando murió, soy consciente (y esto me parte totalmente el corazón) de que, para ellos, el recuerdo de su padre se desvanecerá, así que me toca a mí asegurarme de que llegan a conocerle.

Una amiga que perdió a su padre cuando tenía seis años me contó que había pasado toda su vida adulta intentando descubrir quién había sido él en realidad. Así que pedí a decenas de los mejores amigos y parientes más cercanos de Dave que grabaran un vídeo contando sus recuerdos sobre mi marido. Mi hija y mi hijo no volverán a tener nunca una conversación con su padre, pero un día, cuando estén preparados, podrán descubrir cosas sobre él de la mano de quienes le quisieron. También grabé en vídeo a mis hijos hablando de sus recuerdos, de modo que cuando crezcan sabrán qué parte de todos esos recuerdos son auténticamente suyos. En la pasada fiesta de Acción de Gracias vi a mi hija muy desanimada y cuando conseguí que se sincerara y me contara la causa me dijo: «Me estoy olvidando de papá porque hace mucho tiempo que no le veo». Le enseñé un vídeo en el que ella hablaba de su padre y se tranquilizó.

Cuando los niños crecen conociendo bien su historia familiar (de dónde son sus abuelos, cómo fue la infancia de sus padres) tienen un sentido de arraigo más sólido y mejores recursos para superar las cosas.[40] Hablar abiertamente de los recuerdos positivos, y también de los difíciles, contribuye a desarrollar resiliencia. Compartir relatos sobre cómo la familia ha permanecido unida en los buenos y en los malos momentos tiene efectos especialmente potentes y hace que los niños se sientan conectados a algo que es más grande que ellos mismos. Del mismo modo que llevar un diario puede ayudar a los adultos a procesar las adversidades, estas conversaciones ayudan a los niños a entender su pasado y a aceptar los retos que tienen por delante. Dar a cada miembro de la familia la oportunidad de contar su historia aumenta su autoestima, sobre todo en el caso de las chicas.[41] Y asegurarse de integrar las distintas perspectivas en un relato coherente les dota de un sentido del control, en particular en el caso de los chicos.

Una amiga que había perdido a su madre de niña me contó que con el tiempo esta había dejado de parecerle real. A los demás, o bien les imponía respeto mencionar a su madre o bien hablaban de ella en términos idealizados. Yo intento aferrarme a Dave tal como era: cariñoso, generoso, brillante, divertido y también bastante torpe. Derramaba cosas todo el rato y siempre se sorprendía mucho cada vez que le ocurría. Ahora, cuando en pleno torbellino de emociones mi hijo permanece calmado, le digo: «Eres igual que tu padre». Cuando mi hija sale a defender a un compañero del colegio con quien se están metiendo, le digo: «Igual que tu padre». Y cuando alguno de los dos derrama un vaso, les digo lo mismo.

A menudo, a los padres les preocupa que estas conversaciones entristezcan a los niños, pero los experimentos que se han hecho con el tema de la nostalgia indican lo contrario. «Nostalgia» viene de las palabras griegas nostos y algos, que significan «regreso» y «dolor». La nostalgia es, literalmente, el sufrimiento que sentimos cuando anhelamos que el pasado regrese, pero los psicólogos han descubierto que, en su mayor parte, se trata de una sensación placentera.[42] Después de rememorar un acontecimiento, las personas tienden a sentirse más felices y más conectadas con los demás. A menudo le encuentran más sentido a la vida y se sienten inspiradas para construir un futuro mejor. En vez de ignorar los hitos dolorosos del pasado, lo que intentamos es enmarcarlos en el presente. Mi amiga Devon Spurgeon perdió a su padre muy joven y me dio una idea genial para el que hubiera sido el cuarenta y ocho cumpleaños de Dave: mis hijos y yo le escribimos cartas y las enviamos hacia el cielo en globos.

He descubierto que cuando la gente cuenta historias sobre Dave, a menudo mi hijo y mi hija se sienten reconfortados. Mi cuñado Marc les dijo que Dave tenía una «energía alegre» y que la prodigaba con generosidad: «Es imposible imaginarse a vuestro padre divirtiéndose sin que otro montón de gente participara de su alegría». Phil les dice a menudo que Dave nunca fanfarroneaba ni exageraba, sino que hablaba a los demás con consideración y cuidado. Todos desearíamos que tuvieran a Dave para enseñarles con su ejemplo cómo ser humildes y felices, pero, en su defecto, intentamos sacar el mejor partido a la Opción B.

Adam me habló de un programa de la universidad estatal de Arizona que ayuda a los niños a recuperarse después de haber perdido a uno de sus progenitores.[43] Uno de los pasos clave es crear una nueva identidad familiar para que los niños sientan que las personas restantes también forman una unidad completa. Cuando vuelvo a mirar las fotos en las que estamos los tres, incluso las que nos hicieron en aquellas primeras semanas y meses, me sorprende comprobar que sí tuvimos algunos momentos de felicidad, como cuando mis hijos jugaban a pillar con sus amigos. Las fotos son importantes porque la felicidad no solo se experimenta, también se recuerda.[44] Y perder a Dave me hizo descubrir lo valioso que es el vídeo: cuando veo fotos de él, me entran deseos de verlo moverse y oírle hablar. Ahora grabo vídeos siempre que puedo.[45] Antes mis hijos se escondían en cuanto me veían ponerme a grabar, pero desde que empezaron a ver los vídeos para recordar a su padre, sonríen y le hablan a la cámara.

El programa de Arizona recomienda también reservar tiempo para que los miembros de la nueva unidad familiar se diviertan juntos. Esto ofrece un descanso de la aflicción a los niños y les hace sentir que de nuevo son parte de una familia completa. No puede tratarse de actividades pasivas, como ver la televisión, tiene que ser algo activo, como jugar a juegos de mesa o cocinar juntos. Nosotros lo llamábamos DFA, es decir, Diversión Familiar Alucinante. Mi hijo dejó a mi hija elegir nuestra primera actividad y la DFA se convirtió en una tradición familiar que mantuvimos durante más de un año. También inventamos un ritual familiar en el que nos cogemos de los brazos y gritamos: «¡Somos fuertes!».

Los tres nos estamos adaptando al hecho de ser solo los tres. Aún se suceden un montón de dobles perdones rápidos a medida que seguimos lidiando con la situación y aprendiendo, equivocándonos y creciendo. Individualmente, nos sentimos más débiles unos días que otros, pero como familia, juntos somos más fuertes.

Una tarde, casi un año después de la muerte de Dave, asistí a un concierto de música de mi hijo en el colegio. Por mucho que intentara no sentir celos de los demás, ver a todos los padres observando a sus hijos fue un cruel recordatorio de lo que mis hijos y yo perdimos… y de lo que Dave perdió. En cuanto llegué a casa, eché a correr escaleras arriba llorando. Desgraciadamente, mi jornada laboral aún no había terminado, tenía que hacer de anfitriona en la cena anual de los mayores clientes internacionales de Facebook. Fue llegando la gente y yo aún no podía mantener el tipo. Mi hijo estaba conmigo y le dije que tenía que dejar de llorar y bajar las escaleras. Me tomó la mano y señaló: «Baja y ya está. No pasará nada por que estés llorando. Todo el mundo sabe lo que nos ha pasado». Y después añadió: «Mamá, probablemente ellos también tienen cosas por las que lloran, sé tú misma y ya está».

Mi hijo me estaba enseñando lo que yo había intentado enseñarle.