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Fortalecernos juntos

 

 

 

Estamos atrapados en una ineludible red mutua, vestidos con la misma prenda del destino. Y todo lo que afecta a uno, nos afecta a todos indirectamente.[1]

 

MARTIN LUTHER KING JR.

 

 

En 1972, un avión que iba de Uruguay a Chile se estrelló en los Andes, se partió por la mitad y se deslizó a toda velocidad montaña abajo por una ladera nevada. Para los treinta y tres supervivientes, ese momento fue solo el inicio de una prueba durísima y extraordinaria. Durante los setenta y dos días siguientes el grupo tuvo que hacer frente a la conmoción, al peligro de congelación, a las avalanchas y al hambre. Solo dieciséis de ellos salieron de allí. Vivos.[2]

Gracias al libro y a la famosa película ¡Viven!, muchos conocemos las medidas extremas que tuvo que tomar el grupo para sobrevivir. Un nuevo análisis de los hechos realizado por Spencer Harrison, investigador, montañero y amigo de Adam, ha explicado no solo cómo sobrevivieron aquellos hombres, sino también por qué. Spencer localizó a cuatro de los supervivientes, leyó minuciosamente sus diarios e incluso visitó el lugar del accidente con uno de ellos. Las historias de todos los supervivientes tenían un punto en común: entre las claves de su resiliencia estaba la esperanza.

Había cuarenta y cinco pasajeros y la mayor parte eran jugadores de rugby, adolescentes o veinteañeros, que se dirigían a jugar un partido de exhibición. La radio del avión quedó dañada y no podían enviar mensajes, pero sí recibirlos. Su primer plan fue refugiarse en el avión y esperar a que los rescataran. «Todos creíamos que nuestra única oportunidad de sobrevivir era ser rescatados —escribió Nando Parrado— y nos aferramos a esta esperanza casi con celo religioso.» Nueve días después se les habían agotado las provisiones. El grupo se vio obligado a recurrir a la única fuente de alimento que les quedaba: la carne de los cuerpos congelados de sus compañeros muertos. A la mañana siguiente, un grupo de pasajeros escucharon por la radio que la búsqueda se había dado por terminada. «No debemos decírselo —dijo el capitán del equipo—. Dejemos al menos que mantengan la esperanza.» Otro de los pasajeros, Gustavo Nicholich, no estuvo de acuerdo. «¡Buenas noticias! —gritó—. Vamos a salir de aquí por nuestro propio pie.»

Normalmente vemos la esperanza como algo que los individuos albergan en su cabeza y en su corazón. Pero las personas también pueden construir juntas esa esperanza. Cuando desarrollan una identidad compartida, los individuos pueden formar un grupo que tenga un pasado y un futuro mejor.

«Algunos dicen: “Si hay vida, hay esperanza” —cuenta el superviviente Roberto Canessa—. Pero para nosotros era lo contrario: “Si hay esperanza, hay vida”.» Durante aquellos largos, helados y famélicos días, los supervivientes del accidente rezaron juntos. Hicieron planes de los proyectos que emprenderían cuando regresaran a la civilización: uno de los pasajeros habló de abrir un restaurante, otro soñaba con tener una granja. Cada noche, dos de los supervivientes miraban la luna y pensaban que quizá sus padres estuvieran mirando la misma luna en ese momento. Otro tomó fotografías para registrar sus tribulaciones. Muchos escribieron cartas a sus familias en las que declaraban su determinación de vivir. «Para mantener la fe en todo momento, a pesar de los reveses, tuvimos que convertirnos en alquimistas —contó otro superviviente, Javier Methol—. Tuvimos que transformar la tragedia en un milagro, la depresión en esperanza.»

Sin duda, la esperanza no es suficiente por sí sola. Muchos de los pasajeros mantuvieron la esperanza y aun así perdieron la vida. Pero la esperanza evita que la gente se entregue a la desesperación. Los investigadores han descubierto que la esperanza brota y persiste cuando «comunidades de personas generan nuevas imágenes de posibilidad».[3] Creer en esas nuevas posibilidades hace que las personas combatan la idea de permanencia y les impulsa a buscar nuevas opciones, a encontrar la voluntad y los modos para seguir adelante.[4] A esto los psicólogos lo llaman «esperanza fundamentada»,[5] se trata de creer que, si puedes actuar, puedes mejorar las cosas. «Nunca dejé de rezar para que llegaran nuestros rescatadores, o una intercesión divina —explicaba Parrado—. Pero al mismo tiempo, la voz de sangre fría que me había hecho tragarme las lágrimas no dejaba de susurrarme: “No van a encontrarnos. Vamos a morir aquí. Tenemos que trazar un plan. Debemos salvarnos nosotros mismos”.»

Parrado y Canessa salieron de expedición, a pie, junto a un tercer superviviente y casi mueren de congelación, pero encontraron la cola del avión, que contenía materiales de aislamiento con los que fabricaron un saco de dormir. Casi dos meses después del accidente, este saco de dormir improvisado les permitió iniciar una segunda expedición. Recorrieron casi cincuenta y cinco kilómetros a pie por un terreno peligroso e inestable y escalaron un pico de más de cuatro mil metros. Diez días después se encontraron con un hombre que iba a caballo. Los otros catorce supervivientes fueron rescatados en helicóptero.

La comunidad que formaron los supervivientes de ¡Viven! se ha mantenido unida durante décadas. Se reúnen cada año en el aniversario de su rescate para jugar al rugby. Colaboraron juntos en un libro que cuenta su experiencia, La sociedad de la nieve, y en el año 2010, cuando treinta y tres mineros quedaron atrapados bajo tierra en Chile,[6] cuatro de los supervivientes de los Andes volaron desde Uruguay para hablar a los mineros a través de vídeo. «Hemos venido a darles un poco de fe y esperanza —dijo entonces Gustavo Servino—. A decirles que estamos a su disposición si nos necesitan. Y sobre todo a dar apoyo a las familias que los esperan fuera.» Sesenta y nueve días después, sacaron a la superficie en una cápsula al primero de los mineros entre los vítores de cientos de personas. La operación llevó todo un día, pero los treinta y tres mineros fueron rescatados y se reunieron con sus seres queridos. La ciudad de tiendas de campaña donde se reunió todo el mundo en torno a la mina se llamó Campamento Esperanza.

La resiliencia no se construye solo en el interior de los individuos, sino también entre los individuos: en nuestros barrios, escuelas, ciudades y gobiernos. Cuando construimos juntos la resiliencia, también nos fortalecemos a nosotros mismos y formamos comunidades que pueden superar los obstáculos y estar prevenidas ante la adversidad. La resiliencia colectiva requiere algo más que una esperanza compartida, también se alimenta de experiencias compartidas, relatos compartidos y poder compartido.

Para mis hijos y para mí, conocer a otras personas que también han perdido a un progenitor o a su pareja ha sido fuente de un muy necesario consuelo. En la mayoría de las religiones y de las culturas, las tradiciones en torno al duelo son comunales, nos reunimos para enterrar y recordar a los que hemos perdido. Al principio nuestra casa estaba llena de amigos y familiares que se aseguraron de que estuviéramos acompañados las veinticuatro horas del día. Pero, con el tiempo, nuestros seres queridos tuvieron que retomar su rutina y nosotros debimos encontrar una nueva, y la soledad nos golpeó con dureza.

Una noche, en mi segunda semana de viudedad, había acostado a mis hijos y estaba sentada sola en la cocina cuando me proyecté en una imagen del futuro en la que no había pensado antes: era una versión de mí misma con muchos más años, sentada en esa misma mesa frente a un tablero de Scrabble. Pero en vez de que Dave estuviera sentado frente a mí, estaba mirando una silla vacía. Esa misma semana, mis hijos y yo fuimos a Kara, un centro de asistencia al duelo, de nuestra localidad. Conocer a otras personas que habían avanzado mucho más en este mismo viaje nos ayudó a superar la permanencia al demostrarnos que no íbamos a quedarnos atascados en el vacío de una aguda pesadumbre para siempre. «Cuando sufrimos una pérdida o nos enfrentamos a dificultades del tipo que sea, la mayoría de la gente desarrolla un profundo deseo de establecer conexiones humanas —nos explicó el director ejecutivo de Kara, Jim Santuci, que también ha perdido a un hijo—. Los grupos de apoyo te conectan con otras personas que entienden de verdad por lo que estás pasando. Son conexiones humanas profundas. No se trata solo de un “Oh, me da pena lo que te pasa”, es necesario también un “De verdad lo entiendo”.»

Mis hijos fueron también a Experience Camps,[7] un programa gratuito de una semana de duración destinado a niños que han perdido a uno de sus progenitores, a hermanos o a su tutor principal. Dos de los valores centrales del programa son construir comunidad e infundir esperanza. En uno de los ejercicios, los niños tenían que dirigirse a distintas estaciones y enfrentarse a algún sentimiento vinculado al duelo. En la estación de la ira, los niños garabateaban con tiza en el suelo las cosas que les ponían furiosos. Uno escribió «el bullying», otros, «el cáncer» o «las drogas». Luego, después de contar tres, tiraban al suelo un montón de globos de agua para emborronar las palabras y liberar su rabia. En otra estación, uno de los niños tenía que sostener un ladrillo que representaba la culpa. Cuando el ladrillo se hacía demasiado pesado para sostenerlo, otro de los niños compartía la carga. Estos ejercicios ayudaron a mis hijos a ver que sus sentimientos eran normales y que había otros niños que también los sentían.

Para unirnos a una comunidad después de una tragedia, a menudo tenemos que aceptar una identidad nueva, y a menudo indeseada. El escritor Allen Rucker nos contó su experiencia tras quedarse paralítico: «Al principio no quería juntarme con gente que fuera en silla de ruedas. No quería pertenecer a ese club. Me veía como un bicho raro; no quería unirme a la hermandad de los bichos raros». Esta sensación no cambió de un día para otro. «Me llevó cuatro o cinco años. Casi tengo la sensación de que cada una de las células de mi cerebro tuvo que hacer esa conexión, de una en una, aprendiendo muy despacito a aceptar esto.» A medida que iba haciendo ese ajuste personal, fue intimando con otra gente que comprendía la situación. El premio extra, según nos contó, «es que son algunas de las personas más divertidas que he conocido porque su humor es todo lo negro que puede ser».

Lo que contaba Allen me conmovió profundamente. Me llevó muchísimo tiempo ser capaz de pronunciar la palabra «viuda» y hoy aún me estremece. En cualquier caso, soy una viuda, y aceptar esta identidad me permitió hacer nuevos amigos. Todas las nuevas amistades que he hecho durante los dos últimos años han pasado por alguna tragedia. (La primera vez que escribí esa frase decía «La mayor parte de las nuevas amistades», pero después me di cuenta de que se trata, literalmente, de todas ellas.) Pertenecer al club al que nadie quiere pertenecer es algo que une muchísimo. Como ninguno queremos formar parte de él, nos aferramos los unos a los otros.

Cuando Steven Czifra llegó a la Universidad de California en Berkeley se sentía como un outsider, y no solo porque, a los treinta y ocho, casi le doblaba la edad a cualquiera de los alumnos primerizos. De niño, Steven había sufrido abusos físicos y había empezado a fumar crack a los diez años. Diversos robos en domicilios y de coches le habían reportado algunas temporadas en distintos reformatorios y, luego, en la cárcel. Tras una pelea con otro interno, escupió a uno de los guardias, por lo que Steven fue condenado a permanecer en una celda de aislamiento durante cuatro años. Después de aquello testificó ante la Asamblea Legislativa del Estado de California manifestando que el aislamiento es una «cámara de tortura».[8]

Cuando salió de la cárcel, Steven entró en un programa de doce pasos, se sacó el certificado de educación básica y conoció a Sylvia, su pareja. Descubrió el amor por la literatura inglesa y después de varios años en un centro de formación superior, fue admitido en Berkeley. Se había ganado ese lugar, pero una vez llegó al campus se sentía diferente y desconectado. «Iba a las clases de lengua inglesa, pero no llegaba a reconocerme en ninguno de los rostros de los que había allí», me contó. Un día, en el centro para estudiantes que hacen traslado de expediente, otro estudiante que estaba en la treintena llamado Danny Murillo paró a Steven. Según él, reconoció su «porte» enseguida. En un minuto ambos descubrieron que habían cumplido condena en una celda de aislamiento en la prisión estatal de Pelican Bay. «Lo que pasó entonces —dice Steven— es que me vi como un alumno más de Cal, con todos los privilegios y con todo el derecho a estar allí.»

Steven y Danny se hicieron buenos amigos y unieron sus fuerzas para denunciar la crueldad que entrañan las condenas a celdas de aislamiento. También contribuyeron a fundar la Underground Scholars Initiative,[9] un grupo de apoyo a los alumnos de Berkeley que habían cumplido penas de prisión. Tras haber experimentado la más profunda desolación, querían unirse como comunidad.

—Como colectivo de estudiantes, queríamos ayudarnos unos a otros a ponernos en la mejor posición posible para tener éxito —nos dijo Danny—. Muchas veces, la gente que ha estado en la cárcel no quiere pedir ayuda. Nosotros intentamos que comprendan que pedir ayuda, reconocer cuándo no tienes las herramientas para hacer algo, es, de hecho, un signo de fortaleza. Tener el deseo de mejorar no es signo de debilidad.

La Posse Foundation[10] es otra organización que está basada en la idea de que, para combatir la sensación de aislamiento, es importante que los estudiantes de extracciones similares se unan. El nombre de Posse proviene de las declaraciones de un antiguo alumno, que tenía mucho talento, pero estaba solo, y que observó: «Si hubiera tenido conmigo a mi posse [«pandilla»] nunca hubiera dejado los estudios». Posse se dedica a reclutar a alumnos de instituto sin recursos que han demostrado tener un extraordinario potencial académico y de liderazgo. Les da una beca y los envía, en grupos de diez, a la misma universidad. Desde 1989, Posse ha ayudado a acceder a la universidad a cerca de siete mil estudiantes, con un porcentaje de graduación del 90 por ciento. Si nos tomamos en serio la tarea de crear escaleras de oportunidad social para todos, veremos que es necesario ofrecer más apoyo, público y privado, a iniciativas intensivas y de larga duración como la de Posse.

Además de la esperanza y las experiencias comunes, también los relatos compartidos pueden servirnos para construir resiliencia colectiva.[11] Quizá esta idea de los relatos suene superficial (al fin y al cabo, ¿qué importancia puede tener una historia?), pero los relatos son precisamente el medio por el cual nos explicamos nuestro pasado y fijamos las expectativas de nuestro futuro. Del mismo modo que las historias familiares favorecen que los niños desarrollen un sentido de pertenencia, los relatos colectivos construyen la identidad de las comunidades. Y los relatos que fomentan valores como la igualdad son cruciales para trabajar por la justicia.

Con frecuencia, los relatos compartidos se crean a partir de la reescritura de los viejos relatos con el objetivo de combatir estereotipos injustos. En Estados Unidos, y en todo el mundo, a menudo se da por hecho que a las niñas se les dan peor las matemáticas que a los niños. Un experimento entre un grupo de alumnos universitarios arrojó el siguiente resultado: cuando antes de hacer un examen se recuerda a los alumnos el género al que pertenecen, los resultados de las chicas son un 43 por ciento inferiores a los de los chicos.[12] En el momento en que a ese mismo examen se le llamó «examen de resolución de problemas» en lugar de «examen de matemáticas», la diferencia de género en los resultados desapareció. En otro experimento, los alumnos negros sacaron peores notas que los blancos cuando se les dijo que el examen evaluaría sus habilidades verbales, pero cuando dejó de mencionarse esta cuestión, la diferencia racial en los resultados desapareció.[13]

Los psicólogos llaman a este fenómeno «amenaza del estereotipo»:[14] el miedo a quedar reducido a un estereotipo negativo. Cuando la ansiedad obstaculiza nuestro pensamiento y provoca que terminemos plegándonos a dicho estereotipo, tal temor se convierte en una profecía autocumplida. Este efecto viene a sabotear los esfuerzos de personas de muchísimas razas, religiones, géneros, orientaciones sexuales y extracciones sociales. Ahí es donde la Posse Foundation interviene para reescribir el relato. Cuando los estudiantes becados por Posse llegan juntos a la universidad, proyectan en el campus una imagen diferente. En palabras de uno de los exalumnos de Posse: «Lo que se rumorea por la escuela es que los tíos de Posse son muy listos y muy guays».[15] En lugar de verse amenazados por estereotipos negativos, se ven impulsados por los positivos.

Yo aprendí a apreciar el valor de las comunidades que se unen para transformar los relatos años antes de escribir mi libro Vayamos adelante. Cuando empecé a hablar con distintas mujeres sobre la forma de alcanzar sus metas, una de las reacciones más comunes que me encontraba era: «Si yo quiero lanzarme hacia delante… pero ¿cómo?». Las mujeres suelen contar con menos frecuencia que los hombres con los mecenas y padrinos que son clave para el éxito en el entorno laboral. A pesar de ello, construir apoyo entre iguales puede tener un impacto enorme.[16] Junto con otras tres mujeres que tenían un enorme interés en el padrinazgo entre iguales (Rachel Thomas, Gina Bianchini y Debi Hemmeter) lanzamos los Lean In Circles, grupos pequeños de mujeres que se reúnen regularmente para apoyarse y darse ánimo entre ellas. Hoy existen treinta y dos mil de estos círculos en ciento cincuenta países. Más de la mitad de sus miembros afirman que el círculo le ha ayudado en épocas difíciles y otros dos tercios aseguran que, después de haberse unido a un círculo, se sienten más capaces de aceptar nuevos desafíos. Hoy me doy cuenta de que, en parte, la razón por la que los círculos ayudan a las mujeres a perseguir sus metas individuales es que sirven para construir resiliencia colectiva.

El círculo de latinas millennials de East Palo Alto pone en contacto a chicas adolescentes y mujeres mayores con el objetivo común de ayudar a las jóvenes, muchas de ellas madres adolescentes, a entrar en la universidad y graduarse. La fundadora del círculo es Guadalupe Valencia, que se vio obligada a trasladarse de colegio cuando se quedó embarazada a los dieciséis años. Muchas de las otras mujeres adultas del grupo cuentan también con historias personales o familiares de embarazos adolescentes y, tras haber comprobado sus efectos, están decididas a escribir una nueva historia para la nueva generación.

—Todas sabemos lo que es vivir en un hogar en el que «universidad» es una palabra que ni siquiera se pronuncia —me dijo Guadalupe—. Pero en el círculo de latinas millennials lo tenemos claro: la universidad no es una opción, es imprescindible.

Guadalupe se ha convertido en un modelo para las demás mujeres de su círculo: no solo tiene un trabajo a tiempo completo, sino que ha seguido su propio mantra y ha vuelto a estudiar para graduarse.

Frecuentemente, las personas que se dedican a luchar contra las injusticias son o han sido víctimas de ellas. Están obligadas a encontrar la esperanza y la fuerza necesarias para superar las adversidades a las que se enfrentan y con el fin de lograr mejoras para el futuro. Desde el final del apartheid hasta el desarrollo de las vacunas, algunos de los mayores logros de la humanidad han surgido de tragedias personales. Al ayudar a las personas a lidiar con circunstancias difíciles y a emprender acciones para transformar dichas circunstancias, la resiliencia colectiva puede contribuir a impulsar un cambio social real.[17]

Algunas de estas penurias son resultado de discriminaciones que se han mantenido durante siglos, una acumulación constante de injusticias que podría hundir hasta al más resiliente. Otras, en cambio, nos asaltan de improvisto. Cuando de pronto nos golpea la violencia, esta puede hacer que nuestra fe en la humanidad se tambalee hasta sus cimientos. En esos momentos es difícil aferrarse a la esperanza. Por el contrario, nos desbordan, comprensiblemente, la rabia, la frustración y el miedo. Por ese motivo me sentí reafirmada al leer un post de Facebook que escribió el periodista Antoine Leiris, cuya mujer murió en un atentado terrorista en París en 2015. Solo dos días después, Leiris escribió: «La noche del viernes le arrebatasteis la vida a un ser excepcional, el amor de mi vida, la madre de mi hijo, pero no tendréis mi odio. … No os daré la satisfacción de odiaros».[18] Y prometió derrotar al odio, impidiendo que tocara a su hijo de diecisiete meses: «Jugaremos como lo hemos hecho todos los días, y durante toda su vida este pequeño os desafiará siendo libre y feliz. Porque tampoco tendréis su odio».

Cuando empecé a leer el post de Antoine me invadió una enorme tristeza. Pero al terminarlo sentía un cosquilleo en el pecho y se me había hecho un nudo en la garganta. Adam me contó que eso tenía un nombre (los psicólogos tienen términos para todo): «elevación moral». Este concepto describe el hecho de sentirse animado y confortado ante un acto de bondad poco habitual.[19] La elevación hace que aflore en nosotros eso que Abraham Lincoln llamó «los mejores ángeles de nuestra naturaleza».[20] Aun ante las mayores atrocidades, ese sentimiento de elevación nos hace pensar en lo que nos iguala en vez de en lo que nos diferencia.[21] Vemos en los demás el potencial para hacer el bien y albergamos la esperanza de que podremos sobrevivir y reconstruirnos. El sentimiento nos inspira para expresar compasión y combatir las injusticias. Como dijo Martin Luther King Jr.: «No dejes que ningún hombre te rebaje lo suficiente como para odiarlo».[22]

El mes siguiente a la muerte de Dave, un supremacista blanco asesinó a un pastor y a ocho de sus feligreses durante la sesión de estudio de la Biblia que mantenían los miércoles en la iglesia metodista episcopal africana Emanuel de Charleston,[23] en Carolina del Sur. Yo seguía aún tambaleándome por mi propia pérdida y toda esa violencia me hundió todavía más en la desesperanza.

Y entonces me enteré de cuál había sido la respuesta de la congregación. Esa semana, los familiares de las víctimas fueron a juicio para enfrentarse con el hombre que había asesinado a sus seres queridos. Y, uno a uno, le negaron su odio.

—Me has arrebatado algo muy preciado —le dijo Nadine Collier, cuya madre había muerto—. Nunca podré volver a hablar con ella. Nunca podré volver a abrazarla, pero te perdono y tengo piedad de tu alma. … Me has hecho daño. Has hecho daño a mucha gente. Si Dios te perdona, yo te perdono.

En lugar de dejarse consumir por el odio, los miembros de la iglesia eligieron perdonar, y esto les permitió unirse y enfrentarse al racismo y la violencia. Cuatro días después de la matanza, las puertas de la iglesia volvieron a abrir para el servicio dominical habitual. Cinco días después, el presidente Barack Obama habló en el funeral del reverendo Clementa C. Pinckney y dirigió a la congregación al cantar «Amazing Grace».[24]

La parroquia Madre Emanuel, tal como se la conoce, es la iglesia metodista episcopal africana más antigua del Sur de Estados Unidos. Sus congregaciones han sobrevivido a leyes que prohibían a las comunidades negras celebrar el culto, al incendio de su iglesia provocado por una masa enfurecida de blancos y a un terremoto. Tras cada una de esas tragedias, se han unido para reconstruirlo todo de nuevo, en ocasiones literalmente, pero siempre con emoción. Tal como nos dijo el reverendo Joseph Darby, diácono de un distrito contiguo:

—Su prolongación de la Gracia se basa en un viejo mecanismo de gestión de la adversidad que se han transmitido unos a otros, personas que en muchas ocasiones no tenían otra opción que la de perdonar y seguir adelante dejando, al mismo tiempo, la puerta abierta a que se hiciera justicia. Es algo que te lleva más allá del deseo de pura venganza. Perdonar despeja la mente para poder perseguir la justicia.

El domingo posterior a la matanza de 2015, las campanas de las iglesias de toda la ciudad tocaron a las diez de la mañana durante nueve minutos, un minuto por cada una de las víctimas.[25]

—Lo que nos une es más fuerte que lo que nos separa —afirmó Jermaine Watkins, pastor de una iglesia de la localidad—. Al odio le decimos: ni hablar, hoy no. Al racismo le decimos: ni hablar, hoy no. A la división le decimos: ni hablar, hoy no. A la reconciliación le decimos: sí. A la pérdida de la esperanza le decimos: ni hablar, hoy no. A la guerra racial le decimos: ni hablar, hoy no. … Charleston, juntos decimos: ni hablar, hoy no.

A medida que la comunidad empezó a reconstruirse reuniendo todos sus pedazos, las iglesias locales comenzaron a organizar jornadas en torno a la prevención de la violencia. Cuando el FBI determinó que lo que había permitido al tirador comprar un arma había sido un fallo del sistema, las familias afectadas unieron sus fuerzas con los líderes de la iglesia y los políticos locales para pedir controles más rigurosos.

El activismo social no era nada nuevo en Charleston. Años antes de la matanza, los líderes religiosos habían creado el Ministerio de Justicia del Área de Charleston,[26] una red de veintisiete congregaciones basadas en la fe que incluía a iglesias, sinagogas y una mezquita.

—En Charleston no existía tradición de un trabajo conjunto entre las casas de fe —reflexionó el reverendo Darby—. Pero ocurrió algún tipo de serendipia divina. Toda aquella gente, que normalmente habría dicho «Esto no va a funcionar», se sentó a la misma mesa.

Desde entonces, cada año el ministerio elige un problema, propone soluciones y aborda la cuestión en una gran asamblea en la que miles de ciudadanos se reúnen con los líderes políticos y religiosos. Uno de los primeros logros del Ministerio de Justicia fue convencer a la comunidad educativa de la necesidad de ampliar la educación infantil abriendo cientos de puestos adicionales para preescolar. Y después trabajaron, con éxito, para reducir el número de expulsiones escolares y las penas de prisión juveniles. Su trabajo ya era de ayuda para las comunidades desfavorecidas, pero después de la matanza el objetivo del ministerio se centró en prevenir la discriminación racial.

—Antes no se hablaba de cuestiones raciales —nos dijo el reverendo Darby—. Pero después de la tragedia de Emanuel se les encendió la bombilla. Se dieron cuenta de que tenían que abordar el tema. Era una cuestión fundamental para los retos a los que se enfrentaba la comunidad.

Es posible desarrollar un trabajo para prevenir la violencia y el racismo, pero muchos infortunios no pueden evitarse. La pérdida. Los daños imprevistos. Los desastres naturales. Solo en 2010, en todo el mundo ocurrieron aproximadamente cuatrocientos desastres naturales que costaron la vida a unas trescientas mil personas y dejaron millones de afectados.[27] Algunas de las respuestas a estos desastres demuestran que compartir la esperanza, la experiencia y los relatos puede ser una chispa que enciende la resiliencia colectiva. Pero para que la llama se mantenga viva tenemos que compartir también el poder, los recursos y la autoridad necesarios para construir nuestro propio destino.

Las comunidades resilientes cuentan con lazos sociales fuertes: vínculos interpersonales, puentes entre los diversos grupos y contacto con los líderes locales.[28] Cuando trabajé con el Banco Mundial en la erradicación de la lepra en la India, hace décadas, pude observar la importancia de estos lazos locales. Debido al estigma que existe históricamente sobre la enfermedad, los enfermos de lepra evitan buscar un tratamiento, y esto permite que la enfermedad avance y se contagie a otras personas. Cuando los trabajadores sanitarios visitaban los pueblos para identificar a los enfermos, se les rechazaba, la gente local no confiaba en aquellos extraños, y en especial las mujeres se negaban a mostrar las marcas de su piel a los forasteros. Estos trabajadores sanitarios tuvieron que buscar otro enfoque. Convencieron a los líderes locales de que fueran ellos mismos quienes desarrollaran los programas de detección temprana. Estos líderes convocaron reuniones comunitarias y reclutaron a algunos ciudadanos y organizaciones no gubernamentales de la zona para que interpretaran unas obras de teatro en las que se contaba que quienes dieran a conocer los primeros síntomas no serían condenados al ostracismo por la comunidad, sino que recibirían cuidados y tratamientos.

Aquello me hizo ser extremadamente consciente de hasta qué punto los ejemplos más heroicos de resiliencia individual pueden ser por completo inservibles frente a la pobreza y la enfermedad sin tratamiento. Cuando a los enfermos de lepra se les expulsa de su comunidad, no hay resiliencia individual suficiente que pueda ayudarles. Desde el momento en que la comunidad empezó a tratar a los pacientes de lepra en vez de rechazarlos, estos comenzaron a recuperarse y a mejorar su calidad de vida.

Empoderar a las comunidades contribuye a construir resiliencia colectiva. Después del genocidio de Ruanda de 1994, que acabó con la vida de cientos de miles de ciudadanos, los psicólogos visitaron los campos de refugiados de Tanzania para ofrecer atención en el ámbito de la salud mental.[29] Descubrieron que tratar a cada persona individualmente era menos eficaz que fortalecer la capacidad de la comunidad de ayudar a los grupos vulnerables en su seno. Los campos que mostraban el mayor grado de resiliencia estaban organizados como aldeas, tenían consejos, espacios de encuentro para los jóvenes, campos de fútbol, locales de ocio y lugares de oración.[30] En vez de tener a extraños en los puestos de autoridad, los ruandeses se gobernaban según sus tradiciones culturales. La organización interna generaba orden y construía un poder compartido.

En otros casos, la resiliencia colectiva es necesaria para combatir las tradiciones culturales que son injustas. En China, las mujeres que siguen solteras a los veintisiete años son estigmatizadas y se las llama sheng nu, es decir, «las mujeres sobrantes».[31] Debido a la creencia extendida de que, con independencia de sus logros académicos o profesionales, una mujer no es «absolutamente nada hasta que se casa»,[32] estas mujeres sufren una enorme presión por parte de sus familias para que contraigan matrimonio. Una profesora de Económicas de treinta y cinco años fue rechazada por quince hombres porque tenía un diploma superior. Debido a ello, su padre prohibió a su hermana pequeña que fuera a la universidad. Más de ochenta mil mujeres se han unido a los círculos de Lean In en China y trabajan juntas para crear poder colectivo.[33] Uno de los círculos creó The Leftovers Monologues («Los monólogos de las sobrantes»), una obra de teatro en la que quince mujeres y tres hombres dotan de un nuevo significado al término «sobrantes» y en la que se denuncia también la homofobia y las violaciones en el contexto de una cita.

Pocos meses después de que Dave muriera, me reuní con veinte mujeres que son miembros de círculos de toda China. En un esfuerzo por mantener todos los compromisos que pudiera, viajé a Beijing para hablar en el acto de graduación de la facultad de empresariales de la Universidad de Tsinghua, y llevé conmigo a mis hijos y a mis padres. Era la primera vez que hablaba en público desde que había enviudado y aún me sentía como en una bruma. Pero pasar algo de tiempo con aquellas mujeres valientes justo antes del discurso me levantó el ánimo. Dos años atrás me había reunido también con el mismo grupo y estaba deseando escuchar sus progresos. Hablaron de la compasión que sentían, por ellas mismas y por las demás. Hablaron de cómo habían cambiado sus carreras y de cómo conseguían insistir a sus padres en que encontrarían a sus compañeros de vida por sí mismas y a su debido tiempo. Y hablaron de las acciones que estaban emprendiendo juntas y que jamás se habrían atrevido a acometer solas. Sentí un hormigueo en el pecho y un nudo en la garganta. Era el mejor recordatorio posible de que ser parte de una comunidad puede darnos la fuerza que a veces no somos capaces de hallar por nosotros mismos.

Encontramos nuestra humanidad (nuestra voluntad de vivir y nuestra capacidad de amar) en nuestras conexiones. Del mismo modo que los individuos pueden experimentar el crecimiento después de un trauma y hacerse más fuertes, las comunidades también pueden hacerlo. Nunca sabes cuándo va a tener que armarse de esa fuerza tu comunidad, pero puedes estar seguro de que será algún día.

Cuando su avión se estrelló en los Andes, los jugadores del equipo de rugby ya habían construido entre ellos solidaridad y confianza. Al principio buscaron su guía en el capitán del equipo. Cuando este murió, mantuvieron la confianza entre ellos. «Todos tenemos nuestros propios Andes», escribió Nando Parrado mucho tiempo después de que su expedición con Roberto Canessa desembocara en su rescate. Y Canessa añadió: «Una de las cosas que quedó destruida cuando nos estrellamos en la montaña fue nuestra conexión con la sociedad. Pero los lazos entre nosotros se fortalecieron cada día».