Fracasar y aprender en el trabajo
En un año que estuvo marcado por la desesperanza, uno de los escasos momentos memorables que viví fue cuando vi llorar a un grupo de hombres adultos. En el grupo había también mujeres que lloraban, pero eso ya lo había visto más a menudo.
Fue en abril de 2016 y estaba a punto de cruzar la meta del Año de las Primeras Veces, con tres temibles hitos por delante. El primer cumpleaños de mi hijo sin su padre. Mi primer aniversario de boda sin mi marido. Y un nuevo aniversario indeseado: el primer año de la muerte de Dave.
Había tantas primeras veces deprimentes que quería encontrar alguna cosa positiva para mis hijos, así que me los llevé a Los Ángeles a visitar la base de SpaceX. En SpaceX se estaban realizando pruebas para conseguir que aterrizara un cohete en el mar; lo habían intentado ya previamente otras cuatro veces, sin éxito. Nuestra invitación llegó de parte de Elon Musk, CEO de la empresa. La primera vez que Elon y yo nos cruzamos después de la muerte de Dave me dio sus condolencias y después añadió: «Me hago cargo de lo duro que es». En 2002, el primer hijo de Elon había muerto súbitamente a los dos meses de nacer. No nos dijimos mucho más, tan solo permanecimos juntos, unidos en nuestro dolor. El día del lanzamiento en SpaceX, mis hijos y yo nos encontrábamos de pie, junto con un grupo de empleados, en el vestíbulo de la empresa. En una enorme pantalla, delante de nosotros, se inició la cuenta atrás y el cohete despegó puntualmente desde Florida. Todo el mundo se puso a dar vítores. Los brazos desplegables del cohete se abrieron como estaba previsto. Más vítores. Cada vez que se producía un logro visible, los empleados de SpaceX chocaban palmas con el equipo que hubiera trabajado en ese componente y todo el mundo daba vivas.
Cuando el cohete se aproximó al barco no tripulado para intentar el aterrizaje marino, la tensión aumentó. Los vítores cesaron y el grupo se volvió extremadamente silencioso. Mi corazón latía acelerado, mi hija y mi hijo se agarraron de mis manos, nerviosos. Mi hija me susurró: «Espero que no estalle». Asentí; apenas podía hablar. Al descender, tres de las patas del cohete se desplegaron, pero una de ellas se retrasó y lo desvió de su objetivo. Toda la habitación se inclinó hacia un lado, como si intentaran contrapesar la trayectoria. Y entonces el cohete volvió a inclinarse y aterrizó a salvo. La habitación estalló como en un concierto de rock. El equipo de asistentes, los técnicos y los ingenieros gritaron y se abrazaron y lloraron. También lloramos mis hijos y yo. Aún siento un estremecimiento al acordarme.
Hace unos años, dos investigadores de management se interesaron por los factores que pueden predecir si una travesía espacial se desarrollará con éxito.[1] Volvieron al primer lanzamiento del Sputnik en 1957 y estudiaron cada uno de los lanzamientos que se había llevado a cabo en el mundo a lo largo de cinco décadas y por más de treinta organizaciones, en su mayor parte gobiernos, pero también empresas privadas. Podría pensarse que cuando había más posibilidades de que se produjera un lanzamiento con éxito era después de haber realizado otro exitoso, pero los datos extraídos de más de cuatro mil lanzamientos demostraban justo lo contrario. Cuantas más veces hubiera fracasado una empresa o un gobierno, más probable era que pusieran un cohete en órbita con éxito en el siguiente intento. Además, en comparación con otros fallos menores, estas posibilidades de éxito aumentaban tras la explosión de un cohete. No es solo que aprendamos más de los fracasos que de los éxitos, también aprendemos más de los fracasos más grandes, porque los sometemos a un análisis más intenso.
Mucho antes del aterrizaje marino, la primera vez que el SpaceX intentó un lanzamiento, el motor se incendió treinta y tres segundos después de la ignición y el cohete quedó totalmente destruido. Elon había pedido que, antes del lanzamiento, le informaran de los diez riesgos principales y el problema que causó el fallo resultó ser el número once. Consejo de experto: pide que te informen siempre de los once riesgos principales. El segundo lanzamiento falló por una razón menor en comparación. El tercero habría salido bien de no haber sido por un mínimo fallo de software.
—Básicamente, había asumido que tendríamos dinero para tres intentos —explicaba Elon—. Al producirse el tercer fallo me quedé hecho polvo.
Cuando mis hijos y yo presenciamos el amerizaje exitoso, la ocasión resultaba aún más significativa porque aquel triunfo llegaba después de todos esos fracasos.
Del mismo modo que las personas necesitan tener capacidad de resiliencia,[2] a las organizaciones les sucede lo mismo. Pudimos verlo en todas las empresas que siguieron trabajando después de perder a cientos de empleados el 11-S.[3] Lo vemos en los negocios que resurgen tras las crisis económicas y en las ONG que se rearman después de perder a sus financiadores. También lo vi en la empresa que dirigía Dave, SurveyMonkey, cuando los empleados, en su tristeza, se organizaron en torno al hashtag #makedaveproud [«haz que Dave se sienta orgulloso»]. Cuando se producen los fracasos, los errores y las tragedias, las organizaciones toman decisiones que afectan a la velocidad y la fuerza de su recuperación, y que a menudo son decisivas para determinar si se hunden o prosperan.
Para ganar resiliencia después de un fracaso, tenemos que ser capaces de aprender de él. La mayor parte del tiempo esto lo sabemos, solo que no lo ponemos en práctica. Somos demasiado inseguros como para admitir nuestros errores ante nosotros mismos o demasiado orgullosos para admitirlos ante los demás. En lugar de abrirnos, nos ponemos a la defensiva y nos blindamos. Una organización resiliente es capaz de ayudar a las personas a superar estas reacciones creando una cultura que impulsa a los individuos a reconocer sus pasos en falso y sus remordimientos.
Esta pizarra se puso hace poco en el centro de Nueva York.[4]
De los cientos de respuestas, muchas tenían una cosa en común: la mayoría de los arrepentimientos estaban relacionados con haber dejado de hacer cosas, no con haberlas hecho y que hubieran salido mal. Los psicólogos han descubierto que, con el tiempo, a menudo nos arrepentimos de las oportunidades perdidas, no de las que aprovechamos.[5] Como mi madre me decía a menudo de niña: «Te arrepientes de las cosas que no haces, no de las que haces».
En Facebook, sabemos que para animar a la gente a arriesgarse tenemos que aceptar y aprender de los fracasos. Cuando entré en la empresa, por todas las paredes había cartelitos que decían: «Muévete rápido y rompe cosas»; e iba en serio. En 2008, un becario llamado Ben Maurer, intentando evitar que la web se colapsara, para limpiar un problema decidió desencadenar el fallo por sí mismo y accidentalmente hizo caer Facebook durante treinta minutos. En Silicon Valley, un apagón es una de las mayores debacles a las que puede enfrentarse una empresa, pero en lugar de criticar a Ben, nuestro ingeniero jefe anunció que en realidad todos debíamos desencadenar fallos más a menudo, aunque preferiblemente de manera que la web no cayera. A esta práctica le puso el nombre de «Ben Testing» y Ben fue contratado a tiempo completo.
Facebook es una empresa relativamente joven, así que cada año nuestro equipo directivo visita otra poderosa empresa que tenga una larga trayectoria. Hemos ido a Pixar, a Samsung, a Procter&Gamble, a Walmart y a Quantico, la base del cuerpo de Marines. En Quantico hicimos un entrenamiento básico. Para probar la experiencia, nos pusieron a correr de noche con todo el equipamiento mientras unos oficiales nos chillaban. Los gritos continuaron mientras realizábamos tareas más pequeñas, como hacer las camas y abrir y cerrar grifos con precisión militar. Al día siguiente, en grupos de cuatro, teníamos que pasar unos sacos pesados por encima de un muro sin que tocaran el suelo. Para la gente del ámbito de la tecnología, que están más acostumbrados a subir documentos a sitios web que a subir cargas, esto fue todo un reto. Muy pocos de nuestros equipos completaron alguna de las tareas. No me sorprendió fracasar en las pruebas físicas. Lo que no me esperaba era fallar ante la orden de cerrar un grifo.
Antes de Quantico, nunca se me habría ocurrido realizar un interrogatorio completo después de un trabajo desastroso. Cuando las cosas salían mal en la empresa, para mí era importante que quien fuera responsable del error lo reconociera, pero, una vez hecho esto, sentarnos juntos a discutir en humillante detalle cómo y por qué se había cometido el error me parecía que era solo ensañarse. Además, me preocupaba que tal nivel de indagación desanimara a la gente a asumir riesgos. Me sorprendió que después de cada misión, e incluso después de las sesiones de entrenamiento, los Marines llevaran a cabo interrogatorios formales. Y graban las lecciones aprendidas de modo que todo el mundo pueda tener acceso a ellas.
Los Marines me enseñaron la importancia de crear una cultura en la que el fracaso se considera una oportunidad de aprender. Si los interrogatorios se hacen de forma insensible, se convierten en una flagelación pública, pero cuando haces de ellos un requisito habitual, dejan de parecer una cuestión personal. En los hospitales, donde las decisiones tienen consecuencias a vida o muerte, los profesionales de la salud celebran congresos sobre mortalidad y morbidez.[6] El propósito de las «M&Ms» es revisar los casos en los que algo salió catastróficamente mal y descubrir cómo pueden prevenirse problemas similares en el futuro. Estos errores pueden ir desde una complicación durante una operación hasta el suministro de una dosis incorrecta de un medicamento o incluso un diagnóstico equivocado. Los debates son confidenciales y está demostrado que conducen a mejoras en el cuidado de los pacientes.
Cuando se genera un espacio seguro para hablar de los errores, las personas son más proclives a comunicarlos y menos a cometerlos.[7] Y, sin embargo, las culturas del trabajo típicas se esfuerzan por exhibir los éxitos y ocultar los fracasos. No hay más que observar cualquier currículum vitae, nunca he visto que en ninguno se incluya una sección titulada «Cosas que hago mal». La científica Melanie Stefan escribió un artículo retando a sus colegas a ser más honestos en sus currículum.[8] El profesor de Princeton Johannes Haushofer aceptó su reto y publicó un currículum de fracasos. Era una lista de dos páginas que incluía las veces que le habían rechazado en programas académicos, ofertas de trabajo, revistas académicas y becas de investigación. Tiempo después Haushofer señaló: «Este condenado currículum de fracasos ha recibido mucha más atención que todo mi trabajo académico junto».
Convencer a la gente de que sea más abierta respecto a sus fracasos no es fácil. Kim Malone Scott, que trabajó conmigo en Google, solía llevar a las reuniones semanales de su equipo un mono de peluche llamado Whoops. Pedía a sus colegas que expusieran los errores cometidos durante la semana y después votaban entre todos cuál era la pifia más grande. El «ganador» se quedaba el mono de peluche en su escritorio, a la vista de todos, hasta la semana siguiente, en la que otra persona se ganaba el honor. No podía haber mejor recordatorio para intentar hacer cosas difíciles y comentar abiertamente los fracasos. Tal vez el único miembro del equipo al que no le parecía bien esta práctica fuera Whoops, que ni una sola semana dejó de ser el símbolo de la imperfección.
Trabajar en Facebook con empresas pequeñas me ha enseñado que la resiliencia es algo necesario en organizaciones de todos los tamaños. Damon Redd fundó, desde su sótano de Colorado, una empresa de ropa de montaña llamada Kind Design.[9] Cuando una inundación dejó su casa cubierta por metro y medio de agua cenagosa, perdió sus diseños, sus ordenadores y miles de piezas de mercancía. Como no vivía en una zona inundable, no tenía seguro para cubrir las pérdidas. Como recurso imaginativo para salvar los guantes dañados, Damon los lavó con agua a presión, los secó y empezó a anunciarlos como «guantes para inundaciones». Comenzó a escribir post contando cómo los guantes y otros productos como los sombreros, las camisetas y las sudaderas simbolizaban la resistencia de la gente de Colorado y de su marca. Sus post se hicieron virales y acumuló cuantiosas ventas en los cincuenta estados, con lo que consiguió salvar su negocio.
Los equipos que se aplican en aprender de los fracasos tienen mejor rendimiento que los que no lo hacen, pero no todo el mundo trabaja en una empresa que tenga amplitud de miras.[10] Si ese es nuestro caso, podemos encontrar nuestras propias formas de aprender. Cuando Adam iba a la universidad, le aterraba hablar en público. En su primera entrevista para un puesto de profesor, le dijeron que no servía para dar clases porque nunca conseguiría que lo respetaran suficientemente los difíciles estudiantes de Empresariales. A los profesores, raras veces se les enseña cómo dar clase, así que para practicar y mejorar, Adam se ofreció como voluntario para impartir sesiones sueltas en los cursos de otros profesores. Eran sesiones difíciles, pues, en lugar de tener un semestre entero para construir la relación, solo disponía de una o dos horas para ganarse a los alumnos. Al final de estas sesiones, Adam entregaba unos cuestionarios de valoración en los que preguntaba qué podía hacer para que las cosas fueran más interesantes y eficaces. Leer aquellos comentarios no era agradable. Algunos de los alumnos escribieron que Adam parecía tan nervioso que les hacía removerse en sus asientos.
Después de dar estas sufridas charlas, Adam empezó a impartir sus propias clases. Pocas semanas después de haber empezado el curso, pidió a sus alumnos que le escribieran unos comentarios anónimos. Y entonces hizo una cosa que varios de sus colegas consideraron una locura: mandó por correo electrónico todos los comentarios a la clase entera. Otro profesor advirtió a Adam que eso iba a ser como echar gasolina al fuego. Pero otra de sus colegas, Sue Ashford, le había enseñado que la forma de alcanzar el propio potencial es recoger los comentarios negativos y actuar a partir de ellos. Los estudios de Sue muestran que, si bien mendigar piropos daña tu reputación, pedir que te hagan críticas demuestra que te importa mejorar.[11]
Adam inició la clase siguiente haciendo un análisis de los temas principales que aparecían en los comentarios de sus alumnos. Después les contó las acciones que iba a tomar a partir de sus comentarios, como por ejemplo contar más a menudo historias personales para dar vida a los conceptos. Los alumnos pudieron visualizar su propio aprendizaje y la cultura del aula cambió, de modo que Adam estaba aprendiendo de ellos. Pocos años después, Adam llegó a ser el profesor mejor valorado de Wharton.[12] Cada semestre sigue pidiendo feedback a sus alumnos, comparte abiertamente sus comentarios e implementa cambios en su forma de dar clase.
Todos tenemos puntos ciegos, debilidades que otras personas ven y nosotros no. A veces nos engañamos. Otras veces simplemente no sabemos qué estamos haciendo mal. Las personas que más me han enseñado en mi carrera son las que me han señalado las cosas que yo no puedo ver. En Google, mi colega Joan Braddi me explicó que en las reuniones yo no resultaba demasiado persuasiva porque a menudo me lanzaba a hablar muy pronto. Me dijo que si fuera más paciente y dejara que los demás expresaran primero sus puntos de vista, podría exponer mejor mis argumentos abordando las cosas que les preocupaban. David Fischer, que dirige nuestros equipos globales en Facebook, me recuerda a menudo que tengo que frenar y escuchar más.
A veces estos comentarios son difíciles de encajar. Unos cuatro meses después de perder a Dave, recibí una llamada de su colega de póquer, Chamath Palihapitiya, que había trabajado conmigo en Facebook. Chamath me dijo que venía a buscarme para dar un paseo, así que me puse la correa y empecé a dar vueltecitas delante de la puerta. (Vale, no fue para tanto, pero me hacía mucha ilusión verle.) Suponía que Chamath querría comprobar cómo lo estábamos llevando mi hijo, mi hija y yo, sin embargo, me sorprendió diciéndome que lo que quería era asegurarse de que seguía dando lo máximo en el trabajo. Le miré sorprendida, y sin duda un poco enfadada. «¿Quieres que me esfuerce más? ¿Me estás tomando el pelo?» Le expliqué que ya tenía bastante con conseguir llegar al final del día sin hacer demasiados estropicios. Chamath me contradijo totalmente, declaró que ya podía gritarle todo lo que quisiera, pero que él siempre iba a estar a mi lado para recordarme que debía fijarme objetivos ambiciosos. Me instó, como solo podía hacerlo él, «a volver al p*** camino». Plantearle a alguien un desafío en estos términos podía salir mal con facilidad, pero Chamath me conocía lo bastante bien como para saber que este estímulo tan directo me insuflaría un empujón de confianza muy necesario, y me recordó que cuando podía fracasar era, precisamente, si dejaba de intentarlo. También me inspiró el único párrafo de este libro que incluye una palabrota.
Una de las mejores maneras de llegar a vernos con claridad a nosotros mismos es pedir a los demás que nos sirvan de espejo. «Los deportistas y los cantantes tienen entrenadores —dice el cirujano y escritor Atul Gawande—. ¿No deberías tenerlo tú?»[13] En el mundo del baloncesto, Gregg Popovich ha sido entrenador de los San Antonio Spurs durante cinco campeonatos de la NBA. Después de perder la final en una liga, se sentó con el equipo a revisar cada una de las jugadas de los dos últimos partidos para aprender lo que habían hecho mal.
—La medida de lo que somos nos la da el modo en que reaccionamos a algo que no sale como queríamos —dice—. Siempre hay cosas que puedes hacer mejor. Es un juego de errores.[14]
Todos los equipos deportivos reconocen la importancia de buscar jugadores que puedan aprender de sus errores. En 2016, los Chicago Cubs ganaron las World Series tras una sequía de 108 años. Su manager, Theo Epstein, explicaba la razón: «Siempre pasábamos más de la mitad del tiempo hablando de la persona y no del jugador. […] Pedíamos a nuestros ojeadores que nos dieran tres ejemplos detallados de cómo estos jóvenes jugadores hacían frente a la adversidad en el campo y respondían a ella, y tres ejemplos de cómo se enfrentaban a la adversidad fuera del campo. Porque el béisbol está construido desde los fallos. Hay una vieja expresión que dice que hasta los mejores bateadores fallan siete de cada diez veces».[15]
La práctica del deporte adquiere sentido cuando se siguen las sugerencias del entrenador. Adam dice que su disposición abierta a recibir comentarios se debe a su pasado como saltador olímpico junior. Recibir críticas era la única forma de mejorar. Cuando a Adam le llegó el momento de entrar en el aula, dejó el Speedo, pero mantuvo la estrategia. Convirtió a sus alumnos en sus entrenadores.
Aceptar comentarios es más fácil cuando uno no se lo toma de forma personal. Estar abierto a las críticas significa que recibes aún más comentarios, lo que te ayuda a mejorar. Una de las maneras de amortiguar el pinchazo de una crítica es evaluar en qué grado sabes gestionarla. «Siempre que recibáis una mala puntuación —aconsejan Dough Stone y Sheila Heen, profesores de Derecho— debéis daros una segunda puntuación que evalúe lo bien que os habéis tomado la primera puntuación. […] Aun cuando recibas un suspenso por la situación en sí, todavía puedes obtener una matrícula de honor por el modo en que lo gestionas.»[16]
La capacidad de escuchar comentarios y críticas es un signo de resiliencia y algunos de los que mejor lo hacen han ganado esa fortaleza del modo más difícil posible. Conocí a Byron Auguste cuando era adjunta en McKinsey y se nos asignó el mismo proyecto de trabajo. Byron era el primer director afroamericano en la historia de la empresa y mostraba una calma que le permitía considerar el feedback como, según sus propias palabras, «algo puramente antropológico». Después me contó que esta actitud tiene que ver en parte con un trauma que sufrió de adolescente. Cuando Byron tenía quince años, se dirigía a cenar con su primo, su hermano pequeño y su padre cerca de su casa en Phoenix. De pronto un conductor borracho salió de la nada, embistió al grupo y le rompió a Byron las dos piernas. Cuando se despertó en el hospital, su madre tuvo que darle la terrible noticia de que su padre estaba en coma y su hermano de diez años había muerto.
Tras el accidente, Byron se prometió no convertirse en un problema para sus apenados padres. Durante toda su carrera académica sus resultados fueron excelentes, y llegó a obtener un doctorado en Económicas. Lo que más le ayudó a construir resiliencia, me dijo, fue superar la generalización:
—La compartimentación extrema quizá sea mi mayor superpoder —me confesó riendo.
Si un proyecto no sale como él quiere, Byron siempre recuerda que las cosas podrían ser peores.
—Me paso la vida diciéndome a mí y a los demás: «¿Acaso va a morirse alguien por esto?». Eso es lo peor. Los fracasos no me asustan.
Byron me enseñó que para construir equipos y organizaciones resilientes hay que mantener una comunicación abierta y honesta. Cuando las empresas fracasan, a menudo es por razones que todo el mundo conoce pero que nadie ha enunciado. Cuando una persona toma malas decisiones, poca gente tiene el coraje de decírselo, especialmente si esa persona es el jefe.
Uno de mis cartelitos preferidos de los que cuelgan por las paredes de nuestra oficina reza: «Nada de lo que ocurre en Facebook es problema de otra persona». En una reunión de toda la compañía, pedí que cualquiera que tuviera problemas al trabajar con un colega (que, por supuesto, es todo el mundo) hablara más honestamente con esa persona. Puse el objetivo de tener al menos una conversación difícil al mes. Para que las conversaciones fueran bien, les recordé a todos que los comentarios críticos debían ir en las dos direcciones. Les conté que una sola frase puede hacer que la gente se muestre más abierta al feedback negativo: «Te hago estos comentarios porque tengo puestas en ti unas expectativas muy altas y sé que puedes cumplirlas».[17]
Ahora, cuando visito nuestras oficinas por todo el mundo, pregunto a cada equipo: «¿Quién ha tenido en el último mes al menos una conversación difícil?». Al principio se levantaban muy pocas manos. (Y seamos sinceros, cuando yo estoy delante, mis colegas tienen más tendencia a exagerar en sus informes que a disimular.) A medida que he persistido en esta práctica, he ido viendo cómo se alzaban cada vez más manos y algunos de nuestros directivos han tomado acciones audaces para hacer que la actitud abierta a las críticas sea parte integrante de nuestra cultura. Carolyn Everson, que dirige nuestro equipo global de ventas, envía los informes sobre su rendimiento a un grupo interno de Facebook que tiene más de 2.400 miembros. Quiere que todo su equipo sepa cómo está intentando mejorar.
Cuando mi Año de las Primeras Veces estaba a punto de acabarse, empecé a pensar en otra conversación difícil, una que era importante. Cada año celebro un día del liderazgo para las mujeres de Facebook. El año anterior había hablado sobre mis miedos y mis fracasos personales y profesionales. Hablé de todas las veces en mi vida en las que me había sentido verdaderamente insegura acerca de quién era. Admití haber tomado muchas decisiones erróneas, entre ellas haberme casado y divorciado cuando apenas tenía veinte años y después haber salido con unos cuantos tíos equivocados. Y después les conté que, con Dave, había terminado formando un equipo de verdad. Aquel año, mi conclusión fue: «Creer que todo saldrá bien ayuda a que todo salga bien».
Un año después me encontraba en un lugar muy distinto. Y también sabía que algunas de las personas en aquella sala lo estaban pasando mal. La madre de una de las compañeras tenía una enfermedad terminal. Otra estaba pasando por un divorcio difícil. Y esas eran solo las que conocía. Estaba segura de que muchas estarían sufriendo en silencio, como ocurre a menudo en el trabajo. Decidí abrirme a ellas con la esperanza de ayudar a las demás con las dificultades que tenían en sus vidas. Hablé de los tres factores y de lo que se sentía al pasar un dolor profundo. Admití que no había entendido lo difícil que es ser madre soltera o mantener la concentración en el trabajo cuando tienes problemas en casa. Creía que no iba a poder dar todo el discurso sin echarme a llorar… y efectivamente no pude. Aun así, hacia el final tuve una sensación de alivio. En las semanas que siguieron, otras compañeras de trabajo empezaron también a abrirse. Juntas, echamos a unos cuantos elefantes en estampida de nuestro edificio.
Una de las mujeres que ese día estaba en aquella sala era Caryn Marooney. Yo sabía que Caryn tenía por delante una decisión importante que tomar, pues le acabábamos de ofrecer un ascenso a directora de nuestro equipo global de comunicación. Pero aquella decisión se había complicado. Su médico le acababa de decir que era probable que tuviera cáncer de mama. Estaba esperando los resultados de las pruebas, pero ya había tomado la decisión de que, si el resultado era positivo, no aceptaría el ascenso. «La combinación de tener miedo a no estar a la altura en un trabajo nuevo y que te digan que a lo mejor tienes cáncer era abrumadora», me dijo. Caryn no estaba cómoda hablando de sus problemas médicos en el trabajo; no quería ser una carga para nadie y temía parecer débil. Pero, tras escucharme hablar ante miles de otras compañeras sobre las dificultades por las que estaba atravesando, vio un destello de esperanza en el horizonte.
La semana siguiente, el médico de Caryn le confirmó que tenía cáncer y que tendría que someterse a una operación y a un tratamiento. Le pregunté qué quería hacer respecto al trabajo y le aseguré que tendría todo nuestro apoyo, independientemente de lo que decidiera. Me contó que, al hablar con otros enfermos, se había dado cuenta de la suerte que había tenido de que le hubieran detectado pronto el cáncer y de trabajar para una empresa que le daba tanta flexibilidad. Me dijo que tenía miedo, pero que no quería renunciar a desempeñar un papel por el que había estado trabajando tantos años. Trazamos juntas un plan para que pudiera aceptar el nuevo puesto.
«Tuve que abandonar la idea de ser una “líder intrépida”», me dijo Caryn. Por el contrario, la primera vez que se dirigió al equipo de comunicación global, formado por doscientas personas, habló sin tapujos de su diagnóstico. Se estaba sometiendo a un tratamiento diario de radioterapia, lo que le pasaba factura físicamente y hacía que olvidara cosas. «En todas las versiones que hubiera podido imaginar de ese momento, esa fantasía de quién quieres ser, me habría mostrado fuerte, inteligente e inspirando confianza —me dijo—. Quería ser un modelo en el sentido de “persona sólida”. En vez de ello, les conté que tenía cáncer y que iba a necesitar su ayuda.»
La respuesta que le dieron la dejó perpleja. Los compañeros de Caryn se unieron para ayudarla y empezaron a hablar más de sus propios problemas personales y profesionales. Caryn cree que esta apertura les hace más eficaces en el trabajo. «Una podría pensar que hablar de todo esto te retrasaría, pero es ocultar cosas lo que requiere tiempo y energía», me explicó Caryn. Ser más abierto en lo personal llevó a la gente a ser más abierta en lo profesional. El equipo de Caryn solía comentar las «lecciones aprendidas» en reuniones de dos personas, pero la mayoría de la gente no estaba cómoda hablando de los fracasos en grupos más grandes. Las «lecciones aprendidas» son ahora una práctica habitual de todo el equipo. «Antes, solíamos hablar de lo que había salido bien —contó Caryn—. Ahora también abordamos lo que ha salido mal.»
Caryn atravesó su propio Año de las Primeras Veces. Ha dirigido el equipo de comunicación global y ha superado la radioterapia. En su primer día de tratamiento le regalé un collar con las letras PH. No lo entendió, pues sus iniciales son CLM. Le expliqué que era un símbolo de mi confianza en ella y que significaban «Puedes Hacerlo».
«Ahora le digo PH a la gente de mi equipo todo el rato —me reveló Caryn—. Y entre ellos también se dicen PH. Significa muchísimo.»