6
En adelante daré el calificativo de apolínea al alma de la cultura antigua, que eligió como tipo ideal de la extensión el cuerpo singular, presente y sensible. Desde Nietzsche es esta denominación inteligible para todos. Frente a ella coloco el alma fáustica, cuyo símbolo primario es el espacio puro, sin límites, y cuyo «cuerpo» es la cultura occidental, que comienza a florecer en las llanuras nórdicas, entre el Elba y el Tajo, al despuntar el estilo románico en el siglo X. Apolínea es la estatua del hombre desnudo; fáustico es el arte de la fuga. Apolíneos son la concepción estática de la mecánica, los cultos sensualistas de los dioses olímpicos, los Estados griegos con su aislamiento político, la fatalidad de Edipo y el símbolo del falo; fáusticos son la dinámica de Galileo, la dogmática católico-protestante, las grandes dinastías de la época barroca, con su política de gabinete, el sino del rey Lear y el ideal de la madona, desde la Beatriz de Dante hasta el final del segundo Fausto. Apolínea es la pintura que impone a los cuerpos singulares el límite de un contorno; fáustica es la que crea espacios, con luces y sombras, y así se distinguen una de otra la pintura al fresco de Polignoto y la pintura al óleo de Rembrandt. Apolínea es la existencia del griego, que llama a su yo soma, que no tiene idea de una evolución interna y que carece, por lo tanto, de una historia verdadera, interior o exterior; fáustica es una existencia conducida con plena conciencia, una vida que se ve vivir a sí misma, una cultura eminentemente personal de las memorias, de las reflexiones, de las perspectivas y retrospecciones, de la conciencia moral. Y más lejana, aunque medianera entre las dos, aparece el alma mágica de la cultura árabe, tomando, interpretando y heredando formas. La cultura árabe, que despierta en la época de Augusto, en el paisaje comprendido entre el Tigris y el Nilo, el mar Negro y la Arabia meridional, tiene su álgebra, su astrología y su alquimia, sus mosaicos y arabescos, sus califas y sus mezquitas, sus sacramentos y sus libros sagrados de la religión persa, judía, cristiana, «antigua decadente» y maniquea.
Ahora ya puede decirse que en el idioma fáustico «el espacio» es algo espiritual, separado rigurosamente del presente sensible momentáneo; algo que no sería lícito representar en una lengua apolínea, en griego o en latín. Pero también el espacio plástico, el espacio expresivo, es enteramente extraño a todas las artes apolíneas. La exigua cela de los templos antiguos primitivos es una nada oscura y secreta, construida al principio con los materiales más efímeros; un envoltorio momentáneo que se contrapone a las eternas bóvedas de las cúpulas mágicas y de las naves catedralicias. La columnata cerrada manifiesta expresamente que en este cuerpo no hay ningún «dentro» para los ojos. En ninguna otra cultura se acentúa tanto la firmeza, el zócalo. La columna dórica penetra en la tierra; los vasos antiguos están concebidos de abajo arriba, mientras que los del Renacimiento flotan sobre el pedestal. El problema básico de las escuelas escultóricas antiguas es la firmeza interior de la figura. Por eso en las obras arcaicas las articulaciones están sobremanera acentuadas, el pie descansa a plano y el reborde inferior de los largos paños rectos se alza ligeramente para dejar ver bien cómo el pie «pisa» sobre el suelo. El relieve antiguo es estrictamente estereométrico, superpuesto a una superficie. Hay un «intermedio» entre las figuras, pero no hay profundidad. En cambio, un paisaje de Claudio Lorena es solamente espacio. Todos los detalles sirven a aclarar el espacio. Todos los cuerpos poseen, como haces de luces y sombras, una significación atmosférica y de perspectiva. El impresionismo es la excorporación total del mundo, para servir al espacio. El alma fáustica, partiendo de este sentimiento cósmico, hubo de proponerse, en sus primeros tiempos, un problema arquitectónico, cuyo centro de gravedad reside en el abovedado de poderosas naves catedralicias que van derechamente de la portada a lo hondo del coro. Así expresaba su experiencia íntima de la profundidad. Hay que añadir a esto la tendencia a expandirse en las lejanías del universo, tendencia que se contrapone al espacio expresivo de la cultura mágica, que es más bien como una cueva11. Las bóvedas mágicas, ya sean cúpulas, ya bóvedas de medio cañón, y aun los entablamentos horizontales de una basílica, están siempre en función de cubrir. Strzygovski ha comprendido muy bien la idea constructiva de Santa Sofía, cuando dice que es un dinamismo gótico, pero vuelto hacia dentro y cubierto por una capucha cerrada12. En cambio, la cúpula de la catedral de Florencia, en el proyecto gótico de 1367 está colocada sobre el edificio; tendencia que llega a transformarse en un verdadero amontonamiento, como se ve en el proyecto de Bramante para la iglesia de San Pedro, cuyo magnífico ¡Excelsior! lleva Miguel Ángel luego a la perfección, de manera que la cúpula parece flotar en la luz sobre las amplias bóvedas. Frente a este sentimiento del espacio, la Antigüedad nos ofrece el símbolo del períptero dórico, todo él cuerpo, todo él abarcable en una mirada.
Por eso la cultura antigua comienza con una grandiosa renuncia a un arte riquísimo, pintoresco, que estaba en plena madurez, un arte que ya existía, pero que no podía ser la expresión del alma nueva. El arte dórico primitivo, de estilo geométrico, aparece desde 1100 opuesto al arte de Creta13; es aquel un arte, estrecho y áspero, y, para nuestros ojos, mezquino y, por decirlo así, un retorno a la barbarie. En los tres siglos de la Antigüedad que «corresponden» al florecimiento del gótico, no hallamos el menor indicio de arquitectura. Hasta 650 —esto es, en una época que «corresponde» a la época en que Miguel Ángel verifica el tránsito al barroco— no aparece el tipo del templo dórico y etrusco. Todo arte primitivo es religioso, y esa negación simbólica no lo es menos que la afirmación egipcia y gótica. La idea de la cremación de los muertos es compatible con un lugar destinado al culto, pero no con un edificio. Por eso la religión antigua primitiva, de la que no conocemos apenas sino los graves nombres de Calcas, Tiresias, Orfeo, y acaso también Numa14, empleaba como templo justamente lo que queda cuando de la idea de un edificio se quita el edificio mismo: el límite sagrado. La base primitiva del culto es, pues, el templum etrusco, un recinto sacro, señalado sobre el suelo por los augures, rodeado de un espacio que estaba prohibido franquear y provisto de una entrada al este, para dar la buena suerte15. Se crea un templum allí donde ha de verificarse un acto del culto, o donde se encuentran los personajes revestidos de autoridad política, el Senado, el ejército. El templum dura solo el breve tiempo que dura su uso, y en seguida se levanta la prohibición de traspasar los límites sagrados. Quizá hacia el año 700 consiguió ya el alma antigua superarse hasta el punto de dar realidad sensible a las líneas de esa nada arquitectónica, construyendo un cuerpo de edificio. El sentimiento euclidiano fue más fuerte que la aversión a la duración.
En cambio, la gran arquitectura fáustica comienza con las primeras manifestaciones de una nueva religiosidad —la reforma cluniacense, hacia el año 1000— y de una nueva mentalidad —que se advierte en la disputa de la Eucaristía, entre Berengario de Tours y Lanfranc (1050)—, y en seguida produce trazas tan gigantescas, que muchas veces las catedrales no pudieron llenarse, a pesar de acudir a ellas la población entera, como sucedió en Spira, o no fueron terminadas nunca. El lenguaje apasionado que nos habla esa arquitectura se repite en la poesía16. Los himnos latinos del Mediodía cristiano y los Eddas del norte, todavía pagano, aunque muy distantes unos de otros, son, sin embargo, idénticos por la interior infinitud del espacio, que se manifiesta en la estructura del verso, en el ritmo de la frase, en la índole de las metáforas. Compárese el Dies irae con el Voluspa, que es de fecha no muy anterior; se ve la misma férrea voluntad que supera y rompe todos los obstáculos de lo visible. No ha habido ritmo que extienda en su derredor tan inmensos espacios y lejanías como este viejo ritmo nórdico:
Para desdicha, — por mucho tiempo
varones y hembras — vendrán al mundo.
Pero nosotros — juntos quedamos,
yo y Sigurd.
El acento de los versos homéricos es el leve temblor de una hoja al sol del mediodía; el ritmo de la materia. Pero la rima —como la energía potencial en el mundo de la física moderna— produce una tensión suspensa en el vacío, en lo ilimitado; es como una lejana tormenta, en la noche negra, sobre las altas cimas. En su ondulante indeterminación se disuelven las palabras y las cosas; es dinámica verbal, no estática. Y otro tanto puede decirse de los ritmos sombríos que merece el Media vita in morte sumus. Se anuncia aquí el colorido de Rembrandt y la instrumentación de Beethoven. Aquí se siente la ilimitada soledad como el hogar propio del alma fáustica. ¿Qué es el Walhalla? El Walhalla era desconocido para los germanos de las invasiones y aun de la época merovingia. Fue inventado por el alma fáustica, a su despertar, y seguramente bajo las impresiones de la mitología antigua pagana y de la mitología arabecristiana, las dos viejas culturas del sur que, con sus libros clásicos o sagrados, sus ruinas, sus mosaicos y miniaturas, sus cultos, ritos y dogmas, penetraban por doquiera en la nueva vida. Y, sin embargo, el Walhalla reside, allende las realidades sensibles, en regiones lejanas, oscuras, fáusticas. El Olimpo se halla situado en la misma tierra griega. El paraíso de los padres de la Iglesia es un jardín encantado, que existe en cierto lugar del universo mágico. El Walhalla no está en ninguna parte. Perdido en lo infinito, con sus dioses y sus héroes solitarios, aparece como el símbolo inmenso de la soledad. Sigfredo, Parsifal, Tristán, Hamlet, Fausto, son los héroes más solitarios de todas las culturas. Léase en el Parzeval de Wolfram la maravillosa narración de cómo despierta la vida interior. El anhelo de las selvas, la misteriosa compasión, el indecible abandono: todo esto es fáustico y solo fáustico. Todos lo conocemos. En el Fausto de Goethe retorna el mismo motivo, en toda su profundidad:
Un anhelo de dulzura inconcebible
me empujaba por las selvas y los prados,
y derramando lágrimas ardientes
sentí que un mundo se entregaba a mí.
Esta manera de vivir el universo le es completamente desconocida al hombre apolíneo y al hombre mágico, a Homero y a los evangelistas. El momento culminante, en el poema de Wolfram, es esa maravillosa mañana de Viernes Santo, cuando el héroe, separado de Dios y de sí mismo, descubre al noble Gawan. «¿Y si buscara ayuda en el seno de Dios?». Y se va, peregrino, en busca de Tevreznt, el ermitaño. Esta es la raíz de la religión fáustica. Se comprende aquí el misterio de la Eucaristía, que reúne a los participantes en una comunidad mística, la Iglesia de los bienaventurados. El mito del santo Grial y sus caballeros nos hace comprender la necesidad interna del catolicismo germaniconórdico. Frente a los sacrificios antiguos, ofrecidos a cada deidad en su templo propio, aparece aquí el sacrificio único, infinito, repetido a diario y por doquiera. Es esta una idea fáustica de los siglos IX-XII, de la época de los Eddas. Ya la vislumbraron algunos misioneros anglosajones, como Winfredo, pero hasta entonces no llegó a su plena madurez. La catedral, cuyo altar mayor rodea y encierra el misterio, es su expresión en piedra17.
La pluralidad de cuerpos en que se manifiesta y expresa el cosmos antiguo exige un mundo de dioses que le sea parejo; tal es el sentido del politeísmo antiguo. En cambio, el espacio cósmico único, ya sea el universo como cueva o el universo de amplitudes infinitas, exige un Dios único, el del cristianismo mágico o el del fáustico. Atenea y Apolo pueden representarse por una estatua. Pero la divinidad de la Reforma y de la Contrarreforma no puede «manifestarse» —hace tiempo que se ha sentido esto— sino en la tormenta de una fuga para órgano o en la solemne ejecución de una cantata o de una misa. Desde las ricas y varias figuras que aparecen en los Eddas y las leyendas de los santos, de la misma época, hasta Goethe, la mitología occidental sigue un proceso inverso al de la mitología antigua. En la Antigüedad, una continua atomización de lo divino, hasta llegar a la innumerable cohorte de la época imperial; en Occidente, en cambio, una simplificación, que culmina en el deísmo del siglo XVIII.
La mágica jerarquía celeste, que la Iglesia en el terreno de la seudomorfosis occidental18 ha mantenido con todo el peso de su autoridad y que, desde los ángeles y los santos asciende hasta las personas de la Trinidad, va perdiendo poco a poco consistencia, colorido. Insensiblemente, el diablo, ese otro gran protagonista en el drama gótico del universo19, desaparece también de las posibilidades del sentimiento fáustico. El diablo, a quien todavía Lutero arrojó una vez el tintero, es, hace ya tiempo, el objeto de un silencio embarazoso por parte de los teólogos protestantes. La soledad del alma fáustica no se compadece con un dualismo de las potencias cósmicas. Dios mismo es el Todo. A fines del siglo XVII los recursos de la pintura resultan ya insuficientes para manifestar esta religiosidad, y la música instrumental es entonces el único y último medio de expresión religiosa. Puede decirse que la fe católica y la fe protestante están en la misma relación que un cuadro de altar y la música de un oratorio. Ya en torno de los dioses y héroes germánicos se extienden inmensas lejanías, misteriosas sombras; sus figuras están inmersas en música; son dioses nocturnos, pues la luz del día pone límites a la vista, creando así las cosas corpóreas. La noche quita cuerpo; el día quita alma. Apolo y Atenea no tienen «alma». En el Olimpo brilla inmóvil la luz eterna de un claro día meridional. La hora apolínea es la del mediodía, la siesta del Gran Pan. En el Walhalla, empero, no hay luz. En los Eddas hallamos ya algunos indicios de esas noches profundas, en que Fausto, solo en su cuarto de estudio, medita febril; de esas noches que los aguafuertes de Rembrandt han logrado expresar incomparablemente; de esas noches surcadas por los relámpagos de Beethoven. Wotan, Balder, Freya, no tuvieron nunca una figura «euclidiana». De ellos, como de los dioses védicos de la India, no puede «hacerse ni un retrato, ni una metáfora». Esta imposibilidad consagra el espacio eterno como símbolo supremo, por oposición a la copia corpórea, que rebaja el espacio al mero papel de «ambiente», y así lo profana y lo niega. Este motivo, hondamente sentido, es el que sirve de fundamento a la destrucción de las imágenes en el Islam y en Bizancio —ambas en el siglo VIII—, como también más tarde al movimiento iconoclasta del Norte protestante, que interiormente tiene una profunda afinidad con aquellos. Y la creación del análisis antieuclidiano por Descartes, ¿no fue también como una destrucción de las imágenes? La antigua geometría inventa un mundo numérico a toda luz; la teoría de las funciones es, propiamente, una matemática nocturna.
7
El alma occidental ha expresado su sentimiento cósmico con extraordinaria abundancia de recursos, en palabras, en sonidos, en colores, en perspectivas pictóricas, en sistemas filosóficos, en leyendas y, no menos, en los espacios de las catedrales góticas y en las fórmulas de la teoría de las funciones. En cambio, el alma egipcia ha expresado el suyo sin la menor ambición teórica ni literaria, casi exclusivamente en el lenguaje inmediato de la piedra. En lugar de perderse en juegos de palabras sobre la forma de la extensión, sobre el «espacio» y el «tiempo»; en lugar de forjar hipótesis, sistemas numéricos y dogmas, fue dejando, silenciosa, sus grandiosos símbolos en el paisaje del Nilo. La piedra es el gran símbolo de lo que se ha tornado intemporal. En ella parecen unirse el espacio y la muerte. «Se ha edificado para los muertos antes que para los vivos —dice Bachofen, en su autobiografía—. Para el breve tiempo que les es dado a los vivos, bástales frágil madera. En cambio, la eternidad, deparada a los muertos, exige que sus edificios sean construidos con la más dura piedra. El culto más antiguo se aplica a la piedra que señala la tumba; el templo más antiguo es el edificio mortuorio; el arte y la ornamentación tienen por origen el adorno de las tumbas. En las tumbas se ha formado el símbolo. No hay palabras que puedan expresar lo que se piensa, lo que se siente, lo que en silencio se ruega junto a una tumba. Solo el símbolo, con su quietud y su gravedad eterna, puede, en cierto modo, sugerirlo». El muerto ya no desea, no aspira. El muerto ya no es tiempo; es solo espacio, es algo que permanece o que ha desaparecido, pero que de ninguna manera se encamina hacia un futuro. Por eso lo que en sentido estricto permanece, la piedra, es la expresión del reflejo que lo muerto deja en la conciencia vigilante del ser vivo. El alma fáustica aguardaba, después de la muerte corpórea, una inmortalidad, que era como su enlace con el espacio infinito, y por eso espiritualizó la piedra en el sistema dinámico de la arquitectura gótica —contemporáneo de las series paralelas en el canto de iglesia— hasta transformarla en un fervoroso afán de profundidad y de ascensión por el espacio. El alma apolínea quiso ver a sus muertos reducidos a cenizas, aniquilados, y por eso evitó, durante toda su primera edad, la construcción en piedra. El alma egipcia se veía caminando por una estrecha senda de la vida, implacablemente prescrita, al término de la cual había de presentarse ante el juez de los muertos (capítulo 125 del Libro de los muertos). Tal era su idea del sino. La existencia egipcia es la de un caminante que marcha en una dirección, siempre la misma. Todo el lenguaje formal de su cultura está hecho para dar realidad sensible a este único motivo. Junto al espacio infinito del Norte, junto al cuerpo de la Antigüedad, su símbolo primario puede designarse con la palabra camino. Es esta una manera muy extraña de acentuar, en la esencia de la extensión, tan solo la dirección de la profundidad, y el pensamiento occidental puede difícilmente comprenderla. Los templos-sepulcros del Antiguo Imperio, sobre todo los grandiosos templos-pirámides de la IV dinastía, no tienen, como la mezquita y la catedral, un espacio interior distribuido en partes, según un sentido profundo, sino una serie rítmica de espacios. El camino sagrado arranca de la portada, junto al Nilo, y pasando por corredores, vestíbulos, patios, arcadas y salas de columnas, estrechándose cada vez más, llega a la cámara mortuoria20. Los templos del Sol en la V dinastía no son tampoco «edificios» propiamente dichos, sino un camino rodeado de grandes piedras21. Los relieves y las pinturas siempre están colocados en serie, obligando al espectador a seguir en una determinada dirección. A la misma intención obedecen las avenidas de carneros y de esfinges del Nuevo Imperio. Para el egipcio, la experiencia íntima de la profundidad, que determinaba para él la forma cósmica, acentuaba de tal suerte la dirección, que el espacio, en cierto modo, permanecía en trance de continua realización. La lejanía no está aún transformada en cosa rígida. Cuando el hombre se mueve hacia adelante, convirtiéndose así él mismo en un símbolo de la vida, entonces es cuando entra en relación con la parte pétrea de este simbolismo. El «camino» significa al mismo tiempo el sino y la tercera dimensión. Los grandes muros, los relieves, las columnatas, ante las cuales pasa el camino, son la «anchura y la altura», esto es, la simple sensación que los sentidos nos proporcionan y que la vida, en su progresión hacia adelante, dilata y convierte en mundo. De esta suerte, el egipcio, marchando en procesión, vive el espacio, en cierto modo, como si sus elementos estuviesen aún desunidos. En cambio, el griego, que ofrece su sacrificio delante del templo, no siente el espacio; y el hombre de los siglos góticos, orando en la catedral, se percibe como envuelto por la inmóvil infinitud. Por eso el arte egipcio quiere producir efectos de superficie y nada más, incluso cuando hace uso de medios corpóreos. Para el egipcio, la pirámide que se alza sobre la tumba regia es un triángulo, una enorme superficie que cierra el camino y domina el paisaje, una superficie de máxima fuerza expresiva que va acercándose; las columnas de los corredores y patios interiores, sobre fondo oscuro, muy apretadas y cubiertas de adornos, le hacen el efecto de rayas verticales que acompañan rítmicamente la marcha de los sacerdotes; el relieve es minucioso y —muy en oposición al relieve antiguo— queda incluido en una superficie; en su evolución de la III a la V dinastía, pasa del grueso del dedo al de una hoja de papel y acaba por convertirse en huecorrelieve22. El predominio de la horizontal, de la vertical y del ángulo recto, el cuidado por evitar todo escorzo, son las bases en que se apoya el principio de las dos dimensiones, para aislar así la emoción de la profundidad, que coincide con la dirección del camino y su término: la tumba. Este arte no permite ninguna desviación que aligere la tensión del alma.
Y esto —expresado en el más sublime lenguaje que pueda imaginarse— ¿no es lo mismo que todas nuestras teorías del espacio quisieran manifestar? Es esta una metafísica de piedra, junto a la cual la metafísica escrita —la de Kant— parece un ingenuo balbuceo.
Ha habido, sin embargo, una cultura cuya alma, a pesar de ser muy distinta, llegó a tener un símbolo primario muy semejante al egipcio; me refiero al alma china, con su principio del tao, sentido como la dirección de la profundidad23. Pero mientras que el egipcio recorre hasta el fin la senda prescrita con férrea necesidad, el chino camina por el mundo. No va su senda por entre espesos muros de lisas piedras a terminar en el templo de Dios o en la tumba ancestral, sino que corre serpenteando por la amable naturaleza. En ninguna otra cultura ha sido el paisaje, como en la china, la materia propia de la arquitectura. «Se ha desarrollado aquí, sobre una base religiosa, una grandiosa regularidad y unidad de todos los edificios, que ha mantenido por todas partes un esquema homogéneo de portadas, alas, patios y vestíbulos, todos rigurosamente dispuestos sobre un eje orientado de norte a sur y que llegan a presentar una grandeza tal en las plantas y un dominio tan completo de las distancias y los espacios, que bien puede decirse que esta arquitectura hace entrar en sus cálculos el paisaje mismo»24. El templo no es propiamente un edificio, sino un conjunto en el que la colina y la cascada, los árboles, las flores y unas piedras de forma determinada, colocadas en sitios fijos, son tan importantes como las puertas, los muros, las fuentes y las casas. Esta cultura es la única en donde la jardinería es un arte religioso de gran estilo. Hay jardines que reflejan la esencia de ciertas sectas budistas25. Por la arquitectura del paisaje se explica la de los edificios, la poca altura de estos y la insistencia en acentuar el tejado, que es propiamente el elemento expresivo. Y así como los caminos ondulantes pasan por puertas, puentes, colinas y muros, para llegar a su término, así también la pintura conduce al espectador de detalle en detalle. El relieve egipcio, en cambio, le prescribe una dirección única. El cuadro chino no debe abarcarse en una mirada. El transcurso del tiempo supone una serie de partes que la mirada recorre una tras otra26. La arquitectura egipcia domina el paisaje. La arquitectura china se amolda al paisaje. Pero en ambos casos la dirección de la profundidad es la que mantiene presente la emoción del espacio produciéndose.
8
Todo arte es un lenguaje expresivo27. En sus rudimentos más primitivos, que arrancan del mundo animal mismo, es el arte el lenguaje de un ser capaz de movimientos; pero un lenguaje que solo se dirige al que lo habla. No se piensa en los testigos, y, sin embargo, si no los hubiere, el instinto expresivo enmudecería por sí solo. En estadios muy posteriores ocurre todavía a menudo que no hay por una parte artistas y por otra espectadores, sino solo una muchedumbre de creadores artísticos. Todos cantan, hacen mímica, bailan; y el «coro» como conjunto de todos los presentes no ha desaparecido nunca por completo de la historia del arte. Solo el arte superior es ya decididamente un «arte ante testigos»; sobre todo —como Nietzsche ha observado— ante el testigo supremo: Dios28.
La expresión artística es ornamento o imitación. El ornamento y la imitación son posibilidades superiores cuya oposición es apenas sensible en los comienzos. La imitación es lo absolutamente primitivo; es lo más próximo a la raza. La imitación parte de una percepción fisiognómica del tú, que involuntariamente nos induce a colaborar en el compás de su ritmo vital. El ornamento, en cambio, manifiesta un yo que tiene conciencia de su propia índole. Aquella está muy extendida por el mundo animal; este pertenece casi exclusivamente al hombre.
La imitación se origina en el ritmo secreto de toda realidad cósmica. Para un ente que vive despierto, la unidad cósmica aparece como dilatación y oposición; es un aquí y un allí, algo propio y algo extraño, un microcosmo frente a un macrocosmo, los dos polos de la vida sensitiva. Mas esta dualidad queda superada precisamente por el ritmo de la imitación. Toda religión es un afán del alma vigilante, que aspira a comunicar con las potencias del mundo, que la rodean. Esto mismo, exactamente, quiere conseguir la imitación, que en sus momentos de unción máxima es profundamente religiosa. En efecto, una misma movilidad interior es la que hace que el cuerpo y el alma vibren de consuno aquí y el mundo circundante allí. Así como el pájaro se mece en la tormenta y el nadador se amolda a la caricia de las olas, así los miembros de nuestro cuerpo se sienten irresistiblemente movidos a reproducir el compás de una marcha, o los músculos del rostro a imitar los gestos de otra persona. Justamente los niños son maestros en el arte del remedo. Y esta tendencia puede llegar hasta producir ese efecto «arrebatador» de los coros, de las marchas, de las danzas, que convierte la pluralidad de individuos en una unidad de sensación y expresión, en un «nosotros». Igualmente, un retrato «bien logrado» de un hombre o de un paisaje se produce por la sensación de la armonía entre el movimiento dibujante y las vibraciones, las ondulaciones misteriosas del modelo vivo. Aquí el ritmo fisiognómico se torna activo y supone un sujeto que sabe desentrañar en el juego de la superficie la idea, el alma de la cosa extraña. En ciertos momentos de abandono, todos tenemos ese saber, y entonces, al acompañar la música o el gesto, con un imperceptible ritmo, descubrimos de pronto arcanos de insondable profundidad. Toda imitación, se propone engañar, esto es, trocar, cambiar una cosa por otra. Esa inmersión en una cosa extraña, ese trueque de esencia y de lugar, que hace que uno viva en otro, al remedarlo o describirlo, evoca un sentimiento de armonía que, desde el silencioso olvido de sí mismo, llega hasta la más franca risa y toca a los últimos fundamentos del erotismo, que es inseparable de la productividad artística. De aquí provienen las danzas en corro; hay un baile popular en Baviera cuyo origen es la imitación del gallo silvestre solicitando a la hembra. Esto mismo pensaba Vasari cuando elogiaba a Cimabue y a Giotto por haber sido los primeros en volver a la imitación de la naturaleza, aquella naturaleza de los hombres primitivos, de la que decía entonces el maestro Eckhart: «Dios se vierte en todas las criaturas, y por eso todo lo creado es Dios». Lo que como movimiento contemplamos en el mundo circundante y, por lo tanto, sentimos en su significación interior, lo reproducimos también en forma de movimiento. Por eso toda imitación es espectacular, en el más amplio sentido. Espectáculo es el movimiento de la pincelada o del cincel, la modulación de la voz en el canto, el tono de la narración, el verso, la representación, la danza. Pero lo que nosotros vivimos al ver y al oír es siempre un alma extraña, con la cual entramos en comunión. Mucho después, cuando ya aparece el arte de las grandes urbes, arte falto de alma y sobrado de análisis intelectual, es cuando se verifica el tránsito al naturalismo, en el sentido que le damos hoy a esta palabra, esto es, la imitación de los encantos que ofrece la apariencia de las cosas, el contenido científico de los caracteres sensibles.
Ahora bien: el ornamento se distingue claramente de la imitación. El ornamento no sigue la corriente de la vida, sino que se contrapone, rígido, a la vida. En lugar de recoger los rasgos fisiognómicos de las existencias extrañas, el ornamento imprime en ellas motivos permanentes, símbolos. El ornamento no pretende engañar, sino conjurar. El yo se sobrepone al tú. Imitar es hablar, hablar por medio de unos signos que el instante mismo proporciona y que no vuelven a presentarse. El ornamento, en cambio, hace uso de un idioma, de un tesoro de formas, que tiene duración y que se halla sustraído al capricho individual29.
Solo puede ser imitado lo viviente; y la imitación ha de hacerse por movimientos, pues lo viviente se manifiesta a los sentidos de los artistas y de los espectadores en forma de movimiento. Por eso la imitación pertenece al tiempo y a la dirección. Danzar, dibujar, describir, representar, para los ojos y los oídos, es hacer movimientos que van en una dirección irrevocable, y así las posibilidades máximas de la imitación se hallan en la reproducción de un sino, bien en sonidos, bien en versos, ya en un retrato, ya en una escena30. En cambio, un ornamento es algo que ha sido arrebatado al tiempo; es extensión pura, afirmada, perdurable. La imitación es expresión en el momento mismo en que se verifica. El ornamento, en cambio, es expresivo solo cuando se ofrece terminado ante los sentidos. El ornamento es la realidad misma, prescindiendo en absoluto de su origen y producción. No es posible reproducir, imitar, más que un sino particular, el de Antígona, el de Desdémona. En cambio, el ornamento, el símbolo, designa la idea del sino en general; por ejemplo, la columna dórica, que designa la idea del sino para los antiguos. La imitación supone talento, el ornamento supone además un saber que puede aprenderse.
Hay una gramática y una sintaxis en el lenguaje de formas que emplean todas las artes estructuradas; gramática y sintaxis que tienen sus reglas y sus leyes, su lógica interna y su tradición. La hay no solo en la arquitectura de los templos dóricos y de las catedrales góticas; no solo en la escultura de Egipto31, de Atenas y de las catedrales francesas; no solo en la pintura de los chinos, de los antiguos, de los holandeses, de los florentinos, sino también en el arte de los escaldas y de los minnesänger, con sus reglas fijas que se aprendían y se aplicaban, como las reglas de un oficio, a la ponderación de las frases, a la estructura de los versos, y hasta a la ejecución de los gestos y a la elección de las metáforas32; en la técnica narrativa de la poesía épica de los Vedas, de Homero y de los germanoceltas; en la estructura verbal y el ritmo vocal de los sermones góticos, alemanes o latinos, y por último, en la prosa oratoria33 de los antiguos y en las reglas del drama francés. La parte ornamental de una obra artística refleja siempre la causalidad sagrada del macrocosmo, tal como la siente y comprende un cierto tipo de hombres. Ambas cosas tienen un sistema. Ambas están impregnadas de los dos sentimientos fundamentales que constituyen la parte religiosa de la vida: temor y amor34. Un verdadero símbolo puede infundir temor o librar del temor. Lo «exacto» salva; lo «falso» martiriza y deprime. En cambio, la parte imitativa del arte está más próxima a los sentimientos propiamente raciales: odio y amor. Aquí surge la oposición entre lo feo y lo bello, que se refiere a los seres vivos, cuyo ritmo interior nos repele o nos atrae, aunque se trate de las nubes rosadas por el sol poniente o de la respiración contenida de una máquina. Una imitación es bella; un ornamento es significativo. He aquí la diferencia entre la dirección y la extensión, entre la lógica orgánica y la lógica inorgánica, entre la vida y la muerte. Lo que juzgamos bello es «digno de ser imitado». Lo bello nos seduce, esto es, provoca en nosotros una leve vibración concordante que nos empuja a remedarlo, a repetirlo, a acompañar su canción. Lo bello «hace latir más recio el corazón» y estremece los músculos; embriaga hasta el entusiasmo delirante. Pero como pertenece al tiempo, tiene «su tiempo». Un símbolo dura; lo bello, empero, perece en el instante mismo en que se detiene la pulsación vital de quien lo siente en el ritmo cósmico, ya sea un individuo, una clase social, un pueblo o una raza. La «belleza» de las estatuas y de los poemas antiguos era para los antiguos totalmente distinta de lo que es para nosotros, y con el alma antigua ha desaparecido irremediablemente. Lo que nosotros «encontramos bello» en estas estatuas y poemas es un rasgo que solo para nosotros existe. Lo que es bello para cierto tipo de vida es indiferente o feo para otro, como nuestra música para los chinos o la plástica mexicana para nosotros. Es más: para una y la misma vida, lo habitual no puede ser nunca bello, porque lo habitual tiene siempre algo de perdurable.
Ahora podemos considerar en toda su profundidad la oposición que existe entre esos dos aspectos de todo arte. La imitación anima y vivifica; la ornamentación conjura y mata. Aquella «deviene»; esta «es». Aquella está, por lo tanto, emparentada con el amor y sobre todo con el amor sexual —la canción, la embriaguez, la danza—, en el cual la existencia se orienta hacia el futuro; esta tiene hondas afinidades con la preocupación por el pasado, con el recuerdo35, con el sepelio. Lo bello es objeto de anhelante deseo; lo significativo infunde terror. Por eso no hay más íntima oposición que la de la casa de los vivos y la casa de los muertos36.La casa del labrador37, del noble rural, el castillo y fortaleza del magnate, son viviendas —moradas de la vida—, expresiones inconscientes de la sangre, que ningún arte creó y que ningún arte puede cambiar. La idea de la familia se manifiesta en la planta de la casa solariega; la forma interior de la tribu está patente en el diseño de las aldeas, que, al cabo de muchos siglos y después de muchos cambios de habitantes, permite todavía reconocer la raza de sus fundadores38; la vida de una canción y su estructura social se expresan en el plano —no en el corte, no en la silueta— de la ciudad39. Por otra parte, la ornamentación se desarrolla en los símbolos rígidos de la muerte, la urna funeraria, el sarcófago, la tumba, el templo a los muertos40, y luego sigue su evolución en los templos a los dioses y en las catedrales, que son puros ornamentos, que no son la expresión de una raza, sino el lenguaje de una intuición del mundo. Los templos, las catedrales, son en toda su integridad puro arte; en cambio, la casa del labrador y el castillo del magnate no tienen nada que ver con el arte41.
Estas son viviendas, en donde se hace arte, el arte propiamente imitativo: la epopeya védica, homérica, germánica, el cantar heroico, la danza aldeana y caballeresca, la copla del juglar. La catedral, en cambio, no solo es arte, sino que es el único arte que no imita nada. Es toda ella tensión de formas perdurables, lógica tridimensional que se expresa en las aristas, los planos y los espacios. El arte de las aldeas y de los castillos es hijo del capricho momentáneo, vive entre risas y excesos, entre juegos y comilonas; está prendido al tiempo, hasta tal punto que el trovador toma su nombre del verbo trovar (encontrar, inventar), y la improvisación —como todavía hoy ocurre en la música de los cíngaros— no es otra cosa que la raza misma manifestándose a los sentidos extraños bajo la presión del momento. A esta libre productividad opone el arte eclesiástico la rigurosa escuela, tanto en el himno como en el edificio y la imagen. Y en esa escuela el individuo obedece a la lógica de ciertas formas intemporales. Por eso en todas las culturas el edificio del culto es, primitivamente, el centro donde se desarrolla la historia del estilo. En los castillos tiene estilo la vida, no el edificio. En las ciudades la planta es una copia de los sinos del pueblo, y solo las torres y cúpulas, que se yerguen en la silueta, nos dicen cómo fue la lógica que los arquitectos pensaron en su imagen cósmica y cuáles las últimas causas y efectos que concibieron en su universo.
La piedra, en las viviendas, sirve a un fin mundano; pero en el templo la piedra es un símbolo42. Uno de los errores que más estragos ha causado en la historia de las grandes arquitecturas ha sido la creencia de que la historia de la arquitectura debía ser una historia de las técnicas constructivas, cuando en realidad debe ser la historia de las ideas constructivas, que toman sus recursos técnicos y expresivos donde los encuentran. Sucede en esto lo mismo que en la historia de los instrumentos musicales43, que se han desarrollado igualmente conforme a cierto lenguaje sonoro. El hecho de que la bóveda en ojiva, el contrafuerte y la cúpula sobre trompas hayan sido inventados expresamente para un gran estilo arquitectónico o hayan sido tomados de otra comarca más o menos lejana y aprovechados en sentido propio, es cosa que a la verdadera historia del arte le es tan indiferente como la cuestión de saber si los instrumentos de cuerda proceden técnicamente de Arabia o de la Bretaña celta. Es posible que la columna dórica venga, en efecto, de los templos egipcios del Imperio Nuevo; es posible que la cúpula romana proceda de los etruscos y el patio florentino de los moros africanos. Pero el períptero dórico, el Panteón, el Palacio Farnesio, pertenecen a otro mundo muy distinto; son la expresión artística en que se manifiesta el símbolo primario de las tres culturas.
9
En todo período primitivo hay, pues, dos artes propiamente ornamentales y no imitativas: el arte de la edificación y el arte del decorado. En el período previo que antecede al nacimiento de una cultura, en los siglos de vislumbre y de fermentación, el mundo de la expresión elemental se manifiesta solo por medio del arte decorativo, en sentido estricto. Los tiempos carolingios están representados por la decoración exclusivamente. Los ensayos de edificación que se hacen en esta época se hallan «entre los estilos». Les falta la idea. De igual modo, la desaparición de todos los edificios micenianos no constituye, en realidad, una pérdida para la historia del arte44. Pero de pronto, cuando despunta la gran cultura, el edificio considerado como ornamento alcanza tal potencia expresiva, que el simple decorado le cede tímidamente el puesto casi por un siglo. Ahora hablan solos los espacios, las superficies, las aristas de piedra. El templo-sepulcro de Kefrén llega al máximo de sencillez matemática: por doquiera ángulos rectos superficiales y pilares cuadrados; no hay decoración, ni inscripción, ni transición. El relieve, que mitiga la tensión del espíritu, no se atreve a insinuarse, hasta algunas generaciones después, en la magia sublime de estos espacios. Y lo mismo sucede con la noble arquitectura románica de Westfalia y Sajonia (Hildesheim, Gernrode, Paulinzella, Paderborn), de la Francia meridional y de los normandos (Norwich, Peterborough, en Inglaterra), que supo, con una gran gravedad interior y una dignidad indescriptible, condensar en una línea, en un capitel, en un arco, el sentido íntegro del universo.
Cuando el mundo de las formas primitivas llega a su apogeo, es cuando ya se establece la relación entre el edificio y el decorado. El edificio es lo primero, lo fundamental, y a su servicio se pone un decorado riquísimo, que es ornamento en el más alto sentido de la palabra. En efecto, ornamento no es solamente el modelo decorativo, el motivo aislado de los antiguos, con su simetría estática o su adición meándrica45, o el arabesco que recubre las superficies, o el modelo plano de los mayas, que guarda cierta semejanza con el arabesco, o el «motivo del trueno» y otros motivos chinos de la época Chu primitiva, que demuestran que la vieja arquitectura china es, en efecto, una composición del paisaje, y que indudablemente adquieren todo su sentido por las líneas del jardín circundante, en donde los vasos de bronce constituían asimismo un elemento de la composición. También tienen valor decorativo las figuras de los guerreros que se ven en los vasos dipylon, y, en mucho mayor grado todavía, los grupos de estatuas de las catedrales góticas. «Las figuras se componen, en las portadas, partiendo del espectador y formando, con relación al espectador, series superpuestas, como rítmicas fugas de una sinfonía que se eleva hacia el cielo y envía sus notas en todas las direcciones»46. Los pliegues del ropaje, las actitudes, los tipos de las figuras y asimismo la estructura de los himnos, en estrofas, y las series paralelas de las voces, en el canto de iglesia, son ornamentos al servicio de la idea arquitectónica predominante47. Más tarde, al comenzar las épocas posteriores, se rompe ya el encanto de los grandes ornamentos. La arquitectura entra a formar parte de un grupo de artes particulares, urbanas, mundanas, que van dando cada vez más cabida a la imitación agradable e ingeniosa y exaltando el elemento personal. Puede decirse de la imitación y del ornamento lo mismo que hemos dicho más arriba del tiempo y del espacio: el tiempo engendra el espacio, pero el espacio mata el tiempo48. Al principio el simbolismo rígido hubo de petrificar todo lo viviente. El cuerpo de una estatua gótica no debe vivir; es simplemente un conjunto de líneas en forma humana. Pero ahora el ornamento pierde todo su rigor sagrado y se convierte cada vez más en la decoración de los edificios, que sirven de marco a una vida distinguida y plenamente formada. Solo en este sentido, es decir, como elemento propio para embellecer la vida, fue aceptado el gusto del Renacimiento por el mundo cortesano y patricio del norte, ¡y solo por este!49. El ornamento significa, en el Antiguo Imperio, algo muy distinto que en el Medio; en el estilo geométrico, algo muy distinto que en el helenismo; en 1200, para nosotros, algo muy distinto que en 1700. Y también la arquitectura pinta y hace música, y sus formas parecen siempre a punto de remedar algo en la imagen del mundo circundante. Así se explica el tránsito del capitel jónico al corintio, y de Vignola, por Bernini, al rococó.
Al comenzar la civilización, se extingue el verdadero ornamento, y con él, el arte elevado. Verifican este tránsito el «clasicismo» y el «romanticismo» que, en una u otra forma, aparecen en todas las culturas. El clasicismo significa el entusiasmo por un género de ornamento —reglas, leyes, tipos— que desde hace ya mucho tiempo se ha hecho tradicional e inánime. El romanticismo es la imitación entusiasta, no de la vida, sino de otra imitación anterior. En lugar del estilo arquitectónico, aparece un gusto arquitectónico. Los modos de pintar, las maneras literarias, las formas antiguas y modernas, castizas y extranjeras, cambian con la moda. Falta la necesidad interior. Ya no hay «escuelas», porque cada cual busca los motivos donde quiere y como quiere. El arte se transforma en arte industrial, y esta transformación la sufre todo el arte, la arquitectura como la música, el verso como el drama. Por último, se constituye un tesoro de formas plásticas y literarias, que pueden manejarse sin profunda significación con solo buen gusto. En esta última forma, que ya no tiene ni historia ni evolución, se halla hoy ante nosotros el arte industrial decorativo en los modelos de los tapices orientales, de los metales persas e indios, de las porcelanas chinas. Así estaba también el ornamento egipcio (y babilónico) cuando los griegos y los romanos lo conocieron. Arte industrial es el arte de Creta, epígono septentrional del gusto egipcio, desde la época de los hicsos. Y el arte «correspondiente» de la época helenisticorromana, aproximadamente desde Escipión y Aníbal, desempeña la misma función de costumbre confortable y de juego ingenioso. Desde el pomposo aparato del foro de Nerva, en Roma, hasta la cerámica provinciana posterior, en el oeste, toda va convirtiéndose en un arte industrial invariable, que podemos asimismo rastrear en Egipto y en el mundo islámico y que debemos suponer existiera también en la India y en la China en los siglos que siguen a Buda y Confucio.
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Ahora se comprende, justamente por la diferencia que existe entre la catedral y la pirámide, a pesar de su profunda afinidad interior, ahora se comprende el fenómeno poderoso del alma fáustica, cuya ansia de profundidad no pudo acomodarse al símbolo primario del camino y desde el primer momento se afanó por franquear todos los límites ópticos que cercan la sensibilidad. ¿Puede haber nada más extraño al sentido del Estado egipcio, cuya tendencia podríamos definir como una sobriedad sublime, que la ambición política de los grandes emperadores de las casas de Sajonia, Franconia y Staufen, que perecieron por haber querido sobrepujar todas las realidades políticas? Reconocer un límite hubiera sido para ellos rebajar la idea de su dominación. El símbolo primario del espacio infinito penetra ahora, con toda su potencia indescriptible, en el círculo de la vida política activa. A las figuras de los Otones, de Conrado II, de Enrique VI, de Federico II, podríamos añadir los normandos, conquistadores de Rusia, Groenlandia, Inglaterra, Sicilia y casi también Constantinopla, y los grandes papas Gregorio VII e Inocencio III. Todos aspiraban a confundir la esfera visible de su poder con el mundo conocido de entonces. He aquí precisamente la diferencia que separa a los héroes de Homero, con su reducida perspectiva geográfica, de los héroes de las leyendas occidentales: la del Grial, la del rey Arturo, la de Sigfredo, que van siempre errantes por el infinito. Los guerreros de las Cruzadas cabalgaban desde las orillas del Elba o del Loira hasta los confines del mundo conocido; en cambio, los hechos históricos que constituyen el núcleo de la Ilíada tuvieron por teatro —esto puede inferirse con certidumbre del estilo propio del alma antigua— una comarca pequeña que la mirada abarca de una vez.
El alma dórica realizó el símbolo del objeto individual presente y corpóreo, renunciando a las grandes creaciones de alto vuelo. El hecho de que el primer período posmiceniano no haya dejado nada que descubrir a nuestros arqueólogos tiene su fundamento en la índole de aquellos hombres. El alma dórica logra, al fin, expresarse en el templo dórico, que actúa hacia afuera, como un bloque en el paisaje, y niega el espacio interior, prescindiendo de darle una forma artística y considerándolo como la nada, τό μἠ ὂν, lo que no debiera existir. Las columnatas egipcias sostenían la techumbre de una sala. El griego adoptó este motivo, pero lo acomodó a su sentimiento, dando la vuelta, como a un guante, al tipo arquitectónico de los egipcios. Las columnatas exteriores son, en cierto modo, los restos del espacio interior, rechazado por los griegos50.
En cambio, el alma mágica y el alma fáustica elevaron al cielo sus ensueños de piedra, esas enormes bóvedas que envuelven unos espacios interiores altamente significativos, cuya estructura anticipa el espíritu de dos matemáticas: la del álgebra y la del análisis. En el tipo de edificio que nace en Borgoña y Flandes y se propaga por todo el Occidente, las bóvedas de crucería, con sus ojivas y sus contrafuertes, significan el acto de dar libertad al espacio51 en vez de mantenerlo sujeto entre superficies sensibles limitantes. En el espacio interior de la arquitectura mágica, «las ventanas no son más que un momento negativo, una forma utilitaria que no llega en modo alguno a adquirir valor artístico, o, dicho crudamente, simples agujeros en la pared»52. Cuando eran prácticamente imprescindibles, se abrían en lo más alto, para eliminarlas de la impresión artística, como sucede en las basílicas orientales. La arquitectura de la ventana es, en cambio, uno de los símbolos más significativos de la manera como el alma fáustica siente la profundidad, símbolo que solo se encuentra en la cultura occidental. Aquí se percibe claramente la voluntad de irradiar en el infinito esa voluntad que se afirma más tarde en la música del contrapunto, nacida bajo estas bóvedas y cuyo mundo incorpóreo sigue siendo el mismo mundo del gótico primitivo. La música polifónica, aun en las épocas posteriores en que realiza sus más altas posibilidades, como la Pasión de san Mateo, la Heroica, el Tristán y el Parsifal, de Wagner, es siempre, por íntima necesidad, catedralicia, y vuelve siempre al hogar materno, al idioma que hablaban las piedras de las catedrales en la época de las Cruzadas. Era necesaria toda la gravedad de una ornamentación profundamente significativa, con sus extrañas y terribles transfiguraciones de plantas, animales y hombres —San Pedro, de Moissac—, una ornamentación que anula el efecto limitante de la piedra y que resuelve las líneas en melodías y figuras musicales, las fachadas en fugas polifónicas, los cuerpos de las estatuas en música de pliegues y ropajes, para hacer desaparecer hasta la sombra de la corporeidad «antigua». Así se comprende el profundo sentido de esas gigantescas vidrieras de las catedrales, con su pintura de colores translúcidos, pintura, pues, completamente inmaterial. Es este un arte que no vuelve a encontrarse nunca en ningún otro sitio y que constituye la más radical oposición a la pintura al fresco de los antiguos. En la Santa Capilla, de París, es donde quizá se percibe más claramente el sentido de este arte. Aquí casi se diría que la piedra desaparece ante la luminosidad de los cristales. En contraposición al fresco, cuadro que, por decirlo así, forma parte integrante de la pared y cuyos colores hacen el efecto de la materia, vemos aquí los colores cernerse en el espacio, como los sonidos del órgano, sin estar adheridos a ninguna superficie, y las figuras flotar libremente en el infinito. Comparemos con el espíritu fáustico de estas naves catedralicias —altas bóvedas, casi sin muros, atravesadas por rayos de mil colores y dirigidas hacia el altar mayor— el efecto que producen las construcciones cupulares de la arquitectura árabe, es decir, bizantina y cristiana primitiva. Aquí también la cúpula, flotando al parecer libremente sobre la basílica o el octógono, significa la superación del principio antiguo de la gravedad natural, que se manifiesta en la relación de la columna con el arquitrabe. Aquí también el edificio niega todo lo que sea corpóreo. No hay «exterior». Pero, en cambio, el muro se cierra compacto, formando una cueva cuyas paredes no pueden ser atravesadas ni por una mirada ni por una esperanza. Formas esféricas y poligonales, compenetrándose y produciendo efectos de fantasmagoría; una carga pesando en un circuito de piedra que flota ingrávido sobre el suelo y clausura herméticamente el interior; todas las líneas arquitectónicas, disimuladas; en la parte superior de la bóveda, pequeños orificios por donde cae una luz incierta que acentúa inexorablemente la cerrazón de las paredes; así se presentan ante nuestros ojos las obras maestras de este arte, San Vitale de Rávena, Santa Sofía de Bizancio y la Cúpula de la Roca, en Jerusalén. En lugar del relieve egipcio, con su técnica perfectamente plana, atenta a evitar todo escorzo, que pudiera sugerir la idea de la profundidad lateral; en lugar de las vidrieras góticas que incorporan al interior el espacio cósmico, son aquí los arabescos y los mosaicos centelleantes, con el tono dorado que predomina en ellos, los que cubren todas las paredes y sumergen la cueva en una luminosidad incierta y fabulosa, que en todo el arte moro ha sido siempre tan seductora para los hombres del norte.
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Así, pues, todo gran estilo tiene su origen en la esencia del macrocosmo, en el símbolo primario de una gran cultura. Si comprendemos bien el sentido de la palabra «estilo», que no significa la existencia de una forma, sino la historia de una forma, habremos de convenir en que las manifestaciones artísticas de la humanidad primitiva, harto fragmentarias y caóticas, no tienen ninguna relación con el estilo así concebido, con esa forma precisa y a la vez comprensiva que realiza una evolución varias veces secular. El arte de las grandes culturas, que actúa como unidad de expresión y significación, es el que tiene estilo; pero entonces, no solo el arte tiene ya estilo.
En la historia orgánica de todo estilo hay que distinguir lo que antecede, lo que sucede y lo que se halla fuera del estilo. La Tabla del Toro —época de la I dinastía egipcia— no es aún «egipcia»53. Hasta la III dinastía no tienen las obras estilo, y cuando lo adquieren es de súbito y en forma muy precisa. Igualmente el arte carolingio se halla «entre los estilos». Se advierte en él un tanteo, un ensayo de muy diferentes formas, pero nada que tenga una expresión íntimamente necesaria. El autor de la catedral de Aquisgrán «es certero en el pensamiento y en la construcción, pero no en el sentimiento»54. La iglesia de Santa María, en la fortaleza de Wurzburgo —hacia 700— encuentra su pareja en el San Jorge de Salónica. La iglesia de Germigny-des-Prés —hacia 800—, con su cúpula y sus arcos de herradura, es casi una mezquita. Los años entre 850 y 950 constituyen una laguna en todo el Occidente. Asimismo el arte ruso se halla aún hoy «entre los estilos». A la primitiva edificación en madera, con tejados de pabellón picudos y octogonales, que se extiende de Noruega hasta Manchuria, vienen luego a añadirse motivos bizantinos que penetran por el Danubio y motivos armeniopersas, que entran por el Cáucaso. Se siente muy bien que hay cierta afinidad electiva entre el alma rusa y el alma mágica. Pero el símbolo primario del alma rusa, la planicie infinita55, no ha encontrado todavía, ni en lo religioso ni en lo arquitectónico, su expresión adecuada. El tejado de las iglesias, semejante a una colina, apenas se destaca sobre el paisaje. En él descansan las flechas puntiagudas, con los kokoschnicks56 para ocultar y anular la tendencia vertical. Ni se encumbran como las torres góticas, ni cubren el conjunto como las cúpulas de las mezquitas. Más bien diríase que «descansan», acentuando así la horizontalidad del edificio, que quiere ser visto exclusivamente desde fuera. En 1670 el Sínodo prohibió los tejados de pabellón y prescribió el uso de la cúpula bulbiforme ortodoxa; pero entonces las pesadas cúpulas fueron colocadas sobre finos cilindros que «descansan» en el plano del tejado y que pueden ser tan numerosos como se quiera57. Esto no es todavía un estilo, pero sí la promesa de un estilo, que despertará a la vida cuando nazca la religión propiamente rusa.
En el Occidente fáustico surgió el estilo poco antes del año 1000. El románico se formó de golpe. En lugar de la planta insegura y la distribución confusa del interior, aparece súbitamente un severo dinamismo del espacio. Desde un principio, el exterior y el interior del edificio mantienen una relación fija; de manera que las paredes se impregnan de significación como en ninguna otra cultura. Desde un principio queda precisado el sentido de las ventanas y de las torres. La forma está ya irrevocablemente dada, solo falta la evolución.
El estilo egipcio comienza con un acto creador de igual inconsciencia y gravedad simbólica. El símbolo primario del camino aparece súbitamente al comenzar la IV dinastía, 2930 a. C. En el alma egipcia, la experiencia íntima de la profundidad, que da forma al mundo, recibe su contenido del factor mismo de la dirección. La profundidad del espacio, como tiempo solidificado, la lejanía, la muerte, el sino, dominan toda la expresión. Las dimensiones de la longitud y la altitud, elementos de la sensación, se convierten en superficie, concomitante, que estrecha y prescribe la senda del sino. También súbitamente aparece, al principio de la V dinastía58, el bajorrelieve egipcio, que está hecho para ser visto de cerca y que, por su ordenación en serie, obliga al espectador a pasar por delante de los muros siguiendo la dirección prescrita. Luego vienen las calles de esfinges y estatuas, los templos de rocas y terrazas, que acentúan continuamente la única lejanía conocida por el mundo egipcio: la lejanía de la tumba, la muerte. Y es de notar que desde los primeros tiempos las columnatas están dispuestas de manera que, por el diámetro y la distancia de sus enormes bloques, oculten toda perspectiva lateral. Este es un fenómeno que no se repite en ninguna otra arquitectura.
La grandeza de este estilo nos parece a nosotros rígida e invariable, y en efecto, el arte egipcio se halla situado más allá de la pasión que busca, que teme, y que da así a cada elemento subordinado una incesante movilidad personal en el curso de los siglos. Pero seguramente el estilo fáustico —que forma también una unidad desde el románico primitivo hasta el rococó y el Imperio—, con su inquietud, con su continuo buscar otra cosa, le hubiera parecido al egipcio mucho más uniforme de lo que nos figuramos. No olvidemos que, según nuestro concepto del estilo, el románico, el gótico, el Renacimiento, el barroco, el rococó, constituyen estadios de uno y el mismo estilo. Nosotros, naturalmente, advertimos, sobre todo, lo que cambia; pero los ojos de otros hombres de distinto tipo advertirán lo que permanece idéntico. Existen innumerables reconstrucciones de obras románicas en estilo barroco y de obras góticas en estilo rococó, y no nos chocan por nada. El Renacimiento nórdico tiene una profunda unidad interior, e igualmente la tiene el arte campesino, donde el gótico y el barroco se han identificado por completo. En las calles de las viejas ciudades podemos ver fachadas y tejados que combinan y armonizan todas las variantes del estilo occidental. En muchos casos resulta imposible distinguir el románico del gótico, el Renacimiento del barroco, el barroco del rococó. Todo esto demuestra que «el aire de familia» entre las varias fases de un mismo estilo es mucho mayor de lo que creen los individuos de las culturas respectivas.
El estilo egipcio es puramente arquitectónico hasta la total extinción del alma egipcia. Es el único al que le falta, junto a la arquitectura, una ornamentación decorativa. No admite digresión hacia las artes de entretenimiento, ni tablas pintadas, ni bustos, ni música profana. En la Antigüedad, cuando se llega al jónico, el centro de gravedad de la creación artística pasa de la arquitectura a una escultura independiente. En Occidente, cuando se llega al barroco, el predominio artístico lo adquiere la música, cuyo idioma de formas invade toda la arquitectura del siglo XVIII. En la cultura árabe, el arabesco, desde Justiniano y el rey persa Cosroes Anuschirvan deshace todas las formas de la arquitectura, de la pintura, de la plástica, para convertirlas en impresiones de un estilo que hoy podríamos llamar «arte industrial». En cambio, en Egipto el predominio de la arquitectura no sufre menoscabo alguno. Lo único que hace el arte arquitectónico es dulcificar su lenguaje. En las salas de los templos-pirámides de la IV dinastía (pirámide de Kefrén), los pilares, de agudas aristas, carecen de toda decoración. En los edificios de la V dinastía (pirámide de Sahuré) aparece ya la columna de formas vegetales. Sobre el suelo de alabastro translúcido, que representa el agua, crecen gigantescos haces de lotos y papiros de piedra, rodeados de paredes purpúreas. El techo está decorado con pájaros y estrellas. El camino sagrado, imagen de la vida, que va desde la puerta hasta la cámara mortuoria, es un río, es el Nilo mismo, que se identifica con el símbolo primario de la dirección. El espíritu del paisaje materno se une con el alma engendrada por él. En China, en lugar del poderoso pilono, que con su estrecha puerta parece amenazar al que se acerca, aparece «la tapia de los espíritus» (yin-pi) que oculta la entrada. El chino se desliza en la vida, y sigue luego, con paso leve, el tao de la senda. El valle del Nilo, comparado con las llanuras onduladas de Hoang-ho, es lo mismo que el camino del templo, entre bloques de piedra, comparado con las veredas serpenteantes de los jardines chinos. De igual manera, la existencia euclidiana de la cultura antigua se halla en una misteriosa relación con las innumerables islas y promontorios del mar Egeo, como también la pasión del alma occidental, bogando siempre en el infinito, con las amplias llanuras de Franconia, Borgoña y Sajonia.
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El estilo egipcio es la expresión de un alma valiente. Su rigor y su gravedad no fueron nunca sentidos ni acentuados por los egipcios mismos. El egipcio lo osaba todo, pero sin decirlo. En cambio, en el gótico y en el barroco el motivo consciente del lenguaje de formas es siempre la superación del peso. El drama de Shakespeare habla de las luchas desesperadas que la voluntad riñe con el mundo. El hombre antiguo era débil, frente a las «potencias». Según Aristóteles, el efecto que la tragedia ática se proponía producir era la catarsis de terror y compasión, el aliento del alma apolínea en el momento de la peripecia. Cuando el griego tenía ante los ojos el espectáculo de un personaje, a quien él conocía —pues todos conocían el mito y sus héroes, y todos vivían en él—, pisoteado absurdamente por el destino, sin que fuera imaginable una resistencia a las potencias, y, sin embargo, pereciendo heroico, retador, en magnífica actitud, verificábase en su alma apolínea una maravillosa elevación. Si la vida carecía de valor, en cambio, el grandioso ademán con que el héroe la pierde encerraba un valor supremo. El griego no quería, no osaba hacer; pero sentía una fascinadora belleza en el padecer. La figura del paciente Ulises y, en mucho más alto grado aún, el modelo del hombre griego, Aquiles, dan testimonio de ello. La moral de los cínicos, de los estoicos, de Epicuro; el ideal helénico de la sofrosine y ataraxia; Diógenes en su tinaja rindiendo homenaje a la θεωρἰα59, todo esto es pereza disfrazada, aversión a lo difícil, a las responsabilidades. ¡Cuán distinto el orgullo del alma egipcia! El hombre apolíneo, en realidad, vuelve la espalda a la vida hasta llegar al suicidio, que solo en esta cultura —si por otra parte prescindimos del ideal indio, próximo pariente del antiguo— adquiere el valor de una acción altamente moral que se verificaba con la solemnidad de un símbolo sagrado. La embriaguez dionisiaca no deja de ser bastante sospechosa; acaso fuera destinada a ahogar con sus gritos la voz de algo que en el alma egipcia no resonó jamás. Por eso esta cultura es la cultura de lo pequeño, de lo leve, de lo sencillo. Su técnica es, comparada con la egipcia y babilónica, una ingeniosa nada60. Su ornamento es escaso de invención como ningún otro. Los distintos tipos de situaciones y actitudes que nos ofrece su plástica pueden contarse con los dedos. El estilo dórico es notablemente pobre de formas, aunque al principio de su evolución debió de serlo algo menos que después. Por eso todo en él se reduce a proporciones y masa61. Y aun en esto, ¡qué habilidad para soslayar! La arquitectura griega, con su exacto equilibrio entre peso y soporte, con su característica pequeñez de proporciones, produce la impresión de que continuamente está rehuyendo los difíciles problemas arquitectónicos que en el Nilo y, más tarde, en el norte de Europa se buscaban, en cambio, con una especie de oscuro sentido del deber y que el período miceniano conoció y afrontó seguramente. El egipcio amaba la dura piedra de los enormes edificios; la severidad de su conciencia le hacía buscar siempre los problemas más difíciles. El griego eludía las dificultades. La arquitectura se propuso al principio problemas pequeños, y luego no avanzó más. Si la comparamos con el conjunto de la arquitectura egipcia, mexicana, o incluso occidental, es de admirar la insignificancia de su evolución estilística. Unas pocas variantes del templo dórico bastan para agotarla, y la invención del capitel corintio, hacia 400 a. C., señala el momento de su término. Todo lo que viene después es combinación de los elementos que ya existían.
Así se constituyeron ciertos tipos de formas y de estilos que eran fijos y casi corpóreos. Podía elegirse entre ellos, pero no era lícito rebasar sus límites estrictos. Hacerlo hubiera sido, en cierto modo, reconocer un espacio infinito de posibilidades. Había tres órdenes de columnas, y para cada uno una determinada estructura del arquitrabe. La sucesión de triglifos y metopas daba lugar a un conflicto en las esquinas, conflicto que ya estudió Vitruvio. Para remediarlo se achicaron los últimos intercolumnios; pero a nadie se le ocurrió inventar nuevas formas con objeto de vencer esta dificultad. Si se quería aumentar las proporciones, se aumentaba simplemente el número de los elementos, poniéndolos unos junto a otros, o unos sobre otros, o unos detrás de otros. El Coliseo consta de tres anillos; el Didímeo de Mileto tiene tres columnatas en el frontispicio; el friso de los gigantes, de Pérgamo una serie indefinida de motivos sin transición de uno a otro. Y lo mismo sucede en los géneros de la prosa y en los tipos de la poesía lírica, de la narración y de la tragedia. Se reduce al mínimo el esfuerzo necesario para disponer la forma fundamental; y la fuerza creadora del artista se aplica casi exclusivamente a las finezas del detalle. Es esta una pura estática de los géneros, que constituye la más radical oposición a la dinámica del alma fáustica, que engendra de continuo nuevos tipos y nuevas formas.
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Ahora ya es posible abarcar con la mirada el organismo de los grandes estilos que se desenvuelven en la historia. El primero que percibió este aspecto fue también Goethe. Dice en su Winckelmann, hablando de Veleyo Patérculo: «Desde su punto de vista, no le era dado considerar el arte como un ser vivo (ζῶον) que por necesidad ha de tener un origen imperceptible, un lento crecimiento, un momento brillante de plenitud, una decadencia gradual, como cualquier otro ser orgánico, aunque esta evolución está representada aquí por diferentes individuos». Estas palabras contienen ya toda la morfología de la historia del arte. Los estilos no se suceden unos a otros como las olas del mar o las pulsaciones de las arterias. No tienen nada que ver con la personalidad de los artistas, su voluntad y su conciencia. Por el contrario, el estilo es el que crea el tipo del artista. El estilo es, como la cultura, un protofenómeno, en el sentido de Goethe, ya sea el estilo de las artes, de las religiones, de los pensamientos o el estilo de la vida misma. Así como la «naturaleza» es una experiencia íntima del hombre vigilante, su álter ego y reflejo en el mundo que le rodea, así también el estilo. Por eso en el conjunto histórico de una cultura no puede haber más que un estilo, el estilo propio de esa cultura. Ha sido un error el considerar como estilos diferentes las simples fases de un mismo estilo —el románico, el gótico, el barroco, el rococó, el Imperio— y equipararlas a unidades de muy distinto valor, como el estilo egipcio, el chino o incluso un estilo «prehistórico». El gótico y el barroco son la juventud y la vejez de un mismo plantel de formas. Aquel es el estilo occidental cuando empieza a madurar; este, cuando ya está maduro. A la historia del arte le ha faltado en este punto la distancia, la independencia y la buena voluntad para la abstracción. La historia del arte ha salido cómodamente del paso dando el nombre de «estilo» a todos los grupos de formas, sin distinción, que tienen un acento común, y ordenándolos luego en serie. No es necesario decir que el esquema Edad Antigua-Edad Media-Edad Moderna ha contribuido un poco a oscurecer el problema. En realidad, una obra maestra del puro Renacimiento, como el patio del Palacio Farnesio, está infinitamente más cerca del porche de San Patroclo, en Soest, del interior de la catedral de Magdeburgo y de las cajas de escalera de los castillos alemanes del siglo XVIII que del templo de Pesto o del Erecteón. Y la misma relación hay entre el dórico y el jónico. Por eso la columna jónica, unida a las formas arquitectónicas del dórico, produce un conjunto tan perfecto como el gótico posterior unido al barroco primitivo (San Lorenzo, de Nuremberg) o el románico posterior unido al barroco posterior (la bellísima parte alta del lado oeste del coro de Maguncia). Por eso nuestros ojos no han aprendido todavía a distinguir perfectamente, en el estilo egipcio, los elementos del Antiguo Imperio que «corresponden» a la época juvenil, al período «dórico-gótico», y los elementos del Imperio Medio que «corresponden» a la época senil, al período «jónico-barroco». En efecto, desde la XII dinastía ambos grupos de elementos se funden, con perfecta armonía, en el lenguaje de formas de todas las grandes obras.
A la historia del arte le incumbe el problema de escribir las biografías comparativas de los grandes estilos. Todos los estilos, como que son organismos de la misma especie, tienen una vida de estructura similar.
Al principio aparece la expresión tímida, humilde, pura, de un alma que acaba de despertar a la vida, de un alma que todavía busca una relación fija con el mundo, pues el mundo, aunque creación del alma, es todavía para ella algo extraño. En los edificios del obispo Bernward, de Hildesheim, en las pinturas cristianas de las catacumbas, en las salas de pilastras de la IV dinastía, se nota aún cierto terror infantil. Sobre el paisaje se cierne un aura precursora de la primavera artística, un hondo vislumbre de ricas formas futuras, una poderosa tensión contenida. La tierra, dedicada todavía por completo a la agricultura, empieza a adornarse con los primeros castillos y pequeñas ciudades. Luego viene la jubilosa ascensión al gótico primitivo, al arte constantiniano, con sus basílicas de columnas y sus iglesias cupulares, al templo de la V dinastía, con su decoración de relieves. Ahora ya tienen los hombres una concepción de la realidad. Se extiende por doquier el brillo de un lenguaje de formas sagrado, perfectamente dominado; el estilo llega a la madurez de un simbolismo mayestático, que es la expresión íntegra de la dirección en la profundidad y del sino. Pero la embriaguez juvenil toca a su término. Del alma misma brota la contradicción. El Renacimiento; la hostilidad dionisiacomusical contra la plástica apolínea; el estilo de Bizancio, en 450, que busca sus modelos en Alejandría y se opone al arte alegre e indolente de Antioquía, todos estos movimientos significan un instante de sublevación, el deseo —logrado o no— de destruir todo lo que se había conseguido crear. Pero dejemos para otro lugar la dificilísima interpretación de estos aspectos.
Empieza ahora a manifestarse la edad viril en la historia del estilo. La cultura se ha convertido en el espíritu de las grandes ciudades que ya dominan el paisaje. La cultura perespiritualiza también el estilo. El simbolismo sublime palidece. La impetuosidad de las formas sobrehumanas llega a su término. Otras artes más suaves y mundanas sustituyen al gran arte de la piedra; aun en Egipto la plástica y el fresco se atreven a moverse con alguna mayor ligereza. Aparece el artista, que ahora «bosqueja» lo que hasta entonces había brotado del suelo mismo. Por segunda vez, la existencia, que ha logrado adquirir conciencia de sí misma y desprenderse de los elementos rurales, de los ensueños místicos, se torna problemática, y lucha por hallar la expresión de su nuevo destino. Es esta la época del barroco incipiente, en que Miguel Ángel, lleno de salvaje descontento y luchando por vencer los obstáculos de su arte, levanta al cielo la cúpula de San Pedro. Es la época de Justiniano I, en que, desde 520, se construyen Santa Sofía y las basílicas de Rávena, con su decoración de mosaicos. Es la época de la XII dinastía egipcia, cuyo florecimiento compendiaron los griegos en el nombre de Sesostris. Es la época del año 600, en Grecia, en donde Esquilo, mucho más tarde, nos indica lo que, en esa época decisiva, una arquitectura griega hubiera podido y debido expresar.
Llega luego el luminoso otoño del estilo. Por segunda vez, el estilo revela la dicha de un alma, consciente de su última perfección. El «retorno a la naturaleza», que los pensadores y los poetas, Rousseau, Gorgias y los «correspondientes» de las demás culturas sienten y anuncian como inminente necesidad, se manifiesta, en el mundo de las formas artísticas, como un anhelo sensitivo y un vislumbre del final. Es esta una época de espiritualidad clara, de urbanidad sonriente, no sin la melancolía de una despedida. De estos últimos decenios de la cultura, tan llenos de color, dijo más tarde Talleyrand: «Qui n’a pas vécu avant 1789, ne connait pas la douceur de vivre». (Quien no haya vivido antes de 1789, no conoce la dulzura de vivir.) Así es el arte libre, soleado, refinado de Sesostris III (hacia 1850). Así son esos breves momentos colmados de ventura, que vieron, bajo Pericles, alzarse la magnificencia abigarrada de la Acrópolis y las obras de Fidias y Zeuxis. Un milenio después volvemos a encontrar momentos semejantes en la época de los omeyas, en aquel mundo alegre y fabuloso de los monumentos moros, con sus frágiles columnas y sus arcos de herradura, que entre los fulgores de arabescos y estalactitas parecen deshacerse en el aire. Y otra vez resurgen esos instantes felices, mil años después, en la música de Haydn y de Mozart, en los grupos pastoriles de las porcelanas de Meissner, en los cuadros de Watteau y de Guardi, en las obras de los arquitectos alemanes de Dresde, de Potsdam, de Wurzburgo y de Viena.
Y por último, se extingue el estilo. Al lenguaje de formas que hablan el Erecteón y el torreón de Dresde, lenguaje hasta tal punto espiritualizado y frágil, que casi llega a convertirse en la negación de sí mismo, sigue un clasicismo senil, sin brillo, tanto en las grandes ciudades de la época helenística, como en Bizancio, hacia 900, y como en el imperio napoleónico. El arte muere en un crepúsculo de formas vacuas, heredadas, reanimadas por breves instantes merced a interpretaciones arcaicas o a combinaciones eclécticas. La seriedad y la autenticidad de los artistas resulta entonces bastante problemática. En esta situación nos hallamos hoy. Nuestro arte actual es un largo juego de formas muertas en las que querríamos mantener la ilusión de un arte vivo.
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Solo cuando hayamos comprendido cuán falsa y engañosa es esa «máscara de Antigüedad», bajo la cual se oculta el Oriente joven, durante la época imperial —máscara formada por un sinnúmero de actividades artísticas que estaban hacía ya tiempo interiormente muertas, pero que seguían propagándose en repeticiones arcaizantes o en caprichosas mezclas de motivos propios y ajenos—; solo cuando hayamos reconocido en el arte cristiano primitivo y en todas las formas realmente vivas de las postrimerías romanas la primera edad del estilo árabe; solo cuando hayamos encontrado en la época de Justiniano I el correlato exacto del barroco hispanoveneciano, tal como dominó en Europa bajo los grandes Habsburgo Carlos V y Felipe II; solo cuando hayamos descubierto en los palacios de Bizancio, con sus formidables cuadros de batallas y sus escenas de pomposa ostentación —cuya magnificencia pretérita celebran, en versos y discursos ampulosos, literatos cortesanos como Procopio de Cesarea—, el correlato de los palacios barrocos primitivos de Madrid, Venecia y Roma, y de los gigantescos cuadros decorativos de Rubens y Tintoretto, solo entonces adquirirá forma el fenómeno del arte árabe, que nunca hasta ahora ha sido concebido como unidad y que llena todo el siglo I de nuestra era. Mas como se halla situado en un lugar decisivo, dentro del cuadro de la historia general de arte, por eso el error, hasta ahora dominante, ha impedido el conocimiento de las conexiones orgánicas62.
¡Qué admirable y —para quien haya aprendido aquí a ver cosas desconocidas— qué conmovedor espectáculo el de esa alma joven que, presa en las cadenas de la civilización antigua y dominada, sobre todo, por las impresiones de la omnipotencia política romana, no se atreve a levantar la frente y se somete humildemente a viejas y extrañas formas, intentando acomodarse al idioma griego, a las ideas griegas, a los motivos artísticos de Grecia! La fervorosa adhesión a las potencias del nuevo sol naciente, que caracteriza la juventud de toda cultura; la humildad del hombre gótico bajo sus piadosas bóvedas, entre sus estatuas, sus pilares y sus lucientes vidrieras de colores; la alta tensión del alma egipcia en medio de su mundo de pirámides, de columnas, de relieves, de salas, todo eso se mezcla aquí con una adoración espiritual de formas ya muertas, pero que eran consideradas como eternas. Sin embargo, no fue posible acogerlas y desenvolverlas nuevamente. Sin quererlo, sin notarlo, sin el orgullo del gótico, satisfecho de sí mismo, sino más bien sintiendo y deplorando lo propio como una decadencia, desenvuélvese en la Siria de la época imperial un mundo nuevo de formas, un conjunto cerrado y completo que, bajo la máscara de costumbres arquitectónicas grecorromanas, transfunde su espíritu a la misma Roma, adonde fueron maestros sirios a edificar el Panteón y los foros imperiales. Esto revela mejor que cualquier otro ejemplo la fuerza primigenia de un alma joven que tiene aún que conquistar su propio mundo.
Como toda época primitiva, también esta intenta cifrar la expresión de su alma en una nueva ornamentación, y sobre todo en lo que constituye la cúspide de toda ornamentación: en una arquitectura religiosa. Pero de este riquísimo mundo de formas no se ha estudiado, hasta hace poco, más que la parte occidental, que ha sido considerada, por lo tanto, como la cuna y asiento de la historia del estilo mágico. Y, sin embargo, tanto en arte como en religión, en ciencia y en vida social y política, solo llegaron a Occidente las irradiaciones que pudieron atravesar los límites orientales del imperio romano63. Riegel64 y Strzygovski65 lo han visto bien. Mas para obtener un cuadro completo de la evolución del arte árabe es preciso librarse igualmente de los prejuicios filológicos y religiosos. Por desgracia, la historia del arte, aunque ya no reconoce límites religiosos, sigue inconscientemente partiendo de ellos. No existe arte antiguo decadente, ni arte cristiano primitivo, ni arte islamita, en el sentido de que la comunidad de los fieles haya formado en su seno un estilo propio. Más bien podríamos decir que el conjunto de todas esas religiones, desde Armenia hasta Arabia del sur y Axum, y desde Persia hasta Bizancio y Alejandría, manifiesta una notable unidad en la expresión artística, a pesar de las diferencias de detalle66. Todas esas religiones, la cristiana, la judía, la persa, la maniquea, la sincretística67, poseían edificios para el culto y, por lo menos, un ornamento de primer orden: la escritura. Por muy diferentes que sean sus doctrinas, en los pormenores, sin embargo, una religiosidad muy semejante las anima a todas y encuentra su expresión en una experiencia íntima de la profundidad, también muy semejante, con el simbolismo del espacio que de aquí se deriva. Las basílicas de los cristianos, de los judíos helenísticos y de los sectarios de Baal, los santuarios de Mitra, los templos mazdeístas del fuego y las mezquitas, revelan todos un mismo espíritu, que podríamos llamar «el sentimiento de la cueva».
La investigación histórica debe estudiar seriamente la arquitectura de los templos de Arabia meridional y de Persia, de las sinagogas sirias y mesopotámicas, de los santuarios del Asia Menor oriental e incluso de Abisinia68. Hasta hoy, esta arquitectura ha sido totalmente descuidada. El estudio de las iglesias cristianas no debe limitarse a las del Occidente pauliquiano; debe abarcar también las del Oriente nestoriano, desde el Éufrates hasta China, en donde las viejas relaciones las llamaban muy significativamente «templos pérsicos». La causa de que todos esos edificios permanezcan hoy casi enteramente desconocidos, puede muy bien consistir en el hecho de que, al penetrar primero el cristianismo y luego el Islam en aquellas comarcas, los viejos santuarios fueron afectos a las nuevas religiones, sin que la disposición y el estilo de las construcciones apareciesen en contradicción con el nuevo culto. Tratándose de templos «antiguos», estos cambios se reconocen muy bien. Pero ¿cuántas iglesias armenias no habrán sido antes templos del Fuego?
El centro artístico de esta cultura se halla, como Strzygovski ha visto bien, en el triángulo formado por las ciudades de Edesa, Nisibis y Amida. Desde aquí hacia el oeste predomina la seudomorfosis69 de la «Antigüedad decadente», esto es, el cristianismo pauliquiano, vencedor en los concilios de Éfeso y Calcedonia70 y establecido en Roma y Bizancio, el judaísmo occidental y el culto del sincretismo. El tipo arquitectónico de la pseudomorfosis es la basílica, incluso para los judíos paganos71. La basílica emplea los recursos arquitectónicos de la Antigüedad; no puede sustraerse a ellos; pero le sirven para expresar lo justamente contrario. Esta es la esencia —y también la tragedia— de la seudomorfosis. Cuanto más avanza el sincretismo «antiguo» en su tendencia a separarse del localismo euclidiano, del culto adherido a un lugar fijo, para convertirse en una comunidad de fieles, que profesa72 el culto, sin necesidad de que este se verifique en un lugar determinado, tanta mayor importancia va adquiriendo el interior del templo, a expensas de la parte exterior, sin que haga falta cambiar notablemente la planta del edificio, el orden de las columnas ni el tejado. El sentimiento del espacio se transforma; pero, por de pronto, los medios expresivos siguen siendo los mismos. En la arquitectura religiosa pagana de la época imperial se verifica una evolución bien perceptible, aunque hoy todavía desatendida, que partiendo de la época de Augusto, esto es, del templo como bloque, cuya cela tiene el sentido arquitectónico de la nada, llega a un tipo de templo en el cual solo el interior posee significación. Finalmente, el aspecto exterior del períptero dórico se traslada a los cuatro muros interiores. La columnata, delante del muro, sin ventanas, anula el espacio que queda detrás; pero lo anula allá para el espectador que está fuera, y acá para los fieles que están dentro. Ante esto resulta de escasa importancia el hecho de que el espacio esté cubierto en su totalidad, como sucede en la basílica propiamente dicha, o solo en la parte del sanctasanctórum, como sucede en el templo del Sol, de Baalbek, con su grandioso patio delantero73, que más tarde habrá de constituir un elemento esencial de la mezquita y que quizá tenga su origen en la Arabia meridional74. La nave central de la basílica tiene el sentido del patio primitivo con sus pórticos, como lo demuestran, no solo la evolución peculiar del tipo basilical en la estepa de la Siria oriental, sobre todo en Haurán, sino también la distribución del edificio en vestíbulo, nave y altar, siendo así que el altar, que es el templo propiamente dicho, está más alto, y unido al piso por unos escalones, y que las naves laterales, que representan los primitivos pórticos del patio, terminan en un muro, y únicamente la nave central remata en el ábside. En San Pablo, de Roma, se ve claramente este sentido primitivo de la estructura basilical, y, sin embargo, la seudomorfosis —la inversión del templo «antiguo»— es la que ha determinado la elección de los recursos expresivos: columna y arquitrabe. La reconstrucción cristiana del templo de Afrodisia, en Caria, es verdaderamente simbólica en este sentido; en efecto, se suprimió la cela dentro de la columnata, pero, en cambio, por fuera se levantó un nuevo muro75.
Pero en las comarcas no sometidas al influjo de la seudomorfosis el sentimiento de la cueva pudo desenvolver libremente su propio lenguaje de formas. Aquí se acentúa, pues, la cubierta del edificio, mientras que en la región occidental la protesta contra el sentimiento «antiguo» se limita a subrayar el valor del «interior». ¿Cuándo y dónde tuvo lugar la invención técnica de las diferentes posibilidades: bóveda, cúpula, plintos redondos, bóvedas por arista? Ya hemos dicho que esto no tiene importancia. Lo decisivo es que, hacia la época del nacimiento de Jesucristo, al tomar vuelo el nuevo sentimiento cósmico, debe de haber comenzado el nuevo simbolismo del espacio a emplear esas formas y a desarrollarlas en el sentido de la expresión. Quizá puede demostrarse que los templos del Fuego y las sinagogas de Mesopotamia fueron cupulares, y acaso también los templos de Atar, en Arabia meridional76.Seguramente lo fue el templo pagano de Marnión, en Gaza. Mucho antes de que, en el reinado de Constantino, el cristianismo pauliniano se hubiese apoderado de esas formas, hubo ya arquitectos de origen oriental que las propagaron por todas las regiones del imperio, en donde producían un encanto singular para el gusto de las grandes ciudades. Apolodoro de Damasco, en tiempos de Trajano, las empleó en el abovedado del templo de Venus y Roma. Sirios fueron los arquitectos que edificaron las cúpulas de las termas de Caracalla y la Minerva médica, construida en el reinado de Galieno. Pero la obra maestra, la más antigua mezquita del mundo, es la reconstrucción del panteón por Adriano, quien seguramente, siguiendo su gusto personal, quiso imitar los santuarios que había visto en Oriente77.
La cúpula central, en la cual el sentimiento cósmico del alma mágica alcanza su más pura expresión, se desarrolló más allá de las fronteras romanas. Fue la única forma que, desde Armenia hasta China, propagaron los nestorianos, y con estos los maniqueos y los mazdeístas. Pero con la caída de la seudomorfosis y la desaparición de los últimos cultos sincretísticos, la cúpula penetró también en la basílica occidental. En el mediodía francés, en donde aún había sectas maniqueas en la época de las Cruzadas, la forma oriental vivió una vida próspera. Bajo Justiniano se llevó a cabo en Bizancio y Rávena la fusión de ambas en el tipo de la basílica cupular. La basílica pura quedó confinada en el Occidente germánico, donde más tarde la energía del impulso fáustico la transformó en catedral. La basílica cupular se extendió desde Bizancio y Armenia hasta Rusia, en donde lentamente fue de nuevo concebida en el sentido de la exterioridad, concentrándose su simbolismo en la figura del tejado. Pero en el mundo árabe fue el Islam, heredero del cristianismo monofisita y nestoriano, sucesor de los judíos y de los persas, el que llevó a su término la evolución del tipo. Cuando el Islam convirtió Santa Sofía en mezquita, no hizo otra cosa que recobrar una vieja propiedad. La cúpula islámica llegó hasta Chantung y la India, siguiendo el mismo camino que antes siguiera la mazdeísta y la nestoriana. En el Occidente lejano, en España y en Sicilia se construyeron mezquitas, más semejantes, según parece, al estilo arameo oriental y pérsico que al arameo occidental y sirio. Y mientras Venecia buscaba su inspiración en Bizancio y Rávena (San Marcos), Florencia y las ciudades italianas de la costa occidental comenzaron, desde la época floreciente de la dominación normanda de los Staufen en Palermo, a admirar y a imitar esos edificios moros. De aquí proceden bastantes motivos que el Renacimiento creyó «antiguos», como, por ejemplo, el patio con pórticos y la unión del arco con la columna.
Lo mismo que tenemos dicho de la arquitectura puede decirse, y aun en más alto grado, del decorado. El decorado, en el mundo árabe, superó muy pronto y absorbió por completo toda la plástica. El arte del arabesco ejerció luego un encanto seductor sobre la voluntad artística del Occidente joven.
El arte de la seudomorfosis, que es el arte cristiano naciente, o antiguo decadente, presenta en la ornamentación y en las figuras la misma mezcla de elementos extraños heredados y de elementos propios recién nacidos que el arte carolingio prerrománico, sobre todo en el mediodía de Francia y en el norte de Italia. En el arte seudomórfico se mezcla lo helenístico con elementos mágicos primitivos; en el arte carolingio se mezcla lo bizantino y moro con elementos fáusticos. El investigador ha de ir estudiando el sentimiento de la forma línea por línea y ornamento por ornamento, para distinguir las dos capas. En cada arquitrabe, en cada friso, en cada capitel, se descubre una secreta lucha entre los motivos viejos, intencionados, y los nuevos, involuntarios, pero vencedores. En todas partes nos desconcierta esa intersección de dos sentimientos de la forma, el helenístico decadente y el arábigo naciente: en los bustos romanos, en los cuales muchas veces solo el modo de tratar la cabellera pertenece a la nueva manera de expresarse; en las hojas de acanto, a veces de uno y el mismo friso, en donde la labor del cincel y la del taladro aparecen juntas; en los sarcófagos del siglo II, en donde una emoción infantil, a la manera de Giotto y Pisano, se entrecruza con cierto naturalismo, típico de las grandes urbes, característico de las postrimerías, que hace pensar en David, por ejemplo, o en Carstens; en los edificios, como la basílica de Majencio y algunas partes de las termas y de los foros imperiales, que revelan todavía un sentido muy típicamente «antiguo».
A pesar de todo, el alma árabe no pudo dar todas sus flores y todos sus frutos. Fue como un árbol joven al que un viejo tronco derribado en el bosque le impide crecer y robustecerse. No encontramos aquí una de esas épocas luminosas, que son como tales vividas y sentidas, una época semejante a la de las Cruzadas, cuando los tejados de madera que cubrían las iglesias se convirtieron en bóvedas por arista, realizando en su profundidad interior la idea del espacio infinito. La creación política de Diocleciano —primer califa— perdió gran parte de su belleza por el hecho de que, hallándose el imperio sobre el suelo «antiguo», no tuvo más remedio que reconocer como dada la masa toda de las costumbres administrativas romanas, lo cual redujo la obra a una simple reforma de los viejos sistemas. Y, sin embargo, en Diocleciano se manifiesta claramente la idea del Estado árabe. La fundación de Diocleciano y la del imperio sasánida, que es algo anterior y, en todos los sentidos, el modelo de aquella, nos permiten vislumbrar el ideal que hubiera debido desenvolverse entonces. Y lo mismo en todo. Hasta hoy se han admirado como últimas creaciones de la Antigüedad una porción de cosas que, en efecto, se consideraban ellas a sí mismas como productos del alma antigua: el pensamiento de Plotino y Marco Aurelio, los cultos de Isis, de Mitra, del Sol, la matemática de Diofanto y todo el arte que irradiaba en las fronteras orientales del imperio romano y del cual Antioquía y Alejandría eran solo los puntos de apoyo.
Únicamente así se explica la inaudita vehemencia con que la cultura árabe, manumitida al fin por el Islam, incluso en lo artístico, se lanzó sobre las comarcas todas que ya interiormente le pertenecían desde hacía varios siglos. Fue el gesto de un alma que siente que no tiene tiempo que perder; de un alma que advierte angustiada los primeros síntomas de la vejez antes de haber tenido juventud. No hay nada comparable con esta liberación de la humanidad mágica: en 634 conquista Siria —dijérase más bien que la redime—; en 635 conquista Damasco; en 637, Ctesifon; en 641 llega a Egipto y a la India; en 647, a Cartago; en 676, a Samarcanda; en 710, a España, y en 732 los árabes están sobre París. En la premura de esos pocos años se condensa toda la masa de pasiones comprimidas, de esperanzas aplazadas, de hazañas diferidas con que otras culturas, en lenta ascensión, hubieran llenado varios siglos de historia. Los cruzados ante Jerusalén, los Hohenstaufen en Sicilia, la Hansa en el mar Báltico, los caballeros de la Orden en el este eslavo, los españoles en América, los portugueses en la India oriental, el imperio de Carlos V, en el que no se ponía el sol, los comienzos de la potencia colonial inglesa, bajo Cromwell, todo esto se resume y compendia en un disparo único, que lanza a los árabes hasta España, Francia, India y Turquestán.
Es cierto: todas las culturas, con excepción de la egipcia, de la mexicana y de la china, han crecido bajo la tutela de las impresiones que recibieron de otras culturas más viejas; en todos estos mundos de formas se descubren siempre rasgos que pertenecen a otras culturas. El alma fáustica del gótico, inclinada por el origen árabe del cristianismo a venerar el arte mágico, utilizó el rico tesoro del arte árabe posterior. Hay un gótico netamente meridional, y hasta me atrevería a decir un gótico árabe, cuyos arabescos cubren las fachadas de las catedrales borgoñonas y provenzales y envuelven en magia de piedra toda la expresión exterior de la catedral de Estrasburgo. Ese gótico árabe aparece por doquiera en las estatuas y las portadas, los tejidos, las tallas y las labores de metal, en las figuras mismas, tan retorcidas, del pensamiento escolástico, y en uno de los más altos símbolos occidentales, la leyenda del santo Grial78, sosteniendo una callada lucha con el primitivo sentimiento nórdico de un gótico viquingo, que domina en el interior de la catedral de Magdeburgo, en la torre de la de Friburgo y en la mística del maestro Eckhart. El arco gótico amenaza más de una vez con extender su línea y transformarse en el arco de herradura, característico de las construcciones morisconormandas.
El arte apolíneo de la época dórica primitiva, cuyos primeros ensayos han desaparecido casi por completo, adoptó, sin duda alguna, numerosos motivos egipcios para elevarse con ellos y por ellos a un simbolismo propio. Solo el alma mágica de la seudomorfosis no se atrevió a apropiarse los medios de la Antigüedad sin entregarse a ellos. Esto es lo que da a la fisonomía del estilo árabe esa infinita riqueza de matices significativos.
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Así, la idea del macrocosmo, que en el tema del estilo se nos presenta más simplificada y accesible, engendra una multitud de problemas cuya solución queda reservada para el futuro. Son innegablemente harto pobres los ensayos hechos hasta hoy para concebir el mundo de las formas artísticas en un sentido fisiognómico y simbólico, como vías por donde penetrar en el alma de culturas enteras. No se conoce apenas la psicología de las formas metafísicas que sirven de base a todas las grandes arquitecturas. No tenemos idea de las conclusiones que pueden obtenerse estudiando los cambios de significación que sufren las formas de la extensión pura al pasar de una cultura a otra. Nadie ha escrito todavía la historia de la columna. No hay idea de lo profundo que es el simbolismo de los medios, de los instrumentos artísticos.
Consideremos los mosaicos. En la época griega se componían de pedacitos de mármol opaco, verdaderos cuerpos euclidianos, y servían de adorno para el suelo, como vemos en la famosa batalla de Alejandro, conservada en Nápoles. Pero al despertar el alma árabe empezaron a hacerse de cristalitos sobre fondo de esmalte dorado, y se colocaron cubriendo las paredes y los techos de las basílicas. Esta pintura de mosaico, arte arábigo primitivo, procedente de Siria, «corresponde» exactamente, por su estadio, a las vidrieras de las catedrales góticas. He aquí dos artes primitivos, ambos al servicio de la arquitectura religiosa: el uno amplifica el espacio interior de la iglesia y, por efecto de la luz que deja entrar a raudales, lo transforma en espacio cósmico; el otro cambia el interior de la basílica en una esfera mágica cuyos dorados reflejos nos arrebatan a la realidad terrenal y nos transportan a las visiones de Plotino, de Orígenes, de los maniqueos, de los gnósticos, de los padres de la Iglesia y de los poemas apocalípticos.
El suntuoso motivo que consiste en reunir el arco redondo con la columna es igualmente una creación siria o quizá árabe del siglo III, siglo «correspondiente» al alto gótico79. La significación revolucionaria de este motivo específicamente mágico —aunque considerado por todos como antiguo, y hasta por la mayoría como representante típico de la Antigüedad— no ha sido hasta ahora conocida ni remotamente. El egipcio había usado dos columnas de formas vegetales sin darles una profunda relación con el techo; más bien eran para él plantas que crecen que fuerzas que sostienen. Para el antiguo la columna monolítica representaba el símbolo más fuerte de la existencia euclidiana, toda cuerpo, toda unidad y quietud; por eso hubo de unirla al arquitrabe en exacto equilibrio de vertical y horizontal, de fuerza y peso. Pero aquí, en este motivo que el Renacimiento prefirió por considerarlo característico de la Antigüedad —¡tragicómico error!—, aunque la Antigüedad ni lo tuvo ni podía tenerlo, aquí el arco luminoso emerge de columnas delgadas, negando el principio material del peso y de la inercia. La idea que se halla aquí realizada, la idea de la liberación de todo peso terrestre, unida a la oclusión de un espacio interior, está íntimamente emparentada con la cúpula, que flota libremente sobre el suelo, pero que rodea y cubre la cueva, motivo mágico de enorme fuerza expresiva, que halló su perfección natural en el «rococó» de las mezquitas y castillos moros, con sus columnas de sobrenatural finura, que surgen muchas veces sin base, del suelo mismo, y parecen imbuidas de una misteriosa fuerza que las hace capaces de soportar ese mundo de innumerables arcos labrados, de ornamentos refulgentes, de estalactitas y bóvedas saturadas de color. Para hacer resaltar mejor toda la importancia de esta forma fundamental de la arquitectura árabe, podemos decir que el leitmotiv de la arquitectura apolínea es la unión de la columna con el arquitrabe; el de la arquitectura mágica, la unión de la columna con el arco, y el de la arquitectura fáustica, la unión del pilar con la ojiva.
Tomemos otro ejemplo: la historia del acanto como motivo artístico80. En la forma en que aparece, por ejemplo, en el monumento a Lisícrates, es el acanto uno de los motivos más característicos de la ornamentación antigua. Tiene cuerpo. Es una cosa particular, aislada. Puede abarcarse su estructura toda de un solo golpe de vista. Pero ya en el arte de los foros imperiales —el de Nerva, el de Trajano—, en el templo de Marte Ultor, aparece más pesado y más rico. Su distribución orgánica es tan complicada, que, por lo general, requiere un detenido examen. Ahora se manifiesta la tendencia a llenar las superficies. En el arte bizantino —de cuyos «rasgos sarracenos latentes» habla ya Riegel, aunque sin ver la conexión que aquí se descubre— el acanto se descompone en una hojarasca infinita que, como sucede en Santa Sofía, recubre por modo enteramente inorgánico grandes superficies. Al motivo antiguo vienen a sumarse otros arameos primitivos, como el pámpano y la palma, que ya desempeñaban un papel importante en la ornamentación judaica. A estos se añaden luego otros, como los trenzados que se ven en los pisos de mosaico y en los bordes de los sarcófagos de la época romana posterior, y otros varios motivos geométricos. Por último, en el mundo persa y en las costas de Asia Menor va aumentando la movilidad y creciendo la confusión del conjunto, hasta dar nacimiento al arabesco que, siendo eminentemente antiplástico y enemigo por igual del cuadro y del cuerpo sólido, representa el motivo propiamente mágico. El arabesco es incorpóreo y descorporaliza el objeto que cubre con su infinita riqueza. Obra maestra de este tipo, trozo de arquitectura por completo subordinado a la ornamentación, es la fachada del castillo de M’schatta —hoy en Berlín— edificado en el desierto por los gasánidas. El arte industrial de estilo bizantino islamita, que se extendió por todo el Occidente y dominó por completo el imperio carolingio, arte que hasta ahora se ha llamado lombardo, franco, celta o nórdico primitivo, era en su mayor parte obra de artistas orientales o consistía en modelos —tejidos, metales, armas— importados de Oriente81. Rávena, Luca, Venecia, Granada, fueron los focos de esa forma estética que entonces representaba la más alta civilización y que predominaba en Italia, hacia el año 1000, cuando ya en el norte estaban descubiertas y afianzadas las formas de una cultura nueva.
Por último, consideremos cómo ha variado la concepción del cuerpo humano. Con la victoria del sentimiento árabe sufre también ella una completa transformación. Casi en todas las cabezas romanas de la Colección Vaticana, que fueron hechas entre los años 100 y 250, se percibe la oposición entre el sentimiento apolíneo y el sentimiento mágico, entre la tendencia a fundar la expresión en la distribución de los músculos y la tendencia a fundarla en la «mirada». Se trabaja —en la misma Roma, desde Adriano— mucho con el taladro, instrumento que contradice por completo el sentimiento euclidiano en lo que se refiere a la piedra. La labor del cincel, acentuando las superficies límites, afirma lo corpóreo, lo material del mármol. El taladro, en cambio, lo niega, rompiendo las superficies y produciendo efectos de claroscuro. Como consecuencia de esto, el sentido del desnudo se extingue, no solo en los artistas cristianos, sino también en los «paganos». Basta considerar las estatuas de Antínoo, tan vacuas y pobres, a pesar de que hay en ellas la firme voluntad de ser antiguas. Solo la cabeza es notable, desde el punto de vista fisiognómico, cosa que nunca sucede en la plástica ateniense. Los paños adquieren un sentido nuevo, que domina en absoluto la apariencia de la estatua. Buen ejemplo son las estatuas consulares del Museo Capitolino82. Las pupilas taladradas, mirando a la lejanía, han arrebatado la expresión al cuerpo, para trasladarla a aquel principio mágico «neumático» que el neoplatonismo y los acuerdos de los concilios cristianos, como también la religión de Mitra y el mazdeísmo, ponen en el hombre. Hacia el año 300, el pagano Jámblico, que bien podría calificarse de «padre de la Iglesia pagana», escribió su libro sobre las estatuas de los dioses83, sosteniendo que en las estatuas está substancialmente presente lo divino, que actúa sobre el espectador. Contra esta idea de las imágenes, idea que pertenece netamente a la seudomorfosis, se alzaron desde el oriente y el sur hasta el occidente los iconoclastas, cuyas tesis suponen una concepción de la creación artística, que apenas es accesible a nuestra inteligencia.