II

BUDISMO, ESTOICISMO, SOCIALISMO

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Ahora ya podemos comprender el fenómeno de la moral53 como una interpretación espiritual de la vida por sí misma. Desde la altitud a que hemos llegado podemos libremente contemplar esta provincia, la más amplia, la más escabrosa de la reflexión humana. Pero justamente aquí es donde más falta hace cierta especie de objetividad que hasta hoy nadie ha sabido seriamente practicar. Sea la moral, en primer término, lo que fuere, es ilícito convertir su análisis en una parte de la moral misma. Para nuestro problema no es lo importante estatuir lo que debemos hacer, perseguir y valorar, sino comprender que esta posición del problema es ya por sí el síntoma de un sentimiento cósmico exclusivamente occidental.

Todos los occidentales, sin excepción, se hallan en esto bajo la influencia de una inmensa ilusión óptica. Todos exigen algo a los demás. Todos pronuncian un imperativo —«tú debes»— en la convicción de que realmente hay algo que puede y debe ser cambiado en sentido uniforme, algo que debe ser formado, ordenado de cierta manera. Inconmovible es la fe en ella y el derecho a ello. Se manda y se demanda obediencia a lo mandado. Tal es para nosotros la moral. En la ética de Occidente todo es dirección, pretensión de fuerza, actuación deliberada en la lejanía. Sobre este punto, Lutero y Nietzsche, los papas y los darwinistas, los socialistas y los jesuitas, están en perfecto acuerdo. Su moral aparece con pretensión de validez universal y perdurable. Ello pertenece a las necesidades de la realidad fáustica. El que se aparta de este pensamiento, de esta enseñanza, de esta voluntad, es un pecador, un infiel, un enemigo, a quien hay que combatir sin cuartel. El hombre debe. El Estado debe. La sociedad debe. Esta forma de la moral es para nosotros evidente y representa para nosotros el sentido propio y único de toda moral. Pero ni en la India, ni en la China, ni en el mundo antiguo ha sido así. Buda ofrecía un libre ejemplo; Epicuro daba un buen consejo. También estas son formas de morales elevadas, morales de la voluntad libre.

No hemos advertido lo típico y singular de nuestro dinamismo moral. Supongamos que el socialismo —entendido en sentido ético, no económico— sea el sentimiento cósmico que persigue la opinión propia en nombre de todos; entonces hay que decir que todos, sin excepción, somos socialistas, sepámoslo o no, querámoslo o no. Incluso el apasionado enemigo de toda «moral de rebaño», Nietzsche, es incapaz de limitar su celo a sí mismo, en el sentido «antiguo». Nietzsche piensa en «la humanidad». Ataca a quien opina de otro modo. Mas a Epicuro le era de verdad indiferente lo que opinasen e hiciesen los demás. Epicuro no pierde un solo momento en imaginar una transformación de la humanidad. Él y sus amigos se contentaban con ser como eran. El ideal de la vida antigua consistía en la falta de interés (ἀπἀθεια) por el curso del mundo. En cambio, el afán de dominar el curso del mundo es justamente lo que constituye el contenido de la vida en la humanidad fáustica. Aquí tiene su lugar el importante concepto de la ἀδιἀφορα54. También existe en la Hélade un politeísmo moral; se demuestra en la pacífica convivencia de epicúreos, cínicos, estoicos. Pero Zaratustra —aunque se precia de estar allende el bien y el mal— padece el dolor de ver a los hombres como no quisiera verlos, y siente un profundo afán, totalmente extraño al espíritu «antiguo», de emplear su vida en cambiarlos, naturalmente, en el sentido que él considera mejor. Y esto justamente, esta transvaloración universal, es monoteísmo ético y —tomando la palabra en un sentido nuevo y más profundo— socialismo. Todos los que aspiran a mejorar el mundo son socialistas. No existió ningún antiguo, pues, que aspirase a mejorar el mundo.

El imperativo moral, como forma de la moral, es fáustico y solo fáustico. ¿Qué importa que Schopenhauer haya querido ver negada la voluntad de vida y Nietzsche, en cambio, haya querido verla afirmada? Estas diferencias son superficiales; revelan un gusto personal, un temperamento. Lo esencial es que también Schopenhauer siente el mundo entero como voluntad, como movimiento, fuerza, dirección; por ello es el precursor de toda la modernidad ética. Este sentimiento fundamental constituye toda nuestra ética. Las demás son variedades de esa especie única. Lo que nosotros llamamos hazaña, acción, no solo actividad55, es un concepto completamente histórico, repleto de energía directiva. Es la confirma-ción de la existencia, la consagración de la existencia en un tipo de hombre cuyo «yo» posee la tendencia hacia lo futuro y siente el presente, no como realidad plena, sino como época en la inmensa conexión del devenir; y tanto en la vida personal como en la vida de la historia toda. La fuerza y claridad de esta conciencia determinan el rango de un hombre fáustico; pero hasta el más insignificante tiene algún destello de ella, y esa conciencia distingue sus más mínimos actos vitales, por el modo y contenido, de los actos de cualquier «antiguo». Es la diferencia entre el carácter y la actitud, entre el devenir consciente y la realidad estatuaria aceptada simplemente, entre el querer trágico y el padecer trágico.

A los ojos del hombre fáustico, en el mundo todo es movimiento hacia un fin. El hombre mismo vive bajo esa condición. Vivir significa para él luchar, superar, imponerse. La lucha por la existencia, como forma de la existencia, pertenece ya a la época gótica y claramente se expresa en su arquitectura. El siglo XIX le ha dado una forma mecanicoutilitaria. En el mundo del hombre apolíneo, en cambio, no «hay movimiento» hacia un fin —el fluir de Heráclito, que es un juego sin propósito, sin objetivo ἠ ὀδὁς ἃνω κάτω56, no entra en cuenta—, no hay «protestantismo», no hay «afanes tempestuosos», no hay «revoluciones» éticas, espirituales, artísticas, que luchen por aniquilar lo existente. El estilo jónico y el corintio aparecen junto al dórico, sin pretender eliminarlo y dominar solos. En cambio, el Renacimiento rechaza el gótico; el clasicismo rechaza el barroco, y todas las historias de Occidente están llenas de furiosas luchas sobre los problemas de la forma. El mundo mismo de los monjes —órdenes de caballería, franciscanos, dominicos— aparece en la forma del movimiento de una orden, en lo cual se opone a la forma cristiana primitiva del ascetismo anacorético.

Es imposible para el hombre fáustico negar esa forma fundamental de su existencia, y mucho menos aún cambiarla. Toda oposición a ella la supone. El que combate «el progreso» considera su actuación como un progreso. El que propaga y defiende una «reacción», entiende por ello una evolución posterior. «Inmoralismo» es una especie de moral, con la misma pretensión de prevalencia. La voluntad de potencia es intolerante. Todo lo que es fáustico aspira a predominio. Para el sentimiento apolíneo —yuxtaposición de muchas cosas singulares— la tolerancia es algo evidente; pertenece al estilo de la ἀταραξία, de la falta de voluntad. Para el mundo occidental —espacio psíquico único e ilimitado, espacio como tensión— la tolerancia es, o un engaño en sí mismo, o un signo de decadencia. La época de la Ilustración, el siglo XVIII, era tolerante, es decir, indiferente a las distinciones entre las profesiones de fe cristianas; pero por sí misma, en relación con la Iglesia y con las Iglesias, dejó de serlo tan pronto como llegó al poderío. El instinto fáustico, activo, de voluntad robusta, enderezado hacia el futuro y la lejanía, con la tendencia vertical de las catedrales góticas y esa significativa conversión del feci en ego habeo factum, exige tolerancia, esto es, espacio para su propia actuación; pero solo para esta. Considerad la cantidad de tolerancia que la democracia urbana consiente aplicar a la Iglesia en el empleo que esta hace de coacciones religiosas, mientras que para sí misma exige una ilimitada aplicación de sus propias coacciones y cuando puede acomoda a ellas la legislación «universal». Todo «movimiento» aspira a vencer; en cambio la «actitud» antigua solo quiere existir y se interesa muy poco por el ethos de los demás. Luchar en pro o en contra de las corrientes del día; propagar, establecer, desacreditar, o destruir reformas o reacciones: he aquí lo que no conocen ni los antiguos ni los indios. Y justamente es esta la diferencia que separa la tragedia de Sófocles y la tragedia de Shakespeare, la tragedia del hombre que solo quiere existir y la del hombre que quiere vencer.

Es un error poner el cristianismo en relación con el imperativo moral. No es el cristianismo el que ha creado al hombre fáustico; es este el que ha transformado el cristianismo, no solo convirtiéndolo en una religión nueva, sino orientándolo en el sentido de una nueva moral. Lo que indica el neutro «ello», se torna yo personalísimo, con todo el pathos de un centro cósmico, como el que constituye la base del sacramento de la confesión personal. La voluntad de potencia manifestándose incluso en lo ético; el afán apasionado de elevar cada uno su moral a la categoría de verdad eterna, e imponerla a los hombres todos, transformando, venciendo o destruyendo a los que se muestren disconformes, todo eso es propiedad de nuestra alma occidental. En este sentido fue transformada interiormente la moral de Jesús, en la época primera del gótico —hondo proceso que nadie ha comprendido aún—; y aquella moral, aquella conducta estaticoespiritual, recomendada como salvadora por el sentimiento mágico del mundo, aquella doctrina cuyo conocimiento era como una gracia57 especialmente concedida, se convirtió durante el gótico en una moral imperativa58.

Todo sistema ético, sea de origen religioso o filosófico, tiene, por lo tanto, su lugar en la proximidad de las artes mayores, sobre todo de la arquitectura. Es un edificio de proposiciones en que está estampada la causalidad mecánica. Toda verdad destinada a tener una aplicación práctica se enuncia con un «porque» o un «pues». Hay en ella una lógica matemática; la hay en las cuatro verdades de Buda, en la Crítica de la razón práctica, de Kant, en todo catecismo popular. Nada más extraño a esas teorías, reconocidas por verdaderas, que la lógica de la sangre, lógica no crítica, que en cada costumbre establecida y conocida conscientemente solo por las infracciones contra ella, nos habla de clases sociales y hombres reales; por ejemplo, la educación del caballero en los tiempos de las Cruzadas. Una moral sistemática es como un ornamento, y se revela, no solo en proposiciones, sino también en el estilo de la tragedia y aun en los motivos artísticos. El meandro, por ejemplo, es un motivo estoico; la columna dórica encarna realmente el ideal «antiguo» de la vida. Por eso es esta la única forma de las columnas antiguas que el estilo barroco hubo de excluir en absoluto. En el Renacimiento mismo se nota una tendencia a evitarla por motivos espirituales profundos. La conversión de la cúpula mágica en cúpula rusa, con el símbolo del tejado plano (véase pág. 299); la arquitectura del paisaje chino con sus intrincados senderos; la torre gótica de las catedrales, son otros tantos símbolos de la moral que ha surgido en la conciencia vigilante de una sola cultura.

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Y ahora encuentran su solución antiquísimos enigmas y perplejidades. Hay tantas morales como culturas, ni más ni menos. Nadie tiene en esto libre elección. Así como para todo pintor y todo músico existe algo que, por sustentarse en el fundamento de una necesidad interna, no llega a su conciencia; algo que de antemano domina sobre el lenguaje formal de sus obras y lo distingue de las producciones artísticas de todas las demás culturas, así también cada concepción de la vida de un hombre culto posee de antemano, a priori, en el riguroso sentido de Kant, una propiedad más honda que todo momentáneo juicio y afán, una propiedad en que se manifiesta el estilo de una determinada cultura. El individuo puede obrar moral o inmoralmente, «bien» o «mal» para el sentimiento primario de su cultura; la teoría, empero, de su acción, está absolutamente dada. Cada cultura tiene su propio criterio, cuya validez empieza con ella y termina con ella. No existe una moral universal humana.

Tampoco, pues, existe, en el más hondo sentido, una verdadera conversión, ni puede existir. Toda conducta consciente basada en convicciones es un protofenómeno, es la dirección fundamental de una existencia, transformada en «verdad intemporal». Poco importan los términos e imágenes en que se exprese: mandamientos de una deidad, resultados de la reflexión filosófica, proposiciones, símbolos, anunciación de una verdad nueva o refutación de una idea extraña: basta con que exista. Es posible despertarla y envolverla en una teoría; es posible asimismo modificar y aclarar su expresión espiritual. Pero es imposible crearla. Ni podemos cambiar nuestro sentimiento cósmico —como que el ensayo mismo de alterarlo se produce en el estilo suyo característico y más lo confirma que lo supera— ni tenemos poder sobre la forma ética fundamental de nuestra conciencia vigilante. Se ha introducido cierta distinción en las palabras, considerando la ética como una ciencia y la moral como un problema; pero no hay, en este sentido, problema alguno. Así como el Renacimiento fue, en realidad, incapaz de resucitar la Antigüedad y en cada motivo antiguo expresó justamente lo contrario del sentimiento cósmico apolíneo, creando así un gótico meridionalizado, un «gótico antigótico», del mismo modo es imposible que un hombre se convierta a una moral extraña a su esencia. Hoy se habla de transvalorar los valores; los modernos habitantes de las grandes urbes piensan en «retornos» al budismo, al paganismo o a un catolicismo romántico; el anarquista aspira a una ética individual; el socialista sueña con una ética social. En última instancia, todos hacen, quieren y sienten lo mismo. Las conversiones a la teosofía o al librepensamiento, que son los tránsitos actuales de un supuesto cristianismo a un supuesto ateísmo, o viceversa, constituyen una simple mutación de palabras y conceptos, un cambio de la superficie religiosa o intelectual, y nada más. Ninguno de nuestros «movimientos» ha modificado al hombre.

Una rigurosa morfología de todas las morales es problema reservado para el futuro. Nietzsche también ha dicho sobre esto lo esencial, y ha dado el primer paso decisivo que conduce a la nueva visión. Pero no ha sabido cumplir él mismo con la exigencia que impone al pensador de situarse por encima del bien y del mal. Ha querido ser a la vez escéptico y profeta, crítico de la moral y heraldo de una moral. Son cosas incompatibles. No se puede ser psicólogo de primer orden cuando se sigue enredado en las mallas del romanticismo. Por eso Nietzsche en esto, como en todos sus decisivos atisbos, llega hasta el umbral, pero no lo franquea. Mas nadie hasta ahora lo ha hecho mejor. Hasta ahora hemos sido ciegos para la inmensa riqueza que ostentan los idiomas de las formas morales. No hemos sabido verla ni comprenderla. El mismo escéptico no ha entendido su problema; ha elevado a norma definitiva, en último término, su propia concepción moral, determinada por disposiciones personales, por el gusto privado, y por ella ha medido todas las demás. Los más modernos revolucionarios, Stirner, Ibsen, Strindberg, Shaw, no han hecho tampoco otra cosa. Solo han sabido ocultarse este hecho bajo nuevas fórmulas y tópicos.

Pero una moral es —como una plástica, una música o una pintura— un mundo cerrado de formas, la expresión de un sentimiento vital que está absolutamente dado, que es inmutable en lo profundo y que se afirma con íntima necesidad. Toda moral es siempre verdadera dentro de su círculo histórico; es siempre falsa fuera de este círculo histórico. Ya hemos dicho59 que así como para cada poeta, cada pintor, cada músico, hay obras que hacen época en su vida y desempeñan el papel de grandes símbolos de su existencia, así también para esos ingentes individuos que llamamos culturas, las especies artísticas, unidades orgánicas, como la pintura al óleo en su conjunto, la plástica del desnudo en su conjunto, la música contrapuntística, la lírica rimada. En los dos casos, en la historia de una cultura como en la vida individual, se trata de la realización de posibilidades. El espíritu interior se convierte en el estilo de un mundo. Junto a esas grandes unidades de forma cuyo transcurso, cuya plenitud y cuyo término abarcan una serie prefijada de generaciones humanas y que tras pocos siglos de duración, irrevocablemente, fenecen, se encuentra el grupo de las morales fáusticas, la suma de las morales apolíneas, constituyendo igualmente una unidad de orden superior. Su presencia es un sino que es necesario aceptar; solo su concepción consciente es el resultado de una revelación o de una noción científica.

Hay un elemento, difícilmente expresable, que reúne en un haz todas las doctrinas «antiguas», desde Hesíodo y Sófocles hasta Platón y los estoicos, para contraponerlas a cuanto se ha profesado en Occidente, desde san Francisco de Asís y Abelardo hasta Ibsen y Nietzsche. Y la moral de Jesús es solo la más noble expresión de una moral general cuyas distintas concepciones se hallan en Marción y Mani, Filón y Plotino, Epicteto, san Agustín y Proclo. Toda ética antigua es siempre una ética de la actitud; toda ética occidental es una ética de la acción. Y, por último, la suma de todos los sistemas indios, como la de todos los sistemas chinos, forma también un mundo en sí.

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Todas las éticas antiguas imaginables se refieren al individuo estático, considerándolo como un cuerpo entre cuerpos. Todas las valoraciones de Occidente se refieren al hombre en tanto que es centro dinámico de una infinita universalidad. Socialismo ético: he aquí la disposición moral activa, que actúa por el espacio en la lejanía; he aquí el pathos moral de la tercera dimensión, cuyo signo, el sentimiento primario de la solicitud, tanto hacia los convivientes como hacia los venideros, se cierne sobre toda nuestra cultura. Por eso al considerar la cultura egipcia advertimos en ella algo de socialismo. Por otra parte, la tendencia a la actitud inmóvil, a la apatía, a la cerrazón estática del individuo en sí, recuerda la ética india y el hombre formado por ella. A las estatuas sedentes de Buda, «contemplándose el ombligo», no les es del todo extraña la ἀταραξία de Zenón. El ideal ético del hombre antiguo es el que la tragedia tiene a la vista. La catarsis, la expulsión fuera del alma apolínea de todo lo que no sea apolíneo, de todo lo que no esté libre de «lejanía» y dirección, revela aquí su más profundo sentido, que se comprende bien cuando se ha reconocido el estoicismo como su forma madura. Lo que el drama llevaba a cabo en una hora solemne, eso mismo querían los estoicos extender sobre toda la vida; una paz estatuaria, un ethos sin voluntad. Por otra parte, el ideal budista del nirvana, fórmula muy posterior, pero completamente india y latente ya en los tiempos védicos, ¿no es muy afín a la catarsis griega? Ante este concepto, ¿no se juntan estrechamente el hombre antiguo ideal y el hombre indio ideal, cuando los comparamos con el hombre fáustico, cuya ética se comprende con no menor claridad por la tragedia de Shakespeare y su dinámica evolución y catástrofe? En realidad, podríamos muy bien representarnos a Sócrates, a Epicuro y, sobre todo, a Diógenes, a orillas del Ganges. En una de nuestras ciudades de Europa Diógenes sería un loco insignificante. Por otra parte, Federico Guillermo I, modelo de socialistas en sentido elevado, es representable muy bien en el Estado egipcio; no, empero, en la Atenas de Pericles.

Si Nietzsche hubiera observado su tiempo con más libertad, menos influido por un entusiasmo romántico a favor de ciertas creaciones éticas, habría advertido que no existe en la Europa occidental esa supuesta moral cristiana específica de la compasión, en el sentido en que él la combate. El texto literal de ciertas fórmulas humanas no debe ilusionarnos sobre su significado real. Entre la moral que se tiene y la que se cree tener, hay una relación difícil de encontrar, y muy vacilante. Aquí precisamente estaría en su punto una psicología sincera y profunda. «Compasión» es palabra peligrosa. A pesar de la maestría de Nietzsche, no tenemos todavía una investigación sobre lo que por «compasión» se ha entendido y vivido en las diferentes épocas. La moral cristiana en tiempos de Orígenes es algo completamente distinto de la moral cristiana en la época de san Francisco de Asís. No es este lugar para inquirir lo que sea la compasión fáustica, entendida como sacrificio o entrega y también como sentimiento racial de una sociedad caballeresca60, a diferencia de la compasión mágicocristiana, fatalista; ni tampoco para investigar hasta qué punto debe concebirse como acción en la lejanía, como dinamismo práctico y, por otra parte, como dominio de sí, practicado por un alma orgullosa, o también como manifestación de un sentimiento de la distancia en que se afirma la superioridad. El tesoro inmutable de matices éticos que guarda el Occidente a partir del Renacimiento ha de encubrir una inmensa riqueza de sentimientos distintos, de muy vario contenido. El sentido superficial, al que la fe se adhiere, el mero conocimiento de los ideales, es, en hombres de tan históricas y retrospectivas disposiciones como nosotros, la expresión del respeto a lo pretérito, y, en este caso, a la tradición religiosa. Pero las palabras textuales de las convicciones no son nunca criterio de una verdadera convicción. Raro es que un hombre sepa lo que cree. Las teorías y los lemas son siempre algo popular; la realidad espiritual reside en capas mucho más profundas. La devoción teórica por los preceptos del Nuevo Testamento está a la misma altura que la admiración teórica del arte antiguo en el Renacimiento y el clasicismo. Ni aquella ha transformado al hombre, ni esta el espíritu de las obras. Los repetidos ejemplos de las órdenes mendicantes, de los hermanos moravos y del Ejército de Salvación, demuestran por su escaso número, y más aún por su escasa importancia, que representan una excepción de algo muy diferente, a saber: la moral propiamente fausticocristiana. En vano buscaremos su fórmula en Lutero y en el Tridentino; pero todos los grandes cristianos, Inocencio III y Calvino, Loyola y Savonarola, Pascal y santa Teresa, la llevaban en sí, contradiciendo sus opiniones doctrinales, sin darse cuenta de ello.

Basta tomar el concepto puramente occidental de esa virtud viril, que se expresa en la virtù «sin moral» de Nietzsche, la grandeza del barroco español y francés, y compararlo con la tan femenina ἀρετἠ61 del ideal helénico, cuya práctica siempre se manifiesta en la capacidad de goce (ἠδονἠ), en la paz del espíritu (γαλἠνη, ἀπἀθεια), en la falta de necesidades, y sobre todo en la ἀταραξία. Eso que Nietzsche llamó la «bestia rubia» y que veía encarnado en el tipo del hombre del Renacimiento, supervalorándolo (porque este no es más que un epígono felino de los grandes teutones de la época de los Staufen), es el extremo opuesto del tipo que, sin excepción, todas las éticas antiguas han querido y todos los hombres significativos de la Antigüedad han encarnado. A aquel tipo pertenecen los hombres de granito, que la cultura fáustica ofrece en abundante serie y que faltan por completo en la antigua. Pericles y Temístocles eran naturalezas blandas, en el sentido de la καλοκαγαθία ática; Alejandro, un soñador que nunca despertó de sus ensueños; César, un prudente calculador; Aníbal, el extranjero, fue el único «hombre» entre ellos. Los hombres de las épocas primitivas, según podemos conjeturar por Homero, aquel Ulises y aquel Ayax, hubieran representado entre los caballeros de las Cruzadas un papel bien extraño. En las naturalezas femeninas hay también reacciones de rara brutalidad; tal es la crueldad de los griegos. En el norte, en cambio, en el umbral mismo de los primeros tiempos, aparecen los grandes emperadores sajones, franconios y Staufen, rodeados de un ejército de hombres gigantescos como Enrique el León y Gregorio VII. Vienen luego los hombres del Renacimiento, de las luchas entre la rosa blanca y la rosa roja, de las guerras religiosas; vienen los conquistadores españoles, los príncipes y reyes prusianos, Napoleón, Bismarck, Cecil Rhodes. ¿Dónde está otra cultura que pueda ostentar nada semejante? ¿Dónde, en toda la historia de Grecia, una escena tan grande como aquella de Legnano, cuando irrumpe la lucha entre los Güelfos y los Staufen? Los héroes de las migraciones, los caballeros españoles, la disciplina prusiana, la energía napoleónica, todo esto es harto contrario al espíritu antiguo. ¿Dónde —si ascendemos a las alturas de la humanidad fáustica y la consideramos desde las Cruzadas hasta la guerra mundial—, dónde está esa «moral de esclavos», esa blanda renuncia, esa caritas en el sentido de las viejas devotas? En las palabras, ante las cuales nos inclinamos; no en otra parte. Pensemos en los tipos del sacerdocio fáustico, aquellos magníficos obispos del imperio germánico, que, erguidos en sus cabalgaduras, llevaban sus gentes a la pelea; aquellos papas que sometieron a Enrique IV y a Federico II; aquellos caballeros de las Órdenes germánicas en las marcas del Este; aquel orgullo de Lutero, paganismo nórdico frente a paganismo romano; aquellos grandes cardenales, Richelieu, Mazarino, Fleury, que edificaron la Francia. Esta es la moral fáustica. Ciego hay que estar para no ver en el cuadro de la historia europea, por doquiera, esa misma fuerza vital indomable. Y partiendo de estos grandes casos de pasión profana, en que se manifiesta la conciencia de una misión, es como se comprenden los casos de pasión divina, de caridad sublime, ala que nada resiste y que en su dinamismo presentan cariz harto distinto de la «antigua» mesura y de la precristiana dulzura. Dura es la índole propia de esa compasión que los místicos alemanes, los caballeros de las Órdenes alemanas y españolas, los calvinistas franceses e ingleses han cultivado. La compasión rusa de un Raskolnikof es la fusión de un espíritu en la masa de los hermanos. La compasión fáustica, empero, destaca a un espíritu de la masa. Ego habeo factum; he aquí la fórmula de esta caridad personal que justifica al individuo ante Dios.

Este es el motivo por el cual la «moral de la compasión», en su sentido consuetudinario, atacada por algunos pensadores y deseada por otros, no ha sido nunca realizada y puesta en práctica entre nosotros. Kant la rechazó resueltamente; en realidad se halla en contradicción interna con el imperativo categórico que encuentra el sentido de la vida en la acción, no en el abandono a las emociones tiernas. La «moral» de esclavos a que Nietzsche se refiere es un fantasma. Su «moral de señores» es la realidad. No necesitaba Nietzsche descubrírnosla, pues existe entre nosotros desde hace mucho tiempo. Arranquémosle a Nietzsche la máscara romántica de Borgia, prescindamos de sus nebulosas visiones de superhombría, y quedará el hombre fáustico solo, tal como hoy existe, tal como ya existía en tiempos de las sagas islandesas, esto es, como tipo de una cultura enérgica, imperativa, dinámica. Haya sucedido en la Antigüedad lo que quiera que sea, para nosotros los grandes bienhechores son los grandes actores, los grandes activos, cuya previsión y solicitud abarca a millones de seres; los grandes estadistas y organizadores. «Una especie de hombres superiores que, merced a su predominio en voluntad, saber, riqueza e influencia, se sirvan de la Europa democrática como de un instrumento dócil y manejable, para tener en sus manos los destinos de la tierra, para labrar el hombre como artistas. Basta; llega un tiempo en que habrá que aprender una nueva política». Así dice Nietzsche en una de sus notas póstumas mucho más concretas que las obras terminadas. «O cultivamos las capacidades políticas, o nos destruye la democracia que nos han impuesto las viejas y desgraciadas alternativas», dice Shaw en Hombre y superhombre. Shaw, que tiene sobre Nietzsche la superioridad de una educación práctica y de una menor ideología, aunque parezca limitado su horizonte filosófico, ha vertido el ideal del superhombre —expuesto en su obra La comandante Bárbara, bajo la figura del millonario Undershaft— en el idioma arromántico del tiempo moderno, que es donde realmente Nietzsche lo ha tomado también, dando un rodeo por Malthus y Darwin. Esos hombres de la acción superior son lo que hoy representan la voluntad de potencia sobre el destino de los demás, esto es, la ética fáustica. Los hombres de esta clase derraman sus millones, no para satisfacción de una caridad sin límites, no para los soñadores, los «artistas», los débiles y los maltrechos, sino para aquellos que constituyen la materia del futuro. Con estos, de consuno, persiguen un fin. Crean para la existencia de las generaciones un centro de fuerza que rebasa los límites de la existencia personal. También el dinero puede desenvolver ideas y hacer historia. Así Rhodes, en quien se anuncia un tipo muy significativo del siglo XXI, dispuso su testamento. Mezquino e incapaz de concebir la historia es el que no sabe distinguir entre la gritería literaria de los éticos sociales populares, apóstoles humanitarios, y los profundos instintos morales que laten en la civilización europea.

El socialismo —en su sentido superior, no en el sentido de la plaza pública— es, como todo lo fáustico, un ideal exclusivo. Y si ha adquirido popularidad, es solo por un completo error, incluso de sus directores, que se creen que el socialismo es un conjunto de derechos y no de deberes, una negación y no una agudización del imperativo kantiano, un aflojamiento y no una tensión mayor de la energía directiva. Esa trivial y superficial tendencia a la bienandanza, la «libertad», la «humanidad», la «felicidad del mayor número», representa solo la parte negativa de la ética fáustica; muy en oposición al epicureísmo antiguo, para quien el estado de ventura era el núcleo verdadero y suma de todo lo ético. Justamente aquí vemos dos emociones muy afines en lo externo, que en un caso no significan nada y en el otro todo. Desde este punto de vista podemos dar al contenido de la ética antigua también el nombre de filantropía, una filantropía que el individuo dirige a sí mismo, a su propio soma. Y en este caso tenemos a nuestro lado la autoridad de Aristóteles, que emplea en este sentido, exactamente, la palabra φιλάνθρωπος, palabra que intentaron descifrar en vano los mejores ingenios de la época clasicista, sobre todo Lessing. Aristóteles dice que el efecto que la tragedia ática produce sobre el espectador ático es filantrópico. Su peripecia lo libra de la compasión consigo mismo. En el alto helenismo, en Calicles, por ejemplo, hubo también una especie de teoría sobre la moral de señores y la moral de esclavos; se comprende que en sentido rigurosamente euclidiano y corpóreo. El ideal de aquella es Alcibíades, que hizo exactamente lo que en cada momento le parecía más conveniente para su persona. Alcibíades fue sentido y admirado como tipo de la antigua καλοκαγαθία. Más claro es aún Protágoras en su famoso dicho, de sentido totalmente ético, que el hombre —cada cual por sí— es la medida de todas las cosas. Esta es la moral de señores, propia de un alma estatuaria.

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Cuando Nietzsche escribió por primera vez las palabras «transvaloración de todos los valores», el movimiento espiritual de estos siglos, en cuyo centro vivimos, había encontrado, al fin, su fórmula. «Transvaloración de todos los valores»: he aquí el más íntimo carácter de toda civilización. La civilización comienza invirtiendo todas las formas de la cultura antecedente, alterando su inteligencia y su manejo. Ya no crea nada; se limita a cambiar la interpretación. He aquí la parte negativa de todas estas épocas. Presuponen el acto propiamente creador. Entran en posesión de una herencia de grandes realidades. Si consideramos la Antigüedad posterior y buscamos dónde reside en ella el acontecimiento correspondiente, hallaremos que se ha verificado dentro del estoicismo helenisticorromano, durante la lenta agonía del alma apolínea. Entre Epicteto y Marco Aurelio, por una parte, y por la otra Sócrates, padre espiritual de los estoicos y primero en manifestar el empobrecimiento interno de la vida antigua, ahora ya urbanizada e intelectualizada, entre esos dos límites se sitúa la transvaloración de los ideales antiguos. Veamos en la India. En vida del rey Asoka, hacia 250 a. C., estaba ya realizada la transvaloración de la vida brahmánica; compárense las partes del Vedanta anteriores y posteriores a Buda. ¿Y nosotros? El socialismo ético, en el sentido que aquí le damos, como emoción fundamental del alma fáustica, enclaustrada entre las masas pétreas de las grandes urbes, es el que ahora está realizando esa transvaloración. Rousseau es el pro- genitor de ese socialismo. Rousseau se sitúa junto a Sócrates y Buda, los dos portavoces de dos grandes civilizaciones. Su negación de las grandes formas cultas, de las convenciones significativas, su famoso «retorno a la naturaleza», su racionalismo práctico, no permiten duda alguna sobre este punto. Cada uno de esos hombres ha enterrado una intimidad de mil años. Predican el evangelio de la humanidad; pero es la humanidad del hombre inteligente de la urbe, del hombre que está ya harto de la ciudad postrimera y de la cultura, y cuyo intelecto «puro», es decir, inánime, aspira a libertarse de ella y de su forma imperativa, de su dureza, de su simbolismo, que ya no es vivido, y que, por lo tanto, es ahora odiado. La dialéctica destruye la cultura. Repasemos los grandes nombres del siglo XIX, que son los nudos, para nosotros, de ese gran espectáculo: Schopenhauer, Hebbel, Wagner, Nietzsche, Ibsen, Strindberg, y veremos eso que Nietzsche, en el prólogo fragmentario de su obra fundamental, inacabada, llamó por su nombre: la invasión del nihilismo. A ninguna de las grandes culturas le es extraña. Por íntima necesidad pertenece a la agonía de esos poderosos organismos. Sócrates fue un nihilista; Buda también. Hay en la cultura egipcia, en la árabe, en la china, lo mismo que en la nuestra occidental, un momento en que lo humano pierde su alma. No se trata de transformaciones políticas y económicas; ni siquiera de mutaciones religiosas o artísticas. No se trata de nada palpable, no son hechos; es la esencia de un alma que ya ha realizado íntegras todas sus posibilidades. Y no cabe oponer a esto las grandes producciones del helenismo y de la modernidad europea. La economía de los esclavos y la industria de la maquinaria, el «progreso» y la ἀταραξία, el alejandrinismo y la ciencia moderna, Pérgamo y Bayreuth, los estados sociales que presuponen la Política de Aristóteles y El capital de Marx, son meros síntomas en el cuadro superficial de la historia. No se trata de la vida externa, de la conducta, de las instituciones, de las costumbres, sino de lo más hondo y último; es el agotamiento interior del cosmopolita y del provinciano62. En la «Antigüedad» sucede esto hacia la época romana; para nosotros, en la que sigue al año 2000.

¡Cultura y civilización, esto es, el cuerpo vivo y la momia de un ser animado! Así se distinguen las dos fases de la existencia occidental, antes y después de 1800. Antes es la vida en toda su plenitud y evidencia, vida cuya forma brota de dentro, en un único y poderoso trazo, desde los días infantiles del goticismo hasta Goethe y Napoleón. Después es la vida rezagada, artificial, desarraigada, de nuestras grandes urbes, cuyas formas dibuja el intelecto. ¡Cultura y civilización, esto es, un organismo nacido del paisaje y un mecanismo producto del anquilosamiento! El hombre culto vive hacia dentro; el civilizado, hacia fuera, en el espacio, entre cuerpos y «hechos». Lo que aquel siente como un sino, lo comprende este como una conexión de causas y efectos. Ahora son los hombres materialistas en un sentido que solo vale para los períodos de civilización. Los son quiéranlo o no y preséntanse o no en formas religiosas las doctrinas budistas, estoicas, socialistas.

Para el hombre gótico y dórico, para el hombre del jónico y del barroco, el mundo inmenso de las formas, en arte, religión, costumbres, política, ciencia, sociedad, es fácil y espontáneo. Lo lleva todo en sí; lo realiza sin «conocerlo». Frente al simbolismo de la cultura muestra la misma maestría, sin esfuerzo, que Mozart en su arte. La cultura es lo evidente. Aparecen, empero, los primeros síntomas de un alma declinante cuando despunta un sentimiento de extrañeza ante esas formas, el sentimiento de un peso que anula la libertad creadora, la obligación de examinar y criticar con el intelecto la realidad actual, para aplicarla conscientemente, la tiranía de una reflexión fatal para todo elemento misteriosamente creador. El que siente sus miembros es porque está enfermo. Construir una religión ametafísica y rebelarse contra los cultos y los dogmas; oponer un derecho natural a los derechos históricos; «inventar» estilos artísticos por no poder ya soportar y dominar el estilo; concebir el Estado como «orden social» que puede cambiarse, que debe cambiarse —y junto a El contrato social, de Rousseau, hay producciones de idéntico sentido en la época de Aristóteles—, todo esto demuestra que algo se ha deshecho para siempre. La urbe mundial, colmo de lo inorgánico, se extiende en medio del paisaje culto, desarraigando a sus hombres, aspirándolos, agotándolos.

Los mundos científicos son mundos superficiales, mundos prácticos, inánimes, puramente extensivos. Estos mundos sirven de base a las intuiciones del budismo, del estoicismo, del socialismo63. Vivir la vida, no con evidencia indeliberada y apenas consciente, cual un sino providencial, sino considerándola como problemática, poniéndola en escena sobre una base de nociones intelectuales, haciéndola «finalista», «intelectualista», he aquí el fondo común a los tres casos. Rige el cerebro, porque el alma se ha despedido. Los hombres cultos viven inconscientes; los civilizados, conscientemente. El aldeano, arraigado en la tierra, ante las puertas de las grandes ciudades, que ahora —escépticas, prácticas, artificiales— representan solas la civilización, no cuenta ya para nada. El «pueblo» es ahora el pueblo de las urbes, masa inorgánica y fluctuante. El aldeano no es demócrata —también este concepto pertenece a la existencia mecánica y ciudadana64—; por lo tanto, es desatendido, ridiculizado, menospreciado, odiado. Es el único hombre orgánico que queda, desaparecidas las viejas clases nobiliarias y sacerdotales; es un residuo de la anterior cultura. No encuentra lugar ni en el pensamiento estoico ni en el socialista.

Así, al Fausto de la primera parte de la tragedia, al investigador apasionado en las noches solitarias, sigue, consecuentemente, el Fausto de la segunda parte, el Fausto del nuevo siglo, el tipo de una actividad puramente práctica, de amplio horizonte y orientada hacia fuera. Goethe, psicólogo, ha previsto el futuro de Europa occidental. He aquí la civilización ocupando el puesto de la cultura, el mecanismo externo en lugar del organismo interno, el intelecto, petrificación del alma, sustituyendo al alma extinta. Como Fausto al principio y al final del poema, así se oponen en la Antigüedad el heleno de la época de Pericles y el romano de la época de César.

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Mientras el hombre vive simplemente, naturalmente, evidentemente, una cultura en plenitud, su vida tiene una actitud indeliberada. Su moral es instintiva: podrá revestir mil formas discutibles, pero en sí misma no es discutida, porque es hondamente poseída. Pero cuando la vida declina; cuando —sobre el suelo de las grandes urbes, que son ahora por sí mismas mundos espirituales— se hace necesaria una teoría para poner la vida en escena y ordenarla; cuando la vida se torna objeto de la contemplación, entonces la moral se convierte en problema. La moral culta es la moral que se posee; la moral civilizada es la moral que se busca. Aquella es demasiado profunda para poderse extraer con los instrumentos de la lógica; esta, en cambio, es función de la lógica. Todavía en Kant y en Platón la ética es simple dialéctica, juego de conceptos, redondeamiento de un sistema metafísico. En último término, se habría podido prescindir de ella. El imperativo categórico no es más que la concepción abstracta de algo que para Kant no era problema. Ya esto no puede decirse a partir de Zenón y de Schopenhauer. Ahora hay que buscar, hay que inventar, hay que extraer, para servir de regla a la realidad, algo que el instinto ya no garantiza. Ahora comienza la ética civilizada, que no es el reflejo de la vida sobre el conocimiento, sino el reflejo del conocimiento sobre la vida. En todos estos sistemas inventados, que llenan los primeros siglos de todas las civilizaciones, se siente no sé qué de artificioso, inánime y verdadero a medias. No son ya aquellas creaciones íntimas, casi supraterrestres, que pueden codearse con las artes mayores. Ahora desaparece toda metafísica de estilo grandioso, toda intuición pura, ante la urgencia actual de establecer una moral práctica que sirva de regla para la vida, porque la vida no puede ya regularse por sí misma. La filosofía hasta Kant, Aristóteles y las doctrinas Yoga y Vedanta, ha sido una serie de poderosos sistemas cósmicos en que la ética formal ocupaba un lugar modesto. Pero ahora la filosofía se convierte en filosofía moral, con un fondo de metafísica. La pasión gnoseológica abandona la hegemonía a la necesidad práctica; el socialismo, el estoicismo, el budismo, son filosofías de este estilo.

Contemplar el mundo, no desde la altitud de un Esquilo, de un Platón, de un Dante, de un Goethe, sino desde el punto de vista de la necesidad diaria y la realidad apremiante, es lo que yo llamo cambiar en orden a la vida la perspectiva del pájaro por la perspectiva de la rana. Justamente este es el descenso de una cultura a una civilización. Toda ética formula la visión que el alma tiene de su sino: heroica o práctica, grande o vulgar, viril o senil. Y por eso distingo yo una moral trágica y una moral plebeya. La moral trágica de una cultura conoce y comprende el peso de la realidad; pero de este conocimiento extrae el sentimiento del orgullo, para sobrellevarla. Así sentían Esquilo, Shakespeare y los pensadores de la filosofía brahmánica; así también Dante y el catolicismo germánico. Ello se expresa en el rudo coral bélico del luteranismo: «Firme castillo es nuestro Dios»; y aun en La Marsellesa resuena algo de ese sentimiento. La moral plebeya, en cambio, la moral de Epicuro y de los estoicos, la moral de las sectas en tiempos de Buda, la moral del siglo XIX, combina un plan de batalla para eludir el sino. Lo que Esquilo hacía grande, los estoicos lo hacían pequeño. No es ya la abundancia, es la pobreza, la frialdad y el vacío de la vida; los romanos han llevado hasta un punto grandioso esa frialdad y vacío intelectuales. Y la misma relación existe entre el pathos ético de los grandes maestros del barroco, Shakespeare, Bach, Kant, Goethe —que tenían la voluntad viril de dominar interiormente las cosas naturales porque se sabían superiores a ellas—, y los afanes de la modernidad europea, que aspira a quitarlas de en medio —bajo la forma de solicitud, humanidad, paz universal, felicidad del mayor número— porque se siente en el mismo plano que ellas. También es esto una manifestación de la voluntad de potencia, opuesta, por lo tanto, a la sumisión «antigua» ante lo inevitable; también se manifiesta aquí la pasión y propensión al infinito; pero hay una diferencia entre la grandeza metafísica y la grandeza material de la superación. Falta la profundidad; falta lo que nuestros antepasados llamaban Dios. El sentimiento cósmico de la acción, que actuó en todo gran hombre, desde los güelfos y gibelinos hasta Federico el Grande, Goethe y Napoleón, ha decaído hasta convertirse en una filosofía del trabajo; y es indiferente para el rango interior de la persona que esta condene o defienda dicha filosofía. El concepto culto de la acción es al concepto civilizado del trabajo lo que la actitud del Prometeo de Esquilo a la de Diógenes. Aquel es un hombre que padece y aguanta; este es un holgazán. Galileo, Kepler, Newton, llevaron a cabo hazañas científicas; el físico moderno produce trabajo erudito. Y a pesar de las grandes palabras que se pronuncian desde Schopenhauer hasta Shaw, es moral plebeya, moral de la existencia consuetudinaria y de la «sana razón» la que sirve de base a toda reflexión sobre la vida.

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Cada cultura tiene, pues, su propia manera de extinguirse espiritualmente; y esa manera de extinguirse no puede ser más que una: la que necesariamente se derive de toda su vida anterior. Por eso el budismo, el estoicismo, el socialismo, son manifestaciones finales que se equivalen morfológicamente.

El último sentido del budismo, hasta hoy, siempre ha sido mal interpretado. El budismo no es un movimiento puritano, como el Islam o el jansenismo; no es una reforma, como la corriente dionisiaca que se opuso al apolinismo; no es una nueva religión, como la de los Vedas o la del apóstol san Pablo65; es una emoción final; puramente práctica, emoción de los hombres urbanos, cansados, que tiene detrás de sí una cultura completa y carecen de futuro interior; es el sentimiento fundamental de la civilización india, y por eso «corresponde» y equivale al estoicismo y al socialismo. La quintaesencia de este pensar profano, nada metafísico, se encuentra en el famoso sermón de Benarés, en las «cuatro verdades sagradas del padecimiento» por medio de las cuales el príncipe filósofo ganó sus primeros partidarios. Las raíces de esta concepción se hallan en la filosofía racionalista y atea de Sankhya, cuya intuición del mundo es tácitamente presupuesta; no de otro modo que la ética social del siglo XIX se origina en el sensualismo y materialismo del siglo XVIII, y la doctrina estoica procede de Protágoras y los sofistas, a pesar de su superficial apología de Heráclito. En todos estos casos, el punto de partida de la reflexión moral es la omnipotencia de la razón. No se menciona para nada la religión, en tanto que por religión se entiende la fe en ciertas proposiciones de carácter metafísico. No hay nada más extraño a la religión que estos sistemas, en su forma originaria. Aquí no nos referimos a las transformaciones que hayan sufrido en los estadios posteriores de la civilización.

El budismo rechaza toda reflexión sobre Dios y los problemas cósmicos. Para él lo único importante es el yo, el arreglo de la vida real. Tampoco reconoce el alma. Así como el psicólogo europeo actual —y con este el «socialista»— resuelve el hombre interior en un haz de sensaciones, en un conjunto de energías quimicoeléctricas, así también el indio de la época de Buda. El maestro Nagasena demuestra al rey Milinda que las partes del coche en que viaja no son el coche mismo y que «coche» es una mera palabra; otro tanto, empero, sucede con el alma. Los elementos psíquicos son llamados skandhas, montones, que tienen el carácter de efímeros. Esto corresponde perfectamente a las representaciones de la psicología asociacionista. Hay mucho materialismo en la teoría de Buda66. Así como el estoico recoge en Heráclito el concepto de logos, para descalificarlo en el sentido material; así como el socialismo, en sus fundamentos darwinistas, toma en sentido externo el profundo concepto goethiano de evolución (a través de Hegel), así también el budismo se apropia el concepto brahmánico del karma —representación, casi incomprensible para nosotros, de una realidad que en la actividad se perfecciona—, tratándolo muchas veces en sentido materialista, como una materia cósmica en constante transformación.

He aquí, pues, tres formas de nihilismo, usando el término en el sentido de Nietzsche. Los ideales de ayer, las formas religiosas, artísticas, políticas, fruto de los siglos, han terminado; pero este último acto de la cultura, su autonegación, manifiesta una vez más el símbolo primario de su existencia toda. El nihilista fáustico —Ibsen como Nietzsche, Marx como Wagner— destruye los ideales; el nihilista apolíneo —Epicuro como Antístenes y Zenón— los contempla caer; el nihilista indio, ante ellos, se recoge en sí mismo. El estoicismo endereza su afán hacia la conducta del individuo, hacia una realidad estatuaria puramente actual, sin referencia al futuro ni al pasado ni a los demás. El socialismo es la elaboración del mismo tema, solo que en sentido dinámico: la misma defensa, referida, no a la actitud, sino a la actuación de la vida, pero con un poderoso rasgo de alcance lejano, apuntando al futuro todo y a la masa íntegra de los hombres, que deben someterse a un método único. El budismo —que solo un dilettante de la investigación religiosa puede comparar con el cristianismo67— casi es indefinible con las palabras de los idiomas occidentales. Pero puede hablarse de un nirvana estoico y recordar la figura de Diógenes; y también sería justificado el término de nirvana socialista, refiriéndonos a esa huida ante la lucha por la vida, que el cansancio europeo encubre con los lemas de paz universal, humanidad y fraternidad de todos los hombres. Pero nada de esto llega al concepto budista del nirvana, cuya profundidad desazona. Dijérase que el alma de las viejas culturas, al morir y pulir sus postreros refinamientos, defiende celosamente su propiedad más propia, su contenido formal más íntimo, el símbolo primario que con ella nació. No hay nada en el budismo que pueda ser «cristiano»; no hay nada en el estoicismo que reaparezca en el Islam del año 1000 de Jesucristo; no tiene Confucio nada de común con el socialismo. La frase si duo faciunt idem, non est idem —esta frase debiera servir de divisa a toda consideración histórica, y se refiere al devenir viviente, nunca repetido, y no a los productos muertos reducibles a lógica, causalidad y número— vale muy especialmente para estas manifestaciones que rematan el movimiento de una cultura. En todas las civilizaciones, una realidad impregnada de alma es aniquilada por otra realidad impregnada de espíritu; pero este espíritu es, en cada caso, de estructura diferente, y se halla sometido en cada caso a un lenguaje formal de diferente simbolismo. Justamente, a pesar de ser única la realidad que actuando en lo inconsciente crea cada una de esas formas de la superficie histórica, tiene decisiva significación el parentesco de todas ellas, situadas en un mismo período histórico. Distinto es lo que cada una manifiesta; pero el hecho de manifestarlo así, las caracteriza a todas como «correspondientes». La renuncia de Buda produce una sensación de estoicismo; la renuncia estoica a la vida plena y resuelta, una sensación de budismo. Ya anteriormente hemos hecho notar la relación entre la catarsis del drama ático y la idea del nirvana. El socialismo ético —aunque un siglo entero ha estado elaborándolo— da la impresión de no poseer aún la forma clara, dura y resignada que ha de ser su concepción definitiva. Quizá los próximos decenios le impriman una fórmula perfecta, como Crisipo a las teorías de los estoicos. Sin embargo, esa su tendencia a la disciplina personal y a la renuncia, arraigada en la conciencia de un gran destino; sus elementos romanoprusianos e impopulares, producen ya hoy en los círculos más elevados y selectos una impresión de estoicismo; y su menosprecio del momentáneo placer, del carpe diem, recuerdan el budismo. El ideal popular, a quien el socialismo exclusivamente debe su eficacia hacia abajo y su extensión; el culto de la ἠδονή68,no del individuo por sí, sino de los individuos en nombre de la totalidad, aparece seguramente con un marcado acento epicúreo.

Toda alma tiene religión. Religión no es más que otra palabra para expresar la existencia de un alma. Todas las formas vivas en que el alma se manifiesta, todas las artes, las doctrinas, los usos, todos los mundos de formas metafísicas y matemáticas, todo ornamento, toda columna, todo verso, toda idea es, en lo profundo, religioso, y tiene que serlo. Pero desde ahora ya no puede serlo. La esencia de toda cultura es religión; por consiguiente, la esencia de toda civilización es irreligión. También estas dos palabras designan una y la misma cosa. El que no sienta la irreligión en las creaciones de Manet, comparadas con las de Velázquez; en las de Wagner, comparadas con las de Haydn; en las de Lisipo, comparadas con las de Fidias; en las de Teócrito, comparadas con las de Píndaro, es que no sabe discernir las excelencias del arte. Religiosa es todavía la arquitectura del rococó, incluso en sus creaciones más profanas. Irreligiosos son los edificios romanos, incluso los templos de los dioses. El único trozo de arquitectura realmente religiosa que hay en Roma es el Panteón, la mezquita primitiva, cuyo espacio interior está lleno de un sentimiento mágico de la divinidad. Las urbes cosmopolitas, si se comparan con las viejas ciudades cultas —Alejandría comparada con Atenas, París con Brujas, Berlín con Nuremberg—, son todas irreligiosas —lo cual no debe confundirse con antirreligiosas— en todos sus detalles: en el panorama callejero, en la lengua, en la expresión seca e inteligente de los rostros69. Irreligiosas, inánimes, son, pues, también esas emociones éticas universales, que pertenecen íntegras al idioma de formas de las grandes urbes. El socialismo es el sentimiento vital fáustico, pero sin religiosidad; otro tanto puede decirse de ese supuesto («verdadero») cristianismo que el socialista inglés tanto gusta de exhibir, concibiéndolo como una especie de «moral sin dogmas». Irreligiosos son el estoicismo y el budismo si los comparamos con la religión órfica y védica; y nada significa el hecho de que el estoico romano acepte y practique el culto imperial, o de que el budista posterior niegue, convencido, su ateísmo, o de que el socialista se declare adherido a un pensamiento religioso libre y diga que «cree en Dios».

Esta extinción de la religiosidad interior viviente, que va cundiendo poco a poco por todas las partes de la realidad, aun las más insignificantes, es lo que en el panorama histórico caracteriza el tránsito de la cultura a la civilización, el climacterium70 de la cultura, como en otro lugar le he llamado, el recodo en que se agota para siempre la productividad anímica de un tipo humano y en el que la construcción sustituye a la creación. Si se toma la palabra «improductividad» en su pleno sentido primitivo es este justamente, el término que designa el sino íntegro del hombre occidental, todo cerebro; y entre los símbolos más significativos de la historia hay que poner el hecho de que este cambio se manifiesta no solo en la extinción de las artes mayores, de las formas sociales, de los grandes sistemas intelectuales y, en general, del gran estilo, sino también en sentido corporal, en la disminución de los nacimientos, en la muerte de las razas civilizadas, separadas del campo; fenómeno que en el imperio romano y en el chino fue advertido y lamentado, pero que no pudo remediarse, como se comprende fácilmente71.

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Ante estas formas nuevas, puramente espirituales, no caben dudas sobre el sujeto viviente que las sustenta. Es el «hombre moderno», el hombre que todas las épocas de decadencia han concebido como un compendio de ricas esperanzas; es la plebe informe que se desparrama por las grandes ciudades, sustituyendo al pueblo; es la masa humana desarraigada, οἰ πολλοί72, como decían en Atenas, que sustituye a la humanidad de los paisajes cultos, humanidad que crece con la naturaleza misma y sigue siendo aldeana sobre el suelo de las ciudades; es el ocioso del ágora alejandrina y romana y su «correspondiente», el moderno lector de periódicos; es el «hombre educado», que practica el culto de la medianía espiritual en el tabernáculo de la publicidad, antaño como hoy; es el hombre de teatros y de placer, de deportes y de modas literarias, tanto en la Antigüedad como en Occidente. El objeto de la propaganda estoica y socialista es esa masa que se manifiesta tardíamente, y no «la humanidad». Iguales fenómenos podrían indicarse en el Imperio Nuevo de Egipto, en la India budista, en la China de Confucio.

A este tipo de hombre corresponde una forma característica de la actuación pública: la diatriba73. Observada primeramente como fenómeno del helenismo, la diatriba pertenece en realidad a las formas de actuación que aparecen en toda época civilizada. Es dialéctica, práctica, plebeya; sustituye las figuras significativas, ampliamente influyentes, de los grandes hombres, por la agitación ilimitada de los pequeños pero sagaces; convierte las ideas en fines, los símbolos en programas. La diatriba contiene también el elemento expansivo de toda civilización, sucedáneo imperialista de las riquezas interiores del alma, sustituidas ahora por el espacio externo. La cantidad suplanta a la calidad, la propagación a la hondura. Esta actividad superficial y precipitada no debe confundirse con la voluntad fáustica de potencia. Revela simplemente que ha terminado la vida interior creadora y que ahora solo se conserva una existencia espiritual externa, material, en el espacio de las grandes urbes. La diatriba pertenece, por necesidad, a la «religión de los irreligiosos»; es su cura de almas. Aparece en la forma del sermón indio, de la retórica antigua, del periodismo occidental. Se dirige a los más, no a los mejores. Valora sus medios según el número de los éxitos. En lugar del grupo grave de pensadores que florecen en los tiempos pasados, se nos presenta ahora una prostitución intelectual en los escritos y los discursos, en las salas y plazas de las grandes urbes. Toda la filosofía del helenismo es retórica; y el sistema social-ético, como la novela de Zola y el drama de Ibsen, es periodismo. No debe confundirse esta prostitución espiritual con la primitiva aparición del cristianismo. La misión cristiana ha sido casi siempre mal entendida en su núcleo esencial74. Pero el cristianismo primitivo, la religión mágica del fundador, cuya alma era incapaz de tan brutales actividades, sin ritmo ni hondura, fue inducida por la práctica helenística de san Pablo75 —quien, como es sabido, hubo de vencer una oposición terminante de la primitiva comunidad— a actuar en la ruidosa publicidad urbana y demagógica del imperio romano. Por leve que haya sido la educación helenística de san Pablo, ella bastó para hacer del apóstol un miembro de la civilización antigua. Jesús hablaba de pescadores y aldeanos; san Pablo sale a la plaza pública, al ágora de las grandes urbes, y emplea, por lo tanto, la forma urbana de la propaganda. La palabra pagano revela quiénes fueron los últimos a quienes alcanzó esa propaganda. ¡Qué diferencia entre san Pablo y san Bonifacio! Este, con su pasión fáustica, en bosques y valles solitarios, significa exactamente lo contrario que san Pablo. Y lo mismo los alegres cistercienses con su agricultura, y los caballeros de las Órdenes alemanas en el oriente eslavo. Aquí se respira otra vez la juventud, el florecimiento, el anhelo, en medio de un paisaje aldeano. Hasta el siglo XIX no aparece en este suelo, ya envejecido, la diatriba con todos sus elementos esenciales: la gran urbe como base y la masa como público. El aldeano auténtico queda excluido de la consideración socialista, como de la estoica y de la budista. El tipo de san Pablo no encuentra parejo hasta que llegamos al estadio de las grandes urbes occidentales, ya se trate de corrientes cristianas o antieclesiásticas, de intereses sociales o teosóficos, de librepensamiento o de fundaciones del arte industrial religioso.

Para esta decisiva conversión hacia la vida externa (único resto que hoy queda), hacia el hecho biológico que frente al sino aparece en la forma de relaciones causales, nada es tan característico como el pathos ético con que se proclama una filosofía de la digestión, de la nutrición, de la higiene. Los temas del vegetarianismo y del alcoholismo son tratados con seriedad religiosa. Estos son, a ojos vistas, los más importantes problemas a que la «humanidad moderna» puede encumbrarse. Tal es la perspectiva batracia de estas generaciones. En cambio, las religiones que nacen en el umbral de las grandes culturas, la religión órfica, védica, el cristianismo de Jesús y el cristianismo fáustico de los germanos caballeros, hubieran considerado indigno el descender, siquiera momentáneamente, a cuestiones de esa índole. Ahora al estudiarlas es una elevación. El budismo es inimaginable sin una dieta corpórea unida a la dieta psíquica. En el círculo de los sofistas, de Antístenes, de los estoicos y escépticos, estos temas adquieren cada día más importancia. Aristóteles ha escrito sobre el alcohol; hay toda una serie de filósofos que se han ocupado del vegetarianismo; y entre el método fáustico y el apolíneo solo existe esta diferencia: que el cínico se interesa por su propia digestión y Shaw se interesa por la digestión «de todos los hombres». Aquel renuncia; este prohíbe. Es sabido que el mismo Nietzsche, en su Ecce homo, ha tocado complacidamente esta clase de temas.

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Consideremos una vez más el socialismo, independientemente del movimiento económico que lleva el mismo nombre. El socialismo es el ejemplo fáustico de una ética civilizada. Lo que dicen de él sus amigos y sus enemigos, a saber: que es la forma del futuro o que es un signo de decadencia, es por igual exacto. Todos somos socialistas, sepámoslo o no, querámoslo o no. Aun la oposición al socialismo es socialista.

Todos los antiguos de la época postrimera fueron estoicos con la misma forzosidad interna, sin saberlo. El pueblo romano, como cuerpo, tiene un alma estoica. El romano auténtico, justamente el que lo hubiera negado con mayor decisión, es estoico en grado más eminente que ningún griego hubiera podido serlo. El idioma latino de los últimos siglos precristianos es la creación más poderosa del estoicismo.

El socialismo ético representa el máximo posible de un sentimiento vital desde el punto de vista de los fines76. Pues la dirección dinámica de la existencia, que se revela en las palabras «tiempo» y «sino», transformándose en el mecanismo espiritual de los medios y los fines tan pronto como se torna rígida, consciente y conocida. La dirección es lo viviente; el fin es lo muerto. La pasión del avance es, en general, fáustica; el residuo mecánico, el «progreso», es socialista. Son una a otro como el cuerpo al esqueleto. Y aquí se expresa, al mismo tiempo, la diferencia del socialismo con el budismo y el estoicismo, cuyos ideales de nirvana y ἀταραξία son también mecánicos, pero ignoran la pasión dinámica del espacio, la voluntad de infinito, el pathos de la tercera dimensión.

El socialismo ético —a pesar de sus ilusiones superficiales— no es un sistema de la compasión, de la humanidad, de la paz y de la solicitud, sino un sistema de la voluntad de potencia. Lo demás es ilusión engañosa. El propósito es por completo imperialista: bienandanza, sí, pero en sentido expansivo, no de los enfermos, sino de los fuertes, a quienes se quiere dar la libertad de acción, aunque sea por la violencia, una libertad no estorbada por los obstáculos de la propiedad, del nacimiento y de la tradición. Entre nosotros la moral sentimental, la moral orientada hacia la «felicidad» y el provecho, no es nunca el último instinto, por mucho que se ilusionen los sujetos de esos instintos. En la cúspide de la modernidad moral habrá que poner siempre a Kant, que es en este caso el discípulo de Rousseau. La ética de Kant rechaza el motivo de la compasión y acuña la fórmula siguiente: «Obra de manera que...». Toda ética de este estilo quiere ser la expresión de la voluntad de infinito; esta voluntad, empero, exige la superación del instante, de la actualidad, de los planos primeros de la vida. En lugar de la fórmula socrática «virtud es saber», puso ya Bacon el aforismo «saber es poder». El estoico toma el mundo como es. El socialista quiere reorganizarlo, cambiar su forma y su contenido, henchirlo de su propio espíritu. El estoico se adapta. El socialista manda. El mundo entero debe llevar la forma de su intuición; así puede traducirse a lo ético la idea de la Crítica de la razón pura. Este es el sentido último del imperativo categórico aplicado a lo político, a lo social, a lo económico: obra como si la máxima de tu acción debiera convertirse en ley universal por medio de tu voluntad. Esta tendencia tiránica reaparece incluso en las más mezquinas manifestaciones del tiempo.

No la actitud y los ademanes, sino la actividad, es lo que hay que plasmar. Entre nosotros, como en China y en Egipto, la vida cuenta solo en tanto que es acción. Y así resulta que, habiéndose transformado el cuadro orgánico de la acción en un mecanismo, surge el trabajo, en el sentido actual, como forma civilizada de la actuación fáustica. Esta moral, el afán de dar a la vida la forma más activa imaginable, es más fuerte que la razón, cuyos programas morales, por muy santa, muy fervorosa que sea la fe en ellos, y muy apasionada su defensa, son solo eficaces cuando están orientados en la dirección de ese afán o cuando son traducidos en el sentido de esa tendencia. Todo lo demás son palabras vanas. Hay que distinguir en todo lo moderno, por una parte, el aspecto popular, el dolce far niente, el cuidado de la salud, de la felicidad, la despreocupación, la paz universal, en suma, el aspecto llamado cristiano; y por otra parte, el ethos superior, que solo estima la acción y que para las masas —como todo lo fáustico— no es ni inteligible ni deseable, la idealización grandiosa del fin y, por tanto, del trabajo. Si frente al panem et circenses, postrer símbolo vital epicureoestoico y, en última instancia, indio también, queremos contraponer el símbolo correspondiente del Septentrión e igualmente de la vieja China y de Egipto, habrá de ser este el derecho al trabajo, que sirve ya de fundamento al socialismo de Estado, concebido por Fichte en sentido enteramente prusiano, hoy europeo, y que en los próximos y fecundos estadios de esta evolución habrá de encumbrarse hasta el deber del trabajo.

Por último, el rasgo napoleónico, el aere perennius, la voluntad de duración. El hombre apolíneo volvía la mirada hacia una edad de oro; esto le dispensaba de tener que pensar en lo futuro. El socialista —Fausto moribundo en la segunda parte— es el hombre de la solicitud histórica, de lo venidero, el hombre que siente el futuro como un problema y un propósito frente al cual la felicidad del momento resulta despreciable. El espíritu antiguo, con sus oráculos y sus augures, quería saber el futuro; el espíritu occidental quiere crear el futuro. El tercer reino es el ideal germánico, un eterno amanecer al cual han sacrificado su vida todos los grandes hombres desde Joaquín de Floris hasta Nietzsche e Ibsen; saetas del anhelo lanzadas a la otra orilla, como dice Zaratustra. La vida de Alejandro fue una maravillosa borrachera, un ensueño que evoca la edad de Homero. La vida de Napoleón fue un trabajo ingente, no para sí, no para Francia, sino para el futuro.

En este punto es preciso retroceder y recordar cuán distintas representaciones de la historia universal han forjado las diferentes culturas. El hombre antiguo solo veía su propia existencia, su historia, como inmóvil proximidad, sin preguntar nunca: ¿de dónde?, ¿a dónde? La historia universal era para él un concepto imposible. Su concepción de la historia era estática. El hombre mágico percibe en la historia el gran drama cósmico entre la creación y la destrucción, la lucha entre el alma y el espíritu, el bien y el mal, Dios y el diablo, un suceso rigurosamente circunscrito con una peripecia singular a modo de cumbre: la aparición del Salvador. El hombre fáustico ve en la historia una evolución tensa, orientada hacia un fin. La serie Antigüedad-Edad Media-Edad Moderna es para él una imagen dinámica. No puede representarse la historia de otro modo. Sin duda esta no es la historia universal en sí misma y en su generalidad, sino simplemente la imagen de una historia universal de estilo fáustico, que comienza a ser verdadera y real cuando despierta la conciencia fáustica y que cesará de serlo cuando se extinga. Pero el socialismo, en su elevado sentido, es remate lógico y práctico de esta representación. En el socialismo recibe la imagen la conclusión que venía preparándose desde la época gótica.

Y aquí surge la tragedia del socialismo, tragedia que no conocieron ni el estoicismo ni el budismo. Nietzsche es perfectamente claro y certero —¡qué profunda significación tiene este hecho!— cuando trata de lo que debe ser destruido, transvalorado; en cambio, se pierde en nebulosas generalidades en cuanto se ocupa de la orientación futura, del fin. Su crítica de la decadencia es irrefutable; su teoría del superhombre es una nube inconsistente. Y lo mismo puede decirse de Ibsen —Brand y Rosmersholm, Juliano el Apóstata y el arquitecto Solness—, de Hebbel, de Wagner, de todos. En esto se manifiesta una profunda necesidad, pues a partir de Rousseau no le queda esperanza al hombre fáustico, por lo que se refiere al gran estilo de la vida. Algo se acaba. El alma nórdica ha agotado sus posibilidades internas; no le queda ya más que el tormentoso afán de dinamismo, tal como se manifiesta en las visiones histórico-universales del futuro, que se tienden sobre milenios; no le queda ya más que el mero impulso, la pasión añorando la creación, una forma sin contenido. El alma fáustica fue voluntad y nada más; necesitaba un propósito al que orientar sus anhelos colombinos; tenía que fingir, al menos, un sentido y fin de su actividad, y así el observador fino encuentra un rasgo de Hialmar Ekdal en toda modernidad, aun en sus más elevadas manifestaciones. Ibsen lo ha llamado la mentira de la vida. Ahora bien: algo de esta mentira vital hay en toda la espiritualidad de la civilización europea, en tanto que se orienta hacia un futuro religioso, artístico, filosófico, hacia un fin eticosocial, hacia un tercer reino; pero en el fondo de todo hay un oscuro sentimiento que no quiere enmudecer: el sentimiento de que todo ese celo infatigable es simplemente la ilusión desesperada de un alma que ni puede ni debe inmovilizarse. De esta situación trágica —inversión del motivo de Hamlet— ha nacido la poderosa concepción nietzscheana del eterno retorno, concepción en la que Nietzsche no ha creído nunca con la conciencia tranquila, pero que hubo de mantener para salvar en su pecho el sentimiento de una misión. Esa mentira vital es también la base en que se sostiene Bayreuth, que quiso ser algo, por oposición a Pérgamo, que fue algo. Y un rastro de esa mentira lleva en sí también todo socialismo, el político, el económico, el ético, que guarda un silencio violento sobre la gravedad aniquiladora de sus últimas nociones, para salvar la ilusión de la necesidad histórica de su existencia.

18

Dos palabras aún sobre la morfología de la historia de la filosofía. No hay filosofía en general. Cada cultura tiene su propia filosofía, que es una parte de su expresión simbólica. La filosofía, con sus problemas y sus métodos intelectuales, constituye una ornamentación espiritual que guarda estrecho parentesco con la de la arquitectura y la del arte plástico. Consideradas desde la altura y la lejanía, resultan accidentales y de poca importancia las «verdades» expresadas en palabras por tal o cual pensador en el seno de su escuela, pues escuela, convención y tesoro de formas son aquí, como en las artes mayores, el elemento fundamental. Las preguntas son infinitamente más importantes que las respuestas, y lo son por el sentido con que se verifica su selección y se plasma su forma interna; pues la especial manera como un macrocosmo se ofrece a la pupila inteligente del nombre de determinada cultura, es la que de antemano informa la necesidad y la índole de toda pregunta.

La cultura antigua y la cultura fáustica, y no menos la india y la china, tienen su propia manera de plantear sus grandes cuestiones, y las plantean todas al principio de su vida. No hay problema moderno que el gótico no haya visto y reducido a forma. No hay problema helenístico que no haya surgido ya antes en las doctrinas de la religión órfica.

Y lo mismo da que esta costumbre de cavilar nociones intelectuales se manifieste por tradición oral o en libros; lo mismo da que los escritos sean creaciones personales de un yo, como sucede en nuestra literatura, o formen una masa anónima de textos, continuamente vacilante, como en la India; lo mismo da que surja una serie de sistemas conceptuales o que las últimas nociones se expresen en las formas del arte y de la religión, como en Egipto. El curso de esos ciclos de pensamientos es por doquiera el mismo. Al principio, en toda época primitiva, la filosofía se da la mano con la gran arquitectura y la religión; la filosofía, entonces, es el eco espiritual de una experiencia íntima, profundamente metafísica, y su fin es confirmar por manera crítica la sagrada causalidad del cuadro cósmico, tal como lo contemplan los ojos de los fieles77. Las distinciones fundamentales, no solo de la ciencia natural, sino aun de la filosófica, dependen de los elementos religiosos; se han desprendido de la religión correspondiente. En este período primitivo los pensadores son sacerdotes, no solo por el espíritu, sino por la clase y profesión misma a que pertenecen. Así sucede en la escolástica y la mística de los siglos góticos y védicos, como de los homéricos78 y arábigos primeros79.Al irrumpir el período posterior, la filosofía se hace ciudadana y profana. Se liberta de la servidumbre religiosa y se atreve a convertir la religión misma en objeto de los métodos gnoseológicos. El gran tema de la filosofía brahmánica, jónica y barroca es el problema del conocimiento. El espíritu ciudadano se vuelve hacia su propia imagen para dejar bien sentado que él es la última instancia del saber. Por eso el pensar aparece ahora en la proximidad de la alta matemática, y en vez de sacerdotes encontramos ahora hombres de mundo, estadistas, comerciantes, descubridores, hombres probados en los altos cargos y las grandes empresas. Y estos hombres fundan sobre una profunda experiencia vital su «pensamiento del pensamiento». Es esta la serie de grandes figuras, desde Tales hasta Protágoras, desde Bacon hasta Hume, la serie de los pensadores preconfucianos y prebudistas, de los cuales no sabemos apenas otra cosa sino que han existido.

Al término de esa serie se hallan Kant y Aristóteles80. Lo que comienza después de ellos es filosofía de época civilizada. En toda gran cultura hay un pensar ascendente que plantea los problemas primarios y los va agotando con la potencia creciente de su expresión espiritual, en respuestas siempre nuevas, respuestas que, como hemos dicho, tienen un sentido ornamental; y hay otro pensar descendente, para el cual los problemas del conocimiento están ya resueltos, pasados, y se han tornado insignificantes. Existe un período metafísico, de acepción, primero religiosa, y luego racionalista, en que el pensamiento y la vida son aún caóticos, y de su propia exuberancia extraen formas cósmicas. Sigue a este un período eticista, en que la vida de las grandes urbes se aparece a sí misma como problemática, y aplica a su mantenimiento y conservación el último resto de potencia creadora filosófica. En el período metafísico se manifiesta la vida; el período eticista toma la vida como objeto. Aquel es teorético, contemplativo en el sentido más elevado de esta palabra; este, por necesidad, es práctico. Todavía el sistema de Kant es intuitivo en sus grandes líneas, y solo posteriormente recibe una ordenación y fórmula de carácter lógico, sistemático.

Una prueba de esto es la relación de Kant con las matemáticas. El que no haya penetrado en el mundo de las formas numéricas, el que no haya vivido los números como símbolos, no puede ser un auténtico metafísico. En realidad, los grandes pensadores del barroco fueron los que crearon el análisis; y otro tanto —mutatis mutandis— puede decirse de los presocráticos y Platón. Descartes y Leibniz, con Newton y Gauss; Pitágoras y Platón, con Arquitas y Arquímedes, son las cumbres del pensamiento matemático. Pero ya Kant es, como matemático, insignificante. Ni penetró en las últimas finezas del cálculo infinitesimal de entonces, ni se apropió la axiomática leibniziana. En esto se parece a su «correspondiente», a Aristóteles. A partir de ahora ningún filósofo cuenta ya en la ciencia matemática. Fichte, Hegel, Schelling y los románticos son completamente amatemáticos; lo mismo que Zenón y Epicuro. Schopenhauer, en este terreno, es tan insuficiente, que llega a la incapacidad; y de Nietzsche no hablemos. Con el mundo de las formas numéricas se pierde una gran convención. Desde entonces no solo no hay ya tectonismo en los sistemas, sino que falta eso que pudiéramos llamar el gran estilo del pensamiento. Schopenhauer se ha calificado a sí mismo de «pensador de ocasión».

La ética se ha desarrollado rompiendo los límites de su esfera, que consistía en ser parte de una teoría abstracta. Ahora ya la ética constituye la filosofía; ella es la que incorpora a su sistema los demás territorios; la vida práctica se sitúa en el centro de la consideración. Declina la pasión del pensamiento puro. La metafísica, señora ayer, es hoy esclava. Su misión se reduce a proporcionar el fundamento de un sentir práctico. Y ese fundamento mismo se hace cada día más superfluo. Se olvida, se ridiculiza lo metafísico, lo impráctico, las «piedras en vez del pan». En Schopenhauer los tres primeros libros sirven como de introducción al cuarto. Kant creía que lo mismo sucedía en su sistema. Pero en realidad, para Kant, la razón pura, no la práctica, es todavía el centro de la creación filosófica. De la misma manera, se divide la filosofía antigua antes y después de Aristóteles. Antes es una grandiosa concepción del cosmos, apenas enriquecida por una ética formal; después es la ética misma, tomada en el sentido de un programa, de una necesidad, y asentada sobre la base de una metafísica vacilante e insegura. Y cuando vemos la falta de conciencia lógica con que Nietzsche, por ejemplo, construye rápidamente tales teorías, sentimos la impresión de que ello no es motivo suficiente para rebajar el valor de su filosofía propiamente dicha.

Es sabido que Schopenhauer81 no pasó de la metafísica al pesimismo, sino que fue el pesimismo —que le acometió a los diecisiete años— el que le llevó al desarrollo de su sistema. Shaw —extraño testimonio— hace notar en su Breviario de Ibsen que leyendo a Schopenhauer se puede muy bien —como él dice— admitir su filosofía, aun rechazando su metafísica. Esta expresión separa muy exactamente el elemento que hace de Schopenhauer el primer pensador del tiempo nuevo y el otro elemento que, según una tradición anticuada, debía haber en toda filosofía completa. Nadie percibiría en Kant tal distinción. Nadie podría consumarla. En Nietzsche, en cambio, es fácil demostrar que su «filosofía» fue enteramente una experiencia íntima, muy pronto sentida, mientras que para satisfacer sus necesidades metafísicas se sirvió de rápidas lecturas, defectuosas a veces, y ni siquiera consiguió exponer con exactitud su teoría ética. En Epicuro y en los estoicos es también fácil distinguir dos capas superpuestas de pensamiento: una viva, ética, adecuada a la época, y otra impuesta por la costumbre, innecesaria, metafísica. Este fenómeno no deja duda alguna sobre la esencia de toda filosofía civilizada.

La metafísica rigurosa ha agotado sus posibilidades. La urbe mundial ha vencido definitivamente al campo; y su espíritu se construye ahora una teoría propia, orientada necesariamente hacia fuera, una teoría mecanicista, inánime. Con cierto derecho cabe hablar ahora de cerebro en vez de alma. Y como en el «cerebro» occidental la voluntad de potencia, la orientación tiránica hacia el futuro, hacia la organización de la totalidad, exige una expresión práctica, por eso la ética, cuanto más va perdiendo de vista su pasado metafísico, más adquiere un carácter éticosocial y económico. La filosofía del presente, nacida de Hegel y Schopenhauer, es crítica social cuando representa bien el espíritu del tiempo; en cambio Lotze y Herbart, por ejemplo, permanecen fuera de esa caracterización.

La misma atención que el estoico concede a su cuerpo concede el pensador occidental al cuerpo social. No es fortuito el hecho de que la escuela hegeliana haya producido el socialismo —Marx, Engels—, el anarquismo —Stirner— y el problematismo del drama social —Hebbel—. El socialismo es la economía nacional disfrazada de ética, de ética imperativa. Mientras hubo metafísica de gran estilo, es decir, hasta Kant, la economía nacional fue solo una ciencia; pero tan pronto como la «filosofía» significó ética práctica, la economía vino a ocupar el puesto de la matemática y a ser la base del pensamiento cósmico. Esta es la significación de Cousin, Bentham, Comte, Mill y Spencer.

No es libre el filósofo de elegir su materia, ni la filosofía tiene siempre y dondequiera la misma materia. No existen problemas eternos; los problemas son sentidos y planteados por un determinado tipo de existencia. «Todo lo transitorio es un mero símbolo»; esto mismo puede decirse de toda filosofía auténtica, que es la expresión espiritual de una existencia, la realización de posibilidades psíquicas en un mundo de formas conceptuales, de juicios, de razones, unidas en la viva realidad de un autor. Cada una de ellas, desde la primera hasta la última palabra, desde el tema más abstracto hasta el rasgo de carácter más personal, es un producto, un reflejo del alma en el mundo, del reino de la libertad en el reino de la necesidad, de la vida inmediata en la lógica espacial; y, por lo tanto, es algo transitorio, con un ritmo y duración determinados. Por eso hay en la elección del tema una rigurosa necesidad. Cada época tiene el suyo, que es significativo para ella y no para otra alguna. No equivocarse en esto es lo que caracteriza al filósofo nato. Lo demás de la producción filosófica es insignificante, mera ciencia especializada, tedioso montón de sutilezas sistemáticas y conceptuales.

Por eso la filosofía característica del siglo XIX es solo ética, solo crítica social en el sentido productivo, y nada más. Por eso sus representantes más eminentes, si prescindimos de los prácticos, son los dramaturgos —y esto concuerda con la actividad fáustica—, junto a los cuales ningún filósofo de cátedra significa nada con su lógica, su psicología o su sistemática. Estos insignificantes, estos simples sabios son, empero, los que han escrito una y otra vez la historia de la filosofía —y ¡qué historia!, ¡mera colección de datos y «resultados»!—; a ello justamente se debe el que nadie sepa hoy lo que es historia de la filosofía y lo que debiera ser.

La profunda unidad orgánica en el pensamiento de esta época no ha sido vislumbrada por nadie todavía. Su núcleo filosófico puede, sin embargo, reducirse a una fórmula. Preguntémonos hasta qué punto es Shaw el discípulo que continúa y perfecciona a Nietzsche. Y advierto que esta relación no tiene en mi pensamiento la menor ironía. Shaw es el único pensador de altura que ha proseguido consecuente en la dirección del verdadero Nietzsche, esto es, como crítico productivo de la moral occidental; y, por otra parte, ha sacado, como poeta, las últimas consecuencia de Ibsen. En sus obras de teatro ha prescindido del resto que aún quedaba de forma artística, convirtiéndolas en discusiones prácticas.

Nietzsche ha sido en todo —cuando el romántico rezagado que había en él no determina el estilo, el tono y la actitud de su filosofía— un discípulo de los decenios materialistas. Lo que tan apasionadamente le atraía de Schopenhauer, sin darse él cuenta y sin que nadie se haya dado cuenta, era aquel elemento de la doctrina schopenhaueriana que destruye la metafísica de gran estilo y parodia involuntariamente al maestro Kant; me refiero a la conversión de los profundos conceptos barrocos en nociones palpables y mecánicas. Kant habla, en términos insuficientes —tras los cuales se oculta una intuición poderosa, difícilmente accesible—, del mundo como apariencia; Schopenhauer dice, en cambio: el mundo como fenómeno cerebral. Aquí se verifica la transformación de la filosofía trágica en plebeyismo filosófico. Bastará citar un pasaje. En El mundo como voluntad y como representación (II, cap. 19), dice: «La voluntad, como cosa en sí, constituye la esencia interior, verdadera, indestructible, del hombre; pero en sí misma es, sin embargo, inconsciente. Porque la consciencia está condicionada por el intelecto y este es un mero accidente de nuestro ser, porque es una función del cerebro, el cual, con los nervios adyacentes y la médula espinal, es un simple fruto, un producto y hasta un parásito del organismo restante, por cuanto no actúa directamente en los engranajes interiores, sino que sirve a los fines de la conservación, regulando las relaciones del organismo con el mundo exterior». Esta es exactamente la concepción fundamental del materialismo más mezquino. No en vano Schopenhauer, como antes Rousseau, había aprendido la teoría en los sensualistas ingleses. En ellos se acostumbró a mal interpretar a Kant, en el espíritu de la modernidad urbana, enderezada al finalismo. El intelecto como instrumento de la voluntad de vivir82, como arma en la lucha por la existencia; eso que Shaw ha llevado a la escena en forma grotesca83, ese aspecto de Schopenhauer es el que, al aparecer la obra capital de Darwin (1859), al punto hizo de él el filósofo de moda. Al contrario de Schelling, Hegel, Fichte, fue Schopenhauer el único cuyas fórmulas metafísicas penetraron sin dificultad en la clase media espiritual. Su claridad, que tanto le enorgullecía, linda en cada instante con la trivialidad. Le fue posible entonces, sin renunciar a esas fórmulas envueltas en una atmósfera de profundidad y exclusivismo, apropiarse toda la concepción civilizada del mundo. Su sistema es un darwinismo anticipado, que se disfraza con el idioma kantiano y los conceptos indios. En su libro La voluntad en la naturaleza (1835) encontramos ya la lucha por prevalecer en la naturaleza, vemos ya el intelecto humano considerado como el arma más eficaz en esa lucha, hallamos ya el amor sexual concebido como selección inconsciente84, por intereses biológicos.

Esta es la opinión que Darwin, pasando por Malthus, ha introducido con éxito irresistible en su interpretación del mundo animal. Hay un hecho que demuestra el origen económico del darwinismo, y es que este sistema, ideado en vista de la semejanza entre los animales superiores y el hombre, no se acomoda al mundo vegetal y degenera en verdaderas tonterías cuando, con su tendencia voluntarista (selección, mimicry), se aplica seriamente a las formas orgánicas primitivas85. El darwinista entiende por demostración un ordenamiento de los hechos, una explicación metafórica de los hechos, que corresponde a su sentimiento fundamental historicodinámico de «evolución». El «darwinismo», es decir, ese conjunto de opiniones tan diferentes y a veces contradictorias, que solo tienen de común la aplicación del principio causal a lo viviente, esto es, un método y no un resultado, era ya conocido con todo detalle en el siglo XVIII. Rousseau defiende en 1754 la teoría del hombre mono. Lo que Darwin ha hecho es solamente construir el sistema manchesteriano, cuya popularidad se explica por su contenido político latente.

Y aquí se revela la unidad espiritual del siglo. Desde Schopenhauer hasta Shaw, todos, sin sospecharlo, han dado forma al mismo principio. Todos van guiados por ideas evolucionistas, incluso los que, como Hebbel, ignoran a Darwin. Pero esas ideas evolucionistas no las toman en su profunda acepción goethiana, sino en su mezquina acepción civilizada, unas veces con el cuño biológico, otras con el económico. La conversión de la cultura en civilización hubo también de verificarse en la idea evolucionista, que es íntegramente fáustica, y que, en oposición a la entelequia aristotélica, concepto intemporal, revela un afán apasionado de futuro infinito, una voluntad, un fin que representa a priori la forma de nuestra intuición naturalista y no necesita ser descubierta antes como principio, porque es inmanente al espíritu fáustico y solo a este. En Goethe la idea de evolución es sublime; en Darwin, mezquina. En Goethe es orgánica; en Darwin, mecánica. En Goethe es una experiencia íntima, un símbolo; en Darwin, es conocimiento y ley. En Goethe se llama realización interna; en Darwin, «progreso». La lucha por la existencia, que Darwin no percibió, sino que introdujo en la naturaleza, es la acepción plebeya de ese sentimiento primario que en las tragedias de Shakespeare mueve unas junto a otras las grandes realidades. Lo que en Shakespeare es intuido íntimamente, sentido como el sino y realizado en figuras, eso mismo es concebido por Darwin como nexo causal y reducido a un sistema superficial de finalidades. Y este sistema, no aquel sentimiento primario, es el que sirve de base a los discursos de Zaratustra, a la tragedia de Los aparecidos, al problematismo de El anillo del Nibelungo. Solo que Schopenhauer, al que Wagner se mantuvo fiel, fue el primero de la serie y percibió, espantado, su propio conocimiento —he aquí la raíz de su pesimismo, cuya suprema expresión es la música del Tristán—, mientras que los siguientes, Nietzsche sobre todo, se entusiasmaron con él, a veces no sin violencia.

La ruptura de Nietzsche con Wagner —último acontecimiento grandioso del espíritu alemán— significa su cambio de maestro, su tránsito inconsciente de Schopenhauer a Darwin; de la fórmula metafísica a la fórmula fisiológica para uno y el mismo sentimiento cósmico; de la negación a la afirmación. Ambos reconocen un mismo aspecto, a saber: la voluntad de vivir, que es idéntica a la lucha por la existencia. Pero Schopenhauer la niega y Nietzsche la afirma. En Schopenhauer como educador, la evolución significa todavía una madurez interna; pero el superhombre es ya producto de una evolución mecánica. Zaratustra nace éticamente por oposición inconsciente a Parsifal; pero su origen artístico está determinado por Parsifal y se debe a la rivalidad de los dos mesías.

Mas Nietzsche fue también socialista sin saberlo. No sus fórmulas, pero sí sus instintos, eran socialistas, prácticos; iban dirigidos a la «salud fisiológica de la humanidad», en la que Goethe y Kant no pensaron nunca. El materialismo, el socialismo, el darwinismo, son inseparables; solo en la superficie y artificialmente pueden distinguirse. Por eso Shaw, para obtener en el tercer acto de Hombre y superhombre —una de las obras más importantes y significativas al término de la época— la fórmula propia de su socialismo, solo necesita introducir una pequeña modificación, bien consecuente por cierto, en las tendencias de la moral de los señores y de la selección del superhombre. Shaw, en esta obra, ha expresado —sin rodeos, claramente, con la plena conciencia de una trivialidad— lo que las partes no desarrolladas de Zaratustra debieron haber dicho primitivamente con el teatralismo de Wagner y la nebulosidad romántica. Basta con discernir las necesarias condiciones y consecuencias prácticas del pensamiento nietzschiano, implícitas en la estructura de la vida pública actual. Nietzsche se mueve entre fórmulas indeterminadas, como «nuevos valores», «superhombre», «sentido de la tierra», y evita o teme apretar y precisar la concepción. Shaw, en cambio, lo hace. Nietzsche advierte que la idea darwinista del superhombre evoca el concepto de crianza; pero se queda en palabras sonoras. Shaw sigue preguntando —pues no tiene sentido el hablar de ello, si no se quiere llevar a cabo— cómo ha de hacerse esta crianza, y llega a la conclusión de que hay que convertir la humanidad en una yeguada. Esta, empero, es la consecuencia de Zaratustra; solo que Nietzsche no tuvo el valor de sacarla, aunque fuera el valor del mal gusto. Cuando se habla de una crianza intencionada —concepto perfectamente materialista y utilitario— hay que contestar a estas preguntas: ¿Quién cría? ¿A quién cría? ¿Dónde y cómo se cría? Pero la aversión romántica de Nietzsche a sacar las consecuencias sociales prosaicas; su miedo a exponer los pensamientos poéticos a una comprobación violenta de los hechos fríos, le indujeron a no decir que toda su teoría, oriunda del darwinismo, supone también la coacción socialista como medio; que a toda crianza o educación sistemática de una clase de hombres superiores debe preceder un orden social rigurosamente socialista; y que esta idea «dionisiaca» —puesto que se trata de una acción común y no de un asunto privado, ajeno a los pensamientos vivos— es una idea democrática, sea cual fuere la forma en que se exprese. Con esto llega a su cúspide la ética dinámica del «tú debes». Para imponer al mundo la forma de su voluntad, el hombre fáustico se sacrifica a sí mismo.

La crianza o educación del superhombre es la consecuencia del concepto de selección. Desde que Nietzsche escribió los Aforismos, fue discípulo inconsciente de Darwin. Pero Darwin mismo había transformado la idea evolutiva del siglo XVIII fundiéndola con las tendencias económicas que tomó de su maestro Malthus y que proyectó en el mundo de los animales superiores. Malthus había estudiado la industria fabril de Lancaster. Todo este sistema, aplicado a los hombres en vez de a los animales, se encuentra ya en la Historia de la civilización inglesa, por Buckle (1857).

Y así resulta que la «moral de los señores», la moral de ese último romántico, viene por extrañas vías muy características, empero, para el sentido de la época, y nace en el manantial de toda la modernidad espiritual, en la atmósfera de la industria inglesa. El maquiavelismo, que Nietzsche preciaba como manifestación del Renacimiento y cuyo parentesco con el concepto darwinista de la mimicry no se debe olvidar, es de hecho el tema de El capital, de Marx, otro famoso discípulo de Malthus. La primera forma de esta obra fundamental del socialismo político (no del ético), empezada a publicarse en 1867, está en la Crítica de la economía política, que aparece al mismo tiempo que el libro de Darwin. Tal es la genealogía de la «moral de los señores». La «voluntad de la potencia», vertida al idioma de la realidad, de la política y de la economía, encuentra su expresión más fuerte en La comandante Bárbara, de Shaw. Sin duda Nietzsche es, como personalidad, la cumbre de esta serie de éticos; pero como pensador le alcanza Shaw, el político de partido. La voluntad de potencia está hoy representada por los dos polos de la vida pública, la clase obrera y las grandes personalidades financieras y cerebrales, mucho mejor que lo fuera antaño por un Borgia. El millonario Undershaft, en esa excelente comedia de Shaw, es el superhombre. Pero Nietzsche, romántico, no hubiera reconocido en él su ideal. Nietzsche habla sin cesar de una transvaloración de todos los valores, de una filosofía del futuro, es decir, ante todo del futuro europeo, no del futuro chino o africano; pero cuando alguna vez sus pensamientos, perdidos en lejanías dionisiacas, se condensan en formas palpables, la voluntad de potencia se le presenta en la imagen del puñal y del veneno, no en la de una huelga o en la de la energía del dinero. Sin embargo, Nietzsche ha dicho que la idea se le ocurrió en la guerra de 1870, viendo pasar los regimientos prusianos que marchaban al combate.

El drama de esta época ya no es poesía, en el viejo sentido, en el sentido de la cultura. Ahora es una forma de la propaganda, un debate y una demostración; la escena se considera como «un instinto moral». Nietzsche mismo propende a dar a sus pensamientos una forma dramática. Richard Wagner ha expuesto sus ideas sociales revolucionarias en su poema de Los Nibelungos, sobre todo en la primera concepción de 1850. Sigfredo, pasando por numerosas influencias artísticas y extraartísticas, es todavía en la redacción definitiva de El anillo un símbolo de la cuarta clase; el tesoro de Fafner simboliza el capitalismo; Brunilda, la «mujer libre». La música de la selección sexual, cuya teoría, el Origen de las especies, apareció en 1859, se encuentra justamente en el tercer acto de Sigfredo y en Tristán. Y no es fortuito el hecho de que Wagner, Hebbel e Ibsen hayan emprendido, casi al mismo tiempo, la tarea de dramatizar el tema de Los Nibelungos. Hebbel, al conocer en París los escritos de Friedrich Engels, expresa su admiración (carta del 2 de abril de 1844) por haber concebido el principio social de la época —que quería exponer entonces en un drama intitulado En un tiempo cualquiera— del mismo modo que el autor del Manifiesto comunista; y cuando conoce por primera vez a Schopenhauer (carta de 29 de marzo de 1857) le sorprende el parentesco de El mundo como voluntad y como representación con algunas tendencias importantes que él había expresado en su Holofernes y en Herodes y Mariene. El Diario de Hebbel, cuya parte capital fue escrita entre 1835 y 1845, es una de las más profundas producciones filosóficas del siglo, sin que su autor se haya dado cuenta de ello. A nadie le extrañaría encontrar frases enteras suyas, textualmente, en Nietzsche, que no lo conoció nunca y no lo alcanzó siempre.

Doy seguidamente un cuadro de la filosofía real del siglo XIX, cuyo tema único y más característico es la voluntad de potencia en forma civilizada, intelectual, ética o social, como voluntad de vida, como fuerza vital, como principio dinámico práctico, como concepto o en forma dramática. Este período, que cierra Shaw, corresponde al «antiguo» de 350 a 250. Lo demás es, como dice Schoperes de filosofía:

1819 SCHOPENHAUER: El mundo como voluntad y como representación. La voluntad de vivir puesta por primera vez en el centro de todo, como realidad única («fuerza primaria»); pero todavía, bajo la impresión del idealismo precedente, se recomienda su negación.

1836 SCHOPENHAUER: Sobre la voluntad en la naturaleza. Anticipación del darwinismo, pero en lenguaje metafísico.

1840 PROUDHON: ¿Qué es la propiedad? Fundamento del anarquismo.

A. COMTE: Curso de filosofía positiva. La fórmula de orden y progreso.

1841 HEBBEL: Judit. Primera concepción dramática de la «mujer moderna» y del superhombre (Holofernes).

FEUERBACH: La esencia del cristianismo.

1844 ENGELS: Bosquejo de una crítica de la economía nacional. Base de la concepción materialista de la historia.

HEBBEL: María Magdalena. Primer drama social.

1847 MARX: Miseria de la filosofía. (Síntesis de Hegel y Malthus).

Estos años constituyen la época decisiva, en la que comienzan a predominar la economía, la ética social y la biología.

1848 WAGNER: La muerte de Sigfredo. Sigfredo como revolucionario eticosocial; el tesoro de Fafner, símbolo de capitalismo.

1850 WAGNER: Arte y clima. El problema sexual.

1850-1858 WAGNER, HEBBEL e IBSEN componen sus Nibelungos.

1859 Una coincidencia simbólica: DARWIN publica su Origen de las especies por selección natural (aplicación de la economía a la biología), y WAGNER, Tristán e Iseo.

MARX: Crítica de la economía política.

1863 STUART MILL: El utilitarismo.

1865 DÜHRING: El valor de la vida. Rara vez citado, pero de gran influjo sobre la generación inmediata.

1867 IBSEN: Brand.

MARX: El capital.

1878 WAGNER: Parsifal. Primera conversión del materialismo en misticismo.

1879 IBSEN: Nora.

1881 NIETZSCHE: Aurora. Tránsito de Schopenhauer a Darwin.

La moral como fenómeno biológico.

1883 NIETZSCHE: Así hablaba Zaratustra. La voluntad de potencia, pero en traje romántico.

1886 IBSEN: Rosmersholm. (Los hombres nobles.)

NIETZSCHE: Más allá del bien y del mal.

1887-1888 STRINDBERG: Padre y Señorita Julia.

1890 Se acerca la conclusión de la época. Obras religiosas de STRINDBERG; obras simbólicas de IBSEN.

1896 IBSEN: Juan Gabriel Borkmann. El superhombre.

1898 STRINDBERG: Hacia Damasco.

A partir de 1900, las últimas producciones.

1903 WEININGER: Sexo y carácter. El único ensayo serio de resucitar a Kant, dentro de esta época, poniéndolo en relación con Wagner e Ibsen.

1904 SHAW: Hombre y superhombre. Última síntesis de Darwin y Nietzsche.

1905 SHAW: La comandante Bárbara. El tipo de superhombre retraído a su origen economicopolítico.

Así, tras el período metafísico queda agotado, igualmente, el período ético. El socialismo ético, preparado por Fichte, Hegel, Humboldt, llegó a su grandeza pasional hacia la mitad del siglo XIX. Al término de este siglo había pasado ya el estadio de las repeticiones. El siglo XX conserva la palabra «socialismo»; pero en lugar de una filosofía ética que sólo a los epígonos les parece incompleta, pone en práctica la solución de problemas económicos actuales. La emoción ética del Occidente seguirá siendo «socialista»; pero su teoría ha dejado de ser problema. Resta la posibilidad de un tercero y último período en la filosofía occidental: el de un escepticismo fisiognómico. El secreto del universo aparece sucesivamente como problema de conocimiento, problema de valor, problema de forma. Kant veía la ética como objeto de conocimiento; el siglo XIX veía el conocimiento como objeto de valoración; el escéptico considera ambas cosas simplemente como expresión histórica de una cultura.