1
El sentimiento cósmico de la humanidad superior ha hallado su expresión simbólica más clara —prescindiendo de los círculos de representaciones matematiconaturalistas y del simbolismo de sus conceptos fundamentales— en las artes plásticas. Las artes plásticas son innumerables, y entre ellas debe incluirse la música. En efecto, si en vez de considerar la música independientemente de las artes pictoricoplásticas, se hubiesen incorporado sus modalidades, tan varias, a las investigaciones sobre la evolución de la historia del arte, se habría adelantado mucho en la inteligencia del fin que persigue esa evolución. No llegaremos nunca a concebir el impulso creador que actúa en las artes no verbales1, si a la diferencia entre los recursos ópticos y los recursos acústicos le damos más valor que el de una circunstancia meramente externa. No es eso lo que distingue a unas artes de otras. ¡Arte de la vista y arte del oído! Decir esto no es decir nada. Solo el siglo XIX ha podido exagerar de ese modo el posible valor de las condiciones fisiológicas, incluso las de la expresión, de la recepción, de la transmisión. Ni los cuadros «cantantes» de Claudio Lorena o de Watteau están hechos propiamente para los ojos del cuerpo, ni la música de amplias espaciosidades, desde Bach, está hecha para los oídos del cuerpo. La relación antigua entre la obra de arte y el órgano del sentido, relación en que siempre se piensa, aunque inexactamente, cuando se habla de este tema, es muy distinta, mucho más sencilla y material que la nuestra. Nosotros «leemos» Otelo y Fausto; nosotros «estudiamos» las partituras. Esto quiere decir que nosotros sustituimos un órgano del sentido por otro, para que el espíritu de esas obras actúe sobre el nuestro en toda su pureza. Continuamente apelamos de los sentidos externos a los «internos», a la imaginación, facultad netamente fáustica, que no tiene el menor carácter «antiguo». Solo así puede comprenderse esa infinita sucesión de escenas que hay en Shakespeare y que es tan contraria a la antigua unidad de lugar; y en el caso extremo, que es justamente el Fausto de Goethe, resulta imposible una verdadera representación, una representación que agote íntegramente el contenido de la obra. Pero lo mismo sucede en la música. Ya se trate del recitado a capella de estilo palestriniano o, en mayor grado todavía, de las Pasiones de Enrique Schütz, de las fugas de Bach, de los últimos cuartetos de Beethoven y del Tristán, lo que realmente vivimos tras la impresión sensible es un mundo de otras impresiones harto diferentes, un mundo que se nos aparece todo riquezas y profundidades, un mundo del que solo por medio de imágenes traslaticias podemos hablar y comunicar alguna cosa; pues la armonía evoca en nosotros rutilantes colores, pardos sombríos y dorados matices, ocasos, altas cumbres de lejanas sierras, tormentas, paisajes primaverales, ciudades sumergidas, rostros extraños. No es un azar el que Beethoven haya compuesto sus últimas obras estando sordo. Esta sordera cortó, por decirlo así, el último ligamen sensible. Para esta música, la vista y el oído son por igual puentes que conducen al alma; y nada más. Y este modo visionario de gozar el arte le es totalmente extraño al hombre griego. El griego palpa el mármol con la mirada; el sonido pastoso del aulo le produce una impresión de contacto corpóreo. Los ojos y los oídos son para él receptores de la impresión rotunda, compleja. En cambio, para nosotros, desde la época del gótico, ya no tienen los sentidos esa función.
En realidad, los sonidos son algo extenso, limitado, numerable, como las líneas y los colores; y el mismo carácter tienen también la armonía, la melodía, la rima, el ritmo, como la perspectiva, la proporción, la sombra y el contorno. La diferencia entre dos géneros de pintura puede ser infinitamente mayor que la diferencia entre la pintura y la música de una misma época. Comparados con una estatua de Mirón, pertenecen a uno y el mismo arte un paisaje de Poussin y la cantata pastoral para música de cámara, de esta misma época; Rembrandt y las composiciones para órgano de Buxtehude, Pachelbel y Bach; Guardi y las óperas de Mozart. El lenguaje de formas interiores que nos hablan todas estas obras es de tal manera idéntico, que ante esta identidad se desvanece la diferencia entre los medios ópticos y los medios acústicos.
La estética ha concedido siempre un valor supremo a las diferencias conceptuales, intemporales, que existen entre las distintas ramas del arte. Ello obedece, simplemente, a que no ha sabido penetrar en lo profundo del problema. Las artes son unidades vitales, y lo vital no admite división. El primer cuidado de los pedantes eruditos ha sido siempre, empero, el de trazar separaciones en el territorio infinito del arte, atendiendo a los recursos y a las técnicas más exteriores. Así, se ha dividido el arte en artes particulares que se suponen eternas, ¡con principios formales inmutables! Así se ha distinguido la «música» de la «pintura», la «música» del «drama», la «pintura» de la «plástica», pasando luego a definir lo que sea la pintura, la plástica, la tragedia. Pero el lenguaje de las formas técnicas no es casi más que la máscara de la obra propiamente dicha. El estilo no es, como pensaba Semper —espíritu superficial, legítimo contemporáneo de Darwin y del materialismo—, el producto del material, de la técnica y del fin. Por el contrario, el estilo es algo que la inteligencia artística no puede captar; es una revelación metafísica, es una misteriosa constricción, un sino. Y no tiene nada que ver con los límites materiales de las artes particulares.
Atribuir una importancia fundamental a la división de las artes según las condiciones de la impresión sensible es, pues, malograr desde luego el problema de la forma. ¿Es lícito considerar la plástica en general como una especie artística para deducir luego sus leyes universales? Pero, ¿qué es la «plástica»? ¡La pintura!... no existe. El que no sienta que los dibujos de Rafael y los dibujos de Tiziano, compuestos aquellos de contornos y estos de manchas de luz y de sombra, pertenecen a dos artes diferentes; que el arte de Giotto o de Mantegna y el arte de Vermeer o de Van Goyen no tienen apenas relación, pues los unos crean con la pincelada una especie de relieve y los otros evocan una a modo de música en la superficie cromática, mientras que, por otra parte, un fresco de Polignoto y un mosaico de Rávena no pueden, ni siquiera por su técnica, incluirse en la especie pintura; el que no sienta esto, no comprenderá nunca los problemas más profundos del arte. ¿Qué tiene que ver un aguafuerte con el arte de Fra Angélico? ¿Qué una figura de los vasos protocorintios con una vidriera gótica? ¿Qué un relieve egipcio con un relieve del Partenón?
Si las artes tienen límites —límites de su alma convertida en forma—, habrán de ser históricos, pero no técnicos o fisiológicos2. Un arte es un organismo, no un sistema. No hay un género artístico que atraviese los siglos y las culturas. Aun en aquellos casos en que, como en el Renacimiento, ciertas supuestas tradiciones técnicas confunden al pronto la visión, pareciendo demostrar que las leyes del arte antiguo conservan una eterna validez, existe, en el fondo, una completa diferenciación. En el arte grecorromano no hay nada que tenga la menor afinidad con el lenguaje de las formas que nos hablan una estatua de Donatello, un cuadro de Signorelli, una fachada de Miguel Ángel. Quien tiene afinidad íntima con el Quattrocento es exclusivamente el gótico de la misma época. Sin duda los retratos egipcios han «influido» sobre el tipo arcaico del Apolo griego, y las pinturas sepulcrales etruscas sobre las representaciones toscanas primitivas. Pero esto no tiene mayor significación. Es como cuando Bach escribe una fuga sobre un tema ajeno, para mostrar lo que puede expresarse con él. Todo arte singular, el paisaje chino como la plástica egipcia y el contrapunto gótico, vive una sola vez, y nunca se repite con su alma y su simbolismo típicos.
2
El concepto de la forma adquiere aquí un sentido de enorme amplitud. No solo el instrumento técnico, no solo el lenguaje de las formas, sino también la elección del género artístico es un medio de expresión. En la vida de los artistas hay creaciones de obras maestras que hacen época, por ejemplo en Rembrandt, la Ronda de noche; en Wagner, Los maestros cantores. De igual modo, en el ciclo vital de una cultura hay creaciones de géneros artísticos que, concebidos como un todo, hacen época también. Cada uno de estos géneros constituyen un organismo en sí, que no tiene ni predecesores ni sucesores, si prescindimos de los aspectos puramente externos. Toda teoría, toda técnica y convención, forma parte de su carácter propio, sin nada de perdurable, sin valor alguno universal. Así, pues, podemos investigar cuándo una de estas artes comienza a vivir y cuándo se extingue o si se convierte en otra; podemos indagar por qué tal o cual arte falta o predomina en tal o cual cultura. Y todos estos problemas son problemas de la forma, en el más alto sentido; no de otro modo que esos otros problemas de por qué tal o cual pintor o músico renuncia —inconscientemente— a emplear determinados matices o armonías y prefiere usar de otros, hasta el punto de podérsele identificar por ello.
La teoría del arte no ha reconocido todavía la importancia de este grupo de problemas. Y, sin embargo, este aspecto de una fisiognómica de las artes es el que nos da la clave para llegar a comprenderlas. Hasta ahora, sin examinar la grave cuestión que aquí planteamos, se ha creído que todas las artes —partiendo de la ya citada «división»— eran posibles siempre y en todas partes; y cuando se advertía la falta de alguna de ellas, achacábase a la ausencia fortuita de personalidades creadoras, o de circunstancias favorables, o de mecenas capaces de promover «el progreso del arte». Pero esto es justamente lo que yo llamo trasladar el principio de causalidad desde el mundo de lo producido al mundo del producirse. No teniendo ojos capaces de penetrar en la muy diferente lógica y necesidad de la vida, del sino, con sus posibilidades expresivas, que ni pueden evitarse ni pueden repetirse nunca, hubieron de acudir los historiógrafos a las causas palpables, situadas en el primer plano para construir una secuencia superficial de acontecimientos historicoartísticos.
Ya al principio de este libro nos hemos referido a esa torpe imagen de una progresiva evolución de «la humanidad», en línea recta, pasando por la Antigüedad, la Edad Media y la Edad Moderna, imagen que nos ha impedido llegar a una visión verdadera de la historia y de la estructura de las culturas superiores. La historia del arte nos ofrece ahora un ejemplo especialmente claro de esa errónea concepción. Después de haber admitido como evidente la existencia de ciertos géneros artísticos constantes y bien definidos, se ha bosquejado la historia de todos ellos, siguiendo el esquema también evidente de Antigüedad, Edad Media y Edad Moderna. Claro está que en esa historia no podían encontrar acomodo ni el arte de la India y del Asia oriental, ni el arte de Axum y de Saba, ni el arte de los sasánidas y de Rusia, las cuales, por lo tanto, fueron tratadas como un apéndice o en absoluto olvidadas, sin que nadie, ante tamaña consecuencia, comprendiese lo absurdo del método. A toda costa había que llenar el esquema con hechos; y, sin reparo alguno, se persiguió una serie absurda de alzas y bajas. Las épocas de inmovilidad fueron calificadas de «pausas naturales». Se dijo «épocas de decadencia» para designar los momentos en que, en realidad, fallecía un arte grande. Se llamaron «épocas de resurrección» a aquellas en que, claramente, para la mirada imparcial, nacía un arte nuevo en otro paisaje, como expresión de otra humanidad. Todavía se enseña hoy que el Renacimiento fue una resurrección del arte antiguo. Y de todo ello se saca, por último, la consecuencia de que es posible y legítimo dar nuevos impulsos a ciertas artes que se encuentran moribundas o ya muertas —el momento presente es un verdadero campo de batalla—, empleando para lograrlo conscientes renovaciones, programas o «resurrecciones» violentas.
El carácter orgánico de esas grandes artes se manifiesta muy a las claras en el problema que su brusca muerte nos plantea. En efecto, las artes mayores suelen acabar de una manera súbita: el drama ático, con Eurípides; la plástica florentina, con Miguel Ángel; la música instrumental, con Liszt, Wagner y Bruckner. ¿Por qué? Estos finales repentinos producen la impresión de un verdadero símbolo. Si bien se mira, se verá que nunca se ha intentado de veras «resucitar» una sola de las artes importantes.
Nada del estilo de las pirámides ha pasado al dórico. No hay nada que una el templo antiguo a las basílicas orientales, pues aunque las basílicas emplearon la columna antigua como elemento arquitectónico —que es lo más importante para la mirada superficial—, este hecho no tiene mayor importancia que el empleo por Goethe de la mitología antigua en su noche clásica de la Walpurgis. Creer que en el siglo XV resucitó en Occidente un arte antiguo, es una fantasía bien extraña. La Antigüedad, en su período posterior, hubo de renunciar a una música de gran estilo, cuyas posibilidades se habían dado en la edad primera del dórico, como lo demuestra la significación que tuvo la vieja Esparta —en ella actuaron Terpandro, Taletas, Alcman, cuando el arte de la estatua empezaba a brotar en otras tierras— para toda la música que se produjo después. De igual modo el arabesco anuló todos los ensayos que la cultura mágica hiciera al principio en el retrato de frente, en el huecorrelieve y en el mosaico. Asimismo, la pintura al óleo de los venecianos y la música instrumental del barroco hizo desaparecer toda la plástica que había nacido a la sombra de las catedrales góticas de Chartres, Reims, Bamberg, Naumburgo y, finalmente, en la Nuremberg de Pedro Vischer y en la Florencia de Verrocchio.
3
Entre el templo de Poseidón, en Pesto, y la catedral de Ulm, obras maduras del dórico y del gótico, hay la misma diferencia que entre la geometría euclidiana de las superficies limitantes y la geometría analítica de las posiciones ocupadas por los puntos en el espacio relativamente a los ejes. La arquitectura antigua comienza por fuera. La arquitectura occidental, por dentro. También la arquitectura árabe comienza por dentro; pero dentro se queda. Solo el alma fáustica necesitó para expresarse un estilo que, a través de los muros, pugnase por irrumpir en el espacio cósmico sin límites, convirtiendo el interior y el exterior en imágenes correspondientes de uno y el mismo sentimiento cósmico. La basílica y la iglesia cupular pueden muy bien ostentar por fuera un decorado; pero esa su parte exterior no constituye su arquitectura. Lo que se ve al acercarse a ellas produce el efecto de una protección, de algo que oculta un misterio. El lenguaje de las formas, en la penumbra de la cueva, se dirige solo a la comunidad de los fieles, y en esto consiste precisamente la afinidad entre los más altos ejemplos de este estilo y las mitreas y catacumbas más humildes. Tal fue la primera expresión fuerte de un alma nueva. Pero tan pronto como el espíritu germánico se hubo adueñado de ese tipo basilical, todos los elementos constructivos comenzaron a cambiar maravillosamente de posición y de sentido. En el norte fáustico, la figura externa de los edificios, desde la catedral hasta la sencilla vivienda, se amolda siempre al sentido con que ha sido hecha la distribución del espacio interior. La mezquita nada nos dice de su espacio interior; y en el templo antiguo no lo hay. En cambio, el edificio fáustico tiene un rostro, no solo una fachada —mientras que el frontispicio de un perímetro es simplemente un lado del cuerpo arquitectónico, y la cúpula central, por su idea misma, carece de frente y fachada—; y a ese rostro, a esa cabeza, va unido un tronco estructurado que se tiende sobre la amplia llanura, como en la catedral de Spira, o se encumbra hacia el cielo, como en la de Reims, con las innumerables flechas de su proyecto primitivo. El motivo de la fachada, que mira hacia el espectador y le explica el sentido interno de la casa, predomina, no solamente en nuestros grandes edificios, sino también en esa imagen, moteada de ventanas, que ofrecen nuestras calles, nuestras plazas y nuestras ciudades3.
La gran arquitectura primitiva es la madre de todas las artes subsiguientes. Ella determina su selección y su espíritu. Por eso la historia de la plástica «antigua» es un esfuerzo incesante por elevar a la perfección un ideal único: la conquista del cuerpo humano aislado como compendio y cifra del presente puro, corpóreo. La escultura antigua erige un templo al cuerpo desnudo; como la música fáustica, desde el contrapunto primitivo hasta la frase instrumental del siglo XVIII, levanta una catedral de voces. Nadie ha comprendido el pathos de esa tendencia que el alma apolínea desarrolla durante varios siglos, porque nadie ha sentido nunca que el fin a que tendían el relieve arcaico, la pintura de los vasos corintios y el fresco ático no era otro que el cuerpo puramente material, el cuerpo sin alma, pues el templo del cuerpo humano tampoco tiene «interior». Policleto y Fidias consiguieron, al fin, dominarlo enteramente. Con extraña ceguera, se ha considerado este género de plástica como universalmente válido, como posible en todas partes, como la plástica en absoluto. Y se ha escrito su historia y su teoría, en la que se han hecho figurar todos los pueblos y todos los tiempos. Nuestros escultores, bajo la influencia de doctrinas renacentistas, recibidas sin crítica, siguen diciendo todavía que el cuerpo desnudo del hombre es el objeto más noble y propio del arte plástico. Pero la verdad es que ese arte de la estatua, que consiste en plantar el cuerpo desnudo aislado sobre un plano y en modelarlo por todos sus lados, no ha existido más que una vez, justamente en la cultura antigua y solo en ella; porque no ha habido más que una cultura, la antigua, que se haya negado por completo a trascender de los límites sensibles en pro del espacio. La estatua egipcia estaba labrada por delante; era, pues, una especie de relieve. Y las estatuas del Renacimiento, que tienen en apariencia un sentido antiguo —a quien se le ocurra contarlas le admirará su escaso número4—, son, en realidad, reminiscencias semigóticas.
La evolución de este arte, que excluye inflexiblemente el espacio, llena los tres siglos que van de 650 a 350, desde la plenitud del dórico, momento en que comienza a manifestarse la tendencia a eliminar de las figuras la frontalidad egipcia —en la serie de las imágenes de Apolo5 se ven muy bien los esfuerzos hechos para plantear el problema— hasta los primeros síntomas del helenismo y su pintura de ilusión, con que termina el gran estilo. Nunca se podrá apreciar bien esta plástica si no se la concibe como el arte definitivo y más elevado de la Antigüedad, como un arte que nace de las representaciones artísticas sobre superficies y que, habiendo empezado por someterse a la pintura al fresco, acaba superándola al fin. Sin duda, su origen técnico puede encontrarse en los ensayos de tratar como figuras la columna arcaica o las lápidas que servían para revestir las paredes de los templos6; a veces fueron también imitadas obras egipcias (las figuras sentadas del Didímeo de Mileto), aunque son poquísimos los artistas griegos que pudieron verlas. Pero como ideal de reforma, la estatua procede de la pintura arcaica de los vasos, pasando por el relieve. De esa pintura cerámica se origina asimismo el fresco, que también está adherido a una superficie corpórea. La plástica puede considerarse, hasta Mirón, como un relieve desprendido de la pared. La figura se convierte, por último, en un cuerpo aislado, tratado por sí mismo junto al cuerpo del edificio, pero que sigue siendo una silueta delante de un muro7. Excluye la dirección en la profundidad, y se extiende de frente ante el espectador; todavía el Marsias de Mirón puede, sin dificultad y sin notables escorzos, reproducirse en vasos y monedas8. Por eso, de las dos artes mayores que se desenvuelven en la época posterior, desde 650, es el fresco el que lleva, sin duda alguna, la voz cantante. El caudal de tipos artísticos, bastante exiguo, está siempre dado, al principio, por las figuras de los vasos, a las que muchas veces corresponden exactamente esculturas de época muy posterior. Sabemos que el grupo de los centauros, en el frontón occidental de Olimpia, fue tomado de un cuadro. En el templo de Egina, la evolución del pontón oeste al pontón este significa un gran paso en el sentido de desentenderse de la pintura al fresco y afirmar el valor propio del cuerpo libre. Este cambio se realiza definitivamente en 460 con Policleto. A partir de este momento ya son los grupos plásticos los que sirven de modelo a la pintura. Pero el modelado cúbico, el modelado que trabaja la estatua para ser contemplada desde todos los puntos de vista, no llega a su perfección hasta Lisipo, en el sentido verista, como «un hecho». Hasta entonces, e incluso aun en Praxíteles, vemos en las estatuas un desarrollo lateral, con acusados contornos, de suerte que la figura no adquiere todo su valor sino cuando es contemplada desde uno o dos puntos de vista.
Un testimonio permanente, que demuestra que la plástica de bulto tiene, en efecto, su origen en la pintura, es la policromía del mármol —que el Renacimiento y el clasicismo ignoraban y que hubieran considerado como bárbara9— y el empleo del oro y el marfil en las estatuas y los esmaltes que adornaban el bronce brillante, usado en su tono dorado natural.
4
La fase correspondiente del arte occidental llena los tres siglos que van de 1500 a 1800, desde el final del gótico posterior hasta la caída del rococó, y, por lo tanto, hasta el término del gran estilo fáustico. En estos siglos la voluntad de trascender al espacio va penetrando en la conciencia con fuerza cada vez mayor; y, correspondiendo a ello, se desarrolla la música instrumental hasta convertirse en el arte predominante. Al principio, en el siglo XVII, la música es todavía como una pintura; pinta por medio del colorido característico que evocan los timbres de los instrumentos, contraponiendo los de cuerda a los de viento, las voces humanas a los sonidos de los cuerpos vibrantes. Inconscientemente, la música aspira a igualar a los grandes maestros, desde Tiziano hasta Velázquez y Rembrandt. Compone cuadros. Cada frase es un tema de contornos definidos que se destacan sobre el fondo del basso continuo. Tal es el estilo de la sonata, desde Gabrielli († 1621) hasta Corelli († 1713). La música pinta paisajes heroicos en la cantata pastoral; dibuja un retrato de líneas melódicas en las lamentaciones de Ariadna, de Monteverdi (1608). Pero luego, con los maestros alemanes, todo esto se acaba. Ya no es la pintura la que lleva la dirección. La música se torna absoluta, y ahora es ella la que —también inconscientemente— domina sobre la pintura y la arquitectura del siglo XVIII. La plástica va siendo eliminada resuelta y progresivamente de las posibilidades profundas contenidas en ese mundo de formas.
Lo que distingue la pintura florentina de la pintura veneciana, lo que caracteriza como dos artes totalmente diferentes la pintura de Rafael y la de Tiziano, es que la primera está imbuida de un espíritu plástico que empareja sus cuadros con el relieve, mientras que la segunda está animada de un espíritu musical y emplea una técnica de pinceladas visibles y efectos de profundidad atmosférica, que pueden parangonarse con el cromatismo de los violines y de las flautas. Esas dos pinturas forman, en verdad, una oposición, no una transición. Comprender bien esto es condición decisiva para la inteligencia del organismo de esas artes. Aquí justamente es donde debemos precavernos contra la hipótesis de que el arte obedece a «leyes eternas». La pintura es una palabra. La pintura de las vidrieras, en el arte gótico, formaba parte integrante de la arquitectura. Se hallaba al servicio del severo simbolismo arquitectónico, como la pintura egipcia primitiva, como la pintura árabe primitiva, como todo arte, en el estadio primitivo, sirve siempre al idioma de la piedra. Las figuras vestidas se construían como las catedrales. Los pliegues eran un ornamento de expresión sumamente pura y severa. Y se equivoca mucho el que, partiendo de un punto de vista naturalista imitativo, critique su «rigidez».
La música también es una palabra vana. «Música» ha habido siempre, en todas partes, antes de toda cultura propiamente dicha y aun entre los animales. Pero la música «antigua» de gran estilo no era más que una plástica del oído. Los grupos de cuatro tonos, el cromatismo y la enarmonía10, tenían un sentido tectónico, no armónico. Reaparece aquí la diferencia entre cuerpo y espacio. La música antigua era monófona. Existían pocos instrumentos, y esos pocos se desenvolvieron en el sentido de dar a los sonidos un carácter plástico. Por eso rechazó la «Antigüedad» el arpa egipcia, cuyo timbre no debía de ser muy distinto del de nuestro clavicémbalo. Pero sobre todo la melodía antigua —como el verso antiguo, desde Homero hasta la época de Adriano— era un cómputo de cantidades, no una composición de acentos; es decir, que para los antiguos las sílabas eran cuerpos, y la extensión de estos cuerpos silábicos determinaba el ritmo. Los encantos sensibles de este arte resultan incomprensibles para nosotros, como lo demuestran los escasos restos que aún nos quedan. Y esto justamente debiera hacernos reflexionar sobre la impresión que se proponían y conseguían producir los frescos y las estatuas. Comprenderíamos entonces que nosotros no podemos jamás revivir la emoción que al contemplarlos sentían los ojos antiguos.
También la música china es ininteligible para nosotros y, según dicen los chinos ilustrados, nosotros somos incapaces de distinguir los pasajes alegres de los pasajes tristes11. En cambio, toda nuestra música occidental, sin distinción, le produce al chino la sensación de una marcha. Este hecho expresa con superior acierto la impresión que el dinamismo rítmico de nuestra vida produce en el tao del alma china, que carece de todo acento rítmico. Pero cualquier extraño percibiría en esa misma forma toda nuestra cultura: la energía de dirección que hay en las naves catedralicias y en la división por pisos de nuestras fachadas, la perspectiva en profundidad de nuestros cuadros, el curso de nuestra tragedia y de nuestra narración, de nuestra técnica y de toda nuestra vida pública y privada. Llevamos ese ritmo en la sangre, y por eso nosotros no lo notamos. Pero al entrar en contacto con el ritmo de una vida extraña tiene forzosamente que producir en ella un efecto de insoportable desarmonía.
Otro mundo muy diferente es también el de la música árabe. Hasta ahora solo hemos prestado atención a la música de la seudomorfosis: himnos bizantinos y salmodias judaicas, y aun solo en aquella parte que ha logrado penetrar en la Iglesia del Occidente remoto en forma de antífonas, responsorios y canto ambrosiano. Pero bien se comprende que no solamente las religiones al oeste de Edesa (cultos sincretísticos, sobre todo la religión siria del Sol, la de los gnósticos y la de los mandeos) han tenido música sacra de idéntico estilo, sino también las religiones orientales: mazdeístas, maniqueos, sectarios de Mitra, las sinagogas del Irán y, más tarde, los nestorianos. Y junto a esta música religiosa se desarrolló también una música alegre y mundana que floreció sobre todo entre los «caballeros»12 sasanídicos y de la Arabia meridional. Ambas llegaron a su perfección en el estilo árabe, que se extiende desde España hasta Persia.
De toda esta riqueza, el alma fáustica solo recogió algunas formas de la Iglesia occidental. Y en seguida, ya en el siglo X —Hucbaldo, Guido de Arezzo—, empezó a operar sobre ellas, alterándolas interiormente y convirtiéndolas en «marchas» y símbolos del espacio infinito. Lo primero, por medio del ritmo y del compás de la melodía; lo segundo, por medio de la polifonía, y al mismo tiempo, en la poesía, por medio de la rima. Para comprender bien esto es preciso distinguir en la música al aspecto ornamental y el aspecto imitativo13; y aunque el carácter transitorio de todas las creaciones sonoras14 es causa de que solo conozcamos la cultura musical de Occidente, basta esta para distinguir con claridad los dos aspectos de la evolución, sin los cuales no es posible comprender la historia del arte. La imitación es alma, paisaje, sentimiento; la ornamentación es forma rigurosa, estilo, escuela. La imitación se manifiesta en ese elemento que nos permite reconocer la música de los diferentes compositores, de los distintos pueblos y razas. La ornamentación se revela en las reglas de la frase musical. Existe en la Europa occidental una música ornamental de gran estilo, que es la que corresponde a la plástica antigua propiamente dicha. Esa música vive en íntima relación con la historia de las catedrales; se asemeja mucho a la escolástica y a la mística, y sus leyes han nacido en el paisaje materno del alto gótico, entre el Sena y el Escalda. El contrapunto se desarrolla al mismo tiempo que el sistema de los contrafuertes, y tiene su origen en el estilo «románico» del discanto y falso bordón, con sus sencillos movimientos paralelo y contrario. Es una arquitectura de voces humanas que, como los grupos de estatuas y las vidrieras, solo cabe imaginar entre bóvedas de piedra. Es un arte soberano del espacio, de ese mismo espacio que Nicolás de Oresme, obispo de Lisieux15, concibió matemáticamente por medio de las coordenadas. He aquí la verdadera rinascita y reformatio, tal como la vio Joaquín de Floris16 hacia 1200, el nacimiento de un alma nueva, reflejado en el lenguaje de formas de un arte nuevo.
Junto a esa música sacra surge en las aldeas y los castillos una música profana, imitativa, música de trovadores, minnesänger, juglares, ars nova de las cortes provenzales, que penetra en los palacios de Toscana (hacia 1300, en la época de Dante y Petrarca). Consiste en melodías de acompañamiento muy sencillo, cuyos sostenidos y bemoles llegan hasta el mismo corazón; en cancioncillas, madrigales, caccias, e incluso cuenta entre sus producciones una a modo de opereta galante, el Juego de Robin y Marión, de Adán de la Halle. A partir de 1400, esta música da origen a formas de frases a varias voces, el rondó y la balada. Es un «arte» hecho para un público, con escenas que representan la vida, el amor, la caza, los héroes. Lo importante en esta música es la invención melódica, no el simbolismo del desarrollo temático.
Así, pues, podemos diferenciar musicalmente la catedral y el castillo. La catedral es música. En el castillo se hace música. Aquella empieza con la teoría, esta con la improvisación; así se distinguen la vigilia y la existencia, el cantor religioso y el cantor caballero. La imitación se halla más próxima a la vida, a la dirección, y por eso comienza con la melodía. El simbolismo del contrapunto pertenece, en cambio, a la extensión, e interpreta el espacio infinito por medio de la polifonía. De esta manera se constituye un tesoro de reglas «eternas» y un tesoro de melodías populares indestructibles, de los cuales se nutre todavía el siglo XVIII. Esta oposición se expresa también artísticamente en la diferencia de clases que existe entre el Renacimiento y la Reforma17. El gusto cortesano de Florencia contradice el espíritu del contrapunto. La evolución de la frase musical estricta, desde el motete hasta la misa a cuatro voces, fue obra de Dunstable, Binchois y Dufay (hacia 1430) y permaneció encerrada en el estrecho círculo de la arquitectura gótica. Desde Fra Angélico hasta Miguel Ángel, son exclusivamente los grandes neerlandeses los que imperan en la música ornamental. Y Lorenzo de Médicis tuvo que llamar a Dufay porque no había en Florencia quien conociese bien el estilo severo de la Iglesia. En la época en que Leonardo y Rafael pintaban en Italia, en el norte actuaban Okeghem († 1495), con su escuela, y Joaquín Després, elevando la polifonía vocal a la cumbre de su perfeccionamiento formal.
En Roma y Venecia es donde empieza a iniciarse el tránsito al período posterior. Con el barroco la hegemonía musical pasa a los italianos; pero al mismo tiempo ya la arquitectura deja de ser el arte que lleva la dirección general. Se constituye un grupo de artes fáusticas independientes, en cuyo centro se sitúa la pintura. Hacia 1560, con el estilo a capella, de Palestrina y Orlando Lasso (muertos ambos en 1594), se acaba la supremacía de la voz humana. El sonido de la voz humana, encerrado en límites estrechos, resulta insuficiente para expresar el apasionado afán de infinito, y cede la preeminencia a las resonancias de los coros formados por los instrumentos de cuerda y de viento. Simultáneamente nace en Venecia el estilo tizianesco del nuevo madrigal, cuya agitación melódica reproduce el sentido del texto de un modo que se parece más bien a la pintura. La música gótica era arquitectural y vocal; la barroca es pictórica e instrumental. Aquella construye; esta trabaja los motivos. Tal es la diferencia entre la forma impersonal y la expresión personalísima de los grandes maestros. En efecto, las artes todas se han convertido en artes humanas, y, por lo tanto, profanas. El arte del basso continuo, que nace en Italia poco antes de 1600, necesita virtuosos, no ascetas.
El gran problema consiste ahora en dilatar hasta el infinito el cuerpo sonoro, o mejor dicho, en disolverlo en un espacio infinito de sonoridades. El gótico había desarrollado los instrumentos por familias de determinado timbre; ahora aparece la «orquesta», que ya no obedece a las condiciones de la voz humana, sino que incorpora la voz humana a las demás voces. Esto corresponde al tránsito, que simultáneamente se verifica, del análisis geométrico de Fermat al puramente funcional de Descartes18. En la Teoría de la armonía, por Zarlino (1558), puede verse ya una verdadera perspectiva del puro espacio musical. Comienza a distinguirse los instrumentos fundamentales de los instrumentos de adorno. El nuevo «motivo» nace de la melodía, y la fioritura y su desarrollo conducen a un renacimiento del espíritu contrapuntístico, el estilo fugado, cuyo primer maestro es Frescobaldi y cuya más alta cumbre es Bach. Frente a la misa y al motete, que eran composiciones cantadas, tenemos ahora las grandes formas barrocas, concebidas en sentido puramente instrumental: el oratorio (Carissimi), la cantata (Viadana), la ópera (Monteverdi). Ya sea la melodía del bajo la que «concierte» con las voces altas, ya estas las que se destaquen sobre el fondo del basso continuo, siempre son mundos sonoros, de expresión característica, que se entrecruzan en la infinitud del espacio musical, apoyándose unos en otros, alzándose, anulándose, iluminándose, amenazándose, haciéndose sombra; juego que casi podría explicarse intuitivamente mediante las representaciones del análisis contemporáneo.
Después de estas formas, que pertenecen al primer período, al período pictórico del barroco, vienen en el siglo XVII las diferentes especies de la sonata, la suite, la sinfonía, el concerto grosso, con una estructura interior cada vez más firme en las frases, en el desarrollo temático y en la modulación. Así queda fijada por fin la gran forma, con cuyo poderoso dinamismo Corelli, Händel y Bach hacen de la música un arte perfectamente incorpóreo, que afirma su hegemonía sobre todo el mundo artístico de Occidente. Cuando Newton y Leibniz, en 1670, descubrieron el cálculo infinitesimal, estaba ya plenamente desenvuelto el estilo fugado. Y cuando en 1740 empezó Euler a formular la concepción definitiva del análisis funcional, hallaron Stamitz y su generación la forma última y más perfecta de la ornamentación musical, la frase en cuatro partes, como pura movilidad infinita. Porque entonces aún quedaba un último paso que dar. El tema de la fuga es, mientras que el de la nueva frase deviene. En la fuga el desarrollo tiene por resultado un cuadro; aquí, un drama. En vez de una serie de imágenes, se produce ahora una secuencia cíclica19.El origen de este lenguaje musical se halla en las posibilidades, ahora ya realizadas, de nuestra música más profunda e íntima: la de los instrumentos de cuerda. El violín es, sin disputa, el más noble de todos los instrumentos inventados y construidos por el alma fáustica para poder declarar sus últimos secretos. Por eso los momentos más trascendentes y sublimes de nuestra música, los instantes de total transfiguración, se encuentran en los cuartetos de cuerda y en las sonatas de violín. Con la música de cámara llega el arte occidental a su más alta cima. El símbolo primario del espacio infinito recibe aquí una expresión tan cumplida y perfecta como el símbolo de la plena corporeidad en el Doríforo de Policleto. Esas melodías de los violines, llenas de indecible anhelo, vagando por el espacio sonoro que los quejidos de la orquesta acompañante extienden en derredor; esas melodías de Tartini, de Nardini, de Haydn, de Mozart, de Beethoven, ese es el único arte que puede emparejarse con las grandes obras de la Acrópolis.
Así, la música fáustica afirma su hegemonía sobre todas las demás artes. Elimina la plástica estatuaria y solo tolera el arte menor de la porcelana, arte perfectamente musical, refinado, contrario al espíritu antiguo y al Renacimiento, arte inventado en el tiempo en que la música de cámara alcanzaba su definitivo predominio. La plástica gótica es un ornamento enteramente arquitectónico; es, por decirlo así, hojarasca humana. En cambio, las estatuas del rococó nos ofrecen el ejemplo notable de una seudoplástica que en realidad vive sometida por completo al lenguaje de las formas musicales. Aquí se ve bien hasta qué punto la técnica predominante en los primeros planos de la vida artística puede hallarse en contradicción con el verdadero lenguaje de las formas, oculto tras ella. Compárese la Venus en cuclillas, de Coysevox (1686), en el Louvre, con su modelo antiguo en el Vaticano. En aquella la plasticidad es musical; en esta la plasticidad es verdaderamente plástica. Para describir en aquella la calidad del movimiento, la cadencia de las líneas, la fluidez esencial de la piedra misma que, como la porcelana, semeja haber perdido su compacta y sólida firmeza, habría que emplear expresiones musicales como staccato, accelerando, andante, allegro. Por eso ante una estatua como esta se experimenta la sensación de que el mármol granulado no es el material conveniente. El artista, con un sentido enteramente contrario a la Antigüedad, ha calculado los efectos de luz y de sombra, acomodándose al principio director que orienta la pintura desde Tiziano. Lo que en el siglo XVIII se llama colorido —de un aguafuerte, de un dibujo, de un grupo plástico— significa, en realidad, música. La música impera en la pintura de Watteau y de Fragonard, en el arte de los Gobelinos, en los pasteles. ¿No hablamos desde entonces de tonalidades en el color y de coloridos en la sonoridad, consagrando así la homogeneidad de dos artes en apariencia tan diferentes? Y esas expresiones ¿no serían absurdas si se aplicasen a cualquiera de las artes antiguas? La música ha transformado igualmente la arquitectura del barroco berniniano, infundiéndole su espíritu y convirtiéndola en el rococó, sobre cuya ornamentación trascendente se cierne una «sinfonía» de luces —de sonidos— que resuelve en polifonía y armonía todos los elementos constructivos y reales, artesonados, paredes, arcos. Hay aquí trinos, cadencias, melodías arquitectónicas. Existe una perfecta identidad entre el lenguaje de las formas de esas salas y galerías y el de esta música, compuesta para ser ejecutada en ellas. Dresde y Viena son el centro de ese postrer mundo que se extingue bien pronto, mundo maravilloso de músicas visibles y muebles retorcidos, de espejos brillantes, poesías pastoriles y grupos de porcelana. El alma occidental encuentra en él su última expresión perfecta, de superior estilo, al declinar el sol de su otoño. Y ese mundo desaparece para siempre en los días del Congreso de Viena.
5
El arte del Renacimiento, considerado desde este punto de vista —que no basta, ni mucho menos, para agotarlo20—, significa una reacción contra el espíritu de esa música fáustica, que es como el rumor de la selva; de esa música del contrapunto, que se preparaba a asentar su predominio sobre todo el lenguaje de formas de la cultura occidental. El Renacimiento procede directamente del gótico ya maduro, en el cual esa voluntad musical se había manifestado sin rebozo. Y nunca ha negado este origen, ni tampoco el carácter de un simple movimiento de oposición, cuya índole especial siguió dependiendo de las formas del movimiento primitivo. El arte del Renacimiento representa la reacción negativa que como consecuencia de la corriente gótica se produce en el alma vacilante e indecisa. Por eso justamente carece de verdadera profundidad, en los dos sentidos de esta palabra: profundidad en la idea y profundidad en las formas manifiestas. Por lo que se refiere a la idea, basta recordar la pasión desenfrenada con que el sentimiento cósmico del arte gótico inundó todo el paisaje occidental, para comprender qué clase de movimiento es este que, hacia 1420, se inicia en un estrecho círculo de espíritus selectos, sabios, artistas, humanistas21. En el gótico se trata nada menos que de la existencia misma de un alma nueva, mientras que el Renacimiento es una cuestión de gusto. El gótico abraza la vida entera, penetrando hasta en sus más íntimos repliegues. El gótico crea un hombre nuevo, un mundo nuevo; imprime por doquiera un simbolismo coherente, tanto en la idea del catolicismo como en el pensamiento político de los emperadores alemanes; en los torneos caballerescos, como en el panorama de las nacientes ciudades; en la catedral, como en la choza aldeana; en la estructura del idioma, como en los adornos nupciales de las campesinas; en el cuadro al óleo, como en la canción del juglar. El Renacimiento, en cambio, se adueña de algunas artes plásticas y verbales, y nada más. No altera para nada el modo de pensar, el sentimiento vital del Occidente europeo. Llega hasta el traje y el gesto; pero no hasta las raíces de la vida, pues la concepción del mundo en la época del barroco sigue siendo, aun en Italia, por su sustancia, una continuación del gótico22. Entre Dante y Miguel Ángel, que caen ya fuera de sus límites, el Renacimiento no ha producido ninguna personalidad enteramente grande. Y por lo que se refiere a sus formas manifiestas, no llegó, ni en la misma Florencia, a influir sobre el elemento popular, por cuyas capas más profundas —y solo así se explica la figura de Savonarola y su imperio sobre los ánimos— siguió fluyendo la corriente goticomusical hasta verter en el barroco.
Hay en la Antigüedad un movimiento que corresponde a este sentir renacentista, antigótico y contrario al espíritu de la música polifónica; es el movimiento dionisiaco, que también es antidórico y contrario al sentimiento cósmico de la plástica apolínea. El movimiento dionisiaco no nació del culto tracio de Dioniso, sino que elevó este culto a la categoría de una religión olímpica, para emplearlo como arma y símbolo de contradicción. No de otro modo en Florencia el culto de la Antigüedad sirvió para legitimar y robustecer el sentimiento de quienes lo propalaban. En Grecia, esa gran repulsa tuvo lugar en el siglo VII. Por lo tanto, en Occidente hubo de verificarse en el siglo XV. Se trata en ambos casos de un disentimiento en el seno mismo de la cultura, disentimiento que encuentra su expresión fisiognómica en toda una época del cuadro histórico, principalmente en el mundo de las formas artísticas. El alma, al comprender su sino y contemplarlo en toda su amplitud, se rebela contra él. Las potencias que interiormente se resisten, la segunda alma de Fausto, que quiere separarse de la primera, se afanan por desviar la orientación de la cultura; es preciso negar, anular, eludir la inflexible necesidad. En todo esto actúa latente el terror a ver cumplidos los destinos históricos en el jónico y en el barroco. En la Antigüedad ese terror se abrazó al culto de Dioniso, con su orgiasmo musical, desrealizador, que derrite el cuerpo; en el Renacimiento, a la tradición de la «Antigüedad», con su adoración del elemento corpóreo y plástico. Pero en ambos casos aquel culto y esta tradición fueron conscientemente empleados como recursos expresivos extraños, para utilizar el vigor de su contradictorio lenguaje de formas, como centro de verdad, como pathos propio del sentimiento reprimido, y obstruir así el camino a la corriente que en la cultura antigua parte de Homero y del estilo geométrico para llegar a Fidias, y en la cultura occidental arranca de las catedrales góticas para rematar en Beethoven, habiendo pasado por Rembrandt.
En todo movimiento de oposición, justamente por serlo, resulta fácil definir lo que combate, pero muy difícil determinar el fin que se propone. Por eso precisamente es tan complicado el estudio del Renacimiento. En cambio, en el gótico y en el dórico sucede lo contrario. El gótico lucha por y no contra algo. Pero el arte del Renacimiento es propiamente un arte antigótico. Hablar de música renacentista es una contradicción. La música de la corte medicea era la ars nova de la Francia meridional. La música que se ejecutaba en la catedral de Florencia obedecía a las reglas del contrapunto neerlandés. Ambas, empero, eran por igual góticas y pertenecían a todo el Occidente.
La concepción habitual del Renacimiento nos ofrece un ejemplo característico de cómo puede confundirse la intención expresamente manifiesta con el sentido profundo de un movimiento. Desde Burckhardt la crítica ha ido refutando una por una todas las manifestaciones que los espíritus directores del movimiento renacentista hicieron acerca de sus propias tendencias; y, sin embargo, se ha seguido después usando la palabra «renacimiento», esencialmente en su sentido tradicional. Sin duda, cuando se pasan los Alpes se advierte una notable diferencia en la arquitectura y, en general, en todo el aspecto artístico. Pero justamente esta sensación, harto popular, hubiera debido provocar la sospecha de que la diferencia que existe entre el Norte y el Sur, dentro de uno y el mismo mundo de las formas, puede muchas veces confundirse falsamente con una diferencia entre lo gótico y lo «antiguo». Hay en España muchas cosas que dan la impresión de «antigüedad» solo porque son meridionales. Si a uno que no sea perito en estas materias se le pregunta si pertenece al gótico el gran claustro de Santa María Novella o la fachada del Palacio Strozzi, es seguro que contestará erróneamente. De lo contrario, esa repentina sensación de diferencia se produciría, no desde el instante en que se franquean los Alpes, sino después de haber atravesado los Apeninos, porque Toscana constituye una isla artística dentro de la misma Italia. Toda la Italia del norte pertenece a un gótico teñido de bizantinismo; Siena, sobre todo, es una ciudad del contrarrenacimiento, y Roma es ya la patria del barroco. Pero el cambio de impresión se produce precisamente en el momento mismo en que varía el paisaje.
En realidad, Italia no vivió íntimamente la génesis del estilo gótico. Hacia el año 1000 hallábase bajo el dominio absoluto del gusto bizantino en la parte occidental, y del gusto árabe en la parte meridional. El gótico, cuando arraigó en Italia, estaba ya en plena madurez; y arraigó con una interioridad y un vigor que no posee ninguna de las grandes creaciones renacentistas: recuérdese el Stabat mater, el Dies irae, obras italianas; recuérdese a Catalina de Siena, a Giotto, a Simón Martini. Pero el gótico italiano tiene claridades meridionales; es, por decirlo así, un elemento extraño, suavizado por el clima del país. Hubo de asimilar o rechazar, no unos supuestos epígonos de la Antigüedad, sino un lenguaje de formas exclusivamente bizantinosarracenas que a cada instante y por doquiera hablan a los sentidos, no solo a través de los edificios de Venecia y Rávena, sino mucho más aún en la ornamentación de los tejidos, de los vasos y de las armas importados de Oriente.
Si el Renacimiento fuera una renovación del sentimiento cósmico de la Antigüedad —pero ¿qué significa esto?—, hubiera sustituido el símbolo del espacio cubierto y rítmicamente distribuido, por el símbolo del cuerpo arquitectónico cerrado. Pero jamás pensó en tal cosa. Al contrario: el Renacimiento cultivó exclusivamente una arquitectura del espacio, prescrita ya por el gótico; solo que su aliento, su serenidad equilibrada y clara, bien distinta de la tormentosa impetuosidad nórdica, es genuinamente meridional, luminosa, llena de descuido y abandono. Esta y no otra es la diferencia. No hay en la arquitectura renacentista una nueva idea constructiva; toda ella puede reducirse casi a patios y fachadas.
El hecho de que la expresión de los edificios se oriente hacia el «rostro», hacia la parte que da a la calle o al patio, con sus numerosas ventanas, reflejando siempre el espíritu de la estructura interior, es típicamente gótico y se relaciona por modo muy profundo con el arte del retrato. Mas el patio, con su pórtico de columnas, desde el templo del Sol, de Baalbek, hasta el patio de los Leones, de la Alhambra, es genuinamente árabe. El templo de Pesto, todo cuerpo, permaneció perfectamente solitario en medio de este arte. Nadie en Italia lo vio; nadie intentó imitarlo. La plástica florentina no es tampoco la escultura exenta de los atenienses. Todas las estatuas florentinas tienen detrás una hornacina invisible, el nicho en el cual la plástica gótica componía sus imágenes, que son los verdaderos modelos de la escultura florentina. El Maestro de las Cabezas de los Reyes, en la catedral de Chartres, y el Maestro del Coro de San Jorge, en la catedral de Bamberg, muestran en su modo de relacionar la figura con el fondo y de estructurar el cuerpo, una compenetración de recursos expresivos «antiguos» y góticos que Giovanni Pisano, Ghiberti e incluso Verrocchio, en su modo de expresarse, no han superado y, por supuesto, no han contradicho jamás.
Si de las obras que sirvieron de modelo al Renacimiento restamos todas las que proceden del imperio, esto es, todas las que pertenecen al mundo de las formas mágicas, no nos quedará nada. Es más: en los mismos edificios romanos de la época posterior, el Renacimiento elimina uno por uno todos los rasgos procedentes de la gran época, de la época que antecede al comienzo del helenismo. El motivo predominante en el Renacimiento, el que por su meridionalismo nos parece el más típico representante del Renacimiento, es la unión del arco redondo con la columna. Pues bien —y este hecho es decisivo—: ese motivo, que sin duda no tiene nada de gótico, no existe tampoco en el estilo «antiguo»; es más bien el motivo fundamental de la arquitectura mágica, y tiene su origen en Siria.
Y ahora justamente es cuando llegan del norte las influencias decisivas, que ayudaron al sur primero a emanciparse por completo de Bizancio y luego a dar el paso que del gótico conduce al barroco. En la comarca que se extiende entre Amsterdam, Colonia y París23 —polo opuesto de Toscana en la historia del estilo de nuestra cultura— nacieron, además de la arquitectura gótica, el contrapunto y la pintura al óleo. Dufay pasó en 1428 a la capilla pontificia y Willaert en 1516. Este fundó en 1527 la escuela de Venecia, que tiene una capital importancia para el estilo barroco de la música; y en esa escuela veneciana fue su sucesor De Rore, que era natural de Amberes. Un florentino encargó a Hugo van der Goes el altar de Portinari para Santa María Nueva, y a Memling un Juicio Final. Muchos otros cuadros holandeses, sobre todo retratos, fueron adquiridos en Italia y ejercieron una influencia extraordinaria. Hacia 1450, Roger van der Weyden estuvo en Florencia, en donde su arte fue admirado e imitado. Hacia 1470, Justo de Gante llevó a Umbría la pintura al óleo, y Antonello da Messina, formado en Holanda, la importó en Venecia. ¡Cuántos elementos holandeses y cuán pocos «antiguos» hay en los cuadros de Filippino Lippi, Ghirlandaio, Botticelli, y sobre todo, en los aguafuertes de Pollaiuolo y hasta en Leonardo! Apenas si comienza hoy a afirmarse claramente el gran influjo que el norte gótico ejerció sobre la arquitectura, la música, la pintura, la plástica del Renacimiento24.
En esta época justamente fue cuando Nicolás Cusano, cardenal y obispo de Brixen (1401-1464), introdujo en la matemática el principio infinitesimal, método de cálculo contrapuntístico, que su inventor derivó de la idea de Dios, como ente infinito. Él dio a Leibniz la impulsión decisiva que le condujo al desarrollo del cálculo diferencial. Así quedaban forjadas las armas con que la física dinámica, barroca, de Newton, pudo vencer definitivamente la idea estática de una física meridional enlazada con Arquímedes y latente aún en las concepciones de Galileo.
El Alto Renacimiento es el momento en que aparentemente la música es expulsada del arte fáustico. En Florencia, único punto en donde el paisaje de la cultura antigua confina con el de la cultura occidental, en Florencia, durante algunos decenios, y merced a un esfuerzo grandioso de reacción propiamente metafísica, pudo mantenerse intacta una imagen de la Antigüedad cuyos más profundos rasgos se derivaban todos de una negación del gótico. Esta imagen de la Antigüedad sigue, sin embargo, siendo válida —para nuestro sentimiento, no para nuestra crítica— todavía hoy, después de Goethe. La Florencia de Lorenzo de Médicis, la Roma de León X, eso es lo «antiguo» para nosotros; ese es el eterno ideal de nuestros más recónditos anhelos; eso es lo único que nos liberta de toda pesadumbre, de toda lejanía, por la sencilla razón de que eso es lo antigótico. Así queda fuertemente sellada la oposición entre el alma apolínea y el alma fáustica.
Pero no nos engañemos sobre la amplitud de esta ilusión. En Florencia se cultivaba el fresco y el relieve para oponerse a la vidriera gótica y al mosaico bizantino de fondo dorado. El Renacimiento ha sido la única época de la cultura occidental en que la escultura ha ocupado el lugar preeminente en el arte. En los cuadros dominan los cuerpos bien proporcionados, los grupos ordenados, los elementos tectónicos de la arquitectura. Los fondos no tienen valor propio, y sirven para rellenar el espacio entre las figuras del primer plano y detrás de ellas; y estas figuras del primer plano están colmadas, saturadas de presente. En verdad, aquí estuvo la pintura algún tiempo bajo la influencia dominante de la plástica. Verrocchio, Pollaiuolo y Botticelli fueron orífices. Y, sin embargo, estos frescos no tienen nada del espíritu de Polignoto. Basta contemplar una numerosa colección de vasos antiguos —la pieza aislada o la reproducción adulteran la impresión, y los vasos pintados son las únicas obras del arte antiguo que podemos contemplar juntas en número suficiente para obtener una imagen penetrante de la voluntad artística— para palpar con nuestras manos, por decirlo así, el espíritu, perfectamente extraño a la Antigüedad, que anima la pintura del Renacimiento. La gran hazaña de Giotto y de Masaccio, la creación de una pintura al fresco, es solo en apariencia una renovación del sentir apolíneo. La experiencia íntima de la profundidad, el ideal de la extensión, que le sirve de fundamento, no es el cuerpo apolíneo, separado del espacio, encerrado en sí mismo, sino más bien la imagen gótica del espacio. Pueden, sin duda, atenuarse los fondos; pero siguen existiendo. Una vez más, la luminosidad, la transparencia, la magna quietud meridiana del sur es la que, en Toscana y solo en Toscana, transforma el espacio dinámico en un espacio estático, cuyo maestro fue Piero della Francesca. Los florentinos, sin duda, pintaban espacios; pero los vivían, no cual realidades ilimitadas, afanosas de profundidades y estremecimientos musicales, sino por el lado de su limitación sensible. Les daban, por decirlo así, cuerpo. Lo ordenaban en capas de superficies sucesivas. Con una aparente afinidad con el ideal helénico, cultivaban el dibujo, los contornos acusados, las superficies limitantes de los cuerpos. Solo que aquí es el espacio único de la perspectiva el que confina con las cosas, mientras que en Atenas son las cosas singulares las que confinan con la nada; y a medida que fue decreciendo la ola renacentista, fue perdiéndose igualmente la dureza de esa tendencia, desde los frescos de Masaccio, en la capilla de Brancacci, hasta las estancias de Rafael. El sfumato de Leonardo, esa confusión de los contornos con el fondo, significa ya el ideal de una pintura musical en vez de la pintura inspirada en el relieve. Tampoco puede desconocerse el oculto dinamismo de la escultura toscana. En vano se buscaría una escultura ateniense comparable a la estatua ecuestre de Verrocchio. Este arte fue un disfraz, el gusto de una sociedad selecta, a veces una comedia; pero no ha habido nunca comedia mejor representada. Ante la pureza de la forma, indeciblemente íntima, se olvida aquí lo que el gótico le aventaja en potencia primitiva y en profundidad. Pero hay que repetirlo una vez más: el gótico es el fundamento único sobre el que se desenvuelve el Renacimiento. El Renacimiento no solo no comprendió, no solo no «reanimó» la Antigüedad verdadera, sino que ni siquiera entró en contacto con ella. El espíritu de aquella selecta sociedad florentina, actuando bajo el influjo de la literatura, forjó un nombre seductor para dar al aspecto negativo del movimiento un sentido afirmativo. Y este nombre demuestra cuán poco saben de sí mismas estas corrientes artísticas. No se hallará en el Renacimiento una sola obra que los contemporáneos de Pericles, y aun los de César, no hubiesen rechazado por extraña a su íntimo sentir. Esos patios son todos árabes. Esos arcos redondos sostenidos por finas columnas son de origen sirio. Cimabue enseñó a su siglo el arte de imitar con el pincel los mosaicos bizantinos. De las dos famosas cúpulas del Renacimiento, el domo de Florencia y San Pedro, es la primera una obra maestra del gótico posterior, y la segunda del barroco incipiente. Y cuando Miguel Ángel se jactaba de «amontonar el Panteón sobre la basílica de Majencio», nombraba precisamente dos edificios del más puro estilo árabe primitivo. ¿Y la ornamentación? ¿Existe una ornamentación auténticamente renacentista? Desde luego, nada que pueda compararse con el vigor simbólico de la ornamentación gótica. Pero, ¿de dónde procede ese decorado alegre y distinguido, lleno de unidad y cuyo encanto fascinó a toda la Europa occidental? Hay una notable diferencia entre la patria origen de un gusto y la de los medios expresivos que ese gusto emplea. En los motivos florentinos primitivos del Pisano, de Majano, de Ghiberti, de Della Quercia, hay muchos elementos septentrionales. En todos esos púlpitos, sepulcros, nichos, portales, debe distinguirse la forma exterior, transmisible —en este sentido la misma columna jónica es de procedencia egipcia—, y el espíritu del lenguaje de las formas a que aquella se incorpora, como medio y signo expresivo. Nada importa que el Renacimiento emplee elementos «antiguos», si le sirven para expresar algo completamente ajeno al sentir antiguo. Pero aun en la obra de Donatello esos elementos son mucho más raros que en el alto barroco. En todo el Renacimiento no se encuentra un capitel que sea rigurosamente «antiguo».
Y, sin embargo, en algunos momentos el Renacimiento llega a producir cosas maravillosas, que la música no hubiera podido expresar: un sentimiento de venturosa inmersión en la perfecta proximidad, una emoción de puros, serenos, redentores efectos especiales, cuya sencilla estructura permanece exenta de la apasionada movilidad del gótico y del barroco. Esto no es «antiguo»; pero es un ensueño de la existencia antigua, el único que el alma fáustica ha podido soñar, el único en que el alma fáustica ha podido olvidarse de sí misma.
6
En el siglo XVI se verifica la transformación decisiva de la pintura occidental. Pierden su hegemonía la arquitectura, en el norte, y la escultura, en Italia. La pintura se torna polifónica, «colorista»; es algo que navega por el espacio infinito. Los colores se convierten en sonidos. El arte del pincel se hermana con el estilo de la cantata y del madrigal. La técnica del óleo acaba por ser la base de un arte cuya aspiración es conquistar el espacio, en el cual están sumergidas las cosas. Con Leonardo y Giorgione comienza el impresionismo.
En los cuadros se verifica, pues, una transvaloración de todos los elementos. El fondo, que hasta entonces había sido tratado con indiferencia, considerado como un relleno, disimulando casi su cualidad de espacio, adquiere ahora una significación decisiva. En este momento se inicia una evolución que no tiene semejante en ninguna otra cultura, ni siquiera en la cultura china, tan íntimamente afín a la nuestra por múltiples aspectos. El fondo, como signo del infinito, vence al primer plano sensible y palpable. Y se llega, por último —este es el estilo colorista, contrapuesto al dibujo—, a concentrar en el movimiento del cuadro la experiencia íntima de la profundidad, que caracteriza el alma fáustica. Ese «espacio en relieve», que vemos en Mantegna, ese espacio de superficies sucesivas, de capas superpuestas, Tintoretto lo convierte en la energía de la dirección. Ahora los cuadros tienen un horizonte, símbolo magno del espacio cósmico, del espacio sin límite, en el cual las cosas particulares, visibles, hacen el efecto de meros accidentes. Tan evidente ha parecido la representación del horizonte en el cuadro de paisaje, que a nadie se le ha ocurrido hacer estas preguntas decisivas: ¿En qué casos falta esa representación? ¿Qué significa el hecho de que falte? Pero ni el relieve egipcio, ni el mosaico bizantino, ni los vasos y frescos antiguos, ni siquiera los de la época helenística, con su espacialidad de los primeros términos, ofrecen la más mínima indicación del horizonte. Esa línea, en cuya irreal vaporosidad se abrazan los cielos y la tierra; esa línea, esencia y símbolo máximo de la lejanía, esa línea representa el principio infinitesimal en la pintura. De las lontananzas del horizonte avanza hacia el espectador la música del cuadro. Por eso los grandes paisajistas holandeses pintan en realidad solo fondos, atmósferas, al revés de los maestros «antimusicales», como Signorelli, y, sobre todo, Mantegna, que no pintaron más que primeros términos —«relieves»—. En el horizonte, la música vence a la plástica, la pasión del espacio vence a la sustancia de la extensión. Y puede decirse que en los cuadros de Rembrandt no hay nunca un plano «delantero». En el norte, en la patria del contrapunto, encontramos muy pronto una profunda comprensión de lo que significa el horizonte, la lejanía iluminada por puras claridades. En cambio, en el sur sigue predominando durante mucho tiempo aún el fondo dorado uniforme de los cuadros arabigobizantinos. El sentimiento puro del espacio aparece por vez primera hacia 1416 en los libros de horas del duque de Berry —el de Chantilly y el de Turín— y en los primitivos alemanes de la región renana. Y luego conquista lentamente el cuadro al óleo.
Igual sentido simbólico tienen las nubes. Los antiguos desconocieron por completo este motivo artístico, y los pintores del Renacimiento lo trataron con cierta superficialidad juguetona. En cambio, la pintura del norte gótico nos ofrece bien pronto, entre las masas de nubes, visiones lejanas de un misticismo maravilloso, y los venecianos, sobre todo Giorgione y Pablo Veronés, nos descubren el infinito encanto de ese mundo atmosférico, de esos espacios celestes habitados por seres luminosos que flotan, galopan y estallan en rayos de mil colores. Grünewald y los holandeses sublimaron las nubes hasta llegar a la tragedia. El Greco introdujo en España ese gran arte del simbolismo meteorológico.
En el arte de la jardinería, que también por esta época llegó a su madurez, al mismo tiempo que la pintura al óleo y el contrapunto, vemos aparecer igualmente los estanques espaciosos, las alamedas, las avenidas, los panoramas, las galerías. En el cuadro de la libre naturaleza representan estos elementos la misma tendencia que la perspectiva lineal en la pintura, esa perspectiva que los holandeses primitivos concibieron como el problema fundamental de su arte y que Brunelleschi, Alberti y Piero della Francesca estudiaron en su aspecto teórico. Se diría que la perspectiva fue justamente entonces objeto de una representación en cierto modo intencionada, como una consagración matemática del espacio estético —ya sea paisaje, ya interior— limitado lateralmente por el marco y poderosamente sublimado en la profundidad. Aquí se manifiesta ya el símbolo primario. El punto hacia el cual convergen todas las líneas de la perspectiva se halla situado en el infinito. La pintura antigua no tuvo perspectiva, justamente porque evitó ese punto, porque no reconoció, no admitió la lejanía. Por consiguiente, el parque, la consciente composición de la naturaleza, en el sentido de producir efectos de lejanos espacios, resulta igualmente imposible en el arte de la Antigüedad. Ni en Atenas ni en Roma existieron jardines de importancia significativa. La época imperial fue la primera que empezó a sentir gusto por los jardines orientales, de términos próximos y muy acentuados, como lo demuestran a primera vista las trazas que aún se conservan25. El primer teórico de la jardinería en Occidente, León Bautista Alberti, explicó ya en 1450 la relación que existe entre el jardín y la casa, es decir, entre el jardín y los que lo contemplan desde dentro de la casa. Si comparamos sus bosquejos con los parques de la villa Ludovisi y de la villa Albani, podremos ver cómo ha ido aumentando cada vez más la importancia de las perspectivas lejanas. Los jardineros franceses, a partir de Francisco I, les añadieron los estanques, las fuentes, las cascadas (Fontainebleau).
El elemento más importante en el cuadro del jardín occidental es, pues, el point de vue de los grandes parques estilo rococó. En ese punto de vista se abren las avenidas, los caminos de flores; por él la mirada va a perderse en lontananza de amplias ondulaciones. Y ese centro es justamente el que falta en los demás jardines, incluso en los jardines chinos. Hay aquí un perfecto paralelismo con ciertos «colores lejanos», claros, argentinos, de la música pastoril, al principio del siglo XVIII, en Couperin, por ejemplo. El point de vue es el que nos da la clave para comprender esa extraña manera humana de someter la naturaleza al lenguaje simbólico de un arte. Aquí se aplica un principio semejante al de la división de los elementos numéricos finitos en series infinitas. En esta operación, la fórmula del resto nos descubre el sentido último de la serie; de igual modo, en el jardín barroco, la mirada, perdiéndose en lo ilimitado, descubre a los ojos del hombre fáustico el sentido íntimo de la naturaleza. Nosotros, no los helenos, no los hombres de Alto Renacimiento, hemos sentido el valor y el atractivo de los panoramas ilimitados que se contemplan desde las cumbres de las montañas. Es este un anhelo fáustico. El occidental apetece la soledad en el espacio infinito. La gran hazaña de los jardineros franceses ha consistido en sublimar este símbolo, llevándolo a su máxima potencia. En este sentido hacen época las creaciones de Fouquet, en Vaux-le-Vicomte, y sobre todo las de Le Nôtre. Compárese el parque renacentista de la época medicea, jardín que la mirada abarca de una vez, conjunto de proximidades y redondeces placenteras, líneas, contornos y grupos conmensurables; compárese, digo, con aquel misterioso disparo hacia la lejanía, que pone en movimiento los estanques, las cascadas, las estatuas, los bosquecillos, los laberintos. Este período de la historia de la jardinería reproduce típicamente el sino de la pintura occidental.
Pero la lontananza es al mismo tiempo una sensación histórica. En la lontananza el espacio se convierte en tiempo. El horizonte significa el futuro. El parque barroco es el parque de la última estación del año, del fin próximo, de las hojas que caen. El parque del Renacimiento está pensado para el verano y el mediodía. Es intemporal. En el lenguaje de sus formas no hay nada que nos recuerde lo transitorio, lo efímero. La perspectiva es la que evoca en nosotros la sensación de algo que pasa, que fluye, que muere.
La palabra «lontananza» tiene en la lírica occidental de todos los idiomas un matiz de melancolía otoñal que en vano buscaríamos en la lírica latina y griega. Ese matiz se encuentra ya en los cantos osiánicos de Macpherson, en Hölderlin; más tarde, también en los ditirambos a Dioniso, de Nietzsche, y finalmente, en Baudelaire, Verlaine, George y Droem. La poesía decadente de las alamedas otoñales, de las interminables calles rectas de nuestras urbes cosmopolitas, de las bóvedas catedralicias con sus hileras de pilares, de las cumbres lejanas en la sierra, revela que nuestra experiencia íntima de la profundidad, por medio de la cual nos creamos el espacio cósmico, es en última instancia la certidumbre interna de un sino, de una dirección prefijada, del tiempo, de lo irrevocable. Cuando vivimos el horizonte como si fuera el futuro, sentimos inmediatamente que el tiempo es idéntico a la «tercera dimensión» del espacio vivido, de la dilatación viviente. Este rasgo fatídico del parque versallesco lo hemos extendido, por último, al panorama urbano de las grandes ciudades, disponiéndolas en calles rectas que van a perderse en la lejanía, aun sacrificando para ello, si es preciso, viejos barrios históricos, cuyo simbolismo ahora cede la preeminencia al simbolismo del espacio. En cambio, las urbes antiguas enrevesaban con temerosa precaución el laberinto de sus callejuelas sinuosas, para que el hombre apolíneo se sintiese en ellas como un cuerpo entre cuerpos26. La necesidad práctica ha sido, en esto como en todo, la máscara que sirve para ocultar una tendencia íntima.
A partir de este momento se concentra en el horizonte la forma más profunda, la plena significación metafísica del cuadro. El contenido palpable, expresado en el título, ese contenido que la pintura del Renacimiento había reconocido y acentuado, se convierte ahora en un medio, en un simple sustentáculo de la significación, que las palabras ya no pueden agotar. En Mantegna y Signorelli, el mero dibujo, sin colores, podría muy bien subsistir como cuadro. Y algunas veces fuera de desear que la labor del artista no hubiese pasado de los cartones. En las composiciones que se inspiran en la estatua, el color no es más que un suplemento. Pero ya a Tiziano le acusa Miguel Ángel de no saber dibujar. El «objeto», esto es, lo que el dibujo del contorno capta y fija, lo próximo, lo material, ha perdido su realidad artística; y a partir de ahora, la teoría del arte, que siguió sometida a las impresiones del Renacimiento, no cesa de reproducir la extraña e inacabable disputa sobre la «forma» y el «contenido» de la obra artística. Esta manera de plantear el problema obedece a un equívoco que ha mantenido oculto el sentido importantísimo de la cuestión. Lo primero que había que investigar es si la pintura debe concebirse en sentido plástico o en sentido musical, como estática de las cosas o como dinámica del espacio, que en esto consiste la profunda oposición entre la pintura al fresco y la pintura al óleo. Luego podía plantearse el problema de la oposición entre los dos sentimientos de la forma, el apolíneo y el fáustico. El contorno limita la materia. Los tonos de color interpretan el espacio27. Aquel posee una naturaleza sensible inmediata; es narrativo. El espacio, en cambio, es trascendente por esencia. Habla a la imaginación. En las artes, que están dominadas por el simbolismo del espacio, el aspecto narrativo rebaja y oscurece la tendencia más profunda. Y un teórico que sienta aquí latente una misteriosa desproporción, sin alcanzar a comprenderla, se aferrará a la oposición superficial entre el contenido y la forma. Este problema es un problema puramente occidental, que revela como pocos la perfecta inversión que se ha producido en el significado de los elementos pictóricos, a partir del instante en que termina el Renacimiento y surge una música instrumental de gran estilo. La Antigüedad no podía plantearse problemas como el del contenido y la forma en este sentido. En una estatua ática, ambas cosas son perfectamente idénticas; son el cuerpo humano. Pero el caso de la pintura barroca se complica todavía más con la lucha entre el sentimiento popular y el sentimiento elevado. Las cosas palpables, euclidianas, son populares; el arte «antiguo» es, por lo tanto, el arte popular en sentido propio. Los espíritus fáusticos percibimos vagamente en la «Antigüedad» ese carácter popular, y a ello obedece en gran parte el encanto indecible que todo lo «antiguo» ejerce sobre nosotros. El espíritu fáustico, en cambio, necesita conquistar su propia expresión, ganarla en lucha con el mundo. Para nosotros, la contemplación de la voluntad artística «antigua» constituye el gran descanso. Nada hay que conquistar en ella. Todo se nos entrega fácilmente. Y en realidad la tendencia antigótica de los florentinos ha producido algo semejante. En muchos aspectos de su creación, Rafael es popular. Rembrandt, en cambio, no puede serlo nunca. A partir del Tiziano la pintura ha ido haciéndose cada vez más esotérica; y otro tanto le ha sucedido a la poesía y a la música. El arte gótico lo fue ya desde sus comienzos: Dante, Wolfram. La muchedumbre de los fieles no estuvo nunca capacitada para entender las misas de Okeghem, de Palestrina, e incluso de Bach. La multitud se aburre oyendo a Mozart y Beethoven. La música actúa sobre el vulgo solo por cuanto ejerce algún influjo sobre su estado de ánimo. En los conciertos y en los museos la masa se figura sentir interés hacia aquellas cosas porque las teorías sobre la educación popular han puesto en circulación el tópico del arte para todos. Pero un arte fáustico no puede ser un arte para todos. Le es esencial no serlo; y si la pintura contemporánea se ofrece exclusivamente a un pequeño círculo de entendidos, círculo que se va reduciendo cada día más, no hace sino confirmar su aversión por el objeto vulgar y fácil. Al «contenido» se le niega todo valor propio; y la realidad se atribuye al espacio, por el cual —según Kant— existen las cosas. Ha penetrado en la pintura desde entonces un elemento metafísico, de difícil acceso, que no se entrega a la comprensión del lego. Mas para Fidias la palabra «lego» no hubiera tenido sentido. La plástica de Fidias se ofrecía a los ojos del cuerpo, no a los del espíritu. Un arte inespacial es, a priori, un arte afilosófico.
7
Hay un principio importante que se halla en relación con todo esto: es el principio de la composición. En el cuadro, las cosas pueden agruparse por modo inorgánico, unas sobre otras, unas junto a otras, unas detrás de otras, sin perspectiva, sin mutua relación, es decir, sin destacar el hecho de que su realidad depende de la estructura del espacio; lo cual no quiere decir que se niegue esa dependencia. Así dibujan los salvajes y los niños antes de que la experiencia íntima de la profundidad haya sometido sus impresiones sensibles del universo a un orden más profundo. Pero este orden, que depende del símbolo primario, es diferente en cada cultura. Nuestra manera de componer las cosas, ordenándolas en perspectivas, resulta evidente para nosotros; sin embargo, constituye un caso único que la pintura de las restantes culturas ni conoce ni quiere. El arte egipcio gustaba de representar sucesos simultáneos, disponiéndolos en series superpuestas. De esta suerte suprimía en la impresión del cuadro la tercera dimensión. El arte apolíneo representaba figuras y grupos aislados, evitando deliberadamente las relaciones de espacio y tiempo en la superficie del cuadro. Los frescos de Polignoto, en el vestíbulo de Delfos, constituyen un ejemplo bien conocido. No había en ellos un fondo que pusiera en mutua relación las diferentes escenas, pues semejante fondo hubiera menoscabado la significación de las cosas como única realidad frente al espacio, que es la nada. El frontón del templo de Egina, la procesión de dioses en el vaso François, y el friso de los gigantes de Pérgamo ostentan una serie meándrica de motivos aislados, intercambiables, pero en modo alguno un organismo. Hasta la época helenística —el friso de Télefo en el altar de Pérgamo es el ejemplo más viejo que se conserva— no aparece el motivo de la serie uniforme, motivo contrario al espíritu de la Antigüedad. También en esto el sentir del Renacimiento fue puramente gótico. Llevó la composición de los grupos a tal altura, que ha seguido siendo un modelo para los siglos posteriores. Mas ese orden nacía del espacio, y en sus últimos fundamentos era como una música suave de la extensión, impregnada de luminosos colores; una música que con su ritmo invisible acompaña en la lejanía todas las resistencias de la luz que la mirada inteligente concibe como cosas, como seres. Pero establecer en el espacio ese orden, que insensiblemente convierte la perspectiva lineal en perspectiva aérea y luminosa, era ya superar interiormente el Renacimiento.
A partir del Renacimiento se suceden en compacta serie los grandes músicos, desde Orlando Lasso y Palestrina hasta Wagner; y los grandes pintores, desde Tiziano hasta Manet, Marées y Leibl. La plástica, en cambio, decae hasta sumirse en la más completa insignificancia. La pintura al óleo y la música instrumental recorren una evolución orgánica, cuyo término, implícito ya en el arte gótico, fue alcanzado por el barroco. Ambas artes, que son fáusticas en el sentido más alto de la palabra, constituyen, dentro de esos límites, dos protofenómenos. Tienen un alma, una fisonomía, y, por lo tanto, una historia; una historia de ellas solas. La escultura, en cambio, se limita a dos o tres hermosas obras, casos fortuitos que nacen a la sombra de la pintura, de la jardinería o de la arquitectura. Pero en el cuadro del arte occidental se puede muy bien prescindir de ellas. Ya no existe el estilo plástico en el sentido en que decimos que existe el estilo pictórico y musical. Ni hay una tradición cerrada ni se ve una conexión necesaria entre las obras de un Maderna, un Goujón, un Puget y un Schlüter. Leonardo empieza ya a manifestar un verdadero desprecio por la escultura. A lo sumo admite el vaciado en bronce, a causa de sus cualidades pictóricas. En cambio, el elemento propio de Miguel Ángel es el mármol blanco. Pero este artista mismo, cuando llega a la vejez, comienza también a sentir que le fallan las obras de carácter plástico. Y ninguno de los escultores que le suceden es grande en el sentido que son grandes Rembrandt y Bach. Sin duda se encuentran en la escultura moderna obras sólidas y de buen gusto. Pero no hay ninguna que pueda parangonarse con la Ronda nocturna o la Pasión según san Mateo; ninguna que, como estas, sea la expresión profunda de toda una humanidad. La plástica ha dejado de representar el sino de su cultura. Su lenguaje ya no tiene sentido. Es completamente imposible expresar en un busto el contenido de un retrato de Rembrandt. Si alguna vez surge un escultor de importancia, como Bernini o los maestros de la escuela española de la misma época, o Pigalle o Rodin —naturalmente, ninguno de ellos ha podido trascender de lo decorativo para llegar a un simbolismo profundo—, resulta, o un retrasado imitador del Renacimiento, como Thorwaldsen, o un pintor disfrazado, como Houdon y Rodin, o un arquitecto, como Bernini y Schlüter, o un decorador, como Coysevox; y su misma aparición demuestra claramente que este arte de la escultura, que ya no puede tener contenido fáustico, carece de problemas y, por lo tanto, de alma, de historia vital, en el sentido de una evolución completa del estilo. A la música de la Antigüedad le sucede lo mismo que a la plástica de Occidente. Después de haber producido en el dórico primitivo algunas obras iniciales que acaso no carecían de importancia, la música antigua hubo de dejar el campo libre a las dos artes típicamente apolíneas, la plástica y la pintura al fresco en los siglos maduros del jónico (650-350). Al renunciar a la armonía y a la polifonía tuvo que renunciar asimismo al rango de un arte mayor, de evolución orgánica propia.
8
La pintura antigua, en su estilo riguroso, usaba una paleta limitada al amarillo, al rojo, al negro y al blanco. Hace mucho tiempo que se ha hecho notar esta circunstancia extraña. Para explicarla se ha apelado a motivos harto superficiales y notoriamente materialistas o a hipótesis absurdas, como la de una supuesta ceguera de los griegos para los demás colores. El mismo Nietzsche habla de esto (Aurora).
Pero ¿por qué la pintura antigua, en la época de su mayor florecimiento, evita el azul y aun el verde azulado, iniciando la escala de los colores lícitos en los tonos amarillo verdoso y rojo azulado?28. No hay duda de que en esta limitación se expresa el símbolo primario del alma euclidiana.
El azul y el verde son los colores del cielo, del mar, de la campiña fértil, de las sombras al sol del mediodía, de los atardeceres, de las montañas lejanas. Son colores que esencialmente pertenecen a la atmósfera, no a las cosas mismas, colores fríos que anulan los cuerpos y producen impresiones de lejanía, de amplio horizonte, de infinito.
Por eso, mientras Polignoto los evita cuidadosamente en sus frescos, en cambio la pintura al óleo, la pintura de perspectivas, emplea como elementos creadores del espacio unos azules y unos verdes «infinitesimales» que durante toda su historia, desde los venecianos hasta el siglo XIX, constituyen el matiz fundamental de rango preeminente, el tono que sustenta el sentido todo del colorido, el basso continuo con el que armonizan los tonos calientes, amarillos y rojos, más escasos y supeditados a aquellos. No me refiero a ese verde intenso, alegre, próximo, que Rafael o Durero emplean a veces —pocas veces— en los paños, sino a un verde azulado indefinible, que aparece en mil matices de blanco, gris y pardo, a un color profundamente musical en que está inmersa toda la atmósfera, sobre todo en los Gobelinos. Este color es el elemento principal de eso que se ha llamado perspectiva aérea, por oposición a la perspectiva lineal, y que hubiera debido llamarse perspectiva barroca, por oposición a la perspectiva del Renacimiento. Se le encuentra en Italia; el vigor con que produce la impresión de la profundidad va creciendo en Leonardo, Guercino, Albani. Se le encuentra en Holanda (Ruysdael, Hobbema). Se le encuentra, sobre todo, en los grandes franceses, desde Poussin, Lorena y Watteau, hasta Corot. El azul, que también es color de perspectiva, se relaciona siempre con lo oscuro, lo apagado, lo irreal. No penetra, sino que arrebata hacia la lejanía. Goethe, en su Teoría de los colores, le ha llamado «una nada encantadora».
El azul y el verde son colores trascendentes, espirituales, suprasensibles. No se dan en la pintura al fresco de estilo ático; y por eso mismo predominan en la pintura al óleo. El amarillo y el rojo, colores «antiguos», son los colores de la materia, de la proximidad, de las emociones sanguíneas. El rojo es el color propio de la sexualidad; por eso es el único que actúa sobre los animales. Es el que más se aproxima al símbolo del falo —y, por lo tanto, de la estatua y de la columna dórica—, mientras que el azul purísimo sirve para transfigurar el manto de la Virgen. Esta relación se ha impuesto por sí misma en todas las escuelas, con necesidad profunda. El violeta —que es un rojo superado, vencido por el azul— es el color de las mujeres que han perdido su fertilidad y de los sacerdotes que viven en el celibato.
El amarillo y el rojo son colores populares, los colores de las multitudes, de los niños, de las mujeres y de los salvajes. En España y Venecia el hombre distinguido prefiere —por el afán inconsciente de mantenerse apartado y distante— un negro o un azul suntuoso. El amarillo y el rojo —colores euclidianos, apolíneos, politeístas— son, por último, los colores del primer plano social, de las ruidosas aglomeraciones, de los mercados, de las fiestas populares, de la vida ingenua y atropellada, del fatum antiguo, del azar ciego, de la existencia puntiforme. El azul y el verde —colores fáusticos, monoteístas— son los colores de la soledad, de la solicitud, de la gran curva que une el presente con el pasado y el futuro, del sino como decreto inmanente en el cósmico conjunto.
Más arriba hemos establecido la relación que une el sino de Shakespeare al espacio y el sino de Sófocles al cuerpo aislado. Todas las culturas profundamente trascendentes, todas las culturas cuyo símbolo primario exige una superación de las apariencias visibles, una vida de lucha y de conquista, que no se abandona a lo que adviene, todas estas culturas sienten hacia el espacio la misma propensión metafísica que hacia el azul y el negro. En los estudios de Goethe acerca de los colores entópicos de la atmósfera, se encuentran profundas observaciones sobre la relación que existe entre la idea del espacio y el sentido de los colores. El simbolismo de los colores que derivamos aquí de las ideas del espacio y del sino coincide perfectamente con el expuesto por Goethe en su Teoría de los colores.
El empleo más importante del verde sombrío como color del sino se encuentra en Grünewald, cuyas «noches» tienen una indescriptible potencia de espacialidad que solo Rembrandt ha podido después alcanzar. Al contemplarlas se recibe la impresión de que ese verde azulado, que es el mismo color en que está a veces envuelto el interior de las grandes catedrales, podría denominarse el color específico del catolicismo, suponiendo que se dé este nombre única y exclusivamente al cristianismo fáustico, con la eucaristía como centro, al cristianismo fundado en 1215 por el Concilio lateranense y perfeccionado por el tridentino. Ese color, con su silenciosa grandeza, dista seguramente tanto del fastuoso fondo dorado de las imágenes cristianobizantinas como de los colores chillones, alegres, «paganos», de los templos y estatuas griegos. Adviértase que ese color, para producir impresión, necesita que el cuadro esté expuesto en un «espacio interior», es decir, lo contrario del amarillo y del rojo. La pintura antigua es resueltamente pintura de la calle; en cambio, la pintura occidental es un arte de taller. En toda la gran pintura al óleo, desde Leonardo hasta el final del siglo XVIII, no hay una obra pensada para ser vista a la luz cruda del día. Reaparece aquí la oposición entre la música de cámara y la estatua aislada, al aire libre. Algunos han querido explicar este hecho por el clima. Pero esta explicación superficial quedaría refutada —si fuere necesario refutarla— por el caso de la pintura egipcia. Para el sentimiento vital de los antiguos, el espacio infinito era una perfecta nada; por lo tanto, el azul y el verde, con su poder anulador de la realidad y creador de la lejanía, hubieran hecho vacilar la omnipotencia de los primeros términos, de los cuerpos aislados, menoscabando así el sentido propio de las obras del arte apolíneo. Para los ojos de un ateniense, un cuadro con el colorido de Watteau sería algo sin esencia, sin realidad, algo falso, vacío, de una vacuidad interna que difícilmente podría expresarse con palabras. Ese colorido da a las superficies sensibles, a los planos que reflejan la luz, el valor de testimonios y límites, no de las cosas, sino del espacio circundante. Por eso lo rechazó la Antigüedad. Por eso predomina en nuestra cultura occidental.
9
El arte árabe ha expresado el sentimiento mágico del universo por medio del fondo dorado de sus mosaicos y sus tablas. Para conocer sus efectos de fabuloso confusionismo y, por lo tanto, desentrañar su intención simbólica, es preciso estudiar los mosaicos de Rávena, los maestros primitivos de la región renana y, sobre todo, de la Italia septentrional, que trabajan aún bajo la influencia de modelos lombardobizantinos; pero también es necesario estudiar las ilustraciones de los manuscritos góticos, a los que sin duda sirvieron de modelo los códices purpúreos de Bizancio. Ahora podemos contemplar las almas de las tres culturas, empeñadas en problemas muy semejantes, y examinar lo que cada una da de sí. El alma apolínea no reconocía como real nada más que lo presente, con presencia inmediata en lugar y tiempo, y por eso hubo de excluir el fondo de sus imágenes. El alma fáustica, superando todo límite sensible, aspiraba a lo infinito; por eso hubo de trasladar a la lejanía el centro de su idea plástica por medio de la perspectiva. El alma mágica sentía todo acontecimiento como la expresión de ciertas potencias misteriosas que llenaban la caverna cósmica con su sustancia espiritual; por eso hubo de cerrar la escena por medio de un fondo dorado, es decir, por medio de un elemento que está más allá de todo colorido natural. El dorado, en efecto, no es un color. Si lo comparamos con el amarillo, veremos que la impresión sensible, muy compleja, que el dorado produce, es debida al reflejo metálico difuso de un medio transparente que cubre la superficie. Los colores —la sustancia cromática del muro liso, en los frescos, o el pigmento depositado por el pincel— son naturales. Pero el brillo metálico29 es sobrenatural; no se presenta casi nunca en la naturaleza; recuerda los demás símbolos de esta cultura, la alquimia y la cábala, la piedra filosofal, el libro sagrado, el arabesco, la forma interna de los cuentos de Las mil y una noches. En el simbolismo de estos fondos, misteriosamente hieráticos, están contenidas todas las teorías que enseñaban Plotino y los gnósticos sobre la esencia de las cosas, su independencia del espacio, sus causas fortuitas; opiniones que para nuestro sentimiento cósmico resultan harto paradójicas y casi incomprensibles. La esencia de los cuerpos fue un importante tema de discusiones entre los neopitagóricos y los neoplatónicos, como más tarde entre las escuelas de Bagdad y Basora. Suhrawardi distinguió entre la extensión, que para él era la esencia primaria del cuerpo, y la altura, anchura y profundidad, que consideraba como accidentes. Nazzam negaba que los átomos fuesen sustancias corpóreas y llenasen el espacio. Todas estas opiniones metafísicas, que se suceden desde Filón y san Pablo hasta los últimos grandes pensadores de la filosofía islámica, revelan el sentimiento cósmico de la cultura árabe. Su importancia es decisiva en las discusiones de los concilios sobre la sustancia de Cristo30. El fondo dorado de aquellos cuadros, en el territorio de la Iglesia occidental, tiene, pues, una significación dogmática muy acentuada. Expresa la esencia y la providencia del espíritu divino. Representa la forma árabe de la conciencia cristiana; y esta es la razón profunda de que los fondos dorados de las representaciones tomadas de la leyenda cristiana hayan sido considerados durante mil años como el único tratamiento posible y digno, en sentido metafísico y hasta ético. Cuando en el gótico naciente aparecieron los primeros fondos «reales», con cielos verdeazulados, amplios horizontes y perspectivas de profundidad, produjeron al principio el efecto de cosa profana y mundana. Se sintió muy bien, aunque sin conocerlo, el profundo cambio dogmático que esas novedades manifestaban. Lo demuestran claramente esos fondos de tapices, en los cuales se oculta con sagrado temor la profundidad propiamente dicha. Los espíritus góticos vislumbran ya la profundidad; pero no se atreven aún a ponerla de manifiesto. Ya hemos visto que justamente en esta época, cuando el cristianismo fáustico-germanocatólico llega a la conciencia clara de sí mismo, estableciendo el sacramento de la penitencia (nueva religión bajo el manto de la anterior), aparece en el arte de los franciscanos la tendencia hacia la perspectiva y el colorido, el afán de conquistar el espacio aéreo; y esta tendencia transforma por completo el sentido de la pintura. El cristianismo occidental está con el oriental en la misma relación que el símbolo de la perspectiva con el símbolo del fondo dorado. Y el cisma definitivo se produce casi al mismo tiempo en la iglesia y en el arte. El paisaje empieza a concebirse como fondo de la escena; y simultáneamente las almas religiosas comienzan a comprender la infinitud dinámica de Dios. Y cuando los fondos dorados desaparecen de los cuadros religiosos, desaparecen también de los concilios occidentales aquellos problemas ontológicos, mágicos, acerca de la divinidad, aquellos problemas que conmovieran, con honda pasión, todos los concilios orientales, el de Nicea, el de Éfeso, el de Calcedonia.
10
Los venecianos son los que han descubierto la técnica de la pincelada visible, introduciéndola en la pintura al óleo como motivo musical, creador de espaciosidades. Los maestros florentinos conservaron la manera «antigua», aunque poniéndola al servicio del sentimiento gótico, aquella manera que consistía en pulir las transiciones, en crear superficies cromáticas puras, bien delimitadas, inmóviles. Los cuadros florentinos tienen algo de permanente, de estático, en oposición clara y consciente a la movilidad típica de los medios expresivos que el arte gótico traía de allende los Alpes. La pincelada del siglo XV es una negación del pasado y del futuro. El sentido histórico aparece en la pintura cuando la labor del pincel se hace continuamente visible y se conserva, por decirlo así, en perpetuo trance de realización; en la obra del pintor se desea ver no solo algo que ha llegado a ser, sino también algo que está siendo. Esto precisamente es lo que el Renacimiento había querido evitar. Unos paños del Perugino no nos dicen nada de su nacimiento artístico; están terminados, dados, absolutamente presentes. En cambio, las pinceladas sueltas, que por primera vez aparecen en las obras de la vejez del Tiziano, como un lenguaje de formas perfectamente nuevo, son los acentos de un temperamento personal, acentos tan característicos como los colores orquestales de Monteverdi, un flujo y reflujo melódico comparable al de los madrigales venecianos de la misma época, unas rayas y manchas que se suceden sin transición, se cruzan, se tapan, se confunden, dando al elemento cromático una movilidad infinita. El análisis geométrico contemporáneo de esta pintura representa también los objetos produciéndose, no producidos. Cada uno de esos cuadros tiene una historia y no la oculta. Ante ellos siente el hombre fáustico que su alma realiza una evolución. Ante los grandes paisajes de los maestros barrocos es lícito pronunciar la palabra «histórico», para percibir en esos paisajes un sentido que permanece extraño por completo a las estatuas áticas. En la melodía de esas pinceladas inquietas e infinitas reside el eterno devenir, el tiempo progrediente, el sino dinámico de los mundos. Se suele oponer en el estilo de la pintura el color y el dibujo. Desde este punto de vista, esa oposición significa la oposición entre la forma histórica y la forma ahistórica, entre la afirmación y la negación del desarrollo interno, entre la eternidad y el momento. La obra de arte «antigua» es un suceso; la occidental es una hazaña. Aquella es el símbolo de la hora puntiforme; esta es un transcurrir orgánico. La fisonomía de la pincelada es un ornamento puramente musical, completamente nuevo, infinitamente rico y personal, desconocido de todas las demás culturas. Al allegro feroce de Franz Hals puede oponerse el andante con moto de Van Dyck; a las tonalidades en bemol de Guercino, los sostenidos de Velázquez. Desde ahora, el concepto de tempo forma parte de la pintura y nos recuerda que este arte es el arte de un alma que, contrariamente al alma antigua, no olvida nada, no quiere olvidar nada de lo que ha sido una vez. La trama aérea de las pinceladas volatiliza al mismo tiempo las superficies sensibles de las cosas. Los contornos se desvanecen en el claroscuro. Es preciso que el espectador mire el cuadro desde lejos para que esos valores de espacio cromáticos le produzcan impresiones corpóreas. El aire, saturado de colores inquietos, es el que engendra siempre las cosas.
Y a partir de ahora aparece en la pintura occidental un símbolo de importancia suprema, ese color denominado «pardo de taller», que poco a poco va esfumando la realidad de todos los demás colores. Los viejos florentinos no lo conocían, ni tampoco los primeros maestros holandeses y renanos. Pacher, Durero, Holbein, aunque apasionados por la profundidad del espacio, no lo empleaban todavía. La época de su triunfo es el final del siglo XVI. El pardo de taller no oculta su procedencia de aquel verde «infinitesimal» con que están hechos los fondos de Leonardo, Schongauer y Grünewald; pero tiene un poder sobre las cosas, incomparablemente mayor. Él es el que da al espacio la victoria definitiva sobre la materia, superando también los recursos primitivos de la perspectiva lineal, con su carácter renacentista, que se advierte en el empleo de motivos arquitectónicos. El pardo de taller mantiene continuamente con la técnica impresionista de la pincelada visible una relación enigmática. Este color y esta técnica son los dos elementos que volatilizan la existencia palpable del mundo sensible —del mundo del instante y del primer plano— y la transforman definitivamente en apariencia atmosférica. La línea desaparece del cuadro colorista. El fondo dorado del alma mágica había soñado con una potencia misteriosa que en esta cueva del universo domina y quiebra a su sabor las leyes del mundo corpóreo. El pardo de estas pinturas descubre, en cambio, a la mirada, en infinitud pura, saturada de forma. En la evolución del estilo occidental, su descubrimiento señala una altura máxima. Por oposición al verde precedente, el pardo de taller tiene algo de protestante. Es una anticipación del panteísmo septentrional, de ese panteísmo del siglo XVIII que navega por las regiones de lo ilimitado y que tan bien expresan los versos de los arcángeles en el prólogo del Fausto de Goethe. La atmósfera del rey Lear y de Macbeth es muy parecida a la suya. La música instrumental de esta época se afana igualmente por hallar armonías cada vez más ricas (De Rore y Lucas Marenzio) y por estructurar el cuerpo sonoro de los instrumentos de cuerda y de viento, afán que corresponde exactamente a la nueva tendencia de la pintura, que quiere crear un cromatismo pictórico, partiendo de los colores puros, mediante un sinnúmero de matices parduscos y el contraste entre las pinceladas yuxtapuestas. Estas dos artes, la pintura y la música, extienden por sus mundos de colores y de sonidos —sonidos cromáticos y colores sonoros— una atmósfera de purísima espacialidad, una atmósfera que envuelve, no al hombre como figura y cuerpo, sino al alma desnuda, una atmósfera que es símbolo del alma misma. Estas dos artes llegan a una interioridad tal, que en las obras más profundas de Rembrandt y de Beethoven no hay misterio que no esté descubierto. Esa interioridad justamente es la que el hombre apolíneo quiso eliminar con su arte rigurosamente somático.
Los viejos colores del primer plano, el amarillo y el rojo —las tonalidades «antiguas»—, se emplean cada vez menos a partir de ahora, y siempre en contraste deliberado con las lejanías y las profundidades, para acentuarlas y sublimarlas (sobre todo en Rembrandt y en Vermeer). Ese pardo atmosférico, extraño por completo al Renacimiento, es el color más irreal que existe. Es el único «color fundamental» que no se da en el arco iris. Hay luz blanca, luz amarilla, luz verde, luz roja, luz azul de la más perfecta pureza. Pero una luz parda que sea pura es cosa que excede a las posibilidades de nuestra naturaleza. Todas esas tonalidades de matiz pardo verdoso, plateado, pardo húmedo, dorado, que aparecen en el Giorgione en suntuosas variedades, que los grandes holandeses emplean cada vez con más audacia y que al fin se pierden al terminar el siglo XVIII, despojan a la naturaleza de su realidad palpable. Hay en esto como una confesión religiosa. Se perciben próximos los espíritus de Port-Royal y de Leibniz. Constable, que es el fundador de una pintura civilizada, manifiesta ya una voluntad artística diferente, una voluntad que busca su expresión. Ese mismo pardo que había aprendido de los holandeses y que significaba entonces el sino, Dios, el sentido de la vida, significa en él algo muy distinto, mero romanticismo, sensibilidad, añoranza de algo desaparecido, recuerdos del gran pasado de la pintura moribunda. Los últimos maestros alemanes —Lessing, Marées, Spitzweg, Diez, Leibl31—, cuyo arte retardatario es un trozo de romanticismo, una retrospección, un eco, conservaron esa tonalidad parda como exquisita herencia del pasado y reaccionaron contra las tendencias conscientes de su generación —la pintura al aire libre, pintura sin alma que mata las almas, pintura de una generación haeckeliana— porque no pudieron abandonar interiormente esa última característica del gran estilo. Todavía no se ha comprendido bien esa lucha entre el pardo de Rembrandt, de la escuela vieja, y el aire libre de la nueva escuela. Esa lucha significa en realidad la reacción desesperada del alma frente a los avances del intelecto, de la cultura frente a la civilización; es la oposición entre un arte lleno de necesidad simbólica y una industria artística, que se cultiva en las grandes urbes en forma de arquitectura, pintura, escultura o poesía. Desde este punto de vista se siente bien lo que significa ese color pardo, con el cual expira todo un arte.
Los más profundos de entre los grandes maestros son los que mejor han comprendido ese color; sobre todo Rembrandt. Las misteriosas tonalidades pardas de sus mejores obras son hijas legítimas de las vidrieras góticas, de los crepúsculos que envuelven las altas bóvedas catedralicias. Ese color saturado de oro que vemos en los grandes venecianos —Tiziano, Veronés, Palma, Giorgione— nos recuerdan constantemente el viejo arte, ya muerto, de las vidrieras septentrionales, arte que esos pintores habían olvidado casi por completo. El Renacimiento, con su predilección por los colores corpóreos, es, en este sentido, también un simple episodio, un resultado de tendencias superficiales, harto conscientes; no el producto de los afanes inconscientes, profundamente fáusticos del alma occidental. En este brillante pardo dorado de la pintura veneciana se dan la mano el gótico y el barroco, el arte de aquellas vidrieras primitivas y la música sombría de Beethoven; es el momento en que los holandeses Willaert y De Rore, con Gabrielli el Viejo, inauguran en la escuela de Venecia el estilo barroco de la música colorista.
El color pardo se ha convertido ahora en el color propio del alma, de un alma templada históricamente. Creo que Nietzsche ha hablado una vez de la música parda de Bizet. Pero el calificativo cuadra mejor a la música que Beethoven compuso para los instrumentos de cuerda32, y últimamente a la orquesta de Bruckner, que a veces llena el espacio de tonalidades pardas y doradas. Todos los demás colores quedan reducidos a una función adjetiva: el amarillo claro y el cinabrio de Vermeer, que, con insistencia verdaderamente metafísica, penetran en el espacio como si vinieran de otro mundo, o las luces amarilloverdosas y rojas de Rembrandt, que parecen casi estar jugueteando con el simbolismo del espacio. En Rubens, artista brillante, pero pobre pensador, el pardo casi carece de idea; es una sombra de color. (El verde azulado, el color «católico», le disputa al pardo la preeminencia en Rubens y en Watteau.) Bien se ve aquí cómo uno y el mismo medio artístico puede tener el valor de un símbolo si es empleado por un hombre profundo, y entonces crea la inaudita trascendencia de los paisajes de Rembrandt; y, en cambio, para otros grandes maestros puede ser simplemente un recurso técnico. Así, como ya hemos observado, resulta patente que la «forma» artisticotécnica, si se piensa por oposición a un «contenido», no tiene la menor relación con la forma verdadera de las grandes obras.
He dicho que el color pardo es un color histórico. Convierte la atmósfera del espacio plástico en un signo de la dirección, del futuro. Su voz apaga, en la representación, el lenguaje de lo momentáneo. Pero el mismo sentido puede dársele igualmente a los restantes colores de la lejanía, y así llegamos a una amplificación muy extraña del simbolismo occidental. Los helenos habían preferido últimamente para sus estatuas el bronce dorado al mármol policromado; porque el resplandor del bronce bajo el cielo azul expresaba mejor la idea de que todo lo corpóreo es singular y único33. Pero el Renacimiento desenterró esas estatuas, cubiertas de una pátina secular negra y verde, y, lleno de respeto y añoranza, saboreó largamente esta impresión histórica. Desde entonces nuestro sentimiento de la forma ha santificado ese negro y ese verde «remotos»; y hoy, para que el bronce produzca impresión sobre nuestra pupila, es indispensable la pátina, como para corroborar maliciosamente el hecho de que ese género artístico ya no nos interesa por sí mismo. ¿Qué significa para nosotros una cúpula, una figura de bronce, sin esa pátina que en vez de brillo inmediato nos ofrece una tonalidad de antaño y de allá? ¿No hemos llegado incluso al extremo de producir artificialmente la pátina?
Pero esa elevación del moho a la categoría de un medio artístico, con significación propia, encierra un sentido todavía más profundo. ¿No hubieran los griegos considerado esa producción artificial de la pátina como una destrucción de la obra artística? Los griegos, por motivos espirituales, rechazaron el color verde de las lejanías espaciales. Mas no solo el color. La pátina es símbolo de lo transitorio y, por lo tanto, se halla en relación notable con los símbolos del reloj y del sepelio. Más arriba hemos hablado del afán con que el alma fáustica cultiva las ruinas, los testimonios del remoto pasado. Esta tendencia, que se manifiesta en las colecciones de antigüedades, de manuscritos, de monedas, en las excursiones al foro romano y a Pompeya, en las excavaciones y estudios filológicos, se inicia ya en la época de Petrarca. A un griego no se le hubiera ocurrido jamás preocuparse de las ruinas de Cnosos y Tirinto. Todos conocían la Ilíada. A ninguno se le pasó por las mientes la idea de hacer excavaciones en la colina de Troya. En cambio, nosotros, movidos por un profundo respeto a las ruinas mismas, conservamos los acueductos de la Campaña, los sepulcros etruscos, los restos de Luksor y Karnak, los castillos derrumbados a orillas del Rin, el limes romano, Hersfeld y Paulinzella. Y los conservamos en el estado ruinoso en que se encuentran; porque un oscuro sentimiento nos advierte que toda restauración haría perder a esas ruinas algo difícil de expresar en palabras, algo definitivamente irrecobrable. En cambio, nada más lejos del hombre antiguo que ese respeto por los testigos ruinosos del antaño y del entonces. Los antiguos apartaban de su vista lo que ya no les hablaba en el lenguaje del presente. Nunca lo viejo se conservó por viejo. Después de la destrucción de Atenas por los persas, los atenienses derribaron la Acrópolis: columnas, estatuas, relieves, sin fijarse en si estaban enteros o no; y la reconstruyeron de nuevo. Esta escombrera es justamente la más rica mina de que disponemos para el arte del siglo VI. Ese acto encaja muy bien en el estilo de una cultura que elevó a la categoría de símbolo la cremación de los cadáveres y no se preocupó jamás de regir su vida cotidiana por un horario preciso. Nosotros, en cambio, hemos elegido la actitud contraria. El paisaje heroico, en el estilo de Claudio de Lorena, es inimaginable sin ruinas. El parque inglés, con sus emociones atmosféricas, sustituyó hacia 1750 al parque francés; sacrificó las grandiosas perspectivas en aras de la «naturaleza» sensitiva de Addison y Pope e introdujo el motivo de las ruinas artificiales, que dan al paisaje una mayor profundidad histórica34. Nunca se ha imaginado nada más extraño. La cultura egipcia restauraba los edificios de la época primitiva; pero nunca se hubiera atrevido a construir ruinas, como símbolo del pasado. Lo que nos deleita en la estatua antigua no es propiamente la estatua, sino más bien el torso. El torso ha sufrido un sino; llega a nosotros envuelto en cierta atmósfera de lejanía; y la pupila busca gustosa el espacio vacío de los miembros ausentes, para rellenarlo con el compás y el ritmo de unas líneas invisibles. Supongamos que se llegase a completar con acierto una estatua antigua mutilada; esto sería matar el encanto misterioso de las infinitas posibilidades. Y me atrevo a afirmar que si los restos de la escultura antigua pueden a veces aproximarse a nuestra alma, es debido exclusivamente a esa transposición en musicalidad. El bronce verdoso, el mármol ennegrecido, los mutilados miembros de una figura, anulan ante nuestra mirada las limitaciones de lugar y tiempo. Todas esas cosas se han llamado pintorescas —en cambio, las estatuas «terminadas», los edificios, los parques muy arreglados, no son pintorescos—, y en realidad corresponden a la significación más honda del pardo de taller35; pero, en último término, el calificativo de «pintoresco» se refiere en realidad al espíritu de la música instrumental. Si el Doríforo de Policleto estuviese ante nuestra vista en bronce fulgurante, con sus ojos de esmalte y su cabellera de oro, ¿nos produciría la misma impresión que la estatua ennegrecida por los años? El torso de Hércules vaticano, ¿no perdería mucho de la poderosa impresión que hoy nos produce si encontrásemos algún día los miembros que le faltan? Las torres y cúpulas de nuestras viejas ciudades, ¿no perderían su profundo encanto metafísico si las recubriéramos de metal nuevo? La vejez, para nosotros como para los egipcios, lo ennoblece todo; en cambio, para el «antiguo», lo degrada todo.
Por último, hay otro hecho que guarda relación con lo que venimos diciendo. La tragedia occidental, movida por el mismo sentimiento, ha preferido los temas históricos; y al decir históricos me refiero, no a que los asuntos sean demostradamente reales o posibles —que tal no es el sentido propio de la palabra histórico—, sino a que tengan lejanía, pátina. En efecto, un acontecimiento de contenido puramente momentáneo, sin lejanía en el espacio ni en el tiempo; un hecho trágico, tal como los antiguos concebían los hechos trágicos; un mito intemporal, no puede expresar lo que el alma fáustica ha querido, ha debido expresar. Nosotros tenemos, pues, tragedias del pasado y tragedias del futuro —a estas, que son las que nos presentan el hombre futuro como sujeto del sino, pertenecen en cierto modo Fausto, Peer Gynt, el Crepúsculo de los dioses—; pero no tenemos tragedias del presente, si se prescinde de los dramas sociales del siglo XIX, que carecen de importancia. Cuando Shakespeare quiere expresar algo de importancia en el presente, elige siempre países extraños, en donde no estuvo nunca, y de preferencia Italia; y los poetas alemanes eligen Inglaterra y Francia. De esta manera queda excluida la proximidad en el espacio y en el tiempo, proximidad que el dramático acentuaba aun en el mito.