Los nueve dedos restantes
Manejaba con los dedos cerrados sobre el volante como sobre un hueso los dientes de un perro, tratando no sólo de sujetarlo sino de ocultarlo con su cuerpo, y echaba desconfiadas miradas relámpago en todas las direcciones posibles, por el parabrisas y las ventanillas laterales y todos los retrovisores y si hubiera podido a través del techo hacia el cielo, de donde también podían llover calamidades en forma de lluvias de fuego; a su favor tenía que el tráfico fuera inusualmente escaso, aun para lo temprano que era: algo que si en un primer momento lo había llenado de torva suspicacia (como si el vaciamiento total del escenario fuera el preludio para la irrupción de los malignos encantadores al frente de los ejércitos del Apocalipsis), con irse acostumbrando se había relajado de a poco el rictus tenso de su esfínter sobre el cubreasiento de bolitas de madera; y manteniéndose a una distancia prudencial de los coches, camiones o colectivos que lo precedían o seguían, y aminorando o acelerando para evitar que se le pusieran a la par por mucho, consideró que sus reflejos tendrían el tiempo necesario para evadir cualquier maniobra brusca, frenada o encerrona fueran de uno o varios vehículos.
La claridad del naciente, por ahora, apenas alcanzaba para manchar de verde el azulnegro del cielo; y al agarrar General Paz en dirección al Riachuelo y ver la primera hilera de casas de la Capital desfilando mudas a mano derecha, se sintió quizá como el gaucho que vuelve a divisar la línea de ranchos tras una temporada en el desierto. Estás en casa, se dijo a sí mismo, hipando de llanto agradecido, ya nada malo puede sucederte.
Un primer bache en el acceso de Alberdi, y el sonido real o imaginario de decenas de bustos mal embalados entrechocándose y quebrándose le indicaron la conveniencia de andarse con más cuidado, y en esas cuadras iniciales manejó arrimado al cordón, como nada pegado a la costa un nadador no muy seguro de sus fuerzas, mientras contemplaba la ciudad desentumecerse con sus primeros movimientos: el colectivo que inicia su recorrido, la panadería abierta, el portero que baldea la vereda, el canillita que en un semáforo en rojo le ofreció el diario que decidió no comprar para no distraerse. A su derecha un risueño grupo de gente de etiqueta salía de un salón de fiestas y se demoraba sobre la vereda; “un casamiento” dio por fin con la solución del enigma, tras contemplarlos unos segundos con extrañeza. Cuando la avenida tras ensancharse invitante sin previo aviso y de manera aviesa se hizo contramano, debió desviarse hacia la derecha y padecer unas cuadras de zozobra hasta desembocar en Directorio, que ahora sí, con su leve, quizás imaginario declive y su mano única hacia el centro, lo llevaría directo a su meta, que se anunciaba, sobre los edificios lejanos que enmarcaban su escueto horizonte, bajo la forma de dos nubes rosadas que flotaban en el celeste pálido como bandadas de flamencos en vuelo. Entreteniendo la noción de que el fiel camioncito era como un caballo que sabría llegar solo a casa del jinete dormido, se fue dejando caer sobre el volante, manteniendo apenas entre párpado y párpado una ranura abierta y entregándose al hechizo de la onda verde. Algo que nunca había notado, a pesar de haber hecho con cierta frecuencia este trayecto, era que avenida Directorio, y avenida San Juan en la cual se prolongaba, subía y bajaba como una alfombra mágica; la ciudad, descubrió Marroné, no era plana como una mesa de billar, como siempre se decía, sino suavemente ondulada. A no ser que hubiera cambiado en su ausencia.
Ya no lo encandilaban las luces del alumbrado y los semáforos, ni los faros de los autos en los espejos; podía ser que hubieran disminuido su intensidad, pero más probablemente fuera un efecto de la claridad circundante que se había propagado a todos los rincones del cielo. El horizonte de calle que avizoraba ardía ahora en rabioso naranja contra un fondo celeste intenso: estaba manejando en línea recta hacia el sol naciente.
La última bajada lo recibió con su semáforo en verde y sin detenerse entró a Paseo Colón en una curva muy abierta; al pasar frente a las columnas dóricas de la Facultad de Ingeniería el recuerdo lo hizo sonreírse para sus adentros, y en avenida Belgrano dobló hacia la derecha para retomar por Moreno y estacionar, así, finalmente, a mitad de cuadra de Paseo Colón al 300, exactamente frente a la puerta del edificio de la empresa. Apagó el motor y rezó una breve plegaria de agradecimiento. Lo había logrado. Misión cumplida.
Ya eran casi las siete y media de la mañana por su reloj, pero el centro de la ciudad seguía inusualmente desierto. Pasaron un colectivo y un taxi, y nada más; hasta el quiosco de la esquina donde solía comprar el diario (lo recibía también en su casa, pero su esposa no lo dejaba llevárselo, y en el apuro de la salida rara vez tenía tiempo de leerlo) estaba cerrado y blindado como los ascensores de la ciudad de Eva. La puerta de la cochera, además, hubiera debido estar abierta desde las siete, pues no era infrecuente que algún directivo llegara antes para adelantar tarea, pero aunque golpeó varias veces con la pesada aldaba de hierro, y tocó además el timbre del encargado en el portero eléctrico, no obtuvo respuesta. Algo raro estaba pasando, no sólo en el edificio de la empresa, sino en la ciudad entera. ¿Adónde habían ido? ¿Pasaba algo que todos menos él supieran? Cruzó las cuatro vías de la avenida hasta la plaza opuesta, y desde allí escudriñó las ventanas del edificio, en busca de alguna luz delatora. Nada. Cada ventana le devolvió apenas la indiferencia de sus ojos ciegos. El sol, eso sí, acababa de estirar sus primeros rayos por encima de las dos almenas de la Aduana, y le fue dado verlos encender la punta de las cúpulas vecinas como una llama tocando una serie de velas. Las campanas de una iglesia cercana, San Roque probablemente, dieron la media hora; no recordaba nunca antes haberlas escuchado. Tenía hambre, y en un quiosco que encontró abierto del otro lado de Belgrano se compró un paquete de Criollitas y una Cindor chocolatada destapada y con pajita, y obtuvo del todavía somnoliento quiosquero la solución del enigma:
–Es domingo, jefe.
–Puta suerte –masculló Marroné, y agregando dos fichas a su pedido preguntó por el teléfono más cerca.
Estaba en la esquina de Venezuela, y aunque odiaba dejar la chatita fuera de su vista no le quedaba más remedio. Discó el número de la casa de Govianus, que era el único que se acordaba de memoria.
–Ah, Marroné –contestó finalmente una voz pastosa del otro lado–. Es usted. Ya lo dábamos por muerto. Así que le llegó la noticia de... ¿Qué?
–Los bustos, señor Govianus –lo interrumpió anhelante–. Tengo los bustos. Estoy ahora mismo parado con el camión en la puerta de la empresa. Pero no encuentro a nadie que me abra.
–Y... difícil, ¿vio? Un domingo a las... –hizo una pausa para simular que consultaba la hora en el despertador o el reloj pulsera, sólo para mortificarlo– ocho menos veinte de la mañana. Por suerte estaba yo, ¿no? Esperando junto al teléfono.
Estaba empezando a irritarse: después de todo lo que había pasado esperaba un mejor recibimiento, y además se preocupaba por el camioncito y su contenido. ¿Qué si lo habían seguido y aprovechaban su ausencia para robárselo?
–Señor Govianus, no sé si me escuchó. Tengo los noventa y dos bustos de Eva Perón, los que nos pidieron para liberar al señor Tamerlán. Los conseguí, los conseguí finalmente. Pero no puedo dejarlos en la calle mucho tiempo. ¿Me escucha, señor Govianus?
–Sí, Marroné, lo escucho perfectamente –le contestó el contador con la misma voz desabrida. Quizá lo que había sucedido era tan enorme, tan inesperado, una vez perdidas todas las esperanzas de buenas noticias, que no acababa de caer en la cuenta. Marroné escuchó del otro lado de la línea un suspiro prolongado–. Está bien, Marroné. Quédese ahí mientras me visto y llego.
El contador Govianus vivía en el barrio de Caballito, así que si no se demoraba mucho en salir, el escaso tráfico le permitiría hacer el trayecto en poco tiempo; Marroné se decidió a atrincherarse en la cabina a desayunar y no bajarse hasta que llegara; pero una nueva sorpresa lo esperaba junto al camioncito, que ahora que los rayos del sol lo habían alcanzado se destacaba, rojo como un carro de bomberos, en la vereda desierta de cualquier otro vehículo salvo el patrullero estacionado detrás. Adentro había un policía acalorado, el otro le estaba dando la vuelta al camioncito, husmeándolo, tironeando de las sogas trenzadas que ajustaban la lona de la caja, para ver si podía pispear adentro. Acercándose a grandes trancos, Marroné trató de contener el vaivén de lavarropas que se había iniciado en su estómago vacío: estaban en un gobierno que al menos de nombre era peronista y en un principio no había nada de malo en transportar un cargamento de bustos de Eva; pero él era un hombre de acento educado disfrazado de obrero, lo cual lo convertía hasta que se demostrara lo contrario en un guerrillero en potencia; eso sin contar, claro, con la posibilidad de que estuviera en la lista de los más buscados y su foto o identikit empapelara las calles y apareciera en diarios y spots televisivos; y por si todo esto fuera poco acababa de estacionar un camión destartalado de contenido incierto en una zona sensible que incluía, en un radio de dos cuadras apenas, los edificios del Ministerio del Interior y de la Policía, el Edificio Libertador, el Ministerio de Economía y la Casa de Gobierno.
–Buenos días –dijo el policía suelto con esa urbanidad escueta que suelen afectar cuando han detectado a su presa.
–Buenos días, eh... agente... oficial... ¿Algún problema? –contestó Marroné con una primera sonrisa de comemierda.
–¿Es suyo? –le contestó, señalando el camión con la nariz apenas.
–Eeeeh... sí. Pero ya me iba, eh. Es sólo que tuve que hacer una llamada –dijo, señalando una lontananza vagamente telefónica.
–Las manos sobre el capot, si no es molestia.
Someramente lo cacheó, sin olvidar sobacos y entrepierna, y luego:
–Documentos.
Resignado buceó de su bolsillo la almeja blanca y extrajo de ella la cédula. Se la alcanzó al policía, que le hizo un somero vuelta y vuelta y se quedó luego congelado en la foto de un atildado Marroné de saco, corbata y fijador en el pelo, al que trataba, sin muy buena predisposición, de vincular con el individuo de ojotas y uñas negras, pelo enmarañado, barba crecida y ojos inyectados en sangre por la falta de sueño.
–Y los del...
Era lo que temía. Se había olvidado, o más bien no había tenido cabeza para ocuparse, de los papeles del vehículo. Su única esperanza era que don Rogelio supiera dejarlos en la guantera.
–Disculpemé.
El policía atajó la mano que Marroné había metido en el bolsillo, la palpó por fuera y luego lo ayudó a sacarla, delicadamente, con un racimo de llaves en la punta de los dedos. Marroné miró de reojo al que había quedado en el patrullero. Llevaba anteojos espejados, fumaba un cigarrillo y espantaba una mosca que intentaba beberle el sudor de la frente. En el ángulo cóncavo del brazo acodado en la ventanilla descansaba laxo el caño de una escopeta. Tras hurgar un rato en la guantera y comprobar que no hubiera armas letales ni panfletos de organizaciones guerrilleras, su compañero emergió con una billetera de cuero cuarteado que resultó ser, bendita fuera la Misericordia de Dios, la de los papeles. El policía la sostuvo abierta ante el rostro de Marroné, confrontándolo con la foto de un don Rogelio diez años más joven. Marroné supo que había llegado el momento de hablar hasta por los codos.
–Eeeeh... Es uno de nuestros proveedores. Tenía que hacernos una entrega urgente y... se vio imposibilitado, por un problema de salud... una hernia. Entonces yo mismo tuve que hacerme cargo, y por eso estoy vestido... Ah. Yo trabajo acá –dijo, señalando el edificio–. Soy el jefe de compras, permitamé –extrajo de nuevo la billetera y rebuscó una tarjeta que resultó estar ajada y sucia y parecía usada muchas veces, como si fuera la última que le quedaba de un empleo del que hacía años lo hubieran despedido.
El policía no se dignó a agarrarla, ni a mirarla siquiera, y le alcanzó los dos documentos al compañero, que tiró el pucho a la calle y se puso a hablar por la radio. Marroné consultó discreto su reloj pulsera: habían pasado ya veinte minutos desde su llamado a Govianus; como venía la mano, su única esperanza era entretenerlos hasta que llegara. Su policía había vuelto a la lona de la caja, a cuyas soguitas se refería ahora:
–¿Le molestaría?
Resignado Marroné comenzó a tironear de los nudos que así nomás había asegurado, tardando todo lo que se atrevía sin despertar sospechas. Cuando hizo la lona a un lado, un haz buchón del sol que seguía subiendo dio de lleno sobre la primera fila de Evas. Al menos dos estaban quebradas.
–¿Y esto?
–Eva Perón –dijo a falta de mejor respuesta.
El compañero lo llamó desde el auto en ese momento. Cuchichearon unos segundos entre ellos, y luego se le acercó el suyo, la funda del arma ahora desabrochada ostensiblemente.
–Va a tener que acompañarnos.
–Escúcheme, agente... oficial... –recordó que el propio nombre era siempre el sonido más dulce en cualquier idioma, y tras un vistazo a la placa agregó–: Duquesa... –demasiado tarde, dándose cuenta de que el nombre era medio rarito, y quizá le sonara a cargada que lo repitiera–. Me llevó dos semanas, las peores dos semanas de mi vida, conseguir esos bustos de m... Si no los entrego hoy mismo, la vida de una persona muy importante puede correr peligro, y cuando se sepa que us... En unos minutos nomás va a llegar el presidente, a él es que fui a llamar, así que le pido un poco de paciencia, y por su amable...
Marroné había vuelto a sacar el bivalvo blanco del fondo de su bolsillo, y abriéndolo tiró de la punta de un billete, pero estando todos pegados y apelmazados salieron en un bloque único que hubiera sido una descortesía retacear una vez ofertado. El policía lo tomó con la punta de dos dedos, luego metió la uña para separarlo en dos partes como quien abre un sándwich de miga para sacarle el relleno, y dividió equitativamente con su compañero. Abrió la puerta trasera del Falcon y le indicó a Marroné que subiera.
–Cinco minutos.
Le parecieron los más largos de su vida. El sol ya pegaba fuerte sobre la chapa del techo, y el sudor le bajaba en gruesos gotones por la frente. Los dos canas se habían apropiado de sus Criollitas y su Cindor, que se pasaban entre ellos sin comentario; se moría de ganas de pedirles un sorbito apenas, pero quizá no fuera lo más apropiado. Debía mostrarse amable y distendido para no agravar sus sospechas.
–Parece que va a hacer calor, ¿eh?
Ni se molestaron en mirarlo por los espejos. El segundero seguía, implacable, su derrotero, ya sólo le faltaba una vuelta y media. Su ser entero se había concentrado en el exiguo espacio del retrovisor, que le devolvía apenas una vista de la ancha avenida convertida en páramo de autos y peatones.
Pero Govianus llegó a tiempo. No lo reconoció en un primer momento, porque esperaba un auto a sus espaldas y en cambio el contador bajaba silbando por la barranca de avenida Belgrano, el diario enrollado bajo el brazo, las manos en los bolsillos de su pantalón de gimnasia azul marino con tiras blancas, que sumado a la chaqueta haciendo juego, las Adidas color crema y los anteojos, lo hacían parecer un director técnico; aunque los dos hombres que lo flanqueaban, un rubio con corte media americana y un morocho de bigote, también de ropa deportiva, parecían, más que futbolistas, luchadores de catch o boxeadores. Ninguneando a los agentes, que sí recibieron de sus guardaespaldas una venia que contestaron con otra idéntica, Govianus inhaló profundo como en paisaje serrano y echó una mirada en derredor suyo:
–La verdad es que está lindo un domingo a la mañana esto, ¿eh? Casi... –consultó su entorno para ver si le suministraba la palabra adecuada– ... bucólico. Voy a tener que venir más seguido. –Luego se acodó sobre la ventanilla de Marroné y con gesto confidencial le hizo una seña hacia el asiento delantero–: ¿Amigos suyos?
El primer policía salió del asiento del acompañante sacudiéndose del uniforme las migas de Criollitas, y le hizo una venia con dos dedos tiesos.
–¿El caballero?
–El caballero, en este caso, viene a ser el presidente de la empresa, y este señor al cual con tanta gentileza han entretenido hasta mi llegada es, créase o no, uno de mis principales ejecutivos.
La actitud del policía había cambiado radicalmente. A pesar de su jovialidad y aspecto informal, del contador Govianus dimanaba una autoridad que podía palparse como un objeto tangible. Y por cualquier duda que quedara, ahí estaban para aplacarla sus guardaespaldas.
–Y si yo quisiera corroborar...
–No tiene más que llamar por su radio al comisario mayor Aníbal Ribete, o mejor todavía al comisario general Eduardo Verdina. Ah, pero qué tonto soy. A estas horas seguramente estarán todavía en sus casas. Pero por suerte guardo en la memoria sus números particulares. Puede llamar a la Jefatura y pedir el enlace. Supongo que tratándose de una cuestión de suma importancia como ésta no les molestará que los saquemos de la cama un domingo por la mañana.
El resto se fue en formalidades; Marroné hubiera querido recuperar la plata, pero consideró que dentro de todo la había sacado bastante barata y dejó que Govianus, cuyas calmosas, casi displicentes autoridad y sangre fría lo habían verdaderamente impresionado, terminara de desembarazarse de los policías, sacara al portero de la cama (estaba con una atorranta, y antes de despedirla Govianus le pidió el nombre y el teléfono, por si las moscas), le pusiera las llaves de la chatita en la mano para que la entrara en la cochera, y apostara a sus custodios en la puerta. Agotado y estresado como estaba, Marroné lo dejaba hacer, aliviado de que otro por fin se hiciera cargo, no tomando más iniciativa que la de recomendarle al portero la fragilidad de la carga, recalcando “son bustos de distintos materiales, algunos obras de arte”, para ver si tomaba nota Govianus, quien hasta ahora, debido seguramente a la necesidad de lidiar con cuestiones inmediatas, no se había tomado siquiera el trabajo de echarles un vistazo.
–En fin, Marroné, aquí estamos de nuevo –dijo Govianus, acomodándose los anteojos y acodándose en su silla cromada.
Volvían a estar en el búnker, a ambos lados del escritorio blindado, pero no todo era igual que antes. La bóveda parecía haberse achicado, junto con todo su mobiliario; o quizá fuera que con la ropa deportiva, en lugar de sus habituales trajes mal cortados, el contador Govianus resultaba más imponente. O tal vez, pensó Marroné tomando aire para iniciar el relato de sus aventuras, era él quien se había agrandado. Había solicitado antes de entrar en tema una botella de agua mineral bien fría, que el mismo Govianus se encargó de traerle, junto con un vaso, de un bar disimulado tras paneles deslizantes, en lo que Marroné eligió considerar un primer gesto de reconocimiento por haber llevado su misión a feliz término. Mientras hablaba, Marroné se la fue bajando vaso tras vaso, sintiéndose mejor con cada trago; la penumbra submarina apenas fosforescente era un bálsamo para sus ojos deslumbrados, y a pesar de estar apagado el acondicionador, el aire estaba fresco como en una bodega subterránea.
Cuando hubo terminado con su relato, lo que no le llevó demasiado, pues si había mucho para contar también hubo mucho que no venía al caso y decidió pasar por alto, Govianus se quedó unos segundos callado, mirándolo, como tratando de incorporar la nueva imagen de un hombre al que quizás había menoscabado (era comprensible, ni el mismo Marroné en sus fantasías más alocadas se había imaginado capaz de tanto), y luego estiró hacia él a través del escritorio el diario desplegado. Leer el titular que Govianus señalaba e írsele el alma al piso fue todo uno; si la sangre se le hubiera coagulado en las venas y se le hubieran caído a la vez todos los dientes que le quedaban no se habría quedado más pasmado.
Matan a un empresario secuestrado
Se trata de Fausto Tamerlán, quien permanecía
en poder de un grupo extremista
Tras un frustrado intento de rescate en el que al menos cuatro personas perdieron la vida y otras tantas resultaron heridas, fue hallado anoche en la localidad de Lomas de Zamora el cuerpo sin vida del conocido empresario de la construcción Sr. Fausto Tamerlán, naturalizado argentino, de 40 años, casado, quien había sido secuestrado en junio de este año por la organización extremista ilegalizada en segundo término. El cuerpo del Sr. Tamerlán se encontraba completamente carbonizado en el interior de la vivienda donde se lo mantenía cautivo, que fue incendiada por los subversivos cuando se vieron rodeados por los efectivos de las fuerzas armadas y policiales que participaron del operativo.
El procedimiento
La intervención de las fuerzas conjuntas tuvo su origen en un seguimiento policial iniciado a raíz de las denuncias de los vecinos, que advirtieron a las autoridades sobre movimientos inusuales en un chalet situado en la intersección de las calles Catamarca y Monseñor Chimento, a unos 500 metros del Parque Municipal y a igual distancia del Arroyo del Rey. Impartida la orden de detención a los moradores de la finca y realizándose a título intimidatorio algunos disparos al aire, estos abrieron fuego contra los integrantes de las fuerzas del orden, quienes repelieron la agresión. Se estableció entonces un cerco y el intercambio de disparos fue intenso y prolongado. Promediando una hora de fuego se escuchó una serie de fuertes explosiones provenientes del interior de la casa, que de manera casi inmediata se vio envuelta en llamas, por lo que se presume que los sediciosos habrían rociado el interior con algún combustible antes de hacer detonar sus granadas. Estos luego aprovecharon la confusión resultante para intentar romper el cerco, momento en que fueron abatidos por las fuerzas regulares. La violencia de los estallidos y la cantidad de combustible determinaron que al arribo de los bomberos la vivienda se hubiese convertido en un montón de ruinas humeantes.
En el interior
Entre los escombros fueron hallados los cuerpos sin vida del Sr. Fausto Tamerlán, quien habría sido ejecutado por los irregulares al verse rodeados, y una persona del sexo masculino cuya identidad al cierre de esta edición no había podido ser establecida. Trascendió que al cadáver del Sr. Tamerlán le faltaba el índice de la mano derecha, mutilada por sus captores poco antes como elemento de presión en las negociaciones, detalle que entre otros posibilitó su pronta identificación. A resultas del tiroteo y las explosiones resultaron con heridas leves el sargento de policía Alberto Cabeza y dos soldados conscriptos cuyos nombres no trascendieron.
–No... no... no... no... no... no... no... –escuchó una voz repetir mientras leía, que resultó ser la suya, claro.
También se había tapado la boca con las manos y miraba a Govianus a través de los dedos hincados en su propia cara. La luz de golpe se hizo en su mente. ¡Era un castigo porque había robado los bustos! ¡Los encantadores lo estaban alertando, en una visión anticipatoria, de las consecuencias de sus actos! ¡Por suerte no era demasiado tarde para remediarlo! ¡Subiría a su oficina, echaría mano a una nueva chequera, manejaría la chatita de vuelta a Ciudad Evita, tras descargarla, y les pagaría a esos dos buenos ancianos el triple del valor solicitado! ¡Y cuando volviera se encontraría no ya con la mueca compungida de Govianus, sino con el señor Tamerlán sonriente y a salvo! ¿No se podía volver el tiempo atrás de alguna manera?, gimoteó mentalmente, conteniéndose de manotearle el diario al contador Govianus y rompérselo en pedazos.
–Lo siento, Marroné –dijo Govianus, estirándose para palmearle el brazo en el que había hundido la cara–. Sé que hizo todo lo que pudo, pero en tiempos como estos eso raramente alcanza. Hubiera querido avisarle anoche apenas nos llegó la noticia, pero no tenía cómo contactarlo. Digamos que desde hace algunos días le tenemos perdido el rastro. De todos modos, si le sirve de consuelo, no creo que su llegada con los bustos uno o dos días antes hubiera cambiado algo. Porque acá, se lo digo en confianza, más vale no creer todo lo que dicen los diarios. ¿Sabe con qué los hicieron, esos disparos al aire? Con morteros. Los subversivos no hubieran podido rendirse aunque quisieran; no se salvaron ni las cucarachas. Parece que todo es parte de una nueva mano que se viene; para disuadir nuevos secuestros junto con los secuestradores se cargan al secuestrado.
Mientras Govianus le hablaba, Marroné levantaba cada tanto la cabeza y echaba una ojeada a los titulares para ver si la noticia se había trocado en buena, o el diario de grandes hojas en un albatros y levantado el vuelo.
–Y eso que hicimos todo lo posible para que ni el ejército ni la policía se enteraran, eh. Lo deben haber seguido a Ochoa.
Marroné volvió a levantar la cabeza del hueco de los brazos.
–¿Ochoa? ¿Estaba?
Govianus repiqueteó con un índice solo sobre el punto de la noticia donde decía “persona de sexo masculino cuya identidad”.
–Llevaba la plata del primer pago. Esto era algo así como una compra, al fin y al cabo, así que nos pareció que lo indicado era que se ocupara su sección, Marroné. Y como usted no estaba...
Por cortesía, se abstuvo de completar la frase, aunque a Marroné le había quedado claro. Ochoa había muerto en su lugar. Govianus sacó un paquete de Benson & Hedges, murmuró “había dejado”, le ofreció uno y lo prendió él tras su rechazo.
–¿Y el dinero? –preguntó Marroné, tratando de agarrarse de algo.
Por toda respuesta, Govianus hizo una serie de anillos de humo en el aire.
–¿Todo?
–Bueno, si es por hacer cuentas salimos ganando. Era un primer pago de tres. En fin, mal o bien, parece que todo ha terminado.
–¿Y ahora?
–Ahora nos volvemos cada uno a su casa, Marroné. Más vale que descanse un poco, porque se viene movidita la semana. ¿Quiere que le pida un auto?
–No, yo decía con los bustos... que traje.
–Ah, cierto. Me había olvidado. Pongámoslos igual, así si ahora me secuestran a mí vamos ganando tiempo. ¿Algo más?
–Eeeh... –un comentario anterior del contador le había recordado que no tenía cómo volver a su casa–. Mi auto... quedó en lo de Sansimón, y yo... preferiría no tener que volver a buscarlo. ¿Podremos mandarlo traer, no digo hoy, mañana?
–No va a poder ser, Marroné. Se quemó.
–¿Cómo que se quemó?
–Sansimón le prendió fuego él mismo.
–Pero no puede hacer eso. ¡Es el auto de la empresa!
–Y mejor ni le cuento lo que quería hacerle a usted. Es comprensible, el hombre está alterado. Me dijo que usted en persona le soliviantó a los obreros. Por suerte lo recordaba por otro apellido, y yo no me tomé el trabajo de corregirlo. Eso sí, por un tiempo mejor que los pedidos de yesería los haga uno de sus subordinados. Ah, y vinieron unos hombres muy bien vestidos a preguntar por un tal Macramé. Les dije que en la empresa no trabajaba nadie con ese nombre, por supuesto. A propósito, Marroné, le quedaba bien el overol, ¿eh? Se lo veía muy a sus anchas.
Marroné abrió dos redondos ojos de pánico.
–Lo vimos por el noticiero. En la empresa no se habló de otra cosa en toda la semana. –Govianus se inclinó apenas sobre la mesa y bajó la voz para preguntarle–: Dígame una cosa, Marroné. Acá, entre nosotros... Usted no será un infiltrado, ¿no?
Marroné se levantó de la silla y apoyó las palmas sobre el escritorio al sentir que a sus piernas podía faltarles la fuerza necesaria. Tuvo que hacer un supremo esfuerzo de voluntad para contener el temblor que a su voz daba su honor ultrajado.
–Señor contador Govianus, en el pasado creo haber dado muestras de mi inquebrantable lealtad a la empresa y a la persona del señor Tamerlán –la histeria pugnaba por hacerse cargo de su garganta–. Hay gente que dio su vida para que esos bustos estén hoy aquí –dijo al borde del llanto–. Yo casi pierdo la mía varias veces.
–Hoy en día todo el mundo está dando la vida por algo –comentó Govianus con escepticismo mesurado–. No sé qué pasará. Debe ser algo en el agua. Digo, si lo hacen como cosa suya, por mí... Pero vio cómo es. Después siempre quieren algo a cambio.
–Usted no sabe... usted no sabe... –hipaba Marroné ahora– por lo que yo he pasado en estos días. Mire. ¡Inmolé mi dentadura en el altar de la empresa! –dijo, levantándose el labio superior con dos dedos para mostrar sus incisivos quebrados. Recién al quedar congelado con las encías desnudas y el belfo levantado a lo perro se dio cuenta de que el gesto podía resultar algo melodramático, pues aunque Govianus en un primer momento había reculado espantado, tapándose de la impresión la boca con las manos, también podía ser que estuviera disimulando la risa.
–Está bien, Marroné, le tomo la palabra. Por esta vez queda asentado en su debe como exceso de celo. Pero de ahora en más trate de andar con cautela. No vaya a ser que por salvar la empresa nos termine destruyendo el sistema capitalista.
Marroné se fue dejando caer poco a poco en su silla, en sucesivas posturas de muñeco articulado. Dejó las manos apoyadas sobre la superficie metálica, para que no se notara cuánto temblaban.
–¿Y ahora?
–¿Y ahora?
–¿Qué pasa con la empresa? ¿Sigue usted?
–Hasta que la Familia decida otra cosa... Pero acá, entre nosotros... estoy un poco cansado. Estos no son buenos tiempos para el hombre de empresa. Parece que tuviéramos la culpa de todos los males. Y además... No quiero terminar mis días contando hasta nueve, después hasta ocho, después hasta siete... –agitó los dedos en el aire, plegándolos de a uno por vez, para graficar su idea–. Y eso en el mejor de los casos. Yo no tengo pasta de héroe, Marroné, y mucho menos de mártir. En cambio usted... Acaba de demostrar una lealtad y una eficiencia verdaderamente incomparables... Así que estaba pensando... ofrecerle...
Marroné abrió la boca como para hablar, pero no logró emitir más sonido que un pescado boqueando. Su garganta se había cerrado, presa de un espasmo de congoja incontrolable. ¿Él?
–No dudo que la Familia, cuando sepa todo lo que ha hecho, secundará mi propuesta con entusiasmo. Sé que lo que le pido es mucho. A usted, un hombre joven con esposa e hijos pequeños, con toda una vida por delante... Por eso le ruego encarecidamente que no me conteste enseguida, que lo medite, y lo consulte con sus seres queridos... Eso sí. Le sugiero que antes lo pruebe un poco, para que vea cómo se siente...
Govianus se estaba levantando del trono de cuero negro y cromo, y con una reverencia de estudiada cortesía se lo ofrecía. Entonces era cierto. La presidencia de la empresa era suya, si estaba dispuesto a tomarla. Ni en sus ensueños diurnos más salvajes, más alocados...
Como un hipnotizado se levantó de su silla, dio dos pasos, trastabilló, se dio cuenta de que uno de sus pies se había dormido y pisaba descalzo la alfombra espesa, volvió a buscar la ojota caída, se apoyó en el escritorio y haciendo pan y queso con las palmas fue dando la vuelta hasta quedar del otro lado. Luego aferró con fuerza los dos brazos forrados de cuero blando, y suave como nunca antes había tocado, y se fue dejando caer sobre el asiento del sillón que Govianus caballerosamente le sostenía del respaldo. Con leves crujidos y gemidos las articulaciones del sillón se acomodaron a su cuerpo como si lo hubieran estado esperando. El cuero pareció inflarse como un gato bajo sus caricias.
–Bueno, Marroné, los dejos solos para que se vayan conociendo. Mañana hablamos.
Solo, Marroné paseó la vista por el puente de mando de la empresa que había quedado a su cargo. Ahora sí que se veía todo distinto, ahora que era el capitán del barco. ¿Era así, entonces, como sucedía? ¿Por estos tortuosos caminos, en los que la calamidad acechaba a cada vuelta de esquina, era que se llegaba a la cima? ¿Tenían razón entonces Dale Carnegie, Lester Luchessi y Theobald Johnson, cuyos consejos y enseñanzas en los últimos días no había atendido con la atención de antaño, y aun así habían seguido velando por él, guiándolo? ¿Tenía razón Michael Eggplant, y el ejecutivo andante que mantenía viva la llama de su fe a la larga siempre terminaba recompensado con una corona y un trono como el que ahora ocupaba? Ah, si pudieran verlo ahora sus compañeros del St. Andrew’s. Marrón villa, marrón caca, presidente de Tamerlán e hijos –mantendría el nombre por ahora– antes de los treinta años. Y su padre, y sus suegros... A su mujer la dejaría hablar, despotricar, desgañitarse hasta quedar morada –y después, con apenas una frase, soy el nuevo presidente de la empresa, le taparía la boca para siempre– y pondría en orden su propia casa. Doña Ema, de patitas en la calle. Y por aquí... Cáceres Grey era sobrino de la Señora, no podía despedirlo. Pero quizás era mejor así... Inventarle al pituco arrogante destinos inconcebibles, mandarlo a supervisar las obras del dique en Catamarca, luego las minas de Salta... A vos te gustaban las minas, ¿no?, le diría... Sí. Una nueva era comenzaba. Todas sus tribulaciones, todos sus infortunios, todos los peligros y los obstáculos habían tenido un sentido: ponerlo a prueba, foguearlo para la gran tarea que se avecinaba. Así se templaba el acero de los jefes, al fin y al cabo: la espada de un ejecutivo-samurái –ejecutivo-shogun en este caso– no se hace de metales blandos. Y bien, aquí estaba. El cóndor había arribado a su nido en las cumbres más altas. Su 17 de octubre, su “día maravilloso”, había por fin llegado.
En ese momento volvió a aparecer en el vano de la puerta la cabeza de huevo y plumón ralo del contador Govianus.
–Ah, Marroné, una cosita que me olvidaba. Que la inocencia le valga. Nos vemos mañana.
Un segundo perplejo Marroné se quedó con la boca abierta, clavados los ojos en el punto del marco donde había desaparecido la calva de gnomo risueño. Luego manoteó con dedos febriles las páginas del diario, buscando la fecha que de todos modos sólo podía ser una, 28 de diciembre, Día de los Santos Inocentes. La puta madre.
* * *
De vuelta en la vereda soleada, Marroné advirtió que no tenía plata, no ya para el taxi sino ni siquiera para el colectivo: el policía coimero lo había limpiado. Verdad que podía tomar un taxi y pagar con dinero de su casa, pero sus llaves habían quedado en el attaché y éste en la yesería destruida, y ante la eventualidad de no encontrar a nadie y tener que enfrentarse a un taxista furibundo –o ante la eventualidad aun peor de que estuviera su esposa, le negara la entrada y el dinero, y tener que enfrentarse con ella y con el taxista–, prefirió echar un vistazo por la plaza ya bastante más poblada, buscando la persona más propensa a conmoverse por su facha de obrero desamparado en la gran ciudad. Al final se decidió por una chica rubiecita, de jean, zapatillas Flecha y una abierta camisa Grafa sobre la musculosa, que paseaba un perro collie bajo el añoso palo borracho que desde el centro de la plaza extendía como un manto protector el follaje de sus amplias ramas horizontales. No sólo accedió a suministrarle el dinero necesario sin la obligada cara de asco o fastidio, sino que le dedicó una sonrisa y un “mucha suerte, compañero” antes de seguir al peludo perro que tironeaba de la correa, husmeando los pastos con su morro largo. La observó alejarse, veteada de sol y sombra verde y dorado: con un rodete bien hecho daría una linda Eva, pensó su mente en automático.
No se le hizo largo el viaje en el 152, porque se durmió a las pocas cuadras; y de no ser por una oportuna pinza policial que a la altura de la Quinta de Olivos paró el colectivo para revisar los documentos de todos los pasajeros, hubiera seguido de largo hasta la terminal, varias cuadras después de su parada. Era cerca del mediodía, y mientras recorría las veredas arboladas rumbo a su casa, el olorcito de los numerosos asados domingueros que asomaban sus penachos de humo de cercos y tapiales le recordó que hacía más de doce horas que no probaba bocado. Con suerte, si no se habían ido a lo de sus suegros, se encontraría con el almuerzo listo cuando llegara. No se le había ocurrido llamar avisando que lo esperaran. ¡Qué sorpresa se llevarían!
El pequeño Tommy fue el primero en recibirlo, pasando entre las gruesas piernas de doña Ema que había abierto la puerta; abrazado muy fuerte a sus rodillas repetía “¡Papi! ¡Papi! ¡Papi! ¡Papi! ¡Papi!” y doña Ema por sobre el hombro “¡Apareció, señora!” y cuando Marroné levantó la vista de la cabecita de su hijo con ojos llenos de lágrimas fue para ver a su esposa que bajaba por las empinadas escaleras como una valquiria rugiente en su caballo del cielo. Caerle de improviso a Mabel después de dos semanas de ausencia, y con esta facha, había sido tan buena idea como pegarle a un nido de avispas con un palo.
–Ernesto... ¿Vos te volviste definitivamente loco, o querés volverme loca a mí, o qué? Hace cinco días que no tenemos ninguna noticia tuya, ¿y de golpe te me aparecés así? ¡Pensamos que te habías muerto en esa fábrica, me entendés, pensamos que te habías muerto! ¡Hace cinco días que recorremos con papá y mamá morgues y hospitales! ¡Morgues, Ernesto! ¿Me entendés lo que te estoy diciendo? ¡Tuve que mirar cadáveres! ¡Cadáveres, Ernesto! ¿Y vos no tuviste la mínima decencia, el mínimo cuidado, el mínimo corazón de agarrar un teléfono y llamarme? ¿Para avisarnos que estabas vivo por lo menos? ¡Hasta la Nochebuena nos arruinaste, nos hiciste pasar las peores fiestas de mi vida! ¡Y papá llamando a todos sus amigos jueces, y militares, y policías, haciendo el ridículo, perdiendo su valioso tiempo porque yo pensaba que te podía haber pasado algo en esa fábrica! ¡Para el treinta y uno suspendemos con tus padres y la pasamos con los míos, es lo menos que se merecen después de todo lo que hicieron! ¿Dónde estabas? ¿Qué hacés con esa ropa, Ernesto? ¿En qué andás metido? ¡Todo el mundo te vio por el noticiero, hablando como negro, y yo tuve que inventar que no eras vos, que ese día estabas conmigo! ¡Acá no paró de sonar el teléfono! Ernesto, si te metieron en algo raro, si te amenazaron, tenemos que ir ya mismo a la policía y aclarar todo. Vos no parecés el mismo, Ernesto. ¿Qué te hicieron? ¿Estuviste secuestrado? ¿Te drogaron? ¿Te hicieron un lavado de cerebro? ¿Por qué no decís nada? ¿Qué me mostrás los dientes? ¿Cómo te hiciste eso? ¿Te metiste en una pelea, también? ¿Por una mujer, por una negra, te agarraste a trompadas por una negra? A mí no me mentís, eh, a mí no me tomás por idiota, que yo sé que todo esto fue un cuento para rajarte y andar por ahí putañeando. ¿Qué tenés, una amante negra pata sucia, una negra villera mantenida? ¿Tenés hijos, también, con ella? ¿Hacés una doble vida? Explicame, Ernesto, porque si no me explicás no entiendo. No entiendo cómo un hombre casado, con una bebita de meses y un hijo de años, es capaz de abandonar a su familia y ni siquiera dignarse avisar que está vivo. ¿Sabés que es causal de divorcio lo que hiciste? Papá ya habló con la abogada, me dijo que si quería te podía cerrar la puerta en la cara. ¿Qué es lo que te pasó? ¿Tuviste una crisis de identidad? ¿Fuiste a buscar a tu familia de origen? ¡Andate con ellos entonces, andate a un barrio de latas y dejanos vivir tranquilos! Hasta de eso serías capaz por sacárteme de encima, ¿no? ¿Vos te creés que no me doy cuenta de que cuando me presentás como tu esposa se te tuerce la cara de asco? ¿Que te la pasás mirando a las esposas de otros, para compararme? ¿Cuándo me dijiste una palabra cariñosa en público, cuándo? ¡Y cuando me la decís en casa, parece que te la hubieras aprendido de memoria en esos libros que leés encerrado en el baño! El señor se avergüenza de la mujer que le tocó, el señor aspiraba más alto. ¡Pero haceme el favor! ¿Te miraste en el espejo últimamente? ¡Con esa ropa y sin dientes, se ve a la legua lo que sos! O a ver si vos te creés que sos el único que se casó por compromiso acá. ¿Te pensás que te tendí una trampa, te pensás que me moría de ganas? ¡Papá y mamá me llevaron en ese viaje para que me olvidara de vos, y la verdad es que no me costó nada! ¡Hasta que me hice el test de embarazo! La noche de bodas, después que te quedaste dormido, ¿sabes qué hice yo? Qué vas a saber, si a vos del otro no te importa nada de nada. Me quedé toda la noche despierta, llorando. Llorando porque me había casado con un hombre que no amaba, y que no me ama. ¡Un hombre que me trae flores marchitas de las que venden en los semáforos, para no tomarse el trabajo de bajarse del auto en una florería como la gente! ¡Un hombre que jamás en la vida me dio un orgasmo! –Marroné tapó las orejas del pequeño Tommy, que haciendo oídos sordos al chubasco materno seguía con su letanía de papi, papi, papi; e indicó con los ojos el vano de la puerta, que la mole risueña y cruzada de brazos de doña Ema ocupaba por completo, entretenida como en la telenovela de la tarde–. Qué. ¿Te molesta que escuche doña Ema? ¿Te pensás que hay algo de lo que te digo que no lo hayamos hablado antes? ¡Si estoy ahora en pie, y no internada en una clínica de los nervios, es más gracias a ella que a vos, eso te lo puedo garantizar!
Marroné hubiera querido decir todo eso de sí mismo, como recomendaba Dale Carnegie, pero estaba un poco confundido y no recordaba bien si la regla servía para agradar a los demás o para lograr que piensen como usted.
–El señor Tamerlán ha muerto –dijo en cambio con tono solemne, a ver si la impresionaba.
–¡Claro que está muerto! ¡Mientras vos andabas por ahí con putas de villa, lo mataron a sangre fría, porque vos no fuiste capaz de conseguir unos bustos de mierda! ¿Ni para eso servís? ¿Y ahora qué va a pasar con la empresa? ¿Van a cerrar? ¿Te van a echar por inútil? ¡Lo único que falta, lo único, para coronarla, es que te quedes sin trabajo! Eso sí, yo te aviso, Ernesto, si pensás tirarte a negro para eludir tus obligaciones familiares estás muy equivocado. Vos los alimentos y la manutención me los pasás sin falta o yo te hago meter en la cárcel.
Todo esto Marroné lo escuchaba con tanto silencio y tanta paciencia como si no fuera hombre de carne, sino estatua de piedra. De piedras tales estaba sembrado el camino del ejecutivo andante; inútil querer explicárselo a quienes estaban cegados por sus conciencias burguesas. A oídos necios palabras sordas, como dice la frase, no es la miel para la boca del asno, los gorriones no entienden cuando el cóndor les habla.
–¡Me estás escuchando o qué! ¿No tenés nada para decir?
–Necesito un minuto para... Eh... Ya sabés.
–¿Ahora? ¿Pero vos me tomás por idiota a mí? ¿Me estás cargando?
–Señora, la nena llora –angelical intervino en ese momento la voz de doña Ema desde la planta alta, hacia donde había partido minutos antes.
–Esto no queda acá, Ernesto, esto recién empieza –amenazaba Mabel mientras subía las escaleras llevándose al niño de la mano.
Era su oportunidad. Haciendo una pasada rasante por la biblioteca agarró al vuelo su ejemplar de Don Quijote, el ejecutivo andante, cuyo lomo asomaba apenas de la línea de sus compañeros de estante, y se zambulló en el baño de las visitas, cerrando la puerta y poniendo la traba. Ahora si querían sacarlo que le mandaran los tanques, su imperio podía no ser muy vasto pero era suyo, dueño era al menos de su persona, y con eso y un libro en las manos nada más le faltaba, sintió mientras acomodaba las nalgas en las familiares oquedades y con un profundo suspiro aflojaba todo el cuerpo y se relajaba. Preveía un trámite corto, seguido de una lectura que coronaría la satisfacción de la misión cumplida con éxito, pero tras un par de intentos advirtió que no sería tan fácil como había anticipado. Tal vez su cuerpo necesitaba un tiempo para absorber la noticia de que se había ido para siempre la presencia obstructora que durante tanto tiempo lo había atormentado. No tenía apuro por levantarse, de todos modos, no ahora que finalmente había llegado a casa. Abrió el libro al azar en cualquier página y resultó ser exactamente la página que necesitaba. Las cosas ya están mejorando, ¿ven?, le dijo a sus interlocutores imaginarios antes de comenzar la lectura:
Fin de la primera parte
No todas son flores en la vida del ejecutivo andante, explica Sancho a su mujer en el tierno coloquio que sostienen una vez vuelto él a casa; las más de las aventuras no salen tan a gusto como el hombre querría, porque de ciento que se encuentran, noventa y nueve suelen salir aviesas y torcidas. Así, don Quijote ha sido vuelto a su aldea en contra de su voluntad, encerrado, como si de un león o un oso se tratase, en los exiguos confines de una jaula, donde ni siquiera se le permite hacer sus necesidades; todo parece indicar que han vuelto a triunfar los malignos encantadores que se solazan en estorbar sus victorias y malquistarlo con esa su celosa dama, doña Dulcinea del Mercado, entregándolo inerme en manos de los hombres mediocres envidiosos de su genio y fama; y es verdad que ni él ni su fiel escudero han visto colmadas sus esperanzas: la vicepresidencia anhelada continúa eludiendo a Sancho (aunque rebosa su talego de tintineantes monedas doradas); y a don Quijote su trono de CEO y el amor palpable y duradero de su Dulcinea del Mercado. Pero no por nada nuestro héroe ha recorrido los caminos del mundo de los negocios, deshaciendo trabas al funcionamiento de la libre empresa y enderezando proyectos mal trazados, acometiendo los desafíos de la competencia y enfrentando a los gigantes del mercado, desprendiéndose de trabas burocráticas y sobre todo aplicando soluciones creativas a una realidad siempre cambiante. No, el ingenioso don Quijote no se llamará a sosiego; sí, el ejecutivo andante quiere seguir andando. Al igual que el moderno manager que en su avión regresa de un viaje de negocios, don Quijote en su jaula hace un balance: quizá los resultados no hayan sido los esperados, pero no importa. Ha medido sus fuerzas, ha descubierto que podía ser quien soñaba, ha comprobado que otra vida es posible; y sobre todo ha probado de la fruta prohibida, ha paladeado el intenso sabor de la aventura. Y mientras regresa al hogar y recupera fuerzas al calor de los afectos familiares, no hará más que esperar el momento de hacer salida segunda e ir en busca de nuevas aventuras.[1]
[1] La acción de los personajes de esta novela continuará en otro volumen titulado Un yuppie en la columna del Che Guevara.