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CANADÁ

El intento de huida a Canadá no estuvo bien planeado. Musk conocía a un tío abuelo en Montreal, se subió a un avión y confió en la suerte. Al aterrizar, en junio de 1988, Musk se dirigió a una cabina telefónica, llamó a Información y trató de averiguar la dirección de su tío. Como no lo consiguió, llamó a su madre a cobro revertido. Recibió malas noticias: Maye había enviado una carta a su tío antes de que Musk se marchara y había recibido la respuesta mientras su hijo estaba de viaje. El tío se había trasladado a Minnesota, lo que significaba que Musk no tenía a dónde ir. Con las maletas en la mano, Musk se encaminó a un albergue juvenil.

Después de dedicar algunos días a explorar Montreal, Musk trató de idear un plan a largo plazo. Maye tenía familiares por todo Canadá, así que Musk pensó en contactar con ellos. Se compró por cien dólares un billete especial de autobús que le permitía viajar por todo el país haciendo las paradas que quisiera y optó por dirigirse a Saskatchewan, la ciudad donde había vivido su abuelo. Después de recorrer tres mil kilómetros acabó en Swift Current, una ciudad de quince mil habitantes. Musk llamó por teléfono a un primo segundo desde la estación e hizo autostop para llegar a su casa.

Musk se pasó el siguiente año haciendo trabajos temporales por todo Canadá. Cultivó hortalizas y paleó cereales en el granero de la granja de un primo, localizada en un pequeño pueblo, Waldeck. Allí celebró su decimoctavo cumpleaños compartiendo una tarta con la familia que acababa de conocer y con algunos vecinos. Después aprendió a serrar troncos con una motosierra en Vancouver. El trabajo más duro lo encontró tras una visita a una oficina de empleo. Preguntó cuál era el trabajo mejor pagado, y este resultó ser la limpieza del cuarto de calderas de una serrería, a dieciocho dólares la hora. «Tienes que ponerte un traje protector y meterte por un túnel tan pequeño que apenas cabes en él —cuenta Musk—. Con una pala vas recogiendo la arena, el pringue y toda clase de residuos ardiendo, y lo vas sacando todo por el túnel. No hay escapatoria. Conforme tú lo vas sacando, otra persona lo arroja a una carretilla. Si te quedas más de media hora, la temperatura es tan extrema que te mata.» El primer día de la semana empezaron a trabajar treinta personas. Al tercer día solo quedaban cinco, y al final de la semana solo Musk y otros dos empleados seguían en su puesto.

Mientras Musk recorría Canadá, su hermano, su hermana y su madre trataban de encontrar la forma de ir allí también.1 Cuando finalmente se reunieron Kimbal y Elon, sus caracteres alegres y testarudos salieron a relucir. Elon acabó matriculándose en la Universidad de Queen, en Kingston (Ontario), en 1989. (La prefirió a la Universidad de Waterloo porque le pareció que había más chicas bonitas.)2 Al margen de los estudios, Elon y Kimbal leían el periódico en busca de personas interesantes a las que les gustaría conocer y se turnaban para llamarlas y preguntarles si estaban libres para comer. Entre los blancos estaban el jefe de marketing de un equipo de béisbol, los Toronto Blue Jays, un redactor de la sección de economía y empresa del Globe and Mail y un alto ejecutivo del Banco de Nueva Escocia, Peter Nicholson. Nicholson recordaba perfectamente la llamada. «No tenía la costumbre de asistir a citas solicitadas por desconocidos —dijo—. pero no tuve problemas para aceptar la propuesta de aquellos dos chiquillos con tantas agallas.» La agenda de Nicholson obligó a fijar la cita para seis meses más tarde, pero, cuando llegó la fecha, los hermanos Musk hicieron un viaje de tres horas en tren y se presentaron a tiempo.

La primera impresión de Nicholson al ver a Elon y Kimbal fue similar a la que se formarían muchos otros. Ambos se presentaron correctamente y fueron muy educados. Con todo, el carácter más friki y extravagante de Elon contrastaba con el carisma y la afabilidad de Kimbal. «Cuanto más hablaba con ellos, más fascinado estaba —recuerda Nicholson—. Rebosaban determinación.» Al final, Nicholson le ofreció a Elon un contrato de prácticas en el banco durante el verano y se convirtió en su asesor de confianza.

Poco después de su primera reunión, Elon invitó a Christie, la hija de Nicholson, a su fiesta de cumpleaños. Christie se presentó en el piso de Maye en Toronto con un tarro de crema de limón casera, y fue recibida por Elon y por unos quince invitados. Aunque Elon no conocía a Christie, la abordó sin preámbulos y se la llevó a un sofá. «Me parece que la segunda frase que pronunció fue: “Pienso mucho en los automóviles eléctricos” —recuerda Christie—. Después se volvió hacia mí y me preguntó: “¿A ti te ocurre lo mismo?”.» La charla dejó a Christie —que en la actualidad escribe sobre temas científicos— con la impresión de que Musk era un hombre guapo, afable y terriblemente friki. «No sé por qué, pero aquello me impresionó muchísimo. Estaba claro que se trataba de una persona diferente. En este sentido, me pareció cautivador.»

Con sus rasgos marcados y su pelo rubio, Christie era el tipo de mujer que le gustaba a Musk, y los dos estuvieron en contacto durante el tiempo que Musk pasó en Canadá. Nunca fueron novios, pero Musk le resultaba a Christie lo bastante interesante para mantener con él largas conversaciones telefónicas. «Una noche me dijo: “Si fuera posible no comer para trabajar más, no comería. Ojalá hubiera un modo de adquirir nutrientes sin tener que sentarse a la mesa”. La ética del trabajo que tenía a esa edad y su intensidad saltaban a la vista. Aquello era una de las cosas más extrañas que yo había oído en mi vida.»

Más profunda fue la relación que se fraguó entre Musk y Justine Wilson, una compañera de la universidad, durante aquella etapa en Canadá. Justine, una mujer de cabello castaño y piernas largas, irradiaba pasión y energía sexual. Se había enamorado de un hombre mayor que ella al que había dejado al comenzar sus estudios universitarios. Su siguiente conquista fue un alma atormentada que vestía chaqueta de cuero, a lo James Dean. Sin embargo, la fortuna quiso que aquel muchacho pulcro que hablaba como un pijo viera a Wilson en el campus y tratara de quedar con ella. «Era una preciosidad —dice Musk—. Además tenía cerebro, y era de esa clase de personas que son tan inteligentes como perspicaces. Era cinturón negro de taekwondo, tenía algo de bohemia y, en fin, era la tía buena del campus.» Se acercó a ella a las puertas de su colegio mayor: primero fingió que se tropezaba con ella por casualidad y le dijo que se habían conocido en una fiesta. Justine, que había empezado las clases hacía solo una semana, accedió a tomarse un helado con él. Cuando fue a recogerla, encontró una nota en la puerta de su cuarto, notificándole que lo había dejado plantado. «Decía que tenía que estudiar para un examen, que no podía quedar y que lo sentía.» Empezó a perseguir a la mejor amiga de Justine e hizo algunas averiguaciones, preguntando dónde solía estudiar y cuál era su helado favorito. Más tarde, mientras Justine estaba repasando sus lecciones de español en el centro de estudiantes, Musk apareció a su espalda con un par de cucuruchos de helado de chocolate derritiéndose en sus manos.

Wilson soñaba con mantener un tórrido romance con algún escritor. «Quería ser Sylvia y Ted», dijo. Sin embargo, se enamoró de aquel friki incansable y ambicioso. Los dos asistían a un curso de psicopatología y compararon sus notas después de un examen. Justine había sacado un 97; Musk, un 98. «Fue a hablar con el profesor, discutió con él los dos puntos que le faltaban y logró que le pusiera un 100 —dice Justine—. Parecía que siempre estuviéramos compitiendo.» Pero Musk también tenía una vena romántica. En cierta ocasión le envió a Wilson una docena de rosas, cada una con su propia nota, y le regaló un ejemplar de El profeta lleno de anotaciones románticas. «Sabe hacerte perder la cabeza», afirma Justine.

Durante sus años en la universidad, los dos jóvenes tuvieron sus más y sus menos; Musk tuvo que emplearse a fondo para que la relación no se rompiera. «Era una chica muy molona, quedaba con los chicos más guais y no le interesaba Elon —según Maye—. Aquello fue duro para él.» Musk fue detrás de alguna que otra chica, pero una y otra vez volvía con Justine. Cuando ella se mostraba fría con él, Musk respondía con su habitual demostración de fuerza. «Llamaba insistentemente —recordaba Justine—. Sabías que era Elon porque el teléfono nunca dejaba de sonar. No es un hombre que acepte un no por respuesta. No puedes dejar de hacerle caso. Es como Terminator. Se fija en algo y dice: “Tiene que ser mío”. Me fue ganando poco a poco.»

Musk estaba a gusto en la universidad. Se esforzó en dejar de parecer un sabihondo y encontró a un grupo de personas que respetaban sus capacidades intelectuales. Los estudiantes universitarios estaban menos inclinados a reírse o a burlarse de él por sus contundentes opiniones sobre la energía, el espacio o cualquier cosa que lo fascinara en aquel momento. Había encontrado a gente que respetaba su ambición en vez de burlarse de ella, y aquel ambiente le daba alas.

Navaid Farooq, un canadiense criado en Ginebra, fue a parar a la residencia universitaria para estudiantes de primer año donde estaba Musk en el otoño de 1990. Los dos se alojaban en la sección internacional, en la que cada alumno canadiense compartía habitación con uno extranjero. Musk venía a ser una excepción a la norma, puesto que técnicamente era canadiense, pero apenas sabía nada de su país. «Compartí cuarto con un chico de Hong Kong, un tipo francamente agradable —recuerda Musk—. Atendía religiosamente a todas las clases, lo que era de gran ayuda, porque yo asistía al menor número posible.» Durante un tiempo, Musk se dedicó a vender ordenadores completos y piezas sueltas en la residencia para sacarse un poco de dinero extra. «Construía productos adaptados a las necesidades de cada estudiante, como una máquina tragaperras trucada o un simple procesador de texto más baratos que lo que costarían en una tienda —explica Musk—. O, si el ordenador no arrancaba o tenía un virus, yo lo arreglaba. Podía solucionar prácticamente cualquier problema.» La amistad entre Farooq y Musk se fraguó entre conversaciones sobre su vida en el extranjero y sobre su común interés en los juegos de estrategia. «No creo que le resulte fácil hacer amigos, pero es muy leal con los que tiene», afirma Farooq. Cuando el videojuego Civilization salió al mercado, los dos amigos se pasaron horas construyendo su imperio para disgusto de la novia de Farooq, olvidada en otro cuarto. «Elon podía pasarse las horas muertas jugando», rememora Farooq. Ambos amigos también se preciaban de ser dos solitarios. «Somos el tipo de personas que podemos estar solos en una fiesta sin que eso nos moleste —sostiene Farooq—. Podemos sumirnos en nuestros pensamientos sin sentirnos unos bichos raros.»

Las ambiciones de Musk crecieron al salir del instituto y entrar en la universidad. Estudió economía, competía en concursos de oradores y empezó a exhibir la clase de intensidad y competitividad que lo distingue actualmente. Después de un examen, Musk, Farooq y otros estudiantes de la clase volvieron a la residencia y se pusieron a comparar sus notas para tratar de saber cómo les había ido. Enseguida quedó claro que el más preparado era Musk. «Aunque era un grupo de alto nivel, Elon destacaba claramente», afirma Farooq. La intensidad de Musk ha sido una constante que se ha mantenido en el transcurso de su larga relación. «Cuando Elon se apasiona con algo, lo hace con mayor fuerza que los demás. Eso es lo que lo diferencia del resto de la humanidad.»

En 1992, después de pasar dos años en Queen, Musk se trasladó con una beca a la Universidad de Pensilvania, considerada una de las ocho más importantes de Estados Unidos. Estaba convencido de que aquel centro le abriría nuevas puertas y decidió obtener dos títulos: por una parte, un grado en economía en la Escuela de Negocios Wharton, y, por otra, una licenciatura en física. Justine se quedó en Queen persiguiendo su sueño, que era convertirse en escritora, y mantuvo una relación a distancia con Musk. De vez en cuando lo visitaba o se reunían en Nueva York para pasar un fin de semana romántico.

El talento de Musk siguió floreciendo en Pensilvania, donde empezó a sentirse realmente a gusto en compañía de los otros estudiantes. «Allí encontró a gente que pensaba como él —dice Maye—. Estar rodeado de otros frikis lo entusiasmaba. Alguna vez comí con ellos y no paraban de hablar de física. Decían cosas como: “A más B igual a pi al cuadrado” y se reían con ganas. Era maravilloso verlo tan feliz.» Sin embargo, tampoco allí hizo muchas amistades fuera de su círculo de escogidos. Es difícil encontrar a antiguos alumnos que recuerden su paso por la universidad. Con todo, hizo muy buenas migas con un estudiante llamado Adeo Ressi, que llegaría a convertirse en otro emprendedor de Silicon Valley y que en la actualidad es tan amigo de Musk como el que más.

Ressi es un tipo desgarbado de más de metro ochenta y aire excéntrico. Aquel joven de espíritu artístico y extravagante contrastaba con Musk, de carácter más intelectual y reservado. Los dos eran estudiantes de intercambio y acabaron en la sobria residencia de estudiantes de primer año. La deslucida escena social de aquel ambiente no estaba a la altura de las expectativas de Ressi, así que este le planteó a Musk la posibilidad de compartir un alquiler fuera del campus. Consiguieron una casa de diez dormitorios por un precio relativamente barato, puesto que estaba reservada para estudiantes pero nadie la alquilaba. Se dedicaban a estudiar durante la semana, pero conforme el fin de esta se acercaba, Ressi transformaba la casa —con alguna ayuda de Musk— en un club nocturno. Cubría las ventanas con bolsas de basura para dejar el interior completamente a oscuras y decoraba las paredes con pinturas brillantes y con todo lo que encontraba. «Era un auténtico bar clandestino —recuerda Ressi—. Llegamos a tener allí dentro a quinientas personas. Cobrábamos cinco dólares y ofrecíamos barra libre de cerveza, gelatina de vodka y otros brebajes.»

Los viernes por la noche, los alrededores de la casa temblaban por la intensidad de los bajos que salían de los altavoces de Ressi. Maye acudió a una de las fiestas y descubrió que Ressi había clavado a martillazos objetos en las paredes y les había dado una mano de pintura fosforescente. Acabó instalándose en la puerta para cobrar las entradas y cuidar los abrigos, armándose con un par de tijeras como protección conforme se apilaba el dinero en una caja de zapatos.

Musk y Ressi alquilaron, junto a otra persona, una segunda casa con catorce dormitorios. Ellos mismos idearon el mobiliario; las mesas, por ejemplo, consistían en láminas de contrachapado colocadas sobre barriles de cerveza vacíos. Un día, Musk volvió a casa y vio que Ressi había clavado su escritorio a la pared y lo había pintado con colores fluorescentes. Musk contraatacó desclavándolo, pintándolo de negro y dedicándose a estudiar. «Le dije que aquello era como una instalación artística que adornaba nuestro club», recuerda Ressi. Si se menciona a Musk el incidente, afirma: «Era un simple escritorio», sin inmutarse.

Musk se tomaba de vez en cuando un vodka con Coca-Cola light, pero no es un gran bebedor y el alcohol no lo entusiasma. «Alguien tenía que estar sobrio en aquellas fiestas —afirma—. Yo mismo me pagaba la universidad y podía pagar el alquiler de un mes con una sola noche. Adeo adornaba la casa y yo me encargaba de la fiesta.» Como dice Ressi: «Elon es el tipo más puritano que conozco. Jamás bebía. Nunca hacía nada. Cero. Literalmente». Las únicas ocasiones en las que Ressi tenía que intervenir para moderar a Musk era cuando se enganchaba durante días enteros a los videojuegos.

El duradero interés de Musk en la energía solar y en encontrar nuevas formas de acumular energía se fue desarrollando en Pensilvania. En diciembre de 1994 tuvo que elaborar un plan de negocio para una de sus asignaturas y acabó escribiendo un trabajo titulado «The Importance of Being Solar» [«La importancia de ser solar»]. El texto comenzaba con una muestra del irónico sentido del humor de Musk. En la parte superior de la página escribió lo siguiente: «The sun will come out tomorrow…» [«El Sol saldrá mañana...»], aplicando a la energía renovable la canción que canta la protagonista del musical Annie. El escrito predecía el auge de la energía solar, gracias a la mejora de los materiales y a la construcción de grandes plantas solares. Musk examinaba a fondo el funcionamiento de las células solares y los diversos componentes que las podían volver más eficientes. El texto concluía con un dibujo de la «central eléctrica del futuro»: un par de baterías solares gigantescas en el espacio —cada una de cuatro kilómetros de ancho— enviaban su energía a la Tierra mediante rayos de microondas dirigidos a una antena receptora de siete kilómetros de diámetro. Musk obtuvo una nota de 98 con aquel trabajo, que su profesor considero «muy interesante y bien escrito».

Dedicó un segundo trabajo a la posibilidad de escanear electrónicamente documentos y textos, aplicándoles un programa informático de reconocimiento de caracteres y recopilando toda la información resultante en una base de datos: una especie de mezcla entre las actuales Google Books y Google Scholar. Y un tercer trabajo versaba sobre otro de los temas favoritos de Musk: los ultracondensadores. En aquel texto de cuarenta y cuatro páginas, Musk se mostraba abiertamente entusiasta con la idea de una nueva forma de almacenar la energía, que encajaría en sus futuras empresas en el ámbito de los automóviles, los aviones y los cohetes. En referencia a la última investigación de un laboratorio de Silicon Valley, escribió lo siguiente: «El resultado final constituye el primer sistema nuevo para almacenar grandes cantidades de energía eléctrica que aparece desde el desarrollo de las baterías y las pilas de combustible. Asimismo, como el ultracondensador conserva las propiedades básicas de un condensador, puede transmitir su energía cien veces más rápido que una batería de peso similar, y recargarse a la misma velocidad». Musk recibió por aquel trabajo una nota de 97 y felicitaciones por «un análisis muy completo» con «excelente proyección financiera».

Las observaciones del profesor daban en el blanco. El estilo claro y conciso del texto es la obra de un cerebro lógico que pasa de un punto a otro con la máxima precisión. Sin embargo, lo más destacable era la capacidad de Musk para encajar abstrusos conceptos físicos en el contexto de unos planes de negocios. Ya en aquel entonces demostraba tener una habilidad inusual para vislumbrar el camino que conectaba un avance científico con una empresa rentable.

Cuando Musk empezó a plantearse más en serio lo que haría después de terminar sus estudios, durante un breve espacio de tiempo pensó en dedicarse al negocio de los videojuegos. Era un mundo que lo obsesionaba desde la infancia y había hecho prácticas en una empresa del ramo. Sin embargo, al final se dio cuenta de que aquel objetivo no era lo bastante ambicioso. «Me gustan mucho los juegos de ordenador, pero, aunque hubiera creado grandes juegos, ¿qué efecto habría tenido eso en el mundo? Más bien poco. Así que, pese a mi fascinación por los videojuegos, decidí no convertirlos en mi profesión.»

En las entrevistas, Musk suele dejar claro que durante aquel período de su vida se le ocurrieron algunas grandes ideas. A menudo, sus ensoñaciones en Queen y Pensilvania llegaban a la misma conclusión: la idea de que internet, las energías renovables y el espacio eran tres campos que experimentarían cambios significativos en los años siguientes, y tres mercados en los que podría dejar una profunda huella. Se prometió que emprendería proyectos en los tres. «Hablaba con todas mis exnovias y con mi exmujer sobre esas ideas. Debían de pensar que estaba loco de remate.»

La insistencia de Musk en explicar los orígenes de su pasión por los automóviles eléctricos, la energía solar y los cohetes puede interpretarse como una muestra de inseguridad. Es como si tratara de hilvanar de manera un tanto forzada la historia de su vida. Sin embargo, para Musk, la distinción entre descubrir algo por casualidad o llegar a ello intencionadamente es importante. Siempre ha querido que el mundo supiera que no se parece al típico emprendedor de Silicon Valley. No se limitaba a olfatear tendencias y no estaba poseído por la idea de hacerse rico. Siempre se ha regido por un plan a largo plazo. «Lo cierto es que ya en la universidad pensaba en esas cosas. No es una historia que me haya inventado a posteriori. No quiero parecer un trepa o alguien que se mueve por modas pasajeras o que es un oportunista. No soy un inversor. Me gusta crear artefactos tecnológicos que creo que son útiles e importantes de cara al futuro.»