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TOTALMENTE ELÉCTRICO

J. B. Straubel tiene una cicatriz de cinco centímetros de largo que le cruza la mejilla izquierda. Se la hizo en el instituto, durante un experimento en clase de química. Straubel mezcló productos químicos incompatibles entre sí y el matraz que tenía entre las manos explotó. Una de las esquirlas le cortó la cara.

La herida es una medalla de honor para un manitas como él. Data de los últimos años de una infancia en la que ya hacía experimentos con sustancias químicas y máquinas. Nacido en Wisconsin, Straubel construyó un enorme laboratorio de química en el sótano de la casa familiar equipado con campanas de gases y con productos químicos comprados, prestados o robados. Cuando tenía trece años, encontró un viejo carrito de golf en un vertedero. Se lo llevó a casa, reconstruyó el motor y arregló el vehículo. Por lo visto se pasaba las horas muertas destripando cosas, reparándolas y volviéndolas a montar. Aquello encajaba con la tradición familiar. A finales de la década de 1890, su bisabuelo fundó la Straubel Machine Company, que construyó uno de los primeros motores de combustión interna de Estados Unidos y lo utilizó para propulsar barcos.

El espíritu inquisitivo de Straubel lo llevó a la Universidad de Stanford, en la que se matriculó en 1994 con la idea de convertirse en físico. Después de pasar como un rayo por las asignaturas más difíciles a las que pudo asistir, llegó a la conclusión de que obtener el título de Física no le interesaba. Los cursos avanzados eran demasiado teóricos, y a Straubel le gustaba ensuciarse las manos. Desarrolló su propio programa de estudios, al que dio el nombre de ingeniería y sistemas de energía. «Quería mezclar la electricidad y los programas de ordenador para controlar la energía —dice Straubel—. Era una combinación de informática y electrónica de potencia. Reuní todo lo que me gustaba en un solo lugar.»

En aquellos tiempos aún no había nacido el movimiento a favor de la tecnología limpia, pero algunas empresas estaban investigando nuevos usos para la energía solar y los vehículos eléctricos. Straubel iba como un loco tras aquellas empresas, frecuentando sus garajes e incordiando a los ingenieros. Además, volvió a hacer experimentos por su cuenta en el garaje de una casa que compartía con media docena de amigos. Compró «un Porsche que estaba hecho mierda» por mil seiscientos dólares y lo convirtió en un automóvil eléctrico. Tuvo que diseñar un regulador para el motor, construir un cargador desde cero y crear el programa informático que lo controlaba todo. El vehículo batió el récord mundial de aceleración de automóviles eléctricos, al recorrer cuatrocientos metros en 17,28 segundos. «La lección que saqué era que la parte electrónica funcionaba de maravilla, y que con un presupuesto limitado podías obtener una gran aceleración, pero que las baterías daban pena —dice Straubel—. Tenían una autonomía de menos de cincuenta kilómetros, de modo que descubrí de primera mano algunas de las limitaciones de los vehículos eléctricos.» A Straubel se le ocurrió la idea de crear un vehículo híbrido, construyendo un artilugio alimentado con gasolina que se podía colocar detrás del Porsche y servía para recargar las baterías. El inventó le sirvió para ir y volver a Los Ángeles, un trayecto de casi mil trescientos kilómetros.

En 2002, Straubel se había mudado a Los Ángeles. Había obtenido un máster en Stanford y pasó por un par de empresas en busca de un trabajo que le interesara. Al final se decidió por Rosen Motors, que había fabricado uno de los primeros vehículos híbridos del mundo: un automóvil dotado de un volante de inercia y una turbina de gas, con motores eléctricos para mover el volante. Cuando la empresa echó el cierre, Straubel siguió al lado de Harold Rosen —un ingeniero famoso por inventar el satélite geoestacionario— para construir un avión eléctrico. «Soy piloto y me encanta volar, así que aquello era perfecto para mí —dice Straubel—. Queríamos que el aparato se mantuviera en el aire durante dos semanas y sobrevolara un punto específico. Faltaba mucho para que se inventaran los drones.» Para sobrevivir, Straubel trabajaba por las noches y los fines de semana como consultor de electrónica en una empresa emergente.

Mientras Straubel se esforzaba al máximo para sacar adelante aquellos proyectos, sus viejos amigos de Stanford le hicieron una visita. Un grupo de estrafalarios ingenieros de la universidad llevaba años trabajando en el diseño de automóviles solares. Los construían en una barraca Quonset de la Segunda Guerra Mundial, repleta de productos químicos tóxicos e infestada de viudas negras. Aunque hoy día el mundo universitario respaldaría sin pestañear un proyecto de esas características, en aquel momento trató de desmantelar aquel grupo de bichos raros. Los estudiantes demostraron ser capaces de encargarse del trabajo por su cuenta y competían en carreras de autos solares campo a través. Straubel había ayudado a construir los vehículos durante su época en la universidad e incluso después de su partida, creando vínculos con las siguientes generaciones de ingenieros. El equipo acababa de competir en una carrera entre Chicago y Los Ángeles, dos ciudades separadas por 3.700 kilómetros, y Straubel ofreció a los muchachos, exhaustos y cortos de dinero, un lugar donde pasar la noche. Alrededor de media docena de estudiantes se presentaron en su casa, se ducharon por primera vez en muchos días y se sentaron en el suelo. Mientras la conversación se extendía hasta bien entrada la noche, fue centrándose especialmente en un tema concreto. Habían comprobado que las baterías de iones de litio —como las que habían empleado en sus vehículos, alimentadas por el sol— funcionaban mucho mejor de lo que en general se pensaba. Muchos aparatos electrónicos domésticos, como los ordenadores portátiles, funcionaban con baterías de iones de litio 18650, que se parecían mucho a las baterías AA y podían acoplarse juntas. «Nos preguntábamos que ocurriría si juntábamos diez mil baterías —dice Straubel—. Hicimos los cálculos y descubrimos que se podrían recorrer casi mil seiscientos kilómetros. Aquello era una auténtica locura, y al final todo el mundo se durmió, pero la idea no se me fue de la cabeza.»

Al cabo de poco tiempo, Straubel empezó a acosar al equipo tratando de convencerlos para que construyeran un automóvil eléctrico que funcionara con baterías de iones de litio. Viajó en avión a Palo Alto, se pasó toda la noche durmiendo durante el vuelo y después fue en bicicleta hasta el campus de Stanford para ayudar al equipo con los proyectos que tenían entre manos y tratar de persuadirlos. Straubel había diseñado un vehículo extraordinariamente aerodinámico, el 80 % de cuya masa correspondía a las baterías. Se parecía mucho a un torpedo con ruedas. Nadie conocía los detalles de la visión a largo plazo que Straubel tenía de aquel invento, ni siquiera el propio Straubel. El plan no parecía consistir en crear una marca de automóviles, sino en fabricar un prototipo que hiciera reflexionar sobre la potencia de las baterías de iones de litio. Con suerte, encontrarían una carrera en la que participar.

Los estudiantes decidieron ayudar a Straubel, siempre y cuando lograra reunir algo de dinero. Straubel empezó a acudir a ferias comerciales con folletos explicativos y a enviar correos electrónicos a casi todo el mundo. «No tenía la más mínima vergüenza», afirma. El único problema es que a nadie le interesaba la idea. Todos los inversores que vio a lo largo de varios meses rechazaron el proyecto, hasta que en el otoño de 2003 conoció a Elon Musk.

Harold Rosen había concertado un almuerzo con Musk en una marisquería, cerca de las oficinas centrales de SpaceX en Los Ángeles, y se llevó consigo a Straubel para que le ayudara a exponer el proyecto del avión eléctrico. Al ver que Musk no estaba interesado, Straubel le habló del automóvil eléctrico. Musk, que llevaba años pensando en los vehículos eléctricos, sintonizó de inmediato con aquella idea tan descabellada. Musk se había centrado principalmente en el empleo de ultracondensadores, y se sorprendió al oír hasta qué punto habían progresado las baterías de iones de litio. «Todo el mundo me había dicho que era una idea demencial, pero a Elon le encantó —recuerda Straubel—. Me dijo: “Le daré algo de dinero”.» Musk prometió a Straubel diez mil de los cien mil dólares que estaba tratando de reunir. La amistad que desde aquel mismo momento unió a ambos sobreviviría a más de una década de altibajos extremos, mientras intentaban nada menos que cambiar el mundo.

Tras la reunión con Musk, Straubel se puso en contacto con sus amigos de AC Propulsion. La empresa, con sede en Los Ángeles, había nacido en 1992 y estaba en la vanguardia de la automoción eléctrica. Fabricaban desde rápidos vehículos de tamaño medio hasta automóviles deportivos. Straubel quería a toda costa que Musk viera la joya de la compañía, el tzero (el nombre provenía de «t-zero»), un kit car con una carrocería de fibra de vidrio montada sobre un chasis de acero que pasaba de cero a cien kilómetros por hora en unos cinco segundos cuando se lanzó al mercado en 1997. Straubel había estado en contacto durante años con el equipo de AC Propulsion y pidió a Tom Gage, el presidente de la empresa, que le llevara un tzero a Musk para que lo probara. Musk se enamoró del vehículo. Le pareció que un modelo así de rápido podía cambiar la idea que el público tenía de los automóviles eléctricos. Durante meses, Musk se ofreció para financiar el proyecto de transformar el auto en un vehículo comercial, pero Gage se negó una y otra vez. «Era un prototipo y había que convertirlo en un automóvil real —explica Straubel—. Adoro al equipo de AC Propulsion, pero se les daban muy mal los negocios y se negaron a dar ese paso. Se empeñaron en venderle a Elon otro modelo, el eBox, que tenía una pinta horrible y un mal rendimiento, y resultaba poco estimulante.» Aunque las reuniones con AC Propulsion no terminaron en ningún acuerdo, consolidaron el interés de Musk en apoyar un proyecto que iba mucho más allá de la idea inicial de Straubel. En un correo electrónico que le envió a Gage a finales de febrero de 2004, Musk escribió lo siguiente: «Quiero saber lo que puede dar de sí un modelo básico de automóvil con un sistema de propulsión eléctrico e investigar en esa dirección».

Por la misma época, sin que Straubel supiera nada al respecto, un par de empresarios del norte de California también se habían enamorado de la idea de fabricar un vehículo con baterías de iones de litio. Martin Eberhard y Marc Tarpenning habían fundado NuvoMedia en 1997 para crear uno de los primeros lectores de libros electrónicos, el Rocket eBook. El trabajo en la empresa les había permitido conocer de primera mano el mundo de los aparatos electrónicos más innovadores y las extraordinarias mejoras introducidas en las baterías de iones de litio que se utilizaban como fuente de alimentación de los ordenadores portátiles y otros dispositivos móviles. Aunque el Rocket eBook estaba demasiado adelantado para su época y no cosechó un gran éxito comercial, fue lo bastante innovador para atraer la atención de Gemstar International Group, propietaria de la revista TV Guide y de algunos recursos tecnológicos para las guías electrónicas de programación. Gemstar pagó 187 millones de dólares para adquirir NuvoMedia en marzo de 2000. Con el dinero en el bolsillo, los cofundadores siguieron en contacto después del acuerdo. Ambos residían en Woodside, una de las zonas residenciales más prósperas de Silicon Valley, y hablaban de vez en cuando sobre cuál debería ser su próximo proyecto. «Se nos ocurrieron algunas tonterías —dice Tarpenning—. Pensamos en un proyecto de sistemas de riego para granjas y hogares basado en redes de sensores acuáticos, pero nada nos acababa de convencer y buscábamos algo que fuera más importante.»

Eberhard era un ingeniero de inmenso talento y con una gran conciencia social. Los repetidos conflictos de Estados Unidos en Oriente Medio lo preocupaban, y, como muchos otros espíritus científicos, alrededor del año 2000 empezó a convencerse de que el calentamiento global era una realidad indiscutible. Había que buscar alternativas a los vehículos tradicionales devoradores de combustible. Investigó las posibilidades de las pilas de hidrógeno, pero no le convencieron. La opción de financiar mediante leasing un automóvil eléctrico como el EV1 de General Motors tampoco le atraía. Sin embargo, lo que captó su atención fueron los vehículos completamente eléctricos de AC Propulsion que descubrió en internet. Hacia el año 2001, Eberhard viajó a Los Ángeles para visitar la tienda de AC Propulsion. «Aquello parecía un pueblo fantasma, como si estuvieran a punto de cerrar la empresa —cuenta Eberhard—. Les eché un cable entregándoles medio millón de dólares para que me fabricaran uno de sus automóviles, pero con baterías de iones de litio, no de plomo ácido.» Eberhard también trató de convencer a AC Propulsion para que se convirtiera en una empresa comercial. Cuando rechazaron sus proposiciones, decidió crear su propia compañía y comprobar lo que realmente daban de sí las baterías de iones de litio.

Para empezar, Eberhard fabricó un modelo técnico del vehículo en una hoja de cálculo. Eso le llevó a modificar diversos componentes para comprobar cómo afectarían al diseño y al rendimiento. Ajustando el peso, el número de baterías y la resistencia de los neumáticos y de la carrocería obtuvo datos sobre el número de baterías necesarias para alimentar los diversos diseños. Los cálculos dejaron claro que ni los todoterrenos, muy populares en aquel entonces, ni vehículos como los camiones de reparto eran candidatos viables. En cambio, la tecnología parecía favorecer a un deportivo más ligero y de gama alta, que sería rápido, de manejo agradable y tendría más autonomía que la que esperaba la mayoría de la gente. Aquellos detalles técnicos complementaron los resultados de Tarpenning, que había realizado investigaciones sobre el modelo financiero más idóneo para la fabricación del vehículo. El Toyota Prius era cada vez más popular en California entre los conductores acomodados y respetuosos con el medio ambiente. «También descubrimos que los ingresos medios de los propietarios del EV1 —el primer vehículo eléctrico fabricado por General Motors— rondaban los doscientos mil dólares al año», recuerda Tarpenning. Los compradores que años atrás codiciaban marcas como Lexus, BMW y Cadillac veían en los automóviles eléctricos e híbridos una forma alternativa de simbolizar su estatus. Al final, Eberhard y Tarpenning llegaron a la conclusión de que podían construir un producto para el mercado de los autos de lujo —que en Estados Unidos mueve tres mil millones de dólares al año—, un producto con el que los ricos se lo pasaran en grande con la conciencia tranquila. «La gente está dispuesta a pagar por un automóvil novedoso, atractivo y que pase de cero a cien en un tiempo récord», afirma Tarpenning.

El 1 de julio de 2003, Eberhard y Tarpenning constituyeron su nueva empresa. Solo unos meses antes, mientras pasaba unos días en Disneylandia con su mujer, a Eberhard se le había ocurrido el nombre de Tesla Motors, tanto para rendir homenaje al inventor Nikola Tesla, pionero del motor eléctrico, como porque sonaba genial. Los cofundadores alquilaron una oficina que tenía tres escritorios y dos pequeñas habitaciones en un decrépito edificio de 1960, ubicado en el 845 de Oak Grove Avenue, en Menlo Park. La tercera mesa fue ocupada unos meses más tarde por Ian Wright, un ingeniero que se había criado en una granja en Nueva Zelanda. Como los dueños de Tesla, de los que era vecino, Wright vivía en Woodside, y había estado trabajando con ellos para poner en marcha una empresa de telecomunicaciones. Como el proyecto no atrajo el interés de los inversores de capital riesgo, Wright se unió a Tesla. Cuando los tres empezaron a contarles sus planes a algunos de sus íntimos, fueron objeto de burlas. «Nos reunimos con una amiga en un pub de Woodside para decirle que finalmente habíamos apostado por fabricar un automóvil eléctrico —recuerda Tarpenning—. “Estáis de broma, ¿no?”, dijo ella.»

A cualquiera que trate de fundar una empresa automovilística en Estados Unidos se le recuerda de inmediato que el último intento con éxito fue la creación de Chrysler en 1925. Diseñar y construir un automóvil desde cero plantea multitud de retos, pero los mayores escollos con los que se han tropezado quienes lo han intentado han sido la financiación y los conocimientos técnicos para la producción en masa. Los fundadores de Tesla eran conscientes de aquello. Con todo, Nikola Tesla había construido un motor eléctrico un siglo antes, y estaban convencidos de que serían capaces de crear un sistema de transmisión que enviara la potencia del motor a las ruedas. Lo realmente aterrador de su proyecto era levantar la fábrica para construir el automóvil y sus componentes. Sin embargo, cuanto más avanzaban en sus indagaciones, más claro veían que los gigantes de la industria en realidad ya no construían sus automóviles. Los tiempos en los que Henry Ford recibía los materiales básicos en un extremo de su fábrica de Michigan y sacaba los vehículos por el otro eran definitivamente cosa del pasado. «BMW no fabricaba ya sus parabrisas, ni su tapicería, ni sus espejos retrovisores —explica Tarpenning—. Lo único que las grandes firmas habían conservado eran las investigaciones sobre la combustión interna, los departamentos de ventas y de marketing y el montaje final. Fuimos tan ingenuos como para pensar que podríamos acceder a los mismos proveedores para obtener nuestros componentes.»

El plan que se les ocurrió fue solicitar los permisos necesarios para usar algunos de los componentes tecnológicos que AC Propulsion había empleado en el tzero y utilizar el chasis del Lotus Elise para la carrocería de su automóvil. Lotus, el fabricante de automóviles inglés, había lanzado el modelo Elise de dos puertas en 1996, y sin duda poseía la elegancia y la solvencia necesarias para atraer a los compradores de automóviles de gama alta. Después de hablar con varias personas que trabajaban en el mundo de los concesionarios de automóviles, el equipo de Tesla optó por vender directamente sus autos en lugar de recurrir a terceros. Una vez tomadas aquellas decisiones, en enero de 2004 los tres hombres fueron en busca de fondos de capital riesgo.

Para que la proposición resultara más atractiva a los potenciales inversores, los fundadores de Tesla solicitaron un tzero a AC Propulsion y lo condujeron hasta Sand Hill Road, donde tienen su sede numerosas empresas de capital riesgo. El automóvil aceleraba más rápido que un Ferrari, lo que suscitó una emoción visceral en los inversores. Por desgracia, esta clase de inversores no destaca precisamente por su imaginación, de manera que les costaba visualizar cómo sería un automóvil con prestaciones similares pero con un acabado infinitamente superior al de aquel modelo. Solo picaron Compass Technology Partners y SDL Ventures, aunque no parecían especialmente entusiasmados. Al socio principal de Compass le había ido bien con NuvoMedia y sentía cierta lealtad hacia Eberhard y Tarpenning. «Nos dijo: “Esto es una estupidez, pero he invertido en cada nueva empresa automovilística surgida en el transcurso de los últimos cuarenta años. ¿Por qué no iba a hacerlo también ahora?”», recuerda Tarpenning. Pero además de ello, Tesla necesitaba un inversor principal que aportara la mayor parte de los siete millones de dólares necesarios para construir un prototipo. Sería su primer hito y les daría algo tangible que enseñar, lo que podría facilitar una segunda ronda de financiación.

Eberhard y Tarpenning contaban desde el principio con la posibilidad de llamar a la puerta de Elon Musk. Ambos lo habían visto un par de años antes en una conferencia de la Mars Society celebrada en Stanford, donde Musk había hablado sobre la idea de enviar ratones al espacio, y tenían la impresión de que era un tipo que se salía de lo habitual y que estaría abierto a la propuesta de fabricar un automóvil eléctrico. La idea de introducir a Musk en Tesla Motors adquirió fuerza cuando Tom Gage, de AC Propulsion, llamó a Eberhard y le dijo que Musk quería financiar algo en el campo de los automóviles eléctricos. Eberhard y Wright volaron a Los Ángeles y se reunieron con Musk un viernes. Aquel fin de semana, Musk acribilló a Tarpenning, que había estado de viaje, a preguntas sobre el modelo financiero. «Solo recuerdo que respondía, respondía y respondía —dice Tarpenning—. El lunes siguiente, Martin y yo volamos de nuevo para verlo y nos dijo: “De acuerdo, me apunto”.»

Los fundadores de Tesla creían que habían encontrado al inversor perfecto. Musk entendía lo bastante de ingeniería para saber qué estaban construyendo. Además, compartía su objetivo de tratar de poner fin a la adicción de Estados Unidos al petróleo. «Es necesario que los inversores crean en el proyecto, y para Elon aquello no era una simple operación financiera —comenta Tarpenning—. Quería cambiar la ecuación energética del país.» Con una inversión de seis millones y medio de dólares, Musk se convirtió en el mayor accionista de Tesla y en el presidente de la empresa. Cuando más adelante luchó contra Eberhard por el control de la compañía, hizo valer su posición de fuerza. «Fue un error —afirma Eberhard—. Busqué más inversores. Pero, si volviera a empezar, cogería su dinero de nuevo. Más vale pájaro en mano que ciento volando. Lo necesitábamos.»

Poco después de aquella reunión, Musk llamó a Straubel y lo instó a reunirse con el equipo de Tesla. Sus oficinas en Menlo Park estaban a menos de un kilómetro de su casa, pero aunque a Straubel le intrigaba aquel proyecto, también despertaba en él un gran escepticismo. No había nadie en el mundo más metido en el campo de los vehículos eléctricos que él, y le resultaba difícil creer que un par de tipos hubieran llegado tan lejos sin que él lo supiera. Pese a todo, en mayo de 2004, Straubel se dejó caer por la oficina y lo contrataron de inmediato con un salario de 95.000 dólares anuales. «Les dije que había construido el paquete de baterías que necesitaban al final de aquella misma calle con el dinero de Elon —recuerda Straubel—. Acordamos unir fuerzas y formamos aquel extraño grupo.»

Si alguien de Detroit se hubiera dejado caer por Tesla Motors en aquel entonces, se habría partido de risa. El total de la experiencia automotriz de la compañía se limitaba a que a dos de aquellos tipos les gustaban mucho los automóviles y otro había creado algunos proyectos para ferias de ciencias basados en una tecnología que la industria del automóvil consideraba ridícula. Peor aún, no tenían la menor intención de pedir consejo a los expertos de Detroit para poner en pie su firma. No, Tesla seguiría los pasos de todas las empresas emergentes en Silicon Valley: contrataría a un grupo de jóvenes ingenieros con ansias de triunfar y resolvería los problemas a medida que se fueran presentando. Les daba igual que en toda la historia del área de la bahía de San Francisco este modelo jamás hubiera servido para crear una empresa de automoción y que la construcción de un complejo objeto físico tuviese poco en común con la codificación de una aplicación de software. Sin embargo, Tesla tenía una buena baza a su favor: sabía a ciencia cierta que las baterías de iones de litio 18650 daban un resultado excelente y cada vez se perfeccionarían más. Con un poco de suerte, aquella información, tratada con inteligencia y determinación, daría los frutos deseados.

Straubel tenía acceso directo a los entusiastas ingenieros de Stanford y les habló de Tesla. A Gene Berdichevsky, uno de los estudiantes que formaban parte del equipo del automóvil solar, se le iluminó la cara en cuanto lo oyó. Se ofreció a abandonar la universidad, a trabajar gratis y a barrer el suelo en Tesla si era necesario con tal de entrar en la empresa. Su actitud impresionó a los fundadores, que lo contrataron nada más reunirse con él. Aquello dejó a Berdichevsky en la incómoda posición de tener que llamar a sus padres, dos inmigrantes rusos e ingenieros de submarinos nucleares, para decirles que había dejado Stanford y había empezado a trabajar en una empresa emergente dedicada a la construcción de un vehículo eléctrico. Como empleado número siete, pasaba una parte de la jornada en la oficina de Menlo Park y el resto en el salón de Straubel, diseñando modelos tridimensionales del sistema de propulsión del automóvil en el ordenador y prototipos del paquete de baterías en el garaje. «Solo ahora me doy cuenta de lo demencial que era todo aquello», dice Berdichevsky.

Al cabo de poco tiempo, Tesla tuvo que expandirse para acomodar a su naciente ejército de ingenieros y crear un taller donde el Roadster, como empezaron a llamarlo, cobrase vida. Encontraron una nave industrial de dos pisos en San Carlos, en el 1.050 de Commercial Street. La instalación, de apenas mil metros cuadrados, no era gran cosa, pero tenía espacio suficiente para construir un taller de investigación y desarrollo capaz de fabricar algunos prototipos. Disponía de dos grandes muelles de montaje en la parte del edificio que daba a la avenida y de dos puertas enrollables lo bastante grandes para permitir la entrada y salida de los vehículos. Wright había dividido el espacio en segmentos: los motores, las baterías, la electrónica de potencia y el montaje final. La mitad izquierda del edificio era un espacio de oficinas en la que el inquilino anterior, una empresa de suministros de fontanería, había introducido algunas modificaciones pintorescas. La sala de conferencias tenía una barra de bar y un lavabo con un grifo en forma de cisne. Berdichevsky pintó de blanco la oficina un domingo por la noche, y la semana siguiente, los empleados hicieron una excursión a IKEA para comprar mesas de despacho y adquirieron ordenadores Dell por internet. En cuanto a las herramientas, Tesla tenía una sola caja Craftsman con martillos, clavos y otros utensilios básicos de carpintería. Musk viajaba de vez en cuando desde Los Ángeles para hacerles una visita y no se inmutaba ante aquel espectáculo, pues había visto crecer a SpaceX en entornos similares.

El plan original para la producción de un prototipo parecía sencillo. Tesla tomaría el sistema de propulsión del AC Propulsion tzero y lo acoplaría a la carrocería del Lotus Elise. La empresa había adquirido los planos de un diseño de motor eléctrico y supuso que podría comprar la transmisión en una compañía occidental y subcontratar el resto de los componentes en países asiáticos. Los ingenieros de Tesla tenían que dedicarse fundamentalmente al desarrollo de los sistemas de empaquetado de baterías, el cableado del automóvil y el corte y la soldadura de metales. A los ingenieros les encanta manipular el hardware, y el equipo de Tesla pensaba en el Roadster como en algo parecido a convertir un vehículo convencional en un automóvil eléctrico, un proyecto que podrían completar con dos o tres ingenieros mecánicos y algunos operarios en la línea de montaje.

Los principales encargados de construir el prototipo eran Straubel, Berdichevsky y el empleado número doce, David Lyons, un ingeniero mecánico muy hábil. Lyons llevaba una década trabajando para empresas de Silicon Valley y había conocido a Straubel algunos años antes, cuando los dos entablaron conversación en un 7-Eleven a propósito de una bicicleta eléctrica que tenía Straubel. Lyons le había ayudado a pagar sus facturas contratándolo como consultor para una empresa que fabricaba un dispositivo electrónico para medir la temperatura corporal. Straubel pensó que podía devolverle el favor trayéndolo enseguida a un proyecto tan emocionante. Tesla también se beneficiaría enormemente de su aportación. Como dice Berdichevsky: «David Lyons sabía cómo hacer esa mierda».

Los ingenieros compraron un elevador azul para el automóvil y lo montaron en el interior del edificio. También compraron algunas herramientas mecánicas y manuales y reflectores para trabajar por la noche, y empezaron a convertir la instalación en un hervidero de investigación y desarrollo. Los ingenieros eléctricos estudiaron el software básico del Lotus para averiguar cómo estaban conectados los pedales, el aparato mecánico y los indicadores del salpicadero. El trabajo realmente complejo tuvo que ver con el diseño del paquete de baterías. Nadie había tratado de montar cientos de baterías de iones de litio en paralelo, así que Tesla estaba en la vanguardia de la tecnología.

Para empezar, los ingenieros trataron de entender cómo se dispersaría el calor y cómo se comportaría el flujo de corriente a través de setenta baterías unidas con pegamento en una serie de grupos que denominaron «ladrillos». Después colocaron juntos diez ladrillos y probaron diversos mecanismos de refrigeración líquida y por aire. Cuando el equipo de Tesla desarrolló un paquete de baterías operativo, estiraron casi trece centímetros el chasis del Lotus Elise amarillo y colocaron con una grúa las baterías en la parte trasera del automóvil, donde normalmente habría estado el motor. Estas operaciones comenzaron en serio el 18 de octubre de 2004, y cuatro meses después, el 27 de enero de 2005, dieciocho personas habían construido una nueva clase de automóvil, lo que no deja de ser una hazaña. El vehículo se podía incluso conducir. Aquel día Tesla celebró una reunión y Musk se subió rápidamente al volante. El resultado le gustó lo bastante para seguir invirtiendo. Puso encima de la mesa nueve millones de dólares más, mientras Tesla realizaba una ronda de financiación de trece millones de dólares. En aquel momento, la empresa aspiraba a lanzar al mercado el Roadster a principios de 2006.

Cuando, algunos meses más tarde, acabaron de construir un segundo automóvil, los ingenieros de Tesla llegaron a la conclusión de que debían resolver un grave problema en potencia. El 4 de julio de 2005, mientras estaban en la casa de Eberhard en Woodside celebrando el Día de la Independencia, pensaron que era un buen momento para comprobar lo que pasaría si las baterías del Roadster se incendiasen. Unieron con cinta adhesiva veinte baterías, colocaron la resistencia de una estufa eléctrica en medio del paquete y la conectaron. «Salió disparado como si fueran cohetes», dice Lyons. En lugar de veinte baterías, el Roadster tendría cerca de siete mil, y se horrorizaron al pensar en las consecuencias de una explosión de ese calibre. Se suponía que una de las ventajas de un automóvil eléctrico era evitar que la gente estuviera expuesta a un líquido inflamable como la gasolina y a las interminables explosiones que se producen en un motor. No era probable que los clientes más acomodados pagaran mucho dinero por algo que todavía era más peligroso; la idea de que algún personaje rico y famoso quedase atrapado en un incendio provocado por el automóvil resultaba aterradora. «Fue uno de esos momentos en los que te caes del guindo —dice Lyons—. Entonces fue cuando espabilamos de verdad.»

Tesla formó un equipo de seis personas para resolver el problema. Las liberaron del resto de las tareas y les dieron los fondos necesarios para empezar con los experimentos. Las primeras explosiones controladas se realizaron en la sede misma de Tesla, donde los ingenieros las filmaban a cámara lenta. Cuando se impuso la prudencia, Tesla trasladó las investigaciones a un área de explosiones situada detrás de una subestación eléctrica vigilada por el departamento de bomberos. Explosión tras explosión, los ingenieros aprendieron mucho sobre el funcionamiento interno de las baterías. Aprendieron a montarlas de manera que el fuego no se propagara y crearon sistemas para detener las explosiones. Miles de baterías explotaron en el transcurso de aquellas investigaciones, pero el esfuerzo mereció la pena. Quedaba mucho por hacer, desde luego, pero Tesla estaba a punto de inventar una tecnología que lo distinguiría de sus rivales en los próximos años y que se convertiría en uno de los grandes atractivos de la compañía.

La rapidez en la construcción de dos prototipos de automóviles, junto con los avances introducidos en las baterías y otros componentes tecnológicos, hizo que la empresa ganase aplomo. Había llegado el momento de poner el sello de Tesla en el vehículo. «El plan original había sido tocar lo mínimo el diseño, siempre que el resultado lo diferenciara del Lotus —recuerda Tarpenning—. Entretanto, Elon y el resto de la junta dijeron: “Solo habrá que hacerlo una vez. Hay que enamorar al cliente, y el Lotus no sirve para eso”.»

El chasis del Elise era adecuado para los propósitos de Tesla. Pero la carrocería presentaba graves problemas de diseño y funcionalidad. La puerta del Elise estaba a palmo y medio del suelo, de modo que para entrar había que dar un salto o dejarse caer dentro, dependiendo de la flexibilidad o la dignidad de cada cual. Además, la carrocería era demasiado pequeña para acomodar el paquete de baterías y el maletero. Por otro lado, Tesla quería construirla en fibra de carbono, no en fibra de vidrio. Musk tenía mucho que decir sobre todo aquello y dejó su impronta. Quería un automóvil en el que Justine se sintiera cómoda al entrar y que en ciertos sentidos resultara práctico. Cuando asistía a las reuniones de la junta y a los debates sobre el diseño, se expresaba sin cortapisas.

Tesla contrató a varios diseñadores para que presentaran sus ideas. Después de decidirse por uno de los diseños, la compañía encargó una maqueta a escala 1:4 del vehículo en enero de 2005 y un modelo a escala real en abril del mismo año. Aquel proceso permitió de nuevo a los ejecutivos de Tesla hacerse cargo de todo lo que entrañaba la construcción de un automóvil. «Envuelven el modelo con Mylar reluciente y aspiran el aire del interior, para que veas los contornos, los brillos y las sombras», dice Tarpenning. A continuación, se partió de aquel modelo plateado para crear un diseño digital que los ingenieros podían manipular con sus ordenadores. Una empresa británica utilizó el archivo digital para crear una versión de plástico del automóvil, llamada aero buck, con el fin de realizar pruebas de aerodinámica. «Nos la enviaron en barco y la llevamos a Burning Man», dice Tarpenning en referencia al psicodélico festival artístico que se celebra anualmente en el desierto de Nevada.

Un año más tarde, después de muchos ajustes y mucho trabajo, Tesla se tomó un pequeño descanso. Corría mayo de 2006 y la empresa contaba ya con un centenar de empleados. Construyeron una versión en negro del Roadster conocida como EP1, o prototipo de ingeniería uno. «Era una forma de expresar que creíamos saber lo que íbamos a construir —afirma Tarpenning—. Podías sentirlo. Aquello era un automóvil de verdad y resultaba muy emocionante.» La llegada del EP1 proporcionó una gran excusa para mostrar a los inversores los frutos que había dado su dinero y pedir más fondos a un público más amplio. Los inversores de capital riesgo empezaron a captar el potencial de Tesla a largo plazo, y quedaron tan impresionados que pasaron por alto un pequeño detalle: los ingenieros a veces tenían que ventilar manualmente el automóvil para enfriarlo entre pruebas de conducción. Musk volvió a poner dinero sobre la mesa —doce millones de dólares—, y una serie de inversores —entre los que se contaban la firma de capital riesgo Draper Fisher Jurvetson, VantagePoint Capital Partners, JPMorgan, Compass Technology Partners, Nick Pritzker, Larry Page y Sergey Brin— contribuyeron a la ronda de financiación, con la que Tesla reunió un total de 40 millones de dólares.1

En julio de 2006, Tesla decidió contarle al mundo lo que había estado haciendo. Los ingenieros de la empresa habían construido un prototipo rojo, el EP2, además del negro, y presentaron ambos en un evento celebrado en Santa Clara. La prensa acudió en masa a la convocatoria y quedó muy satisfecha del resultado. Los Roadster, dos descapotables biplaza que pasaban de cero a cien en unos cuatro segundos, eran magníficos. «Hasta hoy —dijo Musk en el evento—, los automóviles eléctricos eran una porquería.»2

Celebridades como Arnold Schwarzenegger, por aquel entonces gobernador de California, y Michael Eisner, el exdirector general de Disney, hicieron acto de presencia, y muchas de ellas dieron paseos de prueba. Los vehículos eran tan frágiles que prácticamente solo Straubel sabía manejarlos; los intercambiaban cada cinco minutos para evitar un sobrecalentamiento. Tesla reveló que cada automóvil costaría alrededor de 90.000 dólares y tendría una autonomía de 400 kilómetros por carga. Treinta clientes habían reservado ya un modelo, incluidos Brin y Page, los cofundadores de Google, y otros multimillonarios de la industria tecnológica. Musk prometió que en tres años lanzarían un automóvil más barato, de cuatro plazas, que valdría menos de 50.000 dólares.

Más o menos por aquellas fechas, Tesla hizo su debut en el New York Times, donde le dedicaron un breve artículo. Eberhard prometió —no sin optimismo— que los envíos del Roadster empezarían a mediados de 2007 y no a comienzos de 2006, como estaba previsto en un principio, y explicó la estrategia de Tesla, consistente en lanzar primero al mercado un automóvil de gama alta y baja producción para fabricar más adelante vehículos más asequibles, a medida que los sistemas tecnológicos y la capacidad de producción fueran mejorando. Musk y Eberhard creían a pies juntillas en aquella estrategia después de haberla visto triunfar con diversos aparatos electrónicos. «En un principio, los teléfonos móviles, las neveras o los televisores en color no eran productos destinados a las masas —declaraba Eberhard—. Eran relativamente caros, pensados para las personas que podían permitírselo.» 3 Aunque la publicación de aquel artículo supuso un espaldarazo para Tesla, a Musk no le gustó que su nombre no se mencionara ni en una sola ocasión. «Tratamos de subrayar su papel, y le hablamos al reportero una y otra vez de él, pero el organigrama de la compañía no le interesaba —recuerda Tarpenning—. Elon se enfureció y se puso rojo como un tomate.»

Era comprensible que Musk deseara que la aureola de Tesla también nimbase su cabeza. El vehículo se había convertido en una cause célèbre en el ámbito del mundo del automóvil. Los vehículos eléctricos solían despertar reacciones encendidas de admiración o rechazo, y la aparición de un automóvil eléctrico que destacaba por su velocidad y su belleza avivó toda clase de pasiones. Por otro lado, Tesla había convertido Silicon Valley en una amenaza real, al menos conceptualmente, para Detroit. Un mes después del evento de Santa Mónica se celebró el Pebble Beach Concours d’Elegance, un famoso escaparate para automóviles exóticos. Tesla concitaba ya tantos comentarios que los organizadores de la exhibición habían rogado disponer de un Roadster y renunciaron a las cuotas de exhibición habituales. La compañía montó un stand, y los clientes se amontonaron por docenas para firmar cheques de 100.000 dólares y reservar un modelo. «Faltaba mucho para la creación de Kickstarter y no se nos había ocurrido la idea de recaudar dinero de esa forma —recuerda Tarpenning—. Pero entonces empezamos a recibir millones de dólares en aquella clase de eventos.» Inversores de capital riesgo, celebridades y amigos de los empleados de Tesla trataron de hacerse un hueco en la lista de espera. Algunos miembros de la élite de Silicon Valley llegaron al extremo de presentarse en las oficinas de Tesla para tratar de comprar un automóvil. Los empresarios Konstantin Othmer y Bruce Leak, que conocían a Musk desde los tiempos en que había trabajado como becario en Rocket Science Games, acudieron personalmente entre semana y terminaron dando una vuelta de prueba de casi dos horas guiados por Musk y Eberhard. «Al final nos dijimos: “Nos llevaremos uno” —rememora Othmer—. Como no estaban autorizados a vender automóviles nos hicimos miembros de su club. Nos costó cien mil dólares, pero los socios recibían un automóvil gratis.»

Cuando Tesla dejó de lado el marketing para volver a dedicarse a la investigación y el desarrollo, algunas tendencias trabajaban en su favor. Los avances informáticos habían propiciado que las empresas pequeñas pudieran competir en ocasiones con los pesos pesados de la industria. Años atrás, los fabricantes de automóviles dedicaban una flota de vehículos a las pruebas de choque. Tesla no podía permitirse ese lujo, y no tenía por qué hacerlo. El tercer prototipo del Roadster se hizo un hueco en las mismas instalaciones de pruebas de colisión utilizadas por los grandes fabricantes, que contaban con los últimos avances en cámaras de alta velocidad y otras tecnologías de la imagen. No obstante, muchas otras pruebas se encargaron a una empresa especializada en simulaciones por ordenador, lo que ahorró a la compañía tener que fabricar una flota de vehículos para realizar pruebas físicas. Asimismo, Tesla pudo disponer de las mismas pistas de resistencia, pavimentadas con adoquines, hormigón y objetos metálicos, que utilizaban los gigantes del automóvil. Las instalaciones permitían simular un desgaste de diez años y 160.000 kilómetros.

Los ingenieros de Tesla solían aplicar los métodos de Silicon Valley. En el norte de Suecia, cerca del Círculo Polar Ártico, hay una pista de pruebas de resistencia y tracción donde los automóviles se ponen a punto en grandes llanuras de hielo. Lo habitual era probar el automóvil durante tres días aproximadamente, obtener los datos y volver a la sede de la empresa para discutir durante varias semanas qué ajustes eran necesarios. El proceso completo de puesta a punto podía durar todo el invierno. Tesla, en cambio, envió con los Roadster a sus ingenieros, que analizaron los datos sobre el terreno. Cuando había algo que modificar, reescribían parte del código y volvían a enviar el automóvil al hielo. «Una marca como BMW tenía que hablar con tres o cuatro empresas que se echaban la culpa del problema unas a otras —afirma Tarpenning—. Nosotros los arreglábamos allí mismo.» Otra prueba requería que los Roadster entraran en una cámara especial de refrigeración para comprobar cómo responderían ante el frío extremo. Como Tesla no estaba dispuesta a pagar los exorbitantes costes de utilizar una de estas cámaras, los ingenieros optaron por alquilar un camión de reparto de helados con un gran remolque refrigerado. Los ingenieros se ponían parkas y trabajaban en el automóvil dentro del camión.

Cada vez que Tesla interactuaba con Detroit recibía un recordatorio de cómo la otrora gran ciudad había perdido su dinamismo. Tesla intentó arrendar una pequeña oficina en Detroit. Los costes eran muy bajos en comparación con los de Silicon Valley, pero la burocracia convirtió la operación en un calvario. El propietario del edificio exigió ver los estados financieros auditados de los últimos siete años de Tesla, que aún era una empresa privada que no cotizaba en bolsa. Después pidió dos años de alquiler por adelantado. Tesla tenía unos cincuenta millones de dólares en el banco y podría haber comprado el edificio entero. «Para cerrar un trato, en Silicon Valley basta decir que cuentas con el respaldo de un inversor de capital riesgo —dice Tarpenning—. Pero en Detroit era todo así. Recibíamos cajas de FedEx y ni siquiera eran capaces de decidir quién tenía que firmar el pedido.»

Según los ingenieros, Eberhard tomaba decisiones rápidas y tajantes durante aquellos primeros años. Tesla rara vez se quedó estancada analizando una situación durante un tiempo excesivo. La empresa escogía un plan de ataque, y cuando algo fallaba, probaba rápidamente un nuevo enfoque. Lo que comenzó a retrasar el Roadster fueron muchos de los cambios exigidos por Musk. En su empeño de que el automóvil fuese más cómodo, pidió modificaciones en los asientos y las puertas. Exigió que la carrocería fuera de fibra de carbono, y defendió la instalación de sensores electrónicos en las puertas para que el Roadster se pudiera abrir sin tirar de una manilla. Eberhard se quejaba de que aquellas peticiones ralentizaban a la empresa, una opinión que compartían muchos ingenieros. «A veces, las exigencias de Elon parecían francamente excesivas —dice Berdichevsky—. La empresa en su conjunto sentía simpatía por Martin. Siempre estaba allí y nos parecía que, con él, el automóvil saldría antes al mercado.»

A mediados de 2007, Tesla contaba ya con 260 empleados y parecía capaz de todo. Había creado a partir de cero el automóvil eléctrico más hermoso y rápido de la historia. Solo le faltaba fabricarlo en serie, pero ese paso estuvo a punto de llevarla a la quiebra.

El error más grave de los ejecutivos de Tesla en aquel entonces tuvo que ver con las hipótesis de trabajo sobre el sistema de transmisión del Roadster. El objetivo había sido siempre pasar de cero a cien kilómetros lo más rápido posible, con la esperanza de que la velocidad llamara la atención y estimulara a los posibles clientes. Para ello, los ingenieros habían decidido que la transmisión —el mecanismo que traslada la potencia del motor a las ruedas— fuera de dos velocidades. Con la primera marcha, el automóvil pasaría de cero a cien kilómetros en menos de cuatro segundos; con la segunda alcanzaría los 210 kilómetros. Para fabricar la transmisión, Tesla contrató los servicios de Xtrac, una compañía británica especializada, y tenían todos los motivos para creer que aquel sería uno de los pasos menos conflictivos del proceso. «Las transmisiones se remontan a los tiempos en que Robert Fulton construyó la máquina de vapor —afirma Bill Currie,4 un veterano ingeniero de Silicon Valley y el empleado número 86 de Tesla—. Pensamos que bastaba con encargarla. Pero la primera que nos llegó se rompió a los cuarenta segundos.» Como la transmisión inicial no podía manejar el gran salto de la primera a la segunda marcha, se desató el temor de que la segunda marcha se embragara a alta velocidad y no se sincronizara adecuadamente con el motor, lo que causaría daños catastróficos en el vehículo.

Lyons y el resto de los ingenieros trataron de solucionar el problema de inmediato. Buscaron a otro par de empresas especializadas con la esperanza de que entregaran algo utilizable al cabo de poco tiempo. Sin embargo, pronto resultó evidente que aquellos contratistas no estaban empleando a sus mejores hombres en aquel proyecto encargado por una pequeña empresa emergente de Silicon Valley, y que las nuevas transmisiones no eran mejores que las primeras. Durante las pruebas, Tesla descubrió que las transmisiones a veces se rompían al cabo de los 250 kilómetros y que la distancia promedio entre fallos era de unos 3.200 kilómetros. Cuando un equipo de Detroit realizó un análisis para encontrar la raíz del problema, descubrió que se podía deber a catorce causas distintas. Tesla pretendía entregar el Roadster en noviembre de 2007, pero los problemas de transmisión demoraron el plazo. El 1 de enero de 2008, la empresa tuvo que empezar desde cero con un tercer sistema de transmisión.

Tesla también tuvo que hacer frente a una serie de problemas en el extranjero. La empresa había decidido enviar a un equipo de sus ingenieros más jóvenes y enérgicos a Tailandia para establecer una fábrica de baterías. Para ello se asoció con un socio entusiasta aunque no totalmente capacitado. Los ingenieros viajaron convencidos de que iban a supervisar y gestionar la construcción de una fábrica de baterías de última generación. En lugar de una fábrica se encontraron con un bloque de hormigón cuyo techo estaba sostenido por unos cuantos pilares. El edificio se encontraba a tres horas de viaje al sur de Bangkok, y como solía ocurrir con la mayoría de las fábricas en aquella región increíblemente calurosa, estaba en gran parte abierta al exterior. El resto de los productos que se fabricarían en ella —calentadores, neumáticos y accesorios— podían soportar el azote de los elementos. Sin embargo, las baterías y los equipos electrónicos eran más sensibles: la humedad y el salitre los habrían deteriorado, como ya había ocurrido con algunos componentes del Falcon 1. Finalmente, el socio de Tesla pagó cerca de 75.000 dólares para poner un muro en seco, recubrir el suelo y crear salas de almacenamiento climatizadas. Los ingenieros de Tesla se pasaron las horas muertas tratando de enseñar a los trabajadores tailandeses cómo manejar la electrónica correctamente. El desarrollo de la tecnología de las baterías, que hasta entonces había avanzado a un ritmo rápido, empezó a ir a paso de tortuga.

La fábrica de baterías formaba parte de una cadena de suministro que se extendía por todo el mundo y que añadía costes y retrasos a la producción del Roadster. Los paneles de la carrocería se fabricarían en Francia, mientras que los motores vendrían de Taiwán. Tesla había previsto comprar las baterías individuales en China y enviarlas a Tailandia para convertir las piezas separadas en paquetes de baterías. Los paquetes, que se debían almacenar durante un tiempo mínimo para evitar la degradación, se enviarían por mar a Inglaterra, donde tendrían que pasar la aduana. Tesla había planeado que Lotus construyese el chasis del automóvil, instalara los paquetes de baterías y enviase el Roadster por barco, rodeando el cabo de Hornos, hasta Los Ángeles. De seguir aquel plan, Tesla habría pagado por la mayor parte del automóvil sin recibir los ingresos correspondientes hasta entre seis y nueve meses después. «La idea era llegar a Asia, hacer las cosas rápidas y baratas, y ganar dinero con el automóvil —afirma Forrest North, uno de los ingenieros enviados a Tailandia—. Descubrimos que fabricando en casa los componentes verdaderamente complicados acumulábamos menos retrasos, teníamos menos problemas y gastábamos menos dinero.» Algunos de los nuevos empleados se horrorizaron al descubrir el caos que parecía regir aquellos planes. Ryan Popple, que había pasado cuatro años en el ejército y después había obtenido un máster en administración de empresas por la Universidad de Harvard, llegó a Tesla como director de finanzas para preparar la salida a bolsa de la empresa. Después de examinar los libros, preguntó al jefe de producción y operaciones cómo pensaba exactamente fabricar el automóvil. «Me dijo: “Lanzándonos a la aventura y esperando un milagro”», recuerda Popple.

Cuando los problemas de producción llegaron a oídos de Musk, se alarmó ante la forma en que Eberhard había dirigido la empresa y pidió ayuda para abordar la situación. Uno de los inversores de Tesla era Valor Equity, una firma de inversión con sede en Chicago que se especializaba en operaciones de ajustes de producción. Atraída por la tecnología de las baterías y el sistema de propulsión, había calculado que aunque Tesla no lograra vender muchos automóviles, con el paso del tiempo los grandes fabricantes de automóviles querrían adquirir su propiedad intelectual. Para proteger su inversión envió a Tim Watkins, su director general de operaciones, que al cabo de poco tiempo llegó a algunas conclusiones terribles.

Watkins es un británico titulado en robótica industrial e ingeniería eléctrica. Es famoso en su campo por su ingenio a la hora de solucionar toda clase de problemas. Mientras trabajaba en Suiza, por ejemplo, encontró la forma de eludir las rígidas leyes laborales que limitan los horarios de los empleados: automatizó una fábrica de estampado de metales para que pudiera funcionar veinticuatro horas al día, en lugar de dieciséis. También es conocido por sujetarse la coleta con una goma negra, vestir chaqueta de cuero negro y llevar una riñonera negra siempre consigo. La riñonera contiene su pasaporte, un talonario de cheques, tapones para los oídos, protector solar y comida, entre otras cosas. «Guarda todo lo que necesito para sobrevivir —dice Watkins—. Si me separo tres metros de ella, la echo en falta.» Pese a sus pequeñas excentricidades, Watkins trabajó meticulosamente durante varias semanas, hablando con los empleados y analizando cada elemento de la cadena de suministro de Tesla para averiguar cuánto costaría fabricar el Roadster.

Tesla había hecho un buen trabajo a la hora de controlar los salarios de los empleados. Contrataba a chicos recién salidos de Stanford por 45.000 dólares en lugar de a profesionales con experiencia que probablemente no querrían trabajar tan duramente por 120.000 dólares. Pero en lo que respecta a los equipos y materiales, Tesla era un verdadero espanto. A nadie le gustaba utilizar el programa que hacía el seguimiento de la lista de materiales, así que no lo utilizaba todo el mundo, y quienes se decidían a hacerlo solían cometer errores de peso. Partían de lo que valía un componente de los prototipos y después hacían una estimación del descuento que esperaban obtener comprándolo al por mayor, en lugar de negociar un precio viable. En cierto momento, el programa indicaba que cada Roadster debería costar alrededor de 68.000 dólares, con lo que Tesla obtendría un beneficio aproximado de 30.000 dólares por vehículo. Aunque todo el mundo sabía que las cuentas no estaban bien, se las enviaron al consejo de administración.

Hacia mediados de 2007, Watkins presentó su informe a Musk. A este no le cabía duda de que el precio de producción sería elevado, pero confiaba en que disminuiría significativamente a medida que Tesla afinara el proceso de fabricación e incrementase las ventas. «Entonces Tim me dio la horrible noticia», dice Musk. Fabricar cada Roadster rondaría los 200.000 dólares, mientras que Tesla planeaba venderlo por unos 85.000. «Incluso cuando la producción estuviera a pleno rendimiento, la cifra no habría bajado de unos 170.000 dólares —afirma Musk—. Por supuesto, tampoco es que importara mucho, porque aproximadamente un tercio de los putos autos sencillamente no funcionaba.»

Eberhard intentó salir de aquel aprieto. Asistió a una charla en la que John Doerr, famoso inversor de capital riesgo que había apostado fuerte por las empresas de tecnología limpia, dijo que iba a dedicar su tiempo y su dinero a tratar de salvar a la Tierra del calentamiento global porque se lo debía a sus hijos. Eberhard volvió de inmediato al edificio de Tesla y pronunció un discurso similar ante unas cien personas. Proyectó una foto de su hija sobre la pared del taller central y les preguntó a los ingenieros por qué había puesto aquella foto. Uno de ellos contestó que era porque la gente como su hija conduciría el automóvil. «No —respondió Eberhard—. Estamos construyendo este vehículo porque, cuando ella pueda conducir, los autos no tendrán nada que ver con los de hoy, lo mismo que vosotros no pensáis que un teléfono sea un aparato que tiene un cable y está colgado en la pared. Tenemos el futuro en nuestras manos.» A continuación, Eberhard dio las gracias a algunos de los ingenieros más importantes para la empresa y reconoció sus esfuerzos. Muchos de ellos se habían pasado innumerables noches en vela y las palabras de Eberhard fueron como un bálsamo. «Estábamos exhaustos —recuerda David Vespremi, exportavoz de Tesla—. Luego llegó aquel sentido discurso en que se nos recordó que la construcción del Roadster no tenía que ver con salir a bolsa o con venderlo a un montón de ricachones, sino con transformar la idea de lo que era un automóvil.»

Sin embargo, todo aquello no bastó para superar el sentimiento que compartían muchos ingenieros de Tesla de que Eberhard lo había dado ya todo de sí como director general. Los veteranos de la empresa siempre habían admirado sus dotes para la ingeniería y no dejaron de hacerlo. De hecho, Eberhard había convertido a Tesla en un santuario ingenieril. Lamentablemente, otros departamentos de la empresa no habían estado bien atendidos, y la capacidad de Eberhard para que la compañía pasara a la fase de producción despertaba dudas. El disparatado coste del automóvil, los problemas con la transmisión y la ineficacia de los proveedores estaban paralizando Tesla. Y, cuando la empresa comenzó a incumplir las fechas de entrega, muchos de sus entusiastas clientes, que habían desembolsado grandes sumas de dinero, se volvieron en su contra. «La señal de advertencia estaba clara —afirma Lyons—. Poner en pie una empresa no es lo mismo que dirigirla a largo plazo. Pero cuando se da una situación así, las cosas se ponen feas.»

Eberhard y Musk se habían enfrentado durante años por algunos aspectos del diseño. Por lo demás, se llevaban bastante bien. A ninguno le gustaban las tonterías. E indudablemente compartían muchas ideas sobre la tecnología de las baterías y lo que podría aportar al mundo. Sin embargo, su relación no sobreviviría a las cifras de los costes del Roadster que Watkins había desvelado. A juicio de Musk, Eberhard había administrado rematadamente mal la empresa al permitir que las piezas tuvieran un coste tan elevado; además, no había informado a la junta directiva de la gravedad de la situación. Mientras estaba de camino para dar una charla en el Motor Press Guild en Los Ángeles, Eberhard recibió una llamada de Musk. Tras una breve y desagradable conversación, tuvo claro que lo iban a reemplazar como director general.

En agosto de 2007, Tesla destituyó a Eberhard y lo nombró director del departamento de tecnología, lo que únicamente exacerbó los problemas de la empresa. «Martin estaba furioso y nos ocasionaba trastornos —afirma Straubel—. Lo recuerdo paseándose arriba y abajo por su despacho mostrando su descontento en un momento en que tratábamos de terminar el automóvil, sin apenas dinero y pendientes de un hilo.» La perspectiva de Eberhard era muy distinta. A él le habían impuesto una aplicación informática que funcionaba mal y no facilitaba el cálculo preciso de los costes. Los retrasos en la construcción y el incremento de los costes se debían en parte a las exigencias de otros miembros del equipo directivo; la junta había estado debidamente informada de todos los problemas. Además, la situación no era tan mala como decía Watkins. Las empresas emergentes de Silicon Valley se regían por sus propios métodos. «Valor Equity estaba acostumbrada a tratar con firmas tradicionales —asegura Eberhard—. El caos típico de una empresa emergente los desconcertaba.» Por último, Eberhard había pedido a la junta en repetidas ocasiones que lo sustituyera como director general y nombrara a una persona con más experiencia en la manufactura.

Pasaron algunos meses, pero Eberhard seguía enfadado. A muchos empleados de Tesla les parecía que estaban en medio de un divorcio y que tenían que elegir si se quedaban con papá o con mamá. Para diciembre, la situación era insostenible, así que Eberhard dejó la empresa. En un comunicado público, Tesla informó de que le habían ofrecido un puesto en su consejo de asesores. Eberhard lo negó. «He abandonado Tesla Motors. No formo parte ni de la junta ni del personal —declaró en su comunicado de respuesta—. No me gusta cómo me han tratado.» Musk envió una nota a un periódico de Silicon Valley: «Lamento que hayamos llegado a esta situación y desearía que no hubiera sido así. No ha sido una cuestión de diferencias personales: la junta adoptó de forma unánime la decisión de ofrecer a Martin un papel como asesor. Tesla tiene problemas operativos que hay que resolver, y si la junta hubiera pensado que Martin podía contribuir a solucionarlos, seguiría formando parte de la empresa».5 Aquel cruce de declaraciones fue el inicio de una guerra pública que duraría años y que en muchos aspectos aún no ha terminado.

Conforme avanzaba 2007 se agravaban los problemas de Tesla. La carrocería de fibra de carbono, en principio tan prometedora, dio unos problemas terribles a la hora de pintarla, y Tesla hubo de recurrir a varias empresas antes de encontrar una que hiciera bien el trabajo. Los paquetes de baterías no funcionaban como era debido. El motor fallaba de vez en cuando. Las piezas de la carrocería estaban visiblemente mal ajustadas. Además, la empresa tenía que afrontar el hecho de que la transmisión de dos velocidades no era viable. Para que el Roadster pasara de cero a cien kilómetros por hora en cuatro segundos con una transmisión de una sola velocidad, los ingenieros de Tesla tuvieron que volver a diseñar el motor y el inversor del vehículo y aligerar un poco el peso. «Prácticamente tuvimos que empezar desde cero —recuerda Musk—. Fue terrible.»

Tras la destitución de Eberhard como director general, el consejo de Tesla nombró a Michael Marks jefe provisional. Marks había estado el frente de Flextronics, un gigante de los productos electrónicos, y contaba con una gran experiencia en lo tocante a cuestiones logísticas y procesos de fabricación complejos. Lo primero que hizo fue indagar entre distintos grupos de la empresa para determinar qué problemas los acuciaban y priorizar los retos que había que afrontar para producir el Roadster. Además implantó una serie de normas básicas, como asegurarse de que todo el mundo acudía a trabajar a la misma hora para establecer unas bases de productividad, tarea complicada en Silicon Valley, donde se acostumbraba a trabajar en cualquier sitio y en cualquier momento. Estos pasos formaban parte del plan de Marks, recogido en una lista de diez puntos y concebido para materializarse en cien días. Como parte de ese plan había que solventar todos los problemas en los paquetes de baterías, lograr que la separación entre las piezas de la carrocería no superase los 40 mm y asegurarse cierto número de pedidos. «Martin se había venido abajo y carecía de la disciplina que ha de tener un buen gestor —afirma Straubel—. Michael evaluó la situación y se dejó de pamplinas. Como no era parte interesada, podía decir: “Me importa un bledo lo que pienses. Esto es lo que hay que hacer”.» La estrategia de Marks funcionó durante cierto tiempo, y los ingenieros de Tesla pudieron desentenderse de las luchas por el poder para volver a centrarse en el Roadster. Sin embargo, llegó un momento en que los planes de Marks empezaron a tomar un rumbo diferente a los de Musk.

Para aquel entonces, Tesla se había trasladado a un recinto más amplio, en el 1.050 de Bing Street, en San Carlos. La nueva sede le permitió volver a fabricar las baterías en Estados Unidos y encargarse de parte de la construcción del Roadster, aliviando los problemas relacionados con la cadena de suministros. La firma iba madurando como empresa automovilística, aunque su vena rompedora seguía intacta. Mientras se paseaba un día por la fábrica, Marks vio un Smart de Daimler en un montacargas. Musk y Straubel tenían un pequeño proyecto paralelo: comprobar lo que daría de sí el Smart convertido en vehículo eléctrico. «Michael no tenía la menor idea de aquello, así que preguntó: “Pero ¿quién es el director general?”», recuerda Lyons. (El proyecto con el Smart hizo que Daimler acabara adquiriendo un 10 % de Tesla.)

Marks se inclinaba por convertir a Tesla en un activo que pudiera venderse a una empresa automovilística más grande. Era un plan perfectamente razonable. Mientras dirigía Flextronics, había supervisado una vasta cadena de montaje, diseminada por todo el planeta, y conocía de primera mano las dificultades que el proceso planteaba. En aquel momento, Tesla debía de parecerle una empresa desquiciada para la que no existía remedio alguno. La compañía era incapaz de fabricar su único producto, tenía enormes pérdidas y no había cumplido con los plazos de entrega, pese a lo cual sus ingenieros seguían embarcándose en otros proyectos. Lo más racional era aderezarla para presentarla ante posibles pretendientes.

En casi cualquier otra empresa, a Marks le habrían dado las gracias por su decisivo plan de acción y por salvar a los inversores de unas enormes pérdidas. Pero Musk no estaba interesado en adornar los activos de Tesla para ofrecerlos al mejor postor. Había fundado la empresa para hacer mella en la industria automovilística y forzar a la gente a reflexionar sobre los automóviles eléctricos. En lugar de «pivotar» hacia una nueva idea o un nuevo plan, como era costumbre en Silicon Valley, quería profundizar en lo que ya había logrado. «El producto estaba fuera de plazos, el presupuesto se había desbordado y todo había salido mal, pero Elon no quería ni oír hablar de planes para vender la empresa o para buscar un socio que le despojara del control —afirma Straubel—. Así que decidió doblar la apuesta.»

El 3 de diciembre de 2007, Ze’ev Drori reemplazó a Marks como director general de Tesla. Drori procedía de Silicon Valley, donde había fundado una empresa que fabricaba memorias para ordenador y que había vendido a Advanced Micro Devices, una compañía dedicada a la fabricación de chips. Drori no era la primera opción de Musk —un candidato de máximo nivel había rechazado el puesto porque no quería trasladarse a la costa oeste— y su elección no despertó un gran entusiasmo en los empleados de Tesla. Se llevaba casi quince años con los trabajadores más jóvenes y no tenía conexión alguna con aquel grupo unido por el sufrimiento y el esfuerzo. Se lo llegó a considerar un ejecutor de los deseos de Musk más que un director general realmente autónomo.

Musk empezó a prodigar los gestos públicos para mitigar la mala imagen de la empresa. Publicaba comunicados y concedía entrevistas en las que prometía que el Roadster estaría en el mercado a comienzos de 2008. Empezó a hablar de un vehículo al que llamó WhiteStar —el Roadster había recibido el nombre en clave de DarkStar—, una berlina que se vendería a un precio aproximado de 50.000 dólares, y de una nueva factoría para fabricarlo. «A raíz de los recientes cambios en la dirección de la empresa, hay que aclarar algunas cosas sobre los planes de Tesla Motors —escribió Musk en un blog—. A corto plazo, el mensaje no puede ser más sencillo: el próximo año sacaremos al mercado un gran automóvil deportivo que hará las delicias de los conductores […] Mi automóvil, con el número uno de identificación, acaba de fabricarse en el Reino Unido, y se están haciendo los últimos preparativos para importarlo.» Tesla celebró una serie de reuniones con clientes para hablar a las claras sobre sus problemas y empezó a construir algunos expositores para su vehículo. Vince Sollitto, antiguo ejecutivo de PayPal, visitó el expositor de Menlo Park. Allí vio a Musk lamentarse de la mala prensa de la empresa, pero también apreció la confianza que tenía en el producto que estaba construyendo. «La cara le cambió en cuanto nos enseñó el motor», recuerda Sollitto. Enfundado en pantalones y chaqueta de cuero, Musk empezó a hablar sobre las características del motor y a continuación ofreció un espectáculo digno de un forzudo de feria, levantando a la vista de todo el mundo aquel aparato metálico de unos cuarenta y cinco kilos de peso. «Lo cogió y lo sostuvo entre las manos —recuerda Sollitto—. Temblaba y la frente empezó a sudarle. No fue una exhibición de fuerza sino una demostración física de la belleza del producto.» Aunque los clientes solían quejarse de los retrasos, parecían advertir la pasión de Musk y compartían su entusiasmo. Solo unos cuantos pidieron que les devolvieran el anticipo.

Los empleados de Tesla no tardaron en descubrir al mismo Musk que los empleados de SpaceX conocían desde hacía años. Cuando se presentó un problema como el de los paneles de la carrocería, Musk se encargó de resolverlo en persona. Viajó a Inglaterra en su jet para conseguir algunas herramientas y las llevó directamente a una fábrica en Francia para asegurarse de que el ritmo de producción del Roadster no sufriera retraso alguno. Atrás quedaron también los días en que los costes de producción eran objeto de debate. «Elon se puso furioso y dijo que íbamos a cumplir con aquel estricto programa de reducción de costes —rememora Popple—. Trabajaríamos los fines de semana y dormiríamos debajo del escritorio hasta que cumpliéramos los objetivos. Alguien le contestó que la gente había trabajado al máximo para fabricar el automóvil, y que ahora necesitaba descansar y pasar más tiempo con la familia. “Va a ver muchísimo a su familia cuando nos vayamos a pique”, le contestó Elon. Me quedé pasmado, pero capté el mensaje. Me había criado en un entorno militar y sabía que lo primero es cumplir con tu tarea.» Los empleados tenían que reunirse los jueves a las siete de la mañana para actualizar la lista de materiales. Debían saber el precio de todos los componentes y presentar un plan convincente para abaratarlos. Si el motor costaba 6.500 dólares a finales de diciembre, Musk quería que costase 3.800 en abril. Los costes se presentaban y analizaban mes a mes. «Si empezabas a flaquear, pagabas las consecuencias —afirma Popple—. Todo el mundo se daba cuenta, y la gente que no estaba a la altura perdía su trabajo. La cabeza de Elon es como una calculadora. Si introduces un número erróneo, lo descubre. No se le escapa ni una.» A Popple el estilo de Musk le parecía agresivo, pero apreciaba su capacidad para escuchar un argumento bien planteado y para cambiar de opinión si se le daban buenas razones. «A algunos les parece demasiado duro, feroz y tiránico —dice Popple—. Pero eran tiempos difíciles, y las personas más cercanas a la realidad productiva de la empresa lo sabíamos. Me gustaba que no dorase la píldora.»

En el frente del marketing, Musk hacía búsquedas diarias en Google rastreando nuevas historias sobre Tesla. Si encontraba alguna historia negativa, ordenaba a alguien que «lo arreglara», pese a que el departamento de relaciones públicas no podía hacer gran cosa para disuadir a los reporteros. Un empleado se perdió un acto para asistir al nacimiento de su hijo. Musk le envió un correo en el que le decía: «No hay excusas. Estoy muy decepcionado. Decide cuáles son tus prioridades. Estamos cambiando el mundo y la historia. O te comprometes o no te comprometes».6

Se despidió a los empleados del departamento de marketing que cometían faltas de ortografía en los correos electrónicos y a toda la gente que no había logrado nada «extraordinario» en los últimos tiempos. «A veces puede ser muy intimidante, pero él no se da cuenta —dice un antiguo ejecutivo de la empresa—. Antes de las reuniones hacíamos apuestas sobre quién sería el objeto de su cólera. Si le decías que habías adoptado determinada opción porque era “la forma habitual de hacer las cosas”, te echaba al momento de la sala, diciendo: “No quiero volver a oír esa puta frase. Tenemos ante nosotros una tarea muy exigente y no voy a tolerar que las cosas se hagan a medias”. Primero te machaca y, si sobrevives, decide si puede confiar en ti. Le tiene que quedar claro que estás tan pirado como él.» Aquel espíritu caló en toda la empresa, y todo el mundo comprendió rápidamente que Musk no admitía excusas.

Straubel agradeció la intervención de Musk y el nivel en el que situó el listón, aunque él mismo fuera objeto de algunas de sus críticas más despiadadas. Durante los cinco años que habían transcurrido desde su llegada a la empresa, Straubel había trabajado sin descanso, pero se lo había pasado en grande. Ya no era un ingeniero capacitado que caminaba en silencio por la fábrica con la cabeza gacha, sino el miembro más importante del equipo técnico. Sabía más sobre baterías y transmisión que ningún otro empleado. Además, empezó a asumir el papel de intermediario entre sus colegas y Musk. Su talento como ingeniero y su ética del trabajo le granjearon el respeto del jefe; nadie mejor que él para comunicarle las peores noticias. Como en los años que seguirían, Straubel también demostró su capacidad para dejar su ego en la puerta. El Roadster y la berlina tenían que llegar al mercado para popularizar los automóviles eléctricos. Eso era lo único importante y Musk parecía el mejor candidato para lograrlo.

Otros empleados también habían disfrutado del reto de superar todos los problemas tecnológicos surgidos durante los últimos cinco años, pero estaban totalmente quemados. Wright no tenía la menor duda de que el gran público jamás aceptaría un automóvil eléctrico, así que se marchó y fundó su propia empresa, dedicada a construir versiones eléctricas de camiones de reparto. El joven Berdichevsky, capaz de resolver toda clase de cuestiones de ingeniería, había sido una figura crucial durante gran parte de la existencia de Tesla. Ahora que la empresa contaba con unos trescientos empleados, le parecía que su presencia era menos necesaria y no le hacía ilusión la idea de sufrir durante otros cinco años para introducir la berlina en el mercado, así que se marchó de Tesla, obtuvo un par de títulos en Stanford y cofundó una empresa en la que fabricó una revolucionaria batería que poco después se emplearía en los automóviles eléctricos. Con Eberhard fuera, Tarpenning ya no estaba tan a gusto en Tesla. No compartía las opiniones de Drori ni le seducía la idea de dejarse la piel por la berlina. Lyons se quedó más tiempo, lo que no deja de ser un milagro. En diversos momentos había estado al frente del desarrollo de la tecnología más básica del Roadster, incluidos los paquetes de baterías, el motor, la electrónica del motor y —cómo no— la transmisión. Eso significaba que durante unos cinco años había estado entre los empleados más capaces de Tesla, y al mismo tiempo se había visto constantemente fustigado por no cumplir con los plazos exigidos y retrasar a toda la compañía. Había sufrido algunas de las peores diatribas de Musk, dirigidas contra él o contra los proveedores, en las que este hablaba de cortar pelotas y de otras lindezas por el estilo. Había visto a un Musk exhausto y estresado escupir el café sobre una mesa de reuniones porque se había quedado frío y, a renglón seguido, exigir a los empleados que trabajaran con más ahínco, fueran más productivos y dieran menos problemas. Como tantos otros testigos de aquella clase de reacciones, Lyons no se engañaba sobre la auténtica personalidad de Musk, pero le profesaba el máximo respeto por sus ideas ambiciosas y por su determinación para hacerlas realidad. «Trabajar en Tesla era como ser Kurtz en Apocalypse Now —dice Lyons—. Da igual el método. Lo importante es cumplir con tu trabajo. Elon lo lleva metido en la sangre. Escucha, formula preguntas atinadas, es rápido de reflejos y llega al fondo de la cuestión.»

Tesla sobrevivió a aquella pérdida de algunos de los empleados más antiguos. Gracias al atractivo de su marca empresarial siguió reclutando a talentos de primer orden, incluidas personas procedentes de grandes compañías automovilísticas que supieron resolver los problemas con que se había topado el Roadster. Sin embargo, el mayor problema de Tesla nada tenía que ver con la entrega de sus empleados, la ingeniería o la mercadotecnia. A finales de 2007, la empresa se estaba quedando sin dinero. Desarrollar el Roadster había costado unos 140 millones de dólares, una cantidad muy superior a los 25 millones de dólares previstos en el plan de negocio de 2004. En circunstancias normales cabría pensar que todos los esfuerzos de Tesla le habrían procurado más fondos. Sin embargo, corrían tiempos convulsos. Las grandes firmas automovilísticas de Estados Unidos luchaban para no caer en quiebra mientras afrontaban la peor crisis económica desde la Gran Depresión. En medio de aquel panorama, Musk tenía que convencer a los inversores de Tesla para que aportaran varias decenas más de millones de dólares, y los inversores tenían que acudir a sus financiadores para explicarles que la operación tenía sentido. Como ha dicho Musk: «Imagínate que tienes que explicar que estás invirtiendo en una empresa de automóviles eléctricos, y todo lo que se publica sobre ella indica que no funciona, que parece condenada al fracaso, que vivimos una recesión y que nadie se compra un automóvil». Todo lo que Musk tenía que hacer para sacar a Tesla de aquel atolladero era perder hasta el último centavo de su fortuna y ponerse al borde de sufrir un colapso.