12. SÍ NO

Tras la disolución de dadá en París, y con muchos dadaístas alemanes ahora en las filas del constructivismo, ya parecía quedar poco de le mouvement, salvo recuerdos de sus principales figuras y brotes intermitentes en lugares remotos donde el espíritu dadaísta penetró tardíamente. La llegada de «Anti-Dadá-Merz» a Praga, de la mano de Kurt Schwitters y Raoul Hausmann, pareció indicar que el movimiento tendría una segunda vida, con nuevas alianzas y un reposicionamiento cauteloso, como confirma, por ejemplo, la «coalición» Schwitters-Hausmann; por otro lado, la iniciativa de Theo van Doesburg imprimió otro giro a la historia del dadaísmo. El holandés, que se moría por entrar en el circuito dadá, sólo quería encontrar una manera de soltar a I. K. Bonset sin poner en peligro su papel de líder de De Stijl. Los primeros pasos fueron vacilantes, pero tuvieron consecuencias.

A raíz del convulso Congreso de Düsseldorf, el de los llamados artistas progresistas, a fines de septiembre de 1922 Van Doesburg organizó en Weimar algo parecido a una segunda parte. Para desconcierto de algunos asistentes, los representantes de dadá fueron Tristan Tzara y Hans Arp. Por si fuera poco, la organización invitó a Tzara a que pronunciara una conferencia sobre dadaísmo, y el rumano lo hizo con el ingenio incomparable que cabía esperar de un veterano como él, curtido desde 1916 en el arte de meterse al público en el bolsillo.

Tzara empezó su conferencia diciendo que ser dadaísta equivalía a ser leproso, y luego hizo esta desarmante revelación: «El primero que presentó su dimisión de dadá fui yo.» Seguidamente, se refirió a lo extraño que resultaba que lo hubieran invitado a esa asamblea, pero confesó que no tenía intención alguna de explicar qué era dadá. «Explíquenme ustedes por qué existen», dijo, dando la espalda al público. También se explayó sobre un punto que para él era básico, a saber, que dadá no podía separarse de la vida, pues fomentaba la diversidad y la intensidad como valores inherentes a la vida. «Lo que ahora queremos es espontaneidad», recalcó, pero también parecía estar haciendo un llamamiento a la orientación constructivista: «Dadá lo reduce todo a la simplicidad de los orígenes.» Anteriormente, y en otros contextos, había dicho imbecilidad en lugar de simplicidad. Era un tema que él solía ampliar con una referencia a la indiferencia budista, prueba, en su opinión, de que «dadá no es en absoluto moderno».

Tzara dejó lo mejor para el final, y las últimas líneas de la conferencia de Weimar constituyen uno de los momentos más inspirados en los anales de dadá.

Dadá es un estado de ánimo. Por esa razón se transforma según las razas y los acontecimientos. Dadá se aplica a todo, y, sin embargo, no es nada, es el punto donde el sí y el no y todos los opuestos se encuentran, no solemnemente, en los castillos de las filosofías humanas, sino simplemente en las esquinas, como los perros y los saltamontes. Como todo en esta vida, dadá es inútil.

Dadá no tiene pretensiones; la vida tampoco debería tenerlas.

Es posible que me comprendan mejor si digo que dadá es un mi- crobio virgen, que penetra con la insistencia del aire en todos los espacios que la razón no ha sabido llenar con palabras y convenciones.

Los constructivistas, defensores incondicionales de la aplicación del arte a la mejora del bienestar social, tuvieron, en el encuentro casual del perro y el saltamontes, un vívido recordatorio de las exigencias de la vida en la tierra, entendida como territorio no contaminado por la jerga y los escollos de la razón humana. Al parecer, para los subordinados de la vida, la única ayuda era un microbe vierge.

Tzara pronunció la conferencia en francés, lengua que algunos asistentes no comprendían; eran muchos ya los que tenían que arreglárselas como podían con el alemán, pues procedían de Rusia, Holanda o Hungría. László Moholy-Nagy era uno de los que no sabían francés, y ni él ni Lissitzky pudieron seguir la charla de Tzara. En cualquier caso, el mayor desasosiego era la mera presencia de ese dadaísta. Si lo hubieran sabido, podrían haber aprobado el punto de vista que Tzara manifestó en el Almanaque Dadá cuando dijo: «Después de esta carnicería, nos queda la esperanza de una humanidad purificada.» Más tarde, Moholy-Nagy contó lo molesto que fue, para él y sus compañeros, tener que vérselas con los dadaístas en un encuentro supuestamente constructivista. Se quejaron al organizador, pero, como dijo MoholyNagy, Van Doesburg tenía «una personalidad muy fuerte [...]. Aplacó los ánimos y, aun a costa de la consternación de los más jóvenes» –más puristas–, «acabaron aceptando a los invitados. Por su parte, los constructivistas puros fueron retirándose poco a poco y dejaron que el congreso se convirtiera en un número dadaísta».

En una famosa foto del congreso de Weimar se ve a los dadaístas, en primer plano y en el centro, en actitud, diríase, deportiva. La fotografía es una ventana impagable a la vacilante alianza entre dadá y el constructivismo; en ese momento, fueron pocos los que la vieron venir. El grupo parece a punto de representar una parodia de coronación dadá en los escalones del Hotel Fürstenhof, donde se celebró el congreso. En el centro, Van Doesburg luce un traje muy elegante, camisa negra y corbata blanca. El holandés se enorgullecía de vestir siempre a la última moda: «La ropa moderna es, sobre todo, ropa deportiva», le dijo a un amigo; exactamente lo que se requería para la «atmósfera eléctrica de la gran ciudad». En la cabeza, una corona improvisada con el último número de De Stijl (que cuando se mudó a Weimar empezó a publicarse en formato horizontal; de ahí que pudiera enrollar la revista y coronarse con ella). Nelly (Petronella van Moorsel), su mujer, tiende la mano a Tzara con gesto majestuoso, y el rumano, con su infaltable monóculo, se inclina como para besársela. Otro participante grita o susurra algo por un cucurucho de papel que llega hasta el oído de Tzara. En la parte inferior de la fotografía se ve a Hans Richter, tumbado de espaldas en el suelo y aprisionado por el bastón que Werner Graeff le clava en el pecho; Richter lo coge por el tobillo (Graeff era asistente de redacción en G, la revista de Richter). Casi todos los demás parecen estar pasándoselo en grande: Arp con una sonrisa de oreja a oreja, feliz después de haber agasajado a los congresistas con poemas de La bomba de nubes; Lissitzky, un poco más atrás, con su inseparable pipa en la boca, contempla las payasadas con una mezcla de indulgencia y desconcierto; el escritor húngaro Alfred Kemény también sonríe. Al fondo, Moholy-Nagy no parece encontrarse muy a gusto.

Muchos de ellos ya se habían fotografiado en el Congreso de Düsseldorf en poses parecidas. En una de ellas, el grupo –Graeff, Richter, Marcel Janco, Lissitzky, Van Doesburg y Hausmann, entre otros– aparece debajo de una escalera de mano colocada horizontalmente, como un arnés, encima de la cabeza. Schwitters aparece en otras fotos del encuentro de Weimar, una cabeza más alto que Tzara y Lissitzky.

El artista de Hannover sabía salir a escena. A Richter, que hasta entonces no lo conocía, le sorprendió verlo entrar con tanto desparpajo y dando grandes zancadas en una sala literalmente abarrotada de artistas; sin decir una palabra, Schwitters sacó una tarjeta con la letra W y empezó a pronunciarla, entonarla, tararearla y decirla de cien maneras distintas haciendo gala de una elasticidad fonética asombrosa. Y así durante cinco minutos. «Nunca he visto una combinación así de desinhibición absoluta y sentido comercial», dijo Richter, admirado; era «pura imaginación desbocada y talento para la publicidad». Moholy-Nagy fue presa del mismo asombro. «Empezó a recitarla despacio y luego fue alzando la voz», recordó el húngaro. «La consonante pasó de ser un susurro a imitar el ulular de una sirena, hasta que al final Schwitters soltó un ladrido en un tono increíblemente alto. Ésa fue su respuesta», advirtió Moholy-Nagy, a la escuela de «poesía del “arroyo susurrante”». Con su manera entre antojadiza y hábil de no dejar escapar una sola oportunidad, Schwitters invitó a algunos de los presentes a Hannover, para una velada organizada impulsivamente en la Galería Garvens unos días más tarde. No obstante, aún faltaba otra aparición en clave dadá en la cercana ciudad de Jena, donde Van Doesburg, un poco nervioso, dio una charla, Nelly tocó el piano y Schwitters se burló del público soltando varias docenas de ratones.

Congreso Constructivista, Weimar, 1922.

Hans Richter en el suelo; Tristan Tzara coge de la mano a Nelly van Doesburg; detrás de ellos, Theo van Doesburg con un número de De Stijl por sombrero; directamente encima del sombrero, El Lissitzky, con pipa; Hans Arp a la derecha; László Moholy-Nagy, a la derecha en penúltima fila.

Bauhaus-Archiv, Berlín.

En 1922, cuando en París se oyeron los últimos estertores de dadá, todos lo dieron ya por muerto y enterrado. A fin de cuentas, hacía tiempo que se había disuelto en Zúrich el grupo fundador, el Club Dada de Berlín desapareció tras la clausura de la DadaMesse en 1920 y, en Nueva York, cualquier cosa que se hubiera parecido a dadá nunca se integró oficialmente en el movimiento. No obstante, todas las migraciones llevaron el microbio virgen a otra parte. Ernst y Tzara terminaron en París, junto a Duchamp, Picabia y Man Ray, y si el mouvement dada se derrumbó en tan imponente capital, no fue exactamente por falta de recursos.

En consecuencia, no es erróneo afirmar que dadá persistió en su subrogado más puro, el imparable Merz de Kurt Schwitters, que trabó una fructífera amistad con Raoul Hausmann y Hannah Höch; además, sus contactos, que incluían desde Max Ernst en Colonia hasta Sophie Taeuber en Zúrich, fortalecieron su idea de estar llevando a cabo una misión. Es posible que Schwitters no estuviese nunca en dadá, pero no se puede negar que fue de dadá, y cuando la chispa se apagó en otros lugares, el dadaísmo parecía más seguro en sus cuidadosas manos. Cuando llegaron MoholyNagy y Lissitzky, que se beneficiaron de su amistad y disfrutaron de su extraordinaria creatividad, Merz parecía una máscara de Mardi Gras sobre el semblante de dadá.

Van Doesburg anhelaba arrojarles el dadaísmo a la cara a sus compatriotas holandeses, como si fuese un trapo nauseabundo, cosa que, después del Congreso de Weimar, por primera vez pareció una posibilidad real y práctica. Las presentaciones de DadáMerz en Weimar, Jena y Hannover fueron tan estimulantes para Van Doesburg, que se dispuso de inmediato a organizar una gira dadaísta por Holanda. Por desgracia, Tzara, Ribemont-Dessaignes, Arp y Hausmann declinaron la invitación, pero Schwitters se apuntó. En Jena, después de Weimar, el trío Theo-Nelly-Kurt ya había ensayado algo parecido a un repertorio. Vilmar Huszár, el aliado de Van Doesburg en De Stijl, le recordó al director los desafíos que les esperaban: «Hay que preparar a los dadaístas para un público frío y comedido; sólo así podrán maltratarlo de verdad y hacerle perder la compostura.»

El público... Si ni siquiera se había comprendido bien a dadá en las ciudades donde más había prendido, como París y Berlín, no sólo por la táctica de difundir información falsa que empleaban los dadaístas, sino por la cobertura de prensa, extensa y mal informada a la vez. Empezando por las hábiles intervenciones de Tzara y Arp en periódicos suizos, dadá había sacado partido de la quiebra del periodismo, considerado, hacia finales de la Primera Guerra Mundial, una empresa inmoral de orientación claramente bélica, sinónimo de franjas de ignorancia en toda Europa, a las que de vez en cuando llegaba una racha de información, aunque errónea. Por lo general, dadá seguía siendo un rumor que circulaba al otro lado del horizonte.

A Holanda no habían llegado noticias de su existencia, e incluso los que aspiraban a formar parte de la vanguardia tenían sólo una vaga idea de lo que era dadá. En diciembre de 1919, el poeta belga Clément Pansaers escribió a Tzara para presentarse como adepto al movimiento, que para él entraba dentro de le mouvement Apollinaire. Tenía la impresión de que Jean Cocteau y Pierre Albert-Birot eran dadaístas, aun siendo dos nombres que en presencia de Breton no se podían ni mencionar sin un sonoro rechazo del futuro «pope del surrealismo». En una fecha tan tardía como noviembre de 1921, Pansaers publicó un artículo en que afirmaba que dadá era «compatible con lo que suele considerarse simbolismo y cubismo», una caracterización tan equivocada como decir que dadá era una liga ciudadana para la protección de la moral pública.

No obstante, Pansaers no iba encaminado en lo tocante al aspecto de dadá como elección personal. «Me hice dadaísta hacia 1916, cuando aún no se había inventado el término dadá, igual que John Rodker se hizo dadaísta en Inglaterra durante la guerra y Ezra Pound en los Estados Unidos. Y del mismo modo también en que otros se hicieron dadaístas sin saberlo y sin la menor influencia externa.» Haciendo gala de no poca sagacidad, señaló que el impulso dadaísta podía encontrarse ya en Alfred Jarry, el fundador de la patafísica, la «ciencia de las soluciones imaginarias». Es evidente que a esas alturas Pansaers ya había leído más de un folleto dadaísta, por los que probablemente se enteró del carácter general de una «teoría de la destrucción» que se abría precariamente en abanico a partir de la idea de «destrucción mediante la construcción». En ese momento, sus colegas belgas veían en él a un dadaísta, aunque dadá pudiera tomarse equivocadamente por «la cumbre más alta del sentimiento poético moderno». Pansaers publicaba poemas como «Foxtrot», impresos en una tipografía literalmente mareante que pretendía imitar visualmente los bailes de moda, de cuño jazzístico, que, en efecto, algo tenían que ver con dadá.

En realidad, Pansaers contactó por primera vez con dadá en 1918; fue en Berlín, y por mediación del escritor alemán Carl Einstein. (El poeta belga había sido preceptor de sus hijos el año anterior.) Einstein fue uno de los primeros defensores de las virtudes del arte africano, y pudo haber llamado la atención de Pansaers sobre el entusiasmo de Grosz y otros por el jazz y las aspiraciones del «negro blanco» del Club Dada. Pansaers no perdió el tiempo, y en 1919 publicó un libro titulado Le Pan Pan au cul du nu nègre («El zas zas en el culo del desnudo negro»). En un viaje a París en agosto, finalmente tuvo la oportunidad de conocer en persona a los dadaístas, que en ese momento aún experimentaban los primeros momentos de euforia provocados por sus manifestaciones públicas. Cuando los parisinos le confirmaron que estaban dispuestos a participar, Pansaers reservó en Bruselas una sala para el debut belga de dadá; por alguna razón, ni se inmutó cuando todos se echaron atrás en el último momento y tuvo que cancelar la reserva.

El desencanto de Pansaers con las travesuras de los parisinos tocó techo en abril de 1921, cuando estaba en París, por culpa del infame «affaire du porte-monnaie». Tras encontrar la cartera de un camarero en el Café Certa (el local inmortalizado en El campesino de París, de Aragon), los dadaístas se pusieron a discutir qué hacer con ella. Algunos sostuvieron que dadá, por estar más allá del bien y del mal en sentido nietzscheano, los obligaba a actuar en contra de la moral convencional y quedarse con lo que habían encontrado; otros sugirieron que el dinero se empleara para financiar publicaciones del movimiento. (Mientras discutían, Éluard, sin decir nada, devolvió la cartera al camarero.) Cuando Pansaers le contó lo ocurrido a Picabia, los dos abandonaron dadá. Picabia publicó la versión de Pansaers en Le Pilhaou-Thibaou, con el título «Une bombe déconfiture aux Îles sous le Vent», la bomba desactivada, con un apartado titulado «Acusación y condena», seguido de «Ragtime Funeral». El vil episodio es un ejemplo típico de la oscura visión de la moral de esos descarados jóvenes franceses, que hacían todo lo posible por escapar de su educación burguesa y aferrarse a dadá como la única llave maestra disponible.

Pansaers no era el único agente de dadá en los Países Bajos. En febrero de 1920, un grupo relacionado con la revista Revue du Feu organizó una velada en la que algunos poemas del volumen Anna Blume, de Schwitters, formaron parte de un programa anunciado como «poesía ultra-estilística-dadaísta-cubista» (un periodista se equivocó al escribir el nombre del alemán, que terminó llamándose Schnitters). En Amberes apareció en 1921 un poema con la extensión de un libro, titulado Bezette Stad («Ciudad ocupada»), que un crítico describió como «una mezcla de dadaísmo francés y futurismo». Su autor, Paul van Ostaijen, ya estaba casi acostumbrado a que la prensa «vuelva a interpretar esto como dadaísmo», respondiendo a un reflejo rudimentario consistente en «abrir el armario y encontrar una etiqueta». No obstante, Bezette Stad tenía cierto pedigrí dadá, en la medida en que se había escrito en Berlín a raíz de la Feria Internacional Dadá del verano de 1920.

Van Ostaijen estaba familiarizado con el dadaísmo berlinés, y Grosz y Mehring no le gustaban nada (a ellos el belga tampoco les caía bien). Bezette Stad es uno de los principales hitos tipográficos –«tipografía “fisioplástica”», la llamaba el autor– de la edición moderna. Su sombría descripción de la Amberes ocupada incluye un amplio panorama de entretenimientos populares, el jazz en particular, que solían asociarse con dadá, y Van Ostaijen sentía que estaba presenciando una «revolución dadá-jazz» que, tras la guerra, barría la Europa en quiebra. También escribió un guión cinematográfico: De bankroet jazz, «El jazz de la bancarrota», título que aludía claramente al papel que había desempeñado Die Pleite («La quiebra»), la revista en la que se publicaron tantos de los retratos en los que George Grosz plasma la miseria moral del Berlín de la posguerra.

«El jazz de la bancarrota» retrata el entorno de un Club Dada apenas disfrazado. «El Cabaret Dadá es el futuro», proclamaba un titular. «El dadaísmo, un valor real como un pozo de petróleo. Se ha fundado un consorcio para la explotación del dadaísmo», prosigue Van Ostaijen, echando mano de las tácticas de la Agencia de Publicidad Dadá que Hausmann había presentado en su revista Der Dada. Las invitaciones para la solemne apertura se publicaron en un novedoso tarjetón impreso con tipos variables que se podría haber visto en Der Dada o en varias otras publicaciones dadaístas:

En la apertura, varios disparos de pistola acompañan a la banda de jazz. A continuación, convulsiones de la comezón casi animal que provocaba el nuevo ritmo, para atraer a los estudiantes que habían asistido a una conferencia sobre la música de Wagner cuando salen a la calle. Se trata de «un esfuerzo europeo para volverse negros». Mientras tanto, la economía se hunde por culpa de una inflación disparada que llevó a la República de Weimar al borde del desastre. Todo se soluciona cuando nombran a Charlie Chaplin ministro de Comercio; se termina el último cigarro de la devaluada moneda nacional y el populacho revive en un momento de paroxismo: «Dadá salva a Europa», cacarea otro titular. «El jazz de la bancarrota» no se publicó en vida de Van Ostaijen –que murió prematuramente de tuberculosis en 1928, con treinta y dos años y la salud deteriorada en parte por su adicción a la cocaína, droga que empezó a consumir en Berlín–, pero no puede decirse que la asociación de dadá con el jazz sólo le perteneciera a él.

Y tampoco la referencia a Chaplin, pues cualquier lector del Almanach de Huelsenbeck podría haber leído «Una voz holandesa», una carta abierta en la que el autor, Paul Citroen, escribió que su país era el menos receptivo del mundo a dadá, y que los pocos dadaístas locales tenían que consolarse comiendo queso y viendo las películas de Chaplin.

Pero no todos los dadaístas holandeses pasaban tanta necesidad. Erwin Blumenfeld, chaplinista también como Citroen, era en realidad berlinés, pero había huido a Ámsterdam tras desertar del ejército alemán en 1918; en 1921 se casó con una prima de Citroen. Tanto éste como Blumenfeld habían conocido a muchos de los futuros dadaístas en el Berlín de anteguerra. A Blumenfeld le encantó la manera en que conoció a Grosz en unos urinarios de la Potsdamer Platz en 1915. Mientras orinaba, vio entrar a un «joven dandy» que enseguida «se puso el monóculo y con un solo y enérgico “trazo” dibujó mi silueta en la pared, y con una maestría tal que no pude contener un grito de admiración». Esa prolongación anatómica del virtuosismo de Grosz como dibujante bastó para seducir a Blumenfeld. «Nos hicimos amigos», y la amistad continuó en los Estados Unidos, donde Blumenfeld llegó a ser uno de los principales fotógrafos de moda de la época; son legión sus portadas para Vogue y otras revistas igualmente glamourosas. No obstante, en su juventud había dominado muy pronto el fotomontaje, y le había enviado a Tzara uno con la cara junto a un desnudo femenino envuelto en tules y declarándose: «Bloomfield Presidente Dadá-Chaplinista».

A pesar de ese cortejo al impresario de París, ni Tzara ni ningún miembro del grupo original de Zúrich serían los embajadores del movimiento en los Países Bajos. Antes bien, ese papel correspondió a Kurt Schwitters, el artista de Hannover, que desde el principio se había empeñado en crear su propia marca dadá.

A finales de 1922, mientras reflexionaba sobre si aceptar o no la invitación de Van Doesburg a emprender la gira por Holanda, Schwitters se preguntó también qué podía hacer allí, pues él no hablaba neerlandés. Daba por sentado que le pedirían que leyera su poema «An Anna Blume», y le aseguró a Van Doesburg que podía recitarlo de un tirón en alemán, inglés y francés. No era exactamente una proeza, pero con su cara de póquer y una interpretación trilingüe podía, sin duda alguna, estremecer a la concurrencia.

Tal vez para cubrirse la espalda, los recitados multilingües de ese poema a veces contaban con el acompañamiento de un muñeco mecánico que manejaba Huszár. En una representación que tuvo lugar en Hannover, fue Hausmann quien hizo de marioneta; además, como era buen bailarín, deleitó al público adoptando varias poses histriónicas mientras se encendían y apagaban las luces y Schwitters entonaba sus secuencias numéricas.

Finalmente llevaron a cabo tres actuaciones en La Haya, y todas las demás, salvo una, cerca de esa capital. En la primera, que tuvo lugar el 10 de enero de 1923, Van Doesburg, con sus conocidas camisa negra y corbata blanca, pronunció una conferencia sobre dadá. En un momento fijado de antemano, hizo una pausa para tomar agua. Era el pie para Schwitters, que, sentado entre el público como uno más, se puso a ladrar como un perro. El efecto fue electrizante, e incluso provocó el desmayo de dos o tres de los asistentes. La prensa, que se ocupó de mencionar «los aplausos frenéticos y los sonoros bravos», supuso que «dadá» dignificaba ladrar. Como estrategas que eran, Schwitters y Van Doesburg decidieron no repetir el numerito, y en la función siguiente desconcertaron al público; los holandeses fueron con la esperanza de oír otro estallido canino, pero lo que vieron fue a Schwitters sonándose la nariz.

En su mayor parte, el programa tenía casi siempre los mismos ingredientes. La función empezaba con Van Doesburg en el escenario iluminado únicamente por una pequeña lámpara de mesa: los calcetines blancos y la corbata del mismo color contrastaban con el resto de su atuendo, negro de la cabeza a los pies. La conferencia se basaba principalmente en una especie de panfleto de Van Doesburg titulado «¿Qué es dadá?» y que se vendía en el vestíbulo junto con las distintas colecciones Anna Blume. Los periodistas solían comentar el lado comercial de la gira, pues el precio de la entrada les parecía una indecencia, sobre todo a la vista de lo que Schwitters ofrecía. «Imagínense un poema sin oraciones ni palabras, sino hecho sólo de letras o, más descabellado aún, ¡números!», exclamó uno que pensaba claramente que semejante basura no valía lo que le cobraban por entrar. Otro confesó sentir cierta reservada admiración por «el cinismo total» con que Schwitters interpretaba sus obras. No obstante, Schwitters carecía de toda malicia y no pretendía engañar a nadie. Un miembro del público, indignado, le espetó: «¿Y eso tiene algún sentido? ¿Es arte?» y Schwitters, impecable, repuso: «No significa nada, pero es arte.»

El folleto de Van Doesburg, como sus conferencias, explicaba con paciencia «la expresión anacional de la experiencia de la vida colectiva de la humanidad en los últimos diez años». Puesto que se trataba de una experiencia plagada de contradicciones, «por cada “sí”, dadá ve simultáneamente un “no”. Dadá es sí-no: un pájaro de cuatro patas, una escalera sin peldaños, un cuadrado sin ángulos. Dadá abarca lo positivo y lo negativo. Opinar que dadá sólo es destructivo equivale a no entender nada de la vida, de la que dadá es expresión». Schwitters agasajó al público con toda la gama de su repertorio interpretable, desde los poemas con cifras y letras hasta las primeras versiones de la Ursonate que había estrenado en el viaje a Praga con Hausmann. Contra ese telón de fondo, su recital de poemas del romántico alemán Heinrich Heine, acompañado al piano por Nelly y piezas de Chopin, tendía a irritar al público. Es posible que algunos pensaran que estaban maltratando a los clásicos; otros, en cambio, pedían más cosas raras; pero daba igual, unos y otros reaccionaban aullando.

Nelly van Doesburg contribuyó con varios interludios musicales, piezas de compositores contemporáneos con un toque jazzístico, como Ígor Stravinski, Arthur Honegger y Francis Poulenc. También adaptó un interludio de la partitura de Erik Satie para el ballet Parade y lo presentó con el título «Ragtime Dada». Las piezas más claramente dadaístas fueron las del italiano Vittorio Rieti: «Marcha nupcial para un cocodrilo», «Marcha militar para hormigas» y «Marcha fúnebre por un pajarito». A manera de colofón, el muñeco mecánico y bailarín de Huszár confirió una dimensión cercana al teatro de sombras a una velada principalmente literaria y musical.

En una ocasión, el público se desmadró y montó espontáneamente un acto de dadaísmo desenfrenado, en estado puro, aunque saltaba a la vista que en parte estaba preparado. Hacia el final de su vida, Schwitters contó el episodio (en un inglés tirando a flojo, todo hay que decirlo):

En Utrecht subieron a escena, me regalaron un ramo de flores secas y huesos ensangrentados y se pusieron a leer en lugar nuestro. Pero Doesburg los empujó al sótano donde suelen colocarse los músicos, y todo el público hizo dadaísmo, parecía como si el espíritu de dadá se hubiera contagiado a cientos de personas que de pronto se dieron cuenta de que eran seres humanos. Nelly encendió un cigarrillo y dijo al público, gritando, que, como ellos se habían vuelto dadaístas puros, ahora el público seríamos nosotros. Nos sentamos a mirar nuestras flores y esos bonitos huesos.

Cuando dice «escena», Schwitters se refiere al escenario propiamente dicho; tres hombres lo tomaron por asalto para entregarle un enorme «ramo» de tres metros de alto, hecho con flores podridas y huesos enganchados a un palo. Uno de ellos empezó a leer pasajes de la Biblia hasta que intervino Van Doesburg (que estaba entre bastidores) y mandó de vuelta a los intrusos al foso de la orquesta (el «sótano» en la terminología de Schwitters).

Aunque esa noche no había tanto público como en la función de 1918 en la sala Kaufleuten de Zúrich, ésa fue la traca final del baile dadaísta de San Vito ejecutado esta vez por gente que había pagado para entrar.

Como sugiere ese episodio, Van Doesburg no toleraba semejantes intromisiones del público. Cuando la gente se ponía borde, él interrumpía la función hasta que se restablecía el orden; el castigo era un tiempo muerto y, por si fuese poco, bajaba el telón. En más de una ocasión eligió a tal o cual miembro del público para echarle la bronca, o incluso para aplicarle un castigo físico. Tales reacciones eran propias de su temperamento, aunque es difícil que no supiera que las actividades dadaístas solían poner frenético al personal, y lo más probable es que interpretara el personaje del serio para contrarrestar al «memo» de Schwitters.

Los intérpretes siempre dejaban bien claro que ellos no eran dadaístas. En el primer número de Merz, que se publicó para que coincidiera con la gira, Schwitters comentó que ciertos no dadaístas estaban dedicándose a divulgar el evangelio de dadá en Holanda; en alemán con algunas expresiones neerlandesas (que aquí, traducidas, destacamos en cursiva), dijo: «Con su permiso, voy a presentarnos. Ojo, somos Kurt Schwitters, no dadá, sino MERZ; Theo van Doesburg, no dadá, sino Stijl; Petro van Doesburg, no se lo creerán, pero se llama a sí misma dadá; y Huszár no es dadá, es Stijl.» En relación con la pregunta sobre por qué la gira no incluía dadaístas de verdad, escribió (también entremezclando alemán y holandés): «Miren, ésa es la sutileza de nuestra cultura, a saber, que un dadaísta, precisamente por ser dadaísta, no puede despertar el dadaísmo durmiente del público ni elucidarlo artísticamente.» Vivimos en la Era de Dadá (Dadazeitalter), la nueva era dadá (Dadaneuzeit), una época histórica como la Edad Media o el Renacimiento. No eran los dadaístas los que hacían dadá; eran los tiempos que corrían los que escupían un refrescante dadaísmo como lava de un volcán; y proseguía diciendo que los Van Doesburg y Huszár estaban idealmente situados para presentar a dadá porque, en su búsqueda del estilo (stijl), se limitaban a poner un espejo delante del público para que reflejara su contrario, un destilado puro sacado de la propia época. Y eso era dadá. Los periodistas repitieron casi textualmente lo que Schwitters había escrito en Merz.

Un año después, Schwitters revisó y desarrolló esos puntos de vista para la publicación polaca de vanguardia Blok, y volvió a insistir en que no era dadaísta: «porque el dadaísmo, siendo sólo un medio, una herramienta, no puede constituir el ser de una persona como lo hace, por ejemplo, una visión del mundo». Seguidamente, y empleando tildes, señaló una distinción entre dáda y dadá, que eran imágenes especulares recíprocas. La primera variante la asignó a una «tradición mecánica arraigada»; en cambio, dadá era el gran nivelador, y se lo llegaba a conocer mejor asistiendo a representaciones como las de Holanda, «donde todo el mundo reconoce su propia estupidez». Era una herramienta, un arma, que «siempre reaparecerá y lo hará cada vez que se acumule demasiada estupidez».

En la misma entrevista, Schwitters se refirió al éxito de la gira holandesa como «prueba de que aún hacía falta mucho trabajo colonizador», y ofreció una semblanza histórica de dadá y su desarrollo permanente. Schwitters sugería que el «viejo» dadá se remontaba a 1918, cuando la «diarrea crónica del expresionismo» hacía furor y era imprescindible que tuviera una oposición. El «nuevo» dadá de 1924 era el constructivismo. No empleó ese término, pero su lista de ejemplos habla por sí sola: Lissitzky, Moholy-Nagy, Walter Gropius, Mies van der Rohe, Richter y él mismo. Si se podía decir que Merz era dadá con otro nombre, del constructivismo podía decirse otro tanto. Curiosamente –¿o por descuido?–, Van Doesburg no figura en la lista de Schwitters.

La prensa no se perdió detalle de la gira holandesa. Van Doesburg contó ochenta y ocho artículos y montones de invitaciones para que Schwitters y él publicaran sus ideas sobre dadá en textos propios o en entrevistas; pero el punto en que más insistieron fue éste: «Dadá es la esencia de nuestro tiempo.» Esa estrategia tenía su lógica, sobre todo después del numerito del ladrido de la primera noche. Querían una multitud expectante, ávida de cosas novedosas, pero también se veían a sí mismos cumpliendo una misión. «Dadá es la solemnidad moral de nuestro tiempo y allana el camino hacia el futuro», era la consigna de los incansables Van Doesburg y Schwitters.

En cualquier caso, resulta extraño pensar que en el centro mismo de dadá había «solemnidad moral», ¿verdad? Pero ¿no fue siempre así? Hugo Ball era un hombre acosado por la fuerza del destino, y en Berlín, la atmósfera hedionda de la supremacía militar seguida de la miseria de la República de Weimar eran más que suficientes para indignar a cualquiera capaz de ver más allá de lo que sólo era ruido y estuviera dispuesto a hacerlo. La fe de Van Doesburg en De Stijl como condición absoluta del juicio moral nunca flaqueó, y ese compromiso se verifica también en otros movimientos de vanguardia. Sí, tenía algo de payasada, pero... ¿y las obras de Shakespeare, en las que son precisamente los bufones los que dicen la verdad a la cara de unos reyes sin escrúpulos? Cuando, en una entrevista, Van Doesburg dijo: «No se puede construir un edificio nuevo antes de demoler el viejo», estaba abundando en una verdad sin duda revulsiva, a saber, que las instituciones podridas sólo pueden mantener la fachada durante un tiempo muy breve.

Después de la gira «Anti-Dadá-Merz» con Hausmann y el tour de los Países Bajos, Schwitters siguió poniendo a punto su talento para la interpretación. Pedía cuatrocientos marcos por función, tenía una agenda agotadora, viajó por toda Alemania y Holanda, y se adentró también en Checoslovaquia, Suiza y Francia, por no hablar de las representaciones mensuales en Hannover, tras las cuales se relajaba en su casa dándole a la manivela del gramófono y bailando tangos y rumbas con cualquier chica bonita que tuviera a su alcance, mientras iba soltando un gruñido grave y masculino, como recordó después con cariño su gran amiga Kate Steinitz. En una función que tuvo lugar en el célebre café Les Deux Magots de París, causó sensación rompiendo un plato y, tras una frenética ovación, exclamó, contrito: «¡Es un obbligato! ¡Está en el guión!» El público pidió un bis, y ¡hala!, a romper otro. Y siguieron seis más; Tzara, aunque encantado, tuvo que pagar literalmente los platos rotos.

Nada encarnó mejor el espíritu artístico de Schwitters que su casa de Hannover. Sí... Olor a bebé, a comida y a pegamento para collages, pero así los visitantes selectos podían atisbar el santuario interior (o superior) de Merz. Los más afortunados disfrutaban incluso de una visita personalizada, o acababan teniendo un «altar» dedicado a ellos. Era todo muy personal, pero con un toque esotérico. Llegó a conocerse por el nombre de Merzbau, el «edificio Merz», y algo que podría calificarse de «instalación» privada fue ocupando poco a poco todo un piso de la casa de Schwitters.

En general, los estudios de los artistas tienen su legado de glamour e intriga, son el lugar donde se produce la magia. Cuando la fotografía permitió acceder a esos lugares, artistas como Brancusi y Picasso se ocuparon de ordenar el espacio para realzar aún más el misterio, pero el caso de Schwitters es diferente. Vivía y trabajaba en casa, en un reino domesticado donde la vanguardia se mezclaba inextricablemente con cubrecamas, utensilios de cocina y mascotas, como los conejillos de Indias que criaba.

El primer número de Merz ya incluía una aproximación al Merzbau: «Los experimentos se llevan a cabo en secreto con ratones blancos vivos, en pinturas Merz hechas para tal fin.» Schwitters podría haber seguido pegando desechos urbanos en sus montajes Merz, pero ¿por qué limitarse al marco rectilíneo? ¿Por qué no construir un espacio semejante a una madriguera, una inmersión sensorial, un roedor que escarba la tierra?

El Merzbau comenzaba, de manera bastante inocente, con unas columnas, montajes escultóricos como las pinturas Merz. Una de ellas era un altar a su primer hijo, con una mascarilla mortuoria en la cabeza de la criatura. Esos altares eran construcciones verticales de varios pies de alto. Al parecer, en sus primeras fases desempeñaban una función conmemorativa. En 1919 y 1920, Richard Huelsenbeck y Max Ernst visitaron el estudio de Schwitters y observaron que esos conglomerados servían principalmente de depósitos para la basura que el artista necesitaba para sus pinturas Merz, y en ese revoltijo había, según Huelsenbeck, cosas «respetables y otras menos respetables».

Después de la gira holandesa de dadá, Schwitters empezó a trabajar en serio en el espacio de su estudio casero, construyendo cerramientos y expandiendo el material colocado alrededor de esos cubículos hasta que al final incluyó también accesos directos y zonas de paso. Así, poco a poco, llegó a haber hasta cuarenta grutas, como las llamaba él. «Estoy construyendo una estructura sin límites», dijo a Alfred Barr, el primer director del Museum of Modern Art; «cada parte es a la vez marco de las partes adyacentes.»

En 1930, el Merzbau ya era un «edificio» tan complejo que Schwitters tuvo que contratar a un carpintero, un electricista y un pintor. También hizo trabajar a algunos amigos. Por ejemplo, pidió ayuda a Moholy-Nagy para construir un «Palacio Blanco» para que sus conejillos tuvieran un espacio propio dentro de esa estructura en expansión constante. También participó su hijo Ernst, que más tarde contó cómo el proyecto fue evolucionando a partir de la forma plana original y rudimentaria de las pinturas Merz. Su padre «empezó atando cordeles para poner de relieve esa interacción. Al final fueron alambres, que después reemplazó con estructuras de madera que a su vez estaban ensambladas con yeso. La estructura fue creciendo y creciendo hasta que ocupó varias habitaciones de varios pisos de nuestra casa. Parecía una enorme gruta abstracta». La palabra clave ahí es abstracta, en el sentido de que las pocas fotografías que aún se conservan permiten ver planos que se cruzaban entre sí, y sin ninguna clase de ornamentación, que se elevan del suelo al techo. Pero por dentro no era así; en el interior había grutas, cuevas y habitaciones, aunque no está claro cómo se diferenciaban. Por ejemplo, tenía una Habitación Biedermeier (una alusión al estilo ornamental homónimo, caracterizado, entre otras cosas, por la sobriedad de la pequeña burguesía centroeuropea) y una Habitación Stijl, pero el Tesoro de los Nibelungos suena más a cueva, y el Rincón de Lutero no suena a nada de lo anterior. Lo único seguro es que, en cierto modo, los temas se iban generando, cada cual con sus soportes estructurales y zonas destinadas a tal o cual uso.

Cuando el Merzbau se volvió casi inmanejable, iba camino de convertirse en la externalización desinhibida de la conciencia de Schwitters, e incluso en una manifestación no disimulada de su inconsciente. Las grutas estaban dedicadas a temas o individuos. Schwitters tendía a birlar a sus amigos cosillas que luego, como si fueran fetiches, depositaba en las grutas que les dedicaba. Steinitz y Höch gozaron del raro privilegio de colaborar en el diseño de sus respectivas grutas, y Höch tuvo incluso dos para ella sola. Richter dejó unos mechones de su pelo; Taeuber cedió un sujetador.

Schwitters robó todo un juego de lápices del tablero de dibujo del estudio de arquitectura de Mies van der Rohe. Es posible que algunos fuesen a parar a la cueva de Goethe, donde los lápices están literalmente triturados, quizá para evocar la fertilidad del gran poeta alemán. Había también detalles personales, como la Monna Hausmann, en la que Schwitters sobreimpuso la cara de Raoul Hausmann a la famosa Gioconda, aunque también puede considerarse un homenaje a la ingeniosa Mona Lisa con bigotes de Duchamp (L.H.O.O.Q., que databa de 1918).

Dado que la columna original llevaba por título La catedral del sufrimiento erótico, Schwitters reservó desde el principio un espacio para temas deprimentes o escabrosos, como la gruta del amor que conmemora una serie de crímenes sexuales que tuvieron lugar en Hannover en 1924. El lado oscuro del Merzbau, junto con el aura fetichista de las grutas, no agradaba necesariamente a la fantasía de los visitantes; había allí objetos como un orinal «expuesto solemnemente para que los rayos de sol, al caer sobre él, convirtieran el líquido en oro», como recordó Steinitz. Alexander Dorner, que a partir de 1925 dirigió el Landesmuseum de Hannover, se quedó pasmado, y opinó que todo el proyecto se parecía «a un unto fecal; una regresión asquerosa y asqueante a la irresponsabilidad social del crío que juega con la basura y la mugre». Richter, en un tono menos sentencioso, describió el Merzbau como algo parecido «a la vegetación de la jungla, que amenaza con no dejar de crecer nunca».

Merzbau, detalle del interior de la casa de Kurt Schwitters en Hannover. Instalación: aprox. 393 × 580 × 460 cm. WV-Nr. 1199 (Ilustración 19).

Inv. KSA 2008, 12.

Foto: Wilhelm Redemann. bpk, Berlín / Sprengel Museum, Hannover, Alemania / Wilhelm Redemann / Art Resource, Nueva York.

Copyright © 2014 Artists Rights Society (ARS), Nueva York / VG Bild-Kunst, Bonn.

Fueron las paredes y los techos de la casa los que pusieron límite a ese crecimiento, aunque una vez Schwitters, para incorporar un balcón, abrió un boquete en una pared exterior e incluso llegó a meterse bajo los cimientos. Pero el espacio no era infinito, y al final la expansión del Merzbau impuso una contracción. De ese rasgo del proyecto, Schwitters dijo que era un reflejo de los tiempos: «Vivimos en la edad de las abreviaciones.» Werner Schmalenbach, su biógrafo, lo expresó muy bien: «Su verdadera aspiración era el infinito, pero un infinito situado, por así decir, dentro del espacio.»

A diferencia del malestar que experimentó Dorner, aspiraciones como las de Schwitters podían producir una sensación sobrecogedora, como la que tuvo Hans Arp: «Sin nada que se le pareciera en el mundo antiguo ni en el moderno, esa estructura monumental no hacía pensar en absoluto en las cosas raras que hacen los excéntricos para pasar el tiempo. Todo lo contrario: la belleza de sus ritmos le permitía rivalizar con las obras de arte del Louvre.» ¿Obras de arte? ¿El Louvre? Arp estaba exponiendo su punto de vista, pero sin duda sabía que el mundo de la basura de Schwitters no sería bien recibido en los grandes templos del arte occidental.

Si el Merzbau tenía relación con algo, era con la arquitectura, no con el arte. De hecho, Schwitters había estudiado arquitectura en la Universidad Técnica de Hannover en 1918, justo antes de embarcarse en esa aventura llamada Merz. En abril de 1919, el mismo mes en que emitió la declaración fundacional de la Bauhaus, Walter Gropius publicó un folleto en relación con la exposición de la Galería Neumann de Berlín, el local donde se celebró la primera actividad dadaísta de la ciudad. Dirigiéndose a los artistas, exhortaba a «demoler los marcos del “arte de salón” de vuestras pinturas; entrad en los edificios, dotadlos de cuentos de hadas de color, grabad vuestras ideas en sus paredes desnudas [...] e incorporad fantasía sin tener en cuenta las dificultades técnicas».

Schwitters dirigió la invasión de su propia casa, un verdadero exceso Merz, como si estuviera en un estudio cinematográfico (pensemos en El gabinete del doctor Caligari) montando los decorados para una película sin actores. Si se hubiera rodado una película, el único movimiento habría sido la entrada ocasional de un conejillo de Indias que enseguida desaparecía. Los planos encalados del edificio, que penetraban unos en otros, no dejaban ver los interiores «fecales», y poco a poco todo se pareció cada vez más a las creaciones limpias de sus amigos: los prouns de Lissitzky y las exploraciones con distintos medios de Moholy-Nagy, como el Reflector, un artefacto que podría ser, casi, de Rube Goldberg y que gira y se bambolea mientras proyecta delicadas sombras geométricas sobre una pared o una pantalla.

En marzo de 1923, Moholy-Nagy sustituyó a Johannes Itten en la Bauhaus. Van Doesburg, que se había mudado a Weimar con la esperanza de conseguir ese puesto, de pronto tomó conciencia de la futilidad de sus aspiraciones y se instaló en París. A esas alturas, y durante años, el círculo de Schwitters lo formaron Moholy, Van Doesburg y otros constructivistas. Él siguió recogiendo basura para sus creaciones Merz, pero comenzó a ejecutar composiciones planas parecidas a objetos que podrían haber salido de una fábrica. Era un trabajador más en una causa, y, como en todo lo que hacía, a esta misión se dedicó también en cuerpo y alma.

El panorama económico de Schwitters era un reflejo de la situación de muchos de sus compatriotas en la Alemania de Weimar. En 1923, durante unas vacaciones familiares en el Báltico (uno de varios veraneos con los Arp y Hannah Höch), el padre de Schwitters tuvo que vender una propiedad para pagar los billetes de vuelta. Pocas eran las posibilidades de vivir del arte, pero Schwitters contaba con el apoyo de la artista y mecenas norteamericana Katherine Dreier, que le organizó en Nueva York una exposición de sus obras a través de Société Anonyme. En una visita a Hannover, Dreier no escatimó y alquiló una sala de cine para que Ernst, el hijo de Schwitters, pudiera ver una película de Chaplin, ya que en esos días Charlot no se consideraba apto para menores en Alemania.

Las inquietudes de Schwitters desbordaban naturalmente los límites conocidos de las artes, y él hizo suya la visión constructivista de que el impulso artístico podía y debía hacerse extensivo a la vida cotidiana. Así pues, aprendió los rudimentos del diseño gráfico y en poco tiempo empezó a tener encargos del Ayuntamiento de Hannover.

En 1927 fundó una liga de artistas abstractos (die abstrakten hannover). La primera reunión se celebró en su casa, y él quiso marcar la ocasión arrojando al fuego de la chimenea un conejillo de Indias que acababa de morir. Después acompañó a uno de los presentes a la planta superior, el Merzbau, donde Rudolf Jahns tuvo «una sensación extraña y arrobadora» en el silencio absoluto que reinaba en esa «gruta que daba vueltas a mi alrededor».

Unos meses más tarde, Schwitters creó un grupo internacional de tipógrafos, llamado rings neuer werbgestalter, del que formaron parte, entre otros, Moholy-Nagy, el holandés Piet Zwart y el suizo Jan Tschichold, autor del influyente manifiesto-tratado Die neue Typographie («La nueva tipografía», 1928). En 1932, Tschichold diseñó la versión completa de la Ursonate de Schwitters. Esos tipógrafos aspiraban a convencer a los clientes comerciales de que «un anuncio publicitario sólo es bueno si el diseño también lo es». Los productos llegan y desaparecen, pero los anuncios aún perviven en las historias del diseño gráfico.

Schwitters había lanzado su pequeña revista para la gira holandesa de dadá, y si bien Merz tiene asociaciones legendarias con el dadaísmo, llegó a ser el escaparate ideal para los amplios y variados intereses y afinidades de su creador. También fue un foro muy práctico, en el que podía desplegar su talento para el diseño gráfico. Merz 11 fue un portafolio para la empresa Pelikan. En cuanto al diseño, los primeros números comparten la sensibilidad de Mécano, de Van Doesburg, que fue un colaborador asiduo de Merz.

La revista de Schwitters no tardó en convertirse en el vehículo en que los poemas y las obras de arte Merz y dadá se fusionaban perfectamente con el constructivismo internacional. En el cuarto número, los ocho puntos de «Topografía de la tipografía», de Lissitzky (con el subtítulo «Algunas tesis del próximo libro de EL LISSITZKY»), comparten página con un montaje de madera de Arp. Tras proclamar, en el punto 7, «El nuevo libro exige nuevos escritores. El tintero y la pluma de ganso han muerto», Lissitzky prevé, sin más comentarios, pero en mayúsculas, la llegada de LA ELECTROBIBLIOTECA.

En el mismo número, un fotograma de Moholy-Nagy, una silla De Stijl diseñada por Rietveld y una maqueta arquitectónica de Oud y Van Doesburg se mezclan con un popurrí de «banalidades» dadaístas de Tzara (de quien se dice que iba a «cultivar sus vicios»), Ribemont-Dessaignes, Hausmann, Arp y Josephson, y también con un artículo titulado «Seudónimos revelados» y que es un caos de juegos de palabras y desinformación.

A Arthur Segal, presente en ese número con un cuadro, le endilgan un seudónimo ficticio, y su nombre de pila aparece escrito «8 Uhr» –en alemán, «las ocho» y pronunciado ajt-uur, todo un colapso fonético de Arthur–. El pie de una fotografía espuria de I. K. Bonset reza: «En la lucha por la Verdad y la Belleza, el director se apresura a informar al público de que el MUY ESTIMADO SEÑOR THEO VAN DOESBURG nunca ha existido. Derivado del nombre SODGRUBBE, es un seudónimo mal revelado de I. K. Bonset (véase la ilustración).» En una palabra, las bromas dadaístas seguían vivas, y en Merz reaparecían vivas y coleando.

La mayor parte de los números se publicaron en 1923-1924; otros más fueron apareciendo esporádicamente hasta 1932. El número doble 8-9, del verano de 1924, fue una colaboración con Lissitzky; llevó por título Nasci –en latín, nacimiento, y también producción, desarrollo–, aunque al principio Schwitters quiso llamarlo Ismen («Ismos»). Este número, en gran formato y papel satinado, era una carpeta visual en la línea que había iniciado Moholy-Nagy, junto con el también húngaro Lajos Kassák, en Libro de los nuevos artistas.

En la introducción a Nasci, Lissitzky empezaba lamentando que la celebración de la cultura de la máquina se hubiese convertido en rutinaria en los círculos constructivistas, y estableció una comparación con el desequilibrio perpetuo de la creación: «TODA FORMA ES LA INSTANTÁNEA CONGELADA DE UN PROCESO. ASÍ, UNA OBRA ES UNA PARADA EN EL CAMINO DEL DEVENIR Y NO EL OBJETIVO FIJADO.»

Esas palabras reconocen un punto impredecible de convergencia y afinidad entre la acogida ecuménica de la basura en Merz y los prouns de Lissitzky como coyunturas de transición entre las imágenes y la arquitectura.

Tanto Schwitters como Lissitzky se beneficiaban de la proximidad del antiarte de dadá, pues abrazaron el espíritu de la exploración perpetua, en el que la obra individual, al margen de su nivel de realización, era una entidad con dos caras, como el dios Jano, que asimilaba el pasado mientras miraba hacia la pizarra en blanco del futuro. Nada simbolizaba mejor ese espacio en blanco que el legendario lienzo negro del suprematista ruso Kazimir Malévich, el mentor de Lissitzky, que ocupó la mejor parte de una página de Nasci como si fuera la puerta de entrada a toda táctica creativa posterior. No obstante, lo cierto es que Nasci coincidió con algo que podría considerarse un punto final, al menos para Lissitzky.

Durante la preparación del número, Lissitzky enfermó y le diagnosticaron tuberculosis pulmonar. Schwitters pidió ayuda a su amiga Kate Steinitz, casada con un médico, y el artista ruso pudo ingresar en un sanatorio suizo. En el camino, se detuvo en Zúrich para ver a Arp, «un tipo realmente bueno y amable», escribió. «Ni el más mínimo olor a engaño», añadió, con una posible nota de sospecha que, desgraciadamente, fue una premonición de ciertas cosas que se avecinaban. De momento, se deleitó con las obras de Arp, y juntos pensaron en organizar una exposición de arte «poscubista». La muestra nunca se celebró, pero Lissitzky, para compensar, puso en marcha una idea que le había propuesto inicialmente a Schwitters, a saber, un libro sobre los progresos de la vanguardia. Schwitters no picó; Arp sí.

Sin embargo, en cuanto ingresó en el sanatorio, Lissitzky se sintió frustrado. Se quejó de que no recibía ningún apoyo de Arp, quien ni siquiera le daba noticias. Empezó a sospechar que su coeditor no era de fiar, al tiempo que desconfiaba también de Moholy-Nagy, imaginando que el húngaro, disfrutando ahora del prestigio de ser profesor de la Bauhaus, quería cambiar la historia para que pareciera que esa institución era el non plus ultra. Y no estaba solo; Alfred Kemény, que había sido amigo de Moholy-Nagy, acusó a su compatriota de apropiarse del constructivismo para una «publicidad no autorizada de su propia persona».

Es evidente que a Lissitzky la enfermedad le provocaba más de una angustia, pues llegó incluso a sondear a Taeuber, que estaba en Hannover, preguntándole: «¿Cómo está Kurtschen?» –así apodaba él a Schwitters–. «¿Sigue ofendido? Dile que es el artista de Alemania que más me gusta.» A pesar de todas esas preocupaciones, el ruso no cejó. Hacia finales de año ya tenía casi listo Los ismos del arte (Die Kunstismen: 1914-1924), «que va sobre ruedas ahora que lo superviso todo yo solo». Aun así, sentía el rencor que suele acompañar al desengaño. «Ahora, por culpa de Arp, Zúrich ya no es lo mismo para mí.» Pero la comunicación seguía siendo necesaria, y una parte le llegaba a través de Sophie, a la que advirtió que no permitiera que Arp se enterase de todo lo que sentía. Lissitzky no tuvo más remedio que preguntarse por la causa de esa animosidad, y reconoció: «Empieza a preocuparme esta desconfianza que me inspira la gente.» No mucho después de la publicación del libro, a principios de 1925, regresó a Rusia, donde vivió el resto de sus días, con algún que otro viaje a Occidente para montar exposiciones.

El disgusto que separó a Lissitzky de Arp no fue un asunto unilateral. Para Arp fue un desaire que su amigo ruso se negara a reconocer su papel histórico en la delicada cuestión del cuadrado. Aunque parezca extraño, esta figura geométrica básica se extendió como un reguero de pólvora en el mundo de las artes durante y después de la guerra, junto con reivindicaciones por la propiedad intelectual. Para Arp, lo habían «inventado» Taeuber y él hacia 1915 en Zúrich, la fecha que, en efecto, daba Lissitzky para una obra suya reproducida en Los ismos del arte, en la parte dedicada a la abstracción; incluso llegó a pensar en patentarlo. No obstante, sintiéndose, como se sentía, «padre» del cuadrado, se puso muy furioso cuando su colaborador, Lissitzky, lo reivindicó como suyo.

En 1922, Lissitzky había publicado un libro ilustrado, Alrededor de dos cuadrados: Un cuento suprematista, dedicado «a todos los niños», en el que un cuadrado negro y un cuadrado rojo se disputan el dominio de un hiperespacio que contiene un planeta. Podría decirse que también era el debido homenaje de Lissitzky a la naciente revolución y al formidable Cuadrado negro de Malévich, su mentor, que había pintado ese célebre lienzo más o menos en la época de los cuadrados de Arp y Taeuber en Zúrich. Dicho de un modo más literal, Lissitzky puso en movimiento, en una secuencia formada por las páginas de un libro, la Composición suprematista: cuadrado rojo y cuadrado negro, de Malévich (1915). En la exposición 0.10 (San Petersburgo, 1915), el Cuadrado negro de Malévich se había expuesto en el ángulo formado por dos paredes y el techo, el lugar que en los hogares rusos suele reservarse a los iconos.

Un cuadrado negro ocupa gran parte de un folleto que Malévich repartió en la muestra Del cubismo y el futurismo al suprematismo, en el que declaraba con gran atrevimiento: «Me he transformado en el cero de la forma y me he sacado yo mismo del ridículo cenagal del arte académico.» Si en la Europa Occidental los dadaístas hubieran conocido esa proclama, es probable que la hubiesen convertido en una de sus consignas.

Si en Rusia la competencia era tan feroz, sólo podemos imaginar el desconcierto de Lissitzky cuando llegó a Alemania unos años después y vio que el sagrado cuadrado luchaba por la supremacía contra un arte con tendencias de lo más variadas, obra incluso de artistas que nunca habían oído hablar de Malévich. En 1923, Paul Westheim publicó «Observaciones sobre el cuadrángulo en la Bauhaus», donde señaló que la tendencia estaba inflándose hasta convertirse en una auténtica fiebre pedagógica:

En la Bauhaus, la gente se tortura estilizando cuadrados de conformidad con la idea. Al cabo de tres días en Weimar, ya tiene uno bastantes cuadrados para toda la vida. Malévich inventó el cuadrado en una fecha tan temprana como 1913. Fue una verdadera suerte que no lo patentara. La altura de la sensibilidad de la Bauhaus: el cuadrado [...]. En Jena, la gente de Stijl está montando una exposición de protesta; afirma estar en posesión de los únicos cuadrados auténticos.

La referencia a De Stijl sirve para recordar que toda la ética del programa holandés se predicaba tomando como referencia los cuadrados y sus variantes. En 1920, Van Doesburg puso dos cuadrados negros en la portada de Clásico-barroco-moderno, un ensayo de apenas treinta y una páginas. A manera de gesto empático, aunque tardío, en Nasci (el número doble de Merz de 1924) Schwitters y Lissitzky reservaron toda una página para el Cuadrado negro de Malévich, la posible puerta de entrada al futuro. Como toda puerta, tenía dos caras: una miraba hacia atrás; la otra, hacia el futuro.

Los ismos del arte presenta un panorama ecléctico, si bien bastante exacto, de los movimientos y tendencias del arte moderno de 1914 a 1924. Lissitzky, en cuanto creador del proun, se dedica a sí mismo dos páginas, pero Arp consigue arrancarle cinco páginas para dadá, con reproducciones de obras de Picabia, Hausmann, Ernst, Man Ray, Höch y Taeuber y él mismo. El autor también dedicó un apartado a Merz. Sólo el cubismo y la categoría general de abstracción ocuparon más espacio.

Como Libro de los nuevos artistas, el de Lissitzky es en esencia un libro de arte con cuatro páginas de texto al comienzo; es trilingüe, y en consecuencia ni siquiera esas páginas dicen mucho. Además, el inglés del autor era más bien flojo, y leer esas entradas resulta una experiencia cuando menos curiosa. Por ejemplo, Arp sobre dadá, con la ortografía del original:

The dadaïsm has assailed fine-arts. He declared art to be a magic purge gave the clyster to Venus of Milo and allowed “Laocoon & Sons” to absent themselves at last after they had tortured themselves in the millennial fight with the rattlesnake. Dadaïsme has carried affirmation and negation up to nonsense. In order to come to the indifference dadaïsme was distructive.9

El «clyster» en cuestión es el término alemán Klistier, «enema».

Otras entradas del libro eran citas de los creadores de los distintos ismos, o de personas que habían formado parte de ellos. Todo el texto sobre Merz, de Schwitters: «Todo lo que un artista escupe es arte» (Alles, was ein Künstler spuckt, ist Kunst). Schwitters, como su amigo Moholy-Nagy, tenían un punto de vista ecuménico, y ya no consideraban que lo abyecto no era apto para el arte como lo era cualquier otro material. Una vez que dadá dijo lo que tenía que decir, Merz tuvo el camino allanado para empezar su larga misión de bautizar y redimir la plenitud material del mundo entero, sin lavarla.

Schwitters, indiferente a tendencias y modas, detestaba que «los trastos viejos de los desvanes y las pilas de recortes no pudieran utilizarse para crear pintura en pie de igualdad con los pigmentos fabricados». Su entusiasmo y su interés por tales materiales, mientras avanzaba merzeando, ladrando y creando cuevas y grutas en el Merzbau, intentaban poner remedio a esa situación.

Pero, a medida que fue consolidándose el Tercer Reich, los artistas arios leales al nacionalsocialismo empezaron a producir como churros desnudos clásicos, héroes fornidos y tipos que eran la sal de la tierra y lucían lederhosen. En 1937, cuando se inauguró en Múnich la exposición de arte alemán oficial cerca de la muestra Entartete Kunst («arte degenerado»), el número de visitantes fue penoso; en cambio, era una multitud la que corría a ver las vilipendiadas obras de dadá, del expresionismo, el fauvismo y el cubismo... De cualquier ismo, pues en realidad el arte, ismo tras ismo, llevaba ya casi un siglo superándose sistemáticamente.

Las primeras exposiciones de dadá en Zúrich habían sido poco más que colecciones de los ismos más recientes, y fue Hans Arp en particular el artista que se asociaría con los siguientes, como el surrealismo y la abstracción. Para él, como para muchos otros, el privilegio de dadá consistió en apropiarse, furtivamente, de cualquier cosa que tuviese garra, carácter, de todo lo que limpiara, deleitara o sobrecogiera los sentidos. La gama que Arp presentó, junto con Lissitzky, en Los ismos del arte, sugiere la existencia de una tendencia amplia, universal y solidaria que atravesaba todas las artes en sus manifestaciones más avanzadas. Esa sensibilidad de orientación «ísmica» era siempre de ambición internacional (ni siquiera los ideales sentimientos impidieron a F. T. Marinetti divulgar el futurismo por todas partes). Dadá, nacido en una colmena de refugiados de las más distintas nacionalidades, procedentes de las naciones beligerantes de la Gran Guerra, fueron fieles a esa sabiduría artística que traspasaba todas las fronteras. Con el tiempo, cuando esos límites se desdibujaron, fue más difícil verificar los parámetros de dadá, pues comenzó a adquirir dimensiones auténticamente míticas.