13. ¿VERDAD O MITO?

¿De verdad fue dadá alguna vez un movimiento? De entre todos los dadaístas, Tristan Tzara fue el que más acarició la idea, y llegó incluso a idear sobre y papel de cartas con membrete, accesorios que encajaban a la perfección con el papel de director del movimiento internacional dadá que él mismo se había asignado. Pero, como había nacido y crecido en Rumanía, lejos del centro de todas las cosas, su objetivo era llegar a París, norte de todos los ismos, donde todo parecía destinado a acoger a la vanguardia.

Claro que, por irónico que parezca, fue en París donde dadá se hundió en los infiernos de las ambiciones enfrentadas hasta que, en 1923, en el tumulto de la Soirée du Cœur à barbe quedó tendido de espaldas sobre el cuadrilátero. Sólo un movimiento serio podía irse a pique con tanta gracia. Sin embargo, aun después de arder en esa incendiaria última noche en París, persistió otra cosa llamada dadá..., un estado de ánimo, una actitud, una postura para tal o cual ocasión. Algunas de esas ocasiones –exposiciones, veladas, representaciones y publicaciones– apuntaban a anunciar la llegada de dadá, o a beneficiarse de su fama. También circulaban leyendas urbanas, por supuesto, noticias en la prensa sobre acontecimientos que pudieron tener lugar o no, a los que acababan colocándoles la etiqueta dadá, como grafitis pintados al aerosol en un paso elevado. Dadá podía parecerse al pase de manos de un prestidigitador que confunde deliberadamente a los espectadores, y sus fundadores solían preferir que así fuese; no aspiraban a iluminar a nadie sobre el tema y hacían circular información falsa siempre que podían. Adelante, pues, los impresionables, los que sentían la necesidad de llamar dadá a su propio asombro.

Y así fue como artistas de todo el mundo se vistieron con el manto de dadá, sobre todo en la Europa Oriental, cuando las noticias fueron llegando, a veces con cuentagotas, a países que, tras una larga pertenencia al imperio austrohúngaro, se encontraban a la deriva cuando la doble monarquía se desmoronó al final de la Gran Guerra. Un ejemplo: la discreta asimilación de dadá cuando el constructivismo emergió en el círculo de exiliados húngaros en torno a la revista Ma, que Lajos Kassák publicaba en Viena.

Por su parte, teniendo en cuenta las visitas periódicas y las apariciones públicas de Raoul Hausmann, Richard Huelsenbeck, Johannes Baader y Kurt Schwitters, Praga pudo haber emergido como una capital oriental del dadaísmo; pero los checos no se pusieron a llevar a cabo el «trabajo destructivo de dadá» ni siquiera cuando era el momento oportuno, una circunstancia que Bedřich Václavek lamentó en 1925. Ya era demasiado tarde. No obstante, dadá no pasó de largo en Praga, y tampoco en los Países Bajos. Si bien la capital checa no era un bastión dadaísta, aún podía servir de incubadora.

En cualquier caso, no fueron checos los que armaron un revuelo con dadá en Praga; los responsables fueron dos jóvenes serbios que residían allí. Dragan Aleksić y Branko Ve Poljanski (seudónimo de Branislave Virgilije Micić) organizaron una gran velada dadaísta en 1921, en la calle Štěpánská, y consiguieron atraer a más de mil personas. Tras las declaraciones programáticas habituales, leyeron poemas. Aleksić causó una fuerte impresión leyendo un rollo que, según afirmaba, tenía veinticinco metros de largo. Una de sus composiciones parece una adaptación literaria de un dibujo mecanomorfo de Francis Picabia.

Una muchacha como paja

Dos baterías de automóvil

Deteneos amigos míos parpadeantes,

Conversores dos-tres.

Salicium calcii pulveri

oxygenium, baxi pulveri,

cantharides, nitrocarbonati

pulvus mixtus genui Malveri.

Con este poema, titulado «Farmacopea del amor», el autor consiguió que entre el público se armase un buen jaleo. Más de uno sacó un revólver, y el acto se derrumbó sobre sí mismo. La ocasión llevó a Hausmann a pedir que se erigiese un monumento a Aleksić en caso de que muriese luchando por la causa de dadá. Aleksić programó una segunda parte, pero la noche antes lo apuñalaron en un bar. A partir de ahí, las autoridades prohibieron toda clase de actos por el estilo.

Al volver a Serbia, Aleksić encontró en la revista Zenit, que dirigía Ljubomir Micić, el hermano de Poljanski, «una masa lo bastante maleable para el rodillo de dadá». Para Micić, dadá era más que nada puro bla bla bla, pero de momento estaba dispuesto a tolerarlo un poco en su publicación.

En cuanto órgano de la vanguardia internacional, Zenit en parte imitaba a Ma, de Kassák, aunque la revista de Micić incluía más textos en las lenguas originales. Los primeros números dedicaron un espacio importante a Yvan Goll, el poeta alsaciano que en la posguerra ensayó el paso del alemán al francés. Su extenso poema Arde París (existen versiones en las dos lenguas) se publicó por primera vez en traducción serbia con el sello de Zenit. El Manifiesto zenitista (1921) incluía proclamas de Goll, Micić y Boško Tokin. Micić, recordando varias proclamas de dadaístas que se presentaban como bebés desnudos, ensalzaba al «Hombre Desnudo Barbarogenio» de los Balcanes, y fue él quien fomentó específicamente la aparición de un antídoto eslavo-balcánico contra la decadencia occidental. Goll, jugando otra carta de la baraja dadá, insistió: «Necesitamos CANCIONES NEGRAS modernas», y declaró que el Poeta Nuevo era «siempre INTERNACIONAL». Tokin identificó el dadaísmo como una asimilación trascendente del cubismo, el futurismo y el expresionismo. «Hay que ser bárbaro», escribió, sin hacer, no obstante, referencia alguna a dadá.

Micić cedió un espacio a Aleksić en Zenit para la promoción de dadá, pero la revista también se distanció del movimiento. En el segundo número, en un artículo anónimo (firmado por «un zenitista») se analizaban las características de dadá, pero el autor terminaba con una nota de desdén. Tras declarar que el dadaísmo no era ninguna novedad, «ahora sólo un pasatiempo de moda», el anónimo zenitista reconocía: «Es divertido, pero no es una religión, ni una convicción ni un arte nuevo.» Es evidente que suponía que, como arte, dadá ya era conocido a través del arte abstracto, y, en la vertiente literaria, citaba un poema muy famoso y muchas veces reimpreso de Louis Aragon, publicado originalmente en abril de 1920 en la revista Cannibale, de Picabia, y que, por razones obvias, se convirtió en un ejemplo de dadaísta accesible para todos:

SUICIDIO

A b c d e f

g h i j k l

m n o p q r

s t u v w

x y z

En el número siguiente de Zenit, Aleksić publicó la valoración participativa de dadá que había leído ante el público de Praga justo antes de llevarlo al paroxismo con su «Farmacopea del amor». En su artículo, Aleksić seguía el ejemplo de Huelsenbeck, cuyos ensayos y manifiestos se habían traducido al checo, el húngaro y el ucraniano, y no tardó en traducirlo al serbio. «El arte es lo que los nervios expresan», escribió. «Los nervios son primitivos» y, en un tono que pone a dadá en la órbita del «barbarogenio» del zenitismo: «Los nervios son lo primigenio, lo natural.» Dadá era el portador de una antorcha para el espíritu del carpe diem, pues «vivimos en minutos, en segundos, no en años».

Para Aleksić, dadá era el grito natural de la juventud que aullaba a la luna. Dicho sencillamente, «DADÁ es un término para llegar a ser feliz» y «DADÁ busca 300.000 circos para popularizar el arte (¿para qué trabajar?)». Unos meses después, prosiguió en la misma línea con una semblanza muy vital de Schwitters, y concluyó que el alemán no era «un mero temblor de una red DADÁ; es el verdadero lazo que arrastrará al mundo al neofuturismo pandadayámico». Una mezcla parecida de referencias se puede encontrar en el Avantguarde Almanac ucraniano de 1930, en el que se afirma que un «sistema panfuturista» combina las tendencias destructivas y constructivas del arte, guiño más que evidente a lo que entonces quedaba de dadá. Aleksić siguió colaborando regularmente en Zenit un año más como representante del Yougo-Dada (el dadaísmo yugoslavo), pero Micić acabó hartándose cuando, en el número monográfico de Ma (Viena) dedicado a dadá, se publicó el poema de Aleksić «Taba Ciklon II». Colocado significativamente encima de la foto de un edificio de apartamentos modernista de De Stijl, el poema es un texto desenfadado para recitar a la manera de Schwitters:

tAbA

tAbA

TaBu tabu mimemamo tabu

tAbA

Tabu ABU TaBu aBu TabU

bu tAbbbu

Ta bu

aBu taBu /popokatepetl/

aBu/popopo/TaBu/kakakaka/

abua abuU abuE abuI

aBuKiabu abukiabu

TaBa ubata tabu

TaBau TaBau /riskant/

tabu u tabau ubuata

Ta ba U

abU TABUATA TUBATAUBA

taba

re re re RE RE

Rn Rn Rn Rn

Reb en en Rn

Ren RN ReN ErNReN

abu tabu abua u tabu abuaaa

aba tabu abaata

babaata tabu tabauuuta

taba RN

tabaren

tabarararan/rentabil/

tabaren ENEN tabarerenn/parlevufranse/

Es posible que ese descarado toquecito francés al final del poema crispara, y no poco, a Micić, o quizá fue únicamente un capricho –censurable– en el estilo del bruitisme de dadá; probablemente al serbio le pareció simplemente un balbuceo infantil. Sea como fuere, Micić renegó de Aleksić y de Mihailo S. Petrov, otro dadaísta, en una excomunión oficial que se publicó en mayo de 1922 en el número 14 de Zenit.

El resultado de la pelea entre Micić y Aleksić por culpa de dadá fue una oleada de réplicas y contrarréplicas en publicaciones únicas que volvieron a enviar hacia el cielo la llamarada sulfurosa de dadá. Al tiempo que se hacía pública la excomunión, se anunció la aparición de una nueva publicación, Dada-Jok (jok = no), que dirigiría Poljanski, el obediente hermano de Micić, ahora ex dadaísta. En una página, debajo de «Feliz Año Nuevo 1922», se ven unas cuantas palabras sin sentido en diferentes tipos de letra, que Micić tomó de una viñeta de Chaplin que acababa de salir. Encima, una catedral cabeza abajo, con dos amenazadoras agujas que parecen sendos estiletes. Para replicar a Aleksić, Dada-Jok presenta al director de Zenit como

El gran maestro de todos los dadaístas

primer gran Antidadá

Contradadá

Zenitista

Contrapseudozenitista

DIOS DE LOS DADAÍSTAS

Pisándole los talones a Dada-Jok llegaron dos pequeñas revistas de Aleksić, Dada-Tank y Dada-Jazz. En la primera pudieron leerse obras de Schwitters y Tzara y extractos del prefacio de Huelsenbeck para el Almanaque Dadá, en traducción de Aleksić. En la segunda se reimprimió el texto de Aleksić sobre dadá que ya se había publicado en Zenit (una especie de et tu, Brute?, dirigido a Micić) y una traducción del «Manifiesto del Señor Aa el Antifilósofo», de Tzara. Las dos nuevas publicaciones consolidaron el papel de dadá en el mundo del arte en Serbia.

Para hacer honor a su título, Dada-Jazz publicaba anuncios de clubs de jazz de Zagreb, donde se podía practicar «bailes modernos y excéntricos». La dirección de la redacción aparecía como la central de un club dadá. También se organizaron funciones de tarde en Novi Sad, en el Bar Americaine, donde Aleksić actuó vestido de boxeador, y en salas de cine de Osijek y Subotica, donde se pudieron proyectar imágenes de obras de Hausmann, Picabia, László Moholy-Nagy y otros. Aleksić incluyó en sus programas obras literarias zenitistas, hasta que Micić, por medio de un telegrama que puede calificarse de desafiante, le prohibió que siguiera usándolas. (A manera de recompensa por sus desvelos, a Aleksić lo apodaron «Dada» toda la vida.)

Aunque despreciaba realmente al dadaísmo, la desaprobación de Micić formó parte de una sensación ampliamente compartida en los países del Este europeo, donde dadá se percibía como un movimiento ajeno y las nuevas circunstancias políticas (causa de optimismo o desesperación) daban, como mínimo, la opción de tener su propia vanguardia, no un derivado. Los checos, por ejemplo, estaban embarcados en un proyecto optimista y muy libre que llamaron poetismo, y tardaron un tiempo en darse cuenta de que dadá compartía su entusiasmo por Charlie Chaplin. El libro Sobre el humor, los clowns y los dadaístas, del prestigioso poetista Karel Teige, se publicó en 1924, después de que, aunque de mala gana, el autor llegara a aceptar que dadá tenía algo que ofrecer.

Vítězslav Nezval, amigo y aliado de Teige en el poetismo, reconoció la eficacia destructiva de dadá: «Los dadaístas son transportistas de muebles. Han desmantelado completamente a la burguesía moderna.» A consecuencia de ello, «ahora nos encontramos en una habitación demolida. Es necesario un nuevo orden». «El espíritu moderno es un espíritu de construcción, un espíritu de sabiduría», escribió Teige, advirtiendo, no obstante, que «es saludable añadir una pizca de locura a toda sabiduría». Cuando Schwitters actuó en Praga en mayo de 1926, fue en ese espíritu como se lo apreció. Testigo de las carcajadas y los aplausos, el periodista y editor Arthur Černík reflexionó así: «Dadá sólo es la espuma de la vida. Quiere sacarnos de nuestra satisfacción cotidiana y hacernos reír [...] sacarnos durante unos momentos de los problemas de todos los días.» Esa interpretación de dadá, en cierto modo atenuada, como alegre espuma de cerveza, se refleja en una invitación para una fiesta de despedida que Nezval envió a algunos amigos antes de viajar a París en 1924, anticipando su júbilo como «poetismo en el ejercicio de DADÁ».

Presentada como «programa de mano musical», la revista Tam Tam, que el compositor y productor teatral Emil Burian publicó en Praga en 1925, se comprometió seriamente con el dadaísmo. El título es de por sí un eco de dadá, y evoca el sonido de una pandereta. «La estética, antes Ciencia de la Belleza Fea, ahora Ciencia de la Fealdad Bella», éstas fueron las provocadoras palabras inaugurales de Burian, uno de los primeros en saludar la llegada del jazz a Praga. «A través del dadaísmo nos enriquecimos realmente con una corporeidad hermosa y optimismo», escribió.

Dadá nos enseñó melodías callejeras y orquestaciones estridentes, nos trajo el jazz y las pianolas, presentó a nuestra sensibilidad las mejores vibraciones de la absoluta belleza sonora. Después de dadá, apreciamos la fealdad y el azar, ventajas innegables de la admirable excentricidad de un foxtrot tonto y ruidoso y de un hotentote borracho.

En 1927, Burian debutó con su Voiceband bajo los auspicios de dadá en el Teatro Frejka. Voiceband era un grupo polifónico que se nutría del ritmo sincopado del jazz condimentado con una vocalización que Burian pudo haber aprendido de las interpretaciones de Schwitters y Hausmann. Aun así, cabe recordar que, a mediados de la década de 1920, el jazz se propagaba a velocidad de vértigo, y que dadá, en cambio, parecía cada vez más una reliquia. Y lo mismo parecía estar ocurriendo al este de Praga.

Dadá nunca llegó a penetrar de verdad en Rusia y Polonia. Además de la situación política, que atrofiaba el crecimiento de un movimiento así, en ambos países ya habían conocido, antes de dadá, una manifestación muy vital del futurismo, que presagió muchas de las características asociadas al dadaísmo y, por tanto, le quitó gran parte de su fuerza cuando llegó a esos lugares.

En Polonia, la ola futurista fue un fenómeno de la posguerra, pero los futuristas seguían siendo debidamente conscientes de su deuda con los ismos que lo precedieron. En el «Manifiesto del futurismo polaco», publicado en Cracovia en 1925, se señalaba: «El cubismo, el expresionismo, el primitivismo y el dadaísmo ofrecen más que todos los demás “ismos”», y, no sin cierta picardía: «La única energía que queda sin explotar en el arte es el onanismo.» Como guiado por el desdén que dadá sentía por el comercio de almas del expresionismo, el futurista Bruno Jasieński declaró: «En lo que respecta a las obras de arte, estamos rompiendo de una vez para siempre con el pathos de la eternidad.»

Cracovia ofrecía un caldo de cultivo ideal para el futurismo, y muchos paralelismos estéticos con París y Berlín, los dos grandes territorios dadaístas. Jasieński organizaba funciones en las que la actriz Helena Buczyńska hacía gala de una «plasticidad verbal» que los dadaístas habrían reconocido. Jan Nepomucen Miller intentó en vano integrar el dadaísmo en un movimiento que él llamaba dadanaízmo, por el término dadana, un conocido estribillo fonético en la poesía popular polaca, y sus poemas, hechos únicamente con signos de puntuación, lo aproximaban aún más a dadá.

El mismo espíritu reinaba en Varsovia, donde Aleksander Wat y Anatol Stern, dos jóvenes que llegaron a ser verdaderas estrellas de las letras polacas, se divertían en púbico, Stern paseando a Wat desnudo por la ciudad en una carretilla y anunciando «una velada subtropical organizada por negros blancos». Europa (1928), el extenso poema ilustrado de Stern, reproduce imágenes de boxeadores profesionales negros y se abre con la conocida figura de Charlie Chaplin desempeñando el papel de presentador del libro. Como tragándose literalmente el «microbio virgen» de Tzara, Europa concluye con una visión del proletariado como un alzamiento celular: «esta multitud de furiosas bacantes / está a un centímetro de mi piel». La manifestación más curiosa, aunque tangencial, de dadá en Polonia no fue un manifiesto, sino el «Manifest [Fest-Mani]» del singular artista y dramaturgo Stanisław Ignacy Witkiewicz, con su provocadora respuesta a la pregunta «¿Cómo se puede aventajar al futurismo y el dadaísmo? CON BROMAS ENGAÑOSAS». Y la broma de Witkiewicz consistió en firmar el texto: Marceli DuchańskiEs Broma.

En Rusia, como en Polonia, existían tendencias artísticas claramente compatibles con dadá. Allí también el futurismo fue una componente importante de esas historias. Antes de la guerra se vieron ya algunas muestras de colaboración activa entre poetas y pintores de varios grupos futuristas rusos. En 1912, el grupo Hylaea de Moscú publicó un almanaque que, desde el título mismo, Una bofetada al gusto del público, anticipa la agresión dadaísta. En 1913, y paseándose por las calles de Moscú con la cara pintada, los hylaeanos pusieron en circulación el manifiesto «Por qué nos pintamos la cara». «Hemos integrado el arte en la vida», declaraban, adelantándose así tanto al dadaísmo como al constructivismo. «Emplazamos en voz alta a la vida y la vida ha invadido el arte; es hora de que el arte invada la vida. Pintarnos la cara es el principio de la invasión.» Así pues, presagiando el nacimiento de la poesía fonética en Zúrich, los poetas Alexéi Kruchenij y Velimir Jlébnikov, miembros de Hylaea, se dispusieron a trabajar en algo que llamaron zaum, una práctica poética «transracional» o «masalladelsentido», que liberaba la palabra de la frase y la letra de la palabra.

Si zaum parece rozar un límite absoluto, otro poeta de un grupo futurista rival superó incluso esos poemas sonoros sin palabras. En Muerte al arte (1913), Vasilisk Gnedov incluyó el «Poema del final». Culminando una colección que contenía varias composiciones de una sola línea y hasta de una sola sílaba, ésa en particular sólo era un título en lo alto de la página en blanco. En las lecturas públicas, Gnedov interpretaba el «poema» con aplomo. Vestido formalmente, jugueteaba con las gafas, retocaba la posición del libro en el atril, se quitaba una mota de polvo de la chaqueta, miraba la hora y hacía una serie de gestos con la mano, pasándola por encima de la cabeza mientras alzaba la vista hacia el cielo y desplegaba la aguda expresividad de un poeta entregado a una exhortación apasionada, y la pantomima continuaba hasta que el público, nervioso, no podía más y manifestaba su impaciencia.

Después de la guerra, y durante los primeros años de la revolución, se formó un grupo ruso que adoptó a sabiendas el modelo de dadá, pero que se abstuvo de usar el término porque en Rusia lo hubieran tomado por una afirmación doble, da, da, que en ruso significa «sí, sí». Eran los nadistas, que declaraban: «En poesía no hay nada, sólo los nadistas.»

Cuando Tzara y sus colegas de Zúrich afirmaron que dadá estaba dando la vuelta al planeta, y cuando Huelsenbeck repitió esa afirmación en el Almanaque Dadá de 1920, sabían que una palabra tan sencilla y elástica no podía más que encontrar esos nichos internacionales a medida que migraba y se les escapaba de su control y sus esperanzas. En efecto, era un microbio virgen, infección sin intención, pero lograda como un destino predicho.

En Japón, por ejemplo, oyeron hablar de dadá, pero, como en Polonia y Rusia, también allí se las ingeniaron para subsumir el microbio en su propia anatomía artística sin siquiera estornudar. Las noticias sobre el dadaísmo japonés tendían a encajar fácilmente en un punto de vista cultural preparado por el budismo y el taoísmo. En japonés, dada significa «terquedad infantil» y los Poemas de Shinkichi el dadaísta (1923) evocaban esa asociación. El propio Takahashi Shinkichi se apresuró a apropiarse del término cuando en 1922 leyó en un periódico una crónica sobre dadá en la que el autor afirmaba que era una voz occidental para decir «la nada».

Más cerca de Europa, en Tiflis, la capital de Georgia, soplaron vientos que podrían haber sido dadaístas en cuanto manifestación exclusivamente eslava de un grupo que se bautizó a sí mismo con la fórmula del ácido sulfúrico, H2SO4. Sus miembros se paseaban por las calles de la ciudad acompañados por un oso con bozal. Otro grupo de Tiflis, conocido como 41.°, compartía con dadá muchos puntos de referencia y actividades, pero no se enteró de su existencia hasta 1921. Un miembro de este grupo, Iliá Zdanévich, que publicaba con el seudónimo Iliazd, se fue a vivir a París justo a tiempo para participar en las fases finales de dadá. Fue Iliazd quien ayudó a Tzara a organizar la Soirée du Cœur à barbe, en parte porque era una ocasión ideal para leer poemas rusos, pero también porque dadá había acabado con la buena voluntad de los empresarios teatrales y nadie quería alquilarle un espacio a un dadaísta. Iliazd vivió luego toda su vida en París, y en 1949 fue el artífice de una de las joyas más bellas de la edición de vanguardia. Les mots inconnus («Las palabras desconocidas») es un compendio internacional de poesía sonora, zaum y experimentos similares dedicados a hurgar debajo de la superficie conocida del lenguaje para desenterrar el júbilo desde la fuente presemántica exacta. Iliazd diseñó cada página como una plantilla visual para exhibir sus fascinantes ejemplos, muchos de ellos procedentes de los anales de dadá.

Bucarest, la capital rumana, también fue escenario de algunas travesuras dadaístas. Los compatriotas de Tzara sabían de él, por supuesto, pero la vanguardia de Bucarest, como ocurrió en la mayoría de las capitales de la Europa Oriental, fue esencialmente receptiva al constructivismo. Con todo, un poco de irreverencia dadá condimentaba de vez en cuando sus actividades, como el «Manifiesto militante para la juventud», publicado en la revista Contimpuranul en 1924.

¡Abajo el Arte,

pues se ha prostituido!

La poesía no es más que una prensa para estrujar la glándula lagrimal de las muchachas, sea cual sea su edad;

el teatro, una receta para la melancolía de los comerciantes de conservas;

la literatura, una lavativa desbravada; la dramaturgia, un tarro de fetos maquillados;

la pintura, un pañal de la naturaleza tendido en los salones de venta; la música, un medio de locomoción en el cielo;

la escultura, la ciencia de los toqueteos dorsales; la arquitectura, una empresa de mausoleos entarascados

Y la letanía concluye con una vehemente exhortación: «¡Matemos a nuestros muertos!»10

La vitalidad y las invectivas maliciosas son naturales en la juventud, pero, para Tzara, dadá era algo más que euforia adolescente. Había sido el dadaísta más joven, pero la participación activa y la influencia de artistas mayores que él, como Hugo Ball y Picabia, lo habían ayudado a madurar y habían fortalecido su sentido de misión. No obstante, era una cuestión de honor que lo considerasen, en cierto modo, dadaísta de nacimiento, incluso antes de dejar Bucarest para instalarse en Zúrich. Cuando el poeta y escritor rumano Saşa Pană propuso publicar los poemas rumanos de Tzara con el título «Poemas de antes de dadá», Tzara se opuso, e insistió en que su desarrollo no había conocido interrupciones.

En una carta a Jacques Doucet, modista francés y ávido coleccionista de los objetos dadá más diversos, afirmó: «Ya en 1914 había intentado quitarles el significado a las palabras, y usarlas para dar un nuevo sentido total al verso mediante la tonalidad y el contraste auditivo.»

Alejarse, superar, liberar: era en esos términos como pensaba Tzara. Pese al enorme fervor destructivo que se asocia con dadá y a toda la confusión que Tzara preparó meticulosamente desde fechas muy tempranas, él buscaba lo que buscaban casi todos los dadaístas: claridad y equilibrio. Y así lo dijo expresamente en una declaración, titulada «El fin de dadá», que se distribuyó como encarte en un número limitado de ejemplares de los Siete manifiestos Dadá en 1924 –mal momento, pues fue el año en que toda la empresa empezó a derrumbarse–. Hablando como a escondidas, desde las ruinas, lo que Tzara tiene que decir es confidencial, no un manifiesto. En un llamamiento a los fuertes y los débiles, a los sanos y los enfermos, afirma que, si leen su libro, se curarán. Todo el mundo está loco; por tanto, la lógica ha de quedar al margen: no existe el bien, no existe el mal, todo está permitido. Y sólo podemos aspirar al punto cero. «La indiferencia es la única droga legal y eficaz, la indiferencia sin esfuerzo, sin consecuencias.»

La indiferencia sobre la que Tzara escribió en ese texto fue una piedra de toque también para Hausmann y los demás dadaístas de Berlín, que la habían descubierto, desarrollada de manera convincente, en el concepto de «indiferencia creativa» que tanto encomiaba el filósofo Mynona, es decir, Salomo Friedländer, amigo personal de Hausmann. Había pasado con él unas largas vacaciones en 1916, analizando febrilmente el concepto, y es evidente que presentismo, término que acuñó Hausmann, es deudor de Friedländer, que en 1913 había publicado en Der Sturm «Presentismo: El discurso del Emperador de la Tierra a la Humanidad», un texto en el que el espíritu terrenal primigenio del título confiesa ser extrahumano: «no una persona, soy nadie y soy todos, indiferentista». Situándose en el punto central de la nulidad –«Soy la nada imperial»–, el Emperador de la Tierra emana un nihilismo muy inspirador cuando afirma: «He eliminado todos los contrarios dentro de mí, y así he ganado en fuerza.»

Aunque no conocieran la filosofía de Mynona, los dadaístas llevaron consigo intuitivamente la semilla de la visión que postulaba el filósofo, donde el punto neutral en que se disuelven los contrarios hace las paces con la materia del universo, que no cesa de propagarse dejando a su paso una especie de tolerancia budista con esa profusión ingobernable. Siempre ha habido escritores, pensadores y espíritus creativos cuya imaginación vuela muy alto, hasta llegar al reino donde el chiste y la socarronería retozan con lo mejor de la sabiduría. Dadá añadió un elemento que hasta entonces nadie había explorado: era un colectivo. Se componía simultáneamente de una hidra de cien cabezas, en la que una de ellas era siempre «anónima». Así pues, nada más conveniente que esa indiferencia creativa la descubriese un hombre que había elegido su seudónimo escribiendo anonym en sentido inverso.

Los grupos son, a la larga, un fenómeno difícil de sostener, sobre todo cuando el germen inspirador tiene un espíritu tan libre como dadá, que floreció apenas cinco meses en Zúrich y después se mantuvo chisporroteando de manera intermitente durante los dos años siguientes y un poco más. El ímpetu que conoció en Berlín duró allí dos años y medio. En cambio, en Colonia apenas despegó, con dos exposiciones y un breve estallido de publicaciones periódicas de un solo número. En París, y para el fastidio cada vez mayor de todos los que tomaron parte en dadá, estuvo en marcha dos años hasta que el vehículo dadaísta empezó a quedarse sin ruedas. En Holanda fue una «invasión» que duró menos de un mes. En Nueva York, una idea a posteriori, mientras que en los Balcanes y en otras partes de la Europa Oriental se pareció más a un pequeño fuego que una colilla había provocado en una alcantarilla.

Considerando el temperamento volátil de las personalidades que crearon dadá y tuvieron la responsabilidad de sostenerlo, es un milagro que durase más que un fin de semana desenfrenado. Pero dadá no era algo en lo que la gente se pudiese convertir, ni una entidad en la que integrarse (a pesar de los pregones y los anuncios del Club Dada de Berlín). Dadá se era, punto.

Si se analizan las actividades posdadá de las principales figuras, es difícil no concluir que su participación en el movimiento los hizo formar parte de una liga que podría calificarse de unipersonal. Dadá les legó una fuerza vitalicia, como si hubiesen estado en el templo del Grial y probado el elixir. Para muchos de ellos, ese elixir incluyó la poción mágica de la longevidad. Philippe Soupault vivió hasta los 93 años, y Georges Ribemont-Dessaignes murió con 90. Hannah Höch y Marcel Janco llegaron a los 89; Hans Richter murió con 88; Man Ray, con 86. Takahashi Shinkichi, el autoproclamado dadaísta japonés, también murió con 86 años. A pesar de haber soportado la dureza del exilio en la madurez, Hans Arp, Max Ernst, Raoul Hausmann y Walter Mehring murieron con 85 años. Richard Huelsenbeck, Johannes Baader y Marcel Duchamp superaron la barrera de los 80. Beatrice Wood, la novia del dadaísmo neoyorquino, fue la ganadora: murió con 105 años. Para una generación en la que únicamente el 5 % llegaba a esa edad, puede decirse que dadá era algo que estaba en el agua que bebían.

En cambio, John Heartfield, Francis Picabia y André Breton, que vivieron hasta los 70 años o más, murieron relativamente jóvenes. Tristan Tzara falleció con 67, igual que George Grosz. Sólo en un puñado de casos, esas muertes tuvieron su causa en las circunstancias históricas o en problemas de salud. Kurt Schwitters murió a los 61 años, Sophie Taeuber con 54, la baronesa Elsa con 52, Theo van Doesburg con 48, y el más joven de todos, Hugo Ball, el fundador del Cabaret Voltaire, con apenas 41 años. Lo sobrevivió su amada Emmy Hennings, que murió con 62 años.

Ninguno de los fundadores siguió siendo dadaísta de por vida, al menos en el sentido de continuar jugando esa carta. Los primeros cabecillas y portentos creativos no tardaron en ponerse a hacer otra cosa, pero la mayoría mantuvo una llama encendida en el santuario privado de la memoria y la imaginación, y muy pocos pudieron deshacerse de dadá tan limpiamente como Picabia, quien, como no podía ser de otra manera, le dijo adiós haciendo gala de su ingenio: «No guardo la colilla después de terminarme un cigarrillo.»

Por el momento en que surgió, y teniendo en cuenta que sus integrantes eran relativamente jóvenes, dadá estaba destinado a padecer las calamidades que poco antes de mediados del siglo XX arrastraron a la vanguardia y todo lo demás a un auténtico torbellino. A los que hicieron de la destrucción dadaísta una Beatriz, los esperaba una serie de sacudidas, aterrizajes forzosos y también, en un grado sorprendente, finales felices, siempre después de haber dejado atrás la curva de las destrucciones más atroces a escala mundial.

En 1917, cuando Ball por fin, y después de darle muchas vueltas, se liberó de dadá, empezó a alternar actividades. Estaba lleno de proyectos, y los llevó a cabo con un celo singular. Al principio se dedicó a causas políticas, y mientras dadá representaba su último acto en Zúrich, formó parte de la redacción del periódico radical Die Freie Zeitung, que se editaba en Berna. En 1919 publicó Crítica de la inteligencia alemana, donde radiografió la veta autoritaria de su país natal con una integridad a toda prueba.

No obstante, pronto dejó la política para volver a algo que siempre había sido su guía, la religión. Ball y Hennings se casaron finalmente en 1920, y él volvió a confirmarse en la fe católica en que había crecido embarcándose en un estudio sobre los Padres de la Iglesia. En 1923 publicó un libro erudito, Cristianismo bizantino, que fue muy bien acogido. Se hizo amigo de Hermann Hesse, autor de libros tan populares como Demian y Siddhartha. Ball murió antes de leer El lobo estepario (1929), pero poco antes de morir de cáncer de estómago en 1927, vio la luz Hermann Hesse: vida y obra, a tiempo para celebrar el medio siglo de vida de su amigo.

Ese mismo año se publicó La huida del tiempo, un compendio de sus diarios de los días de dadá y uno de los libros más serios y reveladores sobre su época, que es, además, casi el único testimonio en primera persona de lo que había en el Cabaret Voltaire. Los montañeses del cantón de Ticino, Suiza, donde vivió sus últimos años, lo tenían por un santo local. «La muerte es la única condición creíble de la indiferencia perfecta», escribió Ball, y «el requisito previo de todo filosofar». Hasta que dejó de filosofar y eligió la senda de la devoción, aun cuando ese sentimiento se inscribiera en el centro del dadaísmo, y cabe tener presente que él fue de los primeros en definir qué era dadá. Según Ball, había que asombrarse, pero cada vez más suavemente, pues es así como la eternidad se asombra de los tiempos y los cambia. Asombrarse de los asombros mismos, también de las heridas, las más profundas, las últimas, y elevarlos a la categoría de lo maravilloso.

Arp, que atesoró el recuerdo de esa «Dadalandia» fundada en Zúrich, tenía a Ball por uno de los grandes escritores alemanes. Le reconocía el mérito de haber revelado el «tesoro mágico» que «conecta al hombre con la vida hecha de luces y sombras, con la vida real, la colectividad real». A lo largo de los años, Arp fue redactando homenajes a sus compañeros, cuentos de hadas con un toque epigramático. «Las estrellas escriben a un ritmo infinitamente lento y nunca leen lo que han escrito.»

Arp afirmaba que, de adulto, había vuelto a aprender a leer. Sus poemas oníricos bautizaron el buque del surrealismo antes de que lo botaran. Como a los surrealistas, le atraían especialmente los juegos de palabras y los lapsus intraducibles dentro de la propia lengua, como el título de su poemario Weisst du schwarzt du, un juego con las voces alemanas weiss («blanco») y schwarz («negro»), aprovechando que la segunda persona del singular del verbo wissen («saber») se declina weisst y formando un verbo con el adjetivo schwarz. Arp desplegó su talento inimitable para esos juegos tanto en alemán como en francés, y cuando Taeuber y él se instalaron en Francia en 1926, dejó el Hans para pasar a llamarse Jean.

Un ejemplo de la honradez de Arp lo brinda su capacidad de moverse simultáneamente entre tendencias artísticas incompatibles. Formó parte del movimiento surrealista durante las décadas de 1920 y 1930, y al mismo tiempo fue miembro de la asociación Abstraction-Création, un grupo de artistas abstractos que surgió precisamente para contrarrestar la influencia de Breton y compañía. Jean Hélion, uno de sus fundadores, recordó más tarde, sobrecogido: «Éramos un grupo de abstraccionistas estrictos que tenían cosas muy feas que decir sobre el surrealismo, y Arp se fue con Breton y sus amiguetes al Cyrano, un café cerca de la plaza Pigalle. Y lo hizo con mucha delicadeza, sin enfrentarse con nadie y sin un solo pensamiento que pudiera tomarse por traición.»

Como ilustra ese caso, es evidente que fue la falta de pretensiones lo que ayudó a Arp a navegar entre grupos artísticos rivales; pero, a pesar de los conflictos entre tal o cual escuela, nunca dejó de ser fiel a lo natural, a la simplificación. «A veces aprendemos a “comprender” mejor observando el movimiento de una hoja, la evolución de una línea, una palabra de un poema, el grito de un animal, o creando una escultura.» Las esculturas de Arp aspiraban cada vez más a ser depositadas en el mundo de manera discreta y anónima. Para ejemplificarlo, Carola Giedion-Welcker –amiga suiza y defensora de Arp, Max Ernst y James Joyce, entre otrosyuxtapuso una foto de un arroyo nevado a la escultura de Arp Concreción humana (torso-fruto); la revelación se produce al constatar que la obra de Arp es, simplemente, la parte que no se fundirá.

Giedion-Welcker, cronista incansable del arte y la literatura de vanguardia, también rindió homenaje al incomparable diseño interior de un proyecto de reforma que unió a Taeuber y Arp con Theo van Doesburg: el Aubette, un edificio histórico de la imponente plaza Kléber de Estrasburgo, en el que, como ella misma comentó, «no cabe duda de que quienes tuvieron la suerte de bailar en esa moderna caverna prehistórica se mueven no solamente al compás del jazz, sino también inspirados por la vitalidad visual y el ritmo de las creaciones de Arp [...] que se extienden como tentáculos monumentales». Emmy Hennings comparó el efecto con el de «la lámpara con la que Aladino iluminó la cueva maravillosa».

Fue gracias a Taeuber como consiguieron que les encargaran la reforma del edificio. Cuando se inauguró el Cabaret Voltaire, aún era profesora ayudante en la Escuela de Artes Aplicadas de Zúrich, plaza que ocupó desde 1916. Su propio arte lo desarrolló lentamente, pero con pulso firme, y en 1925 formó parte, en París, del jurado de la monumental Exposición Internacional de Artes Industriales y Decorativas Modernas, famosa por haber consolidado el papel del art déco como estilo dominante en el diseño. Todo en la obra de Taeuber –de las marionetas a los diseños textiles, dibujos, relieves, aguadas e interiores– reflejaba su magnanimidad, de la que pueden oírse ecos en el consejo que dio a su hijastra: «Creo que he hablado contigo lo suficiente de cosas serias», le escribió, «y por eso hablo también de algo a lo que atribuyo un gran valor, aun siendo demasiado poco apreciado..., la alegría. Es esencialmente la alegría lo que nos permite no tener miedo a los problemas de la vida y encontrarles una solución natural.»

Ese optimismo de Taeuber impregnó el proyecto Aubette desde el primer día. Los propietarios le habían pedido que remodelara el edificio, un trabajo lo bastante rentable que permitió que Arp y ella se instalaran luego en París, donde la artista diseñó y supervisó la decoración de su casa junto con los estudios de ambos. Para el Aubette, Arp adornó las paredes del café con «árboles-hongo» biomórficos. Para el salón de té y el bar del foyer, Taeuber se inspiró en los colores y las formas de las pinturas de Pompeya.

Por su parte, Van Doesburg no tardó en darse cuenta de que el proyecto era el foro ideal para poner en práctica la estética de De Stijl que venía promoviendo desde hacía años en su revista. A pesar de su gran interés en el diseño arquitectónico, había tenido pocas oportunidades de trabajar en un proyecto de envergadura. Terminada la reforma, el Aubette se abrió en 1928, y Van Doesburg no perdió el tiempo y le dedicó un número profusamente ilustrado de De Stijl. No obstante, poco después le consternó descubrir que su limpio diseño geométrico tropezaba con no poca resistencia. Para hacerlo acogedor, los camareros decidieron «adornarlo» con bombillas de colores y flores artificiales: «El público no está preparado para abandonar su mundo “marrón”», se lamentó Van Doesburg, «y se empecina en rechazar el nuevo “mundo blanco”.»

De una manera que cabe calificar de impulsiva –e injusta–, Van Doesburg se quedó con la parte del león en lo que atañe al mérito por la reforma del Aubette. Los colores vistosos y el aspecto general tenían el inconfundible toque de De Stijl, sin duda, pero Arp y Taeuber habían trabajado con tesón en una línea similar antes incluso de que surgiera el movimiento del holandés, y, a pesar de lo que reclamase Van Doesburg, en el Aubette la fusión de estilos fue perfecta.

Taeuber se irritó al ver el modo en que Van Doesburg se valía del Aubette para promocionar su propia carrera sin mencionar siquiera que habían desempeñado ella y Arp. En consecuencia, no debió de ser fácil para el matrimonio tomar la decisión de construir su casa en Meudon, en las afueras de París, a pocos pasos de donde vivían Theo y Nelly van Doesburg. Al principio la habían concebido como un dúplex para las dos parejas, pero el proyecto Aubette puso fin a esa perspectiva.

Como señaló Taeuber, Van Doesburg estaba desesperado por que se le prestase la atención que consiguió con la reforma del Aubette; durante un viaje a Barcelona, lo recibieron con una ovación abrumadora como pionero del diseño moderno. Murió en 1931, con sólo cuarenta y ocho años, de un ataque al corazón provocado por una bronquitis asmática.

El último número de De Stijl estuvo dedicado a la vida y la obra de su creador. Schwitters recordó la fuerte impresión que su amigo había causado durante la gira de dadá por Holanda: «De pie en el escenario, con su esmoquin, un elegante camisolín negro y pajarita blanca, empolvado y con monóculo y unos rasgos que le conferían una seriedad imperturbable, Doesburg ya era el mejor ejemplo de dadaísta, la personificación de su propia máxima: “La vida es una invención extraordinaria.”»

Quiso el destino que Taeuber también tuviese una muerte prematura, no sin antes vivir una década fascinante, productiva y feliz en Meudon, donde, con Arp, participó activamente en varias organizaciones que fomentaban el arte abstracto. Durante esos años, la causa de la abstracción fue politizándose cada vez más. Aunque pueda parecer imposible, el sencillo acto de pintar rectángulos, triángulos, círculos y cuadrados en un lienzo podía considerarse, según dónde, un ataque a la civilización. En su introducción al catálogo de la exposición Cubismo y arte abstracto (MoMA, Nueva York, 1936), Alfred Barr dedicó la muestra «a esos pintores de cuadrados y círculos (y a los arquitectos sobre los que ejercieron su influencia) que han padecido por culpa de los filisteos que detentan el poder político», y añadió, en una aleccionadora nota al pie: «Mientras este volumen va camino de la imprenta, la Aduana de los Estados Unidos, en aplicación de una norma que establece que una escultura debe representar una forma animal o humana, ha prohibido al Museo de Arte Moderno introducir en el país, como obras de arte, diecinueve piezas escultóricas más o menos abstractas.»

Fue un momento cargado de tensión. El arte que se consideraba un derivado de normas miméticas se perseguía simultáneamente en los Estados Unidos (donde era non art), en la Unión Soviética («desorden infantil del izquierdismo») y en la Alemania nazi (por bolchevismo artístico). No es de extrañar, pues, que para el pintor francés Fernand Léger la abstracción fuese «un juego peligroso al que no queda más remedio que jugar».

Sin embargo, no fue esa búsqueda de la purificación elemental lo que acabó metiendo a Arp y Taeuber en líos, sino, más bien, la guerra. El estallido de la Segunda Guerra Mundial los convirtió, como a tantos otros artistas, en refugiados. Esperaban poder instalarse en los Estados Unidos, pero no consiguieron el visado. Por suerte, los acogió Gabrielle, la ex mujer de Picabia, y luego Peggy Guggenheim, antes de que pudieran llegar a ese refugio seguro llamado Suiza, donde volvieron a empezar en un entorno que, al menos, les resultaba familiar, y en eso su destino se diferenció del de muchos otros.

En cualquier caso, no fue la guerra lo que acortó la vida de Taeuber. Una noche de enero de 1943 –mientras la guerra golpeaba a todos los países en torno a la nación alpina, igual que en 1916, cuando Ball comparó a Suiza con una jaula para canarios– Taeuber se encontraba en Zúrich, en casa de su amigo Max Bill, también artista, firmando litografías. Cansada, tras terminar el trabajo decidió quedarse a pasar la noche, pero durmió en una habitación mal ventilada y murió por asfixia, a causa de un escape de una estufa de gas.

La muerte de Taeuber fue un golpe que dejó sin fuerzas a Arp, quien durante años volcó su dolor en la poesía, conservando, aun después de esa trágica pérdida, la capacidad de asombro. «Tú pintaste la claridad que hace latir mi corazón», escribió; «la dulzura que mueve los labios.» Ese abrupto final se refleja también en otra parte del poema:

Te fuiste, clara y serena.

A tu lado la vida era dulce.

Terminado tu último cuadro,

y todos los pinceles en su lugar.

Arp vivió durante décadas en un éxtasis perpetuo de madurez artística. En una de sus últimas fotografías se lo ve en su estudio, rodeado de esculturas («concreciones», las llamaba él), como si fueran productos de una imaginación inagotable a la que el brillo del ojo divino obligaba a dejar en esta tierra bloques de mármol grandes y puros, en anónima fusión con un mundo de efluvios glaciales que podrían haber caído de las nubes a su paso por los prados hasta asentarse en el césped cubierto de musgo para demostrar que algunos pedazos necesitan apenas una primavera para dejarse volver a integrar en el todo, cuando otros, en cambio, requieren milenios.

La sencillez absoluta y la pureza del arte de Arp contrastan marcadamente con las obras de Schwitters, al menos en cuanto a lo que permiten ver. Los dos artistas eran hombres sencillos, amantes de la risa y en comunión con el mundo natural. También habían firmado (con Moholy-Nagy e Iván Puni) el «Llamamiento por un arte elemental» de 1921. A Arp lo asombraba, y le hacía gracia, el carácter despreocupado de su amigo. Una vez, frustrado, descartó con gesto desdeñoso uno de sus collages. Schwitters no tardó nada en recogerlo de la basura, lo puso cabeza abajo, le pegó «un poquito de Merz en un ángulo» y lo firmó con su nombre. Una vez más, transformó un desecho en arte. En otra ocasión, mientras Arp observaba cómo su amigo lidiaba con un trozo de cristal que por alguna razón no quería adaptarse por completo a la estructura en construcción, le preguntó qué pensaba hacer, y el artista de Hannover contestó: «Ponerle el precio.»

Schwitters siguió trabajando el Merzbau, que no cesaba de crecer, y en el que, como no podía ser menos, incluyó una gruta dedicada a Arp y otra a Taeuber, pero la construcción de ese edificio no hizo mella en su escritura ni en su producción de obras de arte portátiles. Eran cuentos de hadas improvisados especialmente para que vieran la luz con el toque inconfundible de Schwitters. Uno de ellos, un auténtico tour de force tipográfico en colaboración con Van Doesburg y Kate Steinitz, ocupó todo un número de Merz en 1925. Era un cuento muy sencillo acerca de un espantajo, con el formato de una tira cómica en la que las letras aportaban la animación visual. La mayoría de los cuentos de hadas de Schwitters eran textos sin una dimensión visual ostentosa, pero en la imaginación crecen como el protagonista de «Él», un cuento que se publicó en Der Sturm en 1927. La historia empieza in medias res: «En el ínterin, [él] se había vuelto un adulto», donde la palabra clave es «adulto»: ein ausgewachsener Mensch, y eso es lo que continúa haciendo a lo largo de ocho o nueve páginas. A él lo reclutan para el servicio militar, donde su crecimiento, que no se detiene, se convierte en una carga desde el punto de vista táctico; así pues, lo encarcelan hasta que crece tanto que su volumen acaba reventando la prisión y, después, aplastando a todo el ejército. Tras formarle un consejo de guerra, lo condenan a muerte: «Culpable porque se ha negado a reducir de tamaño.» No obstante, ya es tan enorme que resulta imposible encontrar los medios adecuados para ejecutarlo, y al final, acatando una orden, se mata ahogándose.

«Él» es una parábola en torno a la inflación descontrolada del marco alemán en los primeros años de la República de Weimar, pero también una sombría premonición de la remilitarización del país bajo el Tercer Reich. «Es un poco demasiado alto para mangonearlo», señala en tono grave un oficial. Schwitters era apolítico por naturaleza –y eso fue lo que inclinó al núcleo duro de los dadaístas berlineses, del que formaban parte Grosz y Heartfield, a no aceptarlo en sus filas–, pero eso no significa que no tuviera opiniones. En «Arte nacional», publicado en la revista flamenca Het Overzicht, abordó de frente la cuestión del arte al servicio –y en contra– del Estado. «Existe el arte, y también existen las naciones y el proletariado, pero no hay un arte nacional o proletario», sostenía Schwitters. «Por desgracia, hay naciones. La consecuencia de las naciones es la guerra. El arte nacional debería estar al servicio de ese sentimiento de comunión humana que se conoce con el nombre de nación.» Y concluye, con absoluta seriedad: «El arte nacional contribuye a preparar la guerra.»

Esas ideas no tardaron en reportarle enemigos muy peligrosos. En 1934 se encontraba visitando a Moholy-Nagy en Berlín cuando el legendario futurista F. T. Marinetti también estaba en la capital alemana. Schwitters y el húngaro estaban invitados a asistir a un banquete organizado en honor del italiano. Moholy, que corría el riesgo de que lo detuvieran, no quería ir, pero acompañó a Schwitters por amistad.

La fête fue solemne y grotesca a la vez, y estaba hasta los topes de altos oficiales nazis. Hitler no asistió, pero sí lo hicieron Göring y Goebbels. Sentados entre el director de la Organización Nacionalsocialista para la Cultura Popular y el líder del movimiento Kraft durch Freude («Hacia la fuerza por la alegría»), los artistas sólo pudieron aliviarse gracias a la abundancia de licores que se sirvieron. Moholy empezó a inquietarse cuando Schwitters, envalentonado por el alcohol, se puso a decir ante sus comensales que él también tenía algo que ofrecer en el espíritu de hacia la fuerza por la alegría. Peor aún, jugó la carta de la raza: «Soy ario... El gran ario MERZ. Puedo pensar ario, pintar ario, escupir ario.» Fue un acto impulsivo, desesperado y etílico, que no pudo más que disparar las sospechas acerca de su filiación dadaísta. Y no es que hubiera una razón especial para distinguir a dadá del resto de los ismos artísticos. Para los nazis, todo era una inmundicia sin remedio.

Schwitters era un hombre fichado, y se daba cuenta. No obstante, en 1935 envió clandestinamente a París microfilms de los carteles de Hitler en Hannover, pintarrajeados por los resistentes; Tzara y los suyos se ocuparon de publicarlos. Si los de la Gestapo hubieran identificado al culpable, lo habrían despachado sin miramientos.

Durante toda esa década, Schwitters pasó sus vacaciones anuales en Noruega; había sido Hannah Höch quien había llamado su atención sobre el carácter único de ese país escandinavo. El artista visitaba los fiordos todos los veranos; se costeaba el viaje pintando paisajes y retratos convencionales (es decir, comercializables). Se marchó de Alemania el 26 de diciembre de 1936, tras ver con demasiada claridad indicios de un peligro inminente. Aparte de gozar de un gran prestigio como artista «degenerado», Schwitters era epiléptico, y para los nazis la epilepsia figuraba en los primeros puestos de la lista de «enfermedades hereditarias» que había que exterminar deshaciéndose de los afectados. Schwitters viajó acompañado por su hijo Ernst, y en Noruega se acogieron al estatuto de refugiados políticos. Huelga decir que lo hicieron en el momento oportuno. Apenas unos días después de que abandonaran Alemania, la Gestapo se presentó en su casa de Hannover con una orden de arresto. El artista se enteró por Helma, su esposa, que se había quedado para cuidar de sus ancianos padres. Ni Schwitters ni su hijo volvieron a verla. En 1945, cuando se enteró de la muerte de Helma, reflexionó: «Fue siempre mi mejor amigo.»

El exilio noruego duró hasta la primavera de 1940. Ernst contó más tarde los avatares de su azarosa huida del ejército alemán invasor. Los arrestaron dos veces, y las dos escaparon. «A pesar de esos contratiempos», escribió su hijo, «su sentido del humor nunca lo abandonó. Había recorrido Noruega por tierra y por mar dos largos meses, a menudo atravesando la línea del frente, que cada vez se acercaba más, llevando en un bolsillo una escultura pequeña hecha con madera de abedul y, en el otro, dos ratones blancos.»

Schwitters y su hijo consiguieron llegar a Inglaterra, y tras pasar un tiempo en un campo de internamiento en la Isla de Wight, los liberaron. En Londres, un reducido grupo de artistas dio la bienvenida a Schwitters, que estaba sin un penique; por si fuera poco, en la capital británica la vida fue una pesadilla durante el blitz. Acabó viviendo en Ambleside, en el Distrito de los Lagos, a pocos kilómetros de la casa de campo de William Wordsworth, en las afueras de Grasmere, centro legendario del Romanticismo inglés. En Noruega había dedicado tres años a construir un nuevo Merzbau, y en Inglaterra edificó el tercero en un granero de piedra. Lamentablemente, el original, en Hannover, acabó destruido durante un bombardeo aliado la noche del 8 de octubre de 1943.

Después de la guerra, en junio de 1946, Schwitters se quedó de una pieza cuando recibió una carta de su viejo amigo Raoul Hausmann. Le contestó a vuelta de correo, contándole con detalle todo lo que había padecido en el exilio; firmó «Con amor, MERZ». Así empezó una correspondencia que es una lectura entrañable y aleccionadora a la vez, no en última instancia porque se escribían en inglés; un inglés pasable, aunque a veces raro. Los dos sentían que el alemán podía ser peligroso, y llevaban viviendo muchos años en el exilio para sentirse cómodos, o más que eso, comunicándose en otro idioma. «Creo que, como yo, te encuentras en un estado», escribió Schwitters a Hausmann, «en el que ya no puedes hablar en un alemán corecto, y tampoco hablar corectamente ninguna lengua.»

Los amigos reflexionaron sobre lo que habían vivido dentro y fuera de dadá. Hausmann le confesó lo limitado que se había sentido trabajando bajo esa rúbrica: «Estoy completamente de acuerdo contigo en que tenemos que alejarnos del primer dadá; no has de olvidar que, por los materiales con que yo trabajaba, hubo muchas cosas que dadá nunca entendió.» Schwitters, siempre centrado en el arte, le contestó con un epigrama maravilloso y conciso: «Un juego con problemas serios. Eso es el arte», y, podríamos añadir, eso es dadá. La admiración mutua fue uniéndolos cada vez más, y Schwitters sugirió cortésmente que Hausmann era «un miembro importante de la vanguardia. Eres mucho más consecuente que yo».

Apenas empezó a cartearse con Schwitters, Hausmann le contó en detalle lo mal que lo había pasado («No tenía con qué vivir») y sus aflicciones físicas («Estoy clavado a la cama»). La respuesta de Schwitters fue cálida, e incluyó también algunas confesiones. «Tengo cincuenta y nueve años. Pero no puedo correr, tengo la presión alta. Y ya casi no me quedan dientes, porque se me cayeron; de no haber sido así, habría muerto.» El 10 de octubre le contó que el año anterior había tenido que «pasar en cama las primeras cinco semanas, después tres semanas por haberme caído sobre una pierna. Después de eso tuve que guardar cama cinco semanas, con gripe. Pero estuve dos semanas ciego y tardé tres meses en recuperarme».

Y las cosas empeoraron. Dos días después de la carta del 10 de octubre, se rompió una pierna y pasó otra temporada postrado en cama. Descorazonado, se retiró de un proyecto que habían concebido Hausmann y él, una revista llamada Pin; Hausmann, paranoico, sospechó que los sinvergüenzas de París habían puesto a Schwitters en contra de él. Reanudar la correspondencia no fue en absoluto sencillo.

El final no se hizo esperar. El 22 de noviembre de 1946, Schwitters escribió con tristeza a Walter Gropius, ex director de la Bauhaus y ahora profesor en Harvard: «Alguna vez me gustaría conocer los Estados Unidos. ¿Quién va a invitar a un viejo como yo, que no puede caminar?» No obstante, y aunque casi incapaz de moverse por casa, siguió trabajando en el gélido granero Merz hasta que no pudo más. En cama por última vez, se fue marchitando a lo largo de diciembre; murió el 8 de enero de 1948 mientras dormía. Por irónico que parezca, el día anterior le habían concedido la nacionalidad británica.

A pesar de las calamidades que le había descrito a Schwitters, tras la muerte de su amigo Hausmann vivió varias décadas más. El largo intervalo entre el final de dadá en Berlín y el momento en que se puso en contacto con Schwitters fue variado y productivo. Su desdichado romance con Hannah Höch terminó por fin en 1922. «Había que animarlo constantemente para que llevara a cabo lo que planeaba y consiguiera hacer algo perdurable», recordó ella décadas más tarde. «Yo podría haber hecho más cosas si no hubiera dedicado gran parte de mi tiempo a cuidarlo y a darle ánimos.»

Después de la separación, la necesidad de una mujer que lo apoyase pareció aumentar. Además de su esposa, siempre tuvo otra compañía femenina durante la década de 1920, y cuando los Hausmann tuvieron que exiliarse durante el Tercer Reich, una joven francesa llamada Marthe Prévot completó el triángulo durante los últimos treinta años de vida del artista. «Sólo veo en él al artista, el amigo de los animales y la naturaleza», dijo Prévot a Hans Richter después de la muerte de Hausmann, «un ser increíblemente flexible y de una ternura inmensa.» A Richter le asombraba que su viejo amigo de los días de dadá pudiera «poner casa con dos mujeres en una sociedad monógama (y a menudo sin recursos económicos)».

Después de dadá, y durante unos años, Höch y Hausmann estuvieron a partir un piñón con Schwitters, y entraban y salían de los estudios de Lissitzky, Moholy-Nagy, Richter y otros artistas de Berlín. Höch solía irse sola de vacaciones a la costa con la familia de Schwitters, donde éste le presentó a la artista holandesa Till Brugmann, con quien Hannah tuvo una larga relación lésbica. Vivieron un tiempo en Holanda, donde se las veía con frecuencia muy animadas en compañía de Theo y Nelly van Doesburg, al menos hasta que los Van Doesburg se fueron a vivir a París en 1924. Pero, según Höch, Brugmann resultó ser tan dominante como Hausmann, y se separaron al cabo de diez años.

Höch vivió el resto de su larga vida en Berlín. Con los nazis todo era distinto, y tuvo que cuidarse de no revelar a los vecinos nada que pudiera apuntar a su pasado dadaísta. Dadá fue vilipendiado triunfalmente en la exposición de «arte degenerado» (Entartete Kunst, 1937), que después de Múnich llevó por toda Alemania un extenso corpus de obras maestras modernas. Dos veces fue Höch a Múnich a ver la calumniosa muestra, donde pudo contemplar todo el panorama del arte moderno y, como ella mismo dijo, las multitudes «disciplinadas» que desfilaban mudas y atónitas ante esas obras. La exposición pretendía mofarse y mancillar, pero, así y todo, Höch sólo vio en el público una masa respetuosa.

A medida que fue creciendo ese tumor maligno llamado Tercer Reich, la configuración europea empezó a fracturarse por completo, del este al oeste, y fueron legión los que tuvieron que dejar su país o vivir un exilio interior. El éxodo de París había empezado incluso antes de la invasión nazi de Francia en 1940. Los surrealistas encabezados por André Breton se trasladaron prácticamente en bloque a Nueva York, y convirtieron la ciudad en una capital de la vanguardia.

Max Ernst fue uno de los que consiguió llegar a Nueva York, pero no sin antes vivir momentos angustiosos. Tras las complicaciones del ménage à trois con Paul y Gala Éluard, se había afincado en París justo a tiempo para montar en la ola que lo llevó de dadá al surrealismo, y fue, durante gran parte de la década de 1920, el surrealista, sobre todo por sus libros-collages. Breton, que gobernaba con caprichosa mano de hierro, siempre corría el riesgo de perder aliados y amigos; así pues, es posible que la presencia de muchos de ellos en una foto del grupo surrealista de 1932 constituya un testimonio del aguante de los antiguos dadaístas. Además de Arp, Tzara, Ernst, Éluard y Man Ray –junto con Breton–, en la foto se puede ver a otros tres hombres. Dalí, que en ese momento era el niño prodigio del movimiento, está en el centro; detrás de él, el pintor Yves Tanguy y el escritor René Crevel. Diez años después de los suplicios de la segunda temporada parisina de dadá, ahí estaba el rostro, envejecido, aunque todavía joven, del mouvement.

Arte degenerado, Múnich, 1937. Los nazis se apropiaron de una consigna que inicialmente fue dadaísta: «Hay que tomarse a dadá en serio», y, para mofarse de los artistas «degenerados», la pintarrajearon en la pared.

bpk, Berlín / Kunstbibliothek, Staatliche Museen, Berlín / Art Resource, Nueva York.

La década de 1930 había sido un periodo muy productivo en la vida de Ernst. En 1935, de vacaciones en los Alpes con Alberto Giacometti, escribió que los dos estaban «afectados por la fiebre de la escultura», y dedicándose a extraer bloques de granito de una morrena. «Pulidos maravillosamente por el tiempo, la helada y el clima, son increíblemente hermosos por sí solos», comentó. «¿Por qué no, pues, dejar que los elementos hagan el trabajo preparatorio mientras nosotros nos limitamos a grabar en su superficie las runas de nuestro propio misterio?» Ernst da la impresión de estar canalizando la voz de Arp. Un año antes, Tzara había escrito: «Nadie ha entendido mejor que Max Ernst la manera de volver hacia fuera los bolsillos de las cosas.» Tzara, como Arp, Ernst y Schwitters, seguían siendo fieles a cualquier cosa que el mundo tuviera a bien arrojar. Y si el arte tiene bolsillos, ¿por qué no ser carterista? Que trabaje la naturaleza. El artista sólo ha de tener ojos, y, como sugiere un célebre montaje surrealista (por no hablar de las ideas «antirretinianas» de Duchamp), ni siquiera eso. Basta con la imaginación para ver lo que se oculta en el centro de las cosas, pero, por desgracia, ver el centro de las cosas no guarda relación con los vientos políticos que soplan en tal o cual momento. No tuvo que pasar mucho tiempo para que Max Ernst quedara atrapado en el punto de mira de su país natal.

El surrealismo se desarrollo ampliamente en la década de 1930, cuando llegó a tener incluso puestos de avanzada en Praga, Bruselas y Londres. En la capital inglesa, Ernst conoció a la joven escritora Leonora Carrington. Como había ocurrido con Gala, no dudó en volver a tirarse de cabeza a las aguas de la pasión erótica.

La relación de Ernst con Carrington floreció mientras Breton apuntaba contra Paul Éluard y exigía que los surrealistas, del primero al último, renegasen de él. Y eso era más de lo que Ernst podía tolerar después de todo lo que el poeta francés y él habían vivido juntos. Tras abandonar el surrealismo, se instaló con Carrington en el sur de Francia, donde compraron una granja en ruinas en Saint-Martin-d’Ardèche, al norte de Aviñón, y se embarcaron en una reforma escultórica completa del exterior, algo que podría describirse como una actualización tridimensional de los frescos que había pintado en las paredes de la casa de Éluard y Gala muchos años antes. Pero corría el año 1938, y el tiempo se acababa.

La guerra estalló en septiembre de 1939, y Ernst, por ser súbdito de un país enemigo, dio enseguida con sus huesos en un campo de internamiento; no pudo salir hasta diciembre, y sólo gracias a la intervención de Éluard. De todos modos, pronto llegó la invasión alemana y se produjo una nueva oleada de detenciones.

Pese a todas las adversidades, Ernst sobrevivió. Veinte años más tarde, la voz de John Russell, su amigo y temprano biógrafo, que seguía sin salir de su asombro, reflexionó así sobre la fortaleza de Ernst y la ignominia de sus padecimientos:

En mayo de 1940 se llevaron a Max Ernst, esposado, como si fuera un delincuente común. El resto del año vivió unas aventuras tan laberínticas como las de Cándido, pero con la diferencia de que las fuerzas que las gobernaban no tenían nada del espíritu de Voltaire. La manera en que lo encerraron en el campo, cómo consiguió escapar, volver a Saint-Martin, cómo volvieron a arrestarlo después de otra denuncia y escapó una vez más para enterarse de que habían aceptado su petición de puesta en libertad y de que estaba legalmente libre... Todo eso puede contarse como una historia de ingenio y dominio de sí mismo; pero en realidad fue el padecimiento de alguien que, como dijo su amigo Joë Bousquet, había llevado durante años «la tremenda carga de ir por delante de toda una generación». Sería inhumano hacer demasiado hincapié en las huidas por los pelos, que abundaron en esa época, cuando el verdadero drama de Ernst fue regresar a Saint-Martin y enterarse de que, antes de marcharse de esa región, Leonora Carrington, enloquecida al verse sola, había llegado al extremo de vender la casa por una botella de brandy [...]. Así pues, el invierno de 1940-1941 lo pasó solo y sin techo en una campiña donde casi todo el mundo se había vuelto en su contra.

Ernst sobrevivió de milagro, y contra viento y marea. No todos sus colegas dadaístas tuvieron que vivir momentos tan angustiosos, pero, así y todo, la historia se ensañó con ellos.

Mientras Ernst salía airoso de esas duras pruebas que podrían haberle costado la vida, Tzara se encontraba en la zona, en el sur de Francia, donde formó parte, con Éluard, de la Resistencia francesa. A fin de cuentas, el rumano tenía más que perder que todos los demás, pues al estigma de artista de vanguardia y comunista se sumaba su condición de judío.

Como Tzara, Wieland Herzfelde y su hermano John Heartfield también se habían afiliado al Partido Comunista. Vivieron el resto de sus días al otro lado del Telón de Acero, en la República Democrática Alemana, mientras Tzara seguía en la Europa Occidental. Es posible que Arp pensara en Tzara cuando, después de la Segunda Guerra Mundial, comentó: «Algunos viejos amigos de los días de la campaña dadaísta, que siempre lucharon por sus sueños y por la libertad, ahora están asquerosamente preocupados por objetivos de clase, y trabajando para convertir la dialéctica hegeliana en una melodía de organillo. Meten en el mismo saco, y a conciencia, la poesía con el Plan quinquenal; pero esa idea de estar tumbado y seguir de pie al mismo tiempo no saldrá adelante. El hombre no se permitirá convertirse en un número fregado e higiénico.» Desde el eterno mirador de la Suiza pacifista, a Arp nunca le resultaría fácil entenderse con las exigencias del compromiso político.

Y el compromiso político de Tzara –prolongación de la determinación y la propensión a la ira con la que dirigió la carga de dadá– se mantuvo una vez terminada la guerra, aunque él siguió escribiendo una poesía que difícilmente podría calificarse de «comprometida» en el sentido convencional del término, además de cultivar, con un celo cercano a la devoción, su colección cada vez más extensa de arte africano, conforme a la postura anticolonialista que mantuvo durante décadas. Guardaba su colección en la espectacular casa modernista que construyó para él (con los recursos de su acaudalada esposa sueca) el arquitecto vienés Adolf Loos, famoso por haber declarado que la ornamentación era un crimen y ensalzar una consigna muy cara al escritor rumano: «Si el trabajo humano consiste sólo en destruir, es un trabajo genuinamente humano, natural, noble.»

Fue en esa casa, en Montmartre, donde Tristan Tzara murió en 1963, más joven que los colegas que lo habían acompañado en ese viaje llamado dadá, pero con muchos más años si se tiene en cuenta todo lo que había vivido. Lo que escribió en su oración fúnebre a Schwitters también podría aplicarse a él: «Es uno de los que han cortado a la palabra arte la aureolada mayúscula A y han vuelto a colocar esa palabra en el nivel de las manifestaciones humanas.»

Tzara había sido, desde el principio, el documentalista minucioso del movimiento dadaísta, pero desde el punto de vista generacional era uno de los miembros más jóvenes, y cuando cumplió treinta años, dadá ya era historia. Cuando murió, de cáncer de pulmón, ya había entrado y salido también del surrealismo encabezado por Breton (a los dadaístas franceses se los podría definir de surrealistas que aún no sabían que lo eran). De hecho, un desafortunado efecto a posteriori del ascenso y el largo reinado del surrealismo consistió en dejar a dadá en un segundo plano, como si fuera poco más que un ensayo del número principal. (Ese resultado final, con la pareja Dadá-Surrealismo, se perpetuó en un gran número de exposiciones, empezando por «Arte fantástico, dadá, surrealismo», en el MoMA en 1936, revisitada en el mismo museo en 1968 con «Dadá, el surrealismo y su legado». En una fecha tan tardía como 2009 se organizó en Roma la importante exposición «Dada e Surrealismo». En 1971 había visto la luz la revista Dada/ Surrealism; y aunque dejó de publicarse en 1990, resucitó con el mismo título en 2013. Así pues, la segunda vida de ese becerro bicéfalo aún no ha terminado.)

Huelsenbeck, el rival de Tzara, también produjo una auténtica avalancha de documentos, compendios, manifiestos y perspectivas históricas de dadá. Había empezado a hacerlo en 1917, poco después de echar en el caldero berlinés la palabra sagrada como si fuese un delicado huevo de petirrojo, y la vida superó también a Huelsenbeck, que ejerció profesionalmente de médico, novelista y corresponsal en el extranjero. El popular periódico Berliner Illustrirte Zeitung lo envió a China en 1928, y esa experiencia le proporcionó material para su libro de viajes Der Sprung nach Osten («El salto a Oriente») y una novela titulada China frisst Menschen («China devora a la gente»). También fue corresponsal en Haití, Cuba y los Estados Unidos. En 1933, con la llegada de Hitler al poder, lo expulsaron de la Unión de Escritores, y vivió varios angustiosos años buscando la manera de emigrar.

Finalmente, en 1936, le permitieron entrar con su familia en los Estados Unidos. George Grosz había llegado antes, y ambos se dedicaron con vehemencia a convertirse en su respectiva versión del norteamericano medio. Grosz dejó de cultivar la sátira feroz para pintar estudios bucólicos de la naturaleza, y en su autobiografía revisionista –Un sí menor y un no mayor–, dadá queda relegado a la categoría de episodio relativamente intrascendente. Huelsenbeck, que pasó a llamarse Richard Hulbeck, se dedicó a la psicoterapia existencialista. En la década de 1950 tomó la decisión de rehacer el dadaísmo a imagen del existencialismo, la tendencia que en esos años hacía furor. Después de jubilarse, vivió sus últimos años en Suiza, como una paloma mensajera que hubiese regresado a la experiencia fundacional de su vida en el país de dadá.

Es posible que Tzara y Huelsenbeck terminasen muy lejos el uno de otro, pero la distancia no sirvió para que se reconciliaran. Se habían criticado mutuamente casi desde los primeros días de dadá, y esa rivalidad la exacerbó el hecho de que el Almanaque Dadá de Huelsenbeck convirtiera a su autor en un prestigioso archivero y en toda una autoridad del movimiento, mientras que Tzara iba quedando cada vez más atrapado en el tumultuoso mundillo parisino.

La hostilidad entre Tzara y Huelsenbeck tocó techo cuando, un cuarto de siglo después, el artista norteamericano Robert Motherwell pensó que sería útil editar para el mercado anglófono un dossier de los principales documentos dadaístas. Max Ernst sugirió que Tzara podía colaborar con un panorama general, y el año siguiente, mientras Arp estaba de visita en Nueva York, se puso en marcha la idea de publicar colectivamente un «Manifiesto dadá 1949», que firmarían media docena o más de los dadaístas que aún vivían.

El problema empezó cuando a Huelsenbeck le pidieron un texto para dicho manifiesto. Tras leerlo, los demás fueron retirándose uno a uno, y al final Tzara dejó caer la bomba: si incluían el texto de Huelsenbeck, no permitiría que se publicara el suyo, titulado «Introducción a dadá». También Huelsenbeck quedó consternado por la negativa de los otros a firmar su texto.

Fue necesario un importante despliegue diplomático entre bastidores para que Motherwell diera con la solución. El libro no incluiría el «Manifiesto dadá 1949» de Huelsenbeck ni la «Introducción» de Tzara; en cambio, se publicarían como folletos que se venderían por separado a veinticinco centavos cada uno. (Sólo treinta años después, en 1981, cuando Harvard University Press reimprimió Dada Painters and Poets, los dos textos en conflicto se incluyeron en el libro propiamente dicho, donde siguen hasta hoy, en los últimos asientos del autobús, uno junto al otro entre la bibliografía y el índice.)

Puesto que Tzara y Huelsenbeck redactaron sus textos por separado, no hay en ellos un enfrentamiento explícito, nada que indique discordia. Los dos se atribuyen la autoridad moral. «Dadá nació de una necesidad moral», escribió Tzara, la necesidad de una generación concreta de separarse de la evidente calamidad de «los conceptos vaciados de toda sustancia humana, por encima de objetos muertos y ganancias ilícitas». Huelsenbeck dijo casi lo mismo, pero desde una perspectiva ligeramente distinta: «El malentendido que afectó al dadaísmo es una enfermedad crónica que sigue envenenando el mundo. En esencia, puede definirse como la incapacidad de una época racionalizada y de personas racionalizadas para ver el lado positivo de un movimiento irracional.»

Entonces, ¿cuál fue la causa del revuelo, por qué todo ese follón? No ayudó nada que muchos años antes, en 1920, Huelsenbeck hubiese menoscabado públicamente a Tzara en su Almanaque Dadá cuando dijo que «[Tzara] se había entronizado él solo como el pope ungido y electo del movimiento internacional dadá». En cuanto a Tzara, se mantuvo firme en su limitada comprensión de dadá como un asunto exclusivamente literario («una breve explosión en la historia de la literatura»), inseparable, además, del surrealismo que vino después.

El problema se debió a la impertinencia de Huelsenbeck, que quiso hablar en nombre de todos (aunque hay que reconocer que solicitó hacerlo). En el «Manifiesto dadá 1949» pueden leerse reiteradas referencias a los «firmantes», «los abajo firmantes», aunque, por supuesto, cuando se publicó en 1951, la única firma era la suya. Casi al final del texto, escribió: «Los anteriores manifiestos dadá han sido autos acusatorios. Este último aspira a ser un documento de la trascendencia.» Bravo por la idea, pero resultó ser el preludio del fin. Seguía una «Nota» aparentemente neutra: «Por motivos relacionados con la exactitud histórica, los abajo firmantes consideran necesario declarar que el dadaísmo no lo fundó Tristan Tzara en el Cabaret Voltaire de Zúrich.» ¡Ay!

Pasar tan rápidamente de afirmar que su manifiesto trascendía las tácticas incriminatorias previas a insistir sin ninguna clase de escrúpulos en la «exactitud histórica» iba en contra del espíritu dadaísta, que siempre había sido indiferente a los hechos. Además, quedaba por resolver la cuestión de la paternidad, un tema tan espinoso ya en 1922 que a Hans Arp se le había ocurrido la delirante solución dadaísta de proclamar la prioridad de Tzara, porque él, Arp, podía dar fe de haber estado ahí con sus doce hijos (añadiendo: «las fechas sólo interesan a los imbéciles y a los profesores españoles»). En una palabra, todo se redujo a lo siguiente: ¿queréis la verdad? ¿O queréis el mito? Es la vieja historia de siempre, y continúa acosando a todos los empeños humanos. Más tarde se inmortalizó en la película El hombre que mató a Liberty Valance. Si en lugar de James Stewart y John Wayne ponemos a un rumano retaco y a un alemán socarrón, el clásico western de John Ford es una parábola de dadá.

Ahí estaba la historia de dadá, disponible para quien la quisiera. Pero llamarla «historia» era arriesgado si se tenían en cuenta los antecedentes de la antología de Motherwell. Al parecer, los dadaístas que aún vivían estaban demasiado comprometidos con sus respectivas versiones de dadá y no querían problemas. No obstante, a medida que fue pasando el tiempo, la tormenta amainó; en cualquier caso, era una crónica a la espera de que otro la contase.

Hans Richter, ex integrante del movimiento, fue el siguiente historiador de dadá. Su participación había sido temporal, pero fundamental; de ahí que su interés en mantener encendida la llama ponga la amistad por encima de la rivalidad. En Zúrich, tan pronto conoció a Viking Eggeling, Richter ya había empezado a buscar el «bajo continuo», la figura del magister o la firma de validez universal, y así fue como se puso a explorar nuevos medios de expresión; se hizo cineasta poco a poco, a lo largo de la década de 1920. Ayudó a organizar «Der absolute Film» (Berlín, 1925), un festival de cine abstracto que tuvo una gran influencia, y le encargaron que se ocupara de la sección de cine de la importante e innovadora exposición Film und Foto (Stuttgart, 1929), fuente de inspiración para su libro Enemigos del cine hoy – Amigos del cine mañana.

Antes de verse obligado a dejar Alemania, Richter hizo casi veinticuatro películas, entre ellas la titulada Vormittagsspuk («Fantasmas antes del desayuno»), en la que, gracias al trucaje cinematográfico, cobra vida todo un mundo de objetos inanimados. También rodó documentales sobre temas de actualidad, como La nueva vivienda y Rusia y nosotros. En los Estados Unidos, su país de adopción, encontró una comunidad de dadaístas, ya mayores, y otros exiliados europeos dispuestos a disfrazarse para realizar incursiones esporádicas en Dadalandia, en películas como Sueños que el dinero puede comprar, 8 x 8: Sonata de ajedrez y Dadascope. En esos días escribió también Dadá: arte y antiarte, que se publicó primero en Alemania en 1946 y el año siguiente en traducción inglesa. Fue un trabajo por encargo, y a él le gustó tomarlo, en parte, como un escaparate de textos e imágenes. Al final, el editor insistió en cortar unas sesenta páginas, y algunas de ellas fueron la base de una exposición que Richter preparó para el Instituto Goethe de Múnich dos años después.

Gracias a que Richter había conocido personalmente a las figuras fundamentales del movimiento, Dadá: arte y antiarte sigue editándose hasta hoy. Gran parte de su valor refleja la distancia geográfica e histórica que, en el momento de redactarlo (casi cincuenta años más tarde), confirió al libro un toque de imparcialidad. El subtítulo (que no se utilizó) para la versión original en alemán permite comprender el punto de vista del autor: «Contribuciones al desarrollo cultural del siglo XX». Richter tenía escaso interés personal en la obra, ya no tomaba parte en la carrera; Dadá: arte y antiarte fue sólo un depósito de recuerdos sazonados por una larga amistad y vueltos a contemplar con una mirada exigente. El autor se sintió obligado a concluir con un capítulo dedicado al neo-dadá, un término y una actitud de moda en esos días para referirse a los happenings y al pop art. Richter sentía curiosidad, pero era escéptico: «Es inútil emplear un efecto de choque», señaló, aun cuando reconocía que cada generación debía tener su propia vanguardia.

El pasado era otra historia. Por haber sido uno de los primeros integrantes de dadá, Richter sabía que siempre se impondría la memoria personal. No obstante, trató bien a los recuerdos, consciente de que, si bien la memoria nunca es infalible, las versiones que van surgiendo cuentan siempre su propia verdad. «Desde el principio», escribió, dadá fue «sustituido con una imagen especular completamente borrosa de sí mismo. Desde entonces, incluso el espejo se ha roto. Cualquiera que encuentre hoy un trozo de ese espejo puede leer en él su propia imagen de dadá», un reflejo que sólo podía ser el punto de vista personal del espectador. «Así pues, dadá se ha convertido en mito.» Mito, leyenda, historia, memoria: ¿cómo encontrar las migas dejadas en el bosque para que nos lleven de vuelta a dadá? Conviene no olvidar las palabras de Johannes Baader: «únicamente lo sabe el Oberdada, y no va a decirlo».