1. CABARET VOLTAIRE

Hugo Ball fue uno de aquellos soñadores de los primeros días del siglo XX cuya sensibilidad fue víctima de los estragos que ocasionaban leer a Nietzsche («Dios ha muerto») y la filosofía anarquista de Bakunin («El Estado parece un matadero gigantesco»). Lo consumía el deseo wagneriano de reunir todas las artes en una extravaganza teatral arrolladora, pero en su contra jugaba la sensación de no sintonizar con su época. Como confió con tristeza en su diario: «He realizado todo tipo de esfuerzos para simular ante mí mismo una existencia real.»1 Tratar con un vendedor en una tienda ya era una prueba de fuego: «La timidez de mi tono de voz, mi paso lento y vacilante, hace tiempo que le han revelado que soy un “artista”, un idealista, un personaje de aire.»

Etéreo, creativo, introvertido, Ball no tenía nada que ver con el combate brutalmente mecanizado que asolaba Europa. Ciudadano alemán, tenía veintiocho años cuando en agosto de 1914 estalló la Primera Guerra Mundial, pero, aunque intentó alistarse tres veces, no pudo ir al frente por motivos de salud, y hasta la última pizca de lealtad a la nación que pudiera tener se evaporó cuando, en noviembre de 1914, pocos meses después de empezar la guerra, visitó el frente belga. No tardó en participar en protestas antibélicas, mientras Emmy Hennings, su amada, falsificaba pasaportes para quienes se negaban a ir al frente. Capturada por la policía, pasó una temporada en la cárcel, pero ese episodio no pareció hacer mella en su determinación, y en mayo de 1915, cuando finalmente ambos huyeron de Alemania, lo hicieron con pasaportes falsos.

Al llegar a Zúrich, Ball pasó a llamarse Willibald, y más adelante Gèry, pero recibía la correspondencia con su verdadero nombre. Fue ese detalle lo que acabó llamando la atención de las autoridades suizas, y él también pasó una temporada entre rejas hasta que se comprobó su verdadera identidad. Le permitieron quedarse en Zúrich con Hennings, aunque la policía sospechaba que Ball era su rufián, una reputación que lo había seguido desde Alemania. A decir verdad, antes de que llegaran a Zúrich no se los podría haber considerado una pareja en ningún sentido convencional, mucho menos si se tiene en cuenta la larga lista de amantes de Hennings durante sus años en Múnich y Berlín.

Ball y Hennings a duras penas se ganaban la vida; no paraban de descender en la escala social y les costaba Dios y ayuda mantenerse a flote. Aunque Zúrich era un refugio para los exiliados alemanes, las cosas se pusieron tan feas para ambos, que Ball pudo intentar suicidarse en octubre, posiblemente arrojándose al lago de Constanza. Los detalles son vagos, pero al parecer intervino un policía, que impidió que Ball llevara adelante su propósito de quitarse la vida.

Un día, mientras la abatida pareja paseaba por las calles de Zúrich después del acto desesperado de Ball, encontraron por casualidad una oportunidad de trabajar en un espectáculo de variedades, el Maxim Ensemble, y se apuntaron. «Tenemos contorsionistas, faquires, funámbulos, todo lo que se puede desear», escribió Ball a un viejo amigo, mencionando de paso que también trabajaba con una mujer que tenía alas de mariposa tatuadas en las nalgas; si alguien aceptaba pagar una tarifa especial, la mariposa remontaba el vuelo en una exhibición privada.

A pesar del temperamento académico de Ball y sus anhelos espirituales, los meses de penuria en Zúrich lo pusieron en contacto con la escoria de la sociedad, trabajando entre tragasables y otros bichos raros. Con todo, supo mantenerse apartado de ese ambiente; dentro del grupo, pero sin formar parte de él. Era un pianista competente que dominaba un amplio registro, y podía tocar tanto una canción de cuna de Chopin como bulliciosos éxitos populares de la época; ese talento y ese refinamiento le impedían encajar en su nuevo entorno.

Los bajos fondos eran un mundo más familiar para Hennings, que había sido cantante en escenarios elegantes y también en algunos antros –para ser exactos, con más frecuencia en antros–. También había consumido muchas drogas y vivido la clase de vida bohemia que la convertía en blanco fácil para que la acusaran de ejercer la prostitución, y la habían arrestado varias veces por delitos menores.

Tras un par de meses de gira con la compañía ambulante, inmersos en un ambiente de encantadores de serpientes y contorsionistas, Ball y Hennings acabaron regresando a Zúrich, donde él contactó con un marino holandés retirado que regentaba un café en el barrio bohemio. Ball le expuso su idea de convertir el lugar en un cabaret de artistas, y el propietario, intrigado, aceptó.

Todo se montó bastante rápido. El 2 de febrero de 1916, Ball puso este anuncio en un periódico local: «Se hace una invitación a los jóvenes artistas de Zúrich para que acudan con sus propuestas y aportaciones sin que importe su orientación particular.» No había mucho tiempo para planear nada, pues la fecha de inauguración se había fijado para sólo tres días después.

A las seis de la tarde del día en que abrió el cabaret –una fecha estratégica, el sábado 5 de febrero–, mientras Ball colgaba a la carrera carteles futuristas y montaba un pequeño escenario, llegaron varios rumanos, un grupo de «reyes magos» con obras de arte enrolladas y manuscritos en lugar de incienso y mirra. Uno de esos rumanos era Marcel Janco, artista y estudiante de arquitectura; otro, Tristan Tzara, un adolescente bajito y atildado. Janco, joven equilibrado y de buen ver, se puso de inmediato a colgar sus obras en las paredes del cabaret. Ya esa primera noche, Tzara se ganó la simpatía de todos leyendo poemas que iba sacando de los bolsillos de su abrigo –un precursor de los poetas de hoy, que intentan que la torpeza y las meteduras de pata parezcan un signo de elegancia y estilo–. Eran poemas en rumano, la lengua de su país natal, y aun cuando sólo pudieran entenderlo sus compatriotas, la lectura confirió a la velada un toque cosmopolita.

Al principio, el local se anunciaba en alemán como Künstlerkneipe Voltaire, no exactamente un cabaret, sino algo a medio camino entre saloon, pub y club estudiantil; en otras palabras, una cervecería. Puesto que la «taberna de artistas» se encontraba en el barrio de los estudiantes, en gran parte el público estaba formado, qué duda cabe, por universitarios que querían juerga e hincharse de cerveza. Más tarde, Ball y Hennings, veteranos del circuito de los carromatos y pistas de serrín, empezaron a llamarlo cabaret, término que describía con exactitud la idea de local que tenían en mente: un poco de todo, de lo intelectual a lo vulgar, pero siempre divertido.

El anuncio que Ball puso en los periódicos atrajo a tipos de todo pelaje. La noche misma de la inauguración se presentaron unos músicos rusos con sus balalaicas, y fueron doce o más los que tocaron apretujados en el diminuto escenario. Asistieron también algunos zuriqueses con ganas de recitar sus modestos poemas. Se parecía a un «micrófono abierto» de hoy; entonces, igual que ahora, lo más probable sería que, en el momento en que alguien empezaba a leer, todos los presentes se esforzaran por disimular su bochorno.

Puesto que Ball y Hennings lanzaron su empresa a la buena de Dios, dependían de esas apariciones casi milagrosas para llenar el local. Afortunadamente, contaron con un puñado de artistas que conectaron al instante y, antes de que se dieran cuenta, se habían convertido en una troupe.

Tzara y Janco fueron los primeros diamantes en bruto. Otro fue Hans Arp, un artista consumado con buenas conexiones en círculos internacionales. Menos de una semana después de la inauguración del cabaret, llegó de Alemania otra joya, el poeta y estudiante de medicina Richard Huelsenbeck, viejo compinche de Ball.

La llegada de Huelsenbeck fortaleció la determinación de Ball y otros integrantes del grupo, que aspiraban a que el cabaret atrajera parte del espíritu de vanguardia que había caracterizado a los futuristas italianos antes de la guerra. En mayo del año anterior, Ball y Huelsenbeck habían organizado en Berlín una velada artística para solidarizarse con F. T. Marinetti, líder de los futuristas. Marinetti era el maestro de ceremonias arquetípico de la vanguardia. Descendiente de una acaudalada familia italiana, se había criado en Alejandría, su ciudad natal, y había tenido el suficiente descaro para comprar, en 1909, tres columnas y media de la primera plana del importante periódico parisino Le Figaro, desde donde anunció el lanzamiento del futurismo. El artículo que publicó se iniciaba con sus exultantes recuerdos de un accidente automovilístico (en esos días, era uno de los pocos en Europa que tenían un coche), seguidos de una glorificación de la velocidad y el peligro y de una afirmación de los poderes purificadores de la guerra.

Hay que imaginarse a los parisinos de los bulevares, sentados a tomarse con calma el café de la mañana y a leer el periódico, topándose de buenas a primeras con ese italiano desaforado que afirmaba que la guerra era «la única higiene del mundo» e insistía en que sus futuristas estaban dispuestos a destruir los museos y bibliotecas y a combatir contra el moralismo, el feminismo y la «vileza oportunista y utilitaria». En cuanto al arte, el bastión de la cultura francesa, para Marinetti sólo era «violencia, crueldad e injusticia».

Marinetti disparaba la primera salva de una guerra cultural. Su principal objetivo era sacar a sus compatriotas de la complacencia cultural que había convertido el país en poco más que un destino turístico; él quería fábricas, no ruinas pintorescas. La regresiva tendencia burguesa a seguir aferrándose a modelos de un pasado aristocrático era un blanco demasiado grande. ¿Cómo podía fallar?

Marinetti no tardó en predicar con el ejemplo, y lo hizo de todas las maneras posibles, lanzando una proclama virulenta tras otra («¡Abajo Parsifal y el tango!»; «¡Asesinemos el claro de luna!»), publicando libros, organizando exposiciones e incluso convirtiendo el futurismo en un espectáculo ambulante. Al volante de sus automóviles por pueblos rurales somnolientos, haciendo sonar las bocinas y repartiendo por todas partes folletos con el programa de la noche, los futuristas ponían manos a la obra insultando a la concurrencia de todas las maneras imaginables, leyendo sus manifiestos, recitando poemas que a menudo eran poco más que efectos sonoros, interpretando números revolucionarios y enseñando sus cuadros como si fueran petardos visuales. Provocaban y amonestaban a los curiosos, exigiéndoles que se indignaran; y lo conseguían –por lo general, les lanzaban frutas y verduras al escenario.

Tras apostar por las virtudes de la guerra, los futuristas no eludieron la confrontación, y cuando estalló el conflicto de verdad, estuvieron entre los primeros en alistarse. De hecho, cuando Ball y Huelsenbeck organizaron en Berlín la velada en apoyo de Marinetti, el italiano ya había hecho todo lo posible para que su país entrase en guerra... contra los alemanes. A esas alturas, el propio Ball se había vuelto contra su país natal y estaba en contacto con Marinetti. Los poemas que recibió del líder futurista dejaron boquiabierto al expatriado alemán en Zúrich. Diseminadas dinámicamente por la página, esas violentas provocaciones rebasaban con creces los límites de la literatura; eran, en palabras de Ball, «poemas que pueden enrollarse como un mapa». Marinetti tuvo un efecto duradero en Ball; su deconstrucción del lenguaje fue formando parte de las preocupaciones de Ball durante su temporada en el cabaret, un trabajo encaminado a purificar, limpiar y liberar el lenguaje del azote de la xenofobia periodística y el nacionalismo irresponsable.

Hugo Ball era un hombre con profundos conflictos, pero tenía el don de saber abrazar polos opuestos. Siguió la demencial vida nocturna del cabaret desde una especie de retiro escolástico, durante el cual trabajó en un libro de teoría política y en un estudio sobre la primera época del cristianismo. Pasó sus últimos años en las cumbres alpinas, hasta su muerte en 1927, llevando una vida empobrecida, pero devota, como si quisiera confirmar algo que había escrito en su diario en noviembre de 1913: «Lo demoniaco ya no distingue al dandy de lo cotidiano. Uno tiene que convertirse en santo si quiere seguir distinguiéndose.» El dandy y el santo eran los polos entre los que se sentía ir y venir como un volante de bádminton. «Mi pensamiento se mueve por oposición», fue una de sus conclusiones. Podía ser activo como un dandy, o pío como un santo, pero el tránsito entre esos dos polos se parecía a la impotencia. «Jamás pongo todas mis fuerzas en juego», escribió una vez; «me limito a ejercer el diletantismo.» Ball quería ser un agitador, pero sin perder de vista al monje.

Aunque nunca combatió en el frente, la Primera Guerra Mundial había dejado en él profundas cicatrices anímicas. «Me han puesto el sello de la época», escribió en agosto de 1915, y añadió: «No se ha hecho sin mi colaboración.» Mientras que otros artistas se desentendían del belicismo, denunciándolo como el fruto contaminado de un militarismo del que no querían saber nada, Ball se sentía vagamente culpable. Cuando reflexionó: «Tiendo a comparar mis vivencias particulares con las de la nación», estaba tomando conciencia de que no podía alcanzar ninguna valoración propia digna de ese nombre sin incluir en ella la identidad nacional. Esa clase de pensamientos tiende a surgir durante la guerra, cualquier guerra, y fuerza esta incómoda ecuación: si mi país está haciendo lo que hace, «yo» también estoy haciéndolo. Si una guerra define a un alemán como a alguien que mata a un francés, ¿qué hace el alemán con su amor a París? En su fuero íntimo, Hugo Ball nunca estuvo completamente seguro de saber qué defendía.

Dado que Ball, como muchos otros artistas, rehuía los tópicos que se empleaban para hacer subir la fiebre marcial, sentía que la lengua misma estaba siendo envenenada. ¿Acaso no era deber del escritor preservarla y protegerla? Eso pensaba él; así pues, «nosotros, los poetas y pensadores, somos sin duda los culpables de este baño de sangre». Y eran también los que tenían que pagar por ello. Abrir el Cabaret Voltaire fue el primer paso de su expiación personal, nada menos que, como lo llamaba él, un programa de «autoayuda», y se embarcó en el proyecto con esta fórmula: «Que tu propia experiencia sea el objeto de enérgicos experimentos de renacimiento.» Experimentos en renacimiento suena más a vudú que a trabajo de laboratorio, y el cabaret tenía algo que acabó amalgamando a sus principales participantes en una unidad tribal. Las representaciones eran verdaderos rituales, pues los artistas no buscaban el aplauso, sino una apuesta cada vez más fuerte por parte de los otros miembros de la tribu. En el cabaret imperaba cada noche una atmósfera de ceremonia religiosa, de danza de los espíritus, un aire de exorcismo, una limpieza ritual encaminada a purificar un mundo inmerso en una carnicería sin sentido.

Por encima de todo, el Cabaret Voltaire era, en efecto, un cabaret, fenómeno bastante nuevo en Zúrich, organizado por los exiliados que llegaban en tropel a la ciudad y que intentaban que allí rebrotara un poco el ambiente cosmopolita de las ciudades que habían tenido que abandonar. La moda de los cabarets regentados por artistas había empezado en París en 1881 con el Chat Noir, y no tardó en atravesar Europa desde Barcelona hasta Moscú. Ball, Hennings y Huelsenbeck eran veteranos de los cabarets más renombrados de Múnich y Berlín.

Ball pudo echar mano de sus largos años de aprendizaje en el teatro, y también de su experiencia en espectáculos de variedades, pero en el cabaret, sin Hennings no habría podido hacer nada. Las fotos tomadas a lo largo de la vida de ella revelan su carácter camaleónico, propio de una personalidad de la escena. Es fácil imaginársela como estrella de cine si hubiera tenido esa oportunidad. Era delgada y curvilínea, y la mayor parte de su vida el corte de pelo a lo paje enmarcó su atractivo rostro. Con todo, ese rostro también tiene algo enigmático.

Sería un verdadero desafío ordenar cronológicamente las fotos de Hennings, al menos después de 1909, cuando aún tenía las saludables redondeces que en los Estados Unidos eran la marca de la «chica Gibson». Después de entrar en el circuito teatral, donde formó parte de un grupo bohemio y empezó a consumir drogas, su aspecto decayó, aunque casi imperceptiblemente, y si en una foto puede parecer angelical, en otra se la ve pícara y guapísima, y en otra, en cambio, envejecida antes de tiempo. Llevaba en su semblante, como si fuera parte de su vestuario, los signos de una vida vivida al límite. A los treinta podía parecer una mujer de cuarenta; o de veinte, según.

Esa indefinición temporal era aún más asombrosa en su voz, cuando cantaba. Algunos contemporáneos hablan de fragilidad cuando entonaba cancioncillas sentimentales de la belle époque, y del espectacular contraste cuando interpretaba los temas vulgares de los bajos fondos. Un crítico la describió así en 1912: «Su voz va dando saltos entre los cadáveres y se burla de ellos, trinando con ternura como un canario amarillo.» Imaginemos, por ejemplo, a Shirley Temple fundiéndose en Marlene Dietrich y luego volviendo a ser Shirley Temple.

Hennings asustaba a Hans Richter, que la había conocido en Berlín antes de la guerra. «Nunca me sentí a gusto con ella, no más de cómo me sentía con Ball, que vestía de negro como un cura», escribió. «Pero las razones no eran las mismas. Para mí era tan difícil creerme el misticismo infantil de ella como la solemnidad de sacerdote de Ball. La actitud pueril [de Hennings], esa seriedad mortal con la que decía las cosas más descabelladas, eran, para mí, un misterio.» Según Richter, sólo Ball podía apreciar de verdad a Hennings. Ball –el demacrado Ball, que podría haber sido el modelo para «Un artista del hambre» de Kafka– se sentía más fuerte en presencia de Hennings; Richter, en cambio: «Sin saberlo, sentía vergüenza de ser tan robusto.»

Esa relación entre Ball y Hennings queda vívidamente de manifiesto en una anécdota que contó Friedrich Glauser, que los conoció por intermedio de Tzara en el Café Odeon. A Glauser le impresionó el rostro descarnado de Ball, arrugado y con pequeños signos de distinción espiritual, como si fuesen jeroglíficos. Ball sonreía, pero no habló mucho, como si mimara sus palabras y les insuflara vida con todo cuidado. De repente, la puerta se abrió de par en par y apareció una chica bajita, rubia y delicada que llevaba un jersey verde. Después de que Tzara se la presentara: «Me miró con cierta suspicacia», cuenta Glauser, que observó, mientras apretaba su mano, caliente como si tuviese fiebre, que Hennings se comía las uñas. Dice Glauser que estaba tan animada que parecía vibrar como un trozo de papel delante de un ventilador mientras contaba que la noche anterior su difunta abuela se le había aparecido entre la niebla del bulevar. Tzara rió, y otro de los presentes dijo: «Emmy, tú has bebido.» Un breve rastro de irritación cruzó el ceño de Ball antes de que una débil sonrisa asomara en sus delgados labios; y comentó que, por supuesto, la abuela venía a consolar a su pobre nieta, que tiritaba de frío en medio de la niebla del invierno suizo. Envolviendo las manos de Hennings en las suyas, Ball hizo callar de inmediato a los demás con ese gesto protector. «Ball era un ser muy raro», observó Glauser; «esa vanidad y esas poses eran absolutamente ajenas a él. Él no causaba impresión; él era.» Antes de conocer a Ball, la vida de Hennings había sido realmente agitada, pero también tan desesperada, que el aura protectora de Ball, siempre a su lado, llegó a ser su tabla de salvación.

A pesar de esa aparente firmeza, Ball vivía acuciado por cierto tormento y montones de dudas en sí mismo. Claire e Yvan Goll conocieron a la pareja en Zúrich, y, en sus memorias, Claire define a Ball como «el polo opuesto de un hombre feliz»; comentó también, como si fuera prueba de ello, que siempre lo había visto vestido de negro. No obstante, era en su interior donde Ball llevaba su negrura más opresiva. Algunos dadaístas recuerdan que Hennings salió durante un tiempo con un periodista español, y que Ball los seguía por Zúrich con una pistola en el bolsillo. Sin justificación alguna, Claire lo acusó, cuando Ball consiguió que Emmy volviera con él, de apagar esa chispa de vida que para Hennings fue la aventura con el español. Nada podía estar más lejos de la verdad, pues, a decir de todos, la relación de la pareja fue estrechísima a partir de ese momento, y duró hasta la muerte de Ball en 1927, tras la cual Hennings pasó el resto de sus días recordándolo en una serie de memorias.

Cuando en el Cabaret Voltaire empezaron las funciones semanales, fue cobrando vida entre los participantes, a medida que fueron conociéndose, algo parecido a una danza social y artística. Vieron qué podía aportar cada uno de ellos, y la manera en que sus diferentes trayectorias podían cruzarse para conseguir momentos brillantes en escena. Probaron un poco de todo. Para Ball y su equipo, el cabaret era una experiencia fantástica, por lo estimulante, y también absolutamente agotadora. Dado que todo se hacía a la carrera, nunca hubo nada parecido a una rutina, un número fijo. Algo podía funcionar, pero no por ello lo repetían necesariamente. El ímpetu que se encontraba en la base de ese hallazgo podía persistir, pero la gente del cabaret sentía aversión por lo rutinario en todos los aspectos de la vida.

Cada miembro del grupo central –Ball, Hennings, Tzara, Janco, Arp y Huelsenbeck– aportaba algo único. Cuando llegó Huelsenbeck, no tardó en exigir más intensidad. «Aboga por que se refuerce el ritmo (ritmo negro)», escribió Ball en su diario, y añadió que lo que más le gustaría al recién llegado sería hacer que «los tambores de la literatura redoblaran» a conciencia. Huelsenbeck leía sus poemas con agresividad, gruñendo, aporreando un tambor y blandiendo una fusta o un bastón. «En medio de los fantásticos naufragios sonríe la cabeza de la Gorgona, de un horror sin medida», comentó Ball.

¿Qué se estaba destruyendo? En primer lugar, el objetivo de Huelsenbeck era atentar contra el refinado decoro de la poesía. Aspiraba a volver a los orígenes primitivos de la humanidad; sus poemas hundían la conciencia en un caldero de formas primigenias, trozos de material terrestre en estado puro del que podía surgir cualquier cosa en la espiral de la evolución: «vejiga de cerdo timbal cinabrio cru cru cru»; así empieza una de sus «plegarias fantásticas», y el poeta salpicaba generosamente sus textos con falsa jerigonza africana: sokobauno sokobauno, O hojohojolodomodoho o Avu Avu buruboo buruboo, o lanzando, como quien hace sonar de golpe los platillos en un local de striptease, un improvisado umba umba en plena lectura.

Huelsenbeck había estrenado esas fantasías selváticas en Berlín, donde Ball y él habían organizado la velada de poesía futurista. Los efectos sonoros estaban incorporados en poemas repletos de incongruencias y asociaciones libres, del estilo que los surrealistas hicieron suyo poco después. «El fin del mundo» comienza con un verso absolutamente claro antes de hacer una carambola, como una bola de billar que choca contra todo lo que tiene delante:

En este mundo las cosas han ido realmente demasiado lejos

Las vacas se sientan en los postes del telégrafo y juegan al ajedrez

Bajo la falda de la bailarina española la cacatúa

canta con la melancolía de un corneta del regimiento y los cañones gimen todo el día

[...]

Ay ay vosotros grandes demonios – ah ah apicultores y sargentos primeros

Wala waw waw waw wala dónde dónde dónde quién no sabe hoy

lo que escribió nuestro Padre Homero
Llevo en mi toga la guerra y la paz pero prefiero un trago de licor de cerezas

Cuando en 1916 se publicó su libro Plegarias fantásticas –uno de los primeros títulos de la sección Dada de la editorial Malik–, Huelsenbeck regaló un ejemplar a su madre, que rompió a llorar al instante por temor a que su hijo no estuviera en su sano juicio.

Huelsenbeck no era el único afectado por el atractivo del «África más oscura». También Tzara escribía «poemas africanos» y, de hecho, en la década anterior a la guerra, en Alemania y Francia muchos artistas se quedaron embelesados con los objetos tribales de África y Oceanía, el botín de las potencias imperiales que atiborraba los almacenes de las capitales europeas. Algunos admiraban simplemente el trabajo artesanal, pero a otros, como Picasso, esos «fetiches» les parecían verdaderamente aterradores. «Eran armas», comprendió el español cuando en 1906 comenzó a pintar Las señoritas de Aviñón. «Mi primer lienzo de exorcismo», lo llamó, y en él pintó versiones grotescas de máscaras africanas sobre las caras de desnudos en un burdel.

Más o menos en esa misma época, artistas alemanes del grupo Die Brücke («El puente») viajaron a África y al Pacífico Sur en busca de un rejuvenecimiento que no podía ofrecerles una Europa en decadencia, y se zambulleron en las fuentes primigenias del renacimiento. Sobre todo con sus grabados los artistas de Die Brücke hicieron una muestra de obras figurativas deliberadamente toscas y, hasta cierto punto, infantiles. Sus colores, atrevidos y vivos, y una aplicación intencionadamente chapucera de la pintura, eran una bofetada en la cara de las rígidas bellas artes académicas. Los provocadores rostros verdes y rojos de Ernst Ludwig Kirchner, Karl Schmidt-Rottluff, Erich Heckel, Emil Nolde y Max Pechstein parecieron una auténtica insolencia a un público escandalizado, pero otros artistas y escritores de la vanguardia alemana reconocieron que esa manera de pintar convertía el rostro en una máscara –y una máscara, escribió en 1915 Carl Einstein en su profética obra sobre escultura africana, es «éxtasis fijo».

Las máscaras que Janco llevó al Cabaret Voltaire acusaban la clara influencia de ese legado primitivista, y también resultaron claves para descifrar los poderes misteriosos de la danza. Janco participó con ganas en todo ese jaleo, intervino en varias performances y contribuyó con sus obras. Hacia finales de mayo enseñó al grupo una serie de máscaras; se las probaron, y todo el cabaret sintió que exigían de ellos movimientos y gestos complementarios. Ball, Tzara, Huelsenbeck, Arp y Janco no tardaron nada en ponerse a dar vueltas por el local, presas de convulsiones y en un trance improvisado, como si la diosa Terpsícore hubiera agitado su varita mágica para poner esos cuerpos en movimiento. Naturalmente, para Ball ese estallido de júbilo fue una danza entre trágica y absurda: «El horror de esta época, el trasfondo paralizante de las cosas, se ha hecho visible.» Para los demás sólo fue un acto de liberación en el estilo de los «bailes de las brujas» de Rudolf Laban, coreógrafo pionero y gurú de la danza moderna, cuya academia quedaba a pocos pasos del cabaret. El propio Laban se inspiró en las máscaras de Janco para crear un traje de aspecto amenazador con el que ejecutaba uno de sus solos. Laban era un habitué del cabaret, y a veces sus bailarines tomaban parte en el espectáculo. En abril, cinco de ellos interpretaron una danse nègre, con Maja Kruscek, la novia de Tzara, como primera bailarina.

Tzara llegó a ser un actor fundamental en el marco de la vanguardia internacional, y se nombró a sí mismo director del mouvement Dada. No obstante, empezó siendo el benjamín de la tribu. Nacido en 1896 como Samuel Rosenstock, e hijo de una familia acomodada de comerciantes judíos, era diez años menor que Ball, ocho años menor que Arp y un año menor que Janco, con quien había lanzado en Rumanía la revista literaria Simbolul (1912). En una fotografía de ese año, Janco parece el líder indiscutible del grupo; el sombrero ladeado con desparpajo demuestra una imperturbable confianza en sí mismo. A sus quince años, Tzara parece demasiado serio, e intenta aparentar, no sin cierta desesperación, el porte de un poeta, Bucarest anhelando la Rive Gauche.

Janco, que había llegado a Suiza con dos hermanos, se matriculó en la Universidad de Zúrich en noviembre de 1914. Cuando Tzara llegó unos meses más tarde, Janco lo esperaba. El rumano más joven se alojó en el mismo edificio en que vivía su compatriota, la Pension Altinger, en el número 21 de la Fraumünsterstrasse, donde vivió durante toda la época del Cabaret Voltaire, incluso después de que los hermanos Janco se mudaran.

Al precoz Tzara nunca lo intimidaron sus colaboradores de más edad. Los padres lo habían enviado al extranjero para evitarle el servicio militar obligatorio –que los judíos debían cumplir, aunque por regla general se les denegara la nacionalidad rumana–, y el cabaret fue para él un nuevo lugar de nacimiento. Ya no sería un impostor burgués que escribía poemas en rumano al estilo de los simbolistas franceses de las últimas décadas del siglo XIX. Escribir poesía era una manera de probarse una nueva identidad, el eterno deporte de la adolescencia. En la revista Simbolul había firmado con el seudónimo S. Samyro, su álter ego poético. El año anterior a instalarse en Zúrich, y después de probar otros seudónimos, se decidió finalmente por Tristan Tzara. Tristan era un guiño a su poeta preferido, Tristan Corbière (un seudónimo también, inventado por Charles Cros), un nombre que también se asocia a «triste», y Tzara es la transcripción fonética de tara, que en rumano significa «patria». Triste en su patria, Tzara entró en ebullición en Zúrich, donde en el alocado cabaret pudo dar rienda suelta a su inteligencia natural; allí, su olfato instintivo para el conflicto aspiraba a la perfección escénica.

Sus colegas del cabaret no podrían haberse parecido menos a él, y formaron un conjunto pintoresco, cuyas tensiones, al entrecruzarse, animaban sus producciones artísticas. Ball y Tzara –los «grandes matadores» de dadá, los llamó Hans Arp más tarde– eran un estudio de contrastes. Sus respectivos rostros ponían aún más de manifiesto la diferencia de edad; el de Ball, demacrado y ojeroso; el de Tzara, redondo y regordete como el de un bebé. En cualquier fotografía, Ball siempre es el más alto del grupo; Tzara, el más bajo. En cambio, Arp y Huelsenbeck eran ambos de estatura mediana; en el medio encajaban bien, y en más de un sentido. La brutalidad de Huelsenbeck en el escenario era una pose, pero animaba a Tzara a liberar al bromista que llevaba dentro. Huelsenbeck y Tzara solían usar monóculo, una manera de imitar al dandy, personaje que obsesionaba a Ball. Arp era más reservado, un artista, no un actor, pero interpretaba a conciencia los papeles que le asignaban y no escatimaba esfuerzos a la hora de apoyar a los demás. El pelo, cortado audazmente en forma de galón, le daba un ligero aire militar. Por encima de todo, tenía un sentido contagioso de la diversión.

Janco y Hennings eran, como el resto del grupo, idénticamente inigualables. Janco era un joven elegante y desenvuelto, un galán. Artista como Arp, tendía a ocupar un segundo plano cuando llegaba la hora de las payasadas. Por su parte, Hennings, que se apuntaba a un bombardeo, era la estrella indiscutida del cabaret. Profesional curtida, podía cantar desde baladas dulces y encantadoras hasta canciones vulgares que rezumaban insinuaciones, y como actriz también tenía tablas. Las fotografías del Flamingo Ensemble, en el que había trabajado el año anterior, permiten ver el alcance de su repertorio en ese peculiar establecimiento: con atuendo militar, con la horquilla de bruja y disfrazada de araña. Y llevó esa variedad al cabaret. La combinación de personalidades tan distintas y el amplio registro de todos y cada uno los integrantes del grupo les aseguraron cierto éxito. No obstante, como se vio con el tiempo, si acabaron formando una unidad sin par, fue exclusivamente gracias al trabajo de cada noche.

En su día, otros artistas llegaron a ser también casi parte del mobiliario el Cabaret Voltaire. Richter, por ejemplo, había descubierto ese panal de miel por casualidad –aunque la casualidad sea el amigo más viejo de dadá (cortesía de ese diccionario francés)–. En 1914, justo antes del servicio militar, había hecho un pacto con dos compañeros, los poetas Ferdinand Hardekopf y Albert Ehrenstein, para reunirse el 15 de septiembre de 1916 en el Café de la Terrasse, en Zúrich, siempre y cuando, por supuesto, siguieran con vida. Cuando se aproximaba esa fecha, y encontrándose en Múnich, donde una galería acogía una exposición de sus obras, Richter decidió cruzar la frontera, donde, quién iba a decirlo, sus amigos lo esperaban en el café tal y como habían acordado. Pero... sorpresa. Quiso la casualidad, que aquí sólo puede calificarse de afortunada, que en la mesa de al lado estuvieran, entre otros, Janco y Tzara, y Richter no tardó en verse liado en la aventura que los rumanos estaban planeando. (Era en el apartamento de Richter donde Hennings y su español se escondían de Ball y su pistola.) Según Richter, conocer a esos intrépidos artistas fue la puerta de entrada para alguien curtido en la experiencia real de la guerra. En sus propias palabras, ahí se abría «la válvula de escape» y las prácticas artísticas se liberaban de las convenciones.

Fue en Zúrich donde Richter vio por primera vez arte puramente abstracto, obras de Otto van Rees y su esposa, Adya, amigos ambos de Arp. Los Van Rees eran pintores que experimentaban con las bases del arte elemental, un arte centrado en los elementos, en la naturaleza, pero también elemental en el sentido de primario y preliminar, un regreso a las esencias. En un mundo desbordante de ornamentación y ya excesivamente recargado, lo esencial, naturalmente, parecería burdo, rudimentario e incluso obsceno, el arte del exhibicionista. Un círculo desprovisto de toda ornamentación junto a un cuadrado igualmente desnudo sólo podía ser cierta clase de perversión, mera pederastia visual. A Van Rees y Arp les encargaron frescos para una escuela local, pero los padres de los alumnos, indignados por esos diseños abstractos, ordenaron que los ocultaran como si fueran una amenaza moral para los niños. Décadas más tarde, Arp puso palabras a su indignación cuando comentó, refiriéndose al consumidor burgués: «Las líneas rectas y los colores honestos son las dos cosas que más lo exasperan.» El arte abstracto los desconcertaba, pero, para Arp, esa abstracción era concreta y ponía de manifiesto su propia existencia desnuda sin pretensiones: «Un cuadro o una escultura sin ningún objeto que sirva de modelo son tan concretos y sensuales como una hoja o una piedra.» Como para demostrarlo, cuando participó junto con Otto y Adja van Rees, un año antes de la apertura del Cabaret Voltaire, en una exposición que se anunció como Tapices, bordados, pinturas y dibujos modernos (Galería Tanner, Zúrich), Arp llamó a sus obras travaux, un término por lo general reservado para las artesanías y el ramo de la construcción. Travaux hacía que el arte pareciera menos elitista.

Hans Arp, Tristan Tzara y Hans Richter (de izquierda a derecha), hacia 1917.

Durante la inauguración de dicha muestra, Arp había conocido a Sophie Taeuber; fue el gran acontecimiento de su vida. En sus poemas y memorias habla de la sensación de equilibro que emanaba de Taeuber. Delante de una cámara, hay quienes sonríen como si sus sonrisas fueran mensajes codificados; Taeuber no. En las fotografías, su sonrisa es como un esplendor con el que acaba de tropezar, un brillo que alcanza sin esfuerzo alguno. Era bailarina, y también profesora de la Escuela de Artes Aplicadas de Zúrich. Emmy Hennings recordó haber visto bailar a Taeuber entre dos cuadros de Kandinski, como si las líneas en espiral del artista la pusieran en movimiento. Cuando Sophie bailaba, «la ternura inefable de sus pasos hacía olvidar que sus pies tocaban el suelo; lo único que quedaba era un cuerpo que se elevaba y se deslizaba».

Arp y Taeuber decidieron evitar la pintura al óleo, que les parecía marcada por la arrogancia y la pretensión artística. Así pues, se decantaron por otras técnicas –el bordado, el papel, la artesanía en madera, las acuarelas– en una especie de ejercicio espiritual de humildad. Para Tzara, esa decisión equivalía al «deseo de llevar una vida sencilla». Por su parte, Huelsenbeck la definió como una manera de hacer arte «en la que todas las dificultades se mitigan igual que se alivian los calambres y los espasmos», una prueba, en su opinión, de que «ha regresado a nosotros una nueva voluntad de espiritualidad». En Los cantos pisanos (1948), Ezra Pound alcanza un crescendo exclamando en varias ocasiones: «¡Humilla tu vanidad!»2 Más de treinta años antes, Arp y Taeuber habían sido pioneros de esa actitud, y no la abandonaron en la vida.

Es posible que Hugo Ball conociera a Arp en Múnich antes de la guerra, pues ambos formaban parte del círculo del pintor ruso Kandinski y eran miembros del movimiento Der Blaue Reiter («El jinete azul»), fundado por Kandinski y Franz Marc. Igual que el expatriado ruso, Arp era un artista cosmopolita; había pasado unos años estudiando arte en París, pero se sentía igualmente cómodo en el pujante ambiente del expresionismo berlinés. Ciudadano alemán, no pudo prorrogar su permiso de residencia en París cuando en 1914 se declararon las hostilidades, y se instaló en Suiza, donde, citado por el consulado alemán para cumplir el servicio militar, supo –con una astuta jugada característica de sus contribuciones al dadaísmo– convencer a las autoridades de que estaba completamente loco. Cuando le preguntaron la fecha de nacimiento, escribió las cifras correspondientes al día, el mes y el año y luego las sumó como si fueran un problema de aritmética.

En Zúrich, Ball encontró en Arp a un aliado de su propio cautiverio. «Arp se declara en contra de la presunción de los dioses que pintan (los expresionistas)», escribió el fundador del cabaret. Entre esas deidades grandilocuentes estaba Marc, herido en combate poco después de estallar la Primera Guerra Mundial y famoso por sus vacas, gatos y caballos de vivos colores. Ball, visiblemente asombrado, escribió en su diario, pocas semanas después de la inauguración del cabaret, que Arp recomendaba «la planimetría frente a las auroras y los ocasos del mundo».

Para él, a su nuevo aliado le importaba menos la riqueza que la simplificación, una afirmación totalmente acorde con el estilo que distinguía a Arp; las obras que había expuesto el año anterior en la Galería Tanner eran, precisamente, ejercicios de geometría plana. No obstante, a medida que el cabaret fue prosperando, Arp continuó apartándose de las técnicas artísticas clásicas, como la pintura al óleo, y se inclinó cada vez más por procedimientos en los que dejaba intervenir al azar y empleaba materiales no tradicionales, desde trozos de madera a papeles y cordeles coloreados. No es de extrañar, pues, que sean pocas las creaciones de Arp que han llegado hasta nuestros días.

A pesar de que contamos con una extensa literatura memorialística, escrita en su mayor parte décadas más tarde, es poco lo que se sabe, quitando lo que Ball tuvo a bien contar en su diario, acerca de las representaciones del Cabaret Voltaire. Como pianista de la casa, se ocupó de dejar constancia cuando tocaba piezas de Max Reger, Franz Liszt, Alexander Scriabin y Serguéi Rachmáninov. Otros músicos del cabaret interpretaban una sonata para violonchelo y piano de Saint-Saëns, una obra encantadora, pero semejante composición decimonónica está a años luz de dadá.

Hennings también contaba con un repertorio considerable, y no era desdeñable el material que Ball y ella habían interpretado desde su llegada a Zúrich. Su capacidad para cautivar al público la comentó el Züricher Post, y el agradecido Ball la copió en su diario el 7 de mayo, tres meses después de abrir el Cabaret Voltaire.

Pero la estrella de este cabaret es la señora Emmy Hennings. Estrella de muchas noches de cabaret y poemas. Igual que hace años, cuando aparecía ante el telón amarillo de un cabaret berlinés, los brazos en jarras [...] exuberante como un arbusto en flor; así, con la frente muy alta, presta hoy su cuerpo, sólo un poco socavado desde entonces por el dolor, a las mismas canciones.

Hennings no era la única cantante; una tal Madame Le Roy o Leconte (el nombre cambia según la versión que se consulte) actuaba con asiduidad en el cabaret, donde también la música iba adquiriendo formas más exóticas.

El grupo ruso de balalaicas que acudió la primera noche siguió tocando durante toda la temporada, infundiendo en el ambiente una presencia del alma rusa que también se había extendido a la literatura. Hennings y Ball leyeron La vida del hombre, de Leonid Andréiev, una obra de teatro que a Ball le encantaba y en la que «incluso lo cotidiano linda con lo terrible». También se leían cuentos de Iván Turguénev, y aunque no eran terriblemente largos, es difícil imaginar que la lectura de esos textos durase menos de treinta minutos, una media hora que habría ido en contra de la atmósfera festiva que reinaba en el cabaret. Es muy probable que el público, durante la lectura en voz alta de todo un relato o cuando sonaban las piezas para piano que tocaba Ball, se mantuviera callado y atento, esperando, quizá, que no tardase en llegar un número más animado.

En el Cabaret Voltaire se recitaban también muchos poemas, lecturas que requerían una gran atención de los presentes, sobre todo la lírica expresionista de amigos de Hennings y Ball de antes de la guerra, como Else Lasker-Schüler y Jakob von Hoddis y el dramaturgo Frank Wedekind. Los poemas experimentales abstractos de Kandinski, publicados en 1912 con el título Sonidos, se leyeron por primera vez en el cabaret. También eran populares las «canciones de la horca» de Christian Morgenstern. Tzara, con su fijación en la poesía francesa, leía obras de Max Jacob y André Salmon –amigos de Picasso– y del poeta del siglo XIX Jules Laforgue, que ejerció una fuerte influencia en T. S. Eliot, cuyo lamento «La canción de amor de J. Alfred Prufrock» acababa de publicarse al otro lado del Canal de la Mancha.

Arp interpretó escenas de la célebre pieza teatral Ubú rey, de Alfred Jarry, que en 1896 había escandalizado a París con la palabra que abre la obra: merdre (merde, «mierda», pero deliberadamente mal escrita), ocasión que presenció el poeta irlandés William Butler Yeats, que se preguntó: «¿Qué más es posible? Después de nosotros, el Dios Salvaje.» Jarry es el bromista supremo de la literatura, y el hecho de que Arp presentase Ubú en el cabaret permite ver la clase de humor que le atraía. Sus poemas son indefectiblemente fantasiosos, pues Arp se nutría del vocabulario de los periódicos, que escogía con los ojos cerrados y un dedo apuntando a un lugar aleatorio de la página. Cuando envió a la imprenta una secuencia más extensa, titulada La bomba de nubes, la escribió aposta a mano en letra pequeña y difícil de entender, como para provocar unas erratas que luego conservó fielmente en sucesivas impresiones.

El Cabaret Voltaire fomentaba una política de escenario abierto, y alentaba las improvisaciones, que iban variando sin respetar ningún orden. Una vez, un serbio que acababa de llegar del frente oriental interpretó canciones de guerra. En otra ocasión, un ruso leyó algunas composiciones humorísticas de Chéjov y tocó melodías del folclore ruso. Una noche, un grupo de estudiantes holandeses entraron en tropel con banjos y mandolinas y, retozando por el local, ejecutaron unas danzas de lo más extrañas –para gran regocijo del propietario del local, que era holandés–, provocando un estado de paroxismo hasta que volvieron a la calle armando un gran alboroto.

Las representaciones no defraudaron al público, e incluían desde tiernas baladas hasta números que eran únicamente ruido y pataleo, y los artistas se dejaban llevar por un desparpajo cada vez más marcado. El 26 de febrero, apenas tres semanas después de la inauguración, Ball escribió: «Un frenesí indefinible se ha apoderado de todos. El pequeño cabaret amenaza con salirse de quicio y se convierte en un hervidero» de emociones desatadas. El 2 de marzo, cuando el Voltaire ya era un ingrediente básico de la vida nocturna de Zúrich, Ball evaluó así la situación: «Nuestro intento de entretener al público con cosas artísticas nos empuja sin tregua a lo vivo, lo nuevo, lo ingenuo, de una forma tan estimulante como instructiva de ser siempre vitales, novedosos e ingenuos. Es una carrera con las expectativas del público, que requiere todas las energías para la invención y el debate.»

En efecto, era una carrera, y los corredores empezaban a darse cuenta. «En tanto que el entusiasmo y el éxtasis no se apoderen de toda la ciudad, el cabaret habrá fracasado», escribió Ball el 14 de marzo, fijándose un objetivo imposible. No es de extrañar que al día siguiente hablara de un colapso inminente: «El cabaret necesita un descanso. Salir a escena a diario con esta tensión no sólo agota; desmoraliza.» No habían pasado todavía seis semanas desde la inauguración, pero el panorama no parecía muy prometedor. Ball y compañía estaban al borde la implosión. No obstante, ocurrió algo, sopló de pronto otro viento que mantuvo en pie el tinglado y llevó la intensidad a un punto aún más alto.

El grupo comenzó a aportar innovaciones de su cosecha. Más que depender de un repertorio de obras literarias y musicales de su agrado y que ya conocían –presentada como una colección de material teatral–, reavivaron, experimentando, su interés por el pequeño cabaret. El cambio pudo empezar cuando Ball advirtió lo que le ocurría a un poema cuando se leía en voz alta. Entre otras cosas, descubrió «hasta qué punto es problemática la poesía de hoy», el manjar de un especialista y producida «para la lente de un coleccionista en lugar de para los oídos de personas vivas». ¿Para qué leer un poema cuando se puede hacer un sonido? Y el sonido podía ocupar explícitamente el lugar del poema. Ball empezaba a comprender que lo que Arp hacía con su arte –abandonar el pesebre y el apocalipsis y sustituirlos con formas geométricas puraspodía llevarse también al ámbito del lenguaje. «El hecho de que la imagen del hombre esté desapareciendo poco a poco de la pintura de esta época y que todas las cosas ya no aparezcan más que en estado de descomposición», escribió Ball el 5 de marzo, «es otra prueba de lo desagradable y manido que se ha vuelto el rostro humano y de lo abominable de cada uno de los objetos de nuestro entorno. La poesía ya está casi decidida a abandonar el lenguaje por razones análogas.»

Aunque las funciones nocturnas seguían siendo una carga, Ball comenzaba a atisbar un resurgimiento. «En lugar de principios, introducir simetrías y ritmos», se dice a sí mismo en el diario. Después, como si se tratase de un credo en evolución: «La invención que crea distancia es la vida misma. Seamos radicalmente nuevos y creativos. Refundamos, cada día, la vida en un poema.» Una aspiración tan ambiciosa no podía sino exacerbar su idea de que, para que el cabaret triunfase, todo Zúrich tenía que sentirse sacudido hasta los cimientos. Pero ahora al menos, algo volvía a arder en su interior.

Lo que Ball y sus colegas conspiradores tenían en marcha era algo nuevo y sin precedentes, pero ¿qué significaba? ¿A qué podía equivaler? Ball tuvo una intuición: «Lo que celebramos es una bufonada y una misa de difuntos a un tiempo.» A partir de ese breve atisbo, el 12 de marzo, se establecieron las condiciones que acabarían haciendo dar una vuelta de campana a toda la empresa. Tras haber vislumbrado el réquiem, Ball comenzó a recelar cada vez más de la bufonada. En el ínterin, la bufonada siguió siendo el estímulo de su táctica, pues, como siempre en el teatro, el espectáculo debía continuar.

El principal avance fue el resultado de una visión clave acerca del lenguaje, normalmente considerado un receptáculo de contenidos cognitivos. El lenguaje se aprecia si un poeta consigue que suene bien, o si un político logra las jugadas retóricas correctas. No obstante, incluso así lo importante no es admirar el lenguaje a costa de lo que transmite. Pero durante la Gran Guerra, la más costosa de la historia, que continuaba sin tregua en las llanuras del oeste y el este de la acogedora Suiza, la horrenda persistencia de los lugares comunes patrióticos se había vuelto simplemente repugnante. «¿Qué significa un poema hermoso y armónico si nadie lo lee porque no puede encontrar resonancia alguna en la sensibilidad de la época?», se preguntó Ball.

Marcel Janco, el Cabaret Voltaire, 1916 (cuadro perdido).

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¿Cómo expresar la realidad de los calamitosos tiempos que corrían? El futurista Marinetti había propuesto un modelo. Inspirado por la campaña italiana de 1912 en Trípoli, Marinetti había compuesto poemas que eran básicamente guiones de una representación en la que declamaba con voz de trueno los sonidos de bombas, ametralladoras y armas cortas. En cambio, para el artista inglés Wyndham Lewis, el combate real era menos alarmante. «[Mi serenidad] cuando me expuse por primera vez a los sonidos de los bombardeos masivos en Flandes, se debía posiblemente a mi preparación  marinettiana  (de hecho, puestos a comparar, me pareció que aquello era “de lo más tranquilo”)», escribió Lewis. En retrospectiva, también comentó: «Le sorprenderá ver cuánto se parece el arte a la guerra. Me refiero al arte de nuestros “modernistas”.»3

Pero a los habitantes del Cabaret Voltaire no les interesaba infundir a sus palabras cadencias marciales. Las machaconas Plegarias fantásticas de Huelsenbeck avanzaban en esa dirección todo lo que deseaban, pero el enfoque era «primitivista», no realmente en la vena vociferante de Marinetti. La solución que encontraron procedía del París de antes de la guerra, donde Henri-Martin Barzun y Fernand Divoire habían experimentado introduciendo efectos corales en la poesía, un procedimiento al que llamaron «poesía simultánea», y comenzó a emplearse en el cabaret a finales de marzo.

Para esa interpretación de poesía simultánea, Huelsenbeck, Janco y Tzara subieron al escenario, se inclinaron formalmente como un trío tirolés e interpretaron al unísono su composición escrita en colaboración, «El almirante busca una casa para alquilar», en alemán, inglés y francés, con un tambor, un silbato y una sonaja como acompañamiento. Ésas eran, evidentemente, las principales lenguas de la guerra. Tzara contribuyó con un itinerario conceptual en su explicativa «Nota para el burgués», citando el precedente visual de los cubistas Picasso, Braque, Picabia y Delaunay, así como las innovaciones tipográficas de Mallarmé y los caligramas de Apollinaire. Asimismo, reconoció debidamente la influencia de Barzun y Divoire, señalando, no obstante, que el efecto musical que se esforzaban en conseguir no era su propia aspiración. Lo que él quería era proporcionar una plantilla para aportaciones improvisadas de los intérpretes, una estructura coherente que permitiera canalizar el fluir extemporáneo. Las voces, al entrelazarse, debieron de producir en el cabaret un efecto cacofónico, y Tzara sugiere que algunos elementos del texto, como «ahoi iuché» sólo pretendían sugerir lo que ocurría en escena de manera improvisada.

Cada una de las tres lenguas de la pieza aportaba su propio sabor particular. Con el título francés –«L’amiral cherche une maison à louer»– ocuparía el lugar de honor en la antología Cabaret Voltaire, publicada en mayo, lo que ponía de relieve su importancia para el grupo. La parte en alemán, a cargo de Huelsenbeck, está repleta de los efectos sonoros que lo caracterizaban, y hacía pedazos cualquier sentido que la composición pudiera tener. Hay una referencia al almirante del título con los pantalones hechos jirones, y un mono y un manatí se llevan un aplauso, pero en el texto dominan sonidos como chrza prrza chrrrza, Yabomm hihi hihi hihiiiii, uru uro pataclan patablan pataplan y taratata taratata tatatata. Efectos semejantes impregnan también la parte en francés; por ejemplo, el boum boum boum de las ranas de un pantano que, por algún motivo, llevan a Tzara hasta una serpiente en Bucarest. El resto es pura cháchara, hasta que la composición termina en un despreocupado puñado de palabras escogidas y dichas al tuntún (prore, adore, sycomore).

La parte en inglés de «El almirante busca una casa para alquilar» es gramaticalmente coja en algunos momentos, y está llena de faltas de ortografía (como honny suckle y weopour will en el ejemplo citado más abajo). La interpretación corrió a cargo de Janco, y el texto indica que era un fragmento para canto, no para recitado. Empieza con una escena encantadora que evoca un refinado mundo de antaño: «Where the honny suckle wine twines itself around the door a sweetheart mine is waiting patiently for me I can hear the weopour will around around the hill» («Donde la madre zelva trepa alrededor de la puerta una amada mía me espera con paciencia puedo oír al shota cabras alrededor alrededor de la colina»), y poco a poco va convirtiéndose en algo sin mayores pretensiones, con cadencias del music-hall y pasatiempos ingleses estereotípicos, desde «I love the ladies I love to be among the girls» («Me encantan las mujeres me encanta estar entre chicas») hasta «when it’s five o’clock and tea is set I like to have my tea» («cuando son las cinco y sirven el té me gusta tomar el té»). A partir de ahí, entra como a trompicones el mundo de Irving Berlin, citando de hecho, de su gran éxito, el ragtime «Everybody’s Doing It Now» («Ahora lo hace todo el mundo»); en ese momento, el registro cambia bruscamente, galopando hasta el final con una cascada de afirmaciones: «Oh yes yes yes yes yes yes.»

(Aunque no es tan famosa, esa jubilosa retahíla anticipa el final del Ulises de Joyce, con el monólogo de Molly Bloom: «le atraje encima de mí para que él me pudiera sentir los pechos todos perfume sí y el corazón le corría como loco y sí dije sí quiero 4 Así termina la novela del irlandés, pero el libro propiamente dicho contiene algunas palabras más: Trieste-Zúrich-París, 1914-1921. Sí, Joyce vivió en Zúrich durante los mejores meses del Cabaret Voltaire. No hay pruebas que demuestren su paso por el establecimiento, pero le gustaba beber y frecuentaba los cafés de todas las ciudades en las que residió. ¿Es excesivo imaginar que Joyce canalizó la interpretación que hizo Marcel Janco de Irving Berlin en favor de Molly Bloom?)

Ball pensaba que en esa lectura tricéfala se desplegaban todos los estilos de los veinte años anteriores, y ponía el acento, por encima de todo, en el «valor de las voces», a la vez que añadía: «El poema quiere poner de manifiesto la forma en que el hombre ha quedado enredado en el proceso mecanicista.» Para Ball, la vida en el cabaret sería cada vez más, por lo mucho que había en juego, una cuestión de supervivencia. «Nuestros debates son una búsqueda ardiente, cada día más flagrante, del ritmo específico, del rostro soterrado de esta época.» Tras identificar la búsqueda, Ball decidió que no trataba sobre el arte; en esa lucha, el arte sólo era una herramienta o un arma. Pero ¿había algo redentor que desenterrar del horror que la época producía?

«Nuestro cabaret es un gesto», escribió en abril, fortalecido por el interés colectivo que el grupo había conseguido. «Cada palabra que se dice o se canta en él significa, por lo menos, que esta época degradante no ha conseguido infundirnos respeto.» ¿Cómo podía hacerlo, con su imbécil carnicería sancionada por el Estado? En ese puerto seguro llamado Zúrich, al menos se podía desafiar a las naciones beligerantes y, como mínimo, afirmar: «No pueden exigirnos que nos traguemos con gusto la nauseabunda empanada de carne humana que nos ofrecen.»

Con denuedo y determinación, Ball y los demás se lanzaban de cabeza a sus interpretaciones. Los participantes se convirtieron en engranajes de un mecanismo, partes en movimiento que se unían momentáneamente. «Lo curioso es que, en realidad, nunca estamos de acuerdo y a la vez», señaló Ball. «Las constelaciones cambian. De pronto Arp y Huelsenbeck se entienden entre sí y parecen inseparables; luego, Arp y Janco se unen contra H., y después H. y Tzara contra Arp, y así sucesivamente.»

Es posible que se tratase de la receta perfecta para el conflicto, pero mantenía al cabaret en un estado de agitación creativa. Y a la vista del público también definía al grupo como un fenómeno sumamente peculiar y sin precedentes. «Son hombres poseídos, proscritos, maniacos, y todo por amor a su trabajo», comentó un periodista en aquellos días. «Se dirigen al público como si le pidieran ayuda, colocando ante la gente los materiales que permitirían diagnosticar su enfermedad.» Cuando abrió el cabaret, Ball se había acercado a los periódicos locales para asegurarse la cobertura de la prensa, y unos meses después del estreno de «El almirante busca una casa para alquilar», dio un paso más y contrató un servicio de recortes de prensa. Así satisfizo la compulsión documental de Tzara.

Tzara estaba naturalmente motivado por ver impresa su poesía, y lo que más ansiaba era editar una revista literaria, algo más que la publicación en solitario llamada Cabaret Voltaire. «Tzara se atormenta por la revista», escribió Ball, ya algo impaciente, el 18 de abril de 1916. Y luego, en la frase siguiente de la misma carta, soltó la bomba: «Mi propuesta de llamarla Dada ha sido aceptada.» El primer número no vio la luz hasta más de un año después, pero la palabra dadá atrajo de inmediato la atención del grupo.

Y así, de repente, tuvieron un nombre, un vocablo que se desliza suavemente entre las lenguas. Podía sonar al «sí, sí» rumano que con frecuencia los demás oían en labios de Janco y Tzara cuando hablaban entre ellos en la lengua de su país. En francés, la palabra también significa «caballito de madera», y, en opinión de Ball, para los alemanes era «un signo de simpleza e ingenuidad». Y Tzara descubrió que también podía designar, en cierta tribu africana, la cola de una vaca sagrada. También había un mensaje comercial; Bergmann, fabricante alemán de jabones y perfumes, patentó uno de sus productos con el nombre Liliemilchseife-Crème-Dada («jabón crema de leche de lirios»), al cual Ball se refirió en su manifiesto dadá del 14 de julio de 1916.

El acuñamiento del término acabó siendo una fuente de eterna acritud entre Tzara y Huelsenbeck, pero en Zúrich, en 1916, su identidad de dadaístas sentó en el Cabaret Voltaire las bases de una camaradería vital. Proporcionó al grupo un apodo, pero lo distinguió de otros grupos de vanguardia, cuyos nombres describían una actitud o una actividad, como los futuristas, los expresionistas, los cubistas. Dadá era una clave, una invitación a preguntarse por su significado. ¿Qué era dadá? ¿Qué hacía un dadaísta? El mundo occidental llevaba décadas preocupado por la amenaza del anarquismo, pero ¿cómo se podía saber quién era anarquista antes de que hiciera volar por los aires un café? Lo mismo puede decirse de un dadaísta, cuyas explosiones eran literarias, artísticas, filosóficas y estrafalarias en un mismo movimiento. Y durante varios años, mientras ese misterioso «microbio virgen» (como lo llamó Tzara) se propagó por el mundo, la falta de sentido de la palabra misma cautivó, agitó y amenazó en la misma medida. Por supuesto, al público de las noches del Cabaret le importaba un bledo cómo los artistas se llamaban a sí mismos. Pero, una vez que la palabra dadá se instaló, fue como un huevo: Ball y los demás observaban, embelesados, atentos a lo que saldría cuando se rompiera el cascarón.

A la manera de un antropólogo, Ball empezó a registrar por escrito las características de ese nuevo tipo humano. «El dadaísta ama lo extraordinario, incluso lo absurdo. Sabe que la vida se afirma en la contradicción.» Adaptado al cambio constante, el dadaísta «ya no cree en la comprensión de las cosas desde un punto de vista». No es de extrañar, pues, que Ball se inspirase en su propia tendencia a la crisis como síntoma del dadaísta, alguien al que describe como «sin embargo, sigue estando en tal modo convencido de la unión íntima de todo los seres [...] que sufre por las disonancias hasta la liquidación de su propio yo». A Ball lo habían asediado esas contradicciones durante años, que pronto llegaron a un punto crítico, reduciéndolo a un colapso casi infantil.

Ball escribió un auto de Navidad, que se representó a principios de junio de 1916, unos cuatro meses después de que abriese el cabaret. La idea pudo proceder de su fascinación con el mundo del primer cristianismo, sobre el que más tarde escribió un libro. «Hay una secta gnóstica cuyos adeptos estaban embargados de tal forma por la imagen de la infancia de Jesús, que se echaban lloriqueando en una cuna y hacían que las mujeres les dieran el pecho y los envolvieran en pañales», escribió Ball. «Los dadaístas son pañales, niños en pañales de una nueva época.»

El auto de Navidad fue una de las escasas oportunidades que tuvo Ball de escribir, elegir los actores y dirigir toda una producción. Cuando concibió la idea del Cabaret Voltaire, en su imaginación fue un teatro en el que podría tener su propia compañía y escribir obras apropiadas para los talentos individuales que la integrasen. Sería la cristalización de su carrera teatral de antes de la guerra. Y ahora tenía la oportunidad de hacer realidad ese sueño.

Echando mano de las dotes de Arp, Tzara, Janco, Hennings y otra mujer, el auto de Navidad de Ball era una representación familiar del nacimiento en Tierra Santa, y también, un bruitist o concierto de ruidos. Se representaba detrás de una mampara semitransparente, y el elenco no tenía que preocuparse por el vestuario; asimismo, el mundo sonoro que creaba podía emerger de fuentes misteriosas. Entrelazar ritmos golpeados en el suelo con los puños y los codos significaba registrar la aparición del ángel y la estrella, que descendían acompañados del sonido de la hélice de un avión, que Ball reproducía fonéticamente: «Zcke, zcke, zcke, zzcke, zzzzzcke, zzzzzzzzcccccccke zcke psch, zcke ptsch, zcke ptsch, zcke ptsch.» Gracias a la familiaridad del tema bíblico, toda la presentación podía girar en torno a esos efectos sonoros que creaban un ambiente particular, muchos de los cuales se apoyaban en esa fuerza única de la voz humana que el grupo había presentado por primera vez con el «poema simultáneo» sobre el almirante que quiere alquilar una casa. De hecho, la simultaneidad contribuía al auto de Navidad de una manera sumamente original en el último acto, cuando el nacimiento se representaba junto con la crucifixión. Los sonidos de la Adoración de los Reyes Magos y María se transformaban en lamentos entre un constante martilleo de clavos y golpes de cadenas.

Por todo lo que sabemos, fue un montaje realmente emotivo; «su dulce sencillez» provocó sorpresa y ternura. «Las ironías habían limpiado el ambiente. Nadie osaba reírse. En un cabaret difícilmente se podría haber esperado algo así, y mucho menos en éste. Dimos la bienvenida al Niño, en el arte y en la vida.»

Más o menos en esos días, Ball también recibió a otra criatura en Zúrich: la hija de Hennings, una niña de nueve años que acababa de llegar a Suiza tras la muerte de su abuela materna, con quien había vivido desde que nació. Aunque no era el padre, aceptó el nuevo papel con orgullo y no poca consternación. Esa repentina «paternidad» introdujo cambios en su vida y, por supuesto, en su rutina diaria. Como escribió a un amigo, Emmy y él, aunque por lo general no volvían a casa del cabaret hasta alrededor de la una y media de la mañana, se levantaban a las seis para llevar a la niña a la escuela a las siete –un horario que debió de agotar aún más a la ya exhausta pareja.

Tras la representación del auto de Navidad, Ball advirtió que los experimentos dadaístas, cada vez más definidos, estaban llevándolo al punto de ruptura. Se dio cuenta de que el círculo de vanguardia en que ya llevaba mucho tiempo inmerso mezclaba falsas promesas con verdaderos descubrimientos. Ellos eran rimbaudianos «sin quererlo ni saberlo. [...] [Rimbaud] es el patrón de nuestras múltiples poses y pretextos sentimentales; la estrella de la moderna desolación estética».

Que Ball comparase a su cohorte con Arthur Rimbaud fue revelador. El poeta francés había deslumbrado a sus contemporáneos con Una temporada en el infierno (1873) e Iluminaciones (1886), y aún más asombroso era el hecho de que hubiese escrito toda su obra antes de los veinte años, tras lo cual llevó una vida itinerante, incluidos muchos años en África, antes de morir en 1891 cuando tenía treinta y siete años. Es innegable que Ball detectó una afinidad con el célebre poeta francés, que había escrito a su amigo Paul Demeny que un verdadero poeta se vuelve visionario a través de «un trastorno prolongado, gigantesco y racional de todos los sentidos» –una automutilación, sugirió, algo parecido a tener verrugas en la cara.

Cuando, en su diario, Ball se implora a sí mismo buscar el absoluto en su persona para poder vivirlo, se colocaba a la sombra de Rimbaud, preguntándose si valía la pena tomarse tantas molestias por algo que era mera literatura, y le preocupaba que las representaciones del cabaret equivalieran a poco más que a la desolación estética de Rimbaud.

Dadá significó algo distinto para cada uno de sus participantes, pero, para Ball, era el aprieto resultante de valerse de la cultura para escapar de la cultura –una alocada operación de inicialización–. «Lo que llamamos dadá es un juego de locos a partir de la nada, en el que se enredan todas las cuestiones elevadas; un gesto de gladiadores; un juego con los despojos raídos; una ejecución de la moralidad...» Y de la maldita pose, añadía Ball. Ese estallido melancólico es típico de Ball cuando se enfrenta a las dificultades de su vida cotidiana, vacilando entre las funciones vespertinas del cabaret, su propio problemático mundo interior y las noticias constantes del combate en el frente occidental, que se encontraba en punto muerto –y del que recibía noticias, mientras, por necesidad económica, traducía El fuego, obra del veterano de guerra Henri Barbusse.

Si bien es cierto que vivió un desesperado verano de 1916, también desbordaba esperanza. El otro lado de su mente estaba fijo en el sueño esplendoroso de un lenguaje purificado que equilibrase la anarquía con la meditación religiosa. «Ahora hemos llevado la plasticidad de la palabra hasta un punto que difícilmente podrá ser superado», escribió el 18 de junio. «Hemos cargado la palabra con fuerzas y energías que nos permitieron volver a descubrir el concepto evangélico de la “palabra” (logos) como una compleja figura mágica.»

Las dos vetas en conflicto del pensamiento de Ball –nihilismo y aspiración– no tardarían en expresarse gráficamente en una coreografía que definiría a dadá para la eternidad. Fue una culminación de sus trabajos dadaístas, una despedida, pensó después..., pero ¿lo planeó así?

Hacia finales de junio, justo antes de que el Cabaret Voltaire echara el cierre, Ball se subió al escenario luciendo el atuendo del «Obispo Mágico», un traje de cartón parecido al que lleva el Hombre de Hojalata en El mago de Oz, película que no se rodó hasta veinte años después. Con las piernas metidas en tubos azules, el torso envuelto en un cobertor dorado (rojo por dentro) con dos aletas que remedaban sendas alas, podía retorcerse moviendo los hombros. En la cabeza, el «sombrero del médico brujo», como lo llamaba él, era un bonete con rayas verticales azules y blancas.

Dadas las limitaciones de ese traje de cartón, a Ball tenían que llevarlo al escenario y colocarlo en posición delante de los tres atriles en los que tenía los manuscritos, una maniobra que se hacía en la oscuridad. Cuando se encendían las luces, ese personaje extraterrestre comenzaba a entonar en una lengua propia de conjuros mágicos:

gadji beri bimba

glandridi lauli lonni cadori

gadjama bim beri glassala

glandridi glassala tuffm i zimbrabim

blassa galassasa tuffm i zimbrabim

Para Ball se trató de una experiencia convulsiva y transformadora. A mitad del recitado de ese texto sin sentido, percibía que de la entonación de las vocales surgía una fuerza litúrgica ante la que caía rendido. Y se convertía en el Obispo Mágico, hundiéndose en una dulce profundidad de dicha farfullada, tan dominado por esa fuerza, que cuando después de la interpretación sacaban del escenario su cuerpo sudoroso y trémulo, sabía que había terminado con dadá como movimiento de vanguardia y que había renacido más allá en una especie de santidad dadaísta.

Hay una famosa fotografía de Ball vestido con ese traje. Podría tratarse de una pose, no de una instantánea en el escenario. En 1920, en esa foto se sobreimpuso una versión multicolor de un poema fonético para una antología de dadá que llegó a la fase de galeradas, pero que nunca se publicó. No obstante, la imagen circuló y lo convirtió en el definitivo Hombre Dadá. En las décadas que han transcurrido desde el debut del Obispo, se ha recordado muchas veces la interpretación de Ball; a manera de ejemplos, el tema «I Zimbra», de Talking Heads, y el recitado de Marie Osmond en el programa televisivo de la ABC Ripley’s Believe It or Not. En una sola noche, con esa actuación de diez o quince minutos, Ball se convirtió en el chico del póster del siglo para la vanguardia.