El cabaret cerró a principios de julio de 1916, casi un mes antes de que Hugo Ball, Emmy Hennings y Ammelie, la hija de Hennings, abandonaran Zúrich para instalarse en Vira-Magadino, junto al lago de Locarno. Aunque el cabaret ya no existía, las funciones y veladas de dadá continuaron. Antes de que Ball y Hennings se marcharan, se celebró la primera velada dadá, precisamente el Día de la Bastilla, 14 de julio, en la Zunfthaus zur Waag, una antigua sede de gremios sita en la plaza Münsterhof, uno de los lugares más exclusivos de Zúrich. Con ese cambio de local, dadá dijo inmediatamente adiós a las connotaciones del cabaret como lugar escandaloso y entró en una nueva fase de su corta pero imparable historia. La prestigiosa Zunfthaus imbuía al dadaísmo, fuera lo que fuese, de un aire de seriedad.
El grupo repitió material del Cabaret Voltaire junto con el estreno de la obra de Tristan Tzara titulada La primera aventura celestial del señor Antipirina. Hennings ejecutó tres danzas dadaístas, con máscaras de Marcel Janco y música de Ball, que leyó su poema «Gadji Beri Bimba», que había recitado por primera vez en el Voltaire, vestido con el traje del Obispo Mágico. Sin embargo, ya no lució los arreos del estreno, y actuó con aspecto de caballero elegante que se ocupaba, dijo Ball en La huida del tiempo, de una nueva tendencia del arte. Tras soltar de un tirón las asociaciones multilingües del término dadá, mencionó los nombres de sus colaboradores, troceados en un estofado verbal: «Dadá Tzara, dadá Huelsenbeck, dadá m’dadá, dada m’dada dada mhm, dada dera dada, dada Hue, dada Tza.»
Para gran asombro del público, a continuación cambió bruscamente de marcha para leer su manifiesto dadá: «¿Cómo se consigue la dicha eterna?», preguntó. «Diciendo dadá.» Dadá era la inauguración de una nueva manera de hablar, de una nueva actitud ante la vida, en la que «dejo que las vocales hagan el indio. Dejo que las vocales simplemente sucedan, como maullidos de gatos». Dadá era el jabón que le quitaba la mugre al lenguaje, ese instrumento precioso para elevar el sonido animal a la categoría de expresión humana inteligible. «Dadá es el corazón de las palabras», dijo. «La palabra, caballeros, es una preocupación pública de la máxima importancia.»
Unas semanas después, mientras disfrutaba del delicioso tiempo de agosto en las cumbres alpinas al norte de Milán, Ball reflexionó sobre el manifiesto del Día de la Bastilla, y señaló que era «una ruptura con los amigos, aunque algo disfrazada», y añadió que «ellos también lo sintieron así». Y se preguntó: «¿Existe algún antecedente de que el primer manifiesto de una causa recién fundada refutara esa misma causa a la cara de sus partidarios?»
Ball había sentido que el final se acercaba incluso antes, en el Cabaret Voltaire, y ahora se arrepentía del «lamentable estallido» del Obispo Mágico, aun cuando siguiera preocupándole. Quería una transfiguración, anhelaba la tranquilidad personal y lo emocionaban profundamente los servicios religiosos católicos a los que empezó a asistir –veía en ellos un reflejo de la misma clase de absolución que buscaba en su arte–. «La purificación debe empezar con el lenguaje, la purificación de la imaginación», escribió en su diario. Es evidente que tal purificación era un incentivo detrás de sus «poemas sin palabras», como él mismo los llamaba, aun cuando al leerlos se sintiera irracionalmente transportado. Esos poemas encerraban algo esencial, una llave, podría decirse, al estimulante desafío que Ball tomó de una sentencia de Novalis, el gran poeta romántico alemán: «Convertirse en ser humano es un arte.»
Si lo que Ball quería era centrarse en el arte de volverse humano, el resto del grupo de Zúrich estaba decidido a convertirse en dadaísta a través del arte. Ball y Hennings habían sido indispensables en el cabaret, pero no lo eran para publicar y montar exposiciones.
Después de la aparición de Cabaret Voltaire, Tzara se propuso lanzar otra revista, titulada Dada, junto con una serie de libros. El primer título fue una elegante presentación de su pieza teatral La primera aventura celestial del señor Antipirina, ocho páginas de texto con seis grabados de Janco en dos colores y a toda página. Antipyrine era la marca registrada de un medicamento para el dolor de cabeza –malestar al que Tzara tenía una marcada predisposición–, por eso el personaje del título es un tal Señor Aspirina o Señor Tylenol. Con apariencia de ser una obra de teatro, era poco más que una agresión verbal repartida entre personajes llamados Monsieur Bleubleu, Monsieur Cricri, Monsieur Boumboum, Pipi o La Mujer Embarazada. Salpica el texto una dosis considerable de los africanismos de Tzara (zdranga, zoumbye, affahou, entre otros), como para certificar el carácter absurdo del diálogo en un discurso aparentemente respetuoso de la normativa:
Aves preñadas que hacen caca sobre el burgués
La caca siempre es un niño
El niño siempre es una oca
La caca siempre es un camello
El niño siempre es una oca
Y nosotros cantamos
oi oi oi oi oi oi oi oi oi oi oi oi oi oi oi oi oi oi
No se sabe quiénes interpretaron esos personajes la noche del Día de la Bastilla, aunque no cabe duda de que también formaron parte del elenco otros dadaístas. Detritos provocadores de palabras lanzadas sobre el público hasta que, en mitad de la obra, el propio Tzara pronuncia un discurso: «Dadá es nuestra intensidad», empezaba; «monta bayonetas sin consecuencias», un guiño a las campañas militares igualmente vanas que devastaban Europa. Ese interludio sólo duraba dos o tres minutos, y si bien reforzaba el efecto teatral de las palabras con que los actores rociaban al público, Tzara se ocupó de insertar un aparte inteligible: «Dadá no es locura, ni sabiduría, ni ironía.» Y también se descolgó con un pronunciamiento memorable: «Dadá se mantiene dentro del marco europeo de las debilidades; al fin y al cabo, es mierda, pero a partir de ahora queremos cagar en diferentes colores para embellecer el zoo del arte con todas las banderas de todos los consulados clo clo bong hiho aho hiho aho.»
Años más tarde, cuando Tzara publicó su colección de manifiestos dadá, abrió el libro con el aparte teatral de Antipirina, convertido ahora en manifiesto. No deja de ser interesante señalar, en lo tocante al papel de Tzara en el grupo dadaísta, que su primer manifiesto apareció, de manera furtiva, pero no por ello menos espectacular, en mitad de una obra –que ni siquiera figuraba en el programa impreso de la función–. Es posible que no bromeara cuando, en un manifiesto de 1918, afirmó: «Por principio soy contrario a los manifiestos», añadiendo, con gracia, «de la misma manera en que soy contrario a los principios.» De hecho, tampoco figuraba en el programa el manifiesto dadaísta de Ball, esa «ruptura [...] aunque algo disfrazada» con sus amigos.
Esos manifiestos parecían una serie improvisada de entrenamientos para un combate de boxeo entre el hombre mayor, el fundador del Cabaret Voltaire, y el joven al que poco le faltaba para cubrirse con el manto de líder del dadaísmo. No hay nada que sugiera una relación hostil entre ambos, pero, dado que Ball y Hennings se marcharon de Zúrich dos semanas después del Día de la Bastilla, es probable que la despedida ya flotase en el aire durante los preparativos de esa velada. Como mínimo, Tzara ya podía vislumbrar lo que se avecinaba: si dadá iba a tener alguna relevancia, la velada de julio tenía que anunciarse como inaugural. En el programa se lee que sería la primera, lo que sugiere que preveían una serie de funciones. También se presentaba como una «noche de los autores»: Hans Arp, Ball, Hennings, Richard Huelsenbeck, Janco y Tzara. Asimismo se indica a título informativo el carácter del programa: música, teoría, manifiestos, poesía, pintura, trajes, máscaras y, al final, pero no por ello menos importante, danza.
En el Cabaret Voltaire, la danza había formado parte del entretenimiento, pero el pequeño escenario era un obstáculo para los movimientos. En una función, Hennings lució algo parecido al traje del Obispo Mágico de Ball, el que lo limitaba tanto a la hora de moverse que al escritor tenían que subirlo al escenario. No es de extrañar, pues, que «no pudiera hacer otra cosa que taconear o mover todo el traje como una chimenea», recordó Suzanne Perrottet, bailarina y música de la escuela de danza de Laban, en Zúrich; «y a veces soltaba un grito, uno solo».
Después del cierre del cabaret, los dadaístas comenzaron a presentar, durante varios años, actividades en locales más espaciosos, y la danza pasó a ocupar un lugar cada vez más destacado. Por ejemplo, para la función del 14 de julio, además de los números de Hennings, el programa concluyó con una danza cubista con coreografía de Ball y en la que bailaron Hennings, Huelsenbeck, Tzara y el propio Ball.
Fiel a la provocación del cubismo, esa y otras danzas dadá eran erráticas y asimétricas. Al fin y al cabo, se inspiraban en las máscaras grotescas de Janco. Sin embargo, los dadaístas no estaban haciéndolo todo solos; se beneficiaban de la proximidad de la academia de danza moderna de Rudolf Laban.
La misión a la que el carismático Laban dedicó toda su vida consistió en emancipar la danza de su servilismo tradicional a la música y el drama, y en ese sentido ejerció una profunda influencia en los dadaístas. Laban quería que la danza fuese una expresión primordial de la fuerza vital. Figura inspiradora, podía ser exigente hasta la crueldad, pero siempre al servicio de la liberación del potencial individual. Tenía «la cualidad extraordinaria de liberar a la gente artísticamente, de permitirte encontrar tus propias raíces», recordó Mary Wigman, una de sus alumnas.
Laban no necesitaba reclutar seguidores, pues era una fuerza de gravedad para sí mismo. «El verdadero objetivo de una persona es su propio ser lúdico», escribió. El movimiento era la entrada a una forma viva, y la danza su resultado festivo. Bajo su guía y su instigación, el autoempoderamiento extático era un objetivo posible. Algunas fotografías de la época muestran a grupos de bailarines que gesticulan, siempre al aire libre, receptivos a las montañas y los lagos alpinos. No se ve unidad coreográfica alguna, sólo figuras inmersas en un éxtasis común, algunas de ellas desnudas, otras, como el propio Laban, vestidas con túnicas de heraldos.
Esa dicha ritual podía escandalizar a los no iniciados, que la consideraban una perversión, acusaciones que no podían más que acumularse sobre un hombre que, cuando nació dadá, tenía nueve hijos de cuatro mujeres distintas. Sus bailarines no tienen reparos en confirmar que era difícil resistirse a ese carisma personal, sobre todo tratándose de un hombre tan atractivo como Laban. Wigman recordó su particular magnetismo con palabras que evocan el espíritu del Cabaret Voltaire: «Laban siempre estaba ahí, con el tambor en la mano, inventando, experimentando. Laban, el mago, el sacerdote de una religión desconocida.» Tenía la capacidad mercurial de pasar de un papel a otro, de gurú a compañero de juegos: «¡Con qué facilidad pasaba del caballero galante al fauno de sonrisa pícara!» Y los de fuera veían con frecuencia al fauno, o hablaban de él en voz baja, porque la «escuela» de Laban se parecía mucho a un serrallo.
Los jóvenes dadaístas hacían cola para ver a las jóvenes de ese santuario de la emancipación. «Nos lanzábamos a ese fértil campo de peligros con el mismo entusiasmo con que nos zambullíamos en dadá», recordó luego Hans Richter. «Las dos cosas iban juntas.» De hecho, Richter conoció a su futura esposa entre esos bailarines, una mujer que antes había tenido una relación amorosa con un hermano de Janco. Pero el matrimonio no duró. «Era una relación muy tormentosa», escribió, «porque ella era extraordinariamente guapa y todo el mundo quería poseerla. Algunos lo consiguieron y, claro, ésa no era mi idea de la vida conyugal.»
Como sugiere la experiencia de Richter, ese aperturismo sexual formaba parte de los atractivos –y del riesgo– para los jóvenes dadaístas que se mezclaban con los acólitos de Laban. Arp estuvo liado con Sophie Taeuber, una bailarina de Laban que también trabajaba de profesora de arte. Tzara tuvo un romance largo y tormentoso con Maja Kruscek.
No todos los dadaístas pusieron sus energías amorosas en las bailarinas de dadá. Janco tanteó el terreno, pero el pobre Huelsenbeck se perdió esos placeres eróticos, pues salía con una decente muchacha suiza de clase media cuya educación la convertía en un blanco sexual no disponible. Desesperado, Huelsenbeck confiesa que llegó al extremo de prometer que repudiaría a dadá si ella hacía esa concesión, pero fue en vano.
La importancia cultural de la escuela de Laban se pone de manifiesto en el cuidado con que Ball registra su presencia en el Cabaret Voltaire. Es innegable que, para el distinguido bailarín, los dadaístas tenían ciertas dotes para la interpretación, y él, en su academia, «tambor en mano», incitaba a una anarquía igualmente cinética. El propio Laban nunca formó parte de dadá, y tampoco Wigman, aunque en la revista dadaísta Der Zeltweg se publicó un estudio fotográfico en movimiento de sus danzas. Se conformaban con ser espectadores de un fenómeno más amplio, Zúrich transfigurada por la llegada de refugiados de guerra. (En una carta de aquellos días, Laban contó a un amigo que «todos los cafés con delirios de grandeza del mundo han enviado a Zúrich a sus principales héroes».)
No obstante, fueron varios los bailarines de Laban que actuaron en el cabaret y llegaron a ser colaboradores cruciales de las veladas dadaístas durante 1917. En la «Noche del Arte Nuevo» –celebrada el 18 de abril de 1917–, Käthe Wulff, bailarina de Laban, recitó poemas de Kandinski y Huelsenbeck, y Perrottet tocó al piano piezas de Arnold Schoenberg. El acuerdo era recíproco; un amigo de Arp leyó los poemas de La bomba de nubes en la academia de Laban el 18 de marzo de ese año (fecha que coincide aproximadamente con el baile de máscaras que organizó Wigman, y en el que, según escribió Ball, oyó por primera vez los poemas de Arp).
Una de las bailarinas más destacadas de la escuela de Laban era Sophie Taeuber. Se ha conservado de ella una fotografía, ataviada con un traje-collage de Arp, en una función de marzo de 1917. Presentado como «Danza abstracta», el número de Taeuber se añadió al poema de Ball «Canto del pez volador y los caballitos de mar» («Pequeño Caballito de Mar» era el apodo con que Ball llamaba a Hennings).
Como Ball escribió después: «Un sonido de gong basta para sugerir al cuerpo de la bailarina las figuras más fantásticas. La danza se ha convertido en un fin en sí misma. El sistema nervioso apura todas las vibraciones del sonido.» En ese caso en concreto, «bastaría una poesía de secuencias fonéticas para procurar a todas y cada una de las partículas lingüísticas la vida visible más singular en el cuerpo articulado de cien maneras diferentes de la bailarina [...] una danza llena de puntas y espinas, llena de sol resplandeciente y cortante agudeza». Es fácil imaginar esa «secuencia poética» que, con sus «tressli bessli», sus «flusch», «ballubasch» y «zack hitti zopp», conseguía que los movimientos surgieran directamente de los sonidos, sobre todo si esos sonidos se emitían con el cuidado que ponía Ball a la hora de concebirlos y pronunciarlos.
Sophie Taeuber bailando con una máscara de Marcel Janco, Zúrich, 1916-1917.
Archivos de la Fondation Arp, Clamart, Francia.
A instancias del paciente Tzara, Ball volvió a Zúrich en otoño de 1916. Fue un regreso tenso. La representación del Obispo Mágico en el Cabaret Voltaire había presagiado el comienzo de la crisis nerviosa de Ball –no toda de golpe, sino gradual–. En agosto de 1916, Ball, desde la estratégica Vira-Magadino, había llegado a concebir la noche del obispo como su ruptura con dadá.
En Zúrich, sus amigos parecieron entender esa necesidad de huir, pero también tomaron aguda conciencia de que la participación de Ball era fundamental para que dadá siguiese con vida. ¿Y por qué no iba a seguir vivo? El Cabaret Voltaire había sido una experiencia agotadora, con sus funciones noche tras noche, pero también había sido una incubadora, y el huevo se había roto. Ahora dadá ya tenía un programa de publicaciones, con una revista y varios libros. Como había demostrado la velada del 14 de julio, incluso tenía potencial en lo que a taquilla se refiere.
Tzara estaba obsesionado con traer a Ball de vuelta al redil. El 4 de agosto, Ball escribió a su aliado rumano: «De momento me mantendré un poco distante de dadá», y añadió: «Pero tengo ganas “también de rugir” – más adelante.» Ese «más adelante» era, hasta cierto punto, un consuelo, pero Tzara siguió dando la lata, pues quería que Ball aprovechase sus contactos literarios en Berlín para publicarle su manifiesto (es de suponer que el de Antipirina). El problema radicaba en que estaba escrito en francés. Ball, estupefacto, contestó diciéndole que imaginase una revista alemana que publicaba un manifiesto alemán mientras la guerra aún duraba. Pero al menos pudo consolar al aspirante a poeta: sus amigos de Alemania (incluido Wieland Herzfelde, integrante del dadaísmo berlinés) le habían hablado bien del Antipirina de Tzara.
Hacia fines de septiembre Ball envió a Tzara un mensaje ambiguo, en el que repudiaba las raíces vanguardistas de dadá y su acoso a la burguesía. «No más antiburgueses», decía, mirando con envidia a la clase media desde su pobreza (había irritado a Huelsenbeck porque no tenía dinero para cooperar con las publicaciones). «Ser burgués es muy interesante», descubrió de pronto, «e igualmente difícil.»
Con todo, no puede decirse que Ball y Hennings hubiesen renegado por completo y para siempre de la vida del music-hall. Ball confesó a su amigo: «Ardo en deseos de tocar el tambor. Siempre un tamborrrrrrr.» Pero a continuación preguntó, receloso: «¿Estás intentando seducirme para que regrese a las variedades?» Cuando Hennings y él se marcharon de Zúrich, se promocionaron como pareja en gira que ofrecía «Veladas de cabaret literario moderno» en hoteles para turistas. Incluso mandaron imprimir un folleto, con elogios del Cabaret Voltaire y otras actuaciones anteriores al dorso y, en la portada, el abanico de su repertorio, que incluía (para Hennings) canciones de los bulevares de París y baladas chinas con marionetas y bailes dadá, y (para Ball) música para piano de Debussy y Schoenberg y poemas de Baudelaire, Rimbaud, Kandinski y otros. Empobrecida, la pareja no tenía más remedio que echar mano de su viejo repertorio para salir adelante. Con todo, era una lucha, y tenían que plantar cara a la necesidad de cierta clase de estabilidad.
En octubre de 1916, y otra vez en Zúrich, Ball aceptó encargos de redacción y traducción, pero juró que esta vez las cosas serían distintas. «No volveré a trabajar en un cabaret», escribió a su hermana, «aunque así podamos ganarnos bien la vida. Prefiero escribir. Ése es mi objetivo.»
Dadá no estaba en su mejor momento cuando Ball regresó a Zúrich. Huelsenbeck padecía insomnio y dolores gástricos. Ball contó por carta a Hennings las dificultades de sus amigos: «Me topé con Tzara en el [Café de la] Terrasse. Le preocupa mucho lo que está ocurriendo en Rumanía. Es probable que sus padres hayan perdido toda su fortuna. Hace tiempo que no sabe nada de ellos. El país está viviendo una catástrofe.» (En efecto, el padre de Tzara había dejado de enviarle dinero, frustrado al ver que el hijo descarriado estaba descuidando su formación.)
La desastrosa situación de Tzara pudo afectar a Ball, siempre sensible al sufrimiento humano, pues al día siguiente vuelve a hablar del tema en otra carta a Hennings. «Tzara se ha empobrecido», le contó, y «Janco, completamente desesperado; no puede trabajar, vive quejándose y lamentándose.» No obstante, a pesar de tanta amargura, «en lo esencial, todos siguen siendo dadaístas. Son Tzara y Janco los que más me instan a quedarme, y debo decir que podría quedarme, pero no quiero seguir aquí. Yo no estoy “desesperado”, no soy un dadaísta, no estoy “harto”»; y esos inquietantes entrecomillados sugieren que tendía a asociar dadá con desesperación, una sensación que él, angustiado, quería superar. Tras sopesar la situación, Ball le confió a un amigo que ahora tenía que «volver a familiarizarse con dadá, algo que yo mismo fundé».
Viéndose presionado a prestar sus servicios por la causa, Ball reavivó el antiguo espíritu del grupo con un nuevo proyecto, la Galerie Dada. Técnicamente, la galería inició su andadura en enero de 1917 como exposición en la sala de Hans Corray, donde se exhibieron obras de Arp, Janco y Richter, junto con las de Otto y Adja van Rees, amigos de Arp desde antes de dadá, y un puñado de otros artistas. La prensa los consideraba cubistas, lo que sugiere que esa muestra no se presentó como una exposición de arte dadaísta; pero en marzo, cuando el grupo llegó a un acuerdo para ocupar de manera continuada algunas de las salas de la galería, dadá encabezó el reparto.
En gran parte, la Galerie Dada funcionaba como una galería normal; allí se vendían obras y se presentaban al público las tendencias del momento. En ese sentido al menos, el lugar y el proyecto que albergaba no podían haber sido más distintos de las actividades del Cabaret Voltaire; no era un fenómeno espontáneo, sino cuidadosamente planificado, como correspondía a esa elegante sala de la orilla oeste de Zúrich, ubicada encima de una gran tienda de chocolates. Se confeccionaban listas de invitados y se imprimían invitaciones. La entrada a los actos públicos costaba tres o cuatro francos suizos; es decir, no era barata ni mucho menos: las entradas más caras a un teatro de la ciudad costaban lo mismo. Así y todo, las entradas siempre se agotaban. «Todo se ha vuelto muy distinguido», escribió después Hennings; «y había que mantener las apariencias.»
Si el cabaret había prosperado con la clase de entretenimiento que Hennings y Ball habían ofrecido en salas de music-hall y algún que otro antro ante un público pintoresco, ahora sus integrantes podían quitarse de encima a la purria y tratar directamente con la élite cultural, gente que podía pagar mucho dinero para conocer de primera mano el arte y la poesía más modernos. «Hemos superado la barbarie del cabaret», decidió Ball en tono triunfal pocos días después de la inauguración de la galería. En el nuevo local no había estudiantes ni noctámbulos; sólo clientes de pago. Aunque pudiera resultar incómodo, dadá se dirigía poco a poco hacia la respetabilidad.
Para llevar la Galerie Dada, Ball se valió de su experiencia con el movimiento Der Blaue Reiter en el Múnich de antes de la guerra, una de las capitales culturales de Europa, rival de París y Berlín, con su bohemio barrio de Schwabing convertido en crisol cultural internacional. En 1912, Kandinski y Franz Marc habían publicado allí el legendario Der Blaue Reiter Almanach.
Las innovaciones del almanaque influyeron en el enfoque artístico del dadaísmo. Esa famosa publicación era un estimulante catálogo de las tendencias progresistas del arte moderno. Aunque incluía un amplio espectro de nuevas tendencias (impresionismo, fauvismo, cubismo, futurismo, orfismo, expresionismo), la verdadera innovación del almanaque era la ampliación explícita del concepto mismo de arte. Dibujos infantiles; objetos «primitivos» de culturas africanas, americanas y de Oceanía; iconos populares rusos y pinturas en cristal de Baviera..., todo eso y más se vio generosamente distribuido en el almanaque, donde a menudo formaba pareja con obras de arte históricas del arte occidental. Esa clase de yuxtaposiciones caracterizaron también a dos exposiciones de Der Blaue Reiter. El Almanach es, entre otras cosas, un temprano ejemplo de lo que más tarde André Malraux llamó «museo sin paredes», una colección total de actividad visual no entorpecida por los cánones heredados del gusto.
Kandinski y Marc concibieron el almanaque como el advenimiento de un despertar espiritual. En el boletín de suscripción se leía: «Nos hallamos ante los nuevos cuadros como en un sueño, y oímos en el aire a los jinetes del Apocalipsis. En toda Europa se verificaba la existencia de una tensión artística. Nuevos artistas se saludan entre sí en todas partes.» A pesar de la referencia a la pintura y los artistas, los editores promovieron el almanaque como un foro en el que tendrían cabida todas las artes, un objetivo que sin duda se habría alcanzado de no haber estallado la guerra. El Almanach concedía un lugar muy principal a la música, a los escritos e incluso a los cuadros del compositor vienés Arnold Schoenberg, cuyas obras para piano se oían con frecuencia en el entorno dadaísta zuriqués. La resolución y la falta de resolución podían coexistir. Los críticos musicales se horrorizaban al oír los impertinentes «efectos sonoros» de Schoenberg, esas «cacofonías que ponen los pelos de punta», frivolidades en el mejor de los casos y, más probablemente, una «travesura» sediciosa que representaba una amenaza para la civilización.
Kandinski, partidario de la teosofía, expresó con coherencia su visión de la transfiguración artística en términos espirituales. Incluso sus acciones más radicales, como el trascendental paso a la pintura abstracta, parecían fruto del sentido común. «En la vida cotidiana sería raro encontrar un hombre que se baje del tren en Regensburg cuando lo que quiere es ir a Berlín. En la vida espiritual, bajarse en Regensburg es algo que ocurre con bastante frecuencia.» Si bien a dadá se lo conoce por sus estridentes tácticas de enfrentamiento, las convicciones de sus miembros eran próximas a las de Kandinski y Der Blaue Reiter, unas convicciones consideradas inobjetables, como la «música libre» del ruso Nikolái Kulbin, una colaboración escrita para el Almanach, en la que afirma que «un ruiseñor canta la nota que desea cantar», y que al músico difícilmente puede negársele dicha elasticidad.
Hugo Ball había conocido a Kandinski en 1912, en el apogeo de la carrera del pintor, un año en que a la publicación del Almanach siguieron otros dos títulos, De lo espiritual en el arte y Sonidos, una colección de grabados y poemas en prosa. Más tarde, Ball pudo sentirse orgulloso por haber conseguido que esos poemas se leyeran por primera vez en el Cabaret Voltaire. Antes de la guerra había intentado, sin éxito, poner en escena en Múnich El sonido amarillo, obra de teatro de Kandinski.
No es de extrañar, pues, que la principal contribución de Ball a la Galerie Dada fuese una lectura de Kandinski (7 de abril de 1917). Fue una selección ambiciosa y amplia, que comenzaba esbozando por extenso los síntomas imperantes del momento, como el declive de la religión y el ascenso de la metrópolis moderna. En consecuencia, «los artistas de nuestros días se han vuelto hacia su interior», comunicó al público. «Su vida es una lucha contra la locura», añadió, una afirmación mucho más aplicable a sí mismo que a Kandinski.
Ball podía estar casi describiendo las paredes del Cabaret Voltaire cuando señaló: «La afinidad más fuerte que se constata en las obras de arte de hoy son las máscaras pavorosas de los pueblos primitivos.» Y se consolaba en el arte de Kandinski tomándolo como sostén moral. «Hay que acercarse a sus cuadros como un peregrino», sugirió, y estableció una diferencia entre «Picasso el fauno» y «Kandinski el monje». En la última parte de su conferencia, puso de relieve la amplitud de las inquietudes artísticas de Kandinski, que iban desde el teatro y la danza hasta la poesía. En opinión de Ball, Sonidos era «una atrevida purificación del lenguaje», y habría tenido razón si hubiera añadido que nadie la había superado hasta la llegada del dadaísmo.
La conferencia sobre Kandinski estuvo a la altura del nuevo espacio en que empezó a presentarse dadá. También se organizaron giras especiales por diversos distritos. En una ocasión se anunció una gira para la clase trabajadora, pero sólo apareció un obrero, más un desconocido de aspecto misterioso que compró la mitad de los cuadros expuestos, incluidos lienzos de Picasso, Kokoschka y Janco. Tzara dio una serie de conferencias sobre arte moderno, y en la galería se organizaron charlas sobre tal o cual artista. Una vez, tras una conferencia sobre Paul Klee, el padre del artista, ya anciano, llegó demasiado tarde. Ball, conmovido, se consoló diciéndose que al menos el pobre hombre había tenido el placer de ver expuestas las obras del hijo. «Será raro que vuelvan a verse en un marco tan hermoso y animado», dijo.
Dado que no existen fotografías ni descripciones detalladas de la Galerie Dada, es difícil saber a qué se refería Ball cuando habló de entorno «animado». Visto el alto precio de la entrada a las actividades, parece haber sido un lugar, más que animado, elegante; incluso para entrar en la galería había que pagar un franco. También se organizaban tés, pero no podían vender alcohol. La descripción de Ball permite sospechar que la galería era un lugar de buen tono. «De día es una especie de centro de enseñanza para colegialas y señoras de clase alta; por las noches, la Sala Kandinski, iluminada con velas, es un club para las filosofías más esotéricas. No obstante, en las veladas las fiestas tienen un brillo y un frenesí nunca vistos en Zúrich hasta ahora.» Considerando el récord del Cabaret Voltaire, ya era decir mucho.
Si bien las noches de la Galerie Dada no eran tan movidas como las funciones en el cabaret, las animaba el mismo espíritu. En la inauguración, Taeuber bailó su «Danza abstracta» con el poema del caballito de mar de Ball como fondo. Tzara volvió a atacar con sus poemas africanos; se leyeron también algunas composiciones de Arp, aunque no lo hizo él; Hennings leyó algunas de sus obras; Perrottet tocó el piano, y también lo hizo Hans Heusser, un compositor que ha desaparecido por completo de los anales de la música a pesar de todas sus contribuciones al dadaísmo (la galería dedicó una noche exclusivamente a sus composiciones).
Las veladas que siguieron intentaron coordinarse cada vez más con la misión de la galería, a saber, presentar el «arte moderno» en todas sus manifestaciones. El acto siguiente se anunció como una velada Sturm, referencia a las legendarias galería y revista de Herwarth Walden. Tzara se ocupó de la presentación; el programa incluía futurismo (vía Marinetti), simultaneísmo (Guillaume Apollinaire y Blaise Cendrars), y más poemas abstractos de Kandinski. La primera parte del espectáculo se cerraba con «Música y danza negras», un número que dirigió Ball con cinco bailarines de Laban que lucieron las máscaras desfiguradas de Janco. La segunda parte se dedicó a poemas de colaboradores habituales de Sturm, como Jakob van Hoddis y August Stramm, que acababa de caer en combate. El colofón fue la obra de Kokoschka La esfinge y el hombre de paja, con Hugo Ball de protagonista, que llevaba una máscara tan grande que tenía que colocar una luz dentro para poder leer el texto: «Debió de resultar extraña en la sala a oscuras, con esa luz que salía de los ojos», reflexionaba. Tzara demostró ser un maestro de ceremonias absolutamente desastroso, lanzando los truenos y rayos cuando no tocaba; pero, tratándose de un acto dadaísta, todos pensaron que lo hacía a propósito. Conociendo la afición de Tzara por todo lo anárquico, es posible que así fuera.
Las veladas continuaron en esa vena, y cada dadaísta tuvo su momento de gloria. Janco, por ejemplo, dio una charla titulada «Sobre el cubismo en mis cuadros». Tzara siguió experimentando con sus poemas «simultáneos» para múltiples intérpretes. Como rasgo adquirido de su anterior experiencia teatral, Ball echaba mano de su vestuario incluso cuando leía una larga obra en prosa. Perrottet tocaba obras de Schoenberg. Hennings leyó poemas y cuentos salidos de su pluma, incluido un cuento lúgubre acerca de la lucha de un cadáver por no descomponerse.
Absolutamente sorprendente fue una función titulada «Arte antiguo y moderno», que tuvo el éxito suficiente para merecerse una repetición una semana después del estreno. A pesar de lo anunciado en el título, el acento se ponía en el arte antiguo mientras los dadaístas leían oscuros textos medievales; Heusser se encargaba de imprimir el tono musical con marchas procesionales y fugas. Indiferente a esa caída en el historicismo, Tzara no participó, y Ball quedó preguntándose qué autores modernos se molestarían en publicar libros que no llevasen su nombre estampado en la portada. Unos años antes había reflexionado que «si los poetas tuvieran que grabar sus composiciones o tan sólo sus imágenes en su propia carne, probablemente producirían menos». En una vena similar, fantaseaba con que si ardieran todas las bibliotecas, se iniciaría una nueva era de leyendas, pues la gente tendría que retomar la narrativa desde cero, un sueño que anticipaba la visión de Ray Bradbury en Fahrenheit 451.
La Galerie Dada funcionó hasta mediados de mayo. Ball lo lamentó, pero las finanzas eran calamitosas, y dejó que Hennings pusiera las cosas en orden mientras él volvía a huir al sur, a Magadino, lamiéndose las heridas y cavilando, como siempre, sobre ese gran enigma llamado dadá.
La experiencia dadaísta llevó a Ball en otra dirección, lejos de Tzara y los demás integrantes del grupo. Si Tzara, siguiendo los pasos del futurista Marinetti, había terminado decantándose por el lado agresivo de dadá, con su carga de hostigamiento, para Ball esas cadencias litúrgicas que había interpretado con vestuario eran el epítome del movimiento. Él se había comprometido obsesionado con la idea de que la relación temeraria o agresiva con el lenguaje era la responsable de la guerra, pero la revelación de los «versos sin palabras», poemas formados exclusivamente con sonidos, lo aproximó aún más a una actitud reverencial ante el dadaísmo. Es cierto que creía que los futuristas habían liberado a la palabra de las trabas que le imponía la frase, y que había «alimentado con luz y aire los vocablos escuálidos de la gran ciudad», calentándolos e infundiendo nueva vida en miembros entumecidos; pero dadá había dado un paso más. «Intentamos dar a los vocablos aislados la rotundidad de un juramento, el brillo de una estrella.» Detrás de la exhortación con que concluye su manifiesto dadaísta de julio de 1916, estaba esa consideración de la palabra como asunto de la máxima importancia.
A esas alturas, para Ball la palabra era sinónimo del logos místico de los filósofos neoplatónicos y de los primeros tiempos del cristianismo. Jugar con las vocales y las consonantes era una exploración devocional de la palabra viva, palabra que estaba en consonancia con la «imagen», y ambas se fundían en la figura de Cristo crucificado. «La creación artística es un acto de prestidigitación», señaló, no sin cierta astucia, «y su efecto es mágico.» Con todo, le preocupaba que los dadaístas fuesen meros «eclécticos mágicos», no expertos. La inspiración que les ayudaba a desarrollarse parecía providencia divina, pero ¿cómo podía él estar seguro de que no era más que un capricho, un enajenamiento fuera de control? «Estamos jugando con un fuego que no podemos controlar», temía.
En realidad, Ball y los suyos estaban jugando con el destino del arte en la modernidad. Numerosos pensadores del siglo XIX –Friedrich Nietzsche y Mathew Arnold, entre otros– ya habían señalado que la poesía y las artes empezaban a ocupar el lugar que antes correspondía a la religión. Esta suposición era un lugar común para alguien con las convicciones y los puntos de vista de Ball, pero las convulsiones del Cabaret Voltaire, que se prolongaron en el entorno más refinado de la Galerie Dada, tuvieron el efecto de hacerle vivir algo de lo que otros sólo hablaban. Ball estaba de acuerdo en que «los artistas modernos son gnósticos y practican cosas que los sacerdotes piensan que hace tiempo están olvidadas». Citando a Nietzsche, Baudelaire, Wilde y al famoso dandy Barbey d’Aurevilly, apuntó: «Hoy existe una gnosis estética, y no se debe a una sensación, sino a un fondo común sin precedentes de los medios de expresión.» Mientras se desdibujaban los límites entre las artes –los artistas aspiraban a pintar sonatas y fugas, y los compositores, a crear paisajes auditivos–, todo fue convirtiéndose en una gran aventura sin restricciones, pero también en un salto al vacío sin red.
Ese panorama ya se había atisbado en la década de 1790, y lo hicieron románticos alemanes como Novalis y Friedrich Schlegel, para quienes cada obra de arte, independientemente de cuál fuera su medio de expresión, estaba obligada a fijar su propio género; es decir, la obra era, a la vez, acción y teoría. Para Ball, esa presión adquirió formas claramente religiosas. Hoy, «todas las obras contienen una filosofía de su propia justificación [...] todas incluyen un plan de acción», y con ello se refería a algo parecido a un plano (le encantó ver que Janco también pensaba que las obras cubistas de Picasso parecían planos arquitectónicos). «Los pintores y los poetas se vuelven teólogos» porque «se está convirtiendo el arte en filosofía y religión en sus principios y en su propio territorio».
A diferencia de otros teóricos y comentaristas sobre arte, a Ball le interesaba poco la idea de escribir un tratado en defensa de dadá; sólo quería saber qué les ocurría a sus amigos y a él. «Los sistemas nerviosos se han vuelto extremadamente sensibles» a medida que las artes se funden unas en otras salvando la distancia que antes llenaba la religión. «Danza absoluta, poesía absoluta, arte absoluto...: quiere decirse que un mínimo de impresiones bastan para sacar a la luz imágenes de formas extraordinarias.» Y subrayaba que «el mundo entero» se había vuelto mediúmnico.
Mientras la Galerie Dada seguía su camino, Ball reflexionó sobre el arte abstracto que desde allí se defendía. ¿Acaso sólo servía para reactivar lo ornamental, lo decorativo? Las espirales abstractas de Kandinski, audaces y coloridas, ¿estaban acaso destinadas a telas estampadas para sofá, para ser algo en lo que sentarse en lugar de colgar en la pared? Le preocupaban las consecuencias, y pensaba que sólo tenemos escrúpulos por la obra de arte y nos olvidamos del artista, considerándolo una causa perdida, un caso lamentable; pero, de ser así, reducimos al artista a la categoría de anexo ornamental de la obra –en última instancia, un paria, lo peor de la bohemia.
Y luego Ball soltó algo inesperado: «Es posible que no se trate de una cuestión relativa al arte, sino de la imagen incorrupta.» Era un regreso a una idea que había anticipado el año anterior: «Puede que, para comprender el cubismo, tengamos que leer a los Primeros Padres de la Iglesia.» Finalmente, dadá lo llevó de vuelta a las raíces del cristianismo.
Ball aún conservaba sus sueños de antes de la guerra, cuando formaba parte del círculo de Kandinski, y dadá fue lo más parecido que tuvo a la realización de esos sueños. Ese hecho lo apartaba del resto de su grupo, para quienes dadá comenzaba a parecerse a una piedra preciosa en un cuento de hadas –la llave del reino, pero ¿de cuál?–. Para Tzara, dadá no tenía nada de mágico; simplemente era una oportunidad vocacional a la que se entregaba con la diligencia de un pasante joven y ambicioso. Ball no quería hacer carrera, no tenía esas ambiciones, pero sí muchas inquietudes, de la política al misticismo, con dadá tentadoramente suspendido a mitad de camino entre ambos.
La «ruptura» de Ball con dadá después del número del Obispo Mágico fue, al principio, vacilante, pero tras otra ronda en la Galerie Dada se apartó definitivamente. Como había prometido a su hermana al volver a Zúrich, por fin se centraría en la escritura –pero en las montañas, no en Zúrich–. Hennings y él volvieron a marcharse de la ciudad en junio de 1917.
Y Ball remontó el vuelo otra vez, ávido de alturas, en una «huida del tiempo», como el título que puso a su diario dadá. Cuando el libro se publicó finalmente una década después, se tituló Die Flucht aus der Zeit. Tagebücher,5 pero dejó sin respuesta la pregunta por la esencia de dadá. En cambio, Ball documentó lo que el primer dadaísmo había parecido ser al calor del momento. Asimismo, revisaba su propio pasado, preservado en un sinnúmero de diarios, con la tenacidad de un tallista que realiza una escena de Navidad en una cáscara de nuez. El retorno de Ball al catolicismo –una transformación que se produjo en 1920– ya había marcado definitivamente los años en dadá como época de exilio espiritual del poeta, y fue sólo hacia el final de la redacción del libro cuando se dio cuenta de que no era necesario que lo publicara una editorial católica. Al fin y al cabo, el libro podía leerse como las actas de una lucha interior estrictamente personal que tenían el carácter universal de las Confesiones de San Agustín, las de Rousseau y los Diarios íntimos de Baudelaire.
Ball tuvo que enfrentarse a la tarea de dar forma a sus diarios; conservar su carácter fragmentario no era una solución obvia, e incluso contempló la posibilidad de inspirarse en ellos para escribir una obra de ficción en la respetable tradición alemana del Bildungsroman, la novela de formación. Al final eligió preservar el espíritu en que sus notas se habían ido acumulando a lo largo de los años, un popurrí de citas de sus eclécticas lecturas, versiones de tal o cual acontecimiento, pesares privados, transcripciones de momentos memorables y aforismos insertos en textos en prosa como piedras preciosas que brillaban desde una tierra muy hollada..., vestigios de detonaciones espirituales.
Ball reconoció que La huida del tiempo, en cuanto documento de una lucha, tenía que alinear lo personal con lo político, y las entradas comienzan en 1914, justo después de estallar la guerra. En la década que siguió a la Gran Guerra se publicaron algunas obras maestras de tema bélico: Tempestades de acero, de Ernst Jünger; Sin novedad en el frente, de Erich Maria Remarque, y El fuego, de Henri Barbusse (que Ball tradujo al alemán). Es posible que La huida del tiempo forme parte de ese excelso catálogo, más que nada como otra clase de padecimiento en medio de la guerra, al margen de lo lejos que Zúrich estuviese de las trincheras.
No obstante, encasillarlo en la categoría de literatura de guerra no hace justicia al libro de Ball, extrañamente insinuante, y que otros dadaístas saludaron como auténtica literatura sapiencial, tan profunda, perspicaz y enigmática como su autor, quien, en opinión de Huelsenbeck, era «un gran artista e incluso un gran ser humano». «Hay que deshacerse del ego como si fuera un abrigo lleno de rotos», dijo Ball en La huida del tiempo; «pero uno tiene muchos egos, como la cebolla tiene muchas capas de piel. No es cuestión de un ego más o menos. El centro sigue estando hecho de capas.»
Redactando su diario en los días de Zúrich, Hugo Ball se liberó de la piel de dadá, pero lo hizo sabiendo que debajo aparecería otra capa, en un proceso sin fin de autosuperación impulsado por la dinámica incomparable del sí-no, propia del dadaísmo. «Casi nadie ha superado mi obstinación, realmente intratable», escribió. «Políticamente, llegó al punto de ser anarquía, y, artísticamente, al dadaísmo, una creación que efectivamente fue mía; en cualquier caso, más que mi creación, fue mi risa.»
Más allá de la risa, y más allá también de la desesperación, dadá fue el compromiso de Ball, su afirmación de la vida contra todo pronóstico: «Tomé conciencia de que todo el mundo, que a mi alrededor caía en la nada, pedía a gritos una magia que llenara su vacío y una palabra que fuera un sello y el centro último de la vida. Es posible que un día, cuando el caso se archive, resulte imposible no aprobar mi trabajo en favor de la sustancia y la resistencia.»