6. CHISPAS

El atractivo joven francés que llegó a Nueva York el 15 de junio de 1915 a bordo del Rochambeau era, en todos los aspectos, el polo opuesto de los inmigrantes de las décadas anteriores, que habían pasado por Ellis Island dispuestos a iniciar una nueva vida en la que tocaba trabajar duro. En cambio, de ese joven podría decirse que era un indolente; aunque tenía talento y algunos logros a sus espaldas, algo en su carácter se resistía a hacer carrera, concretamente, una carrera artística. Era artista, y, dado su entorno familiar, es posible que eso fuese parte del problema. Tenía dos hermanos mayores con una trayectoria artística consolidada a los que adoraba. Además, a su alrededor tenía un grupo de colegas de mentalidad afín y actitud desafiante, comprometidos con la nueva estética asociada al cubismo.

El joven Marcel Duchamp, que había asistido a las primeras reuniones de los cubistas, admiraba la convicción con la que sus hermanos, Raymond Duchamp-Villon y Jacques Villon (los dos se habían cambiado el nombre en cuanto decidieron dedicarse al arte), perseguían sus objetivos. En un plano más profundo, Duchamp debió de sentir (e incluso antes de que Suzanne, su hermana menor, se sumara a las filas de Raymond y Jacques) que un artista más en la familia podía ser demasiado. Así pues, no tardó en disiparse cualquier inclinación que tuviera a hacer frente a la rueda de la moda, en movimiento constante, y a unas tendencias estéticas que subían como la espuma.

Cuando estalló la Primera Guerra Mundial, Duchamp se mostró indiferente a la euforia patriótica, y, siendo su hastío casi un síntoma físico, los médicos militares lo declararon no apto para el servicio. En los meses posteriores a las primeras oleadas de movilizaciones, mientras el frenesí bélico seguía aumentando, Duchamp, que para la mayoría era un flojo que sólo quería escaquearse, sufrió reiterados acosos en las calles de París. A fin de cuentas, era joven, delgado y parecía estar en forma. En 1915, cansado de esas miradas acusadoras, y con tantos amigos artistas de su círculo combatiendo en el frente, decidió abandonarlo todo y pensó que Nueva York podía ser un refugio adecuado. Como le dijo con insistencia a un amigo, no se iba a Nueva York, se iba de París. Esa manera concienzuda de establecer distinciones se convirtió en una característica de su nueva vida en los Estados Unidos.

Cuando su barco entraba en el puerto, Duchamp, inquieto por un calor tan intenso que creyó que algo podía estar incendiándose no lejos de allí, ni se imaginaba que llegaba a una ciudad donde dos años antes ya había alcanzado la condición de famoso. Cuando desembarcó, le complació ver que lo recibía, y a lo grande, su viejo amigo norteamericano Walter Pach, que ya se había ocupado de encontrarle alojamiento en casa de Walter y Louise Arensberg. Pach lo llevó directamente del muelle al apartamento de los Arensberg, un matrimonio de mecenas acaudalados que se habían mudado de Boston a Nueva York poco antes de que llegara Duchamp. La casa de los Arensberg no tardó en ser el centro de una vanguardia internacional en alza, y el recién llegado de París fue su eje.

Desde nuestra posición privilegiada, en los días de la mensajería instantánea y ubicua, es difícil comprender una época en que un acontecimiento cultural sísmico que se producía en los Estados Unidos ni siquiera aparecía en la contra de los periódicos europeos; pero eso fue lo que ocurrió cuando el legendario Armory Show de 1913 alborotó las plumas (o, mejor dicho, saqueó el gallinero) de la cultura norteamericana.

Cuando la muestra se trasladó de Nueva York a Boston y Chicago, Desnudo bajando una escalera, obra de un artista francés prácticamente desconocido llamado Duchamp, ocupó los titulares de las desconcertadas reacciones de la prensa, y tuvo que aguantar más burlas de las que quizá merecía. El nude («desnudo») se convirtió en «Comida (food) bajando una escalera», en «El rudo (rude) bajando una escalera (Hora punta en el metro)», en «Cazador bajando una escalera con su perro», en «Aviador bajando de un avión» y «Retrato de una dama subiendo –no bajando– una escalera»..., ridiculizaciones todas del tema de Duchamp, aunque la que más perduró fue una caracterización del cuadro como explosión en una fábrica de tejas (dando lugar a su propia variante: «Salida del sol en un aserradero»). Un ilustrador de la revista Life echó mano del béisbol y lo llamó «Un home run futurista». El Desnudo bajando una escalera llevó incluso a L. Frank Baum a crear el personaje de Woozy en The Patchwork Girl of Oz («La chica de retazos de Oz»; 1913). El lema de Woozy: «Siempre cumplo mi palabra; para mí es un orgullo ser cuadrada.» La fama del cuadro creció gracias a una reproducción en forma de postal que se vendió en la exposición.

El Desnudo, junto con otras tres obras de Duchamp, había sido seleccionado por los organizadores cuando recorrieron Europa con la intención de llevarse todo lo que pudiera servir para la muestra que estaban planeando. Los norteamericanos que fueron al Armory Show no se imaginaban lo que les esperaba, y lo mismo podría decirse de quienes lo organizaron. En 1912, cuando Walt Kuhn visitó, el día mismo en que se clausuraba, la exposición Sonderbund (en Colonia, con 125 obras de Van Gogh, 25 de Gauguin, 26 de Cézanne y 16 de Picasso), vio por primera vez el rumbo nuevo y radical que había tomado la pintura europea en los últimos años. En las semanas siguientes, sus frenéticas visitas a Múnich, Berlín, La Haya y, por último, París le confirmaron lo difundidas que estaban esas tendencias. Si los organizadores realmente querían presentar arte moderno a una Norteamérica moderna, tenían que incluir las obras expresionistas, futuristas, fauvistas y cubistas. El Armory Show se concibió como escaparate para artistas norteamericanos, pero las obras locales quedaron eclipsadas por las europeas, una «peste» tan potente como la de Freud y mucho más inmediata en cuanto a su impacto.

El Armory Show (febrero-marzo de 1913) fue una exposición espectacular, con más de mil obras de trescientos artistas, apretujadas en dieciocho salas separadas por tela de arpillera en el cavernoso arsenal del 69.º Regimiento de Infantería, sito en Lexington Avenue, en pleno centro de Manhattan. Vista la magnitud de la muestra, no ha de extrañarnos que el boca a boca y las notas de prensa fomentaran las expectativas de quienes visitaron esa «cámara de los horrores» –carnaza de sobra para los humoristas que con mucho gusto asimilaron las innovaciones de esos «chifladistas», «imbecilistas», «patasarribistas» y más cosas por el estilo, como los satirizaron en el New York American–. El grueso de los visitantes lo formó un público típicamente norteamericano, ávido de emociones fuertes, y las largas colas continuaron cuando la muestra se inauguró en Chicago, donde la contribución de artistas estadounidenses fue muy inferior. Cuando el Armory Show llegó finalmente a Boston, ya no quedaban obras de nativos, debido, en apariencia, a la falta de espacio, pero, de hecho, la ausencia de artistas del país confirmó que lo que llamaba la atención era el ataque de los modernos europeos. En los centenares de viñetas que se publicaron, la obra de los europeos –Duchamp, Picabia, Matisse, Brancusi y otros– fue invariablemente objeto del ridículo.

También se organizó una contraexposición, una parodia del Armory Show, auspiciada por la Academia de Artes Mal Aplicadas (Academy of Misapplied Arts, un nombre delicioso, y patrocinada por Lighthouse for the Blind, el «Faro para los Ciegos»), en la que se exhibió un «Transformador neurasténico Picabia», obra del humorista Gelett Burgess, famoso por su vaca púrpura y por haber acuñado el término blurb, la elogiosa nota publicitaria de las solapas de los libros. Burgess añadió el nombre de Picabia a un artilugio que ya estaba diseñando y del que se había visto un esbozo en la revista literaria The Bookman (1912), donde se lo calificó de aparato concebido para «la eliminación del pensamiento en todas sus formas» y para estimular «el absurdo en tres dimensiones». (Aunque Picabia aún no tenía síntomas, sí se trató por neurastenia durante su estancia en Nueva York en 1915.) En Burgess Unabridged, su parodia de diccionario, Burgess acuñó el vocablo diabob para designar un «objeto del arte amateur», con la forma adjetivada diabobical, con el significado «feo aunque pretenda ser bonito». En una pulla dirigida al Armory Show, Burgess escribió:

¡Pero vaya, esos diabobs quizá

sean muy poco más estrafalarios

que los cuadros de esos cubistas

o futuristas, hoy!

En retrospectiva, es fácil compadecerse de esos pobres infelices de aquellos días que, muy seguros de sí mismos, se ensañaban con unas obras de arte que poco después revolucionarían la cultura moderna. Por ejemplo, Kenyon Cox, un artista hoy olvidado al que en 1913 se citaba con frecuencia como autoridad en la materia. Cuando un periodista del New York Times le pidió que opinara sobre las tendencias modernas, Cox declaró solemnemente –apoyándose en «toda una vida dedicada al estudio y la crítica del arte, y en la creencia de que la pintura significa algo»– que el posimpresionismo no era más que «la deificación del capricho», perpetrada por unos hombres que eran «víctimas de la autosugestión» o «charlatanes que se burlan del público». Cox, como otros entendidos que aspiraban a ilustrar al público, pensaba que el charlatán supremo era Henri Matisse, y afirmaba que para Matisse y los cubistas y futuristas (a pesar de que éstos se negaron a participar como grupo en el Armory Show) dedicarse al arte ya no era «una cuestión de fanatismo sincero. Esos hombres se aprovechan del moderno motor de la publicidad y están rentabilizando la locura». Por irónico que parezca, fue precisamente gracias a ese motor que las opiniones de Cox circularon, y nada menos que en un folleto que se vendió en el Armory Show de Chicago. La organización patrocinadora, la Asociación de Pintores y Escultores Americanos, publicó varios panfletos y postales para venderlos en el lugar donde se celebró la muestra, y tras la exposición de Nueva York preparó uno titulado For and Against («A favor y en contra»), que, fiel a su título, concede igual peso a ambos lados del debate.

La postura de Cox parece relativamente tibia si se la compara con la de Frank Jewett Mather Jr., cuyo artículo «Old and New Art» («Arte viejo y nuevo») se reimprimió en The Nation. Mather compartía la preocupación general por «las pesadillas irresponsables de Matisse» y definía el nuevo arte como «esencialmente epiléptico». Después de asimilar lo que había visto en la exposición, sugirió que se parecía a lo que sentimos «cuando entramos por primera vez en un manicomio» y reconocemos que los «internos pueden muy bien parecernos más fascinantes que las personas con las que convivimos a diario, ya en casa, ya en la oficina», igual que «una sufragista recalcitrante es más fascinante que una dama». Respecto de las obras de Picasso, Picabia y Duchamp, Mather no aclaraba si eran «una patraña inteligente o un acto de pedantería sin trascendencia».

Sin embargo, todos los que opinaron, incluso el más injurioso, coincidieron en un punto, a saber, que los organizadores habían prestado un gran servicio reuniendo pruebas tan irrefutables del movimiento artístico moderno y presentándolas en un espíritu de neutralidad que permitía que el público decidiera por sí mismo. Y sí que decidió, generalmente en la línea que apuntó un crítico anónimo del Chicago Evening Post: «Hasta el último mono ha clavado su bandera en lo alto del mástil, dictándose a sí mismo sus propias órdenes de navegación antes de lanzarse a alta mar y hacer exactamente lo que se le antojaba.» En los pasillos del Armory Show, el público descubrió el equivalente estético del icónico pistolero americano, y se quedó igualmente fascinado. Es posible que les pareciera tan alarmante como al crítico del Chicago Evening Post, pero semejante audacia artística los dejó boquiabiertos.

Los visitantes que capearon ese temporal visual y no desaprobaron sin más el arte moderno, tendieron a considerar la experiencia una lección o una medicina necesaria aun cuando fuese difícil de tragar. «Tenemos anemia y necesitamos un medicamento fuerte, y nos haría bien tomarlo sin patalear ni hacer muecas», escribió Harriet Monroe, directora de la revista Poetry. Hutchins Hapgood, un bohemio de Greenwich Village, dijo a los lectores del New York Globe: «Nos ayuda a vivir de un modo menos austero.» Ésa fue también la experiencia del abogado y coleccionista de arte John Quinn: «Cuando uno sale de esta exposición, ve las luces que iluminan de arriba abajo los altos edificios y contempla las sombras que proyectan, y siente que los cuadros que ha visto dentro tienen, al fin y al cabo, alguna relación con la vida, el color, el ritmo y el movimiento que se ven fuera.» Lo que a Quinn le pareció saludable fue lo que el público refinado –con su creencia en que el arte era una flor de invernadero muy alejada de las turbulencias de la calle– consideró más censurable. Es imposible imaginar, pues, un entorno más maduro para recibir el ataque de dadá.

Interesada por esa llegada masiva de arte moderno europeo, la prensa acudió en tropel a recibir a uno de esos bucaneros cuando desembarcó en el puerto de Nueva York el 20 de enero de 1913. El artista –un francés que llegó dos años antes que Duchampapareció en la primera plana del New York Times el 16 de febrero de ese año: «Picabia, un rebelde del arte», calificado hiperbólicamente de «capitán de todos esos piratas del arte». Pero éste era un bucanero cortés y solícito: «Es en América donde creo que las teorías del Arte Nuevo arraigarán con más tenacidad», dijo Picabia. «He venido a pedir al pueblo norteamericano que acepte el Nuevo Movimiento artístico con el mismo espíritu con que ha aceptado movimientos políticos que en un primer momento rechazó, pero que, por su firme amor a la libertad de expresión en el lenguaje en casi cualquier ámbito, siempre ha sabido acoger con la mente abierta.» Apenas un día después de la inauguración del Armory Show, una exposición que la mayoría aún no había visto, Picabia aseguró que la gente acabaría aceptando el arte moderno.

Lo que Picabia no tardó en descubrir, como reafirmaron casi todos los exiliados europeos de la guerra que se avecinaba, fue que la fuerza de la modernidad que se concentraba en la ciudad de Nueva York aventajaba a cualquier otra cosa que se hiciera en la esfera del arte. Amy Lowell, que se consideraba a sí misma un modelo en la moderna causa del imaginismo, decidió que «las cosas más nacionales que tenemos son los rascacielos, el agua helada y la Nueva Poesía». Lowell tenía un vínculo sentimental con la poesía, pero desde la perspectiva de Picabia, un rascacielos como el edificio Woolworth era una reprensión permanente a la timidez artística. Pronto aparecería Marcel Duchamp con la estrafalaria idea de firmar el edificio (que entonces era el más alto del mundo) y declarar que era uno de sus ready-mades; pero, como no se le ocurrió ningún título apropiado, el Woolworth nunca llegó a ser el readymade más grande del mundo.

Rodeado de privilegios y riqueza desde la cuna, Picabia, por muy refinados que fueran sus modales e impecables sus trajes, se comportaba como si fuera inmune a las normas sociales. Digna de mención a este respecto es su segunda visita a Nueva York, en un momento en que se suponía que estaba desempeñando una misión militar en Cuba. Aprovechándose del itinerario del barco, desembarcó para ver a sus viejos amigos; en la ciudad lo esperaba un círculo agradable del que ya no pudo alejarse.

Francis Picabia, fotografiado por Man Ray, 1922.

Copyright © 2014 Man Ray Trust / Artists Rights Society (ARS), Nueva York / ADAGP, París.

Durante el Armory Show, a Picabia lo trataron al instante, aunque con cautela, como a un gran y auténtico artista francés con muchas ganas de sumarse a una causa, concretamente la del arte moderno. No tardó en trabar amistad con Alfred Stieglitz, que abogaba por el reconocimiento de la fotografía como arte de pleno derecho; director de Camera Work, Stieglitz era el propietario de la Galería 291, donde, tras el cierre del Armory Show, organizó una exposición de obras de Picabia. La declaración de Picabia para el catálogo (reimpresa en el ya citado folleto For and Against) no es especialmente revolucionaria. Sugería, con ánimo de ser útil, que el público no debía buscar en sus cuadros material «fotográfico», pues su trabajo obedecía a una «concepción cualitativa de la realidad» a la que se subordinaban los fenómenos ópticos, y reconocía que el resultado se aproximaba a la abstracción, un término que entonces apenas se oía relacionado con el arte.

Junto con Vasili Kandinski y el pintor checo František Kupka, Picabia fue uno de los primeros en dar el salto a la abstracción; para los tres, la analogía con que operaban era la música, un tema que Kandinski ya había tratado el año anterior en su libro De lo espiritual en el arte. Un modo de replicar a los que afirmaban no ver desnudo alguno en Desnudo bajando una escalera, era preguntar: ¿Dónde está la luna en la Sonata del claro de luna? Incluso antes de adentrarse en la madriguera de la abstracción, los críticos habían descubierto en la obra de Picabia una «emoción musical». Charles Caffin, al hablar de las aportaciones del francés al Armory Show, lo vio «emulando a los músicos cuando manipula las notas de la octava, comienza con un puñado de formas, coloreadas según la clave de la impresión que desea crear, y las combina y vuelve a combinarlas en una variedad de relaciones hasta que consigue una composición armónica». Caffin seguía una senda muy trillada, identificada en 1877 por el esteta inglés Walter Pater cuando observó que todas las artes aspiraban a alcanzar la condición de música.

En 1905, Kupka escribió a un amigo: «Yo sólo pinto la idea, la síntesis; las cuerdas, si quieres.» Le gustaba firmar sus cartas como «compositor de sinfonías en color», pero su búsqueda de una música visual no se zambulló en la abstracción hasta 1913. «Sigo avanzando a tientas en la oscuridad», escribió, «pero creo que podré encontrar algo entre la vista y el oído, y componer una fuga en colores.» A esas alturas, Roger Fry ya decía que la obra de Kandinski era «pura música visual». «Esta nueva forma de expresión en la pintura es “la objetividad de una subjetividad”», afirmó Picabia en su escrito para la Galería 291, y añadió: «Podemos conseguir que nos entiendan mejor comparándola con la música.»

Picabia se inspiró en esa comparación cuando lo entrevistó la prensa neoyorquina. A un periodista de World Magazine le habló de «una canción de colores»: «Me limito a equilibrar en color o tonos de sombra las sensaciones que esos objetos me producen. Son como los motivos de la música sinfónica.» Y en el New York American fue un poco más lejos: «Improviso mi pintura igual que un músico improvisa su música.» La mayor parte de las críticas de la prensa citaban a Picabia in extenso, pues había desembarcado parloteando tan panchamente en inglés, una lengua que nunca había estudiado. El periodista del New York Tribune no citó a Picabia, pero asimiló su lección reiterando que «igual que la música sólo es una cuestión de sonidos, la pintura es una cuestión de forma y color»; y, añadiendo una analogía a manera de condimento, dijo: «Fue Bill Nye quien, en uno de sus comentarios más brillantes, dijo que lo más extraño de la música clásica radica en ser muchísimo mejor de lo que suena. Del mismo modo, los no iniciados pueden decir que el poscubismo del señor Picabia se “oye” mejor de lo que se ve.»

En 1913, Picabia pintó dos grandes lienzos en Nueva York y los definió como «recuerdos de América, evocaciones que, opuestas sutilmente como armonías musicales, se convierten en representaciones de una idea, de una nostalgia, de una impresión fugaz». Su empeño en pictorializar la música se afianzó cuando se casó con Gabrielle Buffet, una música diplomada que había estudiado con celebridades como los compositores franceses Gabriel Fauré y Vincent d’Indy y el italiano Ferrucio Busoni. Como señaló el periodista de Tribune, Buffet aportó a la causa de su marido, y del arte moderno en general, un vocabulario técnico «increíblemente extenso [...] en un inglés y un alemán de una fluidez excepcional».

La solidez de ese reportaje de 1913 sugiere que Picabia sabía tener paciencia y que también era complaciente cuando trataba con representantes de la prensa. Aparte de la analogía musical, siempre afirmaba que la fotografía, con su exactitud a la hora de registrar los objetos, había liberado al arte de sus viejas obligaciones miméticas. El arte del pasado debía conservarse en los museos como punto de referencia; según Picabia, esas obras eran, «para nosotros, lo mismo que el alfabeto para un niño». El objetivo consistía en avanzar del simple deletreo a las complejidades de la expresión –la gramática y la sintaxis–. Así pues, el espectador no debía explorar la superficie de la pintura buscando formas reconocibles. «¿Pinté el edificio Flatiron o el Woolworth cuando pinté mis impresiones de los fabulosos rascacielos de vuestra gran ciudad? No, lo que os ofrecí fue el vértigo del movimiento ascendente, lo que sintieron los que intentaron construir la Torre de Babel.» Picabia buscaba «el hecho mental» o «emotivo», identificado precisamente como lo que la fotografía no puede revelar. «Crear una pintura sin ninguna clase de modelo, eso es lo que yo llamo arte.»

A los periodistas les interesaba mucho saber de qué manera su ciudad afectaba a la pintura de Picabia, y el artista fomentaba ese interés señalándoles que ya habitaban en algo que podía definirse como entorno urbano posimpresionista. «Vosotros los neoyorquinos podéis entenderme fácilmente, igual que podéis entender a esos otros pintores que son colegas míos. Vuestra Nueva York es la ciudad cubista, futurista; con su arquitectura, su vida, su espíritu, Nueva York es la expresión del pensamiento moderno. Vosotros os habéis saltado las viejas escuelas y sois futuristas por el lenguaje, la acción y el pensamiento.» En el New York Herald, bajo un titular racista («Mr. Picabia Paints “Coon Songs”»: «El señor Picabia pinta “canciones de negros”»; y coon es uno de los términos más ofensivos para llamar a la gente de color) se informó de que Picabia se había inspirado en dos «coon songs» que había oído tocar en un restaurante. Al día siguiente, el artista presentó dos cuadros titulados Negro Song. Al artista norteamericano Jo Davidson le preguntaron, en el lenguaje viciado de la época: «¿Cree que va a enseñarnos a los coons?» En absoluto, respondió, «lo que nos muestra es un grandioso lío de pegotes de color, curvos y de un púrpura profundo y marrón».

En abril de 1913, cuando el matrimonio Picabia se marchó después del Armory Show, Stieglitz escribió a un amigo que «fueron las oportunidades más honestas que he encontrado jamás en toda mi carrera. Eran absolutamente puros. A eso hay que sumarle su inteligencia maravillosa, que los convertía en una fuente inagotable de placer». Picabia y su mujer dejaron encendida una luz que seguía brillando cuando Picabia regresó en 1915, tras abandonar su misión militar para entregarse a una vida disoluta que sólo podía permitirse alguien con su fortuna y su temperamento. Naturalmente, al círculo de Stieglitz le encantó verlo otra vez en Nueva York. La Galería 291, más que una sala comercial, era el auditorio privado de Stieglitz, y por ese motivo su socio, Marius de Zayas, estaba ocupándose de abrir otra sala como alternativa más rentable, y en la primera exposición de la Modern Gallery se vieron obras de Picasso, Braque y Picabia.

Picabia ya había aparecido en una breve semblanza en Vanity Fair de diciembre de ese año, podría decirse que como complemento a la de Duchamp, publicada en septiembre. «¡Marcel Duchamp ha llegado a Nueva York!», anunciaba, casi sin aliento, un periodista anónimo, y la foto del artista (con pajarita de lunares) lo hacía parecer diez años menor, aunque ya tenía veintiocho años. En cambio, Picabia parece totalmente relajado para Stieglitz, y mira a la cámara como si le dedicara exactamente treinta segundos de su ajetreada vida; pero, en lugar de hablar de sus inclinaciones libertinas, el texto trata sobre su interesado papel protagonista, y señala que podrían volver a llamarlo a filas en cualquier momento. (Lo que en su vida más se pareció a un combate se produjo unos años más tarde, cuando el marido de una mujer con la que tenía una aventura lo persiguió con una pistola.) El artículo exponía con más precisión las vicisitudes de su producción artística, desde su pasado de salón («Un académico muy modernizado», reza el subtítulo) hasta la etapa en la que «intenté hacer una pintura que viviera por sus propios medios, como la música» y las creaciones mecanomorfas en las que trabajaba en esos días: «A Picabia le gusta pintar el interior de un automóvil y llamarlo retrato.» El 24 de octubre apareció citado en el New York Tribune en relación con esa nueva tendencia. «Casi inmediatamente después de llegar a los Estados Unidos», decía Picabia, «tuve la revelación de que el genio del mundo moderno está en las máquinas, y que, por medio de ellas, el arte debería encontrar una expresión más intensa.»

Con esa propuesta al periodista del Tribune, en el sentido de que la pintura podía aprovechar el inmenso nuevo universo de las máquinas, tan omnipresentes en los Estados Unidos, Picabia empezó a transitar, sin saberlo, por una senda que impactó directamente en dadá. No obstante, sus intereses y estímulos seguían siendo estrictamente locales, y cada vez más absorbentes, sobre todo después de volver a encontrarse, y de manera tan vertiginosa, con Marcel Duchamp, su viejo amigo de París.

La extendida idea de que Duchamp fue un gran genio que supuestamente abandonó el arte para jugar al ajedrez circulaba en una fecha tan temprana como 1924, cuando en Entr’acte, película de René Clair, apareció jugando una partida con Man Ray en una azotea de París; pero cuando llegó a Nueva York su relación con el arte ya podía calificarse de endeble. Sin embargo, se zambulló de cabeza, igual que dadá, en la improvisación, en lo imprevisible, sin dejar escapar esos momentos cuando llegaban. Y hubo muchísimos momentos.

Además, estaba Picabia, agitador cultural como ninguno. Los dos hombres compartían un nihilismo profundo, infatigable e ingenioso. Si otras personas podían disentir cortésmente empezando una frase con «Sí, pero...», la respuesta de Picabia era «No, porque...». Y eso fascinaba a Duchamp; debió de ser como mirarse en un espejo y ver otra cara en lugar de la suya. Siempre reconoció que su amigo le había permitido tener una amplia gama de nuevas experiencias en 1911-1912, una época en la que Picabia fumaba opio todas las noches (Duchamp se abstenía). «Un viento peligroso y tentador de sublime nihilismo / nos perseguía con una euforia prodigiosa», escribió Picabia en un poema titulado «Ciudad mágica», en el que recordó esos «años de genio» marcados por «pasiones estériles» como el opio, el whisky y esa nueva moda llamada tango.

Picabia y Duchamp habían sellado su amistad antes de la guerra, durante un viaje en coche con el poeta Guillaume Apollinaire (Picabia tuvo muchísimos automóviles a lo largo de su vida). «Apollinaire solía apuntarse a esas incursiones en la desmoralización, que también implicaban adentrarse en la esfera de las agudezas y las payasadas», contó Buffet, la mujer de Picabia. De visita en la casa familiar de Buffet en el Jura, cerca de la frontera suiza, los viajeros cruzaron pirotecnia verbal que Picabia y Apollinaire llevaron al paroxismo. En esa ocasión, el poeta leyó primero su extenso poema «Zona», que luego sería el primero de Alcoholes. Poco después, quitó del manuscrito todos los signos de puntuación antes de enviarlo a la prensa.

Picabia empezó a pintar sus cuadros abstractos más o menos en la época de ese viaje. Duchamp se acercaba ya a la postura antirretiniana que mantuvo durante toda la vida; el arte retiniano era, para él, el único que agradaba a la vista, y no tardó en dejar de pintar para siempre. La amistad entre ambos podría considerarse una suerte de conspiración, en la que afilaban su inteligencia nata en conjuntos de instrumentos quirúrgicos que se complementaban entre sí. Más tarde, Duchamp dijo que Picabia era su copiloto. En palabras de Duchamp, compartían, por encima de todo, una «manía de cambiar». «Se hace algo durante seis meses, o un año, y se pasa a otra cosa. Es lo que hizo Picabia durante toda su vida.»6

Es posible que el factor más importante para Duchamp en Nueva York fuese el hecho de que en su nuevo círculo ya no era el hermano menor. Jacques y Raymond le llevaban once y doce años, respectivamente, y él, que los veneraba, había seguido sus pasos como aspirante a artista. Sin embargo, el prestigio de sus hermanos en el mundo del arte parisino no había representado una ventaja. A pesar de ganar una medalla que le concedió la Société des Amis des Arts de Ruán en la época en que terminó el lycée (1904), no aprobó el examen de ingreso en la École des Beaux-Arts de París. Sin dejarse abatir y bajo la tutela de sus hermanos, que fundaron una colonia para artistas en Puteaux, en las afueras de París, consiguió que los organizadores del Salón de Otoño aceptaran sus cuadros todos los años a partir de 1908, pero ese ascenso continuo en el mundo del arte, aunque sin momentos extraordinarios, se detuvo bruscamente en 1912, cuando decidió retirar Desnudo bajando una escalera, que había enviado al jurado del Salon des Indépendants, después de que los organizadores manifestaran ciertas dudas y sugiriesen que eliminara el título. Fueron sus propios hermanos quienes le comunicaron esa desalentadora petición. Más tarde, Duchamp reconoció que había sido un momento crucial en su vida, y que había comprendido que, después de eso, ya no le interesarían mucho los grupos. Seguidamente se fue a pasar una temporada en Múnich, desorientado y aislándose por voluntad propia, pero convencido de una cosa: «Cada cual consigo mismo, como en un naufragio.»7

Otro factor que contribuyó a su naufragio europeo fue la atracción cada vez más intensa que sentía por Gabrielle, la mujer de Picabia, a quien le declaró su amor en 1912. Aunque concertó una cita clandestina, ese amor no se consumó hasta diez años después, cuando Gabrielle ya se había divorciado. Cuando recordaba ese episodio, Buffet-Picabia se asombraba de que «incluso ahora me parece realmente increíble y muy emotivo. Era completamente inhumano estar sentada junto a alguien que sientes que te desea tanto y ni siquiera te ha tocado una vez».

Algo de ese ardiente espíritu romántico percibieron los neoyorquinos que conocieron al recién llegado, un efecto que el hecho de ser francés magnificaba. Cuando Beatrice Wood lo conoció a finales de 1916, recordó que: «Nos enamoramos al instante, pero eso no quiere decir nada, porque todos los que conocían a Duchamp se enamoraban de él.» Podría decirse que ese poder de seducción lo ejercía también con los hombres, pues irradiaba un magnetismo intelectual como si llevara en él cierta cuarta dimensión de lo erótico. Hay una fotografía de Edward Steichen que lo plasma a la perfección. De hecho, Duchamp llegó a definir esa época de su vida –cuando trabajaba en su obra más famosa, El gran vidrio– en estos términos: «El erotismo era un tema, incluso un “ismo”, que estaba en la base de todo lo que yo hacía en el momento de El gran vidrio.» Y gran parte de lo que hacía lo hacía con mujeres jóvenes, a quienes, según parece, no tenía que esforzarse nada por seducir.

Marcel Duchamp, fotografiado por Edward Steichen, 1917.

Copyright © 2014 The Estate of Edward Steichen / Artists Rights Society (ARS), Nueva York.

Duchamp tenía el aura de quien da todo por sentado, incluida la imprevista exaltación que provocaba a los norteamericanos. Hacia el final de su vida, cuando le preguntaron cuál había sido su mayor satisfacción, contestó: «En primer lugar, haber tenido suerte.» No era un intrigante, y la escasa ambición artística que pudo tener ya la había descartado en Francia y la había sustituido por algo que parece indolencia, pero que probablemente era paciencia. Daba la impresión de ser un niño perfecto que atraviesa las zonas más azarosas y sale intacto, invulnerable a los peligros, irradiando un brillo de inmunidad; pero, por supuesto, no lo era. Beatrice Wood, sin ir más lejos, advirtió el desaliento que Duchamp ocultaba, y que de vez en cuando asomaba ligeramente. Mucho más tarde, Duchamp reconoció que había en él «un fondo de enorme pereza. Me gusta más vivir y respirar que trabajar». No es de extrañar que lo presentaran como la antítesis del hiperproductivo Picasso.

Pero no fue pereza ni indolencia lo que llevó a Duchamp a Nueva York. A fin de cuentas, había que armarse de valor para cruzar el Atlántico después de que un torpedo alemán hundiera del Lusitania; poco antes de su partida le dijo a un amigo que quedarse en París significaría eternizar las aspiraciones habituales de un artista a hacer carrera, buscando la fama y la fortuna poniéndose a merced de mecenas ricos. Según dijo él mismo, lo que más detestaba era tener que convertirse en un «pintor de sociedad».

Durante su primer mes en Nueva York, Duchamp se alojó en casa de los Arensberg. Como Gabrielle Buffet-Picabia, Louise Arensberg era música, y ya dominaba las espinosas composiciones para piano de Arnold Schoenberg (el propio compositor aseguraba que fue en un concierto en que se interpretó su música donde Kandinski se propuso alcanzar la «emancipación de la disonancia» en su pintura). Louise no bebía, pero Walter, su marido, bebía por dos.

Cuando Duchamp encontró un apartamento, ya florecía a su alrededor un salón. No tardó en convertirse en el dios viviente del altar de Arensberg, y no menos importante fue su papel de lubrificante social de una vanguardia pujante. Con Duchamp al timón –un «ángel que hablaba argot», según dijo Beatrice Wood, y alguien lo definió como «un misionero de la insolencia»– se afirmó un espíritu que fomentaba esa especie de bullicio que era, a todos los efectos, dadá sin que nadie supiera nada de dadá, puesto que todavía no existía, ni siquiera en Zúrich.

La efervescencia intelectual del círculo de Arensberg favoreció el ingenio conceptual que Duchamp imprimió a los objetos que llamaba ready-made. En París ya había montado una rueda de bicicleta sobre un taburete sólo por el placer que le producía verla girar; según él mismo dijo, era como tener un fuego encendido en la chimenea. También tenía a mano un botellero simplemente porque le gustaba su forma. No obstante, el primer ready-made «oficial» fue una pala para quitar la nieve comprada en una ferretería de Broadway a finales de 1915. En enero le escribió a su hermana Suzanne, en París, contándole lo que había comprado y la inscripción que le había puesto: In Advance of the Broken Arm («Anticipación del brazo roto»). Recordando las cosas que había dejado en su estudio de París, le pidió que firmase el botellero (y añadió que iba a convertirlo en un ready-made a distancia). También le aconsejó que no atribuyera a esos objetos significado alguno. «No te esfuerces demasiado por entenderlos en el sentido romántico, impresionista o cubista; no tienen nada que ver con eso.» Hacia el final de su vida, Duchamp volvió a insistir en que los ready-made se elegían haciendo caso omiso de cualesquiera aspectos estéticos o cualquier cuestión de gusto.

Para Duchamp, el gusto, bueno o malo, era meramente un hábito, algo parecido al arte. La perpetuación mecánica de los hábitos lo enfurecía, y compartía ese sentimiento con los dadaístas. Es probable que cualquiera que hoy visite las salas del Museo de Arte de Filadelfia dedicadas a la colección Arensberg, que alberga el mayor número de obras de Duchamp en todo el mundo, se quede impresionado con el gusto que se pone de manifiesto en toda la selección. ¿Ironía? ¿Contradicción? Da igual; la mayor suerte de Duchamp consistió en escapar del temido papel de pintor de sociedad. Prefirió consolidar su amistad con los Arensberg, dispuestos a ser sus mecenas personales y con recursos suficientes para serlo. Duchamp hizo virtualmente cualquier cosa para asegurarse la solidez de esa relación, e incluso retocó una reproducción del Desnudo para consolar a Walter, que había intentado adquirirlo al propietario original, un marchante de San Francisco.

Como Picabia, Duchamp llegó a Nueva York sin saber nada de inglés. Picabia no hizo nada por aprender la lengua, pero Duchamp, que era pobre y práctico, decidió hacer una verdadera inmersión lingüística, aun cuando el francés era casi una lingua franca en el círculo de Arensberg. El poeta Wallace Stevens contó a su mujer lo encantador que era conversar en la lengua románica, «como gorriones junto a un charco», durante una larga cena con Walter, ex compañero de estudios en Harvard, y el artista recién llegado. Sin embargo, algunos de los norteamericanos que frecuentaban el salón no se sentían tan cómodos; por ejemplo, William Carlos Williams, que se sintió castigado cuando manifestó su entusiasmo por una obra de Duchamp que colgaba en la pared y el artista se limitó a decirle: «¿En serio?»; el poeta percibió en su tono un evidente aire de superioridad.

La relación de Duchamp con Man Ray fue más duradera, y los animó a salvar la distancia de la lengua, pues ninguno de los dos dominaba el idioma del otro. Man Ray era un joven artista que vivía en New Jersey, un lugar –para Duchamp– salvaje y agreste. Ray estaba casado con la artista belga Adon Lacroix, pero a ella, más que hacerle de intérprete, le interesaba conversar con Duchamp sobre sus poetas preferidos, como Laforgue y Mallarmé. Los dos hombres tenían que conformarse con jugar al tenis; Man Ray nombraba en inglés cada pase y Duchamp repetía su nueva gran palabra: yes. A partir de entonces, la relación entre ambos prolongaría esa cordial afirmación. A Duchamp le parecía haber encontrado un equilibrio vital al sagrado no que compartía con Picabia.

Man (apócope de Emmanuel) Ray, nacido en Nueva York, era hijo de una familia de inmigrantes ucranianos apellidada Radnitsky. Cuando conoció a Duchamp, ya se había cambiado el apellido y había logrado convencer a toda su familia para que hiciera lo mismo. Formado en los aspectos técnicos de la pintura y el dibujo, tuvo la suerte de conocer la galería de Stieglitz en 1911, cuando tenía veintiún años; pero nada lo había preparado para recibir el impacto del Armory Show, que lo dejó paralizado durante seis meses. Tras la crisis, maduró rápidamente, y cuando conoció a Duchamp se encontraba preparando su primera exposición en solitario en la Galería Daniel (Nueva York), donde obtuvo unas ganancias imprevistas que fueron un gran alivio para él: el abogado y coleccionista Arthur Jerome Eddy compró cuadros de Ray por un valor de dos mil dólares. Con su olfato para el arte nuevo y audaz, Eddy ya había comprado dos de las cuatro pinturas de Duchamp que se expusieron en el Armory Show.

Cuando se inauguró esa exposición, fundamental por ser única en su género, Ray ya transitaba la senda por la que llegó a ser realmente conocido, la fotografía. Tenía en Stieglitz a un mentor, pero, fiel a su carácter pragmático, se dedicó a la fotografía no por sus posibilidades creativas, sino para registrar sus cuadros antes de que se vendieran.

La tendencia de Man Ray a dominar los desafíos de la técnica refleja tanto su temperamento como su formación práctica en diseño industrial. Algunos de sus cuadros parecen estarcidos por el modo en que seccionan partes del cuerpo en rombos. Otros, como La funámbula acompañada de sus propias sombras, enorme y de colores vibrantes, hacen pensar en patrones para confección, y Man Ray pronto empezó también a recortar varios materiales para añadir al lienzo y probó el aerógrafo, una herramienta industrial que resultó ser exactamente lo que necesitaba para conseguir el aspecto limpio y casi fotográfico de Admiración de la orquestina para el cinematógrafo, en el que empleó tinta, aguada y lápiz para producir efectos alfanuméricos. Pasar el tiempo con Duchamp, que más o menos en esos días trabajaba en su El gran vidrio, le ayudó a afirmar su inclinación a utilizar diversos medios.

A esas alturas, Man Ray también hacía montajes, como el encantador Autorretrato, formado por la huella de una mano entre el botón de un timbre y un par de campanillas; el crítico Henry McBride celebró que el artista se enrolara en las filas de la sensación táctil. Cuando advirtió que muchos de los visitantes sentían la tentación de tocar el timbre, McBride confesó que él mismo había tenido que reprimirse para no hacerlo.

Es posible que Autorretrato sea el precursor más claro de las aportaciones de Man Ray a dadá cuando se instaló en París en julio de 1921, pero otras obras suyas ya se habían internado en aguas dadaístas. Algunos cuadros parecían casi copiar el diseño aleatorio de los recortables de Hans Arp, aunque este artista todavía no era conocido en Nueva York. Asimismo, Ray se anticipó unos años a la moda de los autómatas del dadaísmo berlinés, con otra incursión técnica con el cliché-cristal, en el que se graba o dibuja sobre una superficie transparente que luego actúa como un negativo fotográfico para producir una copia en papel. Man se acercaba cada vez más a las posibilidades que abriría la fotografía, pero, de momento, era básicamente el medio en el que Duchamp y él podían perpetrar, documentar y santificar esos juegos que finalmente serían reconocidos como dadaístas.

Ezra Pound, que más tarde conoció a los dos en París, admiraba su audacia. Han llevado el arte, dijo, «a un punto que exige la invención constante, y donde ya no pueden tumbarse tranquilamente y regodearse con el virtuosismo». Pound no hace referencia a dadá, pero ese pasaje evoca con precisión el espíritu de aventura creativa propio de casi todos los dadaístas.

Dadá aún estaba al otro lado de la línea del horizonte neoyorquino. Arturo Schwarz, galerista milanés y conservador del legado dadaísta durante toda su vida, preguntó a Man Ray, en los últimos años de vida del fotógrafo, si creía que alguna vez había existido un dadá norteamericano. «No hubo nada por el estilo», respondió Ray categóricamente. «Ya puede escribir lo que he dicho. No creo que los americanos pudieran apreciar a dadá ni impregnarse de su espíritu.»

Es cierto que la mayor parte de lo que se ha identificado como dadaísmo neoyorquino lo hicieron (o cayeron en él) expatriados que vivieron allí durante la guerra. Man Ray fue la principal excepción. Tan copiosa era su actividad artística que es fácil olvidar sus experimentos con la poesía fonética, casi contemporánea de la que se producía en el Cabaret Voltaire. Que negara la existencia de un dadaísmo norteamericano tiene sentido a la luz de su traslado a París, donde se integró sin reparos en un movimiento dadaísta declarado, con Tristan Tzara a la cabeza. Man Ray no tardó en convertirse en una figura central de la causa (incluso antes de llegar a Francia, sus fotografías se exhibieron en el Salon Dada, una exposición de ambición internacional en la Galerie Montaigne). De ahí que décadas más tarde no le resultara difícil insistir en que no hubo dadaísmo en los Estados Unidos. Poco antes de marcharse de su país, había escrito a Tzara: «Dadá no puede vivir en Nueva York. Toda Nueva York es dadá, y no tolerará un rival.» Al parecer, se aproximaba a la actitud de Picabia, que en 1920 había confiado a los parisinos que «en América todo es DADÁ».

Ése fue un tema que poco después encontró un espacio en las glamourosas páginas de Vanity Fair (revista a la que Tzara había enviado artículos sobre dadá). En el número de febrero de 1922, Edmund Wilson señaló que los parisinos estaban exaltados con las últimas manifestaciones del absurdo en Norteamérica, y que «los jóvenes americanos que últimamente van a París a empaparse de cultura se han sorprendido al ver que los jóvenes franceses anhelaban vivir en América». En cuanto a lo que Wilson consideraba la última moda pasajera, «los rótulos eléctricos de Times Square hacen que los dadaístas parezcan apocados», afirmación en la que tocó un tema que también trató otro norteamericano, Matthew Josephson, que no vivía en París pero conocía bien el sanctasanctórum de dadá. En julio de 1922, Josephson, en su artículo «After and Beyond Dada» («Después y más allá de dadá»), publicado en Broom, revista de arte de los expatriados, analizaba las últimas publicaciones de poetas dadaístas y los vio atrapados en una «búsqueda de nuevas presas». Decía Josephson: «La flora y la fauna norteamericanas contemporáneas se toman, de manera arbitraria, de películas inimitables, de las noticias de los periódicos, de la banda de jazz, con el presentimiento de que el mundo va camino de acabar americanizado.»

Pero eso no ocurriría hasta después del final ignominioso de la guerra, y los supervivientes se alegraron de poder contarlo. Cuando esos predadaístas europeos recorrían alegremente los Estados Unidos, en el frente seguían librándose batallas encarnizadas –tanto en su país de origen como en los salones de Nueva York, donde se decidía el futuro del arte moderno del país.

En el verano de 1915, Picabia y Duchamp acababan de llegar a Nueva York, y Man Ray seguía en la colonia para artistas de Ridgefield, New Jersey, sobre la que se publicó un artículo en una sección especial del New York Tribune del domingo 25 de julio de 1915, con este titular: «En Ridgefield, New Jersey, se baila el verso libre.» El subtítulo era más extenso: «Entienda lo que pueda del verso futurista – Eficiencia es su sinónimo y su base – Es tan esotérico como la propia Gertrude Stein o un puzzle de Sam Loyd – “Others” es el nombre del campo que hay que recorrer obligatoriamente para comprenderlo.» A los que practicaban ese nuevo culto se los describe como gente que viste «atuendos raros», como si fueran «chinos», y que calza sandalias. El periodista también cita a los residentes en la colonia, y por error incluye a William Carlos Williams (que vivía en Rutherford, no muy lejos de Ridgefield) y omite a Man Ray, que también escribía poemas.

El autor del artículo del New York Tribune también se encargó de mencionar a la poeta y artista polifacética Mina Loy, que asistía regularmente al salón de Arensberg. Loy traspasaba todos los límites. Sus explícitas «Canciones de amor» aparecieron en el primer número de la revista Others, que fomentaba el verso libre, e incluía «Pig Cupid», el Cupido cerdo con su «morro rosáceo / hozando en la basura erótica». Alfred Kreymborg, el director de la revista, publicaba un eslogan en cada número: «Las expresiones de antaño están siempre con nosotros, y luego están las otras.» Era un sentimiento que podía aplicarse a todo el entorno dadaísta de Nueva York. Además de Mina Loy, otro poeta que contribuyó con «expresiones» novedosas en la revista de Kreymborg fue Man Ray.

En aquellos días, Man Ray y Francis Picabia eran increíblemente productivos; por su parte, Marcel Duchamp se demoraba en El gran vidrio y de vez en cuando presentaba un ready-made. Le encantó que la Galería Bourgeois incluyera dos en la Exposición de Arte Moderno. Uno de ellos, titulado Trampa (Trébuchet), era una tabla con cuatro ganchos para colgar abrigos o sombreros, y habría pasado inadvertido de haber estado en una pared, junto a un paragüero, cumpliendo su función habitual; pero Duchamp lo clavó en el suelo cerca de la entrada a la galería, donde, no obstante, la mayoría del público no lo reconoció como «arte».

En cualquier caso, nadie que fuera a ver arte moderno en la Galería Bourgeois en abril de 1916 estaba preparado, ante esos objetos que se exponían enmarcados o en pedestales, para abandonar la manera tradicional de mirar el arte. Para conseguirlo se habría necesitado una intervención más drástica, y, en efecto, la oportunidad llegó casi exactamente un año después.

Poco después de que los Estados Unidos declarasen la guerra a Alemania el 4 de abril de 1917, la Society of Independent Artists –la organización que formaban Arensberg, Duchamp y Man Ray, entre otros– comenzó a preparar su primera gran exposición. No había jurado que seleccionara las obras, y cualquiera podía exponer pagando una módica cantidad.

Duchamp decidió poner a prueba los límites de la organización, de cuya presidencia formaba parte. Una semana antes de la inauguración, tras comer con el artista Joseph Stella, Duchamp y Arensberg pasaron por el salón de exposición y ventas de J. L. Mott Iron Works, en el 118 de la Quinta Avenida, donde Duchamp compró un mingitorio modelo Bedfordshire. En su estudio le estampó la firma R. Mutt en el borde inferior. Así colocada, la firma daba a entender que había que observar el objeto desde un punto de vista diferente. Después mandó que Fuente, como llamó a la obra, se entregara al comité encargado de seleccionar las obras, del que era miembro.

Artísticamente hablando, fue un disparo que se oyó en todo el mundo, y su estruendo aún resuena. Fuente llegó a ser una de las obras de arte más famosas del siglo XX, un hecho que debió de indignar y deprimir a la mayoría de los artistas que expusieron en la muestra de los Independientes, por no mencionar a las facciones más conservadoras, que varios años después seguían ridiculizando al Armory Show. Beatrice Wood vio a un pintor (podía ser George Bellows o Rockwell Kent, no lo recordaba con exactitud) desesperado que le insistía a Arensberg que era imposible exponer un objeto tan obsceno. Walter señaló que el autor de Fuente había pagado, y añadió que, en cualquier caso, «se ha revelado una forma hermosa» en un lugar insospechado.

Al final, los más de veinte mil visitantes que hicieron el recorrido por la monumental exposición –2.125 obras dispuestas por orden alfabético de los artistas empezando por la letra R– se salvaron de toparse con la obra de Duchamp, que no fue admitida. El rechazo precipitó la dimisión de Arensberg y Duchamp de la junta directiva. Fuente se vio por última vez en la Galería 291, donde Stieglitz la fotografió enfrente de un cuadro de Marsden Hartley.

La pieza original desapareció, pero no cabe duda de que no se olvidó. En 1950, Duchamp empezó a autorizar réplicas, y cuando murió en 1968, había en circulación más de doce. Hasta entonces, la obra se conocía únicamente por la fotografía de Stieglitz, reproducida en el segundo número de The Blind Man, una revista de corta vida que editó Duchamp junto con Beatrice Wood y Henri-Pierre Roché. El título es una afirmación del enfoque «antirretiniano» de Duchamp. El pie de foto decía: «La pieza que los independientes rechazaron», y acompañaba la ilustración un breve artículo impreso en una tipografía heterogénea y titulado «The Richard Mutt Case» («El caso Richard Mutt»), sin firmar, pero muy probablemente salido de la pluma de Duchamp. El artículo es un claro reflejo de la estética de la que sus ready-mades fueron pioneros: «No tiene importancia si el señor Mutt hizo la fuente con sus propias manos o no. La ELIGIÓ. Cogió un objeto de la vida corriente, lo colocó de manera tal que, con el nuevo título y otro punto de vista, desapareciera su función utilitaria; creó una nueva idea para ese objeto.» En la palabra objeto acecha el verbo objetar, pues una objeción fue exactamente la reacción que provocó el orinal.

A Duchamp le fascinaban todos esos homónimos y juegos de palabras, si bien, por lo general, en francés. Uno de sus autores preferidos era Jean-Pierre Brisset (1837-1923), cuyas etimologías especulativas lo llevaron a concluir que los humanos descendían de las ranas. Lo guiaba este principio: «Todas las ideas que se expresan con sonidos similares tienen el mismo origen, y todas refieren, inicialmente, al mismo objeto.» Vista la desenfrenada tendencia homofónica del francés, Brisset imaginó una conexión necesaria entre expresiones como laid en la bouche (feo en la boca) y lait dans la bouche (leche en la boca). La inclinación de Duchamp a pensar en lo erótico como un ismo pudo muy bien inspirarse en la teoría de Brisset, que postulaba que «sólo la fuerza sexual crea todo el lenguaje humano, igual que crea a todos los humanos». En consecuencia, «todas las palabras son mamadas, aspiradas, lamidas, y no hay una sola de ellas que no haya entrado en la boca gracias a una de esas acciones». Por si eso no fuera lo bastante explícito, añadió: «El pronombre yo designa el miembro sexual, y cuando hablo actúa, por su voluntad o con su permiso, un órgano sexual, un miembro viril del Dios eterno.» Duchamp no pretendía hablar o actuar en nombre de una autoridad superior, pero era coherente y claro en lo tocante a su determinación de acabar con los rígidos hábitos del gusto personal, una postura que lo llevó a adoptar el dibujo mecánico para, según él mismo decía, «olvidar con la mano».

En el centro de las iniciativas y aventuras de Duchamp se encuentra su agilidad mental, su capacidad para pensar y actuar no en función de ideales y principios, sino como ejercicio de destreza atlética. Si algo se puede pensar, se puede expresar; o, con más frecuencia en el caso de Duchamp, si se puede decir, después se puede empezar a pensarlo (más adelante, a Picabia se le ocurrió este eslogan: «El pensamiento se hace en la boca», y Tzara se dedicó a repetirlo alegremente). El principio de movimiento hacia delante se expresó también en otro texto de The Blind Man, un poema titulado «For Richard Mutt», del pintor Charles Demuth, que termina así:

Para algunos no existe el detenerse.

La mayoría se detiene o crea un estilo.

Cuando se detienen

celebran una convención.

Ése es su propósito.

Para marchar todas las cosas

tienen una idea.

La marcha sigue al mismo ritmo.

Sencillamente sigue marchando.

Entre otras colaboraciones para el número de The Blind Man dedicado a Stieglitz, se encuentra la propuesta radical del fotógrafo en el sentido de que las futuras exposiciones presentarán las obras anónimamente, una posibilidad que algunos dadaístas podrían haber aplaudido. «Así, hasta la última obra destacaría por sus méritos. Como una realidad. El público compraría su propia realidad y no un nombre comercializado e inflado.» Frank Crowninshield, director de Vanity Fair, envió una carta elogiosa sobre el tema del editorial de la revista («Las únicas obras de arte que ha dado América son sus cañerías y sus puentes»): «El que pueda fomentar y desarrollar un arte norteamericano que represente genuinamente nuestra época –aunque sea la época de los teléfonos, los submarinos, los aviones, los cabarets, los cócteles, los taxis, los tribunales de divorcio, guerras, los tangos, los signos del dólar, o una época de búsquedas desesperadas de nuevas sensaciones y experienciashabrá actuado bien.» En un tono similar se expresó Jane Heap en The Little Review, que lamentó la timidez de los artistas norteamericanos «aterrorizados por la fuerza de los sistemas de tuberías y los motores» y los instó a aliarse con científicos e ingenieros.

Si la infame Fuente de Duchamp pronto logró rodearse del aura de una inagotable fons mirabilis, un objeto parecido de ese mismo año hizo subir las apuestas. Era una pieza de fontanería colocada boca abajo y montada sobre una caja de ingletes y titulada Dios. La escultura daba a entender que la función de los órganos internos en el sistema alimenticio cumplía su divina misión como destino gravitacional, como si el famoso texto bíblico, en lugar de «Que se haga la luz», fuese «Que se haga la digestión».

El pintor Morton Schamberg fotografió la escultura Dios delante de uno de los cuadros de máquinas que realizó influido por Picabia. La idea que se oculta detrás de la obra procede de la baronesa Elsa von Freytag-Loringhoven, caracterizada generalmente, si bien de manera inadecuada, como «pintoresca» en el sentido bohemio. Esta artista y poeta alemana llegó a Nueva York el año del Armory Show, donde conoció a un barón alemán con quien no tardó nada en casarse; él la abandonó al año siguiente, cuando estalló la guerra, pues quería alistarse, pero terminó en un campo de internamiento francés para prisioneros de guerra del que no salió hasta el cese de las hostilidades. Mientras tanto, la baronesa siguió girando como una veleta por la vanguardia neoyorquina hasta que regresó a Europa en 1923.

Cuando Duchamp llegó a Nueva York, la baronesa le echó el ojo al instante, e intimaron todo lo que él estuvo dispuesto a permitir. Ella pregonaba la atracción que sentía por él repitiendo «Marcel, Marcel, I love you like hell, Marcel», una especie de estribillo que declamaba impetuosamente en casa de los Arensberg y adondequiera que fuese. Si algunos podían sentirse intimidados por su voracidad sexual, Duchamp supo oponer resistencia y con esa actitud se ganó el respeto de la baronesa. La preocupación del artista con el tema de la novia y los solteros en El gran vidrio llevó a la baronesa a escribir, con un ligero toque de reproche: «Tú te has vuelto de vidrio» y «¡ahora vives inmóvil en un espejo!», como si él fuese la «novia virgen» de la célebre «Oda a una urna griega» de Keats. Receptiva al tema de la máquina femenina que Picabia había introducido en obras como su detallado dibujo de una bujía –con el título Retrato de una muchacha americana–, la baronesa se promocionaba como una «ingeniera orgullosa» que no se avergonzaba de su «maquinaria». Con claridad escatológica, razonaba así: «Si puedo comer, puedo eliminar –es lógico–, ¡por eso como!», e insistía en que era de lo más natural encomiar generosamente los placeres del paladar e incluir crónicas de sus «éxtasis en el cuarto de baño».

Tales cavilaciones aparecieron en el número de julio de 1920 de The Little Review, y no deja de ser significativo que se publicara antes del capítulo del Ulises en el que Leopold Bloom se masturba en la playa, excitado por la ropa interior de una muchacha tímida y coqueta. The Little Review, que orgullosamente proclamaba en su portada «No transigimos con el gusto del público», venía publicando el Ulises por entregas desde 1918, una iniciativa que terminó bruscamente cuando el director de correos confiscó cuatro números y se negó a distribuirlos; uno de ellos fue el de julio, en el que había aparecido el descarado preludio de la baronesa al «autoalivio» de Bloom. De resultas de ello, la revista y su directora, Margaret Anderson, fueron a juicio en 1921 por publicar material supuestamente obsceno. Durante el juicio –que conllevó la interrupción de las entregas del Ulises–, el juez no autorizó que en la sala se leyeran en voz alta fragmentos de la obra de Joyce, alegando que la lectura podría herir la sensibilidad virginal de Anderson, quien (así debió de suponer el juez) tal vez había publicado el ofensivo texto sin haberlo leído o sin haberlo entendido.

Jane Heap, que codirigía The Little Review, era una defensora incansable de la baronesa, y reaccionó a la incautación del número de julio abriendo el siguiente con un retrato de la extravagante alemana; pero se trataba de la fotografía bastante decente de su silueta, que no dejaba al descubierto nada de su ostentosa haute couture. Elsa era una artista de la vida cotidiana, aun cuando sus trajes no tuvieran nada de «cotidiano». Djuna Barnes la describió en el New York Morning Telegraph Sunday Magazine como «un antiguo cuaderno humano» adornado con «setenta ajorcas negras y púrpura en sus pies seculares». Una vez, la baronesa se presentó en un concierto de beneficencia luciendo «un largo vestido de cola azul verdoso y con un abanico de plumas de pavo real. Llevaba un lado del rostro decorado con un sello de correos ya matasellado (de dos centavos, color rosa). Tenía los labios pintados de negro, y la cara empolvada de amarillo. A manera de sombrero, la tapa de un cubo para el carbón, atado bajo la barbilla como si fuera un casco, y dos cucharas color mostaza a un lado que parecían hacer las veces de plumas». En otra ocasión llevó un ruidoso vestido con setenta u ochenta soldaditos de plomo, locomotoras y otros chismes por el estilo, y también «una papelera a modo de sombrero, adornada con un sencillo pero efectista ramito de perejil». Por si fuera poco, llevó también una docena de perritos sarnosos atados todos a la misma correa. (La baronesa coleccionaba animales, incluso ratas a las que daba techo y comida.)

Elsa von Freytag-Loringhoven se ganaba bien la vida posando como modelo, aunque en esos días ya se acercaba a los cuarenta y su aspecto algo anticonvencional ya no surtía el mismo efecto. El artista George Biddle no pudo ocultar su asombro cuando la baronesa se presentó un día en su estudio a pedirle trabajo. Cuando se abrió la gabardina escarlata con «gesto regio», Biddle vio lo siguiente: «En los pezones tenía dos latas de tomate, sujetas con un cordel verde atado a la espalda. Entre las latas de tomate colgaba una jaula para pájaros pequeña, y dentro había un canario alicaído. Llevaba un brazo cubierto de la muñeca al hombro con aros de celuloide para cortinas; más tarde confesó que los había robado de un conjunto de muebles expuestos en Wanamaker’s. Se quitó el sombrero, adornado con gusto, pero con unas zanahorias doradas, remolachas y otras verduras que estaban totalmente fuera de lugar. Llevaba el pelo muy corto y teñido de rojo bermellón.» Su inventiva era infinita a la hora de fabricarse adornos, como se ve en Limbswish, un muelle de metal unido a la borla de una cortina, llamado así por el movimiento que hacía cuando lo llevaba en la cadera. La manera de vestir de la baronesa era un anuncio perpetuo para una personalidad que se define mejor como extravagante en un sentido casi galáctico. El poeta y médico William Carlos Williams, escarmentado por sus insinuaciones, reconoció que Elsa «tenía un coraje rayano en la demencia».

Pasando por alto sus orígenes, su marcado acento alemán y su inglés escrito, nada ortodoxo, Jane Heap la saludó como «la primera dadaísta americana». En la baronesa, «dadá contribuye al absurdo». Esta apreciación pudo leerse en un número especial de The Little Review dedicado a Picabia, cuando la revista estaba totalmente cautivada con la «temporada» dadá que estaba teniendo lugar en París, y pone de manifiesto, por omisión, que las actividades anteriores de Duchamp, Man Ray y el propio Picabia aún no estaban vinculadas al dadaísmo. Cuando Duchamp y Man Ray filmaron a la baronesa mientras ella se afeitaba el vello púbico en 1921, ¿lo consideraron un acto dadaísta? Hay pruebas que permiten afirmar que no: Man Ray pegó un fotograma de esa película en una carta que le remitió a Tzara comunicándole que «dadá no puede vivir en Nueva York».

Sin embargo, hay indicios que permiten inferir que esos artistas de Nueva York asimilaron seriamente el dadaísmo. La carta de Man Ray a Tzara coincide exactamente con la producción de la revista New York Dada, que editó junto con Duchamp. Además, toda una página (de un total de cuatro) de esa singular publicación se concedió a la «autorización» que les había concedido Tzara para usar el término Dada. «Dadá es de todo el mundo. Igual que la idea de Dios o del cepillo de dientes», escribió, aprobando el surgimiento de la rama norteamericana del dadaísmo. A fin de cuentas, «no era un dogma ni una escuela, sino más bien una constelación de individuos y facetas libres». No deja de ser un enigma por qué Tzara dirigió su respuesta a «Madame». Quizá para subrayar el sexo, en la parte superior de la página hay una foto de Man Ray de perfil, en la que una mujer desnuda aparece parcialmente velada detrás de un sombrerero. La madame en cuestión también puede ser la que aparece espiando por una pantorrilla femenina bien torneada, en una doble exposición de Alfred Stieglitz reproducida en la página anterior con los lemas «¡CUIDADO CON EL ESCALÓN!» y «¡BASTA YA DE COSAS DINÁMICAS!».

No obstante, más notable es que New York Dada presentara a Duchamp en la portada y dos fotografías de la baronesa en la última página. En medio de una maraña de letras impresas patas arriba, que dicen «new york dada april 1921», y ocupan todos los treinta y cinco centímetros de la portada, se ve la fotografía de un frasco de perfume con la etiqueta Belle Haleine («bello aliento», jugando con la pronunciación de Belle Hélène) y un retrato oval de Duchamp vestido de mujer en su papel de Rrose Sélavy. En otro ejemplo de designaciones transgénero, las fotos de la baronesa (desnuda) van acompañadas de un anuncio de la próxima exposición de Société Anonyme de «Kurt Schwitters y otros anonimfos»: la fama de Schwitters había llegado a Norteamérica gracias a su libro Anna Blume y por cortesía de Katherine Dreier.

Rrose Sélavy, el reciente álter ego de Duchamp, presagió el papel que el retratismo desempeñaría hasta el final de su vida. En el momento en que tomó la decisión de dejar definitivamente de pintar (su último lienzo fue Tu’um, ejecutado en 1918 a petición de Dreier para llenar un espacio largo, aunque estrecho, encima de una estantería), no dejaba de ser un enigma la cuestión de lo que un artista haría en lugar de arte. Cierto, estaban los ready-mades, pero Duchamp decidió que había que poner un límite estricto al número de objetos que podían denominarse así; y estaba también El gran vidrio, que seguía dando lugar a una cantidad descontrolada de anotaciones enigmáticas, y la mayor parte de ellas sugieren que tuvo un eco más sonoro que cualquier otra cosa que se pudiera representar gráficamente. Al cabo de pocos años comenzó a producir «rotorrelieves», discos que cuando giraban imprimían una sensación de vértigo a los juegos de palabras escritos sobre ellos. Y, de vez en cuando, se dedicaba, para pasar el rato, a alguna empresa comercial, como cuando le propuso a Tzara que produjeran una línea de pulseras que llevaran las cuatro letras d-a-d-a. Pero la Belle Haleine abrió las puertas a un panorama creativo que ya se había puesto en marcha de manera no intencionada.

La cobertura de prensa de la temporada de Duchamp en Nueva York ya había creado un personaje que fluctuaba sin control. El semblante de niño del coro en Vanity Fair era difícil de reconciliar con una foto que apareció en el New York Tribune bajo este titular: «El hombre del Desnudo-bajando-una-escalera nos contempla.» Lejos de mirar a la cámara, el artista aparece despatarrado en un sillón reclinable con los ojos cerrados. No sabemos si fue el propio Duchamp quien sugirió esa pose, pero subraya convenientemente la orientación retiniana de un artista que ya no quería pintar; pero Belle Haleine es una verdadera invención en otro ámbito y lleva el arte al terreno de la publicidad, donde la «imagen» lo es todo. Los artistas a veces han encontrado trabajo en la «ilustración artística» de la publicidad –el ejemplo más célebre es Andy Warhol–, pero el frasco de perfume de Duchamp no estaba vinculado a ningún producto, sino únicamente al personaje que adoptó para posar como Rrose. También fue una colaboración con Man Ray, una de las muchas que realizó con el fotógrafo norteamericano a lo largo de los años.

Como puso de manifiesto el título de una exposición de 2009 en la National Portrait Gallery («Inventing Marcel Duchamp»), pudo ser su capricho más coherente en el terreno de la creación de imágenes. A Duchamp siempre le había dolido la expresión francesa bête comme un peintre («estúpido como un pintor»), y si bien trataba de poner en sus lienzos la mayor complejidad cognitiva posible, la mera apariencia tenía un límite. Pero la gente no puede evitar que la vean, y Duchamp no era un recluso; después del Armory Show ya fue una celebridad. A raíz de la cobertura mediática, se dio cuenta de que no tenía más remedio que aparecer en público de una manera u otra, y esas apariciones pasaron a ser una prerrogativa artística. Sin duda, para dar ese paso, se inspiró en la desinhibida baronesa y la excéntrica Mina Loy, que una vez se hizo fotografiar de perfil para enseñar un pendiente que se había hecho con un termómetro.

Duchamp, Picasso y su generación vivieron en el siglo de Kodak, y hay un sinnúmero de fotos de ellos; pero si Picasso aparece la mayor parte de las veces en instantáneas, retozando en una playa de la Costa Azul con total espontaneidad, Duchamp posó hasta el final de su vida, y lo hizo para famosos fotógrafos de moda como Edward Steichen y Arthur Penn, que trabajaban conociendo perfectamente el legado de Duchamp para la cámara; él, muy amablemente, se prestó a descender un tramo de escalera para un fotógrafo que en 1952 ilustró un artículo titulado «Dada’s Daddy» (el papá de dadá) para la revista Life, e incluso sugirió posar desnudo para la sesión (ni la más mínima posibilidad, pues se trataba de Life, no de The Little Review). A pesar de ese artículo espléndidamente ilustrado, para los lectores norteamericanos medianamente cultivados a Duchamp se lo encasilló, como era predecible, en el papel de «pionero del sinsentido y el nihilismo».

Man Ray fotografió a Duchamp con la forma de una estrella afeitada en la parte posterior de la cabeza y, en otra ocasión, con la cara enjabonada y el pelo formando los cuernos del diablo para el certificado «Monte Carlo Bond» («Bono de Montecarlo», 1924); también hubo varias sesiones en las que posó como Rrose Sélavy. En la versión más femenina del personaje se ven las manos de una mujer que parecen acariciar desde atrás el cuello del abrigo de pieles de Rrose. No hay que olvidar tampoco el póster «Wanted $2,000.00 Reward» («Se busca. Recompensa: 2.000 dólares»), basado en un souvenir, un artículo de broma en el que Duchamp insertó dos fotos suyas que parecen sacadas de un archivo policial. Duchamp viajó varias veces a París mientras el ambiente dadaísta iba animándose, y su carácter imperturbable y su increíble capacidad para sacar el mayor partido con el mínimo esfuerzo cautivaron a sus colegas franceses..., pero pronto dejaría de tener colegas y se quedaría sólo con Duchamp, profesionalmente inescrutable, y, de hecho, sin dedicarse ya al arte, sino al ajedrez.

Su temporada en los Estados Unidos había sido extraña, como extraña era la tierra fronteriza que dadá habitaba en ese país. Dadá en Nueva York ni siquiera se consideraba dadá hasta que empezaron a llegar con cuentagotas las noticias sobre la erupción del volcán dadaísta en Suiza, y el dadaísmo neoyorquino se divulgó como una última salva de honor disparada por la proa. No obstante, la exaltación de Duchamp y Picabia no se disipó. La guerra aún no había terminado, pero sería Picabia, con su estilo de vida itinerante, quien acabó transmitiendo esa euforia al otro lado del Atlántico, en la cuna alpina de dadá. Intercambiar por correo números de publicaciones dadaístas era una cosa, pero las apariciones personales de Picabia en Nueva York, Zúrich y París lograron que el dadaísmo pareciera destinado a triunfar en todo el mundo.