El primer año de dadá en París tuvo el extraño efecto de tonificar y debilitar a la vez a quienes participaban en el movimiento. Por un lado, dadá era esa vorágine creativa que tanto habían esperado; por el otro, pronto amenazó con convertirse en una rutina. Al fin y al cabo, una rebelión permanente no es un sueño hecho realidad. Más tarde, André Breton caracterizó el dadaísmo como un estado de expectación, un preparativo de otra cosa. A finales de 1924, cuando por fin apareció la alternativa, la bautizó surrealismo, y dedicó los cuarenta años restantes de su vida a liderar el nuevo movimiento. No obstante, mientras las «temporadas» dadá seguían funcionando, el surrealismo aún pertenecía al futuro, y el dadaísmo tenía más cosas que llevar a cabo en París.
A principios de 1921, el grupo de Littérature se reunía regularmente en el Certa (un café que ya entonces figuraba en las guías de viaje como lugar de encuentro de los infames dadaístas) para reconsiderar cómo debían actuar. En retrospectiva, las polémicas veladas del año anterior habían seguido al pie de la letra el programa del que Tzara había sido pionero, y ya iba siendo hora de probar algo distinto. Finalmente, el 14 de abril tuvo lugar la primera de varias «visitas» dadá a lugares de poco o ningún interés. El anuncio decía: «Los dadaístas de paso en París, deseando poner remedio a la incompetencia de unos guías y cicerones sospechosos, han decidido realizar una serie de visitas a lugares escogidos, en particular a aquellos que no tienen ninguna razón de existir.» Un día de lluvia, los dadaístas llevaron a un grupo de espectadores empapados a la modesta capilla de Saint-Julien-le-Pauvre, donde Ribemont-Dessaignes comentó algunos rasgos arquitectónicos leyendo al azar entradas de un diccionario Larousse.
Unas semanas después, inauguraron una exposición de Max Ernst en la librería Au Sans Pareil (Sans Pareil, «sin igual», llegó a ser uno de los principales editores de títulos dadá). La ocasión reafirmó el polémico carácter extranjero que ya tenía el movimiento, pues Ernst era alemán. Además, le habían negado un visado a causa de sus actividades dadaístas en Colonia, razón por la cual no pudo asistir personalmente.
Anunciada como «más allá de la pintura», la muestra presentó obras numeradas con billetes de autobús, descritas en el cartel de la exposición como «dibujos republicanos mecanoplásticos plastoplásticos, pintopintura anaplástica anatómica antizímica aerográfica antifonarias y al aerosol». No cabe duda de que las piezas expuestas no se parecían a nada de lo visto hasta entonces en París. En lugar de cuadros, daban la impresión de ser laboratorios en los que contemplar un universo paralelo antes de que se desintegrara ahí mismo, o un invernadero donde se cultivaban plantas venenosas que adquirían formas humanoides. (Ernst habría sido el ilustrador ideal de los cuentos lóbregos de Nathaniel Hawthorne, como «La hija de Rappaccini»). Frente al catálogo picabiano de obras mecanomorfas, las de Ernst forzaban al mecanismo a convertirse en organismo. Lo llamaban «el que pinta con tijeras».
En el jardín alquímico de siempre gana el mejor (título escrito en inglés y en minúsculas: always the best man wins) crece una colección de especies híbridas y ambiguas en la que se combinan flores con armas de fuego. El dormitorio de Max Ernst acoge a un oso y una oveja en el rincón más apartado de una habitación larga como una pista de bolos; en primer plano, un murciélago, una serpiente, un pez y una ballena. Pero esas criaturas no estaban dibujadas a escala, como si el artista hubiera querido sugerir que las dimensiones de la fauna se podían someter a un ajuste psicotrópico. Ernst empleaba la técnica del collage, sobre el que aplicaba muchas capas de pintura, y con ese método pobló sus obras de formas vivientes únicas y anormales. Su creatividad también se ponía de manifiesto en los títulos: Cuticulus plenaris, Sabuesos, Vainas vegetales y Adolescentes femeninas dadaístas cohabitan mucho más allá de lo permitido –título éste que podía aplicarse a las obras expuestas consideradas como un todo–. Sus recursos recordaban a Kurt Schwitters, que saqueaba la acumulación de cultura gráfica, tomando imágenes del pulp con nuevos propósitos que se desviaban de la norma. Según el propio Ernst, su objetivo era «transformar lo que hasta ahora no ha sido más que páginas de publicidad banal en un drama que revele mis deseos más secretos».
Durante la inauguración de la muestra de Ernst, los dadaístas presentes en la galería empezaron a comportarse de manera deliberadamente idiota, representando, cada uno de ellos, y con la regularidad mecánica de un reloj, el número que les habían asignado. Hubo dos que se dedicaron a darse una y otra vez la mano; otro anunciaba a gritos, a la manera de un subastador, el número de perlas que llevaban las damas del público a medida que iban entrando. Breton masticó palillos con la actitud de un viejo peón de campo, y Ribemont-Dessaignes entonó este monótono eslogan: «Llueve sobre una calavera.» Como si esas payasadas no los distinguieran ya lo bastante del público, todos iban vestidos de negro y con guantes blancos.
Esas travesuras fueron una especie de contrapunto a las pinturas que, con un aura que sólo cabe definir como etérea, colgaban en las paredes. Sin que los organizadores lo supieran, esa muestra inoculó en dadá el bacilo de lo que luego fue el surrealismo. Más que ningún otro artista, Ernst elevó el dadaísmo a las cumbres de una imaginación visual que luego absorbió el surrealismo, y el papel destacado que desempeñó en ambos movimientos llevó a muchos historiadores a fundirlos en uno solo.
El alijo de obras de Ernst lo vieron primero los dadaístas en una reunión en casa de Picabia, tras la cual Breton escribió a André Derain que el anfitrión se moría de envidia, pues había percibido que su prestigio como principal artista de dadá, su trono, ya no estaba seguro. En cambio, para Breton el impacto de Ernst fue definitivo, tan importante para el arte como Einstein para la física. Aunque en esos días Breton se ganaba la vida como asesor de Jacques Doucet en inversiones literarias y artísticas, el modisto cuya amplia colección hoy es uno de los archivos principales del dadaísmo parisino, aún no había expuesto públicamente sus puntos de vista sobre arte.
Para la exposición de Ernst en Au Sans Pareil, Breton escribió un breve texto concebido para acompañar la lista de control de las obras y en el que presenta a Ernst como artista hecho posible por el cine: acaba con «el engañoso misticismo de la naturaleza muerta» en una trayectoria capaz incluso de emanciparnos «del principio de identidad». Los términos en que explica esa posibilidad pueden considerarse un primer borrador del surrealismo, construido allí bajo los auspicios de dadá:
La creencia en un tiempo y un espacio absolutos parece acercarse a su desaparición. Dadá no se presenta como moderno. Asimismo, considera inútil someterse a las leyes de un punto de vista dado. Su propia naturaleza lo salva de adherirse, por poco que sea, a la materia, o de dejarse embriagar por las palabras. Pero la facultad maravillosa de alcanzar dos realidades muy apartadas sin abandonar el ámbito de nuestra experiencia, unirlas y conseguir que de ese contacto salte una chispa; la facultad de poner al alcance de nuestros sentidos figuras abstractas dotadas de la misma intensidad y el mismo relieve que las otras, y de desorientarnos en nuestro propio recuerdo privándonos de un marco de referencia [...]. Ésa es la facultad que de momento sostiene a dadá.
«De momento», el don de combinar realidades discrepantes parecía plasmarse más vívidamente en la obra de Max Ernst.
El impacto de Ernst tuvo que enfrentarse a dos rivales, concretamente, a dos prestigiosos dadaístas de Nueva York: Man Ray y Marcel Duchamp. Ray llegó el 22 de julio, pocos meses después de la exposición de Ernst en Au Sans Pareil, en un viaje financiado por un benefactor norteamericano. Duchamp fue a buscarlo a la estación y lo llevó directamente a ver a los dadaístas reunidos en el Certa, donde el grupo decidió convertir la ocasión en una nuit blanche.
En esos días, Man Ray, que aún no sabía francés, necesitaba los servicios de interpretación de Duchamp, pero la obra que llevó a París hablaba con más vehemencia que cualquier cosa que pudiera haber dicho. Después de los «seres-objetos» de Ernst (concepto acuñado más tarde para el surrealismo), Man Ray presentó un mundo igualmente original y tanto más maravilloso por no tener ningún elemento en común con el artista de Colonia.
«Man Ray es el sutil químico de misterios que duermen con las hadas métricas de espirales y lana de acero», escribió RibemontDessaignes. «Inventa un mundo y lo fotografía para demostrar que existe.» Hans Richter lo llamó «el realista práctico de lo irracional», y, en una referencia al héroe de la epopeya wagneriana El anillo del nibelungo, añadió: «Como Sigfried, ungido con la sangre del dragón, frito en el aceite de dadá, oye el silbido mudo de los objetos utilitarios eliminados. Un anti-Woolworth’s.» Para ese «mago de lo inútil», los objetos corrientes ocultaban profundidades incalculables. Las superficies inocentes eran depósitos no de culpa, sino de cierta forma oblicua que contaminaba la inocencia conservándola. En los objetos de Man Ray, «el esplendor de la practicidad banal se baja los pantalones y muestra su trasero poético».
Con elogios así, era inevitable que los dadaístas decidieran organizar una exposición de Man Ray en diciembre. Fue un complemento sensato de las muestras anteriores de Picabia, Ribemont-Dessaignes y Ernst y del Salon Dada de junio, que acogió una colección impresionante de obras procedentes de los Estados Unidos, Alemania, Italia y Francia que dejaron bien claro que dadá era un movimiento auténticamente internacional.
Aunque Man Ray nunca abandonó la pintura, el medio al que supuestamente se dedicaba en París, en Nueva York ya se había zambullido en exploraciones multimedia; ahora, en la capital francesa comenzó a centrarse en la fotografía. Para la muestra patrocinada por dadá en la Librairie Six, la nueva librería que había abierto Soupault, las obras expuestas fueron, en su mayoría, pinturas y aerógrafos.
Esa exposición dio lugar a una afortunada invención que no figuraba en el catálogo sencillamente porque se creó el mismo día de la inauguración. Mientras colgaba sus obras en la Librairie Six, Man Ray entabló conversación con un hombre que hablaba un inglés excelente. Resultó ser el compositor Erik Satie. Los dos salieron a tomar algo, y en el camino de vuelta pasaron por delante de una ferretería, donde, con la ayuda de Satie, Man Ray compró una plancha, un puñado de tachuelas y pegamento, que utilizó para pegar las tachuelas en el centro de la plancha, y luego se la dio a Soupault, pero no sin antes fotografiarla. El objeto, al que acertadamente llamaron Cadeau («Regalo»), desapareció, pero a lo largo de varias décadas lo sustituyeron periódicamente varias imitaciones (siempre debidamente fotografiadas) y se convirtió en la carta de presentación del artista. Años después, cuando ya tenía más de ochenta años, Man Ray autorizó y firmó una edición de cinco mil copias que se vendieron a trescientos dólares cada una.
Como correspondía a un acontecimiento dadaísta, las obras expuestas en la Librairie Six estaban ocultas por todos los globos que pudieron meterse en el local, y que el público fue apretujando a medida que llegaba. A una señal acordada de antemano, los dadaístas empezaron a reventar los globos con sus cigarrillos encendidos. El espíritu de dadá también se expresó en la nota biográfica que Tzara había escrito para el catálogo: «Monsieur Ray nació quién sabe dónde. Tras dedicarse al comercio de carbón, y varias veces millonario, amén de presidente del gremio de fabricantes de chicle, decidió aceptar la invitación de los dadaístas y exponer sus últimas obras en París.» Más de media docena de textos del catálogo sugieren que la obra de Man Ray, como la de Ernst, fue un estímulo para los escritores del grupo –un recordatorio de la orientación literaria del dadaísmo parisino–. Renegando supuestamente de la literatura –y a pesar de varias reacciones rastreras en un foro en Littérature sobre la pregunta «¿Por qué escribe usted?»–, los dadaístas seguían volviendo a lo que mejor sabían hacer.
Antes de llegar a París, dadá se había presentado sistemáticamente –o «coherentemente»– en el lenguaje de la incoherencia. Sus provocaciones empleaban el lenguaje para socavar la autoridad semántica de éste. Todo tenía siempre una lógica precaria, si no indignante, pero, en el proceso, el anhelo normal de la estabilidad lingüística llegó a parecer igualmente absurdo. En la revista dadaísta Proverbe, Jean Paulhan escribió: «Lo que me interesa es demostrar que las palabras no transmiten pensamientos (como hacen las señales telegráficas o los signos de la escritura), sino que son cosas en sí mismas, material en el que hay que trabajar, y, por eso mismo, difícil.»
Compartieran o no los dadaístas de otras partes del mundo el interés de Paulhan por concretizar las palabras y separarlas del pensamiento, la cuestión del lenguaje estaba más cerca del centro del dadaísmo de París por la simple razón de que la mayoría de quienes lo integraban eran, en ese momento y para emplear la honrosa expresión burguesa, hombres de letras. Podían aspirar, como Aragon y Breton, a reunir los requisitos aun cuando se resistieran a seguir haciendo literatura, cosa que no podían evitar. El pintor cubista Albert Gleizes advirtió la discrepancia entre el vitriolo y las publicaciones, que «más bien hacen pensar en los catálogos de los fabricantes de perfumes. No hay nada en el aspecto exterior de esas producciones que ofenda absolutamente a nadie; todo es corrección, buenas maneras, delicadeza, etcétera». Y la clave estaba en ese aspecto exterior. Con todo, escribían y publicaban, y al final vieron la cuestión de la literatura como tal integrada en la órbita de dadá, donde su viabilidad se sometió a un escrutinio sin precedentes.
Man Ray, Regalo, 1921.
Copyright © 2014 Man Ray Trust / Artists Rights Society (ARS), Nueva York /
ADAGP, París.
Nadie sentía la misión literaria con más fuerza que Breton. Unas semanas después de que se inaugurase la exposición de Ernst, presidió una parodia de juicio al eminente escritor y parlamentario Maurice Barrès, acusado de haber renegado de la actitud anarco-socialista de su juventud. Barrès se encontraba entonces en el sur de Francia, pero daba igual; lo juzgaron en efigie. Pero no fue una parodia. Todo el procedimiento se llevó a cabo como si de un verdadero juicio se tratara, y las distintas partes vistieron las togas oficiales. El más entusiasmado con la idea era Breton. Picabia se negó a tomar parte y se marchó histriónicamente del lugar antes incluso de que empezara el juicio, en el momento en que el poeta Benjamin Péret apareció representando al Soldado Desconocido. En esos días, Francia vivía inmersa en un debate público sobre la iniciativa de depositar el cuerpo de un soldado francés anónimo debajo del Arco de Triunfo; pero la salida a escena de Péret hizo saltar los plomos. Luciendo un uniforme alemán y una máscara antigás, subió al escenario marchando a paso de ganso. Muchos patriotas del público reaccionaron entonando espontáneamente «La Marsellesa», colaborando así con un preludio ominoso. Cuando empezó el proceso de verdad, el desarrollo del supuesto juicio ya estaba empañado.
A Georges Ribemont-Dessaignes no se lo vio muy entregado en el papel de fiscal: «El amor, la sensibilidad, la muerte, la poesía, la tradición y la libertad, el individuo y la sociedad, la moral, la raza, la patria. Pero ¿qué opinión le merecen a dadá objetos tan bonitos, a dadá, que se ha propuesto juzgar a Barrès?», preguntó en su discurso de clausura. «Caballeros, dadá no opina, dadá no piensa nada. No obstante, sabe lo que no piensa. Lo que equivale a decir todo.» Parecía querer decir: ¿cómo puede dadá juzgar a alguien, o algo, que no sea a sí mismo?
No fueron pocos los participantes que advirtieron que allí se estaba juzgando a dadá, no a Barrès, papel que, para gran disgusto de Breton, interpretó Tzara. «Mis palabras no son mías», subrayó el rumano. «Mis palabras son las palabras de todos los demás: las mezclo bien y hago una pequeña bullabesa; el resultado del azar, o del viento que yo hago soplar sobre mi propia pequeñez y la del tribunal.» En una palabra, no eran la verdad, sólo «la materia prima de la conversación». Breton se enfureció al ver cómo se comportaba Tzara, que se había negado a interpretar el primer personaje que le habían asignado, el de testigo de la acusación. Eso había quedado claro desde el principio, cuando respondió con un no a la clásica pregunta jurídica respecto de decir la verdad y nada más que la verdad. «No confiaría en la justicia ni aunque la concibiera dadá», replicó. «Estarán de acuerdo conmigo en que todos nosotros sólo somos una panda de hijos de puta», añadió, arrastrando así a Breton al mugriento puré de la desobediencia típica de dadá y poniendo de manifiesto que el organizador de ese fiasco era un dadaísta dudoso. Como lo expresó claramente RibemontDessaignes, Breton, «en lo que respecta a la conducta de Tzara, adoptó un punto de vista burgués».
A principios de 1922, Breton, tras el juicio a Barrès, lanzó otra iniciativa desafortunada organizando un acto que parecía reírse de todo lo que había hecho dadá hasta la fecha, el «Congreso para la determinación de las directivas y la defensa del espíritu moderno». Con la intención de poner de relieve su autoridad, consiguió interesar a personalidades destacadas de un amplio espectro de la vanguardia para que trabajaran en la organización del congreso: Jean Paulhan, de la Nouvelle Revue Française; Amédée Ozenfant, de L’Esprit Nouveau; los pintores Robert Delaunay y Fernand Léger; el compositor Georges Auric y el antaño dadaísta Roger Vitrac, que más tarde, junto con Antonin Artaud, fundó el Théâtre Alfred Jarry.
No es de extrañar que los demás dadaístas se entusiasmaran con el proyecto. Tzara, que no quería denunciar abiertamente el juicio a Barrès, escribió una carta muy cordial en la que explicaba las razones por las que no quería participar. El año siguiente resumió así su postura: «El modernismo no me interesa, y pienso que sería un error decir que el dadaísmo, el cubismo y el futurismo se apoyan en una base común. El cubismo y el futurismo se basaron en la idea de que la perfección intelectual o técnica debían estar por encima de todo; dadá, en cambio, nunca se apoyó en ninguna teoría, y nunca ha sido otra cosa que una protesta.»
Breton, reaccionando exageradamente a las objeciones de Tzara, reunió a los organizadores del congreso para publicar un comunicado de prensa francamente insultante: «En este momento, los abajo firmantes, miembros del comité de organización, desean advertir contra las maquinaciones de un personaje conocido como promotor de un “movimiento” llegado de Zúrich, que no requiere que se lo llame de ninguna otra manera y que hoy ya no corresponde a realidad alguna.» Las cursivas subrayaban de manera convincente la creciente sospecha de que dadá estaba herido de muerte, en caso de no ser ya un difunto.
Breton apoyaba la idea de que dadá compartía algunos aspectos de otras corrientes del arte moderno, en especial el cubismo y el futurismo, y que esa tendencia general merecía ser objeto de investigación; y no dejó de cavilar al respecto cuando acompañó a Picabia a Barcelona para asistir a una exposición de obras de los artistas en la Galería Dalmau en noviembre de 1922. En Barcelona pronunció una conferencia titulada «Características de la evolución moderna y lo que en ella interviene», en la que reiteró su opinión de que el cubismo, el futurismo y dadá formaban «parte de un movimiento más general» e hizo público su distanciamiento de Tzara. «Sí, Tzara anduvo un tiempo con esa mirada desafiante», dijo ante el público catalán; «sin embargo, toda esa maravillosa seguridad en sí mismo no pudo llevarlo al punto de un verdadero coup d’état. Lo que ocurre simplemente es que Tzara, que no miraba a nadie, un día cualquiera se metió en la cabeza mirarse un poco a sí mismo.» Con muchas ganas de eliminar al rumano de las filas de las figuras inspiradoras, Breton concedió a Duchamp el mérito de «habernos librado del concepto de lirismo-chantaje con todos sus tópicos», aunque en realidad era Tzara quien iba a la cabeza en todo lo relacionado con la poesía.
Aún fascinado con la sed de destrucción de dadá, Breton imaginaba un «movimiento» moderno que culminaría en alguna ruptura violenta, y llegó al extremo de declarar: «No sería mala idea reinstaurar, para las cosas de la mente, las leyes del Terror.» Al internalizar la Revolución Francesa como criterio de importancia cultural, Breton caracterizaba a dadá como si éste fuera un monarca irresponsable, cuando, en marzo, protestó contra «su omnipotencia y tiranía». En septiembre fue todavía más explícito, y redujo a dadá a mero preparativo de un proyecto más ambicioso: «Que nunca se diga que el dadaísmo estuvo al servicio de algún propósito que no fuera mantenernos en un estado de disponibilidad total, a partir del cual ahora nos dirigimos, con las ideas claras, hacia lo que nos llama por señas.» Pocos meses después de la conferencia de Barcelona, Breton hizo una referencia velada a «ese desasosiego cuyo único fallo fue volverse sistemático», en la que su evidente renuencia a atribuirlo todo a dadá sugiere que reconocía, aunque débilmente, que el pecado de ser sistemático recaía más directamente sobre sus hombros que sobre los de Tzara.
Picabia era el menos dispuesto a ser sistemático (Breton comentó, en tono aprobatorio, que «Picabia es el hombre que ofrece la mayor posibilidad de cambio de Picabia»). El pintor observaba con desconfianza los planes para la celebración del congreso, que para él constituía la prueba de una compulsión inexplicablemente pueril. «Es probable que este congreso de París sea de mi agrado si mi amigo André Breton consigue meter en el crisol a todas nuestras “celebridades modernistas” y, al hacerlo, obtiene una pepita magnífica que se arrastre detrás de él en un carrito y la firme André Breton.»
Los afines al dadaísmo no eran los únicos reacios al congreso; André Gide lo desestimó por considerarlo un intento de «enseñar a la gente a producir obras de arte en serie». No obstante, el constante apoyo del público en general sugería que había un deseo muy latente para la creación de un «ministerio de la mente», como lo denominó alguien.
Al fin y al cabo, se vivía un momento que en Francia llegó a conocerse como el regreso al orden –retour à l’ordre–, y Cocteau destacaba entre quienes lo pedían a gritos. Era el momento que había profetizado Apollinaire, que en 1918, poco antes de morir, había pronunciado una conferencia titulada «El Nuevo Espíritu y los poetas». A favor de una «libertad enciclopédica» como prerrogativa del poeta, concluyó con una perorata nacionalista sobre Francia, «guardiana de todo el secreto de la civilización» y responsable de mantener en orden la casa de la poesía. Le Corbusier y Amédée Ozenfant hicieron suyo el sonoro título de Apollinaire a la hora de bautizar su revista, L’Esprit Nouveau. (Paul Dermée, dadaísta, dirigió los primeros números, en los que los integrantes del dadá parisino aparecían como asesores editoriales, aun cuando el propio Dermée era persona non grata en el círculo de Breton.) El congreso parecía ser exactamente la clase de foro que L’Esprit Nouveau podía patrocinar, sobre todo si se tiene en cuenta que Ozenfant era uno de los organizadores.
Todos esos esfuerzos, encaminados a poner orden en dadá, o a integrarlo dentro de una planificación más amplia, comenzaban a agotar la paciencia de Picabia. En las páginas de 391 dijo, en tono crítico: «Dadá [...] se ha vuelto ingenio de París y de Berlín.» Después de marcharse furioso del juicio a Barrès, escribió sin perder un segundo un artículo para que Dermée lo publicase en L’Esprit Nouveau de junio de 1921, y en el que hablaba sin tapujos del drama conspiratorio que consumía al círculo de Littérature. «Empezaba a aburrirme mortalmente. Me habría gustado vivir cerca del circo de Nerón; ¡a mí me resulta imposible vivir sentado a una mesa del Certa, donde se traman las conspiraciones dadaístas!» Como si no tuviera bastante, afirmó también, y no del todo erróneamente, que Duchamp y él habían «personificado» a dadá ya en 1912, y que después se le dio un nombre a lo que ellos habían hecho; asimismo, añadió que últimamente alguien dilapidaba la idea adoptando las características de un mouvement. Picabia reconoció también que abandonaba dadá por aburrimiento y por cautela, pues advertía que el dadaísmo seguía los pasos del cubismo, con todos sus partidarios y privilegiados: «Tuve la impresión de que dadá, como el cubismo, iba a tener discípulos “entendidos”.» En L’Esprit Nouveau confesó: «Me aparté de dadá porque creo en la felicidad y detesto vomitar.» Pero vaya si vomitaba Picabia.
El alejamiento de Picabia no fue en contra de la percepción pública de que sus contribuciones al Salón de Otoño de 1921 no serían precisamente una broma dadaísta. Se rumoreaba incluso que una de ellas era literalmente explosiva, y la dirección del Salón se vio obligada a emitir una declaración en la que aseguraba al público que la obra en cuestión no representaba peligro alguno. Picabia expuso dos cuadros, y ninguno de ellos infligió daño corporal a los asistentes. Uno se inspiraba en un diagrama técnico. Cuando los comentaristas de la prensa objetaron que era absurdo presentar un diagrama y llamarlo pintura, Picabia respondió que lo absurdo era presumir de que copiar manzanas era más digno que copiar un plano.
El otro cuadro de Picabia se ha entronizado desde entonces en los anales de dadá, y sirvió incluso para ilustrar la sobrecubierta de una historia del dadaísmo parisino: El ojo cacodilato, por la medicación con que Picabia se trató un herpes ocular que había padecido a principios de ese año. Ese gran lienzo (de casi 150 × 115 cm) era poco más que un libro de visitas, con las firmas de decenas de amigos del artista y las palabras que consideraron oportuno añadir. Picabia declaró que acabaría cuando ya no quedara más espacio para firmar. Así de sencillo. Y amplió sus puntos de vista con la agudeza que lo caracterizaba: «El pintor elige; luego imita lo que ha elegido, y lo que deforma es lo que constituye el Arte; ¿por qué no firmar simplemente la elección en lugar de andar tonteando delante de ella? Ya tenemos suficientes cuadros: la firma aprobatoria de los artistas –sólo de los que aprueban– conferirá un nuevo valor a las obras de arte destinadas al mercantilismo de nuestros días.» ¿Quieren firmas de artistas?, preguntaba Picabia; pues bien, aquí están las firmas y nada más. Entre ellas, las de su mujer, su cuñada, los compositores Auric, Poulenc y Milhaud (que escribió: «Me han llamado dadá desde 1894») y otras de dadaístas como Tzara, Ribemont-Dessaignes, Dermée y el pintor y poeta de origen ruso Serge Charchoune. Isadora Duncan firmó en verde encima de una fotografía de la cabeza de Picabia..., un halo para el hombre cuyo pedigrí dadá parecía irreprochable.
Picabia, argonauta de la sensibilidad dadá desde Nueva York hasta Suiza y París, despreciaba olímpicamente, no obstante, cualquier vellocino de oro. Era, en cierto sentido, un destilado puro de su generación, forjado en el caldero aforístico de Nietzsche, cuya «voluntad de poder» se tomaba muy a pecho, como un código, podría decirse, aunque no un código de «honor». Antes bien, para la vida sin más, para el ardor biológico que buscaba su destino en cada momento. Picabia, todo un genio repartiendo pepitas de desprecio filosófico en las animadas páginas de 391, reafirmó sistemáticamente su ideario nietzscheano; a menudo citaba al filósofo sin dar ninguna referencia. Es posible que estuviera tan puesto en La gaya ciencia, en Más allá del bien y del mal y Así habló Zaratustra, que había llegado a sentir como propias las ideas de Nietzsche. La actitud con la que manejó su alejamiento de dadá fue claramente nietzscheana, especialmente porque reconocía la existencia de un espíritu vital no obstaculizado por el pasado. La crítica más hiriente de Nietzsche se dirigía contra lo que él llamaba mentalidad gregaria, cuya característica principal era el ressentiment (el sabio alemán insistía en emplear el vocablo francés); pero de gregario Picabia no tenía ni un ápice. Nunca sintió que sus amigos lo habían traicionado; sólo lo aburría esa tendencia a comportarse como oficiales militares o –recuérdese el juicio a Barrès– como miembros del poder judicial.
Aunque en los escritos de Picabia no es fácil encontrar largos pasajes de prosa explicativa –era demasiado «chapucero», irreverente y vehemente para someterse a lo que él habría llamado deberes escolares–, respondió a un artículo de una serie que vio la luz en la prensa que se tomaba a dadá en serio. Publicado a principios de 1920, «Dadaísmo y psicología», de Henri-René Lenormand, llamó la atención de Picabia hasta el punto de molestarse en contestar in extenso en una carta que no se publicó en vida del pintor. A la conocida acusación que equiparaba el comportamiento dadaísta al del «loco», Picabia replica: «Algo se opone a esa afirmación: la locura necesita que haya obstrucción o, al menos, un atenuante de la voluntad, y nosotros tenemos fuerza de voluntad.» Luego, en una especie de credo personal, elucida, aunque no sea típico de él, «el mecanismo de nuestra voluntad: negativo en el momento de la asociación de ideas, se vuelve positivo con la elección que sigue». En cuanto al intento de Lenormand de explicar el dadaísmo en términos freudianos, Picabia, más que desaprobarlo, lo pasa por alto. Según Picabia, poco tenía que ver dadá con la psicología; «es en los fenómenos físicos, más que en cualesquiera otros, donde tenemos que buscar la explicación»; a su entender, dadá era una desintoxicación. En una analogía comparable a la visión que Hugo Ball tenía de los dadaístas como niños de pecho, Picabia sugiere que la búsqueda del conocimiento en que se halla inmerso dadá implica una regresión a la infancia: «Los niños están más cerca del conocimiento que nosotros, pues están más cerca de la nada, y el conocimiento es nada.»
Esta explicación silogística se escribió a la vez que un manifiesto en que Picabia concluía en un inconfundible tono de exasperación:
Dadá no quiere nada, nada, nada, y cuando hace algo, lo hace para que el público pueda decir: «No entendemos nada, nada, nada.»
«Los dadaístas son nada, nada, nada, y está clarísimo que equivalen a nada, nada, nada.»
Francis Picabia
Que no sabe nada, nada, nada, nada.
Picabia era coherente en la repugnancia que sentía por el arte o cualquier actividad que reivindicase algo, un producto tangible o un resultado que fuese más allá de la sencilla sensibilidad cotidiana del organismo viviente. Huelo el aire, decía, no controlo mis carteras de valores. «La vida sólo tiene una forma: el olvido», escribió en abril de 1920 en uno de los muchos aforismos que publicó en Cannibale, una revista suya de corta vida; y una variante de ese sentimiento pudo leerse en The Little Review: «Estoy a favor de la incineración, pues conserva las ideas y a los individuos en su forma menos engorrosa.»
Un año después de su «desplante» en el juicio a Barrès, Picabia se apartó de dadá y la prensa se hizo debido eco de esa decisión; el pintor y poeta intentó aclarar la situación en dos escritos. En Comoedia, que en esos días era el único diario cultural francés, empezó diciendo: «Apruebo todas las ideas, punto; lo único que me interesa son las ideas, no lo que revolotea a su alrededor: me repugnan las especulaciones sobre las ideas.» Ahí estaba el hombre al que se le había ocurrido este brillante dicho: para tener las ideas claras, hay que cambiarlas como nos cambiamos de ropa. «Hay que ser nómada», escribió, «e ir por las ideas igual que vamos por los países y las ciudades.» Y no hay que olvidar que hablaba la voz de una experiencia nada desdeñable.
Quizá a causa de la dolorosa infección ocular que padeció, y exacerbado por las afirmaciones de Walter Serner y Christian Schad en el sentido de que Tzara era un impostor, en julio de 1921 Picabia montó un «suplemento» especial de 391, publicado como Le Pilhaou-Thibaou, un título carente de significado que sugería, en caso de que sugiriese algo, el movimiento Tabu Dada de sus amigos Jean Crotti y Suzanne Duchamp (la hermana de Marcel). De hecho, la colaboración de Crotti en la portada se anunciaba a sí misma como Tabu-Dada: «Mis pies han empezado a pensar y quieren que se los tomen en serio.»
El diseño de las dieciséis páginas de Le Pilhaou-Thibaou era magnífico, y la publicación hacía más uso de colaboraciones ajenas que los números de 391. Además de Crotti y el propio Picabia (con su seudónimo inglés Funny Guy), colaboraron Paul Dermée, Jean Cocteau, Ezra Pound, Clément Pansaers, Duchamp, Georges Auric, Céline Arnauld, Guillermo de Torre, Gabrielle Buffet y Pierre de Massot. A ninguno de ellos se lo habría considerado dadaísta en ese momento. De hecho, Dermée y Cocteau estaban enemistados con dadá por su patente arribismo en los círculos de vanguardia, y Arnauld, la esposa de Dermée, era culpable por asociación.
En medio de esa compilación multifacética, Picabia tuvo su habitual momento de gloria. «A los que hablan a mi espalda: mi culo os mira», una advertencia que apuntaba claramente a sus antiguos camaradas de dadá, y que era, en realidad, una cita de Gustave Flaubert. Por el contrario, «No necesito saber quién soy puesto que todos vosotros lo sabéis», se aproxima más a su gusto de costumbre por la pulla inteligente. Aforismos como ésos retozaban en los márgenes junto a las colaboraciones ajenas; pero, en un artículo más extenso, Picabia esbozó un poco más de su virulento diagnóstico: «¿No os dais cuenta de que lo que llamáis personalidad no es más que una mala digestión que os envenena y contagia a vuestros amigos vuestros ataques de náuseas?» Cabe preguntarse si se dirige a sí mismo o a otras personas.
Le Pilhaou-Thibaou proclamó que Picabia se liberaba del dominio de dadá, y la colaboración de Cocteau lo dejó bien claro:
Después de una larga convalecencia, Picabia se encuentra recuperado. Mi enhorabuena. En realidad, me di cuenta de que lo que le salía por el ojo era dadá. Picabia procede de una raza de contagiosos. Él comparte su enfermedad, no se la contagian los demás.
Otro notable colaborador de Le Pilhaou-Thibaou fue Ezra Pound, que poco antes había vuelto a instalarse en París después de pasar una década en Londres. A principios de 1921, Pound vivió varios meses en la Costa Azul, donde se formó a sí mismo en dadá en la librería de Georges Herbiet, quien, adoptando el nombre de Christian, tradujo al francés parte de la obra del poeta norteamericano. Una secuencia titulada «Mœurs Contemporaines» (así en el original de Pound) apareció en Le Pilhaou-Thibaou y en la revista belga Ça Ira, publicada por Clément Pansaers, el principal paladín de dadá en Bélgica; la revista dadaísta holandesa Mécano también publicó un extracto. «Mœurs Contemporaines» es una feroz y amena sátira social que debe más a Henry James, el ídolo de Pound, que a dadá. Hay otros textos de Pound escritos en vena dadaísta, pero más importante fue su relación personal con Picabia, que le proporcionó durante toda la vida una conexión con una mente humana desinhibida. Pound nunca conoció a Duchamp, pero es probable que, en lo que respecta a Picabia y Duchamp, pensara, como Breton, que «se mueven sin perder de vista el punto más elevado, donde una idea es igual a cualquier otra, donde la estupidez abarca cierta cantidad de inteligencia y donde la emoción disfruta siendo negada».
Artistas y escritores en París, 1920.
De rodillas, y de izquierda a derecha: Man Ray, Mina Loy, Tristan Tzara y Jean Cocteau. De pie, detrás de Cocteau, Ezra Pound.
Scala / White Images / Art Resource, Nueva York.
En octubre de 1921, en una de sus «Cartas de París», con las que colaboraba en la revista norteamericana The Dial, Pound informó a los lectores norteamericanos sobre la «destructividad hipersocrática» de Picabia y citó sus Pensamientos sin lenguaje, el libro que tanto había emocionado a Breton. A Pound lo estremecía la «clarísima exteriorización de la actividad mental de Picabia» en todo lo que emprendía. «La filosofía de Picabia se mueve completamente desnuda», sin que la estorbe el andamiaje habitual de la explicación, sugirió el poeta. En Guía de la kultura (1938), Pound recordó una conversación que había mantenido con Picabia «un domingo de 1921 o 1922», como «lo máximo que he vivido». De hecho, era un hombre «intelectualmente tan peligroso» que conversar con él «era estimulante, como estimulante sería estar en una jaula llena de leopardos». En suma: «Nunca hubo un botón de goma en la punta de su florete.» Pound percibía que eso se debía a cierta misteriosa necesidad de infligir dolor o buscar venganza. La propensión de Picabia era un regalo de la naturaleza, del modo en que un galgo corre en función de su raza o, como lo expresó de modo memorable Marianne Moore en un poema: «un animal con garras quiere tener que / usarlas».
La correlación entre ingenio y garra no es nueva, y la idea de que pueda correr sangre es lo que distingue al verdadero ingenio del mero gusto por el alboroto. Los dadaístas apuntaban alegremente a sí mismos, pero siempre dando por sentado que eran superiores a la burguesía de ojos saltones. Picabia no era así. Si bien nadie era inmune a sus pullas, él tampoco escogía a un grupo determinado para hacerlo blanco de sus burlas. En las páginas de 391 soltaba con desparpajo toda clase de afirmaciones falsas sobre los demás, incluidos sus amigos, y echaba también en la olla un ligero toque de columna de cotilleos, si bien es cierto que solamente como un prestidigitador que se divierte haciendo juegos de manos. Donde más se acercó a la venganza fue en el pliego The Pine Cone, la mitad del cual estaba dedicada a Crotti y su Tabu Dada. Picabia acribilló a Tzara y Ribemont-Dessaignes con unos cuantos insultos; por ejemplo: «Sois tan recatados que vuestras obras e invenciones sólo atraen a las moscas.»
En julio de 1922, cuando se editó Le Pilhaou-Thibaou, Picabia ya había sellado una tímida alianza con la tentativa de Breton para celebrar su congreso sobre el espíritu moderno, y se puso claramente en contra de Tzara. Al final, también ese pacto duró poco; cuando Breton formó su nuevo movimiento, Picabia comentó astutamente que el surrealismo bretoniano no era más que «dadá disfrazado de globo publicitario de la casa Breton & Co.». El propio Picabia estaba siempre preparado para moverse, obedeciendo a un principio férreo: «Tenemos la cabeza redonda para permitir que los pensamientos cambien de dirección.»
La máxima de Picabia podría interpretarse como la última palabra sobre el dadaísmo parisino, pero no el último incidente...; éste tuvo lugar la noche del 6 de julio de 1923, en el Théâtre Michel de París, cuando una representación de Le Cœur à gaz de Tzara fue interrumpida agresivamente por varios jóvenes literatos que ya no se llamaban a sí mismos dadaístas.
La representación formaba parte de una velada que se había anunciado como la Soirée du Cœur à barbe. Los empresarios teatrales, conocedores de los jaleos que se armaban en las temporadas dadaístas, se lo pensaban dos veces a la hora de alquilarles una sala, y Tzara se había visto obligado a trabajar recurriendo a tal o cual subterfugio; en este caso, reclutando la ayuda del escritor ruso exiliado Iliazd (Iliá Zdanévich), que había hecho sus pinitos en programas proto-dadá-futuristas en su país natal. En París le tocó reservar la sala. Se confeccionó un programa detallado que, en muchos aspectos, incluía lo mejor de la vanguardia del momento –menos dadaísta, quizá, y más cercana a lo que podría haber previsto el desventurado Congreso de París.
En el programa se anunciaban tres películas; una con los ejercicios de «ritmo» abstracto de Hans Richter; otra era el Regreso a la razón, de Man Ray, que se filmó deprisa y corriendo cuando Tzara le llevó al norteamericano una cámara y unos metros de película. Como sus rayógrafos, la película de Man Ray fue otra vuelta de tuerca en sus incursiones en distintos medios, siempre novedosas e imaginativas. La tercera fue Manhatta, un retrato de Nueva York dirigido por Charles Sheeler y Paul Strand. Se interpretaron algunas piezas para piano de George Antheil, el protegido de Pound y autoproclamado «chico malo de la música», y hubo también un número de danza a cargo de la rumana Lizica Codreanu. No faltó un repertorio de poemas, incluidos algunos textos de antiguos dadaístas, de quienes ahora Tzara estaba completamente distanciado.
Al enterarse de que esas composiciones iba a utilizarlas un hombre –y un movimiento– por el que ya no sentían ninguna lealtad ni afinidad, los desafectos dadaístas se presentaron en el Théâtre Michel decididos a reventar la función. Al oír una referencia inocua a Picasso por parte de Pierre de Massot, Breton («un matón fornido», según dicen) tomó el escenario por asalto y asestó al pobre De Massot unos cuantos bastonazos, y le dio con tanta fuerza que le rompió un brazo. No tardó en llegar la policía, que expulsó a Breton, pero sus aliados se quedaron en la sala, furiosos y esperando la siguiente oportunidad, que llegó durante la representación de Le Cœur à gaz, una obra que databa de 1920 y en la que los personajes se llaman Ojo, Boca, Nariz, Oreja, Cuello y Ceja. Los actores iban vestidos con los trajes rígidos y trapezoidales de Sonia Delaunay. Cuando se alzó el telón, Paul Éluard se puso de pie entre el público y montó un escándalo por la expulsión de Breton; seguidamente exigió que saliera a escena el malvado de Tzara. En cuanto apareció el rumano, Éluard subió al escenario de un salto y le dio un puñetazo en la cara. Los tramoyistas y algunos miembros del público salieron en defensa de Tzara; otros, en cambio, prefirieron participar en la refriega y destrozaron los decorados, lo que terminó con más expulsiones.
En cierto sentido, la expulsión de Éluard fue la que más consecuencias tuvo. A los seis meses del altercado en el Théâtre Michel, el poeta desapareció de París sin decir una sola palabra a sus amigos y emprendió viaje al Lejano Oriente, como dispuesto a cumplir literalmente la misión que Breton había anunciado metafóricamente en su composición «Lâchez tout», publicada en Littérature en abril de 1922:
Déjelo todo.
Deje a Dadá.
Deje a su mujer, deje a su amante.
Deje sus esperanzas y sus temores.
Abandone a sus hijos en un rincón del bosque.
Deje la presa por la sombra.
Deje si es necesario una vida regalada, lo que le viene dado,
por una situación de futuro.
Váyase a correr caminos.8