III. TESTIMONIOS Y GLOSAS. CARLOS A. ALDAO, MANUEL GÁLVEZ, VÍCTOR MERCANTE Y JUAN FILLOY
En mi rápido pasaje por casi todas las naciones de Europa y Asia, por Egipto, y evocando las impresiones más viejas de hombres y cosas de esta América, he podido examinar, por decir así, las imperceptibles diferencias de raza que señalan la marcha del hombre en el mundo.
Carlos A. Aldao, A través del mundo (1914).
El Nilo –sin cocodrilos–
pero eso sí –con inglesas
hambrientas de exotismo y de sol
con sonrisas letárgicas
que nos consuelan de la ausencia
de ese anfibio de talabartería (...)
Plena satisfacción de sentirse vivir tanto
que ya nos parece que no es vida.
Oliverio Girondo, “El Nilo”, Cuaderno Egipto Nº 1 (1927).
Cuando usted viaje, deje su vida en su casa, en su pueblo, en su ciudad. Es un artefacto inútil. No la exhiba a nadie. Sea un “sibarita del silencio”, como dice Benjamín Jarnés. (…) Vaya, entonces, con liviano equipaje de sí mismo: con muchas, muchas mudas para el cuerpo y pocos trajes para el alma.
Juan Filloy, Periplo (1931).
1. Testimonios fugaces de viajeros al paso
Entre el creciente número de sudamericanos que visitan Oriente tras la inauguración del Canal de Suez (1869), el mayor número lo hace privilegiando la gira por el Medio Oriente. Se trata, en efecto, de un viaje de peregrinación por Tierra Santa, con breves extensiones por Egipto y a menudo también por Estambul. Entre fines del XIX y las primeras décadas del siglo XX, la obra testimonial sobre este circuito es abundante, aunque escaso su valor literario e histórico. Desde un punto de vista individual, casi todas estas obras exaltan la pasión religiosa tratando de dar cuenta de la emoción sentida por el viajero durante su estancia en tierras bíblicas. Este viaje es uno de los primeros grandes itinerarios del grand tour moderno que da comienzo con la apertura del canal que une el Mediterráneo con el Mar Rojo. Lejos quedan las venturosas empresas descritas por Mansilla en su viaje de la India hacia Europa. Como lo observamos anteriormente, este nuevo ciclo del viaje a Oriente se abre en la Argentina con la obra de Pastor Servando Obligado, Viaje a Oriente, de Buenos Aires a Jerusalén, de 1873. (1) Este testimonio inicial es muy singular y superior a los siguientes. Aunque Obligado es un creyente sincero, y su viaje está motivado por su fe y ansias de conocer Palestina, sus páginas son ante todo expresión del viajero ilustrado y positivista, propio a los intelectuales de la Generación de 1880. Excepto por sus últimos capítulos, que trasuntan su emoción espiritual tras la llegada a Tierra Santa, la obra se centra en los aspectos históricos del Egipto antiguo y moderno, señalando la evolución política y social puesta en marcha por el naciente nacionalismo egipcio, en la figura de Ismail-Pachá, y destacando los aspectos modernizadores y seculares de dicho país.
Un tono muy diferente tienen los testimonios posteriores; la historia local desaparece en un refrito de trillados clichés bíblicos (visita de los sitios sagrados del cristianismo) y el fervor espiritual que tal visita despierta en el viajero. Por eso afirmamos que mucha de esta literatura, con contadas excepciones, es pobre y sin espesor. Una primera excepción la encontramos en la obra de Mariano Soler, que fue el primer arzobispo de Montevideo (1897) y que relata pormenorizadamente sus viajes por Palestina, Egipto y la Mesopotamia, en varios libros de 1888, 1889 y 1893. (2) Soler realizará siete viajes por Oriente entre 1885 y 1905. Como es imaginable, estas crónicas de reafirmación evangélica se transforman en un alegato antiilustrado, un debate explícito (y tardío) contra la herencia secular del Siglo de las Luces encarnada por Volney. (3) Otros numerosos relatos de peregrinación, (4) aunque personales, son muy semejantes por la exaltación religiosa que buscan provocar en sus lectores, misión que despliegan como una prolongación militante de la palabra evangélica. Huelga decir que de todas estas crónicas, la más informada e inteligente es la de Soler. Aunque su emprendimiento intelectual parezca vano de antemano, el eclesiástico busca conciliar cierta noción de modernidad de la Iglesia Católica –como vanguardia de la investigación humanística y científica–, mientras critica fuertemente la herencia secular del pensamiento ilustrado, de carácter laico y anticlerical.
Podemos hacer dos observaciones generales sobre esta literatura de peregrinación: 1) aunque se trate de obras personales, estos viajes fueron emprendidos colectivamente por grupos de creyentes y tenían casi siempre a la cabeza un encumbrado hombre de iglesia, que oficiaba de coordinador y guía por las ciudades santas. Casi todos los participantes viajaban además con sus familias o con amigos; 2) dicho circuito forma claramente parte del nuevo viaje turístico finisecular, y aunque obedece a las posibilidades materiales de este nuevo mercado turístico, era un signo distintivo entre los creyentes de alcurnia y la feligresía popular, para quienes semejante viaje por Palestina era un lujo excepcional. Publicar un libro de testimonios tras la peregrinación, no solo era considerado como una prueba de fe, sino que era una forma explícita de mostrar ante la feligresía y los miembros de la alta sociedad que “se estuvo allí”. En otros términos, era una suerte de vanidad encubierta que no podía denostarse como tal, pues se trataba de una misión espiritual piadosa. Todos estos testimonios fueron publicados por peregrinos que no formaban parte del mundo letrado, fueron obra de autores circunstanciales y episódicos.
Nos ocuparemos a continuación de algunos testimonios que pueden ser adscriptos solo parcialmente a este ciclo, pues no adscriben plenamente a las llamadas crónicas de peregrinación. Los autores fueron intelectuales notables de la vida cultural y política argentina a comienzos del siglo XX. Estudiaremos los casos de Carlos A. Aldao, diplomático plenipotenciario argentino, de Manuel Gálvez, escritor nacionalista católico, de Víctor Mercante, pedagogo y universitario, y de Juan Filloy, juez y escritor. Con enormes diferencias desde el punto de vista textual por su estilo y contenido –amén del hecho que visitan diferentes países–, estos testimonios no poseen la profundidad de otras crónicas pero resultan interesantes bajo múltiples aspectos: históricos, sociológicos, políticos. Cada uno aporta una pincelada personal al complejo panorama colectivo que, sobre el Oriente, construyen los letrados argentinos entre 1914 y 1926. No se trata de un conjunto de textos académicos especializados en temas y culturas de Oriente, sino del testimonio vivo de escritores curiosos y cronistas de circunstancia, para quienes la opinión personal sustituye la observación escrupulosa. El primero de ellos, Carlos Aldao, ha dado la vuelva al mundo y su visión no se reduce solo al Oriente Medio. Los tres otros solo han incursionado por el Magreb y el Mediterráneo oriental.
2. Carlos Agustín Aldao en Asia y África
Carlos Agustín Aldao (1860-1932) pertenece a una familia tradicional de Santa Fe, se recibió de abogado en Buenos Aires en 1884 y fue amigo personal del general Julio A. Roca. Dicha amistad le aseguró un lugar en el servicio diplomático argentino, fundamentalmente durante la segunda presidencia de Roca (1898-1904), que lo nombra embajador plenipotenciario. El general de la Campaña del Desierto heredó de una situación internacional delicada, pues soplaban vientos de guerra con Chile debido a los litigios fronterizos en la Patagonia. Aldao será emisario presidencial durante las negociaciones y un artífice destacado para la resolución del conflicto. Antes había sido enviado a Washington para resolver las cuestiones limítrofes de la provincia de Misiones. A fines del siglo XIX Aldao recorrerá el mundo realizando intensas gestiones internacionales. Concluida la presidencia de Roca, Aldao publica en 1907 por su cuenta las memorias de sus viajes, tituladas A través del mundo. (5) Dicha obra conocerá cinco ediciones sucesivas hasta 1914, siendo la última una versión aumentada respecto de la original. (6) Nos basamos aquí en la quinta edición, de 31 capítulos, pues esta incluye una serie de entregas sobre África y Oceanía, capítulos faltantes de las cuatro primeras, que solo contaban con 22. Corregida y aumentada, la obra pasa de 408 páginas a 519.
Lo primero que llama la atención es la hibridez discursiva del memorialista, cuya pluma mezcla registros personales con interesantes pasajes de análisis histórico, político, y hasta sociológicos. Esta combinación de testimonios anecdóticos con elementos de análisis político, es significativa. El potpurrí discursivo delata un cambio generacional: el paso del memorialismo autocomplaciente propio de la Generación del 80 al objetivismo sociológico de la generación finisecular. Su testimonio será un anticipo del tono dominante a comienzos del siglo XX. Este ensamblaje discursivo parte del principio caro a las generaciones del 80 y los 90, por el cual la dimensión íntima y personal de los sucesos es al mismo tiempo útil para elucidar el análisis político, con una objetividad balbuceante: esto supone que la historia inmediata debe ser contada por sus protagonistas (dimensión hagiográfica que presume que el memorialista no solo forma parte de la historia, sino que participa de ella y la hace).
La estructuración de los capítulos es bastante caótica, pues en lugar de hacer un recorte por regiones y países visitados, a menudo Aldao sortea geografías y distancias al interior de cada capítulo, según el humor con que se hilvanan sus misiones diplomáticas. Por ejemplo, el capítulo XXII se ocupa de “Argelia, Túnez, Venezuela, Suecia y Noruega”, sin que se comprenda muy bien la homogeneidad de la secuencia. En cualquier caso, sus visitas por Oriente son múltiples y agotan casi todas las geografías de esta vasta región: la Rusia oriental, Siberia, Manchuria, China, Hong Kong, Singapur, Ceilán, Egipto, Turquía, el Mar Negro y el Cáucaso, Turquistán, la India, Argelia, Túnez, los Balcanes, diversos países árabes, Mombasa (Kenia) y Uganda, África oriental germánica, Mozambique, Zanzíbar, Rodesia, Sudáfrica. Nosotros apartaremos de este examen sus opiniones sobre Europa, América del Norte y las repúblicas sudamericanas. Más allá de su peculiar capacidad de observación, que abordaremos a continuación, Aldao incluye por primera vez crónicas de regiones hasta entonces nunca visitadas por un argentino, como países coloniales del África del este y el Océano Índico. La edición de 1914 se completa con una descripción de Tasmania, Australia y Nueva Zelanda, que por entonces eran destinos ausentes del circuito de viaje regular de los argentinos.
La amplitud de los países visitados y la hibridez discursiva nos permite conjeturar que Aldao se dirigía a un lector heterogéneo. Las reediciones sucesivas en pocos años indican que su público no eran solo miembros de la élite. El ex ministro adopta de entrada una tesitura informativa, destinada a satisfacer la curiosidad del lector argentino por países lejanos y exóticos. Aldao es testigo de dos conflictos internacionales mayores, que inauguran el siglo XX: el conflicto ruso-japonés en Manchuria y la guerra de los Balcanes. A modo de advertencia liminar dice en la “Introducción”:
Para juzgar países extraños, se tropieza con el inconveniente que, como somos aves de paso y casi siempre carecemos de preocupaciones y cuidados, nos sentimos fuertemente inclinados a la benevolencia o a lo contrario. Esto es simple cuestión de bilis. Y así las multitudes que cruzamos en el camino nos parecen compuestas de santos porque nada tenemos que ver que ellas. Es necesario acudir a la razón que nos recuerda que los individuos del inmenso hormiguero humano, revueltos en el camino, al parecer indiferentes y sin tocarse las antenas, son víctimas de los mismos intereses, de las mismas pasiones, de las mismas miserias y de los mismos humores que hacen tan difícil la organización social. (...)
He dicho deliberadamente los distintos estados de mi ánimo, porque durante mis viajes no he hecho apuntaciones de ningún género y así tan solo han quedado grabadas en el recuerdo, sin orden ni método, las cosas que más han herido mis sentimientos y las deducciones que ellas me han sugerido. (...) Esta tarea ha avivado las impresiones que me hacen considerar la tierra tan pequeña que para mí casi no existe la distancia… (7)
Otro punto de partida de las observaciones de Aldao, denominador común con los hombres de su generación, es la confianza sincera y absoluta en que el pueblo argentino está llamado a cumplir un destino importante en Sudamérica por su condición racial de pueblo blanco. Por “importante” estos letrados entendían un papel guía, rector, conductor de otros pueblos. De forma curiosa, Aldao habla de estos designios empleando un término árabe, el kismé, que traduce por fatalidad, en el sentido de aquello que acaece sin preaviso y que no se puede evitar. “Aplicando la doctrina del kismé al pueblo argentino –afirma–, creo que está destinado a cumplir un papel importante en la civilización de Sud América. Por estas razones primordiales: porque es el más blanco y porque se está formando de la misma manera y con los mismos elementos étnicos que han modelado el coloso norteamericano”. (8) Las generaciones finiseculares estaban mayormente convencidas de que la civilización y el progreso (material y espiritual) eran aportados al país por las masas de inmigrantes europeos. La civilización, pensaban, era un atributo connatural de las razas caucásicas o blancas. Resulta evidente que con esta percepción tutelar del destino nacional, Aldao no visualizaba ninguna contrariedad política o social dentro sistema liberal-oligárquico entonces vigente. Tampoco percibía la necesidad de ampliar la base social del proyecto político democrático para integrar a las masas de inmigrantes. Aldao preconizaba el mantenimiento del statu quo institucional defendido por los beneficiarios del “unicato”, régimen promovido por el Partido Autonomista Nacional de Julio A. Roca en detrimento de las clases populares, que pujaban desde 1890 por obtener una representación política dentro del sistema reclamando nuevos derechos políticos y sociales. La única crítica que Aldao hizo al sistema que representaba, fue la dependencia de los criollos y las élites para con el Estado (“de ahí que la política sea nuestro campo de actividad preferido y que el fin inmediato de aquella pueda compendiarse en esta fórmula: ‘quítate tú para ponerme yo’”). (9) Dando la espalda a los nuevos desafíos sociales, la dirigencia política oligárquica se peleaba entre sí por llevar la voz cantante.
a) Visión de Siberia y el Extremo Oriente
En octubre de 1903 Carlos Aldao parte rumbo a Port Arthur (hoy Dalian, en China), entonces posesión rusa próxima de Pekín, sin precisar cuáles eran los motivos de su misión. Atraviesa en este periplo toda Siberia y desde Irkutsk desciende hasta Harbin y Mukden (en Manchuria), y desde Port Arthur, pasando por Tientsin, llega hasta Shangai (“el París del Oriente”). (10) Este viaje es la ocasión para observar los preparativos de una guerra juzgada inevitable: el conflicto ruso-japonés de 1905. Aldao arriba a Port Arthur el 1º de enero de 1904, un mes antes de que estalle el conflicto. En su relato, el santafecino confirma que el proyecto estratégico ruso en Port Arthur excede el establecimiento de una simple colonia comercial, y que el Imperio zarista busca afianzar un control territorial permanente, fortaleciendo su presencia militar en la península de Dalian. Tras el levantamiento de los Bóxers entre 1899 y 1901, cada potencia extranjera buscaba sacar ventajas ante los otros aspirantes a controlar la decadente dinastía Qing en China. Cerca de Port Arthur, la Tientsin europea estaba hegemonizada por los británicos, que poseían grandes minas de carbón y administraban la ciudad.
Su juicio es propio al de todo viajero occidental: denigra la realidad de la China imperial y ensalza las cualidades de las ciudades bajo dominio extranjero, en particular británico. Citamos un pasaje significativo donde manifiesta expresamente su anglofilia:
En Tientsin, es decir, en la Tientsin europea, empieza a destacarse lo que después es impresión corriente y natural cuando se viaja por la costa de China, de Malaca y de Ceilán: el genio británico para la colonización. Es admirable el equilibrio de aquella nación para manejar las pasiones más violentas en el individuo o en las colectividades, y ver cómo, buscando su interés naturalmente, domina sin oprimir y lleva a todas partes donde se manifiesta su acción un alto sello de orden y de cultura. En todas partes en encuentran buenos, excelentes caminos, bien conservados, afirmados puentes, puertos, buena justicia, reglamentaciones municipales juiciosas que respetan las costumbres del país imprimiéndoles un sello de limpieza y decoro. Cuando el tiempo inexorable haya disgregado el Imperio británico y hecho de su grandeza actual un recuerdo, en las ruinas de sus obras o en las creaciones de su energía que sobrevivan, se verá que supo guardar la ponderación justa entre la insolente opresión y la libertad. (11)
Semejante ponderación de la inteligencia civilizadora de los británicos, contrasta, desde luego, con el envilecimiento que Aldao constata entre la población china y su decadente administración imperial. Con epítetos unívocos, en aquella época generalizados entre los occidentales que viajaban por aquellas latitudes, dispara sin vacilar sus juicios perentorios sobre China:
Violento es el contraste que representan las grandes ciudades chinas pobladas con puro elemento nativo que, con tener el modelo al lado, parece que fueran incapaces de imitarlo y apartarse de su lastimoso fatalismo. (...) La ciudad [la Tientsin china] no tiene plazas, ni calles principales, ni centro que se cuide con preferencia y de todo aquel conjunto inmundo, bajo la acción solar, se desprende un vaho espeso y asqueroso.
Vista una ciudad china, se han visto las demás. (12)
Compara luego las diferencias entre la población nativa del norte y del sur:
Si en el norte la selección se hace en mejores condiciones por los rigores del clima, en el sur el proceso de degeneración está en su apogeo y es difícil encontrar nada más abyecto y repugnante que las desnudeces que exhibe la miseria.
¿Qué ideas pueden alimentarse que den cohesión a esta masa informe, ni para quién puede ser un peligro, una agrupación humana que ha llegado á estos extremos?
(...) La civilización chinesca está cristalizada hace tres mil años y en todo este tiempo no se ha adaptado en nada nuevos procedimientos.
Una nación que ha conseguido modelar así su gran estructura, no tiene más porvenir que la muerte. (13)
Las opiniones vertidas por Aldao repiten los clichés generalizados sobre China y Asia. A pocos años de distancia repetía con escasas variantes los juicios previos de Eduardo Wilde sobre las naciones continentales del Extremo Oriente; con pocos matices, ambos glorificaron la empresa civilizadora del colonialismo británico. Wilde, cabe recordarlo, es el primer argentino que deja testimonio escrito sobre China y Japón, y su entusiasmo por el modelo modernizador del Japón obra favorablemente para que el gobierno argentino establezca relaciones bilaterales con el Imperio nipón desde 1899. Aldao visita someramente el archipiélago japonés en 1904. Permanece apenas diez días, y recorre a paso redoblado Nagasaki, Kobe, Yokohama, Tokio, Kioto, reembarcándose en Kobe con destino a Hong Kong –escala marítima de trasbordo hacia Singapur–. Los juicios vertidos en sus crónicas reproducen todos los clichés occidentales sobre el Imperio nipón: la honrosa pulcritud del pueblo, su gran conducta cívica, las vestimentas, el amor por la naturaleza, su dinamismo industrioso y la creatividad artística, etcétera. Aunque su visión es positiva, sus observaciones no tienen la penetración y amplitud de las realizadas previamente por Wilde, que no solo permaneció dos meses en el Japón, sino que tenía objetivos diferentes a los de Aldao.
De la colonia ecuatorial británica Aldao prosigue viaje a Ceilán, donde permanece pocos días, con la intensión de prolongar una estancia en la India, “trasladarme a Madrás y visitar todo el Indostán. Pero llegado a Colombo, conocida la ciudad y sus alrededores (...) me pareció que así como por la hebra se saca el ovillo, por Ceilán ya conocía la India”. (14) Da por finalizada rápidamente su experiencia en el subcontinente indio y se embarca nuevamente en el mismo vapor rumbo a Adén y Suez. Vemos de este modo la superficialidad del periplo de Aldao, viajero apresurado que carece de la energía y el tiempo necesario para conocer cabalmente los países que visita. Dice sobre la ciudad de Suez: “Previa recorrida de sus calles sucias, desparejas, con casas vetustas de azotea y palmera en los patios, tomé el tren que me condujo a Ismailia y después a Port Said, donde arreglé mis cuentas con el vapor y luego me dirigí al Cairo” (15).
b) Egipto y Asia Central
La capital de Egipto es descrita someramente apelando a los consabidos clichés: mezcla urbana de barriadas árabes con alguna edificación europea, las multitudes bulliciosas, la perpetua animación callejera –verdadero escenario de la vida social–, las “pintorescas vestiduras” de hombres y mujeres, las majaderías de los niños, el acoso a los turistas por los improvisados guías en procura del bakshish. Curiosamente, Aldao no queda impresionado con la visita a las pirámides, sino por el camino bordeado de sicomoros que conduce hacia ellas.
Tras breve escala en Alejandría, “ciudad cosmopolita y de aspecto europeo, [a la que] le encontré cierta semejanza con Buenos Aires en sus construcciones”, (16) pasa por Aboukir y luego se embarca rumbo al Pireo y Atenas. Luego de admirar el Partenón, navega por el Egeo con destino a Esmirna y Constantinopla. Desde la capital del Imperio otomano emprende viaje rumbo a Europa, con escalas en Belgrado, Budapest, Viena, Praga, Maguncia, Nüremberg, Colonia, Essen, Hamburgo, Copenhague, y finalmente Londres.
El vértigo viajero de Aldao es inagotable, incansable, trasborda entre vapores trenes y coches, pero hay poco reflexión en este maelström sin comienzo ni fin. Se trata, podríamos decir, de una colección de sitios, que el turista sobrevuela con apresuramiento y donde la escasa sociabilidad excluye mayormente el encuentro con los nativos; solo hace episódicas referencias a sus ocasionales compañeros de viaje. El capítulo XVI, titulado “Las razas humanas”, procura hilvanar el empacho viajero. Aldao se lanza en conjeturas sobre los puntos comunes de las razas y pueblos que ha visto a la carrera. Pero sus asociaciones son infelices porque incurre en el anecdotario, visto que en su derrotero alocado ha tocado con nula profundidad el alma de estos pueblos. La fiebre viajera de “querer verlo todo” contrasta con la escasa energía que despliega en propiciar encuentros genuinos. Aldao raramente se detiene y nunca penetra los países y sus pueblos que visita, pues su furor viajero no dispone de los ingredientes principales para “asimilar” otras culturas: el tiempo y la disposición mental. Allí donde Wilde diez o quince años antes había recorrido el mundo para “inventariar” la modernidad en un sinnúmero de países, Aldao enreda a su lector en un vértigo sin dirección. Y cuando de detiene a reflexionar, tiene poca sustancia con qué hacerlo porque sus experiencias in situ son someras y superficiales. Aparece sin embargo algún fulgor del motivo que guía su vertiginosa búsqueda: encontrar algún pasado común entre los pueblos amerindios de Sudamérica con los pueblos ancestrales de Oriente. Pero el viajero es incapaz de explorar, en estas crónicas, sus mejores intuiciones. Un hecho histórico del que por poco Aldao fue testigo, aporta un desmentido a la superioridad técnica y cultural de la raza blanca: el triunfo de los nipones frente a los rusos. Aldao concluye provisoriamente con esta afirmación: “El resultado del primer choque con que el Japón ha sorprendido al mundo no puede considerarse como definitivo para la resolución de estos problemas. (...) Hemos presenciado solamente la primera escena de un gran drama”. (17)
En 1905 un nuevo grand tour asiático conduce a Aldao desde el puerto de Odessa hasta Batumi (Georgia), haciendo escala en otros puertos del Mar Negro. Desde el atracadero petrolero realiza en tren el viaje hasta Bakú, pasando por Tiflis. Esta escala fascina al santafecino, que observa en esta mediana ciudad comercial la mezcla racial y cultural que predomina en la región caucásica, entre en Mar Negro y el Mar Caspio, entre el norte eslavo y el sur turkmeno. Tiflis, nos cuenta, está dividida en tres grandes secciones: el barrio el ruso, el barrio de la colina alemana (afincada allí desde 1818), y la asiática que “es un pandemónium de tipos originales”. La combinatoria multiétnica de la ciudad se traduce ampliamente en su urbanismo: “las calles estrechas y con edificación oriental en que son frecuentes los balcones volantes de estilo árabe (...), presentan un aspecto único en el mundo”. Alaba el viajero la belleza de las mujeres circasianas y el bello tipo de los hombres georgianos, que “no vacilo en clasificarlos como los mejores tipos humanos”. (18) En contraste con Tiflis, Bakú es una ciudad enteramente europea –aunque posea uno de los mayores bazares orientales de la región–. En la gran ciudad petrolera del Caspio, Aldao se embarca con destino a Krasnovodsk, puerta de entrada a Turkmenistán y el Asia Central. La triste e indomable soledad del desierto achaparrado de esta zona, le recuerda a Aldao a la Argentina: “nunca he viajado en un país que me recordara más al mío del interior, en las Salinas, entre el Colorado y el Negro y en las provincias de San Luis, Mendoza, San Juan, Rioja, pues en Turkmenistán como allí hay tierras con vegetación aparragada y discontinua y otras, como entre Merv y Asjabad en que crece una planta semejante a la jarrilla que debe ser una variedad de la especie”. (19)
Aldao lleva su fascinación hasta el exceso cuando se extasía observando las semejanzas entre los criollos de la pampa argentina y las poblaciones turcomanas: “pueblos que viven en los antípodas y sin comunicarse, tienen idénticas costumbres y métodos, nacidos del medio ambiente. El turcomano nómade (...) vive en su iurta que es nuestro rancho de frontera”, (20) y usa una suerte de poncho confeccionado con una lana semejante a la vicuña de los criollos.
Traspone a continuación el entonces denominado río Oxus (hoy Amu Daria) y penetra en el emirato de Bujara; de allí remonta en cuatro penosos días de tren hasta Samarcanda, para visitar la ciudad de Alejandro y de Tamerlán. En la ciudad uzbeka observa el tradicional urbanismo ruso, que divide a la ciudad entre un barrio moderno, europeo, y otro local, mahometano, “donde se revuelven gentes sucias, ó [que] están sentadas charlando en las tiendas, reproduciendo las escenas características de todo bazar oriental”. (21) El testimonio de Aldao repite los clichés occidentales sobre el oriente islámico: la miseria y el atraso, la ignorancia y la superstición, la indolencia y la escasa inclinación industriosa. Señala de paso otra de las características mayores de los pueblos de confesión musulmana: la ausencia casi total de mujeres en los sitios públicos. Remata a este respecto con ironía: “los teólogos de Bujara afirman que la mujer es esclava absoluta de su marido y han llevado su galantería hasta proclamar que no tiene alma ni derecho a la plegaria, no lleva más que las manos descubiertas y se asemejan a los penitentes de la Edad Media sin el alto bonete cónico”. (22) Conforme Aldao avanza en su derrotero por el corazón montañoso del Islam, en Uzbekistán y cerca de Irán y Afganistán, las iniciales comparaciones con la pampa criolla se desvanecen por completo.
Su proyecto de adentrarse entre las naciones del Asia Central se verá frustrado por el invierno. Aldao regresa al Caspio y desde la península de Crimea sube a Kiev. De allí, pasando por Varsovia, Baviera y Stuttgart, realiza un recorrido de Suiza antes de volver a París y Londres, desde donde había iniciado su gira. Este segundo viaje por Asia Central lo induce a realizar una serie de comparaciones con el primero, apenas un año antes, extrayendo las siguientes conclusiones:
La contemplación rápida de las regiones que he tratado de describir me ha llevado a la conclusión de que así como en la vetusta China no se encuentra un método nuevo para nada desde hace tres mil años, estas poblaciones del Turkmenistán están igualmente cristalizadas. (...)
No importa que cambien de gobierno o de religión; no cambiarán de costumbres y de métodos en el transcurso de los siglos. (...)
Es posible que con la invasión de nueva sangre no les quede otra alternativa que desaparecer en fin de cuentas. En consecuencia, estas gentes están como espectadores pasivos de la conquista de su suelo por naciones pujantes y agresivas [Rusia y Gran Bretaña] que les van poniendo el torniquete, muchas veces sin advertir que marchan sobre ellos, porque van mirando un lejano objetivo.
No abrigan el sentimiento patrio en el sentido que nosotros le damos de una sociedad con tradiciones e intereses comunes y si pelean es porque son bravos o por darle gusto a la mano, dirigidos por un jefe a quien siguen sin darse cuenta de la razón. (23)
Con conceptos semejantes a los de Sarmiento, el santafecino explica que el arrollador “evolucionismo civilizador” amenaza con borrar de la faz de la tierra estos pueblos atrasados incapaces de asimilar todo esfuerzo modernizador. Tras estas observaciones sombrías y fatalistas sobre el destino de estos pueblos gangrenados por el inmovilismo, Aldao concluye su reflexión con una inaudita nota crítica hacia el colonialismo –crítica singularmente ausente de su primer viaje por el Extremo Oriente–. Lo insólito esta crítica no tiene que ver con la veracidad de su juicio, sino con el hecho que esta opinión es contradictoria con las anteriores:
So pretexto de civilizarlos (como si no lo estuvieran) las naciones europeas suplantan o destruyen a estos pueblos invocando velar por su bienestar y felicidad. Ahí está el cuerpo de legislación de Indias que haría pensar en la solicitud con que se miraban los aborígenes de América, lo que no impidió la desaparición de los indios. Ahí está la India británica, donde no desaparecen los naturales porque son trescientos millones y no hay ingleses que los reemplacen y donde es cosa averiguada que el hindú goza de completa libertad con tal de que haga lo que el inglés quiere. (24)
La tenacidad con que en estos pasajes persisten los clichés negativos sobre el Oriente (indolencia y oscurantismo, atraso y falta de espíritu moderno, ausencia de una verdadera conciencia nacional), no impiden que Aldao esboce algunas críticas y que las ajuste con recurrentes paralelismos con el caso americano y argentino.
Para comprender esta ambivalencia es preciso realizar una comparación con algunos escritos de Sarmiento y situar la evolución del pensamiento orientalista argentino respecto de las tareas políticas internas pendientes promediando el siglo XIX. (25)
Sarmiento, que hacia 1845 desconocía por igual la pampa y el Oriente, había comparado con frecuencia al gaucho con los habitantes de las estepas, los beduinos y los kalmukos. La correlación establecida entre ambos tipos humanos por Aldao no es nueva, pero este las señala luego de haber conocido extensamente la realidad social de una y otra geografía. Aunque el santafecino es fatalista, en los pasajes citados hace gala de cierta ductilidad: no invoca ninguna “necesidad histórica implacable” por hacer desaparecer dichos pueblos atrasados de la tierra a fin de imponer un proyecto de civilización –este es en cambio el tono empleado por Sarmiento en el Facundo y otros ensayos–. No existe para Aldao ninguna ley histórica ineluctable en la evolución de las civilizaciones. Con tono menos belicoso que Sarmiento, Aldao señala en cambio la desaparición de estos pueblos como una “posibilidad cierta”, como una “amenaza real” inscripta en la mecánica política del colonialismo y la expansión territorial de algunas naciones europeas, sin preconizarla. Crítico de esta dinámica histórica, indica el carácter hipócrita del discurso colonial eurocéntrico, que presume aportar la civilización a pueblos “incivilizados, bárbaros o salvajes”, cuando en realidad se trata de pueblos que tienen una idea de civilización diferente a la occidental. Realiza un paralelo entre la historia trágica de los amerindios y la de los hindúes bajo el poder británico, explicando por qué estos últimos no desaparecerán como los primeros. La posición de Aldao no está libre de incoherencias: vimos que durante su primer viaje por el Extremo Oriente defendía la “sabiduría” británica que “domina sin oprimir” y logra un equilibrio ecuánime entre opresión y libertad. Sin embargo, a comienzos del siglo XX Aldao ya no puede repetir sin matizar el discurso militante sarmientino, que sostenía que donde la civilización avanza la barbarie retrocede –entendido esto como una dinámica inefable en la conquista territorial de los pueblos–. Casi sesenta años separan los escritos de ambos intelectuales y en este lapso de tiempo las necesidades históricas y las urgencias políticas ya no eran las mismas. Sarmiento bregaba por la adopción de un proyecto de civilización blanca, opuesto a la barbarie del federalismo rosista que, según él, se apoyaba en la ignorancia del gaucho malo, que constituía la mano de obra de la dictadura. Aldao, nacido en 1860, pertenece a una generación que conoció los beneficios materiales de la implementación del modelo sarmientino. Esto marcaba otras urgencias en la construcción institucional de la nación: el Oriente político y cultural como ejemplo del atraso bárbaro, no era ya una metáfora histórica válida para comprender la situación del país. Para fines del siglo XIX el debate político estaba signado por las diferencias entre dos facciones liberales: los liberales conservadores y los liberales democráticos. El Estado servido por Aldao era en gran medida la materialización del proyecto de nación de Sarmiento, pero las urgencias de la construcción institucional se encontraba en otra instancia y sus necesidades eran diferentes. El discurso urdido en torno al Oriente no tenía ya una repercusión práctica directa, y podía distanciarse respecto de la realidad política local porque sus resonancias culturales eran otras. Aunque Aldao reiteró muchas veces los prejuicios del orientalismo europeo, estos no atendían al mismo objetivo de antaño. Prueba de ello es que Aldao enuncia una distancia crítica de las empresas coloniales europeas, aunque su formulación sea a menudo inconstante e incongruente.
c) Daguerrotipos de la India
El 8 de octubre de 1905 Aldao emprende su tercera gira asiática y africana. Tras descartar Australia como nuevo destino (26) decide visitar la India, país que había desistido conocer dos años antes por falta de tiempo. Su estancia será de apenas dos semanas. Los primeros días de diciembre desembarca en Bombay por pocas horas, antes de subir al tren que lo conduce a Calcuta. Afirma Aldao con docta ingenuidad: “Me encaminé a la estación Victoria, y pocos minutos después estaba en marcha para “descubrir” ese Indostán y darme cuenta de lo que era desde la ventanilla del coche”. (27) El viajero desestima la visita de los lugares turísticos “sagrados” (Fathepur Sikri, Sarnath, etcétera), para mejor privilegiar la observación del país y sus pueblos. Recorre Benarés, Calcuta, Agra, Nueva Delhi, Lahore, Bombay y Madrás. Las observaciones del país son bastante detalladas, pero de escasa originalidad. Narra la truculenta experiencia de los burning ghats de Benarés con la cremación de los difuntos, la azorada observación de los faquires, la moderna edificación colonial de Calcuta (alaba su jardín botánico), los esplendores inigualables del Taj Mahal, la modernidad de Nueva Delhi, la cultura musulmana en Lahore (hoy Pakistán), junto a una miríada de anécdotas menores.
En el confort del vapor que lo regresa a Europa, Aldao extrae su conclusión sobre la India: “ya en el mar, me he preguntado qué es la India, y he encontrado esta respuesta: es lo que resta del núcleo central y originario de nuestra civilización”. (28) Aldao reconoce que la India es la cuna de las civilizaciones de Oriente y Occidente, punto de partida para ambos hemisferios y también nexo hacia el cual ambos universos culturales convergen. El santafecino reflexiona como un positivista y establece una correspondencia entre las leyes naturales que rigen la vida y la evolución conjunta del hombre y las civilizaciones, cuyo punto de inflexión es la biología y la adaptación de las especies pregonada por Darwin. La India reunía todas las características para ser la cuna de las civilizaciones antiguas, y según Aldao la evolución (o sucesión) de las civilizaciones históricas no es rectilínea sino cíclica.
Semejante al sol que evapora el agua y la precipita en lluvia –dice–, diríase que la energía, el espíritu de aventura o el crimen elevan a los hombres a regiones superiores de donde vuelven para imprimir su sello a la comunidad que dejaron. La vida nómade del desierto, la montaña helada y el mar bravío, son los elementos que sirven para fortalecer el cuerpo, seleccionar la raza, aguzar los sentidos y desenvolver las facultades intelectuales y de observación. Y este proceso se ha cumplido en la India, donde los que perdieron el paraíso volvieron en son de conquistadores a imprimir su sello a una masa humana inerte y apagada. Primero los arios, después los musulmanes, luego los británicos han trabajado esta arcilla sin que el fenómeno de endósmosis y exósmosis de sangre que ha debido verificarse, no obstante la teórica organización de castas, haya podido darle vida nueva. (29)
Conforme a esta ley natural que se traduce en el encadenamiento de civilizaciones que conquistan a otros pueblos y se expanden, Europa puebla las dos Américas y “cierra el circuito volviendo al Asia para dar nuevos moldes de civilización a sus populosos imperios”. Aldao concibe el afianzamiento del proyecto de civilización liberal en la Argentina como parte natural de mismo movimiento de “razas conquistadoras predominantes en el sur y en el norte” de América, cuyo temple son consecuencia directa de los rigores climáticos de los países de que provienen los inmigrantes. Como otros intelectuales de su generación, Aldao le asigna al pueblo y la nación argentina una misión teleológica, faro y medida de civilización continental: “Y sea la consecuencia final que si la República Argentina, pasadas las crisis de su primer desarrollo, ha de imponerse una misión expansiva y civilizadora en el mundo, debe preocuparse de poblar los territorios del sur, (...) pues allí se puede establecer una robusta reserva de sangre que asegure en los tiempos la vida de nuestra bandera”. (30)
d) Tránsito por el Magreb y periplo por África del Este
Poco después de su regreso de la India, Aldao parte desde Europa en febrero de 1906 rumbo a Argelia y Túnez, recorriendo el litoral mediterráneo desde Argel hasta Túnez, visitando Biskra y Constantina. Su visión de estos países es clásica, semejante a la de los connacionales que lo precedieron, Sarmiento y Wilde. Argel tiene todo el aspecto de una ciudad europea del Mediterráneo, aunque Aldao prefiere explorar las callejuelas de la kasba por tener el atractivo exótico de las multitudes mestizas, testimonio elocuente del encuentro entre la civilización blanca con los nativos mahometanos (“la población actual pues, es el conglomerado de todas las razas europeas o africanas”). (31) Su visión bifronte de Túnez, compuesta por barrios europeos y las barriadas nativas de la Medina, es semejante a la observada en Argel. De tono menos militante que Sarmiento y más convincente que Wilde, Aldao concluye con una mirada ampliamente positiva de la colonización francesa en estos países: “Lo que he visto en la antigua Berbería me ha hecho simpático el esfuerzo civilizador de Francia, estableciendo la paz y el orden en una población de seis y medio millones de hombres, entre los que se cuentan más de un millón de europeos, fomentando su comercio, haciendo vías de comunicación, construyendo puertos artificiales que desde Orán a Sfax, dan numerosas salidas a los productos de la tierra”. (32)
El 15 de noviembre de 1906 Aldao emprende finalmente la postergada travesía hacia Oceanía, pasando por Sudáfrica y visitando el litoral africano del Océano Índico. La escala en la ciudad de Adén es motivo para algunas impresiones pintorescas clásicas, describiendo la indigencia de la población local: “Hombres medio desnudos alternan con otros cubiertos de vestiduras flotantes, blancas y de colores vivos y turbantes puntiagudos que recuerdan las ilustraciones de Las Mil y una Noches”. (33) Como otrora Echeverría en La Cautiva, Aldao también rememora algunos versos orientales de Lord Byron, mientras observa la vida ociosa en las calles y en los cafés de la pequeña urbe:
Turks paradise easily made,
With women and lemonade.
Aldao se abandona a algunas reflexiones interesantes partiendo del cliché de la ignorancia e indolencia congénita de estos pueblos. Azuza a varios nativos contándoles los avances técnicos de la Europa moderna, como la invención de los submarinos o los aeroplanos. Los árabes de Adén, impasibles, le contestan con candidez: “Sí, son muy inteligentes, ¿y después? ¿Para qué sirve todo eso?” Aldao se extasía ante semejante indiferencia por el progreso, como si los musulmanes fuesen refractarios a él por un hábito cultural, de sustrato religioso. Detenido el pasado glorioso de los árabes, el progreso parece suspendido desde hacía siglos. El Imperio otomano, que dominaba todo el Medio Oriente, amenazaba con derrumbarse en aquellos días en que los aliados liderados por Inglaterra, consolidaban la derrota de los primeros en la contienda turco-balcánica que selló la expulsión del gran sultán del continente europeo. Dice nuestro cronista:
Los árabes, que han dejado rastros indelebles de su valor intelectual en química, medicina, matemática y astronomía, se han cristalizado con su Corán, que da explicaciones definitivas para ellos de los fenómenos naturales y se conforman con un concepto de la vida adaptable a un organismo en que predomina la pereza mental. Otro espíritu de Oriente, Salomón, prohíja la doctrina cuando dice que la mucha sabiduría trae mucho enojo y quien añade ciencia añade dolor. (...) Si por sabiduría se entiende la comprensión absoluta de lo que es el hombre y lo que lo rodea, equivale a negar la vida misma, pues lo mejor o lo único que esta tiene es la incertidumbre. (...)
[La ciencia y el progreso] multiplica la intensidad de la vida y en esto estriba la divergencia celular y orgánica entre la civilización europea y la musulmana. (34)
El 30 de noviembre Aldao llega a Mombasa y tras un breve tránsito por Nairobi toma el tren hasta Port Florence (provincia keniata de Nyanza), próxima al Lago Victoria, para pasar a Uganda por barco hasta Entebbe y Kampala, con excursión a Jinja. Su testimonio de la riqueza natural es puramente descriptivo, detallando los particularismos del mundo vegetal y animal. No se ocupa de los hombres, sino en forma esporádica y con desdén racista: se refiere a ellos como “los bípedos nativos”. En la costa y en Nairobi, predomina la mezcla de razas, con los aportes de las importantes comunidades árabes e hindúes que ejercen el comercio y han creado una lengua cosmopolita, el suahili. Observa que la colonización británica de estos parajes no fue la primera, sino apenas la última:
No es ahora que la raza blanca intenta arraigar en África, y, dentro del conocimiento histórico, ya han estado asirios y fenicios, los griegos de Alejandro y de los Ptolomeos, romanos y vándalos, para no hablar de los más recientes [portugueses], y de todos quedan memoria o ruinas, porque fueron vencidos por la inercia de una masa humana relativamente sin necesidades, y que puede vivir desnuda en todo el territorio que ocupa. (35)
Este aserto de Aldao apunta a subrayar los “esfuerzos de la energía inglesa” en el contexto local, pero expresa en realidad un profundo pesimismo en cuanto al futuro de estos países. A diferencia de Asia y las naciones árabes, donde el viajero encuentra auténticas civilizaciones establecidas y ricas culturas (aunque estas acusen una visible decadencia según los preceptos de la modernidad occidental), el África oriental es un vasto territorio salvaje. Aldao no les reconoce a estos pueblos ningún grado de civilización. Por eso las avanzadas comerciales o las conquistas exógenas fueron siempre infructuosas –según él– y los colonizadores terminaron fundiéndose con la población nativa. Pocos vestigios quedan de aquellos asentamientos.
Esta escapada por África ecuatorial deja en nuestro cronista una impresión de viaje al pasado, remontando el tiempo hasta la época colonial americana. “He tenido la impresión –afirma–, de haber conocido mi propio país en el siglo XVI cuando empezó la tarea de su conquista y población, y he fijado ideas sobre el porvenir de la civilización argentina”. (36) Según los conceptos de Aldao aquí sintetizados, ese porvenir, en víspera del Centenario, era radiante y glorioso.
Prosigue la gira con una breve escala en la colonia alemana de Tanzania, la capital Dar es Salaam y la isla de Zanzíbar (antiguo sultanato independiente). Desde allí Aldao baja hasta el puerto de Beira, en Mozambique, con la intención de ir a Rodesia (hoy Zimbabue). Observa que aunque la lengua oficial es el portugués, en la colonia la lengua preponderante de la gente blanca y de color es el inglés, hecho “que demuestra la preponderancia de la influencia británica”. Cuando desde las serranías de Mozambique cruza la frontera con Rodesia, rumbo a Salisbury (hoy Harare), constata la enorme diferencia entre ambas colonias:
Se cruza la frontera con Rodesia y en Umtali es manifiesto el contraste entre las dos colonizaciones. Cuatrocientos años han pasado desde que los portugueses pusieron el pie en Mozambique y veintitrés desde que la Compañía Británica de Sud África se apoderó de los territorios linderos y ya es tan notable la línea divisoria marcada por la limpieza y el orden, el porte de la gente de color que anda vestida y calzada, el arreglo de casas y jardines y el humo de fábrica, como lo está entre Trinidad y Venezuela. (37)
Aunque la visión de Rodesia no es idílica, es globalmente positiva. Constata la pujanza de los británicos y observa que la campiña es muy productiva, al igual que la explotación minera. De Salisbury, cruzando el río Zambesi, se dirige a Livingston, capital de Rodesia del Norte (hoy Zambia), que le deja una impresión menos fuerte que la del Sur (actual Zimbabue). Luego de atravesar Botswana ingresa finalmente a Sudáfrica penetrando por el Transvaal, y de allí se dirige a Johannesburgo y Pretoria. Observa los vestigios dejados por las recientes guerras de los Boer. La gira es apenas un sobrevuelo del África central con breves pausas, siempre de corrida y sin tiempo de reposo.
Los comentarios de Aldao sobre Sudáfrica son importantes porque logra cierto grado de penetración de esta compleja sociedad dividida en razas y castas, diseminada en una geografía diversa. Además de Pretoria y Johannesburgo, su itinerario tenía por destino a la ciudad del Cabo desde la cual debía embarcase rumbo a Australia y Nueva Zelandia. Evita en su periplo la provincia de Natal, pero atraviesa en cambio el Transvaal, Orange, Kimberley, en dirección al sur. Sus observaciones generales son sin embargo más justas y reflexivas que las enunciadas para con otras regiones africanas. Su adhesión al proyecto colonial británico en este país es mucho más mesurada, no ahorrando críticas a la orientación global de la administración sajona.
Johannesburgo es calificada de urbe cosmopolita y moderna, en donde solo los Boer estaban ausentes del mosaico étnico (la segunda guerra Anglo-Boer había terminado en 1902). Siendo sin embargo el centro logístico y financiero de la explotación minera, en épocas en donde comenzaba a declinar la producción de oro, es una ciudad sin alma en la que sus habitantes no tenían otro anclaje que el sueño de hacer fortuna encontrando un buen filón. Recién después de su paso da comienzo la explotación diamantífera. Lo que debía ser una bendición, es en realidad una maldición: la economía minera es la base de una sociedad injusta. La modernidad de Johannesburgo es un espejismo pues, pasada la fiebre del oro, la población no encontrará alternativa para volcarse a la producción agrícola. “Aquí no se ve –dice– en qué campos pueda establecerse tanta gente cuando pase el ataque de fiebre, y de veras he deseado ante el espectáculo de Johannesburgo que mi país nunca tenga minas de oro”. (38) Aldao es admirativo del dinamismo agrícola de las regiones de Kimberley y la provincia de Orange, y queda seducido por la energía y belleza de Ciudad del Cabo, que no duda en calificar por su bello urbanismo como la “mejor ciudad del continente africano”, (39) limpieza y “civilización moderna” que todas las otras urbes carecían.
A pesar de esta visión positiva, Aldao subraya una serie de dudas mayores sobre el porvenir de esta joven nación. La primera objeción es relativa a las leyes restrictivas de la inmigración. La segunda es de tipo social-racial, y está estrechamente vinculada con la primera: las tensiones entre Boer e ingleses hicieron que no se fomentase la inmigración blanca, impidiendo así el desarrollo de una agricultura intensiva y extensiva, pues la mano de obra nativa no estaba adiestrada a estas labores. La alternativa fue ingresar unos 120.000 hindúes en la provincia de Natal, pero estos, a pesar de las restricciones raciales fueron desalojando del pequeño comercio a los blancos, por lo que se frena finalmente esta inmigración. Luego se ensaya algo semejante con los chinos (arriban unos 50.000 culíes), que resultaron una amenaza para los nativos y terminaron por ser repatriados. Para Aldao, sin una clara política inmigratoria desde Europa, la perspectiva que se le ofrece a Sudáfrica es sombría. La tercera objeción es del mismo orden que la segunda y señala la incapacidad que tienen las élites del país para superar un modelo laboral fundado en el trabajo semiesclavo (tal era la condición salarial de la población negra). En fin, sin un modelo social más justo, no había un porvenir de grandeza para esta nación.
Viajero ilustrado y de sólidas convicciones positivistas, Aldao sostiene que la modernización de una nación no puede ser contraria a las leyes naturales. Citemos ampliamente sus palabras:
Por todos lados surgen dificultades infranqueables cuando se pretende contrariar las leyes naturales. (...)
En las minas, con excepción de los capataces, todo el trabajo bracero está a cargo de los nativos a quienes se los tiene confinados y bajo la más estricta vigilancia que se me ocurre ser otro nombre de la esclavitud. Se les quiere hacer producir el máximo de trabajo con el mínimo de retribución y se califican de insensatos los jornales pagados por la metrópoli durante la guerra (...). En cerebros limitados se quiere imprimir el amor por el esfuerzo duro, bueno y moral para el criterio europeo formado bajo la presión de otras necesidades y aspiraciones. (...)
Si el negro es igual al blanco por el hecho de ser hombre, es ilógico suprimirle la libertad. Si por ley del más fuerte, “porque me llamo león”, ha de ser explotado por el blanco, surge el problema de si la esclavitud moderada, en lo que tiene de cruel y bárbara, por la legislación y la cultura de los amos, sea preferible al impuesto africano.
El problema social en el Sud de África, como en todo el continente, es el mismo (...). El contacto inmediato de dos razas en el mismo suelo dará por resultado la supervivencia de la más apta, numerosa y fuerte, que en este caso es la negra. (40)
En esta ocasión, las simpatías de Aldao lo sitúan del lado de los Boer y no de los británicos. Dicha simpatía quizá se deba a que el santafecino pertenecía a una familia de propietarios rurales y reconocía con mayor empatía el tesón y empeño de los Boer por afianzar una producción agrícola moderna. Empleando un argumento propio de la ilustración, según el cual el carácter de los pueblos está determinado por las condiciones geográficas y climáticas, dice sobre los colonos holandeses: “se les reprocha ser indolentes y atrasados, pero estos defectos no son de la raza originaria sino del clima enervante y falta saber si la trasplantación inglesa al África no dará con el tiempo los mismos resultados”. (41) Los Boer han hecho de Orange una región agrícola productiva, que “no está sujeta a la incertidumbre del trabajo negro”, pues los nativos no constituían una mano de obra disciplinada, ni tenían las mismas necesidades que los colonos europeos.
Concluye Aldao su evaluación de Sudáfrica afirmando que Gran Bretaña cometió una gran injusticia “al arrebatar la independencia a hermanos de raza [los afrikáner]”. Esta crítica a la política colonial británica tiene sus límites, desde luego, pues olvida señalar la injusticia inicial: que las tierras entregadas a los colonos fueron primero arrebatadas a los pueblos autóctonos. La guerra Anglo-Boer que decapita a las dos repúblicas independientes de los colonos calvinistas holandeses, es tanto más injusta e incomprensible para Aldao porque en ella se enfrentaron dos pueblos “civilizados e industriosos”. Trata por lo tanto de encontrar una excusa al “injusto” accionar de los británicos: “deduzco que la nación [inglesa] fue engañada creyendo comprometido su honor, para, en una guerra sin gloria, marcar en puntas de pie el límite de alta marea de su poderío, en los tiempos de Victoria”. (42) Hombre de su época, Aldao estaba convencido de la superioridad civilizada de los pueblos caucásicos venidos de Europa; de esto derivaba la existencia de jerarquías raciales, implícitas a todo proyecto de civilización. La igualdad jurídica de los hombres, naciones y razas, no le impedía conciliar esta razón teórica con una noción pragmática, por la que los pueblos blancos eran los agentes privilegiados de la alta civilización moderna. Esto resultaba válido, según este criterio, para cualquier latitud: en América, en Asia o en África. La expresión de este principio bifronte (defensa explícita de valores universales e igualdad jurídica, conjugados con el reconocimiento práctico de una jerarquía implícita entre modelos de civilización) estaba inscripta en los fundamentos mismos de su concepción de la nación moderna. La atribución de un destino elevado y singular para la República Argentina, que debía erigirse en faro y guía de otros pueblos en Sudamérica, obedecía a este razonamiento.
Comparado con sus contemporáneos, o incluso con los viajeros de las generaciones anteriores, la mirada de Aldao sobre Oriente conlleva poca originalidad y no representa ningún avance. Pese a que delinea algunas críticas puntuales al hegemónico British Rule, comparte el statu quo político mundial y no logra construir una visión personal por fuera de los clichés orientalistas, ni comprender causas históricas específicas en el proceso de gestación de las identidades nacionales de otros pueblos (como sí lo hizo antes Obligado con los egipcios). Aldao es un viajero apresurado y su curiosidad muy limitada para la comprensión de la realidad social y cultural de los países que visita. La información que entrega al lector es puramente factual, raramente interpretativa, y cuando procura entregar un análisis lo plasma mediante la repetición de clichés (por ejemplo, los turcos o los chinos como civilizaciones decadentes). No tiene el empeño interpretativo ni comprensivo que poseen sus contemporáneos Eduardo Wilde o Ernesto Quesada. El primero estaba obsesionado por inventariar el mundo según el concepto positivista de modernidad. El segundo viajará tratando de construir una mirada nueva en el contexto argentino: la sociológica. Aldao está más interesado por el desplazamiento terrestre o marítimo (en el sentido de “hacer camino”) que en impregnarse de las culturas y pueblos que visita, a fin de indagarlos, comprenderlos, intimarlos. Es un viajero precipitado que ajusta su tránsito a su temperamento explosivo; ritmado por un metrónomo ansioso y sin pausa, esto le impide detenerse para analizar y comprender lo que observa. Aunque haya viajado profusamente por el mundo, estos viajes pocas veces se apartan de la curiosidad superficial del turista contemporáneo. Su mérito más evidente: haber viajado por regiones antes no inventariadas entre los trotamundos argentinos, como África oriental y del sur, el Cáucaso y Asia central, u Oceanía. Hombre de su tiempo, carece del empeño militante de un Sarmiento, porque los imperativos de civilización de su generación eran definitivamente otros.
3. Testimonios menores de Egipto y el Medio Oriente
a) Las memorias de Manuel Gálvez
Dilatada es la vida y obra de Manuel Gálvez (1882-1962) para retratarla sintéticamente aquí. Tuvo gran importancia como escritor durante la primera mitad del siglo XX y acometió con ahínco su misión de animador cultural y literario durante medio siglo. Nacido en Paraná en 1882, perteneció a una acendrada familia tradicional y patricia. Fue una pluma destacada del nacionalismo literario argentino, y a la imagen de un devaluado Benito Pérez Galdós rioplatense, se propuso retratar en su novelística la realidad de la sociedad argentina contemporánea. Fue un defensor de los valores de la hispanidad, en cuyas raíces pensaba se inscribía la sociedad y la cultura argentinas. Poco antes de fallecer en 1962 publica sus memorias con el título genérico de Recuerdos de la vida literaria, compuestas en cuatro volúmenes. Aquí veremos algunos pasajes del segundo tomo, “En el mundo de los seres ficticios”, que contiene un capítulo de su viaje en crucero por Oriente y el Mediterráneo. (43) Antes de casarse viajó extensamente por Europa, frecuentando a lo largo de su vida el mundillo literario de ambos continentes. Conservador y tradicionalista, fue un católico militante durante toda su vida. Su esposa, la escritora Delfina Bunge, con quien se casó en 1910, fue una reconocida poeta y literata católica. (44)
Los volúmenes de sus memorias, de estilo discursivo, son testimonio de una época en donde desfila el Gotha de los hommes de lettres con sus anécdotas, inquinas y debates de tertulia. Sin más rigor que la memoria, sus páginas enhebran encuentros y discusiones con los distintos protagonistas, que tienen siempre al autor como eje vertebral de su discurrir. Gálvez no toma aquí riesgos mayores: celebra a los que lo halagaron o compartieron ruta con él en muchas batallas de tinta, o derrota en el papel a aquellos contra quienes combatió, tratando de no aparecer como un resentido. Estas memorias no llegan nunca a constituir una auténtica radiografía cultural de la época, son únicamente el testimonio de prolongadas amistades o animadversiones. Pese al intenso vaivén de citas y encuentros (verdadero inventario de escritores y situaciones intrascendentes), predomina en sus páginas la monotonía: la vida de Gálvez, relatada en primera persona, solo es trepidante para quienes se complacen en otorgarle protagonismo. El mundo está hecho a la medida y semejanza de su persona, lo que resulta agotador para el lector de hoy. Sus memorias son el testimonio de un escritor patricio cuya visión del mundo estaba dada exclusivamente por el bronce de su “inmortalidad”.
Como prueba avancemos un ejemplo. Con falsa modestia, Gálvez advierte, hablando de su relación tortuosa con Ramón Doll y Aníbal Ponce: “Entonces yo, que por esos tiempos tenía vanidad –hoy, gracias a Dios, la he perdido– y era quisquilloso, le mandé unas líneas a Ponce en las que le reprochaba haber elogiado los escritos de Doll. Me contestó Ponce con unas palabras irónicas, en donde decía que mis Caminos [por Los caminos de la muerte] eran intransitables”. (45) Con sus memorias el autor evidencia que, en realidad, su vanidad era semejante a la de su juventud y que las antiguas heridas no habían cicatrizado. Gálvez delimita dos grupos de escritores entre las jóvenes generaciones que siguieron a la suya, distinguiendo entre los “jóvenes pacíficos” (novecentistas y posmodernistas, vinculados a la revista Nosotros) y los “jóvenes belicosos” (vanguardistas de Florida y de la revista Martín Fierro, e intelectuales reunidos en la Sociedad Amigos del Arte). Leyendo estas páginas observamos que la demarcación va más allá de cuestiones estéticas, formales o de estilo (clasicismo o vanguardismo), y que tienen al propio autor como piedra angular de esta divisoria, según criticasen su prosa o la acogiesen con beneplácito.
Las escasas páginas que aquí nos interesan, aquellas que Gálvez consagra a su viaje en familia por Egipto, Palestina y el Mediterráneo, son un ejemplo patético de egolatría y narcisismo. Las circunstancias del derrotero por Egipto ocupan el capítulo XVIII de su libro de memorias, titulado “Un viaje y su literatura”. Para solventar los gastos del oneroso viaje familiar, Gálvez vende su casa en Belgrano. “No me he arrepentido –confiesa–. Si económicamente eso fue un disparate, en cambio nos trajo una enorme ganancia espiritual e intelectual. Gigantesca ganancia, porque ¿puede haber algo más impresionante y enriquecedor para un cristiano que recorrer los lugares por donde anduvo Jesús, ver el sitio donde nació y rezar y llorar de emoción delante de Su sepulcro?” (46) El paquebote italiano Conte Verde debía conducirlos en ochenta días por Tánger, Mallorca, Estambul, El Cairo y Jerusalén. Manuel Gálvez y su familia parten el 13 de diciembre de 1925 de Buenos Aires; Manuel lleva credenciales de corresponsal del periódico La Nación. El derrotero está planteado como una experiencia espiritual y antídoto cultural a la “materialista” urbe porteña. Recorrer las islas del Egeo y el Bósforo, visitar el Partenón ateniense o Santa Sofía en Estambul, representa un alimento espiritual invalorable, que no puede traducirse en dinero ni costes. “Dejamos la fea y materialista Buenos Aires por las tierras clásicas”. (47) Entre los pasajeros había unos pocos letrados, que Gálvez desestima con arrogancia por no ser intelectuales de “grandes luces”. Durante la escala en Río de Janeiro el novelista recibe la visita de dos amigos escritores, Ronald de Carvalho y Renato de Almeida, que le entregan ejemplares de dos artículos periodísticos publicados sobre su persona ese día en la prensa local. Uno de estos se titulaba “Pasa hoy por Río el autor de Nacha Regules”; el otro era una elogiosa reseña de su obra La tragedia de un hombre fuerte. Cual escritor profesional, Gálvez carga con su máquina de escribir y en altamar redacta su primera colaboración para Caras y Caretas. Con disposición franca y genuina, describe allí su estado de ánimo: “Vamos a recorrer los lugares sagrados del mundo. Nos asombraremos ante las grandezas milenarias y las suntuosidades del viejo Egipto; trataremos de que en nuestras almas penetre siquiera una partícula de la belleza perfecta del milagro helénico; abriremos enormemente los ojos para absorber el encanto de color y de gracia que nos ofrecen Constantinopla y Damasco; (...) y llegaremos con el corazón estremecido y con el alma turbada, a la tierra de Cristo”. (48) La enunciación grandilocuente que emplea para enumerar los sitios saturados de historia echan mano a mediocres artilugios descriptivos como “suntuosidades del viejo Egipto”, “milagro helénico”, la “gracia de Constantinopla” y el “corazón estremecido” por la visita de Jerusalén; la gesticulación aparatosa de Gálvez se diluye en pura banalidad desde la primera escala. Esta evanescencia nada tiene que ver con la decepción que le provocan los destinos visitados, sino con el hecho de que Gálvez repugna entregar a su lector una descripción somera de lo que en su viaje observa, vive y siente. Rechaza toda distracción de aquello que se aparte de su persona y su obra. Afirma de modo sorprendente: “Así, leyendo poco, hablando más y bailando más todavía, llegamos a Tánger. No describiré la ciudad africana, ni Gibraltar, ni Mallorca, ni la Costa Azul. Estas Memorias, puramente literarias, solo deben contener recuerdos personales de mi vida de escritor o de escritores amigos”. (49) La exaltación inicial del lector se reduce a polvo y se desvanece en el aire.
En Palma de Mallorca la familia Gálvez visita al poeta creacionista Gabriel Alomar, que oficia de cicerone para guiarlos por la ciudad balear y durante la visita de la Catedral (“Discutió con Delfina [Bunge]: él era anticlerical, aunque comprendía y amaba el arte católico”, (50) dice Manuel). Las diferentes escalas son siempre motivo de regocijo narcisista para el novelista. A su paso por Génova lo espera el cónsul argentino; en el periódico local, Il Secolo XX, un artículo anuncia “El novelista argentino Manuel Gálvez en Génova”, elogiándolo como una figura insigne de la literatura americana; el autor de la nota reclama a los editores italianos para que se traduzcan sus obras. Desde ya, nada se nos dice sobre Génova o la Liguria, excepto la banalidad de que dedicaron una jornada “a conocer sus muchas cosas interesantes”. Es natural, Gálvez nos informa con docta pedantería que “en Génova no vivía por entonces ninguno de los grandes escritores de Italia, pero sí tres o cuatro de relativa importancia. No intenté conocerlos”. (51)
De su paso por Nápoles destaca la visita que le hizo al filósofo Benedetto Croce y dice de ella con insigne arrogancia: “Mi visita fue larga, y terminó porque yo me fui. De muchas cosas hablé con Croce. (...) Se expresó del fascismo con odio, criticando duramente la violencia que practicaban los fanáticos. No quise discutirle –prosigue con tono condescendiente–, pero ni en Génova ni en Nápoles había visto violencia alguna”. La rotunda ignorancia sobre los acontecimientos políticos italianos no solo es atribuible a su fugaz tránsito por el país –apenas tres días en dos ciudades–, sino a sus simpatías con el régimen fascista, que le hacían dudar de las afirmaciones de Croce, que juzgaba exageradas.
Más patética todavía resulta su visita de cuatro días a El Cairo. Nada sabremos de sus impresiones sobre las “suntuosidades del antiguo Egipto”: a las pirámides faraónicas ni siquiera le dedica una palabra. Incapaz de observar, todo es medido por el rasero de su narcisismo y por la importancia que a su figura literaria le atribuyen en su transitar por los distintos países. Una sola y trillada frase le consagra Gálvez al Cairo, cuando la califica de “maravilla miliunochesca”. En cambio, nos relata con minucia su visita a la librería Hachette de la capital, por cuyo director se entera de “haber aparecido en la revista Europe con mi artículo sobre Romain Rolland” (52) y felicitarse por ver en el escaparate la reciente traducción francesa de La sombra del convento (L’Ombre du Cloître) editada por Albin Michel. Esta celebridad le vale ser presentado al director del periódico francófono del Cairo, La Liberté, dirigido por Roberto Blum (primo hermano del socialista León Blum), quien publica una nota sobre su paso por Egipto. Como es de esperar, con su falsa modestia habitual Gálvez sucumbe a la tentación y transcribe en sus memorias varios pasajes elogiosos de dicho artículo (“sin darles excesiva importancia”, nos dice), prueba de su importancia como escritor y “por ser el Egipto, para nosotros, un país exótico”. (53)
Escenas semejantes se reproducen en las escalas de Estambul y Atenas: Gálvez visita las sucursales locales de Hachette y viendo su libro en francés expuesto en las vitrinas el escritor queda henchido de orgullo. Escasa o nula información nos da sobre lo visto en ambas ciudades, pues sus impresiones las reservó para sus corresponsalías, con excepción de unos parcos comentarios: “después de haber gozado hondamente la maravilla de Santa Sofía, de la ciudad vieja y de algunas mezquitas”, o tras referirnos sus paseos en el coche del cónsul argentino de Estambul, el escritor Alfredo López, que los llevó a “conocer algunas de las maravillas de la ciudad”, u otros pocos encuentros circunstanciales. El director francés de la librería Hachette lo pone al tanto de la situación política en Turquía, con la dictadura opresiva del padre fundador de la república, Mustafá Kemal (conocido como Atatürk). (54) Gálvez confiesa que su espíritu nunca sintió inclinación por el helenismo. Que la belleza arquitectónica, por ejemplo, para él se reducía a las catedrales góticas y los templos románicos. El descubrimiento de Atenas, presagiado por sus lecturas de Platón, desencadenará sin embargo una pasión fulgurante que el novelista enuncia de esta forma personalísima: “Atenas me enamoró tiránicamente. Entre las aventuras intelectuales de mi vida acaso el rápido conocimiento de la Grecia haya sido lo más importante. Me entró la pasión helénica. A mi vuelta a Buenos Aires estudié el griego clásico, y de allí pasé al griego de los Evangelios y, por fin, al moderno. Pero esto pertenece a la siguiente época de mi vida, nada más diré”. Lo de “rápido conocimiento” debemos tomarlo en sentido propio y no figurado, pues Gálvez y todo el pasaje del Conte Verde apenas transcurren 48 horas en la capital griega. La avaricia descriptiva resulta inversamente proporcional a la huella que, afirma el escritor, le dejó la visita del Partenón.
Punto culminante de la gira oriental, también el paso por Jerusalén dejará escaso testimonio escrito en las memorias de Gálvez. Evoca tan solo la dimensión espiritual de la experiencia, como un momento de comunión personal con Jesús –rememorando su martirio– y con las tradiciones católicas cuando visita los lugares sagrados del cristianismo. Narra especialmente su fervor durante la visita al Santo Sepulcro: “Y queremos recordar la pasión de Cristo. Y todo es un tumulto interior, y una angustia muy honda y una congoja que me sacude. Y besando la piedra, y besándola incesantemente, lloramos y lloramos”. (55) Es la emotividad de la fe, sin más aditivos ni florituras literarias.
Si necesitamos a esta altura reafirmar el obstinado anclaje de estas memorias en su exclusivo narcisismo (encaramado en el rol de célebre escritor internacional), conviene citar un último pasaje de su estancia en Roma, en donde Gálvez proporciona nuevas muestras de su arrogante suficiencia. “En Roma vivían algunos escritores italianos a los que yo estimaba literariamente. Es posible que estuviera allí mi amigo Marinetti. No intenté conocer a los primeros ni encontrarme con el segundo”. (56) Filippo Marinetti nunca vivió en Roma, por lo que el aserto de Gálvez testimonia sobre todo del bajo perfil de su amistad con el poeta futurista. (57) El punto de encuentro entre ambos escritores eran sus conocidas adhesiones hacia el fascismo mussoliniano. (58) Gálvez se entrevistará en Roma con Lucio D’Ambra, corresponsal italiano de La Nación de reconocida trayectoria en el fascismo, quien por intermedio de su hijo (alto funcionario en el Ministerio de Relaciones Exteriores) le consiguió una entrevista con el Duce. La misma no pudo concretarse porque Mussolini debió partir urgentemente a Milán. Aunque la simpatía de Gálvez con el fascismo durante su viaje de 1926 no se traducía en una militancia activa, esta se decantará poco después tras el Concordato de Letrán (1929). (59)
A modo de conclusión, podemos afirmar que Manuel Gálvez no viaja por Oriente para descubrir, ni para conocer someramente universos culturales nuevos, ni siquiera para conocer pueblos y modos de pensar, palpitar y vivir diferentes. Poco y nada sabemos de sus impresiones. Su viaje es, en cambio, una elegía constante en dos planos: la afirmación de su ferviente fe católica y, por sobre todo, medir su proyección internacional como escritor. Solo le interesa observar la percepción que los otros países tienen de él y su obra: el mundo que visita es un pretexto, un decorado para la proyección amplificada de su ego. Gálvez en Río de Janeiro, Gálvez en Génova, Gálvez en El Cairo, Gálvez en Estambul, Gálvez en Atenas. Hasta el extremo que su viaje oriental, tal como es descrito en sus memorias, se asemeja a una gira promocional del escritor.
b) El Egipto de Víctor Mercante
Escasamente recordado, Víctor Mercante (1870-1934) aparece hoy como una personalidad intelectual de bajo perfil, pero en las primeras décadas del siglo XX tuvo una influencia notable como pedagogo y universitario, habiéndose desempeñado como Inspector General de Enseñanza Secundaria y Normal durante muchos años. El primer rector de la Universidad Nacional de La Plata (UNLP), Joaquín V. González, le encomendó la organización de la sección pedagógica en dicha casa de estudios, origen de la actual Facultad de Humanidades y Ciencias de la Educación. Redactó gran cantidad de manuales escolares y para el magisterio. Egresado de la Escuela Normal de Paraná, tendrá a su cargo dos escuelas normales provinciales y será investigador en psicopedagogía en la UNLP. Aunque abandonó la función pública en 1920, continuó sus investigaciones en el campo pedagógico, y representará a la Argentina en el Segundo Congreso Panamericano de Educación de 1934, celebrado en Chile, falleciendo en los Andes durante el viaje de regreso. Por lo esencial, sus teorías educativas buscaron adaptar los avances de la moderna pedagogía francesa e italiana al ámbito nacional, designada entonces como pedagogía científica (o paidología). Participó en la reforma de numerosos planes educativos para las escuelas y la enseñanza secundaria. Mercante fue un positivista ortodoxo que se propuso modernizar las prácticas pedagógicas según los criterios de cientificidad, basados en los nuevos desarrollos psicológicos y biológicos. A partir de la década de 1920, en momentos en que el antipositivismo comenzó a difundirse en forma generalizada en el campo intelectual y universitario, sus teorías fueron paulatinamente marginalizadas porque se juzgaba que su asidero biológico no era ya de actualidad. Al final de su vida, Mercante resume su experiencia de pedagogo en un libro autobiográfico, titulado Una vida realizada (mis memorias). (60)
Lo esencial de su legado orientalista son las crónicas que componen el volumen Tut-Ankh-Amon y la civilización de Oriente (1928). (61) El motivo de su viaje por Egipto es dar cuenta de los sonados hallazgos del arqueólogo y egiptólogo británico Howard Carter, que en noviembre de 1922 descubrió la tumba y el cenotafio de Tutankamón en el Valle de los Reyes de Luxor, haciéndose con ello famoso mundialmente. Mercante había sido también en la Universidad de La Plata profesor de civilizaciones antiguas; su interés por dichas culturas motiva la travesía en busca de información. De hecho, esta obra puede ser considerada como uno de los primeros ensayos sobre el antiguo monarca egipcio escritas en español. La obra, además de tener una misión divulgativa para un público general, aspira a convertirse en libro de texto para las escuelas normales argentinas de la época (los profesorados de historia); el encabezamiento preliminar de la obra así lo señala. Los veinticuatro capítulos que componen el libro están casi todos dedicados a realizar una cartografía de los sitios arqueológicos egipcios, con numerosa información detallada sobre las necrópolis en Alejandría y Luxor, los reyes más conocidos y la civilización del Alto Egipto. Solo los últimos capítulos son crónicas más generales, que dan cuenta del viaje por aquel país en términos personales. Todo el libro está redactado en primera persona, y tiene a su autor como un protagonista de los hallazgos y exposiciones. El relato comienza en Italia, cuando Mercante se embarca desde Génova hasta Alejandría. Recorriendo las escalas del sur itálico, transita por Nápoles y Catania, ciudad en cuya universidad se entrevista con el profesor [Vincenzo] Casagrandi, reconocido especialista en civilizaciones antiguas. Su colega italiano es bastante escéptico en cuanto a la importancia real de los descubrimientos de Carter (cuya expedición arqueológica fue financiada por Lord Carnarvon), convencido de que estos tienen un efecto más propagandístico que verdadera relevancia científica. Ya en el Museo Grecorromano de Alejandría, el responsable le dice que no puede proporcionarle información sobre los hallazgos de Carter, pues toda la divulgación está monopolizada por Lord Carnarvon en el Cairo. El tesón de Mercante logra obtener poco a poco información sobre la bóveda mortuoria de Tutankamón, que dispensa al lector junto con largas exposiciones sobre la historia del Egipto antiguo, sus dinastías y sus culturas. La obra es una mezcla de manual sobre la civilización antigua del Alto Egipto y de testimonio personal viajero de un catedrático. No contiene referencias a las obras consultadas por el autor, ni tampoco notas a pie de página. No obstante esto, el libro Mercante proporciona algunas escasas referencias de sus lecturas específicas, como las obras de Ebers, Salliers y Anastasi.
Por fuera de esta misión histórico-pedagógica sobre el antiguo Egipto y sus faraones, sobre sus relaciones con la civilización premiceneana y otras culturas de la antigüedad, pocos pasajes del libro de Mercante contienen apreciaciones personales sobre el viaje y la situación política del país. Tres capítulos abordan explícitamente este registro contemporáneo.
El capítulo XVIII, titulado “El océano de arena”, recoge sus observaciones sobre la acuciante omnipresencia del desierto en la cultura del país. El Sahara es sistemáticamente comparado –y asimilado– con una inmensa “pampa” de arena. Para completar un retrato del país, las observaciones de Mercante ponen a la par de los sucesos históricos los elementos geográficos: “El Sahara os persigue –afirma–; es, como la tumba de los faraones, una obsesión; constituye un capítulo esencial de nuestro programa”. (62) Y dispara enseguida la primera alusión comparativa, para que el lector pueda asimilar el agobio extático que provoca el desierto en el viajero: “Es el encanto subyugador de lo homogéneo y la sensación de infinito que os conmueven, como cuando atravesasteis los ilimitados yerbales de la Pampa, sin casas, sin árboles, sin hombre. El desierto, siempre unido a la idea de soledad supone deseos de difícil realización”. (63) En dicha geografía, el hombre es un náufrago en tierra firme y la civilización se desarrolla en condiciones semejantes a la insularidad. Por eso Mercante concibe el Egipto físico como un extenso oasis desplegado a las orillas del Nilo:
El Egipto no es sino un oasis desmesuradamente largo, en medio del Sahara, con dos muros de contextura calcárea que lo defienden. Pero ante la extraordinaria fertilidad de este oasis, su río, sus canales, su población densa, su verdor, los sentidos y la fantasía os dan la impresión de encontraros en la llanura de Buenos Aires sembrada de trigo, sin cardo, abrojo, ni cicuta. (64)
En este inmenso oasis de vida que representa el Nilo, las fincas y casas residenciales que prosperan en las cercanías urbanas, en Alejandría, el Cairo, Heliópolis, Aswan o Luxor, proyectan una suerte de espejismo: el de los “jardines y “chalets” como los de Belgrano o Flores”. (65) Mercante no se adentra demasiado en el desierto, se pasea apenas en sus márgenes, en las cercanías de las pirámides de Gizeh, en los alrededores del Valle de los Reyes en Luxor. Pero estas fugaces e intensas experiencias le bastan para colmar sus expectativas de los océanos de arena y atesorar imágenes del inmemorial Sahara:
Ni una planta –dice–, ni una hora, ni un pájaro nada, nada, hasta el horizonte, más allá del horizonte. Era el desierto que había soñado sobre los libros de [Thomas] Mayne-Reid cuarenta años antes. Los beduinos y sus camellos estaban atrás. Me consideré, por un momento, un náufrago del cabo Mogador. (66)
La referencia al escritor anglo-irlandés es una muestra de su gusto literario por autores que, en la segunda mitad del siglo XIX, incentivaron en el público occidental el fervor por los ámbitos exóticos, como el mencionado Georg Ebers. De Mayne-Reid se conocían en la Argentina sus épicos relatos por desolados y tropicales parajes de toda América. Una novela situada en el Gran Chaco, Gaspar the Gaucho, tuvo también amplia difusión. Mercante resalta las mismas características trilladas del Cairo, mezcla de urbanización familiar y cosmopolita implantada en un decorado oriental. El viajero endosa los hábitos del turista que hasta este tardío capítulo había rechazado encarnar. Se desprende de su discurso docto y profesoral, transitando de la ensoñación desértica a la ilusión de la vida moderna y mundana:
¡Qué fácil es conjurar los peligros del desierto!
Media hora después estáis de nuevo en la ciudad populosa, en la ciudad de las avenidas, en la ciudad cosmopolita, en el Cairo, donde, a pesar del orientalismo, tantas cosas os son familiares, desde el automóvil a las tiendas; desde la corbata y el sombrero de paja hasta los asfaltados y monumentos. Volvéis a la realidad. Para estar de seguros de no haber soñado, es necesario que dirijáis desde el terrado los ojos a las pirámides, poco antes del ocaso. (67)
Los contrastes entre el Egipto pujante que se esfuerza por ingresar en la era moderna y la cultura tradicional que se resiste obstinadamente a la introducción de cualquier cambio, es el tema específico del capítulo XIX, titulado “La tradición y el nacionalismo egipcio”. Sus páginas representan el único intento de todo el libro por comprender la evolución contemporánea de esta antigua nación, sacudida por las vicisitudes de los siglos XIX y XX, por los vientos modernizadores aportados por el protectorado británico y las tendencias telúricas que se expresan en un creciente nacionalismo político (encarnación de un postergado deseo de libertad). Sin embargo la fachada urbana occidental, la acumulación de indicios exteriores de modernidad, resisten poco tiempo el análisis. El viajero observa rápidamente que tras esta máscara afluye otro mundo, pues Egipto es un país dividido social y culturalmente. El kedive Ismail había declarado tiempo atrás que “Mi país no está en África; formamos parte de la Europa”; este era entonces el lema de Le Journal du Caire. A simple vista la declaración no era grandilocuente si se la juzgaba por los avances edilicios de Alejandría y el Cairo, con su eminente espectáculo callejero cosmopolita: luz eléctrica, alumbrado, aceras transitables, escaparates rutilantes, plazas y jardines, tranvías nuevos. Pero penetrando esta fachada decorativa la realidad era otra:
Así, pues, desde el punto de vista comercial y urbano, no exageró Ismail Pachá. La ciudad es europea y en ella la vida es europea; la otra, la nativa, la que en la calle tiene tipos, costumbres, y cuadros sin imponerse al rito occidental, se esconde en lugares apartados o se exhibe como exótica. Los diarios italianos, griegos, ingleses y árabes, con predominio de los franceses, denuncian el carácter cosmopolita de la población culta. Los libros árabes se pierden entre las carátulas del libro latino. (68)
Y más adelante completa del siguiente modo la descripción del este “submundo” telúrico, que se compone de un mosaico de pueblos diferentes:
Por otra parte, los fez y los turbantes; las sotanas y los pantalones, acusan una división profunda, moral, política y filosófica, que el viajero advierte no bien pisa la tierra. Los primeros son turcos, habitan las ciudades de cuya población forman el 40%; constituyen la masa inquieta, pensante, dominadora, perspicaz y funcionaria del Estado. Visten bien, a la europea, son empleados; no se quitan el gorro, hablan fuerte, se imponen a la sotana y al turbante, es decir, al árabe, al fellahs y al beduino, los conquistados de Omar. (...)
Los segundos son negros que han adquirido, en gran parte, las facciones judías; altos, fornidos, duros a la fatiga y trabajadores. (...) Constituyen el 90% de la población, 15 millones, el alma del pasado, el alma muerta de Egipto, la tradición; moverla es empresa difícil como bajar las piedras de las pirámides para construir edificios en Heliópolis. Son los fellahs, cruzados, durante las dinastías faraónicas, con etíopes, sudaneses, berberiscos, judíos, árabes, sin afinidades con la sangre inquieta del turco, pero dóciles e indiferentes al instante que pasa, solidarizado con la campaña, cuyos métodos de cultivo no variaron en 6.000 años. (69)
La sociedad egipcia es descrita como una sociedad de estamentos, donde las jerarquías son raciales y culturales más que religiosas. Mercante identifica rápido el sector social donde crece el fermento del nacionalismo egipcio moderno: “con estos antecedentes, el nacionalismo egipcio es de cepa turca, en el que soplan, desde hace muchos años, los franceses, colonia de fuerte arraigo que tolera de mal talante la influencia británica. A fines de 1922 era ministro Saroit Pachá, apellido turco como Poincaré o Briand”. (70) El nacionalismo, más que una necesidad del pueblo egipcio, es antes bien un estandarte esgrimido por las élites urbanas de origen turco, quienes en connivencia con los intereses de los emigrados europeos, buscan perennizar el estado social y político dominante mediante el aggiornamento político de las instituciones, modernizando el Estado y sus instituciones, con la meta de pacificar a las masas campesinas de los fellahs. Durante la visita de Mercante, el gran tema político candente de la época era la adopción de una Constitución, bajo la tutela británica –celosos de sus intereses estratégicos en la zona– y de otras comunidades europeas. La independencia nacional y la constitución aparecen como una simple estrategia en busca de apaciguar los ánimos de la mayoría silenciosa, que estaba alborotada desde comienzos de siglo XX. Concluye con suspicacia el viajero sus observaciones:
Hay una independencia, bajo la protección inglesa, que se me antoja conveniente para que las finanzas tengan en paz a los 13 millones de campesinos y garantice los europeos o la civilización, que tiene allí intereses caros; en cualquier momento podría ser víctima de resoluciones dictatoriales que den al traste con los palacios de Heliópolis, el Museo de Historia, el comercio, las comodidades con que se gozan las dulzuras del clima, y la emoción de los paseos arqueológicos. (71)
Mercante avizora los límites precisos del nacionalismo egipcio, del que hace un análisis desencantando y realista, muy poco halagüeño. Este se le presenta como una manipulación estratégica de los turcos en alianza con los europeos, y cuyo objeto es evitar el reclamo de la inmensa mayoría. La posibilidad de una revuelta que barra con los privilegios de los sectores sociales dominantes, empuja a la élite política a adoptar reformas institucionales tendientes a modernizar el país. Pero dichas reformas son cosméticas, de fachada –como el propio urbanismo egipcio–, pues la estrategia de las élites nacionalistas se resume en la consigna del gatopardismo lampedusiano: “Se vogliamo che tutto remanga come è, bisogna che tutto cambia”. (72)
Pero esta connivencia entre las élites nacionales e internacionales, tiene un límite preciso: los destinos dados a los descubrimientos arqueológicos, cuyos hallazgos son mayormente hechos por científicos occidentales. Los egipcios pretenden que dichos tesoros permanezcan en el país, mientras que muchos expedicionarios y arqueólogos buscan repatriarlos a sus respectivos países, parcial o totalmente. Los argumentos son legítimos: los egipcios sostienen que dicho patrimonio es indivisible y los derechos de descubrimiento y exhumación no justifican la dispersión del patrimonio; los exploradores extranjeros, cuyos emprendimientos asumen costes de largos años en el país, buscan resarcirse de sus gastos e imponen cláusulas –como Lord Carnarvon– para asegurarse el monopolio financiero de los hallazgos.
Mercante apoya los derechos supremos de los “descubridores” sobre los hallazgos, resumiendo así su posición:
El Egipto, cuna de granito de las civilizaciones, pertenece por su carácter de museo y escuela, a quienes lo descubrieron, y no a quienes lo conquistaron; es decir, a la civilización de Occidente, única que puede legitimar una tradición dignamente conservada a través de Grecia, Roma y las naciones modernas. (73)
Mercante sostiene una línea argumental clásica del eurocentrismo y de las potencias coloniales modernas: siendo el antiguo Egipto el zócalo de las grandes civilizaciones del mundo, y estando aunado su legado al de la antigua Grecia y el Imperio romano, los descubrimientos recientes de esta civilización egipcia, deben ser depositados en las manos de sus descubridores occidentales. De este modo, las altas civilizaciones del pasado se hallan entre las manos de sus herederos del presente. De paso, subraya el hecho que los árabes en Egipto fueron los otrora conquistadores llegados de Arabia, y por lo tanto no pueden reivindicar derechos superiores a los de otros países europeos. Este recordatorio había sido enunciado previamente varias veces por Mercante en su libro. Dicha defensa del Occidente como legítimo heredero de la antigua civilización egipcia, soslaya otro argumento colateral: los sabios e instituciones occidentales son los únicos capaces de garantizar la “preservación” y conservación de los hallazgos, amén del estudio riguroso de estas colecciones. Los nativos son incapaces de asegurar la conservación de los mismos, pues no poseen el personal especializado requerido para esta labor.
Vemos que la discusión sobre el destino de los descubrimientos arqueológicos del antiguo Egipto es plenamente política. Para las élites egipcias –hegemonizada por los turcos–, estos hallazgos no solo son patrimonio del país, sino que constituyen la base de legitimidad del nacionalismo político –el Egipto moderno–. Para los occidentales, dichos descubrimientos son vitales para asegurar un linaje civilizador desde la antigüedad hasta el presente, justificando una línea directa entre las grandes civilizaciones del pasado y las contemporáneas. Para ambos grupos de interés los descubrimientos constituían un elemento esencial de la legitimidad científica y política: para unos del nacionalismo vernáculo, fundamento de sus intereses de clase dominante actual con la tradición, cuyo resplandor pasado ilumina el presente; y para los foráneos, del occidentalismo y su cohorte discursiva a favor de una superioridad científica, (74) resorte ideal de su dominación. En medio de esta disputa, Mercante se sentía naturalmente asociado a la defensa de la visión occidental del asunto –aunque esto no le impedía mantener una visión lúcida sobre los alcances bajamente materiales del colonialismo europeo, conjugada a una percepción desencantada sobre las implicancias reales del discurso nacionalista nativo–. Ambos bandos en disputa invocaban igualmente “los intereses de la historia, que [constituyen los intereses] superiores”.
Según Mercante, la realidad está de modo elocuente a favor de los europeos: “Los nacionalistas prometen cambiar un estado de cosas que inculpan a los ingleses. Pero los ingleses son los otros, los del régimen que nos dan libertad, higiene, caminos y descubrimientos. La raza blanca dispone de un arma poderosa para combatir y vencer: el genio. El día que lo pierda habrá muerto”. (75)
c) El Medio Oriente de Juan Filloy
Juan Filloy (1894-2000) es una figura literaria tutelar de la Argentina, que fue imponiéndose por fuera de las tertulias porteñas a partir de la década de 1930, con una poderosa obra innovadora y vanguardista, redescubierta tardíamente. Su extensa vida estuvo siempre marcada por una gran discreción respecto del medio literario. El autor de ¡Estafen! (1932), Op Oloop (1934), Caterva (1937), entre otros tantos títulos memorables celebrados por Julio Cortázar y Bernardo Verbitsky, inicia su labor literaria con un título que hasta hoy no ha merecido la atención de la crítica y que analizaremos a continuación: Periplo (1931). Esta obra recoge las impresiones del viaje de Filloy por Marruecos, el Mediterráneo y el Medio Oriente a fines de la década de 1920.
Oriundo de Córdoba, participó antes de recibirse de abogado de la Reforma Universitaria que prorrumpió en la capital mediterránea en 1918. Ejerció su oficio como defensor de presos y pobres, aceptando después el cargo de juez en Río Cuarto, donde se afincará durante 64 años, dedicado simultáneamente al derecho y a la literatura. Tras publicar los primeros siete libros, durante las casi tres décadas de carrera judicial interrumpe la publicación de su obra, aunque no la escritura. Se jubila con el cargo de “Presidente de la Excma. Cámara Civil con asiento en la ciudad de Río Cuarto”. (76) En 1980 fue nombrado miembro titular de la Academia Argentina de Letras. Su prolífica producción cuenta con unos cincuenta títulos, entre su obra edita e inédita (veintiún títulos).
El epígrafe de Filloy citado en exergo, muestra la radical disposición del escritor para abrirse paso ante un mundo desconocido, para embeberse de la nueva realidad que lo circunda y para la cual no está en absoluto preparado. Filloy realiza este viaje turístico por el Mediterráneo y el Medio Oriente, pero sus testimonios no poseen el tono de los relatos finiseculares del siglo XIX, o de aquellos viajeros demasiado imbuidos de narcisismo y de aparatosas certezas que viajaron en las primeras décadas del siglo XX. Asume su situación de turista para hacer con ello otra cosa: desembarazarse de su modesta condición de turista. Aunque viaja en un crucero junto a cientos de pasajeros, Filloy muestra de entrada una disposición diferente, reconociendo sus debilidades. Afirma: “Todo viaje es una evasión… El hombre vive de dos maneras: ya en la soledad, espulgando sus preocupaciones; o ya en la intemperie de la estupidez ciudadana, condicionado por los demás. ¡Dos cárceles!”. (77) Asevera que nunca vivió el presente y que su alternativa es “ser siempre pasado en uno mismo”, para de este modo decantar las impresiones recibidas en la “proyección futura” de su yo. Con Filloy estamos frente a un testimonio personal y existencial de sus experiencias orientales; pero aunque subjetivo, su tono no se asemeja en nada al de los modernistas o posmodernistas. Filloy está muy poco determinado por las lecturas del género; afloran episódicamente menciones eruditas a Marcel Proust, a Ernest Renan, Pierre Loti, los clásicos griegos, Pierre Reverdy, Freud, etcétera. Busca distanciarse de sus bagajes “personales” –alejándose de su propio yo–, como también de la pesada herencia de los textos de quienes lo han precedido, lanzándose a una experiencia única de olvido de sí mismo, para luego mejor reencontrarse en otro sitio.
En sus páginas hay poca información factual sobre las condiciones del viaje y sus referencias logísticas. Filloy no busca el efecto fácil ni quiere ponerse en escena a sí mismo para hacer restallar su ego. Tampoco pretende impresionar al lector con su mundanismo, ni escribe para un círculo elitista de iniciados. Al mismo tiempo, sus crónicas son en extremo personales, propias a un creador en ciernes. Sus reflexiones son pinceladas que no aspiran a completar un retrato exhaustivo de aquello que ve, ni busca hacer una estampa acabada de su persona con el exotismo como pretexto. En este sentido Filloy es la antítesis de Manuel Gálvez: no pasea por el mundo su narcisismo congratulatorio. Aunque es un hombre culto e informado, tampoco reclama un conocimiento sapiencial; su prosa fragmentaria se aleja sistemáticamente de la cátedra docta o profesoral. Está en las antípodas del viaje utilitario y positivista animado por Obligado, Quesada o Mercante. Su relación con el mundo no aspira al conocimiento objetivo, ni busca aprehenderlo. Solo quiere empaparse de una realidad nueva para fugarse de sí mismo, perdiéndose entre multitudes ignotas.
El libro se organiza en secciones dispares, que difícilmente podemos llamar capítulos: “Temas de mar”, “Etapas”, “Suite Egyptienne”, “Raid en Tierra Santa”, “Ciudades”, “Itinerario verde”, “Ocasos en el mar”, “Peripecias”. Otras dos son intercalares y recogen retazos de carácter aforístico; ambas se titulan “Film documental”. La serie de crónicas no se ordenan según el itinerario marítimo. Algunos de los sitios que visita apenas son mencionados de soslayo: Funchal (Madeira), Cintra (Portugal), Pollensa y la Cartuja de Valldemosa (Mallorca), Las Palmas (Canarias), Blida (Argelia), Ceuta, Tetuán, Taormina (Sicilia), la Isla de Malta, Chartres, Toulouse, Montecarlo, Cannes. Otros sitios ocupan un lugar intermedio en sus testimonios: París, Tánger, el monte Etna, Mesina, Catania. El eje de sus testimonios lo ocupan Egipto, Palestina y las ciudades del Levante (Líbano y Siria), Estambul y Grecia.
Su paso por Egipto recorre caminos convencionales y clásicos: Alejandría, el Cairo, Luxor y Aswan. Sin embargo, algunos fulgores irrumpen en su prosa. Filloy rehúye el cosmopolitismo turístico, abandonándose en cambio a los encantos del color local y el costumbrismo exótico:
¿Qué nos importan los fashionable dancings del Hotel Pirámides, de la Rotonda Groppi o de la Boîte du Perroquet? ¡Nada de falsías! (...) Queremos un ambiente auténtico de humo de narguileh rayado por las franjas de oro y azul de un traje de bayadera. Queremos aspirar el aroma del café de Arabia, mezclados entre los parroquianos nativos, cuyos tarbush rojos parecen macetas hundidas en el cráneo. (78)
Se interesa menos por las pirámides que por entrar en contacto con la población local, interiorizándose por sus costumbres. Pero frotarse a este mundo genuino tiene resultados inciertos; reclama una osadía que el viajero y los lugareños aceptan con hostilidad. Cuando entra a un café popular de la kasba, afirma: “sentimos la impresión de malogro del intento, la presión de miradas torvas y la opresión de olores de sudor y tabaco”. (79) El contacto con la efervescencia popular no es cosa sencilla y despierta en el viajero rechazo y aprehensión, aunque persevera una y otra vez en ir a su encuentro. Filloy le resta importancia a los sitios turísticos (80) y busca permanentemente los lugares bajos. Se extasía con la observación de un panorama social que lo repulsa, lo “sublime” anida en los lienzos de las multitudes que recela, permaneciendo en medio de la barahúnda como una mosca blanca:
Si “la Pirámide es un acto de fe”, el bazaar es la sede de la herejía. Venid conmigo a Khan Khalil. (...) Las callejuelas sórdidas, flanqueadas de malos olores de este barrio del Cairo, borran toda noción de sublime. La admiración fresca que se trae de la Mezquita de alabastro de la Ciudadela o del suntuoso alminar de Kay-Bey (...) se corre de improviso, ni bien se entra en el sokko.
Hombres, indumentos, gritos, letreros, alimentos, sobras, tapices, bronces, sahumerios, todo lo que se mezcla o está ya mezclado, suda, se revuelve y convulsiona en una bacanal fétida y abigarrada, que arroja al viandante desde la lacra del mendigo al tironeo de los pregones y desde los pinchos del buhonero al resbalón en la cáscara. (81)
Los “lugares bajos” están constituidos por una geografía social habitualmente esquiva para el turista, que el viajero casi nunca logra penetrar y, cuando lo hace, no siempre es acogido con beneplácito –sale a menudo también repelido por lo observado–. Lo veremos en un instante, un “lugar bajo” predilecto para Filloy es la frecuentación de los lupanares.
La visita pormenorizada de Tierra Santa es motivo de fastidio y repulsa para Filloy. El viandante no es un creyente en peregrinación; ningún sitio “sagrado” está para él aureolado. Filloy descree de la religión y recusa las cosmogonías teológicas del cristianismo y otros monoteísmos. (82) “La perspectiva, espiritual para el creyente, se amplifica y desenvuelve. Pero para el viajador desganado, solo es una tortura ríspida y avara”. (83) Observa en cambio, en refuerzo de su racionalismo moderno, la ruindad a que dan lugar las prácticas de los hombres de iglesia, cualquiera sea su confesión. Las distintas iglesias que componen el mosaico espiritual de Palestina son siempre calificadas de “sectas”. Como una fatalidad de la historia moderna, para Filloy los mercaderes han invadido nuevamente el templo. Este comercio es doblemente repulsivo pues se trata de un gran bazar espiritual.
El retrato que realiza del soco de Jerusalén, es aún más patético y miserable que el del Cairo. Su desencanto es absoluto. A la miseria espiritual se le añade la miseria social y material. Alejado de los testimonios áureos plasmados por los viajeros creyentes como Jorge Max Rohde o Delfina Bunge, Filloy reprueba toda idea de elevación espiritual:
Vayan a los mercados y bazares de Jerusalén los que quieran estudiar la fenomenología de la náusea. La suciedad ancestral de todas las razas se amalgama en sus callejas estrechas. Acuciada por el lucro la multitud se debate en ellas entre conflictos de miasmas y pregones. Todo es sórdido: los negocios hacinados en galerías y los mercaderes de sonrisas purulentas. Ved los mendigos exponiendo úlceras y lacras, mercaderías teratológicas de la piedad. Oíd cómo crepitan los aceites rancios de las frituras y los insultos entre musulmanes y judíos. Brazos extendidos… Ruegos y tironeos... ¡Oh, la agresión múltiple que padece el olfato! (...) Se vive una atmósfera de vómito, que atasca el vocerío y refriega a distancia la grasa licuefacta en sudores. Un ambiente de pesadilla, que ahúman astrosos vendedores de inciensos, el eructo de mujiks borrachos y el vaho de muladar que exhalan los beduinos… (84)
Los sitios bíblicos dibujan el paisaje propio a la corte de los milagros, donde se exhiben todas las miserias de la humanidad y más aún:
Supera mi capacidad de olvido la plaga de mendigos que ambulan por la Vía Crucis. Converge a ella todo el profesionalismo de la compasión, que coacciona al ánimo transeúnte exhibiendo laceraciones y monstruosidades. ¿Pretenden, acaso, en un paralelismo imposible, emular la limpia dignidad de Jesús? (...) ¡Es horrible esta estafa en el nombre de Dios! (85)
Pero el paroxismo del comercio espiritual Filloy lo observa durante la visita al Santo Sepulcro. La hostilidad despertada por las condiciones de la visita ya había sido señalada por un católico practicante como Max Rohde, ante cuyo espectáculo titubea. Para Filloy, despojado de las certezas del creyente, lo visto es más repulsivo y no duda en sacar conclusiones siniestras:
Para mí la religión era un laberinto con una clave difícil, pero noble. Hoy aprendo que hay muchas claves falsas, dirigidas por una sola simonía.
Seis sectas atienden el culto de la Basílica. Seis sectas –católica romana, copta, árabe, Abisinia, ortodoxa rusa y griega– díscolas y hostiles doquiera en el planeta, reunidas aquí en idéntica ambigüedad. Seis sectas con altares excluyentes, que compiten en reliquias y rivalizan en milagros. (...)
Suetonio, que conoció a los primeros cristianos, dijo doctamente: “Son una especie de hombres entregados a las supersticiones y los sortilegios”. Yo, que observo a los últimos, busco una reticencia… Y no la encuentro.
El paradigma de la cruz ya no impresiona. Se gruñe, no se ora; se trafica, no se oficia. La ilusión de ver la Casa de Dios se malogra irremisiblemente. (86)
La visita a Grecia (Atenas, Khíos), Estambul, Baalbek y Damasco son sitios que dejan una impresión perenne en el viajero. En Atenas Filloy se siente de nuevo como en casa, tras haber visitado regiones más exóticas. Estambul es descrita como la gran metrópoli cosmopolita, “urbe entrenada en la depredación y el crimen, ciudad bizca de tanto ver a Roma y a La Meca”. (87) La ciudad labrada por los hombres y la belleza natural de su geografía, se conjugan en una amalgama única y espléndida, en donde se yuxtaponen los espesores de las distintas civilizaciones que se han sucedido. La fortaleza de Baalbek (Líbano), las ruinas de su acrópolis, es testimonio mudo de las culturas que se han amalgamado en el tiempo. Filloy siente melancolía ante semejante espectáculo y medita sobre la insignificancia de la obra humana en busca de trascendencia: “¿Para qué el orgullo de construir? ¿Para qué sobornar el tiempo por un renombre transitorio? ¡Si el dolmen perdura al Partenón!”. (88)
La sección denominada “Itinerario verde” trata de las constantes incursiones de Filloy por los lupanares de casi todas las ciudades que visita. Los burdeles son por definición la materialización por excelencia de los “lugares bajos” de cada ciudad. Como anticipo de sus recorridos nocturnos, el viajero sostiene que “el vicio es la mejor creación de los hombres porque el vicio es lo que más se parece a la muerte. Eso merece respeto. (...) Hay muertes muertas y muertes vivas. Nosotros vivimos estas –buzos clarividentes– en las profundidades del instinto”. (89) Otro preámbulo que podemos interpretar como axioma que guía los pasos de Filloy en sus exploraciones de lo bajo aparece promediando el libro: “El espíritu de los hombres superiores descansa en la frecuentación de los seres vulgares”. (90) El intelectual cínico y racionalista, descreído y ubicuo, engalana su elevación mediante la frecuentación del bajo mundo y los lupanares exóticos.
Coherente con su punto de vista, Filloy desconecta el comercio sexual de toda condena moral. “Lo peor de la moral es lo mejor del instinto”, (91) afirma al inicio del capítulo. En cada ciudad hay un “boulevard de explotación de la Bestia Pública” y el viajero se abandona allí libremente a sus deseos. (92) “El placer fue siempre el motor que convirtió lo transitorio en eterno. (...) El dolor es estéril”, prosigue poco después con la levedad de un dandy. Para Filloy la “existencia normal” del hombre no rechaza el instinto, sino lo integra. Pero esta noción de normalidad se hace cada día más remota, cuando el hombre vive amordazado por la moral. “¿Puede el instinto sexual recuperar la libertad en un medio que ha metodizado el dolor de su construcción? Es amarga la respuesta. El hombre vive poseído por dogmas, trabas y temores y no logrará ya más el punto exacto de equilibrio”. (93) El capítulo es un recorrido iniciático por los recónditos gineceos del mundo: París, Burgos, Tetuán, Beirut, Río de Janeiro, Luxor, Messina, Bayona, Ceuta, Las Palmas, Damasco, Estambul, Cádiz, y de nuevo París. Dos escalas tarifadas sobresalen en este rosario del comercio carnal, Luxor y Estambul, como antítesis amorosas. El espanto signa la primera, en el alto Egipto:
[El dragomán] señala un barracón. Entramos en una especie de patio cubierto. ¡Qué promiscuidad horrible! Allí rumian viejas momificadas, de piel terrosa. Allí jadean parejas nativas entre sudores agrios. Se contonean tipos de sonrisas untuosas. Y ambulan meretrices de ojos salidos, verilados de khol, ropas raídas y collares de gemas purulentas. ¡Cómo inmergirnos en esta ciénaga! (94)
La inasible felicidad atisba en cambio en la segunda, en el moderno barrio de Pera, en Estambul, Filloy encuentra una joven hetera de linaje helénico: “Remontamos el Boulevard de Pera en un platonismo auténtico de ternuras sin palabras. (...) Hoy al reconstruir la añoranza me falta un fragmento de alma: es el que quedó contigo, dulce muchachita griega”. (95) Disipada ya la silueta de la meretriz, los debates eróticos se prolongan en el urbanismo sugestivo de la ciudad: “Desde el Bósforo se goza un vasto panorama de senos redondos [los domos] y falos erectos [los minaretes]. Son las cúpulas y almenaras de las mezquitas. La fe y la libido siempre marcharon juntas en la senda del amor. [Y] se funden en no sé qué alianza divina y humana”. (96)
Amparado por un epígrafe de Freud, en un remanso del periplo el viajero sueña con la estampa de un dragomán –bajo la apariencia de un duende vestido de fellah–, suerte de cicerone onírico: “Llegué al centro de mí mismo”, confiesa, como quien penetra en la última thule.
4. Epílogo: transitando nuevas y viejas rutas
Los cuatro autores reseñados aquí son una muestra de que, en las primeras décadas del siglo XX, se inicia un nuevo capítulo en los testimonios de viajeros argentinos por Oriente. Carlos Aldao caracteriza al viajero de la Generación de 1880, que recorre el mundo con paso apresurado, midiéndolo todo con la vara del progreso y en busca de comparaciones benéficas para la consolidación institucional del país. Es en resumen un diplomático que transita infatigablemente el globo a sueldo del erario público. Su testimonio no es eminente, pero tiene la virtud de abrir nuevos destinos entre los viajeros argentinos, que no habían llegado antes a sitios tan insólitos como él. Los siguientes tres autores son escritores y profesores, ajenos al cosmopolitismo diplomático, pero que evidencian otra realidad de los nuevos viajeros por destinos ya concurridos. Manuel Gálvez realiza un recorrido a paso de marcha del que poco observa, sino los fulgores restallantes de su narcisismo; guardián de su propia imagen de escritor profesional en el extranjero, solo tiene ojos para sí mismo, en un derrotero que hace oficio de decorado universal para su persona. Víctor Mercante, con cierto oportunismo, ve en el descubrimiento de la tumba egipcia de Tut-Ankh-Amon la ocasión ideal para afianzar su reputación profesoral. Su testimonio es a la par docto y divulgativo, técnico y erudito, escasamente personal excepto por algunas notas finales. Toma a menudo la sapiencia como baluarte de una especialidad que no tenía: aquella de egiptólogo. Cubre sus falencias de explorador y de arqueólogo con los pocos medios de que dispone, acechando los retazos de información que puede recoger in situ. A sabiendas que sus lectores no podrán juzgarlo por sus deficiencias, aprovecha la oportunidad que se le presenta procurando aportar su modesto granito de arena a la divulgación del antiguo Egipto. Juan Filloy, que en aquellos años era aún un escritor en ciernes, inaugura con su primer libro un tono nuevo en la prosa viajera argentina: el desenfado y la libertad crítica sin ataduras. Escritor de vanguardia y hombre moderno, prosaico y lírico, agnóstico, describe su viaje como un periplo iniciático personal con tintes de dandy, incurriendo en algunos clichés, pero apuntando a un registro existencial y filosófico, libre de las ataduras que ligaron a los otros testimonios de viajeros argentinos por el Medio Oriente, beodos de creencias religiosas.
1- Cf. Axel Gasquet, Oriente al Sur, op. cit., Cap. VI, pp. 135-165.
2- Cf. Mariano Soler, Memorias de un viaje por ambos mundos: el Oriente, Europa y América, Montevideo: s/n, 1888, 2 vols.; Mariano Soler, Las ruinas de Palmira con ocasión de una excursión arqueológica profano-sagrada, Montevideo: Tipografía Uruguaya, 1889; Mariano Soler, Viaje bíblico por Asiria y Caldea ó excursión a Mesopotamia al través de los monumentos y ruina asirio-caldeas en sus relaciones con los estudios bíblico-orientales, Montevideo: Tipografía Uruguaya de Marcos Martínez, 1893.
3- Para un estudio de sus crónicas, véase: Carolina Giangrossi, El orientalismo en las obras de Mariano Soler, Tesina de Maestría, Université Blaise Pascal, Francia, octubre de 2011.
4- La mayor parte de estas crónicas son ediciones de autor y nuestra recensión es incompleta: Cf. [Anónimo], Hacia el Oriente, Santiago de Chile: s/n, 1903; Abel Bazán, Aromas de Oriente, de Buenos Aires por Roma a Alejandría, Buenos Aires: s/n, 1905; Ernesto Mario Barreda, Hacia el Oriente, Buenos Aires: A. Moen Editor, 1905; J. Toscano, De América a Oriente, primera peregrinación argentina a Tierra Santa. Reseñas breves de viaje con noticias de Europa, Buenos Aires: Colegio Pío IX de Artes y Oficios, 1909; Agustín Romero, Viaje a Tierra Santa, Buenos Aires: s/n, 1922; Luis E. Azarola Gil, Las huellas de mis sandalias, Buenos Aires: Azarola Gil, 1924; Abate Nicolás, Una excursión por Tierra Santa, Buenos Aires: J. Ballesta, s/f; Augusto Rodríguez Larreta, La sandalia profana, Buenos Aires: Agencia General de Librería y Publicaciones, 1924; Alicia T. de Torti, Impresiones de Oriente, Buenos Aires: Talleres gráficos argentinos L. J. Rosso, 1926.
5- Más tarde Aldao publicará un fascículo de viajes titulado Vagando y divagando: de Buenos Aires a Québec por Panamá, Buenos Aires: Librería del Colegio, 1924.
6- Cf. Carlos A. Aldao, A través del mundo, Buenos Aires: s/n, 1914, 5ª edición. Las primeras cuatro ediciones fueron publicadas por la Imprenta M. Biedma e Hijo, pero la última aparece sin referencia en la carátula, aunque el pie de imprenta detalla: Chartres-Editorial Garnier.
7- Ibidem, pp. 7-8.
8- Ibidem, p. 103.
9- Ibidem, p. 104.
10- Ibidem, p. 174.
11- Ibidem, p. 165. Subrayado nuestro.
12- Ibidem, pp. 165-166. Subrayado nuestro.
13- Ibidem, pp. 167-168. Subrayado nuestro.
14- Ibidem, p. 182.
15- Ibidem, p. 183.
16- Ibidem, p. 184.
17- Ibidem, p. 202. Subrayado nuestro.
18- Ibidem, pp. 220-221.
19- Ibidem, pp. 228-229.
20- Ibidem, p. 230.
21- Ibidem, p. 234.
22- Ibidem, p. 235.
23- Ibidem, p. 236.
24- Ibidem, p. 237.
25- Cf. Axel Gasquet, Oriente al Sur, op. cit., cap. IV, pp. 73-99.
26- Tras examinar los prospectos turísticos finalmente decide no ir a Australia, pues “no es [un país] suficiente atractivo para una larga travesía. En cuanto a sus tribus autóctonas –señala con racismo displicente– formadas por individuos que pueden constituir el missing link entre el orangután y el hombre, no ofrecen más novedad que el boomerang que puede verse en cualquier museo”. El viaje a Oceanía lo realizará a fines del mismo año. Ibidem, p. 293.
27- Ibidem, p. 265.
28- Ibidem, p. 293.
29- Ibidem, p. 295.
30- Ibidem, p. 296.
31- Ibidem, p. 303.
32- Ibidem, p. 307.
33- Ibidem, p. 433.
34- Ibidem, p. 435.
35- Ibidem, p. 443. Subrayado nuestro.
36- Ibidem, p. 453.
37- Ibidem, p. 461.
38- Ibidem, p. 470.
39- Ibidem, p. 473.
40- Ibidem, pp. 477-479. Subrayado nuestro.
41- Ibidem, p. 479.
42- Ibidem, p. 480.
43- Cf. Manuel Gálvez, Amigos y maestros de mi juventud, vol. 1, Buenos Aires: Hachette, 1961; En el mundo de los seres ficticios, vol. 2, Buenos Aires: Hachette, 1961; Entre la novela y la historia, vol. 3, Buenos Aires: Hachette, 1961; En el mundo de los seres reales, vol. 4, Buenos Aires: Hachette, 1965. De estos cuatro volúmenes solo los tres primeros fueron corregidos y revisados por Gálvez, el último, póstumo, fue revisado por los editores y se publica tres años después. Existe una reedición reciente de estas memorias completas de Gálvez, publicada en dos tomos y con un estudio preliminar de Beatriz Sarlo (Buenos Aires: Taurus, 2002-2003).
44- Cf. Lucía Gálvez, Delfina Bunge, Diarios íntimos de una época brillante, Buenos Aires: Planeta, 2000. La autora, historiadora, es la nieta de Manuel Gálvez y Delfina Bunge.
45- Manuel Gálvez, En el mundo de los seres ficticios, op. cit., p. 237. Subrayado nuestro.
46- Ibidem, p. 325.
47- Ibidem, p. 326.
48- Ibidem, p. 328.
49- Ibidem, p. 329.
50- Ibidem, p. 329.
51- Ibidem, p. 331.
52- Ibidem, p. 333.
53- Ibidem, p. 333.
54- El sobrenombre Atatürk significa “padre de Turquía” y encierra una connotación espiritual y asimismo de guía de la nación o conductor político del pueblo. Kemal fue el fundador de la Turquía moderna tras el derrumbe del Imperio otomano como consecuencia de la Primera Guerra Mundial, y fue el primer presidente de la república turca. Luchó contra la injerencia de las potencias europeas en su país.
55- Manuel Gálvez, En el mundo de los seres ficticios, op. cit., p. 334.
56- Ibidem, p. 337.
57- Entre la correspondencia de Manuel Gálvez disponible en la Academia Argentina de Letras, solo figura una carta de Marinetti enviada al argentino, sin fecha, y con membrete de la revista futurista Poesía dirigida por el italiano en Milán. Véase: http://213.0.4.19/servlet/SirveObras/acadLetArg/12470523411285940654213/index.htm
58- La abierta militancia de Marinetti en el fascismo, movimiento del que fue ideólogo, lo conducirá a seguir el repliegue del Duce en la República de Saló (1943-1945), cuando los aliados reconquistan el sur de Italia y ocupan Roma. Marinetti fallece en Bellagio, en las orillas del lago de Como, el 2 de diciembre de 1944.
59- La relación de Manuel Gálvez con el fascismo es descrita por Mónica Quijada: “Durante los primeros años del fascismo, las relaciones no demasiado cordiales entre el Estado y la Iglesia mantuvieron a Gálvez expectante y en actitud no demasiado confiada; pero los tratados de Letrán [1929] suscritos entre Mussolini y el Vaticano fueron la señal para que nuestro personaje abandonara todo prurito con respecto al fascismo y abrazara íntegramente esa ideología. El catolicismo confeso del fascismo a partir de entonces, su voluntad de renovación espiritual, su autodefinición como concepción espiritualista surgida de la reacción contra el positivismo materialista del siglo anterior, eran fuertes cantos de sirena para este escritor que venía manifestándose en el mismo sentido desde hacía décadas. El país necesitaba una revolución espiritual, y Gálvez no veía posibilidad ninguna de alcanzarla sino mediante un régimen fascista”. Mónica Quijada, Manuel Gálvez: 60 años de pensamiento nacionalista, Buenos Aires: Centro Editor de América Latina, Biblioteca Política Argentina, Nº 102, 1985, p. 82.
60- Cf. Víctor Mercante, Una vida realizada (mis memorias), Buenos Aires: Imprenta Ferrari, 1944. Edición y prólogo de Horacio Malter Terrada. La edición póstuma reproduce los manuscritos dejados por el autor al momento de su muerte.
61- Víctor Mercante, Tut-Ankh-Amon y la civilización de Oriente, Buenos Aires: M. Gleizer, 1928.
62- Ibidem, p. 187.
63- Ibidem, p. 187.
64- Ibidem, pp. 188-189.
65- Ibidem, p. 189.
66- Ibidem, p. 190.
67- Ibidem, p. 193.
68- Ibidem, p. 196.
69- Ibidem, pp. 196-197.
70- Ibidem, p. 198.
71- Ibidem, p. 199.
72- La conocida máxima política contenida en la novela Il gattopardo de Giuseppe Tomasi di Lampedusa (1896-1957), se ha divulgado con la divisa “cambiar todo para que nada cambie”.
73- Víctor Mercante, Tut-Ankh-Amon, op. cit., p. 202.
74- Afirma Mercante en su discusión con un notable egipcio: “El Egipto propiamente dicho no da pruebas de poseer el genio de esa tradición. La ciencia, la filosofía, el arte, la educación no se manifiestan en la forma brillante de una autonomía intelectual”. Ibidem, p. 205.
75- Ibidem, p. 206.
76- Bernardo Verbitsky, “Noticia sobre Juan Filloy”, prólogo a Juan Filloy, Op Oloop, Buenos Aires: Paidós, Colección Letras argentinas, 1967, p. 9.
77- Juan Filloy, Periplo, Buenos Aires: Almagesto, 2000, p. 15.
78- Ibidem, p. 27.
79- Ibidem, p. 27.
80- Sentencia Filloy: “Ya lo ves: las Pirámides son cosas urbanas, municipales, a la vera del asfalto y a un paso del tranvía”. Ibidem, p. 32.
81- Ibidem, pp. 29-30.
82- Podemos inferir que Filloy no es ateo sino agnóstico. Esto se expresa en estas palabras: “La fe no necesita exégesis. Nace, vive y muere en sí, porque sí y para sí. Lo digno de examen es la forma y el fervor de esa fe. Es decir: la pantomima y el patetismo: los actos que se fingen para engañar afuera y el dolor que se roe sinceramente adentro”. Ibidem, p. 59.
83- Ibidem, p. 48.
84- Ibidem, pp. 49-50.
85- Ibidem, p. 55.
86- Ibidem, pp. 57-58.
87- Ibidem, p. 98.
88- Ibidem, p. 102.
89- Ibidem, pp. 77-78.
90- Ibidem, p. 71.
91- Ibidem, p. 123.
92- El autor también hace una encendida defensa de la figura de la prostituta en: Juan Filloy, Mujeres, cuentos y nouvelles, Buenos Aires, El Cuenco de Plata, 2009.
93- Juan Filloy, Periplo, op. cit., p. 123.
94- Ibidem, p. 126.
95- Ibidem, pp. 129-130.
96- Ibidem, p. 130.