I. ELEMENTOS PARA UNA HISTORIA CULTURAL
Los primeros que compusieron novelas de aventuras, las reunieron en libros y las guardaron en sus bibliotecas fueron los persas, quienes colocaron algunas de ellas en boca de los animales.
Muhammad Ibn-al-Nadim, Libro del índice (año 978).
El Ramayana por las sublimidades que contiene está destinado en figurar al lado de los primeros poemas épicos de la antigüedad que inmortalizaron a la Grecia, y que en el mundo literario son hoy los modelos en que se funden todas las creaciones del espíritu humano.
Lucio V. López, El Ramayana (1869).
¿Qué es el Oriente? Si lo definimos de un modo geográfico nos encontramos con algo bastante curioso, y es que parte del Oriente sería el Occidente o lo que para los griegos y romanos fue el Occidente, ya que se entiende que el Norte de África es el Oriente.
Jorge Luis Borges, Siete Noches (1980).
Las ideas orientalistas difundidas en el medio letrado argentino a lo largo del siglo XIX estuvieron en un primer momento enraizadas en el pensamiento orientalista europeo, que ofrecía un modelo de interpretación coherente para un universo cultural prácticamente desconocido en la Argentina, excepto por algunos testimonios parciales, como el de Sarmiento tras sus tres semanas de viaje a Argelia, entre diciembre de 1846 y enero de 1847. Los intelectuales de la Generación de 1837 tuvieron una percepción libresca del Oriente, visión constituida por las frecuentes lecturas de clásicos románticos, franceses y británicos, como Chateaubriand, Lamartine y Lord Byron. Este fue el caso de Echeverría y asimismo el de Alberdi. Testimonios como Itinéraire de Paris à Jérusalem (1811) de Chateaubriand, o Voyage en Orient (1835) de Lamartine, tuvieron amplia repercusión en el medio local. Estos hombres también cultivaron lecturas sociales y políticas sobre el Oriente en obras clásicas del siglo XVIII, como Voltaire y Volney. El primero había escrito numerosos ensayos orientalistas (Essais sur les mœurs et l’esprit des nations de 1753) y, entre otros trabajos, una pieza teatral (Le Fanatisme ou Mahomet le prophète de 1741). (1) El segundo tuvo un profundo y duradero impacto entre los letrados americanos con el título Les ruines ou Méditations sur les révolutions des empires (1791), (2) en donde exponía los motivos filosóficos e históricos que, inspirado en las ideas de Boulanger, Helvecio y de Holbach, (3) determinaban el ocaso del pensamiento teológico y, conjuntamente, el advenimiento de la razón universal como nueva fuente rectora de las sociedades humanas emancipadas, liberadas del yugo de las religiones. Dicha obra, síntesis del mejor pensamiento ilustrado en su versión más radical, fue interpretada por muchos como un ferviente alegato ateísta. El cúmulo de ambas lecturas se encabalgaban entre los letrados del Plata, produciendo una primera adaptación importante respecto al contexto europeo: en Buenos Aires, la ilustración filosófica y el romanticismo literario aparecían fundidos en una síntesis liberal que en el Viejo Mundo era inconcebible. En efecto, en Francia y otros países, los pensamientos ilustrado y romántico eran antitéticos.
Si la frondosa labor intelectual del Siglo de las Luces podía identificarse con el fundamento de la modernidad política, social y humanística, el movimiento romántico encarnará (especialmente en Francia) una respuesta a dicha modernidad radical, reivindicando para sí valores anclados en el pasado y sus glorias, extensamente arraigados en las tradiciones culturales monárquicas y católicas. En resumen, el legado ilustrado era revolucionario mientras que el legado romántico era reaccionario. De este posicionamiento resultaba que ambas corrientes de ideas fuesen en gran medida irreconciliables. Un ejemplo ilustra lo expuesto: cuando Chateaubriand llega a su exilio londinense en 1792, observa la gran divulgación que en el Reino Unido habían adquirido las ideas de Las ruinas de Palmira de Volney, cuya traducción inglesa circulaba con profusión ese mismo año; publicará entonces una primera respuesta a las tesis ilustradas, Essais sur les révolutions (1797), y tras su regreso a Francia, Génie du christianisme (1802). El genio de la cristiandad defendido por el noble bretón es la perfecta antinomia del genio de la razón en Volney. Detrás de los posicionamientos políticos a favor o en contra de la revolución, se distingue una oposición filosófica de relieve –racionalismo materialista versus idealismo clerical– y se confrontan valores espirituales divergentes –ateísmo versus deísmo–. (4) Por todo esto ambas tesituras resultaron irreconciliables en Francia, y en menor medida en el Viejo Mundo.
En América del Sur, en cambio, la nostalgia por los valores del pasado no tiene curso (excepto en raros sectores ultramontanos), pues la joven Generación del 37 no puede volcar sus expectativas en el pasado, que remitía a la historia colonial y a la monarquía absoluta. Del conjunto de valores comunes al romanticismo, preferirán rescatar la herencia estética, desechando las posiciones políticas retrógradas. En este sentido, la Generación de 1837 es fatalmente liberal y republicana, y entronca naturalmente con los valores propios a la ilustración moderna. La adhesión a los ideales del pensamiento político ilustrado no les impidió frecuentar a los autores románticos, al punto de reconocerse en este movimiento que juzgaron moderno por la carga subjetivista que preconizaba, sin sentirse obligados a defender los valores del pasado. La primera generación de intelectuales argentinos eran liberales compelidos a mirar hacia el futuro. En el pasado había poco o nada rescatable, mientras que el porvenir era una promesa abierta, solo limitada por sus propias aspiraciones estéticas, políticas y sociales. Desde luego, esta generación conocerá las inmensas dificultades del ostracismo o del destierro político bajo el régimen rosista. Pero aún este escollo mayor y el extenuante debate entre unitarios y federales no pusieron nunca en duda la confianza en el futuro. A pesar de las dificultades del presente, lo mejor no se situaba nunca en el pasado sino, de modo inefable, en el porvenir. En otros términos, la fusión particular del legado ilustrado y del romanticismo, impensable e inviable en Francia, será la primera adaptación de ideas importante realizada por los intelectuales argentinos. En este dispositivo de importación cultural, el orientalismo desempeñaba un papel anexo, secundario, pudiendo tener solo una ascendencia estética, hasta 1835, y desde entonces, una incipiente lectura política. En efecto, las reflexiones en torno al despotismo oriental se intuirán pertinentes para conceptualizar la tiranía local rosista.
Sarmiento fue el primero en aplicar este esquema orientalista a la comprensión de la realidad social y política argentina. Sus testimonios sobre la colonia francesa de Argelia afianzan la dirección establecida en el Facundo e inaugurada en otros escritos anteriores. (5) Pero sus nociones orientalistas, como las de Echeverría y Alberdi antes que él, eran rudimentarias, de tercera mano. Cumplen una exclusiva función ideológica en su esquema político-discursivo. Sin embargo, a Sarmiento le cabe el mérito de ser el primer intelectual argentino que dejó un testimonio escrito sobre su breve incursión magrebí. En este sentido, hasta el libro de Pastor S. Obligado, Viaje á Oriente, de Buenos Aires a Jerusalén (1873), no se verificará ningún esfuerzo determinante por parte de los rioplatenses en distinguirse de la vulgata orientalista europea. Oriente encarnaba un universo demasiado lejano y exótico como para poder ser asimilado sin las mediaciones culturales ilustradas y románticas. Obligado, que conoció París en los días sombríos que siguieron a la guerra franco-prusiana y los sucesos revolucionarios de la Comuna de París (1871), no podía aceptar de forma acrítica la supremacía europea en la mirada occidental sobre el Oriente. A su paso por Egipto y la Palestina, reflexiona sobre la responsabilidad de las potencias europeas en la región, ya sea como invasoras o con injerencia. Amén de las observaciones realizadas in situ, Obligado dispone del mismo bagaje intelectual que los intelectuales que lo precedieron. Lo que con Mansilla había crecido como una tenue sospecha intuitiva, con Obligado se verá ya confirmado: desde América no se podía tener la misma visión sobre el Oriente que desde Europa. No solo porque el Levante no era el depositario exclusivo de todos los males del mundo (el despotismo, la ignorancia, el atraso, la indolencia de sus pueblos), males que el viajero observaba asimismo en todos los países del Viejo Continente que visitaba, sino porque el Oriente comenzaba paulatinamente a encarnar otra idea diferente que no se contentaba con la repetición de clichés. Oriente era ahora un mundo de sabiduría, de conocimiento a todos los niveles, cuna de civilizaciones y de religiones. La dificultad mayor consistía en poseer las llaves adecuadas para penetrar esos misterios desde una región periférica como la ocupada por la Argentina. La dificultad idiomática (la ignorancia casi completa en lenguas orientales, semíticas o el sánscrito) era la primera, pero no la única. Otros obstáculos, insuperables en el corto plazo, eran la ausencia de especialistas locales en civilizaciones orientales, con un adecuado conocimiento de la historia y las religiones harto complejas de aquellas civilizaciones milenarias. Si bien Obligado es el primero que enuncia críticas y diferencias respecto al orientalismo europeo, (6) anticipando con mucho las críticas finiseculares de Eduardo Wilde, era también consciente de que el despliegue de una nueva mirada sobre estas regiones no podía crearse sin un arduo acompañamiento de instituciones académicas y científicas, de las que el país entonces carecía por completo. Obligado recuerda cómo Inglaterra –vector de la civilización occidental– echa mano a todos los recursos de la ignorancia y la superstición popular de los egipcios con la intención de impedir la construcción del Canal de Suez, finalmente inaugurado en 1869. Luego, la existencia del Canal será el elemento desencadenante de la ocupación británica de Egipto, en 1882. Dicho canal constituía un punto neurálgico esencial para el control imperial de las rutas marítimas hacia la India y el Extremo Oriente. Las misiones de exploración científicas estaban protagonizadas exclusivamente por europeos y algunos pocos pioneros norteamericanos en la materia. Los hombres de la Generación de 1880 ignoraban aún todo sobre las culturas y literaturas de los pueblos de Oriente.
1. Los textos clásicos orientales
Dichos textos fundadores de las literaturas y las civilizaciones de Oriente, también arriban a la Argentina por obra de la tradición académica europea. Estos documentos tardarán mucho tiempo en abrirse paso en el medio cultural y editorial local. Podemos identificar una serie de obras clásicas adscriptas a este legado, que los especialistas europeos comienzan a exhumar a comienzos del siglo XVIII y a lo largo del siglo XIX. Estos títulos son, por orden cronológico de introducción en el Plata: a) el anónimo de Las mil y una noches, b) el Ramayana de Valmiki, c) la epopeya del Bagavad-Gita, perteneciente al Mahabhárata; y d) las Rubaiyat de Omar Khayyam. La llegada de estos textos al Plata se realiza en forma desordenada, de modo a menudo azaroso, y a la par de los descubrimientos en filología oriental del Viejo Mundo. A la serie podemos añadir los Cien poemas de Kabir y un célebre anónimo hindú, el Panchatantra, (7) que es la fuente principal de la adaptación árabe-persa conocida con el título de Calila y Dimna. (8)
Abordaremos estas conocidas obras clásicas según el orden cronológico en que dichos textos son descubiertos por Occidente, y no según la antigüedad filológica de los mismos. Trataremos de elucidar en la medida de lo posible su llegada al Río de la Plata, para comprender los factores que inciden en su divulgación cultural.
a) Las mil y una noches
La penetración de este opus magnum de la literatura árabe-persa en Occidente es indeterminada, según enuncian los especialistas. Comúnmente se acepta que la primera traducción integral de la obra fue realizada por el francés Antoine Galland, bajo el reinado de Luis IV, publicada en doce volúmenes entre 1704 y 1717. Galland vertió al francés una versión árabe traída por él de Alepo, Siria, manuscritos de los que salieron los primeros seis volúmenes. Los dos últimos tomos fueron editados póstumamente. Dicha primera edición integral contó desde el comienzo con los favores del gran público. Rápidamente se vierten a otras lenguas europeas, al inglés y al alemán, aunque las editoriales propusieron a menudo compilaciones reducidas, parciales y mutiladas, cuando no simplemente censuradas según los parámetros culturales de la época, para no chocar las buenas costumbres. En 1789 un fraile español, Miguel de Sequeiros entrega a la imprenta madrileña un volumen titulado Los Mil y un Quartos de Hora: Cuentos Tártaros, que fue la primera traducción expurgada castellana. Allí se incluyeron por vez primera el relato de los siete viajes realizados por Simbad el marino. Desde entonces no dejaron de proliferar diferentes ediciones que, todas, se realizaron sobre la base del trabajo inicial de Galland. Hasta donde hemos podido indagar, una versión integral española de la traducción de Galland se realizó en París, en 1838, publicada por el sello “Editorial Rosa” aunque sin mención del traductor. (9) Dicha versión contó con numerosas reediciones durante varias décadas. Dos notables nuevas traducciones fueron realizadas en el siglo XX. La de Rafael Blasco Ibáñez, hacia 1916, que tomó como referencia la edición francesa del franco-egipcio Charles Mardrus; (10) y la hecha por Rafael Cansinos-Assens en 1960, vertida directamente del árabe. (11)
Se ha establecido fehacientemente que hubo otras vías parciales para la difusión de Las mil y una noches en Occidente, anteriores a la colosal labor de Galland. El arabista y traductor Juan Vernet menciona los casos específicos de España e Italia: “nuestros autores renacentistas conocían los temas de varios de sus cuentos y (...) en la Edad Media Pedro Alfonso, Jacob den Eleazar de Toledo (siglo XIII) y otros introdujeron cuentos (...) que conocieron una amplia difusión en la Península, sin contar con los que llegaron a Europa por otras vías, como la italiana representada en el Decamerón [de Bocaccio]” (12). No queda claro, sin embargo, cómo estos cuentos desgajados de Las mil y una noches llegan por caminos alternativos a Europa. Lo cierto es que gran parte de los relatos que lo componen pertenecen a la tradición oral y eran verdaderos pliegos de cordel recitados por los juglares en ferias y mercados itinerantes. Durante la Edad Media y el Renacimiento, estos debieron propagarse en el Viejo Mundo mediante el recitado de artistas populares, que repetían las historias oídas en otra parte.
Lo señalado nos hace suponer que Las mil y una noches abordan las orillas del Plata de la mano de una de las ediciones españolas decimonónicas arriba mencionadas, o incluso en sus múltiples reediciones francesas. En ambos casos, durante casi dos siglos circuló exclusivamente la edición de Galland, en su versión inaugural (integral o abreviada) o en traducción castellana. No sabemos con exactitud cuándo y cómo ingresan estas versiones, pues no hay registros escritos sobre la obra entre los intelectuales rioplatenses sino hasta fines del siglo XIX. A fines del siglo XIX el célebre viajero y explorador británico Sir Richard Francis Burton da a conocer su versión no censurada de la obra, bajo el título de The Book of The Thousand Nights and a Night, cuyos primeros diez volúmenes aparecen en 1885 y los seis últimos entre 1886 y 1888. Esta versión también transitó pronto entre los círculos letrados porteños, como lo atestigua Borges por su padre. Burton era además conocido en Buenos Aires, donde había residido por un tiempo antes de tomar su cargo diplomático en el Brasil. Pero sin duda, esta versión inglesa no fue la primera en difundirse en el Plata, ni fue tampoco la más popular. La amplia difusión de la obra entre los escritores modernistas, confirma su extensa popularidad desde fines del silgo XIX.
b) El Ramayana de Valmiki
La célebre epopeya de Rama, atribuida al poeta Valmiki, es un pilar de la antigua literatura india, escrita en sánscrito en el siglo III a. C. Compuesto por veinticuatro mil versos divididos en siete volúmenes, relata la “marcha de Rama” (traducción literal del Ramayana) en su búsqueda y conquista de Sita, figura divina femenina que más tarde será su esposa y madre de sus hijos, los gemelos Lava y Kusha, discípulos del sabio Valmiki. Rama es el séptimo avatar de Vishnú y Sita una encarnación divina de Lakshmi. Ambos constituyen los protagonistas principales de la epopeya. Por fuera de la historia narrada, el Ramayana es una síntesis de la cosmogonía hindú, panegírico de la vida ideal a la que deben propender hombres y mujeres educados en el hinduismo. Rama es el primogénito de Dasharatha, rey de Ayodhya, que lo designa como sucesor legítimo en el trono. Sin embargo, por una promesa que había hecho a su segunda esposa, al final el rey nombra príncipe heredero a su segundo hijo, Bharata, y Rama es enviado al destierro. Conocida la intriga palaciega por los protagonistas, Bharata intenta convencer a su hermano mayor, Rama, para que retorne a la ciudad. Rama rechaza la propuesta. Tras el rapto de Sita por parte de Rávana, criatura maligna gobernante de Lanka, ambos se enfrentan y Rama lo ajusticia. Vuelve a Ayodhya con su amada Sita, pero esta sufre un nuevo destierro; allí dará a luz los hijos gemelos de Rama, que crecen ignorando quién es su padre. Cuando en la edad adulta Valmiki pone a Sita en presencia de Rama, este vuelve a rechazarla. Frente a este nuevo desaire, Sita se suicida en público y su cuerpo es tragado por la tierra.
La primera noticia que tenemos de esta epopeya en las letras rioplatenses es la extensa reseña de la obra escrita por Lucio Vicente López (1848-1891), publicada en La Revista de Buenos Aires en dos entregas a fines de 1869 (año VII, Nº 78 y 79). (13) Lucio era hijo de Vicente Fidel López y nieto de Vicente López y Planes; había nacido en Montevideo durante el largo exilio de sus padres (1840-1853), activos opositores a Rosas. Con solo veintiún años, redactó esta extensa reseña para la revista dirigida por Miguel Navarro Viola y Vicente Gaspar Quesada durante su primera época (1863-1871). La publicación de la misma en un periódico destinado a ocuparse, según reza su subtítulo, a temas relativos “a la República Argentina, la Oriental del Uruguay y la del Paraguay”, es por cierto extraña. Desde luego, las vinculaciones de la familia López con los editores eran estrechas y remontaban a la época en que Navarro Viola editaba El Plata Científico y Literario (1854-1855); quizá estos vínculos expliquen la inclusión de esta insólita reseña en las páginas de La Revista de Buenos Aires.
En su crónica López da cuenta de su reciente lectura del Ramayana en sendas traducciones francesa e italiana. En efecto, poco tiempo antes habían sido reeditadas la versión francesa de Hyppolyte Fouche y la traducción itálica de Gaspare Gorresio. Aunque el reseñista no proporcione las referencias exactas, presumimos que leyó las ediciones de Fauche de 1864 y la de Gorresio de 1869. (14) En ambos casos se trataba de reediciones. La de Fauche tuvo una primera edición en 1855 (París: Librairie A. Frank) y la de Gorresio fue publicada por vez primera en 1843 (París: Stamperia Reale). La italiana no solo era la más antigua (vertida directamente del sánscrito), sino que la adaptación francesa fue realizada a partir de la edición prínceps italiana. Gaspare Gorresio realiza la primera traducción europea integral según el códice manuscrito depositado en la Scuola Gaudana. Las traducciones primigenias al inglés de Carey y Marshman (1806-1810) y al latín de Schlegel (1820-1838) eran ambas parciales. (15) Para ilustrar su estupefacción estética ante esta obra clásica sánscrita, López realiza en su extensa reseña la primera traducción castellana de muchos versos, tomados de la edición de Gorresio.
López es consciente del hecho de que su propósito resulta excéntrico en el ámbito cultural del Plata, más interesado en las disputas políticas intestinas que en los debates sobre la literatura nacional y europea. Alejado del discurso erudito y reconociendo su amateurismo, el valor fundamental que rescata el cronista en el Ramayana es de naturaleza estética. Escribe bajo la óptica de un simple lector cuya vocación es abrazar la literatura universal, en una época en que la idea de universalidad comenzaba a desbordar las meras fronteras culturales del Nuevo y Viejo Mundo. Su pluma era la de un neófito, debiendo vencer las reticencias de sus lectores respecto a textos ampliamente considerados como exóticos, percibidos como ajenos a la tradición letrada nacional. “Tal vez más tarde después de haber hecho un número suficientes de lecturas podamos abordarlo con más confianza y con más valor –asevera López–. Hoy nos limitaremos a posar el pie en ese piélago de bellezas, y a marcar algunas de sus relaciones con la poesía universal”. (16) El intento interpretativo de López vincula el Ramayana con la Odisea de Homero, hilvanando las semblanzas de los mitos fundadores de Occidente con el Oriente, en un esforzado “vuelo a la fuente de sus orígenes”.
Por su naturaleza mitológica el Ramayana no puede ser asimilado –según Lucio López– a una simple descripción de acontecimientos, seriados, como una mera sucesión de escenas fruto de la creación poética. Al contrario, sostiene que se debe privilegiar una lectura profunda, de intención filosófica. Pero este abordaje da vértigos a quien como él lo intenta armado con escasos rudimentos: “filosofía extraña cuyo aspecto y cuya masa causa pavor y arrastra al espíritu a una alucinación completa haciéndole vagar en un mundo de ideas que le es enteramente desconocido e incomprensible”. (17) Para el lector no iniciado, asomarse a este universo desconocido le produce estupor y perplejidad. López comprende que no debe conformarse con una sencilla lectura fenoménica del Ramayana, aunque penetrar la filosofía hindú le provoca una suerte de vértigo existencial. La cosmogonía de la epopeya de Rama abraza el universo entero, desde Dios “hasta el último átomo animado de la materia”. Para orientarse en este nuevo laberinto, el reseñista requiere de llaves de acceso palpables; el paralelo que establece con la Odisea homérica será la clave para establecer una interpretación mínima de estos versos. En este sistema de correlaciones Rama es al Ramayana lo que Eneas resulta para la Odisea, esto es, el hilo conductor determinante. La comparación interpretativa llega también a los autores y al espacio físico de ambas obras: Homero es Valmiki, Troya es Ceilán. Las huestes de Rama libran feroz batalla en las tierras de los Rakshasas [deidades demoníacas], cuya morada es Ceilán [Lanka]; las huestes griegas libraron igual combate en Troya. Los primeros tenían por misión arrancar a Sita del rapto de Rávana, los segundos debían liberar a Helena del enemigo. Para López el poema épico hindú tiene la misma raíz cosmogónica binaria, la lucha del bien contra el mal, propia a todas las religiones del mundo. Por eso la analogía del Ramayana con la epopeya homérica se sustenta en el mismo denominador común: “la frescura ingenua, aquel amor a las tradiciones patrias” que tanto caracteriza a la poesía primitiva. Un elemento fundamental distingue ambas obras: el Ramayana es más que universal, es la “poesía del infinito” y, en cuanto tal, es según López “más profunda, más vasta, más íntima que la poesía de Homero”. (18) La pluma de Homero es menos “atrevida” que la de Valmiki. Los personajes homéricos son como hermanos conocidos, un modelo asequible, con cualidades y defectos fácilmente identificables; los de Valmiki poseen un sesgo misterioso, un aura vaga que contribuye con mucho a su carácter difuso e inasequible (aunque esto convenga ponerlo a cuenta del exotismo de la cosmogonía hindú en los parajes del Plata). “El Ramayana es como un gran cuadro –afirma–, lleno de audacia en las ideas, y de intención en el plan”. (19) Para López La Eneida de Virgilio se sitúa en un plano inferior a las epopeyas de Homero y de Valmiki.
Otro elemento distintivo entre ambas es el “panteísmo”. El carácter panteísta resulta dominante en el Ramayana, mientras que en la epopeya helénica impera el panteón deífico. La obra de Homero se despliega al interior de límites más estrechos; la de Valmiki recoge en cambio la multiplicidad del universo de ideas, de mitos, de épocas, de espacios y de acción. Dicho factor panteísta será uno de los elementos fundamentales en el proceso de exploración orientalista que comienza a difundirse entre los nuevos letrados argentinos de fines del XIX, punto que abordaremos con mayor detalle más adelante. La atracción filosófica esencial del panteísmo se debe a su enseñanza moral: el hombre es un fenómeno transitorio, mero envoltorio fenoménico y carente de verdad; en cambio, “la humanidad es un fenómeno eterno, es decir encarnado en sí mismo, dando ser y vida a su propia materia”. (20) Nadie es héroe si Dios no lo anima y Dios solo insufla su aliento a sí mismo. Todo es Dios, porque Dios es todo. Con el principio del Mal el panteísmo crea su negación, para mejor evidenciar su lucha contra esta, la de los hombres destituidos de la divinidad universal.
Lucio V. López establece además otras comparaciones parciales con la poesía de Milton, los versos de Dante Alighieri y los cantos de Ossian, cuya semejanza temática con el Ramayana son notables al abordar el Paraíso Perdido. También bosqueja algunos puntos en común con la Biblia (señalando la similitud con El libro de los reyes y El libro de Esdras). En Ossian y Valmiki las pasiones se hallan bosquejadas con trazos gruesos, “sin recelo de herir el pudor del lector, desnudos como la naturaleza, sencillos como grandes”. (21) Pero la grandeza superlativa del Ramayana frente a las obras mayores europeas tiene que ver con su mayor libertad espiritual y su alcance universal. Los versos de Dante son el eco del mundo de las expiaciones, “del mundo sacerdotal y teocrático que juzga la vida”, premiando y castigando las acciones del pasado; Homero es el cantor de los semidioses que abonaban [obraban por] el triunfo de la “democracia de la prepotencia y de la libertad individual”, (22) alejado ya el vate griego de la transitoriedad del hombre y de la percepción panteísta del mundo. Aunque posea un carácter fatalista, el Ramayana no es la epopeya de un héroe o de un semidiós, sino la épica de la humanidad entera, unida, “maniatada” a Dios por las propias leyes de su despliegue sobre la Tierra. Esta noción panteísta de Dios es indiferente y despiadada para con el individuo, sujeto incompleto que es una mera encarnación fraccionada de Dios (como todos los otros elementos aislados del universo) y que no goza de mayores privilegios.
Miembro dilecto de la Generación de 1880, Lucio V. López encuentra el modo de sintetizar la epopeya hindú con el acaecer decimonónico, expresando así sus vicisitudes rioplatenses: “El Ramayana es una de esas obras gigantescas que reconcentran en sus profundos pliegues todas las maneras de pensar, todas las preocupaciones, todos los dogmas, todas las fantasías de una gran raza en los momentos en que se forma su nacionalidad”. (23) En una época en que la Argentina realizaba sus primeros pasos hacia la modernidad y estaba en busca de su identidad nacional, estas palabras suenan como una desiderata en favor de una epopeya argentina de carácter universal. Dicho llamado es un preanuncio del Martín Fierro de José Hernández, cuya primera entrega será publicada en 1872, apenas tres años después de esta reseña. A pesar de colocar el acento en su valor estético, la reseña de López evidencia que hacia 1869 existía una resonancia política específica de esta obra épica hindú en el ámbito local, eco remoto que se expresa en la obsesión sarmientina de lucha sin cuartel entre la civilización y la barbarie. Destaca así el carácter contemporáneo de esta antigua obra sánscrita: “¿Qué es el Ramayana? La lucha exterminadora de las razas civilizadas de Ayodhuya contra los bárbaros de Ceylán y las costas del sur. La lucha del principio del bien contra el principio del mal, la lucha en fin de dos pueblos opuestos en costumbres, en usos y en religiones”. (24) Aun cuando López evita realizar explícitamente una lectura política de la obra épica hindú, le resulta sin embargo imposible evacuar por completo esta dimensión crucial y termina aludiendo a su actualidad política dentro del campo intelectual local. La desiderata en favor de una epopeya argentina, debe desplegarse sobre este telón de fondo: la victoria del bien sobre el mal, el triunfo del proyecto civilizador sobre la barbarie, que debe culminar con la completa erradicación de esta última.
La traducción castellana del Ramayana es muy tardía respecto a las principales lenguas europeas. La primera edición ibérica fue realizada por Carmela Eulate y editada como El Ramayana de Valmiki (Barcelona: Araluce, 1930). La segunda traducción fue realizada en la Argentina por Juan Guixé (Buenos Aires: Schapire, 1945), que es una selección de la edición francesa de Fouche. Otras ediciones son las de Juan G. de Luaces (Barcelona: José Janés, 1952) y R. Ballester Escalas (Barcelona: Mateu, 1953). Una última versión pertenece a Juan Bautista Bergua (Madrid: Clásicos Bergua, 1963). (25)
c) La Bagavad-Gita
Este texto sagrado del hinduismo, cuya primera traducción castellana aparece en Buenos Aires en 1893, fue editado por la Sociedad Rama Argentina, filial de la Sociedad Teosófica Internacional. (26) En 1896 aparece una segunda traducción, La Bagavad-Gita: poema sagrado, edición preparada por el cordobés Emilio H. Roqué, (27) que toma como referencia la versión francesa de Émile Burnouf (1861). Este mismo año aparece una tercera traducción del libro, realizada en Barcelona por José Roviralta Borrel. (28) La circulación de estas ediciones precursoras fue escasa, pero esto muestra fehacientemente el interés creciente otorgado a dichos temas por editores y lectores. Resulta evidente que la primera versión castellana es fruto de la rápida difusión de la doctrina teosófica de Helena Blavatsky, que tuvo amplia repercusión en los círculos intelectuales y políticos del Plata.
Los setecientos versos de la Bagavad-Gita constituyen un canto y son parte integrante del Mahabhárata, texto épico fundador de la nación hindú, siendo apenas uno de sus grandes ciclos. La Bagavad-Gita es el resumen de todas las enseñanzas upanishádicas, (29) designándoselo a menudo –a imagen del Cantar de los Cantares– como el “Upanishad de los Upanishads”, o texto sagrado por excelencia. La Bagavad-Gita es la síntesis de dos doctrinas: el sankhya (la razón) y el yoga (la unión). El individuo que siga las enseñanzas de la Bagavad-Gita, dice Fatone, “no debe limitarse a la contemplación ni desechar la acción: obrará, pero despreciando el fruto de sus obras”. (30)
Pero el campo cultural argentino previo al Centenario, estos debates de interpretación filológica sobre el texto hindú cobran otro sesgo. A los elementos señalados se suman factores locales. El movimiento de vanguardia modernista tiene un papel esencial, pues esta corriente estética empalma y se dinamiza con el nuevo espiritualismo finisecular. Dentro del espiritualismo modernista, un rol especial ocupa la doctrina de la secta teosófica, (31) corriente fundada por Helena Blavatsky y otros mentores en New York en 1875, (32) llega al Plata hacia 1893 y se difunde entre el mundo político y letrado. Se crea en Buenos Aires la asociación “Rama Luz”, suerte de círculo militante de la Sociedad Teosófica Argentina, por iniciativa del geógrafo Alejandro Sorondo. Pronto otros intelectuales adhieren a la asociación, como el abogado Alfredo Palacios, el escritor Leopoldo Lugones, el matemático Carlos Encina (que fuera decano de la facultad de Ciencias Exactas y Naturales de la UBA, la doctora Margarita Práxedes Muñoz (que fue una defensora del positivismo comtiano) o incluso el joven José Ingenieros. (33)
La elección de la versión francesa de Émile Burnouf para la primera traducción castellana de la Bagavad-Gita quizá no sea un hecho fortuito. El académico galo, cuyo padre Eugène Burnouf fue discípulo de Chézy –el introductor de la filología sánscrita en Francia en el siglo XVIII–, es en el último tercio del siglo XIX uno de los más importantes propagadores de los estudios hinduistas en el viejo continente. Para él la “sabiduría oriental” contenida en las escrituras sagradas de la India constituye el mayor capital intelectual de la antigüedad. Dicho legado cultural inmenso, cuyo estudio apenas despuntaba en Europa promediando el siglo XIX, es el arma de paz con que Oriente conquista a Occidente. Esta nueva visión positiva de la India y el Extremo Oriente, al menos en el plano intelectual, sustituye de a poco la mirada pesimista que había dominado el orientalismo europeo desde el siglo XVII. Esta larga etapa del orientalismo moderno estuvo hegemonizada por la percepción pesimista que se tenía de las sociedades y culturas orientales, opinión fundada en la creencia de que el rasgo dominante de esas naciones era el “despotismo oriental”.
d) Las Rubaiyat de Omar Khayyam
Las Rubaiyat o “Cuartetas” de Omar Khayyam (1048-1131) (34) constituyen el otro pilar de las obras clásicas orientales, cuya difusión castellana comienza con el siglo XX. El vate persa fue conocido en su tiempo como astrónomo y matemático, y solo ocasionalmente como poeta. Se le atribuyen entre mil doscientas y dos mil cuartetas, aunque los especialistas suponen que muchas de ellas son apócrifas. Conocemos la historia de su rescate literario en Occidente, a través de la empresa filológica de Edward Fitzgerald (1809-1883), quien entrega una primera versión inglesa en 1859. Esta primera edición fue sin embargo de tirada restringida, casi confidencial, y recién las sucesivas reediciones corregidas de 1868, 1872 y 1879 las situaron entre las obras favoritas del público victoriano. Estas primeras cuatro ediciones fueron supervisadas por Fitzgerald. La quinta edición de 1889 fue póstuma y tiene escasas modificaciones respecto de la cuarta; fue hecha respetando los manuscritos dejados por el traductor.
Como sucedió con los otros textos clásicos orientales, la traducción castellana es tardía: la primera versión aparece en México en 1904 y se debe al empeño de Juan Dublan. En las dos primeras décadas del siglo XX otras versiones siguen a esta, sucediéndose la de Martínez Sierra (Madrid, 1907), la de Carlos Muzzio Sáenz-Peña (La Plata, 1914), José Castellot (New York, 1916), las ocho estrofas de Jorge Guillermo Borges (Sevilla, 1920), las 22 estrofas de Carmela Eulate (Barcelona, 1921), la parcial de Pedro Guirao (Barcelona, 1922), Manuel Bernabé (Manila, 1923), la parcial de Jorge Guillermo Borges (Buenos Aires, 1924), la apócrifa de Ventura García Calderón (San José de Costa Rica, 1925), la integral yuxtalineal de Joaquín V. González (Buenos Aires, 1926, que fue realizada en 1919) y la de Francisco Propato (París, 1930). (35) De todas ellas quizá la más lograda y popular sea la de Muzzio Sáenz-Peña, retomada en una infinidad de reediciones por toda Iberoamérica y cuya primera edición peninsular fuese prologada en 1916 por Rubén Darío, quien de algún modo asentó el prestigio ya adquirido por el traductor.
Al igual que había sucedido con los textos sagrados hindúes, la Bagavad-Gita y el Ramayana, gran parte de esta amplia labor de difusión editorial del vate persa estuvo protagonizada por los escritores adscriptos al modernismo. Hemos señalado en otra parte, estudiando el orientalismo de Leopoldo Lugones, (36) que el componente espiritualista de los modernistas estuvo fuertemente influenciado por la doctrina teosófica impartida por la ruso-británica Helena Blavatsky. A los teósofos se deben las primeras traducciones castellanas de la Bagavad-Gita, ya señalada. Ignoramos quién fue el traductor, pues la primera edición aparece rubricada con el seudónimo “Lotus”. Conocemos asimismo las prácticas ocultistas del círculo modernista que acompañó a Rubén Darío durante sus años en Buenos Aires y ocasionalmente en París. (37) La labor de Manuel H. Bernabé, poeta modernista filipino, es sumamente interesante, pues da cuenta del orientalismo persa desde el propio Extremo Oriente. La traducción “ficticia” de Ventura García Calderón es otro ejemplo de esto; el cuentista franco-peruano perteneció a la corriente estética modernista, y aunque la mentada edición costarricense jamás existió, muestra el atractivo y el prestigio que las cuartetas tenían para el conocido escritor, hecho que justificaba la invención de su traducción apócrifa. Las entregas parciales de Jorge Guillermo Borges aparecieron en sendas revistas ultraístas (aunque difícilmente podamos adscribir al padre de Jorge Luis Borges a esta vanguardia), Gran Guignol y Proa, y la edición póstuma de Joaquín V. González, ajena a los movimientos vanguardistas, se encuadra claramente en la corriente filosófica de rescate espiritual panteísta propia a las primeras décadas del siglo XX, corriente a la que también perteneció Muzzio Sáenz-Peña. Por último, la traducción del mendocino Francisco Propato se encuadra en el intento fallido de institucionalización académica de un Colegio de Altos Estudios Orientales en la Argentina. Su excelente labor crítica y literaria no fue recompensada, pues nunca contó con ninguna reedición fuera de la realizada en París. Estudiaremos en el Capítulo V las traducciones detalladas de Dublan, Sáenz-Peña, Bernabé y González.
Cada época ha privilegiado una interpretación hegemónica, aunque estas interpretaciones hayan sido a menudo divergentes. La apuesta tras estos debates es con frecuencia de talla, pues cada línea interpretativa apareja posicionamientos filosóficos, teológicos y políticos diferentes. Los doctores de la fe musulmana propiciarán una lectura pudorosa que expurga los versos de Khayyam de toda interpretación lineal, proponiendo que cuando el poeta canta al vino expresa en realidad su amor a Dios. Los defensores de la Persia antigua, preferirán inscribirlo en la tradición del culto a Zoroastro. Los espiritualistas, invocar su celebración de un panteón polifónico. Los místicos, invocan su adhesión al sufismo. Los defensores del ateísmo hedónico prefieren ver en ellos una lectura literal que aleja al poeta de todo dogma teológico, situándolo en los márgenes de la fe y viendo en él un precursor avant la lettre de las filosofías del deseo.
2. Despotismo, orientalismo, colonialismo
Como hemos soslayado más arriba, la reflexión en el siglo XVIII europeo en torno al despotismo oriental echará las bases ideológicas y políticas necesarias para legitimar el nuevo colonialismo europeo en esas regiones. Si la ilustración europea debía arrojar luz sobre el oscurantismo preponderante en Oriente y si esta misión pedagógico-cultural era sentida como una tarea imprescriptible del Occidente –en virtud de la cual la superioridad civilizatoria europea debía tener una misión tutelar en el mundo, ergo, la responsabilidad de educar al mundo en el espíritu científico– se deduce que el despotismo era la causa de todos los males padecidos por Oriente y el colonialismo europeo su remedio radical. Las nuevas empresas de conquista serán llevadas a cabo bajo este argumento tutelar, paternalista, inferido de la superioridad de una civilización sobre otra. De tal modo que las potencias imperiales no conquistan a otros pueblos ni los exploran, sino que les aportan el avanzado conocimiento científico moderno, junto con el sistema de valores sociales y culturales propio a Occidente. La rapiña colonial toma visos de filantropía cultural y antropológica, con el mismo celo que un estudiante avanzado vela sobre un camarada desventajado. Aunque se presente bajo una forma equitativa, el intercambio cultural de la conquista es siempre desequilibrado y tendencioso. De este vínculo no solo se sacan ventajas comerciales, industriales, militares y políticas, sino también se extraen ventajas intelectuales y culturales. En este sentido la práctica tutelar del colonialismo es fáustica: no solo se dispone del cuerpo sometido, sino también del alma del sujeto colonizado. El pueblo sojuzgado entrega sus riquezas materiales y asimismo su riqueza espiritual, aculturándose con la incorporación de valores exógenos en su seno.
Sin embargo, esta relación es más compleja que en la parábola de la caverna entre el amo y el esclavo. La relación de dominación es una larga construcción que trasciende la simple coerción militar, sobre todo en un mosaico de culturas, lenguas y religiones como el continente asiático. En este sentido el caso de la India es ejemplar. Desde Vasco de Gama, portugueses, holandeses, franceses, daneses e ingleses se sucedieron en tentativas de control del subcontinente, con magros resultados y éxitos parciales. Ninguno de estos países logró penetrar la idiosincrasia nativa y comprender la enorme complejidad cultural del país, que representó un escollo más avezado que el mero control militar y comercial. Si el poder colonial británico se consolidó durante más de dos siglos en toda la región, mucho le debe al cambio de estrategia instaurada por su primer Gobernador. Citemos extensamente a Vicente Fatone:
Warren Hastings, el primer Gobernador General, fue quién inició el conocimiento de Oriente y de su cultura. Un buen europeo tiene que ser, sobre todo en Oriente, un buen políglota, según la expresión de Silvain Lévi: “La lengua es la única herramienta capaz de desmontar el íntimo mecanismo del pensamiento”. Eso comprendió Hastings, al disponer que fuesen traducidos los antiguos textos legales de la India. Pero los europeos no comprendían sánscrito ni lo indios conocían inglés: hubo que recurrir al persa, a la mediación del Cercano Oriente, que era el único lazo de unión posible entre los dos mundos. Si se aspiraba a gobernar Oriente, era indispensable saber cómo Oriente quería ser gobernado. Y así se fundaron, con una finalidad que primitivamente fue política, los estudios indianistas. Hastings lo confesó con franqueza al ofrecer la traducción de aquellos textos legales: esperaba que esas páginas señalasen “el camino para gobernar a este pueblo con facilidad y moderación, de acuerdo con sus propias ideas, instituciones y prejuicios”. Por la misma razón Hastings ayudaba a William Jones a fundar la Sociedad Asiática de Calcuta. Mientras esa sociedad no diese sus frutos, no podía considerarse consolidado el Imperio inglés en la India. (38)
La ingente labor de los orientalistas occidentales era una pieza fundamental del mecanismo de dominación colonial, pero no la pieza maestra. Los primeros expertos indianistas se formaron en contacto con los pandits, y mientras ese contacto no prosperase, toda empresa de conocimiento europea sobre el Oriente estaba condenada al fracaso. La clave estaba en el conocimiento mutuo de las respectivas idiosincrasias, pero esto suponía un previo intercambio lingüístico en ambos sentidos. El año clave es 1858. Se fundan las primeras tres universidades del subcontinente en Calcuta, Bombay y Madrás. Ese mismo año la reina Victoria acepta a la India como colonia británica. Prosigue Fatone:
[El] éxito estaba asegurado mediante la adopción por los europeos, de un instrumento de expresión oriental y, por los orientales, de un instrumento de expresión europeo. (...) Los europeos necesitaban estudiar a Oriente; pero Oriente comprendió en seguida que necesitaba estudiar a Occidente. La ampliación del panorama histórico tuvo, pues, dos direcciones; y la que más consecuencias determinaría sería la de Oriente hacia Occidente. (...) Mientras unos y otros no dispusiesen del nuevo instrumento de expresión, se considerarían mutuamente bárbaros: en la India, un bárbaro es un mleccha, uno que balbucea, que no sabe hablar. (39)
La acción que permite el acercamiento de ambos mundos es esencialmente política y en segundo plano académica. Pero la situación colonial instaura un desequilibrio político mayor difícil de colmar. Los especialistas de Oriente paulatinamente comienzan a observar el inmenso terreno fértil que se abre ante ellos. A mediados del siglo XIX esta situación desproporcionada empieza a cambiar. Poco a poco en Europa se levantan nuevas voces que llaman la atención sobre el cuantioso legado cultural ignorado por Occidente, y deben adoptar los especialistas una posición más recatada y humilde. No se trata ya de enseñar a estos pueblos, sino que se puede y debe aprender de estas culturas. Esta noción de aprendizaje se convierte entonces en un imperativo para académicos y hombres de letras. En una conferencia pronunciada por Burnouf en 1861 –cuando en paralelo editaba su nueva traducción de la Bagavad-Gita– el especialista hace este llamado:
Hemos llegado a un punto en donde podemos afirmar sin exageración: el profundo conocimiento de las lenguas, antiguas y modernas, es imposible sin el estudio del sánscrito. Este axioma no puede escapar de ahora en más a ningún erudito; todos lo reconocen (…). Pues aquellos que desdeñan la ayuda que el Oriente hindú les aporta, deben persuadirse de que cada día perdido en esta empresa los relega respecto de aquellos que saben sacar provecho de él. (…) El griego y el latín, sin los que nuestras lenguas modernas resultan inexplicables, parecen oscuros sin la comparación con la lengua de la India que los ilumina con tanta vivacidad. (40)
Según Burnouf, a la paciente labor filológica y gramatical, en aquel entonces aún incompleta y errática, colmada de lagunas, debe seguirle un intenso esfuerzo de comprensión y conocimiento histórico, con la finalidad de elaborar una cronología y periodización históricas comparativas, de carácter verdaderamente universal.
3. Los fundamentos de la divulgación mística: del espiritualismo ecléctico a los círculos teosóficos
A lo largo de todo el siglo XIX el espiritualismo constituyó uno de los componentes esenciales del pensamiento ecléctico argentino. Esto fue estudiado en detalle por Arturo Andrés Roig en 1972. En su obra El espiritualismo argentino entre 1850 y 1900, este proporciona la siguiente definición del término espiritualismo, que debemos diferenciar de modo tajante de las prácticas ocultistas y espiritistas.
Por “espiritualismo” entendemos una corriente de ideas, así denominada por Juan Bautista Alberdi [en Mi vida privada] y que incluye todo el conjunto de tendencias y doctrinas que tradicionalmente han sido entendidas como inmediatamente anteriores a la aparición del “positivismo”, movimiento éste último constituido en parte sobre materiales provenientes de aquellas doctrinas y en parte como rechazo de las mismas.
Este “espiritualismo” podría también recibir de modo genérico el nombre de “romanticismo”, aun cuando esta denominación ofrece (...) algunas dificultades. (...) En contra de lo afirmado por la historiografía filosófica argentina [Korn] de principios de siglo [veinte], nos hemos visto por otro lado llevados a mirar el proceso del “espiritualismo” como una larga evolución que abarca el siglo XIX casi entero y que se extiende en sus últimas manifestaciones, sin interrupción, hasta las primeras décadas del siglo XX. (41)
El espiritualismo así entendido, en estado puro, es un ingrediente intelectual que en el Plata, a lo largo del siglo XIX es extremadamente raro. Korn señaló las singularidades del neo-romanticismo argentino a fines del XIX. Este, a diferencia de su par europeo, que mantuvo vivo el idealismo en numerosas cátedras universitarias, en el medio local se extinguió durante varias décadas con la entrada avasallante del cientificismo positivista. Asimismo, en su retorno finisecular, el neo-espiritualismo vernáculo muchas veces se combina con otras corrientes de pensamiento europeas antitéticas: el racionalismo, el positivismo –en sus diferentes declinaciones–, el naturalismo, el krausismo. El sustrato ecléctico de la formación intelectual nacional, combina elementos que en el Viejo Continente hubieran sido escandalosos, pues se concebían como antagónicos. El pensamiento argentino es desde sus comienzos la resultante de una hibridación. El primer ejemplo de esta fusión lo observamos en la Generación de 1837 con la superposición de la tradición romántica y del racionalismo ilustrado. La configuración periférica del desarrollo intelectual tras la independencia, reforzó esta combinatoria azarosa de elementos contrarios. Estos podían ser asimilados con relativa armonía por las jóvenes generaciones intelectuales, arrojando un resultado que distaba de la mera copia de modas intelectuales ajenas. Los atributos y especificidades de tradiciones contrarias, podían hallar refugio y nueva vida en las orillas del Río de la Plata. Si bien sobran ejemplos de repeticiones rígidas de los esquemas importados desde Europa, dichos valores se fundieron a menudo en un esquema de pensamiento acuciado por necesidades propias y superando la simple imitación de modas culturales. El espiritualismo, en la definición dada por Roig, desempeña esta función de hibridez, como un espacio específico de la reflexión nacional: delinear con retazos intelectuales ajenos un esquema de pensamiento adaptado al contexto local y regional. Nuestra tarea, entonces, no será la de elaborar una nómina de las malas repeticiones aportadas por epígonos mediocres, por cierto cuantiosas. Procuraremos, en cambio, observar los elementos originales que asoman tras la nebulosa de escritos locales redactados “a la manera de” las escuelas europeas pero que denotan un esfuerzo de “adaptación local”, cuyos fulgores pasaron inadvertidos para la historia cultural. Estos elementos son hoy los indicios palpables de una lectura sesgada y nueva.
A su modo, la doctrina teosófica se propuso colmar esta flagrante laguna comparativa en el plano teológico y religioso. Las armas a las que recurrió no son las de la ciencia positivista, ni a aquellas de la historia de la religión, ni a las del estudio comparativo, sino a la íntima convicción de que hay un sustrato común a todas las creencias religiosas. La elaboración de este vasto programa de comprensión transcultural y panteológico, los teósofos la realizaron desde una posición de creyentes. El comparatismo religioso está inscripto como el segundo propósito de toda Sociedad Teosófica: “fomentar el estudio comparativo de las religiones, filosofías y ciencias”. (42) Esta tarea debe ponerse al servicio de la fraternidad humana por encima de los diferentes credos, razas, sexos o castas, que constituye la primera finalidad de esta doctrina. Los teósofos defienden el principio fundamental de la libertad de pensamiento, esto es, de la libertad de culto y de creencias individuales, dando público conocimiento de las mismas, pero sin el derecho de imponer sus convicciones a los demás. El tercer principio de esta escuela es la idea de que existen fenómenos inexplicables en la Naturaleza y en el hombre, cuyos misterios intentan revelar. Dicho propósito los aparta radicalmente de la epistemología científica. Los cientificistas y los positivistas sostienen, al contrario, que si bien hay múltiples fenómenos a los que la ciencia aún no puede dar respuesta, dichos fenómenos podrán ser explicados científicamente cuando el desarrollo de la investigación reúna las condiciones necesarias (históricas, sociales y técnicas) para poder hacerlo en el futuro. El espiritualismo y la teosofía, propugnan que siempre habrá fenómenos inexpugnables a la ciencia, pues dichos fenómenos son de una naturaleza diferente y no están sujetos a una explicación racional, sino espiritual. Allí donde los cientificistas ven un elemento de sujeción intelectual o de sugestión psicológica (individual o social), los espiritualistas piensan delimitar el terreno irreductible propio a la mística humana, cuyo destino es escapar a todo intento de reducción racionalista. Esta tesitura espiritualista no solo responde a ciertos fenómenos humanos, sino también se aplica a ciertos fenómenos de la naturaleza (aunque su enumeración sea muy vaga y difusa).
Por esto debemos comprender la ascendencia de ambas visiones como un juego de contrapesos que buscan equilibrarse, sin entrar en la pertinencia de unas y otras posiciones. De este modo observamos que la corriente espiritualista satisface una serie de expectativas espirituales en una época (la segunda mitad del siglo XIX) en que el positivismo se difunde, ganando terreno y credibilidad en todas las disciplinas científicas. La emergencia social del espiritualismo puede explicarse como un regreso a los valores humanos que el racionalismo materialista a menudo olvida y, otras veces, aborda como la encarnación de supersticiones ancestrales que deben ser erradicadas, en cuanto son meros resabios de la alienación teocrática. Constatamos que allí donde el positivismo triunfa a la luz del día, el espiritualismo se propaga en los repliegues oblicuos de la creencia cientificista. Nos interesará explorar la hipótesis de que ambas corrientes de pensamiento constituyen las dos caras de una misma medalla. De hecho, muchos espiritualistas fueron también vectores del cientificismo triunfante. Entre otras personalidades conocidas –como Alejandro Sorondo o José Ingenieros– este sincretismo “ciencia-espiritualidad” lo ilustra Alfredo L. Palacios, futuro primer diputado socialista de América (electo en 1904) que, al igual que Leopoldo Lugones, adhiere a la Sociedad Teosófica en 1898. (43) El socialismo científico no excluía aquí al espiritualismo. En el contexto argentino finisecular, ambas tendencias no eran percibidas por todos los actores del campo cultural y político como excluyentes; las fronteras entre ambas doctrinas eran con frecuencia porosas y lábiles. Cualquiera sea la evaluación final de la teosofía, estos ejemplos muestran que había una expectativa creciente entre los hombres letrados por explorar universos allende las fronteras de la ciencia y del racionalismo.
El caso de José Ingenieros, uno de los pilares del positivismo vernáculo, es al respecto elocuente. Oscar Terán señala cómo desde fines del siglo XIX, cuando Ingenieros editaba La Montaña con Lugones, el cientista social propulsaba dos tipos de experiencia: una que pasaba por la modificación del sistema conceptual mediante el cual se intentó sacudir a una sociedad inmóvil (poco después, en 1900, Ingenieros abandona su militancia en el Partido Socialista), y otra que implicaba una suerte de combate intimista contra el conformismo burgués (encarnado por el liberalismo triunfante de 1880) mediante la reivindicación del “alma bella”. Quizá la sorprendente filiación de Ingenieros con el idealismo formaba parte de esta estrategia intimista que conjugaba la resistencia frente a los valores materialistas con un idealismo genuino. En realidad, este paso puede asimismo explicarse como una nueva reformulación de las creencias elitistas. En efecto, los jóvenes Ingenieros y Lugones compartían una visión de la historia y la humanidad que ponía el acento en el desarrollo de sus élites, únicas capaces de tirar hacia arriba a las masas, mudas o inaudibles, y casi siempre prejuiciosas. Solo que el elitismo político y estético ahora se complementa con el elitismo espiritual (de corte idealista). Ambos amigos representaban la conciencia desgarrada de esa intelectualidad “que no hallaba ni cauces integradores en el proyecto hegemónico ni tampoco un sujeto social en el cual encarnar su deseo de revolución”, (44) según explica Terán. El desarrollo intimista del “alma bella”, en su variante artística o del idealismo social y político, no eran otra cosa que una alternativa de repliegue espiritual frente a la homogeneización burguesa de los valores sociales.
En un registro semejante, la adscripción teosófica de muchos intelectuales como Lugones o Palacios representaba una posibilidad más de revuelta elitista frente a las ideas dominantes del capitalismo liberal. Ulteriormente, Ingenieros escribe un conocido ensayo en el que establece un primer balance de la gran guerra europea tras las primeras semanas de conflicto. En El suicidio de los bárbaros Ingenieros preanuncia en 1914 un debilitamiento inexorable del eurocentrismo. Con esta guerra Europa enterrará definitivamente los valores feudales propios de una civilización que, a pesar de la modernidad, estaba consustancialmente arraigada –social y políticamente– en el antiguo régimen. De esta interpretación Ingenieros deduce que la conflagración internacional es una tragedia afortunada. Trágica por el enorme coste humano, pero asimismo bienhechora porque tras ella se iniciaría un nuevo capítulo de la civilización occidental. Esto resulta más sorprendente por cuanto Ingenieros fue un europeísta tenaz; no obstante, con este ensayo, una porción considerable de la civilización europea es ahora englobada dentro de la barbarie. Las bases para una difusión del espiritualismo –aunque este término recubra realidades disímiles, como el humanismo, el idealismo, una visión preponderantemente estética, un camino íntimo o incluso místico, del hombre y del mundo– encontraban vientos favorables dentro del ámbito intelectual cientificista.
Ingenieros y Lugones acogieron en La Montaña algunos escritos importantes de Rubén Darío, como el poema “Metempsicosis” en el número uno. Ingenieros, el sociólogo, frecuentó los círculos literarios modernistas, participando activamente en la institución cultural “El Ateneo”, y asimismo en las revistas El Mercurio de América y Atlántida. (45) Cierto denominador común identificaba a las corrientes estéticas modernistas y las vanguardias socialanarquistas, al menos hasta comienzos del siglo XX: el rechazo al establishment o de todos aquellos elementos que representasen la mediocridad burguesa. Lugones publica, al filo del siglo XX, el artículo “Nuestras ideas estéticas” (1901) en la revista teosófica porteña Philadelphia. Un examen del mismo nos permite avizorar la filiación entre la sensibilidad poética modernista y los planteamientos teosóficos que el cordobés defendía en aquella época.
El punto de partida lugoniano son los conceptos de belleza y de emoción estética, aplicados desde luego a la poesía, pero asimismo extensivos a las artes en general. En esta primera reflexión estética del vate, aparecen encaramadas, como al trasluz, su visión del mundo y los complejos vínculos del universo con el hombre. La crisis finisecular es otro de los puntos de partida de su discurso y alude a la crisis espiritual fin-de-siècle palpable en el mundo letrado, que los simbolistas y parnasianos galos designaron bajo la etiqueta del decadentismo, y cuyas premisas fueron retomadas por los modernistas. Desde estas bases Lugones afirma su búsqueda de la unidad espiritual, que según él tiene su fundamento en la emoción estética y cuya expresión última se halla en la belleza poética. Directa e indirectamente, Lugones esboza el balance del deterioro espiritual de su época, cuando el mainstream cultural de la nación estaba ocupado en defender la consagración definitiva de la Argentina en la senda del progreso, por entonces asimilado exclusivamente con el progreso material. Los vectores ideológicos responsables de esta visión hegemónica de la cultura fundada en la riqueza, eran el positivismo filosófico y su traducción política práctica, junto a la idea de laicización a ultranza de la sociedad. Esta ideología del progreso materialista dejaba poco espacio a las cuestiones meramente espirituales y, ergo, a los artistas, la poesía y los poetas, quienes –cuando no la desdeñaban– de cierta forma dilapidaban la acumulación de riquezas. Pocos años después, cuando Lugones publica Prometeo, un proscripto del sol con ocasión del Centenario, el vate explicita su postura con las siguientes palabras: “La verdad es que tenemos muy descuidado el espíritu. Confundimos la grandeza nacional con el dinero que es uno de sus agentes. Hemos puesto nuestra honra en el comercio, olvidando que, por su propia naturaleza, el comercio puede llegar a traficar con nuestra honra”. (46) El idealismo espiritualista defendido por Lugones encuentra eco seguro en los vestigios románticos del pasado, que era la única forma de oposición genuina al materialismo vacuo impuesto por el positivismo. Esta formulación de la unión interior Lugones la deriva de los escritos de Helena Blavatsky, de quien conocía especialmente La doctrina secreta (1888), obra sobre la que el cordobés despliega su teoría poética. La unión espiritual debe realizarse en acuerdo armónico con el universo, recorriendo en un vaivén permanente el camino dialéctico de la interioridad a la exterioridad. En palabras de Salazar Anglada: “el poeta encuentra en el idealismo de las milenarias filosofías orientales de base pitagórica, rescatadas ya desde el romanticismo inconformista, una forma de diálogo consigo mismo y con ese otro mundo que está fuera de él y que ve a lo lejos como un extraño: el Universo”. (47) Esta unión íntima y su relación con el afuera (el universo), constituye la esencia misma de la intuición poética y su ideal de belleza. Por eso, tras los conceptos estéticos modernistas hallamos sobreimpresa, en la pluma lugoniana, nociones propias a la doctrina teosófica. El ritmo del verso y el poema se proyectan en el ritmo del universo, ambas se acoplan, dialogan y son reflejos especulares. Esta unión procede mediante un pensamiento de tipo analógico, propio a las concepciones hermenéuticas, principio que hace converger el mundo celeste con el terrestre. La música que encierra la poesía es en definitiva la música del universo. Esto había sido propuesto poco antes por Rubén Darío en su prólogo a Ensayos profanos (1899). Coincidiendo con el poeta nicaragüense, el joven Lugones de “Nuestras ideas estéticas” reafirma esta analogía como principio poético, lo que constituye el fundamento primordial de la metáfora. “La gran ley de la analogía, en virtud de la cual ‘lo que está arriba es como lo que está abajo’, tiene su formulación en la metáfora, alma de la poesía”. (48) El poeta es entonces un creador de analogías que explican el mundo desde su óptica, suerte de intermediario entre el universo celeste y el bajo mundo terrestre. En esta concepción mística el poeta es un passeur, artífice de esta unión espiritual entre su universo íntimo y el cosmos. De este modo Lugones se posiciona claramente dentro del idealismo filosófico, pues según sus conceptos estéticos el mundo no resulta solo de la combinatoria racional de las leyes naturales. Estas leyes naturales estarían incompletas sin el aporte determinante del artista y el poeta; sin la intervención creadora de estos no habría unión posible.
Como lo veremos más adelante respecto a Joaquín V. González, tras estos conceptos estéticos de Lugones se vislumbra un fuerte sustrato panteísta, muy en boga en algunos círculos intelectuales inconformistas de la época. El panteísmo sostiene que Dios es la totalidad del Universo y que todos los elementos que componen el Universo son Dios, por lo que el culto y la creencia en un dios único son presuntuosos y vanos –induciendo a posicionamientos existenciales y espirituales erróneos, cuando no trágicos–. Lugones y otros correligionarios modernistas reivindican y reafirman las concepciones panteístas como una manifestación más de rebelión y anticonformismo frente a las ideas hegemónicas del positivismo racionalista, (49) que evacuaba a la espiritualidad tildándola de superchería retrógrada, de resabios supersticiosos y otros adjetivos descalificantes por juzgarla sustancialmente inconciliable con los ideales del Estado moderno, liberal y laico. La creación poética escapa a la razón, y como arena entre las manos rehúye a cualquier intento capaz de reducirla a sus premisas lógicas. La sugestión hermética es el elemento genuino de la palabra poética, siempre inasible por fuera de la emoción que suscita. (50) Las interpretaciones decodificadoras, polisémicas e infinitas, la alejan definitivamente de todo emprendimiento racionalista, solidarizándola en cambio con la espiritualidad mística, la iniciación ocultista, el hermeneutismo divino de los cabalistas y los principios sufistas de comunión directa del hombre con Dios. “En efecto –enuncia Lugones–, místico es todo aquel que ha llegado a la unidad con el gran Ser. (…) Ahora bien, el arte, por ser panteísta, es místico”. (51)
Dos aspectos se insinúan como elementos perturbadores de las concepciones estéticas idealistas del joven Lugones, asociados con su derrotero biográfico: a) la melancolía del poeta, y b) el factor contemplativo propio del artista decadentista. La primera es una suerte de entusiasmo agónico, o entusiasmo invertido, que, como en los románticos de comienzos del siglo XIX, cobra de repente un valor positivo tras siglos de ignominia. La melancolía es aquí una variante de la ascesis. A pesar de que Lugones le infunde una carga vital a la melancolía, esta no llega nunca a ser una expresión genuina de la sensibilidad positiva del mundo, pues dicha concepción poética expresa más las dudas que la confianza en el universo espiritual y psicológico del poeta. La segunda, subraya el hecho de que todo goce estético es un acto contemplativo, lo que se concilia mal con la acción (política, artística o discursiva) en la que el propio escritor estuvo comprometido durante toda su vida (con los avatares que lo condujeron del anarco-socialismo hasta las posiciones nacionalistas y fascistas de la década de 1930). Esta contradicción entre una existencia contemplativa como aspiración estética y una biografía marcada por la prosecución de objetivos políticos (aunque estos fuesen inestables y cambiantes), resume la diferencia elemental que separa a la poesía espiritual de Almafuerte, por ejemplo, con aquella de Lugones.
Cierto, estos son elementos discordantes entre la vida y la obra de Lugones, que no presumen nada respecto a otros notables escritores y pensadores de la época. Son muchos los itinerarios que conducen, en este fin-de-siècle, a que diversos intelectuales abracen la espiritualidad mística de corte panteísta. Un caso notable lo tenemos con el mencionado Joaquín V. González, que, aunque por sus convicciones políticas se situaba en el campo conservador, adhirió a las creencias panteístas y desempeñó –en su acción política– un papel reformista de primer orden dentro del establishment liberal. Por encima de estas figuras contrapuestas, debemos destacar el hecho que hacia fines del siglo XIX se instauran en el campo intelectual argentino una serie de nuevos factores que abrirán las puertas a una nueva espiritualidad (aun cuando los valores políticos que las sostenían fuesen a menudo contradictorios). Dichos valores espiritualistas, cuya inspiración orientalista había recorrido los matices filosóficos del idealismo y del positivismo, constituían un air du temps insoslayable en el mundo cultural de la época (en literatura, en arte y en filosofía). La generación de intelectuales que, sobrellevando el eclecticismo político se aprestan a festejar el Centenario, empezaban a anclar sus miradas en elementos exógenos de la cultura occidental y europea. Estos nuevos horizontes son testimonio flagrante de un inconformismo creciente dentro del ámbito letrado. Aunque muchas de estas figuras estuvieron asociadas al establishment político, la insatisfacción espiritual era palpable. Baste mencionar que autores como Arturo Capdevila, Ricardo Güiraldes y Salvadora Medina Onrubia, (52) abrevaban entonces en esa “fuente de juventud espiritual” llamada Oriente, como paso ineludible en la búsqueda de universalidad.
1- Cf. Voltaire, Textes sur l’Orient, 1. L’Empire Ottoman et le Monde Arabe, París: Coda, 2006. Edición de Jean-Pierre Jackson y prefacio de Faruk Bilici; cf. Voltaire, Textes sur l’Orient, 2. La Chine, l’Inde, le Japon, la Perse, París: Coda, 2007. Edición de Faruk Belici. Los dos volúmenes reúnen todos sus textos de sobre el oriente.
2- Cf. Volney, Les Ruines ou Méditations sur les révolutions des empires, París: Bossange, 1822, 10ª edición.
3- Cf. Nicolas-Antoine Boulanger y Paul-Henri Thiry D’Holbach, Recherches sur l’origine du despotisme oriental, suivi de De la cruauté religieuse, París: Coda, 2007. Edición de Jean-Pierre Jackson.
4- Cf. Sophie Audidière, Jean-Claude Bourdin, Jean-Marie Lardic, Francine Markovits e Yves-Charles Zarka (eds.), Matérialistes français du XVIIIe siècle. La Mettrie, Helvéticus, d’Holbach, París: PUF, Col. Fondaments de la politique, 2006. Véase especialmente las partes II y III.
5- Cf. Axel Gasquet, Oriente al Sur, op. cit., cap. IV, pp. 73-99.
6- Cf. Axel Gasquet, “¿Oriente en ruinas o las ruinas de Occidente? Pastor Servando Obligado, camino de Balbek”, Revista de Occidente, Nº 320, Madrid, enero 2008, pp. 21-35; cf. Axel Gasquet, Oriente al Sur, op. cit., cap. VI, pp. 135-165.
7- La primera edición castellana de Cien poemas la realiza del inglés Joaquín V. González: cf. Cien poemas de Kabir, Buenos Aires: Ed. San Martín, 1915. La primera traducción castellana del sánscrito del texto clásico hindú: cf. Panchatantra, ó cinco series de cuentos, Madrid: Librería de Perlado, Páez y Cía., 1908. Edición y prólogo de José Alemany Bolufer.
8- Cf. La antigua versión castellana de Calima y Dimna: cotejada con el original árabe de la misma, Madrid: Librería de los Sucesores de Hernando, 1915. Edición de José Alemany Bolufer. Cf. Báidabâ (El Filósofo Hindú), Calila y Dimna. Fábulas, Leyendas, máximas y consejos orientales, Buenos Aires: Editorial Arábigo-Argentina “El Nilo”, 1948. Traducción castellana de Ahmed Abboud, basada en la versión árabe de Abdul’lah bnu-l-Muqaffa’a.
9- Un ejemplar de esta edición se halla disponible en la Biblioteca Nacional de Francia, París. No encontramos sin embargo registro de la misma en la Biblioteca Nacional de Madrid.
10- Cf. Libro de las mil noches y una noche, Valencia: Prometeo, Col. Libros célebres españoles y extranjeros, [1916]. Traducción directa y literal del árabe por J. C. Mardrus, versión española de Vicente Blasco Ibáñez, prólogo de Enrique Gómez Carrilo.
11- Cf. Libro de las mil y una noches, t. I y II, México: Conaculta, Col. Clásicos para hoy, 2011, 2º ed. Traducción de Rafael Cansinos Asséns, estudio preliminar y notas de Rubén Chuaqui.
12- Juan Vernet, “Introducción. Una vieja historia”, en Las Mil y Una Noches, Barcelona: Planeta, Col. Grandes Obras Clásicas, 2006, p. XXIII. Véase también: Juan Vernet, La cultura hispanoárabe en Oriente y Occidente, Barcelona: Ariel Historia, 1978, pp. 315-323.
13- Véase la nota 4 del capítulo anterior.
14- Cf. Le Ramayana, Tomos I y II, París: Librairie Internationale, 1864.
15- Cf. The Ramayuna of Valmeeki, in the original Sungskrit, with a Prose Translation and Explanatory Notes, Serampore (Bengala): Serampore Mission Press, 1806-1810. Traducción y edición de William Carey y Joshua Marshman. Cf. Ramayana id es carmen epicum de Ramae rebus gestis poetae antiquissimi Valmici opus, Bonn: Schlegel Sanskrit Printing Press, 1829-1838. Traducción de August Wilhelm von Schlegel.
16- Lucio V. López, “El Ramayana. Poema sánscrito de Valmiki” (primera parte), La Revista de Buenos Aires, Año VII, Nº 78, octubre de 1869, p. 182.
17- Ibidem, p. 183.
18- Ibidem, p. 185.
19- Ibidem, p. 185.
20- Ibidem, p. 190.
21- Ibidem, p. 189.
22- Ibidem, p. 191.
23- Ibidem, p. 190.
24- Lucio V. López, “El Ramayana. Poema sánscrito de Valmiki” (segunda parte), La Revista de Buenos Aires, año VII, Nº 79, noviembre de 1869, p. 358.
25- Véase la traducción reciente del inglés: cf. Vālmῑki, Rāmāiaṇa, Barcelona: Atalanta, 2010. Traducción castellana de Roberto Frías según la edición inglesa de Arshia Sattar.
26- Cf. La Bhagavad-Gîta o El Canto del Bienaventurado, op. cit. Hay diferentes trascripciones ortográficas castellanas para la obra: Bagavad-Gita, Bhagavad-Gîtâ ó Bhagavad-Gîta.
27- Cf. La Bagavad-Gita: poema sagrado, op. cit.
28- Cf. Bhagavad-Gîtâ (El canto del Señor): diálogos entre Krishna y Arjuna, Príncipe de la India, Barcelona: Tipográfica La Académica, 1896. Traducción y notas de José Roviralta Borrel.
29- Upanishad es el término que se aplica a cada uno de los casi 150 textos sagrados del hinduismo, escritos en sánscrito entre los siglos VII y V a.C. Literalmente significa “sentarse más abajo que el otro” en signo de respeto hacia las enseñanzas del maestro.
30- Vicente Fatone, “Sacrificio y gracia, de los Upanishads al Mahayana”, Obras Completas, vol. I, Buenos Aires: Sudamericana, 1972, p. 215. [Vicente Fatone, Sacrificio y gracia, Buenos Aires: M. Gleizer, 1931.]
31- Cf. Aníbal Salazar Anglada, “Modernismo y Teosofía: la visión poética de Lugones a través de Nuestras ideas estéticas”, en Anuario de Estudios Americanos, Sevilla, CSIC, tomo LVII, 2, 2000, pp. 601-626.
32- Dos miembros destacados de la cofradía iniciática norteamericana fueron Henry Steel Olcott y William Quan Judge.
33- Soledad Quereilhac, “El intelectual teósofo. La actuación de Leopoldo Lugones en la revista Philadelphia (1898-1902) y las matrices ocultistas de sus ensayos del Centenario”, Prismas, Revista de historia intelectual, vol. 12, Nº 1, Bernal: Universidad Nacional de Quilmes, junio 2008, pp. 67-86.
34- Su verdadero nombre era Chiyath-ed-din-Abdul-Fattah Umar ben Ibrahim al-Khayyam, según aparece en su tratado de Álgebra. Hay discusión en torno a la fecha de su nacimiento, que también es señalada en 1048. Sus orígenes humildes no están en duda. En efecto, su nombre reza: Omar hijo de Ibrahim “fabricante de tiendas” [Khayyam]. Cf. Francisco Propato, “Ensayo crítico sobre las Ribáiyát de Umar-I-Khayyám”, Rubáiyát de Umar-I-Khayyám, París: Casa Editorial M. Bourdon, 1930, p. 46.
35- Cf. Juan Dublan, “Ruba’iyyat” de Omar Khayyam. Traducidos en verso castellano de la versión inglesa de Eduardo Fitzgerald, México: A. Carranza y comp. Impresores, 1904; cf. G. Martínez Sierra, “Los Rubayata por Omar Khayyam de Naishapur”, en Renacimiento, Madrid, 1907; cf. Carlos Muzzio Sáenz-Peña, “Rubaiyat de Omar-al-Khayyam”, en Nosotros, La Plata, Talleres de Joaquín Sesé y Cía, marzo, XII-59, 1914, p. 225-232; cf. José Castellot, Rubaiyat de Omar Khayyam, prólogo de Juan José Tablada, Nueva York: [s.e.], 1916; cf. Jorge Guillermo Borges, “Del Poema de Omar Jaiyám”, en Gran Guignol, Sevilla, núm. 1, febrero, 1920; cf. Carmela Eulate Sanjurjo, Antología de Poetas Orientales, Barcelona: Cervantes, 1921; cf. Pedro Guirao, Las mejores poesías (líricas) de los mejores poetas, Barcelona: Cervantes, 1922; cf. Manuel Bernabé, Rubaiyat de Omar Khayyam. Traducido en verso castellano según la versión inglesa de Edward Fitzgerald, Manila: Imp. La Vanguardia, 1923; cf. Jorge Guillermo Borges, “Rubaiyat”, en Proa, Buenos Aires, diciembre 1924, núm. 5, p. 55-57 (estrofas 1-17); y enero 1925, núm. 6, p. 61-68 (estrofas 18-62); cf. Ventura García Calderón, Omar Kheyyam, Rubaiyat, San José de Costa Rica: El Convivio, 1925 (traducción directa del persa); cf. Joaquín V. González, Rubáiyát, de Omar Khayyám. Versión castellana yuxtalineal sobre el texto inglés de Ed. Fitzgerald, Buenos Aires: J. Roldán, 1926 (traducción de 1919, edición póstuma); cf. Francisco A. Propato, Ensayo crítico sobre Las Rubáiyát de Umar-l-Khayyám: acompañado de la versión castellana y de notas, op. cit., 1930.
36- Cf. Axel Gasquet, Oriente al Sur, op. cit., pp. 205-232.
37- Dice en sus memorias el nicaragüense: “con Lugones y Piñeiro Sorondo hablaba mucho sobre ciencias ocultas. Me había dado desde hacía largo tiempo a esta clase de estudios [teosóficos], y los abandoné a causa de mi extrema nerviosidad y por consejo de algunos médicos amigos. Yo había, desde muy joven, tenido ocasión, si bien raras veces, de observar la presencia y la acción de las fuerzas misteriosas y extrañas que aún no han llegado al conocimiento y dominio de la ciencia oficial. (...) En París, con Leopoldo Lugones, hemos observado en el doctor Encausse, esto es, el célebre Papus, cosas interesantísimas; pero según lo he expresado, no he seguido en esta clase de investigaciones por temor justo a alguna perturbación cerebral”. Cf. Rubén Darío, Autobiografía, Buenos Aires: Eudeba, 1968, p. 127.
38- Vicente Fatone, “El conocimiento del Lejano Oriente en el siglo XIX”, Obras Completas, vol. I, Ensayos sobre Hinduismo y Budismo, Buenos Aires: Sudamericana, 1972, pp. 363-364. Se trata del texto de una conferencia dada en el Colegio Libre de Estudios Superiores, Buenos Aires, el 17 de junio de 1940.
39- Ibidem, pp. 364-365.
40- Émile Burnouf, De la nécessité des études orientales, Dijón: Grosjean Libraire, 1861, pp. 6-7. Traducción nuestra.
41- Arturo Andrés Roig, El espiritualismo argentino entre 1850 y 1900, Puebla: Editorial José M. Cajica, 1972, pp. 7-8.
42- Cf. “Propósitos”, Revista de la Sociedad Teosófica del Uruguay, t. I, Montevideo, octubre 1924, p. 1.
43- Cf. María Pía López, Lugones: entre la aventura y la Cruzada, Buenos Aires: Ediciones Colihue, 2004, p. 52.
44- Oscar Terán, José Ingenieros: pensar la nación (antología de textos), Buenos Aires: Alianza bolsillo, 1986, p. 24.
45- El Mercurio de América (1898-1900) estuvo fundada y dirigida por Eugenio Díaz Romero y fue lanzada tras el cierre de La Biblioteca (1896-1898) dirigida por Paul Groussac. José Ingenieros estuvo a cargo de la sección bibliográfica “Letras italianas”. Cf. Carlos Alberto Loprete, La literatura modernista en la Argentina, Buenos Aires: Plus Ultra, 1976, pp. 44-55. La revista Atlántida, dirigida por Emilio Berisso y José Pardo, fue más efímera y apenas duró cuatro números, de septiembre a diciembre de 1897. Cf. Héctor Lafleur, Sergio Provenzano y Fernando Alonso, Las revistas literarias argentinas (1893-1967), Buenos Aires: Ediciones El 8vo loco, 2006, pp. 48, 49-51 y 66.
46- Leopoldo Lugones, “Prólogo” a Prometeo. Un proscripto del sol [1910], en Obras en prosa, Madrid: Aguilar, Col. Joya, 1962, p. 778.
47- Aníbal Salazar Anglada, op. cit., p. 610.
48- Leopoldo Lugones, “Nuestras ideas estéticas”, Philadelphia, Buenos Aires, año IV, t. V, noviembre-diciembre de 1901. [Citamos la edición ibérica: Sophia, Madrid, año X, mayo de 1902, p. 175.] La expresión entre comillas Lugones la toma de Las tablas de Esmeralda de Hermes Trimegisto, mítico ocultista hermético helénico.
49- El crítico italiano Allegra estudia el caso de Lugones y su componente teosófico al interior del modernismo ibérico. Cf. Giovanni Allegra, El reino interior: premisas y semblanzas del modernismo en España, Madrid: Ediciones Encuentro, 1985, cap. “Trasfondo ocultista”, p. 142-144.
50- Afirma mucho después Octavio Paz: “El universo es una escritura cifrada, un idioma en clave (...). Cada poema es una lectura de la realidad; esa lectura es una traducción; esa traducción es una escritura: un volver a cifrar la realidad que se descifra. El poema es el doble del universo: una escritura secreta, un espacio cubierto de jeroglíficos. Escribir un poema es descifrar al universo solo para cifrarlo de nuevo”. Cf. Octavio Paz, Los hijos del limo, Barcelona: Seix Barral, 1974, pp. 108-109.
51- Ibidem, p. 177-178.
52- El caso de Medina Onrubia es ilustrativo del impacto que la teosofía todavía tenía en el medio literario de la década de 1920.