TEMA 2
EL TEATRO EN EL SIGLO XIX

Temario

1. Contextos histórico y cultural.

2. Vida escénica.

3. El teatro romántico.

4. Autores y obras más significativas.

1. CONTEXTOS HISTÓRICO Y CULTURAL

1.1. Contexto histórico

El acontecimiento histórico que marca el inicio del siglo XIX en España, y en Europa, es el de la hegemonía francesa (fundamentalmente continental), impuesta por Napoleón, frente al dominio del imperio inglés (eminentemente marítimo), que dará lugar a la invasión de la Península por las fuerzas francesas, lo que provocó una reacción enérgica del pueblo español en la denominada Guerra de la Independencia, que duraría de 1808 a 1813, semejante un tanto a la rusa (1813) o a la alemana (1815).

El pueblo se subleva y se realiza una guerra de liberación. Tras las desavenencias entre Carlos IV y su hijo Fernando VII (1784-1833) —en el que abdicó en 1808—, Napoleón decide eliminar a los Borbones e impone como rey de España a su hermano José I, con el objetivo de incorporar a la Península a su imperio. Como consecuencia de ello, se inicia una reacción popular, una guerra en todos los sentidos, a través de las Juntas provinciales o comarcales. Se imponen los sitios —la defensa férrea de las localidades, como el de Zaragoza, donde Agustina de Aragón tendrá un papel muy destacado— y el método de la guerrilla. El motín de Aranjuez, que derrocará a Carlos IV, a favor de su hijo Fernando VII y el levantamiento de Madrid (el 2 de mayo de 1808) serán dos muestras señeras de la insurgencia popular.

Ante esta situación se producen dos actitudes: aceptar la situación, como hicieron los afrancesados (ilustrados) —hecho que repercutirá tanto en la cultura en general como en el teatro en particular— o rechazarla, como haría la inmensa mayoría del pueblo y los poderes fácticos, en general.

En este sentido, gracias al impulso de los liberales, se haría la Constitución de 1812, conocida popularmente como La Pepa, por haberse firmado el día 19 de marzo, día de San José, en Cádiz, que derrocaría los valores del Antiguo Régimen, dando la soberanía al pueblo y propugnando una nueva visión de España.

Derrotados los franceses, de vuelta a España, Fernando VII, defensor, en principio, de la Constitución, a quien poco duraría este entusiasmo, impuso, en 1814, el absolutismo, propugnador de los valores más tradicionales y enemigo de las libertades. España, una vez más, dividida en dos: los absolutistas y los constitucionalistas (o liberales). Estos últimos logran hacerse con el poder durante el trienio liberal (1820-1823), que será abortado por una segunda etapa absolutista (1823-1834), denominada la «ominosa década». Se inicia un periodo de emigración, especialmente de políticos, intelectuales y escritores, a Inglaterra y a Francia. De nuevo, conquista el poder el sector liberal, que a la muerte de Fernando VII (1833) apoyan a la reina regente, María Cristina, y a su hija Isabel II, frente al hermano del rey, Carlos, bajo cuya influencia se acogieron los absolutistas —denominados desde entonces carlistas—. ¿Podía una mujer ser reina de España? La contienda por la sucesión al trono se iniciaba, a través de las diversas guerras carlistas. Aunque será Isabel II la que por fin llegue a reinar.

Otro hecho importante en la historia de España de este siglo será el de la emancipación y posterior independencia de los países de Iberoamérica (excepto Cuba y Puerto Rico, que lo harán después). España queda reducida a la condición de potencia secundaria.

Estos y otros hechos históricos, que aquí no podemos exponer más ampliamente, tienen su influencia y reflejo tanto en las corrientes culturales, en general, como en las literarias y teatrales, en particular. Veamos algo al respecto.

1.2. Contexto cultural

El movimiento cultural más sobresaliente durante la centuria fue el Romanticismo, iniciado a finales del siglo XVIII. ¿Cuáles son, sintéticamente, las características más importantes de esta corriente cultural, eminentemente europea? Como toda corriente, según un ancestral elemento pendular, reacciona contra la anterior.

El Romanticismo nace en Alemania en el último tercio del siglo XVIII, con las ideas de exaltación de la libertad del individuo y de las pasiones como «motor de la actividad humana», destacando entre sus dramaturgos Friedrich Schiller (1759-1805). Pasa, a finales de siglo, a Francia, donde se había producido la Revolución francesa, que favorece un teatro del pueblo, así como también el melodrama. Los románticos franceses más destacados fueron Victor Hugo (1802-1885) y Alfred de Musset (1810-1857), entre otros. Y finalmente llega a España. Por lo tanto, serán estos tres los países más destacados en los que triunfa el Romanticismo.

Las ideas básicas del Romanticismo eran las siguientes: lo más importante del hombre son los sentimientos (no la razón), y que este, gracias a la intuición, puede llegar a gozar de una libertad sin límites, dentro de un amor a la naturaleza. El creador, el artista, no deberá estar sometido a ningún tipo de reglas.

Frente al imperio de la razón y la estética clasicista, dominantes en la centuria anterior, se va a imponer un nuevo orden, tanto para el individuo como para el pueblo:

A finales de siglo el Romanticismo será sustituido por:

2. VIDA ESCÉNICA

Como rasgos generales podemos decir que en los inicios del siglo son varias las corrientes por las que discurre la vida teatral en España:

España, una vez más, se margina de lo que estaba sucediendo en los escenarios de Europa. La Guerra de la Independencia (iniciada en 1808) y el absolutismo de Fernando VII (1813-1833) contribuirían a este retraso.

Las creaciones teatrales, a medida que avanza el siglo, desde la década de los años treinta y cuarenta, discurrirán por otras vías:

3. EL TEATRO ROMÁNTICO

Al desaparecer la distinción entre tragedia y comedia, se impone el término drama como una conjunción de ambas modalidades. Como características generales del teatro (drama) romántico español, coincidentes con las alemanas y francesas, César Oliva y Francisco Torres Monreal, en Historia básica del arte escénico (págs. 253-253), dan las siguientes:

— «Un notorio afán de transgresión que explica esas mezclas tan evitadas por los neoclásico: de lo trágico con lo cómico, de la prosa con el verso, de las burlas con las veras…

— Abandono de las tres unidades [acción, espacio y tiempo]. La acción es tan dinámica y variada que requiere un constante cambio del espacio, siendo necesario el devenir del tiempo.

— La complicación de la acción ha de ser explicada en largas acotaciones que cuentan con precisión sus múltiples peripecias y sorpresas. Dicha acción se puede mostrar en cinco jornadas [actos], frente a las tres habituales.

— El nivel temático se sitúa en torno al amor, un amor imposible y perfectísimo, cuyo telón de fondo viene conformado por la historia o la leyenda —con frecuencia medieval—, con claras referencias a motivos del poder injusto.

— Los héroes románticos, de origen misterioso, están cercanos al mito. Su destino es incierto, pues suelen sucumbir ante las citadas injusticias políticas. En este sentido, los protagonistas, que, como los héroes, son apasionados, no tienen otra misión que la de servir al hombre con su única arma: el amor.

— Los autores utilizan fórmulas dramatúrgicas clásicas, pese a que la forma sea renovadora. Por ejemplo, la anagnórisis [acción de reconocer], con que finalizan no pocos dramas, que suelen reunir un cúmulo de casualidades que, solo al final, coinciden desgraciadamente en el escenario.

— En el terreno de la técnica aparecen modernas funciones dramatúrgicas en la escenografía. Los espectadores gozan de nuevos efectos escénicos, gracias a las maquinarias que se instalan definitivamente en los escenarios que reúnen condiciones para ello: fondos laterales y, sobre todo, telares, para poder hacer mutaciones con cierta rapidez. Es el final del corral de comedias y el principio de los teatros a la italiana».

El Romanticismo en el teatro en España será la pauta más importante del periodo, inaugurándose con el estreno de Don Álvaro o la fuerza del sino, de Ángel Saavedra, duque de Rivas, en 1835, hasta finalizar con el estreno de Traidor, inconfeso y mártir (1849), de José Zorrilla. Duró, por lo tanto, unos 15 años.

4. AUTORES Y OBRAS MÁS SIGNIFICATIVAS

Le corresponde ahora al interesado buscar información y hacer sus propias anotaciones, sintéticamente, tanto en manuales como en Internet, de los autores [2] y obras siguientes:

4.1. Mariano José de Larra (1809-1837), sus ideas sobre el teatro, así como su obra Macías. Ver su portal en la Biblioteca Virtual Miguel de Cervantes (http://www.cervantesvirtual.com).

4.2. Francisco Martínez de la Rosa (1785-1862) y La conjuración de Venecia, especialmente. Pueden verse obras digitalizadas en la Biblioteca Virtual Miguel de Cervantes (http://www.cervantesvirtual.com).

4.3. El duque de Rivas (1791-1865) y Don Álvaro o la fuerza del sino, especialmente. Ver su portal en la Biblioteca Virtual Miguel de Cervantes (http://www.cervantesvirtual.com).

4.4. Antonio García Gutiérrez (1813-1884) y El Trovador, especialmente. Pueden verse obras digitalizadas en la Biblioteca Virtual Miguel de Cervantes (http://www.cervantesvirtual.com).

4.5. Juan Eugenio Hartzenbusch (1806-1880) y Los amantes de Teruel, especialmente. Pueden verse obras digitalizadas en la Biblioteca Virtual Miguel de Cervantes (http://www.cervantesvirtual.com).

4.6. Gertrudis Gómez de Avellaneda (1814-1873) y el teatro hispanoamericano romántico. Ver su portal en la Biblioteca Virtual Miguel de Cervantes (http://www.cervantesvirtual.com).

4.7. Manuel Bretón de los Herreros (1796-1873) [3], la alta comedia y su teatro costumbrista. Ver su portal en la Biblioteca Virtual Miguel de Cervantes (http://www.cervantesvirtual.com).

4.8. Ventura de la Vega (1807-1865) y su teatro como transición hacia el realismo. Pueden verse obras digitalizadas en la Biblioteca Virtual Miguel de Cervantes (http://www.cervantesvirtual.com).

4.9. José Zorrilla y Moral (1817-1893), que merecerá especial atención. Del vallisoletano será preciso buscar más información en manuales de historia de la literatura / del teatro y en la red, sobre su vida y obra, especialmente sobre su teatro. Para este cometido se recomienda la página web dedicada al autor. http://bib.cervantesvirtual.com/bib_autor/zorrilla/.

Aunque escribiese varias obras teatrales, insertas en la corriente de los dramas históricos, tan abundantes en la época, como El zapatero y el rey (en dos partes, 1840 y 1842) —sobre Pedro I, el Cruel—, El puñal del godo (1843) y Traidor, inconfeso y mártir (1849) —una de sus destacadas piezas sobre el pastelero de Madrigal—, su obra más importante es Don Juan Tenorio, estrenada en 1844, con escaso éxito de público. Pero dieciséis años después se repuso, obteniendo un clamoroso éxito. Desde entonces se sigue representando, muy especialmente en noviembre, en el día de difuntos, convirtiéndose en una de las obras más conocidas y populares de la historia del teatro español, que tanta bibliografía ha generado, sobre la que no me puedo detener [4]. Examinaremos la presencia teatral de este mito tan universal, de honda raíz española, en relación con algunas puestas en escena llevadas a cabo recientemente en España.

Como escribí en otro lugar [5], sabemos que el don Juan fue creado teatralmente por Tirso de Molina y que aunque este dramaturgo escribiera una pieza de primerísima fila y pusiese las bases del donjuanismo, su fantasma recorrería el mundo de la literatura y el teatro universales, dándole cada creador su sello y matiz peculiar. Sin ánimo de hacer un exhaustivo itinerario de la trayectoria literaria y teatral del mito de don Juan, sabemos que de Tirso pasa a Italia; los comediantes italianos lo llevan a París, escribiendo Molière esa gran obra Dom Juan ou le festin de pierre (1665); a Inglaterra, donde Byron lo recrea en el poema Don Juan (1819-24) —un poema burlesco que, al fallecer el autor, quedó sin terminar y por lo tanto nos quedamos sin saber el destino que le daría al amante aventurero—; a Rusia, con la recreación de Pushkin, El convidado de piedra (1830); de nuevo a Italia, con Goldoni, etc. Además, el don Juan, nacido en el ámbito teatral como mito, pasaría a diversas formas artísticas, como la ópera (un ejemplo, el Don Giovanni, de Mozart y Da Ponte, con un alegre final), ballets, cine, etc. [6].

En síntesis, como señalaba José Luis Alonso —en la presentación de la obra de Molière por la CNTC, a la que me referiré después—, el mito de don Juan como todos los mitos «recorren el tiempo y el espacio, impregnándose de los elementos culturales más significativos de allí por donde pasan, adoptando diversas formas y lenguajes»; para proseguir a continuación: «el arquetipo del joven trasgresor del equilibrio social, seductor y pendenciero, va adoptando diferentes formas y lenguajes en Tirso de Molina o Zorrilla, en España, Goldoni en Italia, Molière en Francia, etc. El enfrentamiento de don Juan con la normativa social de cada comunidad va a dar origen a peripecias y caracteres similares en su raíz común, pero diferentes en su concreción vivencial y específica de cada cultura. Lo mismo sucede con el lenguaje. El cambio de la n a m del Don del título es mucho más que un rasgo de personaje». A lo que habría que añadir que este paso, asimismo, produce diversas dramaturgias a las que a continuación me voy a referir.

Si nos atenemos ahora a la plasmación del don Juan por Tirso y por Zorrilla habrá que apuntar que en las obras respectivas el cierre no es el mismo. En efecto, El burlador de Sevilla y convidado de piedra, de Tirso de Molina, escrita hacia 1615 y publicada en 1630, aunque recoja elementos anteriores folclóricos y literarios sobre la figura de don Juan, está articulada estructural y dramatúrgicamente, como ha visto Andrés Amorós, en las dos partes que componen el sintagma del título: de un lado, nos encontramos con la figura de un burlador, que engaña a las mujeres; y de otro, al atreverse a convidar a un difunto, eleva su radio de acción a la otra vida. Por ello, el final de la obra no puede ser más contundente: el burlador es castigado a las llamas del infierno como fruto de sus intensas y extensas fechorías. Por lo tanto, desde el punto de vista de una interpretación semántica, la pieza es un drama teológico, dentro de las coordenadas barrocas y contrarreformistas, en el que el cierre está claramente expuesto: el pecador es castigado con el infierno.

El personaje —cuya trama tirsiana lo enviaba a las llamas, aunque su extraordinaria teatralidad lo alzó a la gloria literaria— fue retomado después y llevado a las tablas por José Zorrilla, bajo el título de Don Juan Tenorio, estrenado en 1884, convirtiéndose en la versión más conocida y popular del mito de don Juan, que inveteradamente se representa los primeros días de noviembre en tantos y tantos lugares de España (y de América hispana, también), según se ha señalado anteriormente. Dentro del ámbito romántico, se produce una transformación: el personaje malvado pasa a ser mirado con ciertos buenos ojos. Zorrilla no lo manda al infierno, como Tirso —o quien fuese: si es que le dejan esta obra al fraile—, tampoco se atreve a llevarlo al cielo, sino que lo introduce en ese espacio intermedio, el purgatorio, claro preámbulo celeste [7]. Por lo tanto, el final condiciona semántica y dramatúrgicamente a las dos piezas teatrales.

Pero si pasamos de la textualidad primigenia a la textualidad espectacular los cambios afectan también a los dos aspectos reseñados anteriormente. Realizaremos algunas calas al respecto, teniendo en cuenta los montajes de la Compañía Nacional de Teatro Clásico (CNTC) de las dos obras de Tirso y de Zorrilla. Sabemos que en estos últimos años la Compañía, junto con el Centro Dramático Nacional y otras instituciones, ha realizado «un proyecto escénico ambicioso» al llevar a cabo una serie de montajes sobre el don Juan. Centrémonos en unas pocas calas sobre el ciclo dedicado a El mito de don Juan en la Compañía Nacional de Teatro Clásico, ideado por Andrés Amorós y continuado con José Luis Alonso de Santos como directores de la misma.

Pues bien, en la primera cala, nos centraremos en el don Juan de Tirso de Molina, puesto en escena en dos ocasiones por la CNTC [8]. El 24 de septiembre de 1988, en el Teatro de la Comedia de Madrid, se estrenaba El burlador de Sevilla (y convidado de piedra), bajo la dirección de Adolfo Marsillach, con versión —no publicada dentro de la Colección de Teatro Clásico— de la tristemente desaparecida Carmen Martín Gaite y en coproducción con el Teatro Municipal General San Martín de Buenos Aires [9]. Puesta en escena inicial que no se integraba en el ciclo. El montaje, al participar actores argentinos (con su modo específico de hablar), hubo que situarlo —como indicaba Marsillach— «en una imprecisa traslación de tiempos que nos permitiera aproximarnos a un punto de convergencia: aquel en el que lo español y lo americano se confundieran felizmente en sus manifestaciones externas», por lo que de esta idea «surgió un espectáculo indeterminado —siempre más insistiendo en sugerir que machacando en precisar, como es nuestra costumbre— y un vestuario tan vagamente hispánico como ligeramente colonial» (pág. 52). Asimismo, en la versión —además de otras dos alteraciones significativas (descongestión de versos y cambio en la segunda aventura amorosa de don Juan con Tisbea)—, Martín Gaite —como ella misma señalaba— se permite una licencia en el final de la obra, al poner en boca de Catalinón, el criado de don Juan, unos versos, tras la bajada de este al sepulcro: «Son mi homenaje al antihéroe. A estas alturas de la obra don Juan ya es árbol caído del que todos han hecho leña. Lo han denostado las mujeres, lo ha desenmascarado la justicia, lo ha maldecido su propio padre y, como remate, muere a manos de un muerto que simboliza el Juez Supremo. Y yo he querido que Catalinón, el fiel, sensato y admirativo criado que lo ha seguido incondicionalmente en sus aventuras descabelladas, como Sancho siguió a don Quijote, tenga unas palabras finales de piedad para el condenado».

Matiz importante para un final de una versión de la pieza que se desmarca del original tirsiano, porque —como advertía la novelista— «no hay cosa más triste que no morirse en paz ni con los muertos ni con los vivos. A algunas mujeres —y yo me cuento entre ellas— nos da pena don Juan» (pág. 54). Mayor claridad no puede haber: la versión, realizada por una mujer, va a estar impregnada en su final con un cierre digno de la mejor estirpe intelectual femenina.

Algo relacionado con las mujeres tiene que ver también la segunda vez que la obra se puso en escena, dentro del planeado ciclo al que hacía referencia anteriormente. El 28 de febrero de 2003, la CNTC estrenaba El burlador de Sevilla, de Tirso (texto publicado en la Colección de Teatro Clásico, n.º 34, 2003), con un sobresaliente montaje en general —pese a pequeños altibajos—, dirigido por ese maestro de maestros, Miguel Narros, que por segunda vez lo llevaba a las tablas —la primera en la década de los sesenta—, con versión poética clara y limpia del gran poeta José Hierro —fallecido recientemente, cuya adaptación se ha convertido en uno de sus últimos trabajos poéticos—, con un amplio reparto, encabezado por Carlos Hipólito, como don Juan Tenorio; Sonia Jávega, Duquesa Isabela; José Luis Martínez, Rey de Nápoles; Juan José Otegui, don Pedro y don Diego Tenorio; Javier Mora, Duque Octavio; Tino Fernández, Ripio; Elisa Matilla, Tisbea; Miguel Munárriz, don Gonzalo de Ulloa; Alba Alonso, doña Ana, etc. Miguel Narros, en la presentación del montaje («Sobre El burlador», pág. 7), señala que entre las dos versiones que él montó «las cosas han ido evolucionando y en el mejor de los casos progresando, de manera que nuestro punto de vista se enriquece y nutre gracias a la experiencia que supone el cambio», por lo que siendo don Juan el mismo después de trescientos años de existencia, «su vida y su muerte nos sigue fascinando y nos preocupa la preocupación de don Juan por el más allá. Tirso arremete contra aquella insensata sociedad que permite al hombre toda clase de desafueros en el orden sexual, mientras castiga severamente las transgresiones femeninas». Pues bien, partiendo de esta base, el montaje dio mucho realce al papel desempeñado por las féminas: «las mujeres de Tirso —señala Narros— son mujeres que sienten con exceso y aman con pasión. Mujeres interesadas por salir de la mediocridad en que viven: no son mujeres “universales”, son mujeres que sueñan con ser un mero adorno en los hogares de los mercaderes y comerciantes de nuestro Siglo de Oro. Son mujeres limitadas, forzadas por esa insensata sociedad a mantener el estatus de “mujeres encantadoras”». Por ello, en el montaje «hemos procurado contar esta historia de Tirso teniendo en cuenta básicamente dos cosas: hacerlo desde la verdad de las emociones prestadas por los actores y a través de ellas potenciar la fuerza del lirismo que tienen los versos de El Burlador». El espectáculo, a la postre, alcanza así una fuerza y un matiz peculiar sobre la visión de la mujer frente al desalmado don Juan.

La segunda cala se centrará sobre los montajes de otras versiones del mito de don Juan. En primer lugar, me referiré al Don Juan Tenorio, de José Zorrilla, la obra más popular del teatro español, que ha sido puesta en escena en diferentes ocasiones por la CNTC dentro del ciclo ya aludido. El 14 de noviembre de 2000 se estrenaba en el Teatro de la Comedia de Madrid la mencionada pieza —en coproducción con el Centro Dramático Nacional, el Teatro Calderón de Valladolid, la Junta de Castilla y León y Caja Duero—, bajo la dirección de Eduardo Vasco, con versión de la joven dramaturga Yolanda Pallín (publicada en el n.º 27 de la colección Textos de Teatro Clásico, 2000), escenografía de José Hernández [10], música de Mariano Marín, vestuario de Rosa García Andújar e iluminación de Miguel Ángel Camacho, con un amplio reparto encabezado por Ginés García Millán como don Juan y Cristina Pons como doña Inés [11]. La adaptadora basa su tarea —según señala— en el principio de que «adaptar no es mutilar, aligerar o banalizar un texto, sino mediar en el proceso de recepción escénica; colaborar en la creación de una lógica particular», por lo que su misión ha consistido en «volver a leer el original con ojos limpios de prejuicios», sabiendo que sobre el texto «todo el mundo tiene acerca del mismo una sólida y formada opinión», para hacer surgir del mismo «intenciones escondidas debajo de las palabras, porque cuanto más rotunda es la verdad que se nos plantea como tal más oportuna y decidida ha de ser la interrogación que la cuestione» y, también, para que esta nueva relectura sea «un material que reclama hacerse vivo en el aquí y ahora de un escenario concreto». Por su parte, el montaje de Eduardo Vasco [12], tiene como objetivo contar «una vez más, esta historia de siempre a través de un planteamiento muy personal que trata de potenciar los valores de la obra que hemos juzgado interesantes para un público de hoy», porque «creemos, ingenuamente claro, en la fuerza de los afectos humanos y en su capacidad para cambiar las cosas; aunque la Historia se empeñe en demostrarnos lo contrario». Por lo tanto, tanto adaptación como montaje no alteran el fin de la obra, aunque, sin duda alguna, el objetivo final de ambas no sea otro que actualizar la visión del mito en la sociedad de hoy.

El Centro Dramático Nacional, en coproducción con la CNTC, el Teatro Calderón de Valladolid, la Junta de Castilla y León y Caja Duero, estrenaba en Madrid, el 20 de noviembre de 2001, en el teatro sede de la Compañía, el montaje de Don Juan Tenorio, de José Zorrilla, con versión y dirección escénica de Alfonso Zurro (con edición en la Colección de Teatro Clásico, n.º 30, 2001), escenografía de Alfonso Barajas, vestuario de Ana Garay, música de Luis Navarro e iluminación de Juan Gómez Cornejo, más un reparto encabezado por Héctor Colomé como don Juan y María José Goyanes como doña Inés [13]. Tanto la versión como el montaje sitúan la acción en «un confortable y moderno asilo de la capital», hecho que, en principio, resultó un tanto extraño a puristas de la ortodoxia. El sentido semántico no era otro que don Juan «fuera de nuestro pueblo (uno más de nuestros exotismos)», de ahí que Zurro empezase a interesarse por el personaje, que, en realidad —en juego dramatúrgico—, «es Don Luis, antagonista de Don Juan, y que le sustrae el nombre para hacerse pasar por un donjuán cuando solo es un donluis». Ante esta «bonita paradoja de impostura y suplantación», Zurro se informó de «cómo le iba a Don Juan (Luis) en su asilo. Bien. Muy bien. Me dijeron. Ahora le ha dado por la farándula. Se ha integrado en el grupo de teatro de la residencia. ¿Sabes la obra que va a hacer? No. Don Juan Tenorio». Ante ello —prosigue— «no quise enterarme de más. Demasiadas coincidencias. Parecía una historia tejida por el propio burlador. Imaginaba a nuestro falso Don Juan representando por fin el papel de Tenorio. Era perfecto. ¡Toda una vida ensayando un personaje para encontrarse consigo mismo! ¿O es que el auténtico Don Juan solo es teatro?». Con esta dramaturgia, basada en «dobles juegos de espejos», en la que, además, se aúnan «la realidad y la ficción teatral mano a mano», Zurro acomete una empresa artística en la que lo semántico se desplaza también a la actualidad —como en el caso anterior— pero con óptica diferenciada. El sentido final del montaje, aunque fiel a las esencias zorrillescas, se abre y amplía, se dobla y reitera.

Finalmente, me referiré a la versión y montaje de Mauricio Scaparro (con edición en la Colección de Teatro Clásico, n.º 33, 2002, por la que citaré), de la pieza de Zorrilla, estrenada en Madrid, en el Teatro de la Comedia, el 18 de diciembre de 2002, de nuevo coproducida por las instituciones anteriormente reseñadas. La primera observación que es preciso hacer es que el montaje no está realizado por un español, sino por uno de los mejores directores europeos —italiano, para más señas—, lo que asegura, de entrada, que la visión del mito va a transitar por nuevos derroteros. Scaparro que ya había tenido relación con Sevilla, en 1992, con motivo de la Exposición Universal, con un memorable Don Quijote, organiza un proyecto escenográfico con la obra de Zorrilla —según explica en la presentación de la obra, «Don Juan, un mito eterno»—, que nace «de las ganas de no limitarse a conocer a don Juan a través de un solo espectáculo (no sería suficiente), sino de verificar todas las caras o al menos algunas de ellas, de sondear las posibles mutables reacciones frente al amor y la muerte, de elegir la “alegría” [...] y de intentar descubrir qué hay detrás de la sonrisa del diablo» (pág. 15). La puesta en escena de Scaparro se inserta dentro de una cadena de ese amplio proyecto escénico (una trilogía) de un mito «español, mediterráneo y europeo», según señala Amorós en la presentación. El italiano no era la primera vez que se acercaba al personaje: primero montó Don Giovanni raccontato e cantato dai Comici dell’Arte (basado en el El burlador de Sevilla, de Tirso de Molina), que recorrió Europa; a continuación, el Don Giovanni, de Mozart, para el Teatro Massimo de Palermo, «piedra fundamental para la construcción de este mito mediterráneo»; y, por último —también cronológicamente, como señala el director—, «afronto ahora con entusiasmo el drama de Zorrilla consciente de encontrarme frente a un texto que desde decenios en España está rodeado de un aliento y una participación popular única, que nacen incluso de su particular conexión entre magia y romanticismo» (pág. 15).

Pero entre los ingredientes de su puesta en escena, a causa, además, de lo señalado con anterioridad, «en el espectáculo hay una clara y buscada referencia a Merimée y a la cultura francesa, cercana a Zorrilla, que tiene el mérito de haber seguido con curiosidad y atención el mito de don Juan» (como consignara Prosper Merimée, en Les âmes de purgatoire, de 1834). Con todo ello, el montaje de Scaparro —como él mismo señala— «ha sido un trabajo común —con fatiga naturalmente, pero con alegría— el que hemos intentado unir el sentido de lo cómico y lo trágico en la “desesperada vitalidad” de nuestro espíritu español e italiano» (pág. 16). Otra varilla más del abanico.

Examinada esta trilogía sobre el don Juan de Zorrilla, nos queda todavía un cabo suelto que estudiar dentro del ciclo como una tercera cala de esta exposición. En efecto, el mito, recreado por Tirso y Zorrilla, entraría en una serie semiósica de puestas en escena por la CNTC de la mano de españoles y de la de un italiano. ¿Dónde estaba Francia? Pues nada más y nada menos que esperando su turno. Y le llegó con la obra Dom Juan o el festín de piedra, de Molière (de 1665), estrenada en el Teatro de la Comedia de Madrid, el 28 de septiembre de 2001 —un mes antes que el montaje de Alfonso Zurro, al que me he referido anteriormente—, bajo la dirección de Jean-Pierre Miquel (de la Comédie Française), con traducción de Julio Gómez de la Serna (publicada en la Colección Textos de Teatro Clásico, n.º 29, 2001, por la que cito), escenografía de Pancho Quilici, vestuario de Javier Artiñano e iluminación de Jean-Pierre Miquel y Carlos Torrijos, con un reparto español, encabezado por Cristóbal Suárez en la figura de Dom Juan (en cuyo nombre se ha querido mantener la m como indicaba José Luis Alonso de Santos) [14].

Presentar la obra del clásico francés —como señala Amorós en la presentación de la edición: «Molière, Don Juan»— «con actores españoles y un gran director francés me parece una aventura escénica apasionante, que puede ampliar nuestra visión del mito». Por una doble razón: la primera, por la obra, en la que el dramaturgo francés da una visión nueva de Dom Juan que pasa «de seductor a libertino e hipócrita, niega rotundamente la moral, solo cree en el placer... y en la aritmética: “dos y dos son cuatro, cuatro y cuatro son ocho”», por lo que «no es un personaje sentimental, no suscita simpatía» y a partir del esquema del «convidado de piedra, añade Molière «inteligencia, complejidad psicológica, sutileza de análisis, teatralidad... Como dice Rémy de Gourmont, nos ofrece una proclama en favor de la libertad de la naturaleza contra la moral de la autoridad: uno de los conflictos básicos del gran teatro» (pág. 11). Y la segunda, por el montaje: elegir a Jean-Pierre Miquel fue un acierto: «¿Qué mejor para acercarnos al rico y sorprendente mundo de Molière que alguien que viene directamente de su casa? La Comédie Française ha sido desde su fundación, por encima de todo, la casa de Molière. Jean-Pierre, al frente de un importante grupo de actores de su equipo (escenógrafo, vestuario, iluminador, etc.) y de un cualificado grupo de actores, darán vida para nosotros a su Dom Juan, obra que ha figurado siempre en los repertorios de las compañías y teatros más importantes del mundo», como señalaba José Luis Alonso de Santos en la presentación del montaje, «Cuando Don Juan es Dom Juan» (pág. 13).

Como Miquel manifiesta en la presentación de su puesta en escena («El montaje», págs. 6-7), conociendo muy bien los problemas que plantean las traducciones y adaptaciones de textos clásicos a otra lengua, «he deseado ajustarme lo más cerca posible al texto original, ya que se trata mucho más de un teatro de debate que de un teatro de acción»; de ahí la elección de la traducción de Julio Gómez de la Serna, «retocada solo en la escena de los aldeanos (acto II), donde Molière inventa un lenguaje singular que no se corresponde a ningún dialecto. Para el resto —lo esencial— hemos respetado de la mejor manera la formulación de una expresión muy precisa, sin “modernizaciones” que inevitablemente modificarían el sentido del pensamiento. Hay que asumir la fecha de la obra, pues su universalidad se impone por ella misma» (pág. 7).

Ni que decir tiene que Molière escribe una pieza diferente de la de Tirso de Molina en muchos aspectos. Los hechos ocurren en Sicilia —no olvidemos que a Francia llega el mito a través de Italia—, la configuración del protagonista es diferente —de seductor pasa a ser hipócrita; de ahí la escasa popularidad de esta obra en España—, «los personajes de Dom Juan y su gran criado Sganarelle, pareja indisociable, son, por tanto, franceses en sus discursos, sus comportamientos y su teatralidad. Y todos los que les rodean ilustran esta sociedad sobre la cual nuestro autor detiene una mirada grave y divertida, sin ningún maniqueísmo, pero con firmeza» (Miquel, pág. 6). En suma, el contenido semántico —y el final— de la pieza van por derroteros distintos de los trazados por Tirso (su antecesor) o Zorrilla. La finalidad de la obra de Molière es otra, ya que —como señala Miquel— fue escrita «en una situación difícil con respecto al Poder y a la Iglesia después de la prohibición del Tartufo. En la atmósfera se vive un gran debate filosófico, con Descartes, Pascal, el poder “absoluto” instaurado por Luis XIV, la omnipresencia de la Iglesia, la llegada de un nuevo materialismo con los “libertinos” y la disidencia del Jansenismo, entre otros. De esta forma, el personaje de Dom Juan se sitúa entre esos libertinos materialistas, y se interroga constantemente acerca de lo sobrenatural... aunque raramente confía el fondo de su pensamiento». Para añadir después: «Siguiendo su costumbre, Molière ataca lo que él considera “los vicios” de la sociedad y de los hombres, combatiendo en esta pieza teatral los viejos valores feudales y la hipocresía de los devotos y defendiendo las leyes de la Naturaleza contra el conformismo de las leyes sociales. Sin que sea Dom Juan el portavoz, profundiza en el eterno debate sobre la libertad individual, construyendo un personaje complejo y, finalmente, misterioso» (pág. 6).

Pero también hay claras diferencias semánticas con la obra posterior del vallisoletano, como señala José Luis Alonso de Santos: «Del Tenorio de Zorrilla diciendo versos románticos a su ángel de amor junto al Guadalquivir a Dom Juan de Molière con sus discursos filosóficos a Sganarelle sobre la hipocresía y la mentira como motor social, hay una gran distancia. Lo mejor que el arte puede ofrecer para ayudar a comprendernos y comprender el mundo es mostrar las enriquecedoras diferencias que las culturas nos ofrecen y las múltiples ventanas existentes para contemplar la realidad» (pág. 13).

Asimismo, Molière dará un sentido final a su pieza, que la diferencia también de las otras que estamos analizando, a través de la técnica dramática: «nuestro escritor —señala Miquel— huirá de los principios dramatúrgicos del clasicismo francés, inventando una estructura épica, una road movie, fuera de la famosa regla de las tres unidades y a favor de una total libertad de forma. Así pues, en el conjunto de su obra, Dom Juan o el festín de piedra ocupa un lugar muy singular que hace de esta una obra original y abierta a múltiples interpretaciones, hasta tal punto que incitó a B. Brecht a incluirla en su repertorio» (pág. 6). Para indicar finalmente: «Como siempre en las grandes obras de Molière, los enigmas son profundos y numerosos, lo cual hace que se necesite, hasta el infinito, lecturas personales» (pág. 7). Y esta es muy significativa.

4.10. En el teatro posromántico, la figura más destacada fue José Echegaray y Eizaguirre(1832-1916), autor prolífico (escribió más de sesenta obras), que obtuvo un gran éxito popular, así como el Premio Nobel [15].

Corría el año 1904 cuando la Academia Sueca otorgaba el premio, en su cuarta convocatoria, a un dramaturgo español y a un poeta provenzal Frédéric Mistral (1830-1914). El caso es un tanto singular y extraño, porque así como en las otras modalidades de los premios (en los científicos sobre todo) es normal que se conceda a dos o más investigadores (como es el caso, por ejemplo, de los dos únicos premios españoles, en Medicina, Santiago Ramón y Cajal, en 1906, y de Severo Ochoa, en 1959), en el de Literatura no sucede lo mismo (salvo en este y en otros dos casos más). Sabemos, además, que el premio iba a ser, inicialmente, para el dramaturgo catalán Ángel Guimerà, pero, por presiones de la diplomacia española, el galardón recayó en el madrileño.

José de Echegaray fue un caso curioso en su tiempo. El ingeniero de caminos, fue un destacado científico (en las áreas de las Matemáticas y de la Física), catedrático de Universidad, miembro de la Real Academia Española (desde 1896) y otras Academias, y, sobre todo, un influyente político que, pese a sus vaivenes ideológicos (de republicano liberal pasó a ser monárquico adherido), ocupó los ministerios de Fomento y Hacienda en varias ocasiones. ¿Extrañan, pues, las presiones de la diplomacia española mencionadas anteriormente?

Pero, sobre todo, fue un literato un tanto peculiar, como a continuación señalaré. Este intelectual de la Restauración, gran aficionado a la lectura, publica su primera obra teatral El libro talonario (en 1874) cuando era Ministro de Hacienda —por ello el título no resulta extraño—, bajo el pseudónimo de Jorge Hayaseca —¡atención al apellido!—. Desde entonces y hasta 1900, produce y estrena gran cantidad de obras (unas 67), la mayoría (34) en verso, con un gran éxito de público, siendo el autor más representado de su época (mucho más que Zorrilla, García Gutiérrez o Hartzenbusch), de la mano de grandes actores (Rafael Calvo, Antonio Vico o María Guerrero), que, sin duda, contribuyeron al mencionado éxito, aunque recibiera duros ataques y reproches por parte de un sector de la crítica especializada (como Leopoldo Alas o Pardo Bazán).

Su teatro —con El gran Galeoto (1881), su mejor obra, la más difundida en el extranjero, que toma su nombre del paje que fue intermediario entre Lanzarote del Lago y la bella Ginebra, citado por Dante en la Divina comedia—, lo aplica Echegaray a la sociedad, «que por malicia o por necesidad, siembra la duda y el mal con sus murmuraciones», según Narciso Alonso Cortés [16]—, sintetizador de las principales tendencias del teatro del siglo XIX («gusto por lo melodramático, lo efectista, lo moralista, lo didáctico, la magia escénica, el pintoresquismo exótico, lo original, lo colosal, lo avanzado en ciencia y tecnología, etc.», según Juan María Díez Taboada [17]. Un teatro, muy alejado de los gustos de hoy, pleno de artificio, que supo conectar tanto con el público español de entonces, por más de veinte años, como con el extranjero, representándose sus obras en diversos lugares de Europa y que fue admirado por Bernard Shaw o Pirandello. Por ello, la Academia sueca se fijaría en su nombre para galardonarlo; hecho que sentó muy mal a los escritores de la incipiente generación del 98, que hicieron un manifiesto contra Echegaray (que por cierto no firmó Benavente).

Su teatro, que recorrió diversas fases (neorromanticismo, realista y simbolista), de trascendencia para su época, sin embargo, repetimos, conecta poco con el público de hoy.