De la salida de Madrid a Córdoba, el robo que la hicieron unos bandoleros en Sierra Morena, y cómo se libró de sus manos, con otras cosas.
En casa de las dos viejas volví a usar mi ejercicio de los moños y a tornar a acreditarme en la corte, no perdiendo por esto el doña Teresa de Manzanedo, que con este nombre me honraban todos, procurando tenerme contenta para suplir sus faltas con mi industria. Entre las damas que acudían a mi posada a que las hiciese moños iban dos damas naturales de Córdoba y recién venidas a Madrid, las cuales alababan tanto mi habilidad y cuan estimada fuera en su patria por no haber llegado a ella aquella invención. Con esto me hicieron determinar a dejar la corte, asegurándome grande ganancia allí. Di cuenta desto a las viejas, y procuraron disuadirme de mi propósito, mas yo estaba tan resuelta en él, que no aprovechó su persuasión para quedarme. Dispuse de mis ajuares, encargándolos al ordinario de Sevilla para que me los llevase a Córdoba; el dinero que [t]enía en los Fúcares lo acomodé en letras para Córdoba; y tomando cien escudos para el camino, acompañada de un criado —que había sido de mi esposo, de aquéllos que le desampararon la noche de la burla— salimos en dos mulas de Madrid, un sábado en la tarde, en la compañía de dos sacerdotes y un estudiante, que iban el mismo viaje.
Seguimos nuestras jornadas sin sucedemos cosa que sea de contar hasta el fin de Sierra Morena, que, llegando a una aspereza de camino, por donde era forzoso caminar de uno en uno, nos salieron ocho hombres con escopetas, y trabándonos de los frenos de las mulas, nos mandaron apear dellas. Todos se afligieron y yo mucho más, por no haberme visto en aquellos lances, y ya estaba arrepentida de haber dejado la corte. Maldije mi corta suerte y mi resuelta determinación, que a tal lance me había traído, pudiendo estar quieta y con no poco descanso.
Apeados que fuimos de las mulas, quitaron dellas los cojinetes y portamanteos, sin osar nadie replicar a la voluntad de aquellos ladrones. Después que los tuvieron juntos nos llevaron a pie a un hondo valle, adonde a los hombres les mandaron desnudar sus vestidos. Rehusaron aquello, mas las amenazas de aquella facinorosa cuadrilla y el temor de perder las vidas los hizo obedientes, dejando sus vestidos hasta quedarse en jubones y calzoncillos de lienzo. Así los dejaron, atados cada uno a un roble, y cargando con la ropa y cojines, dieron con ellos y conmigo en otra estancia más oculta, que era una espesura de árboles, adonde tenían formada una barraca de ramos. Allí me encerraron sin tocarme en el vestido, y dejándome sola con el desconsuelo que puede pensar el lector, se salieron afuera a hacer división de los bienes de todos. Hicieron sus partijas fielmente, y acordaron que mis vestidos también entrasen en ellas, y mi cuerpo en poder del que le cupiese por suerte. Con este decreto entraron a desnudarme, sin moverles mi llanto a que dejasen tal propósito. Quédeme en solo un corpiño y en faldellín de cotonía; del pecho me quitaron una cruz de oro y las letras que llevaba de mil escudos para Córdoba, diciendo el mayoral dellos:
—¿Hase visto en lo que han dado estos caminantes? ¡En traer su dinero en papeles, no considerando que nos lo quitan a nosotros de nuestros aumentos!
Rompieron las letras con los dientes, de rabia, y enviando a los cinco compañeros a buscar de cenar, se quedaron los tres en la barraca. Allí, brindados de esta malograda hermosura que nunca yo tuviera, trataron de echar entre ellos suertes de quién había de ser mi dueño, estando yo —que oía esto— deshaciéndome en llanto y rogándole a Dios me quitase la vida antes que me viese deshonrada del que me poseyese. Cayole la suerte a uno de los más robustos de los tres, el cual les dijo que le dejasen a solas conmigo. Halláronse envidiosos de que hubiese cabídole la suerte y, no queriendo pasar por el concierto, poniendo mano a las espadas, dijeron que la mujer había de ser común a todos, o morir sobre ello. Era alentado el que ya se llamaba mi dueño, y sacando su hoja se salió a acuchillar con los dos fuera de la barraca. Comenzose la pelea con grande furia; mas yo, viéndoles encarnizados en ella y aun heridos, me salí de la barraca por un agujero que tenía, y embreñándome, así desnuda como estaba, por aquella sierra caminé sin llevar senda cierta gran parte de la noche, con no poco temor de que me siguiesen aquellos hombres. Oía de cuando en cuando unas dolorosas voces que se duplicaban con los ecos de aquellas soledades, y éstas me atemorizaban grandemente.
Bajando, pues, de una parte a otra, acerté a ver en una cumbre una pequeña luz, adonde comencé a guiar mis pasos, pensando que estaría cerca. Engañeme en la distancia, porque primero caminé más de media legua que llegase al pie de la cumbre. Descansé allí un rato y, prosiguiendo mi camino, subí la cuesta con no poco trabajo; mas al fin me vi en su cumbre y cerca de una ermita, de donde salía aquella luz por una ventana della. Llamé a la puerta con grandes golpes y, al cabo de grande rato, oí responder de lo hondo de la ermita una cansada voz, que me decía:
—¿Quién llama?
Yo respondí con fatigado aliento:
—Una desdichada mujer es, que ha llegado a este refugio por grande milagro del cielo. Por Dios os suplico, quienquiera que seáis, que si tenéis clemencia de mi trabajo me deis entrada en esta ermita, que aun aquí no estoy segura de que me venga siguiendo una facinorosa gente que ha querido quitarme el honor, después de haberme robado.
A este tiempo había la hermana del mayor planeta[96] salido a comunicar su luz a los mortales, con la cual pudo el ermitaño, que era el que había respondido, verme por las junturas de la puerta de la ermita, según después me dijo. Compadeciose de mi desdicha, y encendiendo luz en la lámpara que ardía siempre, me abrió. Así como entré me arrojé a sus pies, bañándoselos en lágrimas y dando tantos sollozos, que no me dejaban darle las gracias de haberme recogido en su morada. Levantome el santo varón y llevome a sentar en un poyo de la iglesia. Era un hombre de buena estatura y de edad de cincuenta años, entrecano, y con la barba y cabello muy largo [s]; vestía un saco de sayal, y sobre él traía un manto con su capilla; al cuello traía un grueso rosario y del pendiente una cruz mediana, que traía ceñida con un cordón de cerdas. Sin este rosario traía pendiente de la pretina otras diez cuentas gruesas y, en su remate, una muerte de boj.[97] Después que estuvimos los dos sentados me rogó le dijese la causa de mi venida; yo le hice relación della, exagerándole la crueldad de aquella bárbara gente, y que por milagro del cielo había escapado de ser deshonrada dellos.
—Bien lo podéis decir, hija mía —dijo el venerable ermitaño—, mas tal Señor tenemos que no sólo tiene cuidado de los que le sirven con almas racionales, mas aun del humilde gusano de la tierra. Esa cuestión la movería el demonio, y Dios ordenó que, en tanto, tuviésedes ánimo para huir de su violencia y conservar vuestro honor. ¡Gracias al cielo que estáis aquí segura! Descansaréis lo que resta de la noche, y a la mañana, placiendo a Nuestro Señor, daremos orden en lo que habernos de hacer para que prosigáis vuestro camino hasta Córdoba, que es adonde me decís que vais.
Con esto entró en su retiro, que era un corto aposento, de donde sacó un transpontín[98] de hojas de enea y espadañas, en que él se reclinaba sobre una tabla; éste le tendió allí en la iglesia y, dándome una manta con que me cubriese, se despidió de mí, diciendo que olvidase cuidados y que pusiese la confianza en Dios, que me remediaría, y procurase reposar. Con esto se fue, dejándome allí sola a la luz de la lámpara de la iglesia. Mullí mi transpontín y, cubriéndome con la manta, pasé lo que faltaba hasta venir la aurora, sin dormir sueño, acordándome del aprieto en que me había visto, en el cual perdí cien ducados de oro, mis vestidos, alguna ropa blanca y dos o tres joyuelas y sortijas que también me quitaron. El faltarme las letras no me daba pena, pues con pedir otras estaba remediado.
Llegó la aurora a dar consuelo a los mortales, alegría a los campos y alborozo a las aves. Las que trinaban por aquellos verdes campos despertaron al anciano varón, el cual se levantó, abrió su ermita y fueme a dar los buenos días, diciéndome que cómo había pasado la noche. Yo le respondí que bien, pues no me podía ir mal en tan santa casa y en su compañía. Sentí mucho verme desnuda; echolo de ver el viejo, y sacando otro manto suyo me lo dio para que me abrigase con él, prometiéndome que remediaría presto mi desnudez. Yo se lo agradecí con lágrimas. Hicimos los dos oración y, dándome algunas frutas y pan con que me desayunase, nos pasamos así hasta medio día, en que tenía prevenida su comida, que fue de unas hierbas cocidas y unos pescados, por ser aquel día de vigilia. Después que hubimos comido y dado las gracias a Dios, nos salimos a sentar a dos asientos que estaban a la puerta de la ermita, por gozar desde allí del campo. El que dio principio a la plática fue el ermitaño, para que guardo diferente capítulo.