CAPÍTULO IX

 

En que da cuenta de la plática que tuvieron entre ella y el ermitaño, y cómo él la hizo relación de la causa de haber dejado el mundo.

 

Sentados, como tengo dicho, a la puerta de la ermita, aquel santo varón habló desta suerte:

—Cuan poca sea la seguridad desta vida nos lo avisan, no sólo sucesos que llenan historias sacras y profanas, pero los que cada día vemos que pasan. Los que vivimos somos peregrinos que caminamos sin sosiego hasta llegar a la Jerusalén triunfante; en la militante no hay prometernos quietud tranquila, placer consumado ni gusto perfecto: todo tiene su punta de acíbar. El poderoso y rico, en medio de su opulencia, seguro con su potestad, o por robarle le quitan la vida, o una breve enfermedad le hace dejar las riquezas en cuya custodia puso todo desvelo. El que se ve en el cargo y la dignidad no le goza, sin la pensión de los que le envidian el puesto que tiene y le están censurando el menor átomo de sus acciones, hasta que le ven desposeído de lo que antes tuvo. La juventud más lozana suele perder su lustre, sujeta a cualquier accidente. La hermosura más perfecta en breves días se halla trocada, y a las puertas de la senectud. Finalmente, quien viviere en este mundo y siguiere sus gustos, pretendiere sus honras, buscare sus acrecentamientos, anda errado, sabiendo cuan breve término los ha de gozar. Ayer, hija mía, veníades caminando a Córdoba, contenta y con deseo de llegar a ella; y donde menos pensábades hallastes quien os estorbó el viaje, robó la hacienda y puso a pique de perder vuestra honra. No os fiéis de las cosas del siglo. Procurad en él vivir ajustada a los mandamientos de Dios, siendo muy temerosa de su majestad, que es el principio de la sabiduría. Acordaos de la brevedad de la vida y la durable que nos espera, si somos lo que debemos.

Estos sanos consejos os puedo dar, hija mía, como escarmentado de las cosas del mundo y retirado del. Yo me vi joven, gallardo, enamorado y divertido en sus cosas. Un desengaño de lo que somos y de la instabilidad de sus gustos me hizo cuerdo en apartarme deste daño aquí, donde habrá que vivo cosa de dieciocho años, poco más. Pido por estos lugares convecinos lo que he menester para pasar la vida en esta soledad, donde es mi consuelo la oración, mi divertimiento el mirar estos campos, y por ellos engrandecer a su criador. La causa de retirarme aquí quiero deciros, porque os entretengáis y os sea de recuerdo, para que no os envanezca el veros moza y en verde juventud. Tenedme atención, que ésta es mi historia:

“Nací en la antigua ciudad de Málaga, hijo de ilustres padres y rico de bienes de fortuna, pues para mí y un hermano segundo tenían bien ochenta mil ducados que dejarnos después de sus días. Eramos los dos los más lucidos caballeros de aquella ciudad, los primeros que se hallaban en sus regocijos y fiestas públicas con lucimiento, y, finalmente, los que teníamos más amigos. Libres vivíamos, en cuanto a no rendir parias a ese dios de amor, pero ajustados siempre a no salir de la obediencia de nuestro padre, que nos procuró criar con temor y respeto, inclinándonos a la virtud, y así salimos obedientes discípulos de tal escuela. No cursábamos los lascivos entretenimientos de los caballeros mozos, que desenfrenadamente corren por ellos, llevados de sus insaciables apetitos, polilla de sus haciendas y saludes. Nuestro ejercicio era hacer mal a caballos,[99] con la ocasión que nos da la Andalucía con los que, en sus riberas del Betis, sustenta con sus pastos y alienta con sus cristales. Tal vez gustábamos de la caza de todas maneras, estando tan diestros en la cetrería como en el tirar una escopeta en el monte. Otras veces acudíamos, por no nos mostrar extraños, a una casa que tenía dos mesas de trucos,[100] juego a que yo fui aficionado, y allí nos divertíamos.

Sucedió que, sobre la compra de un caballo que trujeron allí de Córdoba, nos barajamos un caballero y yo, no más que de palabra y ninguna pesada. Entráronse amigos de por medio, hicieron las paces, pero yo me quedé por dueño del caballo, dejando de esto sentido al competidor en la compra. Dentro de un mes ofreciose hallarme en la casa de los trucos, al tiempo que este caballero jugaba un partido. En él hubo una duda, que fue necesario tomar votos de los que estábamos mirándoles. Yo di el mío, que vino a ser en favor del que jugaba con el caballero; y aunque pudiera darle en secreto, como los demás, por parecerme haber sido cosa muy patente a todos y fuera de duda, no me recaté de hacerlo así. Fue condenado por los más votos; perdía y estaba picado, y quiso despicarse conmigo, dejando el taco y diciendo:

—Bastaba que el señor Feliciano —que éste es mi nombre— me condenase, sin ser en alta voz para que todos siguieran su voto; que algunos hubiera de parecer contrario. Yo soy desgraciado con él, y así estoy con presupuesto de no sufrir más demasías, en orden a oponérseme a todas mis acciones.

Saliose con esto de allí y no dio lugar a que le satisfaciese, que lo iba a hacer, deseoso de que no presumiese de mí que, por torcida voluntad, yo le hubiese condenado, sino por no tener justicia en la que pedía. Pasose aquel día, y esotro por la mañana me dio un criado suyo un papel, en el cual me desafiaba y señalaba parte donde me esperaba a las dos de la tarde con sola su capa y espada. Mucho quisiera excusar por tan leve causa el ponerme en desafíos; mas, porque mi contrario no me tuviese por cobarde, sin dar parte a nadie en casa desto, le respondí que aceptaba el desafío y acudiría al puesto a la hora que señalaba.

Era donde nos habíamos de ver en un campo, cerca de un monasterio de religiosos descalzos y de unas huertas. Fui a él, hallando allí a don Rodrigo, que así se llamaba mi contrario. Saludome cortésmente y yo a él. Apartámonos del camino y, en un sitio solo y sin impedimento de gente, me dijo:

—Aquí, Feliciano, podéis oponeros contra mí con la espada en blanco, como lo hacéis en otras ocasiones con la contradicción que en vos hallo a todas mis acciones.

—Engañado estáis y presumís mal de mí, no conociendo mi sana voluntad —dije yo—. Mas bien se ve que la vuestra no es la que debe corresponder a mis deseos, pues fuera de la razón os fiáis tanto de vuestras manos que pensáis aventajarme. Yo quisiera satisfaceros a dos cosas en que me habéis imaginado contrario vuestro. Sé que está de mi parte la verdad, y así no pienso cansarme, sino ponerme en puesto donde me castiguéis si tuviéredes poder.

Saqué la espada y él hizo lo mismo. Acometímonos con destreza, que él lo era[101] y a mí no se me habían olvidado las liciones de mi maestro en armas. Duró el acuchillarnos más de una larga media hora, sin hallarse ninguno de los dos herido. Bien quisiera descansar don Rodrigo, y así lo dijo; mas yo le respondí que quien tan alentado venía para castigarme, que lo ejecutase. Encendiose con esto en cólera, y sin guardar reglas de destreza se arrojó contra mí con una punta; yo se la rebatí con la daga, y hallándole a mi lado izquierdo le tiré una cuchillada, con que le hice una peligrosa herida en la cabeza, de que le comenzó a salir mucha sangre, que le caía sobre los ojos. Viose con esto congojado y, procurando retirarme con otra punta, no le saliendo como pensaba, dio un grito que vino a ser seña para que saliesen de tras de un vallado dos amigos suyos, si bien con mascarillas, los cuales me acometieron. Acusé su villanía y comencé a defenderme. Venían bien armados, con que pudieron entrarse conmigo y darme a su salvo dos heridas, una en el pecho y otra en el brazo de la espada, con que no la pude gobernar. No quiso don Rodrigo que yo saliese de la pendencia sin saber a lo que sabía su riguroso acero; y así, viéndome sin manos, me dio dos heridas en la cabeza a su salvo, con que me dejó en tierra pidiendo a voces confesión. Dejáronme con esto en aquel campo y, a más correr, se fueron por desusados caminos a la ciudad.

Yo quedé en aquel sitio, dando voces que me socorriesen, y fue suerte mía que viniese de una huerta una señora viuda, en compañía de una hija suya, y acertase a pasar por cerca de mí. Oyó las voces y mandó a un criado que supiese lo que era; llegó donde estaba y viome como os he dicho, ya casi falto de aliento, revolviéndome en mi sangre y pidiendo confesión. Llegó a decírselo a su señora, y ella, haciendo acercar el coche, me hizo meter en él y llevó a aquel convento que os he dicho, de donde hizo salir un religioso, que me oyó de confesión.

No era lejos la ciudad, pues no estaba medio cuarto de legua. Con todo le pareció largo trecho para llevarme, y así rogó a los religiosos me pusiesen en una cama. Ellos, compadecidos de mi desgracia, lo hicieron y, en el ínterin que me desnudaban y ponían en ella, mandó aquella señora que en el caballo de la silla que tiraba el coche fuese el cochero a la ciudad, y que llamase a un médico y a un cirujano que me viniesen a curar. Hízolo el hombre tan bien que con mucha brevedad estuvieron allí. Viéronme las heridas y no les contentaron mucho, y menos mi disposición, que estaba muy sin aliento de la mucha sangre que había perdido. Dejáronme hecha la primera cura, al tiempo que mi padre, hermano y amigos acababan de entrar a verme, que el mismo cochero los había hecho relación de cómo me dejaba. Preguntáronme quién me había puesto en aquel estado. Yo dije que no era tiempo de declararme en aquel particular, sino de encomendar mi alma a Dios; tal me hallaba entonces. Quedose allí mi hermano, y mi padre salió a dar las gracias a la señora viuda, de haberme traído al convento y hecho llamar al médico y cirujano. Ella le significó cuánto pesar tenía de mi desgracia, convidole con el coche, y él se fue acompañándola hasta la ciudad. La ausencia de don Rodrigo le declaró por delincuente en mis heridas, mas por entonces no se supo quien [es] habían sido los cómplices en el delito.

Dentro de diez días hallaron mejoría en mí, de suerte que de allí a otros diez dijeron el médico y cirujano que podían llevarme en una silla a la ciudad. Hízose así, adonde en casa de mis padres vine a estar en breves días fuera de peligro, si bien muy flaco. Visitábame un escudero de aquella señora viuda cada día, y en uno que me halló a solas me dio un recaudo de parte de su señora doña Leonor, que era la hija de su ama. Contenía el recaudo darme la norabuena de la mejoría, y significarme cuánto había sentido mi desgracia, la cual le había costado muchos desvelos y cuidados. Estimé la merced que me hacía y ofrecime a que, dándome Dios entera salud, sería uno de los más asistentes servidores suyos que tuviese, reconocido siempre de aquel favor. Con esto partió. El escudero no paró en este recaudo, que dentro de unos ocho días, que me comenzaba a levantar, vino y me trujo un regalo de dulces, de parte desta dama, y una banda bordada con cifras de su nombre y el mío, para que descansase el brazo, que aún no estaba del todo sano; mandábame traerla en su nombre, que tendría gusto particular en esto, y que de lo que se me ofreciese la avisase. Yo tomé recaudo de escribir y, con los mayores encarecimientos que pude, exageré el gran favor que me hacía, sin haber méritos de mi parte para ser digno del. Este papel ocasionó respuesta, y de aquí enlazamos una correspondencia, fomentada con un muy firme amor, que duró cosa de seis meses. En este tiempo hablaba con mi dama por la reja de un jardín casi todas las noches, favoreciéndome con grandes veras doña Leonor.

Tenía esta señora un anciano tío, hermano de su madre, que se hallaba sin hijos y con mucha hacienda, la cual había de dejar a su sobrina, como se casase a su gusto, que la que tenía de parte de sus padres era poca, si bien su calidad era grande. Saliéronle algunos casamientos a mi dama, y ninguno le satisfacía al viejo, no le contentando los novios por defetos que les ponía. Había tenido ciertos encuentros con mi padre, y nunca se tiró bien con él, mostrándosele contrario en cuanto se ofrecía, y ahora, en esta ocasión, muy parcial con el padre de don Rodrigo, que no volvió más a Málaga; antes se embarcó para Italia con deseo de ver aquella tierra, y aun quedarse en ella y servir al rey. Por esta causa no traté de dar a mi padre cuenta de mi afición, por saber que por este caballero no había de recibirle bien. Con esto estábamos los dos amantes aguardando a que la muerte, en su mucha edad, nos dejase contentos y con hacienda; pero no sucedió así, que en sobrando un hombre en un linaje, vive más que dos Matusalenes.[102]

Ofreciósele a mi padre un negocio en la corte y, por hallarse cansado para asistir a él, libró su cuidado en mi diligencia, enviándome allá. No encarezco cuánto sentí ausentarme de mi dama; pero, siendo fuerza, hube de obedecer a mi padre, y ella y yo llevar con paciencia este pesar. Al despedirme de sus ojos les vi llenos de lágrimas. Acompañándola con el mismo sentimiento, pedila que me escribiese todos los ordinarios,[103] y que fuese firme en guardarme la fe y no admitir a otro que a mí por esposo suyo, aunque su tío la compeliese a ello. Así me lo prometió, pero no lo cumplió, como se verá adelante.

La causa de no admitir ningún casamiento el tío de doña Leonor para su sobrina no era porque hubiese defetos en los pretensores, que con muchos le estaba muy bien emparentar y aun tenerlo a mucha dicha. Era que este caballero había estado en Indias mucho tiempo, donde dejó un hijo bastardo, que sería ya hombre de cuarenta años, a quien había escrito que se partiese a España para hacerle esposo de su sobrina, y de secreto había hecho traer la dispensación y la tenía en su poder. Quiso mi corta suerte que el novio esperado viniese en aquella primera flota, desembarcando en Sevilla con salud y acudiendo luego a Málaga. Fue recibido de su padre con mucho gusto y, manifestando a todos ser su hijo, trató luego las bodas, dando desto parte a su hermana y ella a Leonor. Lo que sintió verme ausente no se puede ponderar, porque sin duda alguna se saliera de su casa y se fuera conmigo adonde yo la llevara. Viose la pobre lejos de ejecutar esto, cerca del plazo del consorcio, y apretada de su madre y tío; y al fin, aunque contra su gusto, se desposó con el capitán don Sancho de Mendoza, que así se llamaba el novio. Escribiome una carta con mil lástimas, significándome no haber podido hacer más resistencia que la que se hizo, y que se había casado con un hombre muy fuera de su gusto, con quien viviría muriendo todo lo que la vida le durase; que, a no perder el alma, se la quitara antes que darle la mano a hombre tan aborrecido de sus ojos.

Lo que sentí esta nueva dejo sólo a la discreción vuestra, hija mía; que, amando con tantas veras, de creer es cuan al alma me llegaría el sentimiento. Del que tuve caí enfermo, que estuve muy a pique de perder la vida, y obligué a ir a mi hermano a Madrid a asistirme en cuanto durase la enfermedad. El negocio de mi padre se redujo a un pleito muy reñido con un hombre poderoso y rico, conque duró más de tres años. No me pesó desto, por no volver a Málaga, pues había de sentir mucho ver a mi dama casada. Supe que el primer año de su empleo tuvo una hija, que era el consuelo de sus aflicciones. Murió su tío y suegro, y quedó el capitán hecho absoluto señor de toda su hacienda, que serían más de tres mil ducados de renta. Era hombre muy miserable, de la data de muchos que vienen de Indias, pero éste no tenía la causa por qué serlo: porque las haciendas de los indianos, ganadas con trabajo, obligan a ser bien guardadas, y esto les hace ser miserables; ésta se le había venido al capitán sin poner ningún cuidado de su casa, con la cual debiera ser generoso. Verle desta condición desesperaba a su mujer.

Yo me estaba en Madrid, tan ajeno de entretenerme los ratos que me dejaba el pleito y otras pretensiones como si estuviera en un desierto. Cayó mi padre enfermo y fue el último mal, que acabó su vida. Fui avisado de su peligro, púseme en camino, mas cuando llegué a mi patria ya había dado cuenta a Dios, y su cuerpo ocupaba un nicho de su capilla. Mucho se consoló mi viuda madre con verme, que era yo su Benjamín,[104] aunque el hijo mayor: en el amor, se entiende.

Yo estuve retirado en casa cosa de un mes; y cuando después de este tiempo salía de ella era o a un monasterio de religiosos, o al campo, de suerte que nunca me pudo ver doña Leonor, aunque lo deseó mucho. Obligóla esto a perder el recato de casada y escribirme un papel, acusando mi extrañeza de vida y dándome hora para que, por la reja del jardín donde solíamos hablarnos, la viese.

Volviéronseme a enternecer las heridas y traté de obedecerla, escribiéndola, después de darle cuenta de las causas de mi melancolía, que sería muy puntual al lugar donde me mandaba. Llegose la hora, fui y vime con ella. Hubo gran cosa de llanto y quejas de su esposo, si bien no le perdió el decoro con mi vista, sino en sólo salir allí. Díjome cuánto se holgaba de verme, que no me escondiese de sus ojos, y que creyese que ya su amor se había convertido en otro, que era de tenérmele como a hermano. Yo estimé el favor que me hacía, y prometila servir en lo que me mandaba, pues era cosa que tan bien me estaba. Pareciole hora para despedirme, por no ser echada menos por su esposo, que había dejado en la cama, y así nos dividimos. De allí en adelante continué el acudir adonde ella se hallaba, por darla gusto, aunque para mí era martirio; que cada vez que la veía ajena de mi poder perdía la paciencia. Desta suerte pasé dos años, sin querer tratar de casarme, ni aun que me lo mentasen.

Sucedió en este tiempo la mayor desgracia que se ha visto hasta hoy, por cuya causa estoy aquí. Fue, pues, que habiéndose ido doña Leonor y sus criadas a holgar orilla del mar en un coche, y llevando consigo a su hija, que sería de cinco años, el coche se rompió y, siendo ya casi cerca de anochecer, hubo de volver el cochero por otro coche en que llevarlas. En el ínterin que él y un criado partieron a esto, anocheció, hallándose solas cerca del mar, en ocasión que ocho moros, que en hábito de cristianos habían entrado en Málaga, volvían a embarcarse para partirse luego. Vieron la presa al ojo y, una barca prevenida, abrazáronse con las mujeres. Quien entre todas se resistió más fue doña Leonor, dando grandes voces y echándose en tierra. Quisieron entre dos moros llevarla; mas ella, que era varonil mujer, pudo sacar a uno un puñal de la cinta y herirle con él. Visto esto por el herido, en venganza de su herida desenvainó la espada y usó de la mayor crueldad que ha hecho bárbaro, que fue cortar de un golpe la cabeza a la dama, acabando la mayor hermosura que tuvo la Europa. Esto hecho, con la demás gente se embarcaron, llevándose también la niña.

Corrió la voz desto luego por Málaga, porque llevó la nueva un pescador, que se escondió de miedo de los moros, porque no le prendiesen. Acudió luego toda la ciudad a la marina, donde vieron aquel trágico espectáculo, que causó compasión y llanto a todos. Las cosas que hacía su esposo eran más de hombre loco que de cuerdo: tal le tenía el sentimiento de la pérdida de su esposa y captiverio de su hija. Lleváronle a casa, y con él el cuerpo de la malograda señora.

No me excedió el capitán en sentimiento, que fue tan grande el mío que me lle[v]ó, con una enfermedad, a los últimos términos de mi vida. Convalecí della y, habiendo en mi convalecencia pensado lo que debía hacer, una noche me salí de casa en un cuartago de campo, y en él me alejé de mi patria cuanto pude, dejando escrito un papel a mi madre, en que la daba cuenta cómo determinaba dejar el mundo y servir a Dios; que se consolase con la presencia de mi hermano, a quien hiciese señor de toda su hacienda, que mi parte se la renunciaba.

Con esto me vine a Sevilla, donde en el Monasterio de las Cuevas, que es del Orden de la Cartuja, tomé el hábito, pero no fue tan buena mi suerte que pudiese profesar; por otra grave enfermedad que me dio, no se supo jamás que yo allí fuese religioso. Tan enfermo me vieron los monjes, que me pusieron en conciencia que dejase la aspereza del hábito. Hícelo así, y curáronme allí hasta que estuve en mis primeras fuerzas. Salí de aquella santa casa con no poco pesar de verme indigno de ser su religioso; y tomando un saco como este que traigo, pidiendo limosna, llegué hasta Adamuz,[105] donde estuve dos años en una ermita que está dentro de aquella villa. Pareciome mejor entrarme a vida de más aspereza, y así, eligiendo este sitio, he fabricado este edificio de limosnas, adonde ha diez y ocho años que estoy. Aquí he sabido que murió mi madre, y que mi hermano está muy bien casado y con hijos. El capitán, marido de doña Leonor, no se ha casado ni hasta hoy ha tenido nuevas de su hija. Verdad sea que él es tan civil,[106] que por no gastar en diligencias lo ha dejado así, cosa que todos le culpan. Mas dícese que de aquel sobresalto no está con entero juicio; téngole por cuerdo en haberle perdido en tal ocasión, que no pedía menos tal desgracia.”

—Esta es mi historia. Ved si he tenido causa para haber conocido la poca seguridad del mundo.

Yo aprobé su elección, admirada de la trágica historia[107] de la dama. En esto pasamos aquella tarde, diciéndome el ermitaño que me quería otro día llevar a Adamuz para tratar de vestirme y de enviar a Córdoba, que estaba de allí media jornada. Con esto nos retiramos a la ermita, donde pasamos en ella aquella noche como la pasada.