CAPÍTULO XIII

 

Donde hace relación del mayor de sus embustes en Málaga y lo que del sucedió.

 

Como estaba en resolución de irme de Córdoba, en aquel mes que estuve retirada en la casa de don Jerónimo maquiné uno de los mayores embustes que ha trazado mujer, deseando que tuviese buen efecto para quedar dichosa por toda mi vida. En la historia que me contó el ermitaño de Sierra Morena, sucedida en Málaga, me acordé que me dijo que, al tiempo de ejercer aquella inhumanidad, con la muerte de la malograda doña Leonor la habían captivado los moros a su hija de cuatro o cinco años, que se llamaba Feliciana; y que desde entonces hasta ahora no se sabía nueva alguna della, ni la tenía el capitán, su padre. Pues antojóseme hacerme yo aquella niña robada que, según el tiempo, tendría veinticuatro años, y de esa edad era yo. Esforzóme esto el saber que Hernando, mi criado, había sido captivo cuatro años en Argel y estaba prático en las cosas de aquella tierra, de donde había venido seis años había. Era mozo de agudo entendimiento y presto para cualquier cosa. Dile cuenta de mi intento, aprobole y ofreció ayudarme en todo, instruyéndome en el tiempo de nuestro retiro en lo que había de decir de Argel, haciéndome nueva relación de sus cosas notables, de la condición y trato de los moros, de cómo se portaban con sus captivos, y en todo quedé muy enterada.

Con esto fui previniendo de secreto cuanto era necesario. Vendí todo el menaje de mi casa; hícelo dinero; convertido en doblones y joyas, acomodé las monedas en una almilla mía, y las joyas en una faja; y, con toda la prevención que fue menester, dispuse mi partida para Málaga. Tomamos mulas y, despidiéndome de mi protector don Jerónimo, me dio la prometida cadena por la burla del capón. Sintió que me ausentara, porque se juzgaba él causa de mi partida; pidiome que le avisase de donde estuviese, que él no sabía dónde era mi partida.

Salimos de Córdoba un lunes por la mañana y, sin sucedemos nada, llegamos media jornada antes de la ciudad de Málaga. Era una aldea, donde comimos aquel día. Allí determiné quedarme; pagué al mozo de mulas, y él pasó a Málaga y de allí a Granada. Aquella tarde salió Hernando a buscar si en aquel lugar hubiese un rocín de venta para nuestro propósito; hallole como deseaba y, concertado con el dueño, se le pagó. En éste salí el día siguiente a Málaga antes que amaneciese. A media legua deste lugar había un bosquecillo, adonde nos entramos. Era al tiempo que comenzaba el alba a mostrar su luz; allí fue donde nos vestimos al modo que Hernando había ordenado.

Yo me vestí una almalafa de varios colores que había comprado en Córdoba, y encima della un alquicel blanco; cálceme al modo de Argel, que también el calzado vino hecho al propósito, muy al propio de aquella tierra; compuse de ajorcas de oro mis manos, y con un hilo de perlas la garganta; el cabello llevé suelto, y cosidos los dos lados con listones de nácar; buenas arracadas de perlas en las orejas y, después de la compostura, me cubrí el rostro con un volante de plata largo. Hernando se vistió una jaquetilla azul, calzones de anjeo, albornoz listado de negro y blanco, bonete colorado, medias blancas y alpargates finos. Con esto y ser él moreno parecía propio captivo de los rescatados de Argel o Tetuán; al fin él hacía el papel como quien se había visto en otra representación como aquélla, aunque más de veras.

Después que los dos nos vimos vestidos tuvimos grande risa con la novedad del hábito, diciéndome Hernando que me estaba el de mora muy bien. Ya llevábamos hecha una certificatoria que el mismo Hernando había escrito, en que daba razón dónde habíamos tomado puerto, que fingíamos habernos escapado del poder de moros; adelante se verá cómo la ordenó, que era el mozo sagacísimo y gallardo escribano. En todo lo que duró el camino desde allí a Málaga me fue instruyendo en cuanto había de decir de Argel, y en algunos vocablos de la aljamía, que yo no sabía, aunque me había enseñado della mucho desde que emprendí esta quimera.

Llegamos a aquella antigua ciudad, sepultura que fue de Florinda,[147] perdición de España, y preguntando por las casas del capitán don Sancho de Mendoza, nos guiaron allá. Era ya cerca de las oraciones y, con ser a esta hora, la novedad de nuestro traje juntó a tantos muchachos y gente vulgar que nos seguía, que apenas podíamos andar por las calles. Llegamos a la casa de don Sancho y, apeándome, Hernando dijo a un criado que dijese al capitán cómo estaba allí una mujer que le quería hablar a solas. Él le respondió que su señor estaba recién convaleciente de una enfermedad de que aún no se había levantado; que no sabía si se le podría hablar. Oyó esto un capellán de casa y díjome:

—Suba vuesa merced, señora, que el capitán mi señor nunca estorba a nadie la entrada en su casa; vuesa merced le hablará.

Quedose Hernando con el rocín y en guarda de una maleta, y yo con más ánimo que el caso pedía subí acompañada del capellán, que me llevó hasta una pieza antes donde tenía la cama el capitán; allí me dijo que aguardase y él se entró a avisarle de mi venida.

Estaba entreteniéndose a los cientos con otro caballero anciano; díjole cómo estaba allí y en qué hábito, cosa que le alborozó mucho, y mandó que entrase luego. Entré, procurando que el despejo mío deshiciese cualquier sospecha, y halleme en la presencia de un venerable anciano, a quien, ya como a padre que esperaba lo había de ser mío, hice una gran cortesía, quitado el rebozo; él me correspondió con otra y me mandó allegar una silla. Díjele que le quería hablar a solas, y respondiome:

—Cualquier cosa que vuesa merced me pueda querer, no importa que esté presente el señor don Fernando, mi primo.

—Para lo que yo deseo hablar con vuesa merced no importa —dije yo—, y más siendo pariente, que tendrá parte de gusto en mi venida.

Dejáronnos solos a los tres, y yo, de una cajeta de hoja de lata, saqué unos papeles y dellos escogí uno, que puse en manos del capitán, suplicándole que le leyese en alto; él se le dio a aquel caballero, y oyó del estas razones:

“Certifico yo, Galcerán Antonio, notario desta ciudad de Valencia, que a la playa de ella, en el lugar que llaman el Grao, arribó una barca con treinta y seis personas, que en ella dijeron haberse escapado tres días había de la ciudad de Argel, donde estaban captivos en poder de infieles, entre los cuales venía doña Feliciana de Mendoza y Guzmán, que dijo ser nacida en la ciudad de Málaga, hija del capitán don Sancho de Mendoza y de doña Leonor de Guzmán, adonde fue captiva de edad de cinco años con dos criadas de su madre. A petición de la cual he dado esta certificatoria, signada de mi signo y firmada de mi nombre, y asimismo comprobada por tres notarios de la misma ciudad, en que certifican mi legalidad.”

Seguíase a esto la comprobación de los tres notarios.

Apenas el caballero leyó la certificación cuando yo llegué y, puesta de rodillas, pedí al capitán la mano, como hija suya, mostrando algunas lágrimas que me ocurrieron, que fueron de grande importancia. El capitán, bañado en ellas, me recibió entre sus brazos, dándome muchos besos en la frente y diciéndome entre sollozos:

—¡Ay hija querida de mi alma, único consuelo mío y alegría de mi vejez! ¿Es posible que haya permitido el cielo, tras de tan largo tiempo, haberte traído a que me cierres los ojos y muera yo consolado?

No hacía sino abrazarme, y yo besarle una mano, derramando también lágrimas. El caballero que estaba allí, no menos tierno que su prim[o], le dijo:

—Dejad, señor don Sancho, que todos participemos deste contento, que sin pensar nos ha venido en la señora mi sobrina y vuestra hija.

Abrazome, echándome mil bendiciones y diciendo:

—¡Válgame Dios, lo que te pareces a tu desgraciada madre! ¡Hágate el cielo más dichosa que a ella!

A las voces que oyeron los criados entraron todos de tropel, y su dueño les dijo:

—Hijos míos, besad la mano a mi hija, que por milagro de los cielos ha venido a que la vean mis ojos antes que me los cerrase la muerte.

Todos, locos de contento, llegaron a quererme besar las manos; yo los abrazaba con mucho gusto. Pasó luego la palabra por la ciudad, y en aquella noche no quedó caballero en ella ni señora que no fuesen a dar la norabuena al anciano don Sancho, holgándose mucho de la buena suerte que había tenido en ver a su hija en su casa cuando menos se pensaba.

Muchas lisonjas oí de aquellas damas, en particular de las parientas. Hiciéronmelas conocer a todas, teniendo yo mucho cuidado con saber de cada una quién fuese. Dieron lugar para la cena; quedáronse a ella dos o tres señoras, de las parientas más cercanas, y sus maridos, y pusieron las mesas en el mismo aposento donde mi nuevo padre tenía la cama. En tanto que se prevenía, yo llamé a un criado y díjele si había visto al que me acompañaba. Preguntome el capitán qué le decía, y [le dije] que le pedía por el hombre que había venido conmigo desde que desembarqué en Valencia, que era persona a quien, después de Dios, debí mi libertad, y a quien había de galardonar su fidelidad y amor.

—Es muy justo, hija mía —dijo él—. Haced que le regalen.

—Ya está hecho, señor —dijo el criado—, y la cabalgadura puesta a recaudo.

—Pues suba acá ese hombre.

Hicieron subir a Hernando, el cual despejadamente habló en las cosas que de Argel se le preguntaron, como quien las sabía razonablemente. Díjole el capitán cómo sabía de mí lo que había hecho en mi libertad, y que estuviese cierto que no dejaría sin premio lo que había hecho en orden a ella. El respondió que para él el mayor premio era haberme servido y desear continuarlo lo que tuviese de vida. Con esto dio lugar a que nos sentásemos a cenar. Sirviose una espléndida cena de muchas ensaladas, platos y dulces. Alzáronse las mesas, y quiso el capitán que, en presencia de aquellos caballeros y damas, dijese el modo como me había venido de Argel. Ya yo había prevenido este lance y traía pensada mi mentira, pues sabía que en ella se fundaba mi máquina. Diéronme atención y comencé mi historia desta suerte:

“Habiéndome captivado de esta tierra, como todos saben, juntamente con dos criadas, fui llevada de la barca a un bergantín, adonde me pasaron. Esto digo por habérselo oído, siendo mayor, referir a una de las dos criadas, que se llamaba María —también tomé el nombre de memoria de la relación del ermitaño, preguntándoselos todos después—. Con esto llegamos a Argel, adonde me compró a mí y a esta criada Muley Cidan, un moro rico y administrador de la aduana y rentas que el Gran Señor tiene sobre ella. En su casa estuve hasta edad de veinte años, habiendo más de seis que era solicitada de Alí Cidan, hijo de mi patrón, para que dejase mi ley, y que sería su esposa. Mas yo, bien instruida de la criada con quien fui captiva, resistía a sus importunaciones, desengañándole que antes perdería mil veces la vida que dejar mi religión.

Era grandísima la clausura nuestra, en particular cuando había redentores[148] de las Ordenes de la Merced o la Trinidad, que ellos llaman papaces; que entonces no nos dejaban ver la luz del sol, y así ha sido ésta la causa para que no se supiese dónde estaba hasta ahora.

En este tiempo murió Muley Cidan, y quedó su hijo Alí con la mayor parte de su hacienda y esclavos, que eran muchos; en particular procuró que yo no saliese de su casa. Al principio tratome bien, con intento de que yo renegase; mas como conociese mi perseverancia, echó la culpa desto a María, la criada que estaba en mi compañía, a la cual comenzó a tratar tan ásperamente, que esto la ocasionó una grave enfermedad, de la cual murió, con mucho arrepentimiento de sus pecados. Sentí en extremo su muerte, porque me amaba tiernamente y la tenía en lugar de madre. Dentro de pocos días supe la muerte de su compañera, que estaba en poder de otro moro rico. Pensó Alí Cidan que, faltándome del lado mi consejera, yo vendría a condescender con su voluntad; mas hallose engañado, porque vio mucho más valor en mí que hasta allí. Valiérase de la violencia, si no fuera por su madre, que le iba a la mano, diciéndole que esperase en el tiempo, que él me haría mudar de opinión, viendo estar dudoso mi rescate.

En este tiempo andaban ciertos captivos de un vecino de Alí Cidan, moro de cuenta, por huirse en una barca. Dieron parte de su intento a este criado que viene conmigo, conociéndole práctico en la tierra y que sabía bien la lengua; él los animó a la empresa y ofreció su ayuda, acompañándose de otros captivos compañeros suyos. Juntábanse las noches en un baño de Alí Cidan todos, que así se llaman las prisiones de los moros, adonde con más fundamento trataron su fuga.

Era Hernando muy conocido mío, y no quiso dejar de darme parte de lo que intentaban, persuadiéndome a que me fuese con ellos. Vi dificultosa la salida, por el grande encerramiento en que estaba; mas, con todo, dije que dilatasen la partida por ocho días, que en tanto abriría el cielo camino para que yo saliese de aquella opresión. Así se sirvió, con sobrevenirle a Alí Cidan una grave enfermedad, con que era menos nuestro encerramiento, por faltar en esto su cuidado. Advertíselo a Hernando, con lo cual dio más priesa a la partida. Previnieron una barca buena y señalaron la noche de la fuga; pues, con este aviso, todos estuvimos con cuidado, y a la media noche rompieron los captivos las puertas del baño y fueron por mí.

Con el desvelo que todos los de casa habían tenido las noches pasadas, asistiendo al enfermo, estaban vencidos del sueño, y así pude no sólo salir de casa, pero tomar algunas joyas y ropa della para pasarlo mejor. Salí donde me aguardaban los captivos, alegráronse con verme, y todos juntos nos fuimos quietamente hasta el muro, de donde nos descolgamos con cuerdas, por estar las puertas cerradas. Fue suerte no ser sentidos de los guardas de la ciudad, lo cual nos alentó para llegar presto a la marina. Sacaron aquellos captivos de entre unos árboles los remos para la barca, que habían allí escondido, y con ellos entramos en ella y, encomendándonos a Dios, comenzamos nuestro viaje con viento próspero, que ayudaba a nuestra fuga. Mas la fortuna, que nunca permanece en un ser, torció el aire y comenzó a alterar el mar, de modo que comenzamos a padecer una áspera tormenta, en que nos vimos en grande aprieto, porque el viento era contrario y temimos que nos volviera al peligro, dando con nosotros en la playa de Argel. Duró el temporal dos horas, al cabo de las cuales se sosegó el mar y pudimos volver al viaje, sirviéndose Dios de que arribásemos al Grao de Valencia, donde tomamos tierra, besándola no pocas veces, y dándole gracias de las mercedes que nos había hecho.

Los captivos vendieron la barca. Yo me vine a Valencia, donde tomé esta certificación después de habernos presentado al virrey, que me honró mucho, sabiendo quién era. De allí hemos venido por Murcia hasta la patria, acabándose mis desdichas con haber llegado a la casa de mis padres, donde nací.”

Este discurso hice con tan buen despejo y significación de palabras, ya enterneciéndome, ya alegrándome en las ocasiones que lo pedían, que todos creyeron mi embeleco. De nuevo me abrazó mi padre y aquellos señores deudos; y siendo hora de recogerse, se despidieron. Lleváronme dos criadas ancianas de mi padre a un bien aderezado cuarto, adonde reposé aquella noche, aunque parte della di al desvelo, considerando cómo me había de portar, hija de tal padre y tan estimado en la ciudad.