En que da cuenta de su casamiento con Sarabia, y cómo se entró a comedianta, con lo más que le pasó hasta salir de Granada.
Con la continuación de visitarme Sarabia tan galán y verle yo representar, se me abrieron las antiguas heridas del pasado amor, y paró todo en matrimonio, persuadiéndome él a que nos casásemos, que con mi buena voz ganaría muy buen partido en la compañía, que junto con el suyo sería suficiente para pasarlo bien los dos. Tanto me dijo que me determiné a seguir aquella profesión, a que yo siempre fui muy inclinada desde niña, de suerte que todas las veces que veía comedia envidiaba notablemente a aquellas mujeres della y a las galas que traían.
Tenía el autor necesidad de una voz como la mía para tener una consumada música en la compañía; y así, habiéndole dado cuenta de su empleo Sarabia, lo aprobó y ofreció ayudarle en cuanto se le ofreciese, prometiéndole dineros adelantados si los hubiese menester. Fuémelo a decir Sarabia, mas yo le dije que no embarazase al autor en aquello, que yo me hallaba con trecientos escudos y dos ricos vestidos —que eran los de Málaga— para poder pasar sin entrar en deudas con el autor.
Holgose Sarabia de oír esto, y tratose luego de hacer las amonestaciones, las cuales hechas, en un sábado que holgaba la compañía nos desposamos y velamos, acudiendo toda ella muy de gala a la boda, siendo el autor padrino, y una mujer de la comedia que hacía los primeros papeles la madrina. Hubo aquella tarde mucha fiesta en la posada del autor, adonde comimos aquel día. Esa noche me ensayaron en un tono; conque esotro día, que era domingo, me planté en el tablado a cantar, que a la novedad de la recién venida a la compañía hubo mucha gente. Parecí a todos bien, según dijeron, y quise revalidar las aprobaciones cantando sola en la tercera jornada, donde en un tono[149] nuevo, que yo sabía diestramente, hice alarde de mi buena voz y destreza; de modo que dejé admirado al auditorio, diciendo que con mi persona había el autor hecho la mejor compañía de España. Él estaba loco de contento, y mucho más mi esposo, que se juzgó con mi compañía el más feliz hombre del orbe.
A la fama de mi voz, que corrió por la ciudad, se dobló el auditorio en la comedia, y aunque ella fuese de las que atraen silbatos y castrapuercos, se salvaba por mí. Esto conocía bien el autor, y así me regalaba con grande cuidado. Hacía algunos papeles pequeños, en que di muestras de que representaría bien. Presto lo vio con claras experiencias, sucediendo caer enferma la mujer que hacía los primeros papeles de las damas, por lo cual se me dio uno de una comedia que habíamos de estrenar de allí a seis días. Para ésta hice hacerme un bizarrísimo vestido con mucha plata. Llegose la ocasión y di tan buena cuenta de mi persona, que excedí con grandes ventajas a la compañera enferma, diciendo todos que haría el autor muy mal en quitarme los primeros papeles. Toda la compañía quedó admirada de ver cuan bien había representado, y que por esto había durado la comedia[150] ocho días.
Había en Granada algunos señores que estaban pleiteando en aquella Real Chancillería.[151] Uno dellos, caballero mozo, rico y lucido, dio en festejarme y comenzar a hacerme regalos de dulces y de meriendas. Acudía las noches a mi posada. Daba Sarabia lugar, con irse de casa, a que hablásemos a solas, cosa con que yo me ofendía mucho, porque, aunque en los de aquella profesión sea estilo, yo quería bien a mi esposo, y no gustaba de aquellas conversaciones[152] que estimaran mis compañeras ver en sus casas, teniendo no poca envidia de mí.
Murió la enferma compañera, con que yo quedé heredera de sus papeles, con mucho gusto del autor. Acrecentome el partido, de suerte que con los dos ganábamos cincuenta y cuatro reales cada día, con que lo pasáramos bien, si Sarabia no se comenzara a distraer con darse al juego, de modo que cuanto ganábamos estaba jugado esotro día, y se buscaba para la comida. Al principio lo comencé a llevar con paciencia, mas después fue tanto lo que me desabrí, que no traía gusto conmigo.
Era el autor viudo, y muriósele su dama en la compañera que faltó. Quiso que, como le sucedí en los papeles, le sucediera en el amor. Yo no estaba dese parecer, ni era como las otras, que le obligaban con sus cuerpos por que no faltase moneda en sus bolsas, digo la ración y representación cierta. Yo me tenía mi dinerillo, que ocultaba de Sarabia, y no sabía del sino Hernando, que todavía asistía en mi servicio. Con esto no había menester dar gusto al autor, ni aun al príncipe aficionado mío, y así me esquivaba de todos.
Llegó la rotura de Sarabia en el juego a tanto, que comenzó a empeñarme los vestidos con que me había de lucir. Con esto no teníamos hora de paz, atreviéndoseme a ponerme las manos. Vino su desvergüenza a tales términos, que me comenzó a decir que bien podía no ser singular en la comedia, sino admitir conversaciones de quien me quería bien, que otras alzaran las manos al cielo de tener las ocasiones que yo para mayores aumentos. Finalmente, él me dio a entender que no le pesaría de verme empleada en el príncipe que me pretendía, con lo cual v[i] abierta permisión a toda rotura, y en él dispuesto sufrimiento para todo.
Una de las cosas que más hacen perder el amor que tienen las mujeres a los hombres es el verse desestimadas de ellos, y en particular ser tratadas como mujeres comunes[153] y de precio. Visto lo que Sarabia me había dicho, desde aquel punto se me borró el amor que le tenía, como si no fuera mi esposo y le hubiera amado tanto. Diome la ocasión y yo no la dejé pasar; así que comencé más afable a dar audiencia al príncipe, el cual comenzó a cuidar de mí por lo mayor, gastando conmigo largamente en galas, pues me daba cuantas se ofrecían al propósito de las representaciones. Podíase hacer otra historia de los papeles con que le daba los buenos días mi criado Hernando, que eran a este modo:
“De aquí a seis días estrenamos una comedia nueva, en que salgo vestida la primera jornada de labradora, la segunda de hombre, y la tercera de dama. Vuestra Señoría se sirva que, con su cuidado, no desdiga de mi lucimiento. Este espero de su generosa mano, y véngaseme por acá, que se deja ver a deseo.”
Deste género tenía, cada vez que había comedia nueva, papeles. Queríame bien y no reparaba en gastar cuanto le pedía, aunque fuesen impertinencias, como tal vez se ofrecía, para el vestido de ángel, ya el de mora, ya el de bandolero, ya el de india; de suerte que él era el obligado a adornar todas mis transformaciones a costa de su moneda, que gastaba conmigo sin duelo. Harto se daban al diablo sus criados, pero él hacía su gusto.
Como Sarabia me vio en el empleo que deseaba, cursó el juego con más asistencia, y traíale tan fuera de sí que por el desvelo de jugar erraba algunos papeles, y dábase al diablo el autor, no aprovechando el reñirle para que se enmendase. Ya yo no hacía caso del, daba cuenta de lo que me tocaba, y no me metía en más. Con todo, me pidió el autor que, por orden de aquel señor que me festeaba, se le diese una mano. Pareciome que le sería de enmienda, y así, un día le di cuenta del distraimiento de mi marido y cómo llegaba a tanto que lo pagaban mis galas, vendiéndomelas o empeñándolas. Sintiolo mucho, por ser contra su hacienda; pues, faltándome, era cierto acudir yo a él. Y así le cogió un día y le puso de vuelta y memoria,[154] amenazándole que, si sabía que jugaba, me había de apartar de su compañía, y a él le había de hacer castigar de modo que no fuese hombre en toda su vida. Amedrentose con esto, consideró lo que perdía y su poca seguridad, si se resolvía a castigarle; y así no trató de jugar más que para sólo divertirse, una cosa moderada. Con esto volvimos a tener paz.
Acabó el autor sus representaciones, y así salió de Granada para Sevilla. Asistía allí el príncipe con su casa, y sintió en extremo que el pleito le embarazase de modo que no pudiese irse a Sevilla en mi seguimiento; pero consolose en que esperaba presto la sentencia, y que luego se vendría de propósito, porque sabía que habíamos de estar allí por lo menos un año. El día que partió la compañía se me tomó litera en que fuese sola, y un criado suyo en una mula fue a mi lado, acompañándome, y con dinero para regalarme por el camino y orden de asistirme en Sevilla, así para mi regalo como para mi guarda, que temía no hiciese empleo. Diome cien escudos para cintas, y salimos con eso de Granada sin sucedemos nada.