CAPÍTULO XVII

 

En que cuenta su tercero casamiento con un caballero del Pirú, y cómo enviudó brevemente del por un extraño suceso, con otros que le sucedieron.

 

Ya, señor lector, me ve vuesa merced otra vez casada, estando bien ajena de verme la tercera en aquel estado; y así nadie diga mal del día hasta que pase. Escapé de un celoso, di en un jugador, y en el tercero empleo hallé un indiano que, si no fue jugador, era la suma miseria y los mismos celos. A tres meses que se acabó el pan de la boda, comenzó a descubrir la hilaza de sus defectos. No me puedo persuadir que tenga amor quien es corto de ánimo, que el tal le tiene encogido en regalar y servir a quien bien quiere. En cuanto a los celos, los hay de dos maneras: unos, nacidos de la sospecha, temiendo perder la cosa amada, y otros, de hallarse el que la posee con menos partes para tener dominio en aquella posesión.

Juzgábase mi indiano ya en mayor edad, no suficiente para los deleites del consorcio, y a mí moza, y que esto me había de cansar y buscar nuevo empleo, con lo cual hizo prevenciones para guardarme y no me perder de vista, aún con mayor extremo que el primer dueño que tuve. Las ventanas habían de estar siempre cerradas; el salir había de ser en el coche y corridas las cortinas del; la asistencia de casa era casi siempre, menos desde las diez de la mañana hasta casi el mediodía, que esto era en la Lonja y Casa de Contratación; amigo ninguno no le había de entrar en casa, ni visitarme, ni tampoco lo consentía aun a mis amigas. Con todo, lo pasaba mejor que con Lupercio de Saldaña, que buen siglo goce, porque la compañía de su hermana de don Álvaro me era de grande alivio, pues con ella pasaba mejor mi clausura. No era la que menos de las dos sentía estos extremos de su hermano, y decía, indignada con él, que si supiera que tenía tal condición no la trujeran de Navarra por ningún caso.

Hubo una fiesta en Sevilla en la iglesia mayor,[180] templo célebre de nuestra Europa, cuyo sumptuoso edificio aventaja a muchos. Para ella nos dio licencia don Álvaro, a mí y a su hermana, que la fuésemos a ver, cosa que pareció milagro. Madrugamos, por ir primero a la calle de Francos a comprar algunas cosas necesarias, que es allí lo que la calle Mayor de Madrid. Paró el coche en una tienda, donde nos apeamos las dos, yendo de embozo, dejando bien ocupado a don Álvaro buscando unos papeles de importancia. Sucedió, pues, que, en entrando en esta tienda, se llegaron a ella dos caballeros mozos, el uno, primo del asistente,[181] y el otro amigo suyo. Eran los dos recién venidos a Sevilla a holgarse; pues como nos viesen, comenzaron a trabar conversación, toda en orden a que nos descubriésemos y tomásemos lo que fuese de nuestro gusto en la tienda. Uno y otro excusamos por grande rato; mas fue tanta su porfía, que doña Leonor les quiso dar gusto, y así se descubrió al caballero con quien hablaba. Tenía buena cara y era entendida, con lo cual el caballero quedó muy aficionado suyo.

El que hablaba conmigo estaba deseosísimo de verme, habiéndome ya oído, que procuré en lo razonado no parecer menos que mi compañera. Pues como viese que había descubierto el rostro a su amigo, instó con más veras en que hiciese yo lo mismo, pidiéndomelo con muchas súplicas. Para conmigo alcanza mucho un termino cortés; éste vi en don Sancho —que así se llamaba el que me festejaba— y hube de hacer lo que doña Leonor.

No quedó menos pagado de mí que el compañero de mi cuñada; así me lo dio a entender, preguntando por mi casa. Yo le dije que de donde la tenía me mudaba a otros barrios, que eran a la Puerta de Carmona, y que por eso no se la decía. Quiso saber cuándo era mi mudanza, pero yo concluí la plática con decirle mi estado, sin nombrar a mi dueño, y que no sabía cuándo nos pasaríamos a la nueva posada. Con esto se remitió a hacer seguir el coche. Ofrecionos todo lo que fuese de nuestro gusto en la tienda, mas ninguna cosa aceptamos, no comprando nada por no obligarnos.

Con esto nos despedimos y fuimos a la fiesta de la iglesia mayor. Ellos siguieron el coche y allá nos volvieron a hablar, aunque no a su gusto, por el cuidado que tienen los celadores de que en aquella santa iglesia no hablen los hombres con mujeres, cosa tan cuerdamente advertida como bien ejecutada, y que se había de usar en todos los templos donde hay concurso de gente.

De la plática de doña Leonor y don Diego —que éste era el nombre del que la habló— quedó ella muy su aficionada. Era moza y hermosa, y poco cursada en tales lances; no me admiré de que se aficionase, que el caballero tenía buen talle y era muy discreto. Con él se declaró más que yo con don Sancho, y así supo della nuestra casa, la calidad de mi esposo, y asimismo nuestro encerramiento. Con esto y ser acabada la fiesta, nos v[i]nimos a casa, donde don Álvaro nos hizo varias preguntas de lo que habíamos visto, y al escudero otras tantas; pero él estaba tan de nuestra parte, que no diferenció en nada de lo que nos oyó decirle.

La continuación de los dos caballeros en nuestra calle fue grande, y diera que sospechar a mi dueño, si en ella no hubiera dos damas cortesanas, donde entraban por d[e]slumbrar a los curiosos, y con esto no maliciaban en lo verdadero. Por la orden del escudero nos escribíamos, y don Sancho instaba en sus papeles mucho que le enviase un retrato mío, que éste le sería su consuelo, pues no le podía tener con mi vista. Tanto porfió que hube, en dos veces que faltó de casa don Álvaro, de hacer que un pintor nos retratase a mí y a doña Leonor, con que los caballeros quedaron contentos. No estaba yo menos aficionada de mi galán que doña Leonor del suyo, y así sentía notablemente la reclusión en que nos tenía mi esposo, por carecer de su vista; pues aun a ponerme a una ventana, en tiempo que estaba en casa, no me atrevía.

Mudamos de barrio, yéndonos a vivir cerca de San Agustín y de la Puerta de Carmona. Supieron los dos amigos nuestra mudanza y acudieron luego a la calle, aunque con más moderación que antes, porque en ella no había persona alguna de sospecha por quien se pudiese pensar que pasaban. Acudían a la iglesia, y allí nos víamos y tal vez había lugar de hablarnos. Sucedió, pues, que habiéndole pedido yo a don Sancho que me diese un retrato suyo, él me le llevó a la iglesia un día de fiesta que en ella estábamos doña Leonor y yo oyendo misa, en la cual, con disimulación, me le dio envuelto en un papel suyo; yo con la misma le metí en la manga, sin que lo pudiese notar nadie. Volvimos a casa y, acabándome de quitar el manto, se llegó mi esposo a mí a hacerme caricias, cosa poco usada del. Con ellas no advertí lo que debiera, y así pudo, en la una de las mangas de mi ropa, ver el papel, y como era tan celoso, luego al instante metió la mano y pudo sacármele, cosa con que quedé fuera de mi; y lo echara de ver, si no se ocupara en ver el retrato y leer el papel, cuya persona no conoció. Yo, en tanto, pude cobrarme de mi susto y llegar a él, diciéndole muy despejadamente:

—¿Qué miráis, señor? Ese papel y retrato hallé en la iglesia, caído en el suelo, y no viendo por allí quien le hubiese echado menos, le guardé.

Reparó don Álvaro en mi poca turbación; pero con todo eso, me tomó de una mano y me encerró en un aposento, dejándome en él bien cuidadosa de mi vida. Otro tanto hizo con su hermana, que la cerró en otro.

En tanto que él se ocupaba en esto, yo, por una ventana que caía al patio, llamé al escudero, a quien di dos reales de a ocho, y le dije que luego al punto buscase un pregonero y le hiciese pregonar un retrato que se había perdido, por toda aquella calle. Era solícito, aunque viejo, y conoció en mí no poca aflicción; y así no fue perezoso en hacer la diligencia. Halló el pregonero, pagole bien, y él vino en altas voces diciendo que a quien hubiese hallado un retrato, perdido desde las nueve del día, le daría buen hallazgo. Esto pregonó tres veces en mi calle, y fue en ocasión que, habiendo don Álvaro vuelto a leer el papel y hallado en él muchas finezas y amores cortesanamente dichos, trataba de averiguar con violencia la verdad del caso. Pues, como oyese las altas voces del pregonero, que como bien pagado las ponía en el cielo, se sosegó y llamó al escudero con mucha priesa, diciéndole:

—Briones, tomad este retrato con este papel y dadle a aquel pregonero, de quien cobraréis el hallazgo que promete, y aprovechaos dél.

Tomó el escudero el retrato y fue a buscar al pregonero, a lo menos lo dio a entender a su celoso dueño, el cual, asegurado con aquello de que en su esposa no había la culpa que él la imputaba, abrió el aposento donde me había encerrado y, con los brazos abiertos para abrazarme, entró diciéndome:

—Amiga y señora mía, hoy pensé que fuera el último día de vuestra vida: a tal os tenía condenada el haberos hallado aquel retrato y papel en la manga. Mas, volviendo el cielo por vuestra inocencia, ha permitido sacarme de una vil sospecha y restituirme en mi sosiego. Yo os confieso, señora, que en mi pensamiento estábades culpada y que como a tal os fulminaba la sentencia de vuestra muerte. Del susto que os he dado, con la violencia de cerraros en este aposento, os pido perdón. Abrazadme.

Como yo conociese cuan bien había salido de aquel aprieto, quise con enojarme dar a entender a mi esposo que por mi información debía ser creída, y que de no lo haber sido tenía justísima queja, y así le dije:

—En bien diferente opinión juzgué, señor, que estaba para con vos; pues, conociendo aun antes de darme la mano el recato con que vivía y el que he conservado hasta ahora, os había de disuadir de cualquier sospecha que en ofensa de mi reputación tuviérades. ¿Paréceos que soy tan necia que, a ser de galán mío el papel y retrato que me hallastes en la manga, le había de tener a tan mal recaudo que tan fácil le pudiérades hallar para verme en la aflicción en que me habéis puesto? Sed servido de hacer más confianza de mí, pues os la merezco, y creed que los celos no sirven de otra cosa que de despertar ánimos dormidos. El mío lo está para todos, si no es para con vos. Bien conocéis mi amor y la estimación que de vos hago y he hecho, pues si no la hiciera, primero viera la cara de mi ausente tío en España que os diera la mano de esposa. Yo os perdono el agravio que me habéis hecho, si le puede haber entre marido y mujer, y os suplico que de aquí adelante no os atribulen sospechas ni os desvelen recelos, considerando la mujer que tenéis, que en amaros no dará ventajas a ninguna del orbe.

Abrazome con esto apretadamente, si bien yo, con la medalla de la enojada, severamente le abracé. No hallaba modos el engañado indiano con que disculparse. Atajó sus razones con mandar abrir el aposento donde había hecho encerrar a su hermana, la cual no había tenido menos temores que yo. Parece que yo la había ensayado mi papel, y así también se le mostró ofendida y quejosa.

Quiso aquella tarde deshacer las quejas con llevarnos al Alcázar, recreación que su hermana no había visto, adonde pasamos aquel día alegremente con muy buena merienda, celebrando doña Leonor y yo lo bien que me salió la traza, de todo lo cual dimos aviso a nuestros amantes, encargándoles mucho que se moderasen en pasar por nuestra calle.

En todo el tiempo que nuestros galanes habían cursado el festejo nunca habían visto a don Álvaro, cosa que parecía imposible, porque ellos le guardaban la cara y nunca tuvieron aun curiosidad para conocerle desde lejos. Sucedió, pues, que a don Sancho le vino una letra de Madrid, remitida a mi esposo; ésta le envió un grande amigo de don Álvaro, con quien había tenido en Indias estrecha amistad. Buscole don Sancho en la Casa de la Contratación, adonde se le mostraron, que aún no sabía de mí cómo se llamaba mi dueño. Mostrole la letra y, aunque venía el plazo de la paga de ella a diez días vista, él se la pagó luego sin ir a casa, cosa que estimó en mucho don Sancho, y desde allí quedaron muy grandes amigos, encomendado don Sancho por el que le envió la letra; y así pocos días se pasaban sin verse, sin haber sabido don Sancho que don Álvaro fuese mi esposo, como he dicho. Su condición era afable con todos, si bien el llevar a nadie a su casa no lo hacía, que, como era hombre de mayor edad, los celos no le daban lugar a hacer tales confianzas de nadie, por amigo que fuese; y así los que lo eran suyos, conociéndole su condición, le buscaban fuera de su casa, en las partes donde sabían que acudía, y no en ella, porque lo recibía mal. Así don Sancho llevó adelante la amistad de don Álvaro, estimando tenerle por amigo para lo que se le ofreciese.

Con el recato con que nos tenía mi esposo a su hermana y a mí no teníamos lugar de vernos con los dos amigos, si no era en la iglesia donde acudíamos a misa, y así lo pasábamos consolándonos con escribirnos, aguardando que se ofreciese ocasión en que nos pudiésemos ver libre[s] del temor de don Álvaro.

Tuve un día licencia suya para salir a la calle de Francos y a la Alcaicería a comprar ciertas cosas que había menester, y así la noche antes con Briones di aviso a don Sancho, que don Diego no estaba en Sevilla. El estimó que hubiese ocasión, y aquella misma noche me escribió, avisándome que me aguardaba en su posada. Llegose la hora de ir, y mi cuñada y yo, con mantos de anascote y sombreretes al uso de Sevilla, nos pusimos de embozo y fuimos a la posada de don Sancho, a quien hallamos vistiéndose. Recibionos con mucho gusto y, habiendo hecho despejar el cuarto y dado orden para que nos trujesen de almorzar, se volvió a nuestra conversación.

Apenas me había tomado una mano cuando llamaron a la puerta del aposento donde estábamos. Entrámonos en una alcoba donde estaba la cama, y don Sancho abrió la puerta; quien llamaba era un criado suyo, que le dijo le llamaban de parte del asistente, su deudo. Estaba cerca de su casa y, por no faltar a cosa tan precisa, quiso atreverse a dejarnos, con pensamiento de que el asistente le despacharía en breve; y así nos lo dijo, con lo cual nos dejó cerradas en su aposento.

Fuese a casa del asistente, a quien halló ocupado en un negocio grave; dijéronle cómo estaba allí don Sancho, y él le envió a decir que se aguardase, cosa que él sintió sumamente, por perder la ocasión que le estaba aguardando. Dilatose el negocio del asistente tanto, que cuando don Sancho le entró a hablar era muy cerca de mediodía. Quien estaba con el asistente era don Álvaro, al cual le había llamado para que entrase en unos asientos con otros peruleros, en razón del desempeño de la ciudad. Pues, como don Álvaro saliese de estar con el asistente y don Sancho entrase, juzgando que le detendría de modo que no pudiese gozar de la ocasión que le estaba aguardando, dijo a don Álvaro:

—Señor mío, por la verdadera amistad que entre los dos hay, os suplico me hagáis un favor, sacándome de un empeño en que me hallo.

Ofreciose don Álvaro a servirle con mucho gusto, y así le dijo:

—De vos fío una flaqueza mía que aún no ha llegado a podérsele dar este nombre, porque la causa della no es persona [a] quien haya conocido. Ha venido cierta dama a mi cuarto a verse conmigo, y juzgando que el señor asistente —que me envió a llamar— me despacharía con brevedad, no ha sucedido así, con lo cual estoy desesperado, así por perder el empleo que tanto he deseado, como por el disgusto con que juzgo que estará la dama por la falta que hará en su casa, que es mujer principal. Debajo desta llave está cerrada; de vos la fío para que la saquéis de allí, ya que me ha faltado un criado mío que vino conmigo. Perdonad la llaneza de amigo.

Ofreciose don Álvaro a servirle y así, como quien había estado algunas veces en su posada, fue con presteza a ella y, entrándose en su cuarto sin haber encontrado con criado ninguno, abrió el aposento donde estábamos, tan a mal tiempo que doña Leonor se estaba componiendo el pelo a un espejo y yo echada en la cama de don Sancho, pesarosa con el disgusto de ver la tardanza. Con el divertimiento de doña Leonor, no reparó en esconderse del que abría la puerta, juzgando también que sería el esperado don Sancho. Mas sucediole al revés, porque, habiéndola visto don Álvaro, sacó —indignado de verla allí— la daga, y embistiendo con doña Leonor, la dio tres o cuatro puñaladas, a cuyos gritos yo reparé en el daño que había hecho y, con el miedo de no verme en otro tanto, me dejé caer detrás de la cama.

Bien se pensó don Álvaro que dejaba muerta a su hermana, y así, volviendo a cerrar el aposento, se fue con mucha priesa, como lo pedía el daño que dejaba hecho. En breve vino don Sancho, al tiempo que yo, habiendo salido de donde estaba, tenía a mi cuñada en mis faldas, vertiendo sangre de las heridas, y yo puesta en notable confusión, porque si daba voces era deshonrarnos, y si callaba era acabar la vida la pobre dama. Mas este pesar me alivió la venida de don Sancho, el cual, como hallase cerrada la puerta de su aposento y sintiese que dentro lloraba yo y se quejaba doña Leonor, dijo a voces que le abriésemos. Yo le dije en breves razones el daño que estaba hecho, y cómo don Álvaro, que era mi esposo, nos dejó cerradas. No aguardó a más don Sancho, porque, tomando vuelo, de dos puntapiés derribó el pestillo de la cerradura y entró, hallando el estrago que habéis oído y su aposento regado con la sangre de la pobre doña Leonor.

Quedose como difunto: ni hacer más movimiento que un mármol, y como el mismo, helado. Yo le referí de nuevo el caso, culpándole no haber tenido curiosidad de haber siquiera conocido a mi esposo. Llamó de secreto a un cirujano, que tomase la sangre a mi cuñada; y él, en tanto, hizo que un fiel criado que tenía fuese a mi posada y supiese si había acudido a ella don Álvaro. En breve volvió con respuesta de que mi esposo no había acudido a casa, con lo cual me hizo poner en su coche y, cubiertas las cortinas del, me dejó en mi casa, diciéndome que yo por mí me disculpase con don Álvaro, diciéndole haberme dejado su hermana; que él tendría gente en la calle, por si volvía a casa, para estar alerta de lo que sucediese; pero que presumía que no volvería a ella, según lo que dejaba hecho. Con esto se fue, dejándome con no poca pena y en compañía de los de casa, que cada uno me preguntaba por doña Leonor.

Lo bueno que tuvo esto fue que, como don Álvaro saliese de casa antes que nosotras, no pudo saber con certeza si yo había salido, o su hermana, y así no buscó por el aposento más gente, después de haber hecho aquel cruel sacrificio en ella. El se retiró a un convento de frailes Jerónimos, donde estuvo secretamente. Yo, indignada del caso, di cuenta al asistente dello, y él, de secreto, le hizo buscar por todos los conventos de la ciudad, con lo cual don Álvaro se fue a San Lúcar,[182] donde, con la inquietud que tenía y la pena que llevaba, cayó enfermo de suerte que en seis días acabó con su vida.

Era su forzosa heredera su hermana, la cual ya estaba en casa curándose. Yo, que supe esta nueva, fiándome del escudero, recogí todo el dinero que había en ella, que serían bien ocho mil escudos, y páselos en seguro lugar. Supo doña Leonor la muerte de su hermano y, con la hacienda grande que del heredaba, fue mejorando cada día, hasta que se restituyó en su primera salud. Yo, viuda ya de tres maridos, en florida edad, podía echar por el cuarto, con la buena hacienda que tenía adquirida más con fuerza de industria que por buenos medios. Estábame en compañía de mi cuñada, que me amaba como si fuera su verdadera hermana.

Con la fama del dote que ella tenía había muchos pretendientes. Pero, no olvidada de la afición de don Diego, fue a él a quien guardó el primer decoro, de manera que le estuvo muy a cuento casarse con ella y entrar en su casa tanta cantidad de hacienda. Hiciéronse las bodas con grandes banquetes, máscaras y regocijos. Y acudía don Sancho a frecuentar mi festejo, si bien sólo le daba lugar a hablarme, mas no pasaba de allí, porque también me tenía mis humos de que se casaría conmigo; y estaba engañada, que deliberarse una mujer casada a hablar a un hombre soltero cierra la puerta a que él no confíe della y la elija por mujer, haciéndose cuenta que quien se olvidó del honor de su marido para admitirle por galán, después haría lo mismo. Sea este aviso para las mujeres casadas, y no se determinen a ser livianas para perder el crédito de fieles, como yo le perdí con don Sancho.

Esto mismo le obligó a don Diego para no me mirar con buenos ojos, recelándose de mí y temiendo no diese algún dañoso consejo a doña Leonor, la cual le quería con grande extremo; y así deseaba que se ofreciese ocasión en que apartarme de su compañía. Quiso la fortuna darle este gusto, y a mí pesar, con una ocasión que se ofreció. Y fue que saliendo un día a la feria —que así llaman un puesto, donde se hace en Sevilla todos los jueves, como en otros lugares los que llaman mercados— íbamos las dos en el coche con don Diego. Ofreciose salir del a comprar ciertas cosas, y don Diego nos seguía. En la feria acertó a estar un hombre que había sido compañero de Sarabia, mi marido segundo, en la comedia, y entonces estaba acomodado en una buena compañía que representaba en Sevilla. Éste, pues, como me viese el rostro, emparejó con la parte donde estaba, y díjome:

—Guarde Dios a vuesa merced, seora Teresa de Manzanedo.

Volví el rostro hacia él, y prosiguió diciendo:

—Al fin voarcé arrimó la farsa, y hásenos retirado con buen compás de pies. Atlante[183] debe de haber que sustenta ese cielo. No hace mal, que la comedia está tan trabajosa con estos calamitosos tiempos, que es cuerdo el que puede vivir sin ella, aprovechando el tiempo. Vuesa merced no le desperdicia, y así juzgo en la medra del hábito que le habrá aprovechado bien y con persona de su gusto.

Esto dijo, acercándoseme mucho. Cuál yo quedé, de haber visto al que tan bien me conocía, puede el lector considerar. Pues, hallándome en astillero de señora, viuda de un caballero, cuñada de otro, tenida por mujer principal y con otro apellido[184] del que el farsante me daba, que era el de Mendoza —con licencia del duque del Infantado—, eran cosas las que me dijo para afrentarme; y así, haciendo valor, me descubrí del todo y le dije:

—Hidalgo: ¿conóceme por dicha, que me habla con tanta llaneza, o parézcome a otra persona conocida suya?

—¡Bueno, por Dios! —dijo el cómico—. ¡Basta! ¡Que hace voarcé la vista gorda, habiendo comido conmigo más veces que pelos tengo en las barbas! Pues Teresa, ¿tú te me empinas, con el nuevo hábito? Ea, cada uno se conozca, y si es menester callar por algún respeto, lo haré.

Con esto quiso asirme de la barba. Yo, viendo esto, retiré pasos y díjele:

—Descomedido y vil hombre, vos no sabéis con quién os burláis. Yo pasaba por el engaño que habéis tenido, pensando ser yo otra; mas ya que os afirmáis en ello con tanta llaneza que llega a ser atrevimiento, quiero que entendáis que yo me llamo doña Teresa de Mendoza, viuda de don Álvaro Osorio.

—Y de Agustín de Sarabia, cómico —dijo el atrevido farsante.

—En eso mentís —dije yo—. Y si os afirmáis en ello, sabré llamar dos lacayos que os maten a palos.

—¿Sirve de eso Hernandillo —dijo él—, aquel mozo de hato[185] que tenía?

Volví en esto el rostro y hallé a mi lado a don Diego, con cuya presencia me animé, y díjele:

—Señor mío, este buen hombre, engañado con mi rostro, da en decir que soy una tal Teresa, que él conoce en la comedia, y porfía en ello con llanezas no usadas conmigo. Vuesa merced le desengañe y le diga mi calidad.

Con esto pasamos adelante doña Leonor y yo. Ya a don Diego le habían dicho algunos amigos lo que yo me parecía a la cómica que ellos habían visto lucir tanto en Sevilla; y con lo que el farsante había dicho confirmósele una sospecha de si era yo la que decía. Y así quedose con él, diciéndole:

—Señor galán: esta señora no es quien piensa, es persona principal, viuda de un caballero que murió poco ha; y así, antes de conocer a las personas, no se arroje a llanezas, que le pueden costar caro.

Era despejado el cómico, hombre de buenas manos que no se embarazaba con nadie; y pareciéndole que en quererle d[e]slumbrar con la verdad le engañaban, se volvió a afirmar en lo dicho, diciendo:

—No puedo negar, señor mío, que muchos rostros hay conformes a otros, pero en la estatura o en el habla suelen tener diferencia. En esta señora lo hallo todo tan parecido, dejando la verdad en su lugar, que eso me ha hecho hablar así; y porque pienso que no se me antoja, traeré tres compañeros míos, que lo han sido suyos en la compañía de un autor que se perdió aquí, que dirán lo mismo que yo, en viéndola. Ya la advertí que, si la importaba callar, lo haría, que hombre soy que sé dejar mi capa para cubrir defectos; y lo hiciera con ella mejor, porque fui muy amigo de su marido. Mas hame tratado tan mal, que he querido desquitarme con decir que es ella la misma Teresica de Manzanedo, asombro de Sevilla y gala del tablado, muy conocida en esta ciudad; y porque puede ser que yo me engañe, en la mejilla izquierda tiene una señal de una bofetada que le dio su marido por haber errado un papel, y acertó a traer una sortija con un diamante, con que vino a ser bofetón y cuchillada todo de un gol[p]e. Si ésta tiene habré dicho verdad, y si no me engañé.

Quiso saber don Diego los compañeros que me conocían; nombróselos, y juntamente dijo virtudes mías, que no me canonizara por ellas ningún pontífice. Con la afirmativa del representante y las señas se despidió del don Diego, con más viva sospecha de que yo era la que decía, esforzándole a tenerla el haber sabido mi parte antes de casarme con don Álvaro y la incierta venida del tío que esperaba de las Filipinas; que todo lo atribuyó a embeleco, y el empleo de don Álvaro más a ser por afición que por calidad que yo tuviese.

Dios me libre de hombre de un negocio y que siempre trate del, que saldrá con su intento con brevedad. Tomó don Diego tan a pechos éste que, en llegando a casa las dos, procuró verse conmigo, y con atención me miró la señal de la mejilla, que estaba más patente que yo quisiera. Tratábamos del atrevimiento del farsante, y él decíame cómo le había puesto en razón y desengañádole. Mientras esto me decía, no quitaba los ojos de la señal de mi rostro. Yo, que lo noté, le pregunté qué era lo que me miraba con tanta atención. Él me dijo:

—Advierto en vuesa merced esa señal de la mejilla, cosa que hasta ahora no había reparado.

—Ésta —dije yo, descuidada de lo que me podía decir— tengo desde niña.

—No puede ser —replicó él—, porque las señales que recibimos desde pequeños se suben hacia arriba al paso que crece el rostro, y ésa se está en ese lugar desde el día que su esposo de vuesa merced le dio una bofetada trayendo un diamante.

No puedo negar que mi turbación fue grande, de suerte que al responderle me faltaron concertadas razones; mas con las que se me ofrecieron, medio balbuciente le dije:

—Don Álvaro, que esté en el cielo, nunca se me atrevió al rostro, ni aun se me descompuso con la menor palabra del mundo.

—Sería el primer marido —dijo don Diego.

—Ni el primero tampoco —dije yo—, que era un caballero muy honrado y que me estimaba en mucho.

—Yo me debo de engañar —dijo él—, sólo veo que la señal se esta ahí y que fue con diamante.

Con esto me dejó, volviéndome las espaldas con una falsa risa, con que me dejó abrasadas las entrañas, echando de ver que el atrevido farsante había sido quien le había revelado el suceso, y desde luego me temí de ser del todo conocida. Sucedió así, porque don Diego, como estaba mal conmigo y deseaba apartarme de la compañía de su esposa, fue en busca de los comediantes y trujólos a su casa, diciéndoles ser llamados por mí. Todos vinieron con mucho alborozo por verme. Estaba doña Leonor ocupada con ciertas conservas que se hacían, y yo sola haciendo labor en el estrado, cuando entró la tropa de los cómicos. Todos me hablaron con la certidumbre de conocerme como a sí mismos. Yo me extrañé con ellos, y ellos se ofendieron de que hiciese burla de ellos, habiéndoles enviado a llamar. Entró don Diego en este tiempo, que fue darme de lanzadas, y dijo:

—Señora Teresa de Manzanedo, esposa que fue de Sarabia, el cómico, conozca a los amigos y no se extrañe con ellos, que yo he deseado este suceso para que luego me desembarace esta casa de su persona y deje la compañía de mi esposa, para que la tenga con sus iguales.

Con esto se entró allá dentro, cerrándose la puerta tras sí. Yo me vi tan perdida que no hallé otro alivio a mi pena, sino resolverla en lágrimas. Los farsantes me consolaban, y yo todavía me estaba en mis trece de decirles que no les conocía, con que se enfadaron del todo y, diciéndome cada uno su pesadumbre, se fueron, dejándome allí hecha un mar de lágrimas.

Salió una dueña y diome un recaudo de don Diego, en que me pedía que luego al punto me fuese de su casa, que allí se me entregaría la ropa que era mía y todo lo demás que allí tuviese. Prevínoseme el coche y, sin darme lugar a que me pudiese despedir de doña Leonor, a quien ya había dado parte del negocio, me entré en él y me fui en casa de una beata, muy grande amiga mía, con la cual busqué casa en Sevilla por un mes, pasando a ella todos mis muebles, que no eran pocos, y asimismo mi dinero, que eso era lo que me consolaba en mis trabajos.