CAPÍTULO I

 

Da cuenta Teresa de quién fue su madre; cómo salió de su patria, engañada, hasta llegar a Madrid.

 

Habrá de saber el señor letor, de cualquier estado que sea, que como los hijos, en tiempos de tanta malicia como éste, tienen la mayor certidumbre el serlo de la madre —hablo de la gente de bajo estado— yo comienzo mi historia con referirle el origen de la nuestra, que, si bien me acuerdo, tuvo su patria en Galicia, en la villa de Cacabelos.[6] Su padre se llamó Payo de Morrazos, y su madre Dominga Morriño.

Mi agüelo[7] no era bien tinto en gallego, sino de los asomados al reino; quiero decir, de los ratiños,[8] que ni son de Dios ni del diablo; que, como en los bizcos está dudoso el saber a qué parte miran, así él ni bien era cristiano ni dejaba de serlo: tan bárbaros hombres se hallan tal vez en aquella tierra. A los de aquel paraje les dan nombre de maragatos,[9] y ellos cumplen bien con la mitad del nombre cuando se ofrece ocasión.

Vino a Cacabelos con una partida de vacas, a una feria que allí se hace cada año, y halló repastando otra, cuya guarda era Dominga Morriño, mi señora agüela. La igualdad del oficio pastoral, la soledad del campo mientras se llegaba el día de la venta, ocasionaron a los dos, de modo que en él no faltó osadía para emprender, ni en ella ganas para admitir.

Era doncella en cabello,[10] por falta de albanega, Dominga, y en pocos coloquios tuvo buen despacho mi agüelo en su pretensión, con que se vino a formar de aquella calabriada[11] mi señora madre, obligando la suya a mi agüelo [a] que se quedase a vivir en Cacabelos, que fue fácil de acabar con él, por haberle herido el virote de Cupido y hecho despojo de aquel montaraz serafín.

Encubrió cuanto pudo Dominga su preñado. Mas, conocido el bulto por sus padres, con un poco de celo del honor, que no les faltaba, inquirieron quién era el dueño del chichón, que Dominga no pudo encubrir, con lo cual se hizo la boda de los dos muy en conformidad de la parentela, por ver en Payo de Morrazos presencia para emplearla en todo agreste ejercicio.

Llegóse el noveno mes y salió a luz el valor de Galicia y la gala de Cacabelos, que fue mi madre, a quien pusieron por nombre Catuxa, que allá es lo que acá en Castilla Catalina. Crióse la muchacha en todo lo que acostumbran allá a los hijos de la gente común. Paladeáronla con ajos y vino, y salió una de su linaje. Fue la primer moza que dio el ser a los pliegues de las sayas,[12] pues lo que en otras parecía grosería, en ella era perfección. Usó poco el calzarse, aunque tal vez[13] se traen botas en aquella tierra; fue la causa desto el verse de pequeños pies,[14] ajeno de las mozas de aquel país, que todas los tienen grandes.

A los quince años de su edad llegaba —que un culto[15] dijera tres lustros— cuando de achaque de un magosto, que es un hartazgo de castañas asadas —así se llama en Galicia—, murieron sus padres en una noche. Quedó la mozuela niña, huérfana y sin hacienda, con que fue fuerza ampararse de una hermana de su madre, que era mesonera en el mismo lugar. Esta la llevó a su casa, donde la servía como una esclava, acudiendo así al servicio de los huéspedes, como al monte por leña para guisar de comer.

Era Catuxa de Morrazos naturalmente aseada y limpia, y con razonable cara, que para aquella tierra es un prodigio, pues parece que la naturaleza repartió en ella con pródigas manos la fealdad; verdad sea que el rústico traje la augmenta más, y lo poco que se precian las mujeres de asearse y componerse. No era así Catalina, que, sin hacer agravio a ninguna, era la gala de Cacabelos. Alentábanla a estimarse las alabanzas de los huéspedes que cada día tenía en su casa, que es lugar pasajero, los cuales, como venían acostumbrados a ver demonios con cofias de estopa, parecíales la Catalina ángel en su parangón. Muchos aficionados de paso tuvo que la dijeron su pena; mas ella, si bien se holgaba de oírlas, rigurosamente los despedía, que por los documentos[16] de la tía deseaba conservar su honra, esperando por su buena cara el mejor labrador de Cacabelos.

No se le lograron los intentos como pensó, porque, llegando el día de la feria que allí se hace, pasaba de la ciudad de Compostela a Madrid un canónigo de aquella santa iglesia, y habiendo de asistir en la corte, quiso comprar una mula para rúa, y detúvose a esto en Cacabelos. Traía en su servicio un criado, natural de Segovia, de los refinos[17] hijos que aquella ciudad cría. Era gran socarrón, alegre, decidor, con su poquito de músico, gran persona [de] ponerse a caballo sobre una jácara[18] y durarle una jornada sin descansar; sin esto era un diluvio de pullas, un torrente de chanzonetas y una sima de donaires. Queríale bien su amo, así por haber hallado en él fidelidad, como [por] verle siempre de buen humor.

Duraba seis días la feria, y no vino en los primeros cabalgadura a propósito de lo que el canónigo pretendía, y así, oyendo decir que hasta el último día todos los de feria venían mulas, no quiso irse sin comprarla. En este tiempo, Tadeo —que así se llamaba el criado— comenzó a hacer fiestas a Catalina, ya celebrando su buena cara, ya dándola músicas con un discantillo que consigo traía para divertirse en aquel viaje. Como la moza hubiese visto pocos humores de la data[19] del Tadeo, gustaba mucho de sus donaires y solemnizaba sus chanzonetas, oyendo con mucho gusto las jácaras que cantaba, con las cuales y la labia del mozo, adornada con promesas que la hizo de llevarla a la corte, se rindió aquel fuerte —que no hay amante encogido ni dudoso en prometer— y así Catalina se vio con esperanzas de ser cortesana y en posesiones de dueña.

Efectuose la compra de una buena mula, muy al propósito para el intento del canónigo, con que esotro día determinó de proseguir su jornada. Llevaba una acémila delante con prevención de cama, por saber con experiencia cuan malas las hay en el reino de Galicia, y aun hasta llegar a Castilla la Vieja. En ésta acomodó Tadeo a Catalina, llevando intento de llegar con ella a Madrid, y allí vestirla y que corriese por su cuenta; y así, avisada la moza que el día siguiente, dos horas antes de amanecer, había de partir, ella no quiso irse, como dicen, las manos en el seno,[20] sin darle un araño a la bolsa de la tía, que la tenía buena con la ganancia del mesón. Fiábase la vieja mucho de la sobrina y dormía con ella. Levantose aquella noche quietamente y, tomando la llave de una arca, fue a darle golpe a la moneda, y por dar en el talego mayor, fue su suerte tal que encontró con el pequeño, que tendría hasta cuatrocientos reales en plata; éstos acomodó en el lío de dos camisas suyas, y así salió a verse con su Tadeo, el cual la aguardaba, porque ya estaba el acemilero apercebido. No se había levantado la tía, aunque estaba despierta, por ver que su sobrina lo estaba, y presumiendo que ella y un mozo del mesón darían recaudo. Con esto pudo la Catalina irse a hurtas del mozo, saliendo a ponerse a caballo fuera del mesón; conque dejó su patria, llevándose los cuatrocientos reales escondidos entre las camisas, sin haber dado cuenta del hurto a su galán, que no le fue de poca importancia. Llegose la hora de partir el canónigo, y haciendo Tadeo cuenta con la huéspeda, partieron de su casa, no echando la vieja menos a la sobrina, porque a aquella hora siempre solía ir por agua a la fuente.

Prosiguieron sus jornadas hasta llegar al pie del puerto que llaman del Rabanal,[21] gozando Tadeo todas las noches de su hermosa ninfa[22] gallega. Mas allí, considerando que le sería embarazo la moza en tan largo camino, y que si su amo sabía su empleo[23] no lo había de recibir bien, trató de dejarla en Fuencebadón, un lugar donde posaron aquella noche. Y esto hizo usando un engaño con ella, y fue que la dijo que, por haber acrecentado carga en la acémila, no podía ir en ella; mas que tenía concertado con un arriero que la llevase por su cuenta hasta Benavente, adonde por ciertos negocios que el canónigo tenía que tratar habían de estar dos días, y que de allí buscaría en que fuese hasta Madrid. Púsola en posada diferente y habló con el huésped aparte en lo que la había de decir a la mañana.

Era Catalina muy bozal en caminos, como quien no había salido de su lugar en su vida, sino solo por leña al monte, y así creyó cuanto la dijo Tadeo. Ese día, al amanecer, salió el canónigo más temprano que otros, por pasar el áspero puerto, con lo cual quedó la pobre moza aguardando el prometido arriero —que nunca vio— hasta bien entrado el día; y preguntando al huésped que cuándo había de venir, él la desengañó, diciendo que aquel gentil hombre que allí la había traído le dio doce reales para que la diese y dijese que él no la podía llevar consigo por temor de su amo.

Aquí comenzaron los trabajos de la gallega Olimpa,[24]viéndose dejada del segoviano Vireno. No dijo aquello de “¡plegué a Dios que te anegues, nave enemiga!”,[25] ni “¡mal huracán te sorba!”, que no sabía nada de marinaje, y su engañador caminaba en una mula. Mas, convertida en llanto y con dilatados sollozos, que parecía sorber caldo, dijo mucho de aquello de “Ducho a demo el home”,[26] que es la mayor maldición que el idioma gallego tiene. Recibió los doce reales, porque los duelos con pan son menos. Veinte le había dado Tadeo al huésped, mas él, con poco temor de Dios y daño de la opinión del galán, se aplicó para sí los ocho.

Viose la olvidada Catalina confusa sobremanera en lo que haría de su persona. Volver a su tierra no le parecía cosa conveniente, así por su reputación como por el dinero que había tomado a su tía; quedarse en aquel lugar tampoco le estaba bien, por ser corto y malo. En estas dudas estaba, cuando infundiéndosele un valor olimpíaco, más de correo de a pie que de mujer encogida, se determinó [a] proseguir poco a poco su viaje hasta Madrid y, que si llegase con bien a aquella corte, tratar de vengarse del desdén de Tadeo.

Con las faldas en cinta,[27] como dicen, y con ellas los zapatos, por no los romper —propia prevención de las damas de su país— se puso en camino, informada del viaje que había de llevar. En la tal información supo cuan cerca estaba de la Cruz de Ferro,[28] tan nombrada en aquella tierra; pasó por cerca della y hízola oración, sin tener cuidado de la promesa que todas las gallegas la hacen, pues ya Tadeo, con su buena diligencia, la había sacado del.

Prosiguió con sus jornadas, hallando en ellas tal vez quien, teniéndola compasión, la daba bagaje para aliviar su cansancio. Y no se sospeche que esto era por interés de su persona, que desde que vio el mal pago de Tadeo, nunca admitió martelo ni oyó requiebro, temiéndose de otro engaño; que de los escarmentados se hacen los arteros.

Por sus jornadas, ya cortas, ya largas, llegó a aquella insigne villa, madre de tantas naciones, gomia[29] de tantas sabandijas, y como a una de ellas la amparó y recibió en sus muros. Admirole la máquina de edificios, la mucha gente que pisaba sus calles, y en la de la Cava de San Francisco[30]vino a parar, guiada de un arriero que la había traído en un macho de los suyos desde el lugar de las Rozas[31] hasta la posada. En ella se apeó, y viéndola la huéspeda la dijo si venía a la corte para servir. Catalina la respondió, con semblante triste, que a eso la habían condenado sus trabajos, si hallase casa a propósito.

—En la mía —replicó la huéspeda— os tuviera yo de muy buena gana; mas ha dos días que recibí una criada en lugar de otra que casé, y así tengo el servicio que he menester. Pero en casa de una hija mía os acomodaré; que también tiene casa de posadas, y yo sé que no os descontentaréis de estar allí, que hay ocasiones de medrar las que la sirven, y más vos, que traéis lo más facilitado con la buena cara que tenéis.

Agradeciole Catalina la merced que la hacía, y la huéspeda la llevó a su aposento, donde la regaló y dio de comer. Esa misma tarde la llevó a casa de su hija, de la cual fue gustosamente recebida, así por traerla su madre como por ver en Catalina partes para ser bien servida della. Tenía esta mesonera otra mozuela de razonable cara, y había menester dos para ser sus huéspedes mejor servidos. Ésta, como viese que en Catalina la venía alivio para su trabajo, la recibió con muestras de muy grande amor, trabándose desde aquel día una firme amistad entre las dos.