CAPÍTULO III

 

En que refiere Teresa su nacimiento y ocupaciones pueriles, hasta la muerte de sus padres.

 

A los nueve meses de casados, ya Teresa de Manzanares había visto este mundo, saliendo a él con buen alumbramiento de mi madre. Fue grandísimo el gusto que tuvo el francés con mi nacimiento, y igual a él el cuidado con que me crió hasta edad de siete años. Salí con razonables alhajas de la madre naturaleza en cara y en voz; mi viveza y prontitud de donaires prometieron a mis padres que había de ser única en el orbe, y conocida por tal. Ya hacía mis mandados, trayendo vino para los huéspedes y otras cosas de una tienda vecina a nuestra casa, imprimiéndoseme lo de la risa como carácter, que no se me borró en toda la vida. Era un depósito de chanzonetas, un diluvio de chistes, con que gustaban de mí los huéspedes, y me las pagaban a dineros, con que mis padres me traían lucida.

Hubo una junta de gabachos en que mi padre se halló, y rematose el festín en una cena que fue bien proveída de carnes y mejor de vinos. Los brindis se menudearon de modo que ninguno volvió en sus pies a su casa. Trujeron a mi padre a la suya atravesado en un frisón de un coche del embajador de Francia, que en casa de su despensero se había hecho la jera. Nunca tan confirmada zorra[47] le había visto mi madre, aunque muchas veces se había asomado a serlo. Recibióle con tristeza, prenuncio de lo que de allí resultó, que fue darle a la media noche una apoplejía, con que no bastó remedio humano, ni le tuvo la medicina para volverle en su acuerdo para que siquiera se confesara, y así murió esotro día a las cinco de la tarde. Estos daños vienen de la gula y embriaguez, y nunca se puede prometer menos quien la usare.

Quedó mi madre viuda y en su casa, con algún caudalejo, con que prosiguió en tener casa de posadas, viendo que le iba bien en aquel modo de vivir. Siempre tenía una criada y a mí, que le servía de mandadillos menudos; pero viendo en mí buena habilidad para todo, quiso que aprendiese a labrar[48] en casa de dos hermanas viudas que vivían en aquellos barrios. Allí acudí a labrar, aventajando en esto a todas cuantas condiscípulas tenía en menos de un año, cosa que admiraba a las maestras. Era yo tan inquieta con las demás muchachas, que siempre las estaba haciendo burlas, haciéndolas creer cuanto quería, que eran notables disparates, todos con orden a salir con mis burlas, con lo cual granjeé el nombre de “la niña de los embustes”, que dilaté después por que no se borrase mi fama.

Hallándose mi madre viuda, moza y vacío el lugar que dejó mi padre, quiso que le ocupase un huésped que había días que estaba en casa, temiendo no poder pasar los rigores de un recio invierno que aquel año hubo. Y así se enlazó en [ambos] una firme amistad, que la obligó a hacer expulsión de mí, acomodándome a dormir en la cama de la criada, cosa que yo sentí en extremo. Y, aunque niña, bien se me traslució la causa por que se hacía aquella novedad conmigo, con lo cual tuve tanta ojeriza al huésped, que no le podía ver delante de mis ojos, de suerte que su presencia me helaba en lo más sazonado de mi humor; y así todas las veces que podía quedarme a dormir en casa de mis maestras no iba a casa, acomodándome en la cama de una hija que tenía la una dellas, doncella de edad de diez y ocho años, moza de buena cara.

Era la profesión del huésped familiar de mi madre arbitrista,[49] hombre de grandes máquinas, fabricadas entre sueños y puestas en ejecución despierto. Por una que acertó a salirle bien —hurtada de un amigo suyo que murió, siendo compañeros de posada— en que medró con el ingenio del otro tener trescientos escudos, prosiguió con el ejercicio arbitrario, y vino a dar con el juicio por esas paredes,[50] cansando a ministros y gastando memoriales en balde, pues todos se reían del.

Mejor le iba con el arbitrio de haber granjeado la voluntad de mi madre, pues con ella hallaba comida y posada de balde, y andaba vestido como un rey. Traíale desvelado un arbitrio, que era no menos que el desempeño de toda España, cosa que él tenía por muy fácil con la traza que daba, con que se prometía una gran suma de dinero, y a mi madre hacerla rica para toda su vida. Tenía una labia en explicar su arbitrio entre la gente ignorante, que creían todos que saldría con él, y entre los boquimuelles era una mi madre, cosa que le costó la hacienda y la vida, porque habiendo este hombre presentado sus memoriales en el Consejo, y comunicado con los ministros del su arbitrio, viendo ser sin pies ni cabeza, no sólo no le admitieron, mas, por eximirse de sus cansancios y necias máquinas, le mandaron que dentro de ocho días saliese desterrado de la corte. Sintiolo terriblemente el licenciado Cebadilla, que así se llamaba, y viendo ser forzosa su partida y haber de dejar a mi madre que le sustentaba, quiso pagarle lo que la debía con una buena obra: y fue que la noche antes de irse, que ocultó a mi madre, la descerrajó un cofre, y del la sacó más de cuatrocientos escudos en plata que tenía granjeados con su trabajo. Madrugó aquel día mucho y, dejándola muy descuidada del hurto, tomó mulas y partiose a su tierra, que era Mallorca.

Queriendo ese día mi madre abrir el cofre, vio quitada la cerraja del y vacío de la moneda que había ganado con no poco trabajo; hizo sus diligencias en buscar al ladrón, mas fueron en balde, porque él se supo guardar bien. Con la pena del hurto cayó mi madre enferma, y agravósele la enfermedad de modo que, en ocho días, acabó con su vida, dejándome huérfana, de edad de diez años y pobre, que era lo peor, porque en pagar los gastos del entierro y el alquiler de la casa, que lo debía de un año, se consumió casi todo el menaje de ella.

Hallé amparo en aquellas dos hermanas, mis maestras de labor, y recibiéronme en su casa, pasando a ella lo poco que había quedado de la de mis padres, que era ropa de dos camas, sillas y uno o dos cofres vacíos. Aquella noche, primera que dormí en su casa, hiciéronme las dos ancianas un largo sermón en orden a decirme cómo quedaba huérfana de mis padres y pobre, y de las tales sola la virtud les era su dote y remedio; que procurase siempre inclinarme a ella, pues era lo que me había de valer; que ellas, en cuanto pudiesen, no me faltarían, queriendo su compañía. Aunque de tan poca edad, ya yo tenía bachillería[51] para agradecerles esta merced y prometerles hacer lo que cristianamente me aconsejasen; conque me quedé en su servicio, querida dellas como si fuera hija suya.