De cómo Teresa halló con su industria ejercicio con que salir de sirviente. Da cuenta de su medra y lo que sobre esto le sucedió.
No era mi habilidad tan poca que en materia de labor de costura y cualquier curiosidad no la aprendiese luego que la viese hacer. Valióme esto para salir de criada de aquellas ancianas viejas y subir a que me estimasen por compañera suya. Cómo vino a ser esto diré al señor letor.
Llegóse la Cuaresma, hasta la cual no fue posible dejarme salir mis amas fuera de casa, temerosas aún del pasado suceso. Mas, asegurándose ya del susto, volví a salir a comprar lo necesario, bien cuidadosa de ver al licenciado Sarabia, a quien no había perdido de mi memoria. No poca diligencia hizo él —según después supe— por saber dónde había sido nuestra mudanza; mas como Madrid es tan grande y nosotras vivíamos recogidas, sin darme lugar a salir fuera si no era a misa, no pudo dar con nuestra posada.
Sucedió, pues, que un día que mis amas me enviaron a visitar a una amiga suya que estaba enferma y vivía en la calle de Cantarranas, la hallé ya levantada de su indisposición, y en su compañía una mujer de buena cara que, a lo que después supe, era de la comedia y una de las mejores representantas que por entonces había. Estaban en aquella sazón diez autores de comedias[70] en Madrid, haciendo sus compañías de nuevo, que siempre por la Cuaresma hacen su capítulo general los representantes, como por Pentecostés las religiones. Volviendo, pues, a esta mujer, estaba ocupada con la amiga de mi ama, a quien iba a visitar, en una extraordinaria labor. A mí así me lo pareció, por no la haber visto, y era forjar de pelo postizo un copete con sus rizos y guedejas, tan bien rizadas que engañaran a cualquiera, juzgándolo, puesto en la cabeza, ser del propio pelo. Esta invención, nueva en la corte e inventada en aquella forma por aquella mujer, era para ahorrar prolijidad en tocarse; pues, estando todo hecho, en el espacio de un cuarto de hora está una mujer compuesta.
Atenta estuve mirando del modo que se forjaba y cómo se componía y rizaba el cabello. Después, aguardando más de una hora hasta verle puesto en perfección, atrevime a la tardanza a costa de tener un poco de rencilla con mis amas; pero no me estuvo mal, porque me valió después mucho. Tomé la respuesta de la amiga de mis amas, y volví a casa con ánimo de poner en ejecución otra invención como aquélla, pareciéndome que sería necesaria para muchas mujeres que quieren abreviar con su compostura, y para suplir canas y falta de cabello. Riñeron las viejas mi tardanza; mas, yo diciéndoles la causa por que había sido, se sosegaron.
Llegose un día de fiesta, en el cual quise —ayudándome Teodora— fabricar la invención del copete. Tenía ella mucho pelo que la habían quitado en una enfermedad que tuvo, con el cual se comenzó la obra, y de la primera vez salió con tanta perfección hecha de mis manos, como si toda mi vida hubiera usado aquel ministerio; cosa que, puesto el copete en la cabeza de Teodora, dejó admiradas a las ancianas mi presta habilidad, viendo cuánto la adornaba el rostro, y cuan estimada había de ser aquella invención, si se comenzaba a usar della en la corte.
Salió Teodora con ella otra fiesta a misa a la Victoria,[71] donde se vio con algunas amigas suyas, de las bizarras de Madrid. Repararon en la novedad del pelo, y alabaron mucho lo bien tocada que estaba. Ella, que era muy rollar, pudiendo pasar plaza de ser cabello suyo, les dijo cómo era postizo de raíz. Quisieron informarse las amigas cómo estaba asentado, y por no destocarla allí, remitieron el verlo despacio en su casa aquella tarde, adonde la querían pasar visitándola. No se descuidaron, que las novedades para las mujeres es la cosa que más apetecen. Mostróles Teodora, estando yo presente, el pelo postizo en forma de copete, y cada una propuso hacerse otro. Díjoles cómo yo era la maestra de aquella invención, y todas me comenzaron a hacer mimos y lisonjas, y a prometer cada una servirme. Yo les pedí cabello del color de los suyos para poner en ejecución mi obra, y en algo más cantidad que era menester, por que me sobrase para mí. Esotro día me enviaron el cabello y algunos regalos, por el trabajo que ponía en su servicio y adorno. Yo les hice tres copetes curiosísimos, con que se lucieron y me trujeron nuevas parroquianas a casa. Tanto se fue dilatando la fama de mi habilidad, que ya no nos dábamos manos para nuestro ejercicio.
Nunca Teodora se dio mafia a saber hacer aquella labor; entendía en aderezarme el pelo y prevenírmelo para que yo lo pusiese en su perfección. Con esto lo pasábamos bien, comenzándose con estima la invención, pues no sacaban ninguno de aquellos copetes, que yo puse nombre de moños, menos que con desembolsar cuatro escudos;[72] y si era señora la que le pedía, lo que menos daba eran cien reales.
Vieron las viejas presto el aumento por su casa y, conociendo ser yo la causa del, me vistieron y trataban como a la misma Teodora. Yayo presumía de dama, con mi moño, que no era el peor de los que salían de mis manos, porque la buena muestra atrae la gente. No se vaciaba la casa de mujeres de todos estados: unas, peladas de enfermedades; otras, calvas de naturaleza; otras, con canas de muchos años. Todas venían con buenos deseos de enmendar sus defetos, y por que se les supliesen no reparaban en cualquier dinero que se les pedía.
Las viejas lo pasaban con sus niñas mostrándoles labor, y Teodora y yo con mis moños. Parecioles que, conociendo yo ser la maestra de aquella invención y ellas las que se echaban el provecho en la bolsa, no podrían conservarme en su compañía, y trataron de curarse en salud y prevenir el remedio con ofrecerme que en su casa me querían de allí adelante tener, no como criada, sino como compañera, y que la ganancia se partiese. Acepté esto, porque me estaba bien no perder su lado, que era buena gente y la ganancia mucha. Fuese aumentando más cada día, de suerte que toda la corte acudía a nuestra casa, y las mayores señoras de ella se preciaban de tenerme por su amiga. Acudía a sus casas y, con mi buen despejo y no pocas lisonjas que oían de mí, salía de sus presencias no solamente bien pagado mi trabajo, mas con algunas dádivas de consideración, como era el vestido desechado —que para nosotras es como nuevo— o la sortija. Lo que eran las dádivas particulares no entraban en partija con las viejas, que eran derechos míos; con ellas me vestí y puse lucidísima.
Ya el licenciado Sarabia había hallado nuestra posada, y continuaba el galanteo de Teodora. Ofreciose verme con él un día en San Luis, adonde de ordinario íbamos a misa, y allí le dije que no se cansase en pretender enamorar a Teodora, que no sería admitido jamás en su gracia, porque la apremiaba su madre a que viviese recogida. El, viendo mi desengaño y que ya yo estaba en hábito para poder ser galanteada, y con más razón que Teodora, porque tenía mejor cara, me dijo:
—Señora Teresa, yo nací para servir en la casa de esas ancianas señoras. Esto tengo propuesto y, supuesto que no ha lugar el servir a la señora Teodora, a vuesa merced le toca admitirme por suyo, asegurándola que con no menos afición la entrego mi libertad.
Sonreime un poco y díjele:
—Señor Sarabia, brevemente muda vuesa merced de aires. No soy tan boquimuelle que crea eso de la libertad; piénselo bien, y cuando esté fijo en la determinación, avíseme.
Con esto me despedí del, no poco contenta de que mudase de intento, proponiendo, si hallaba en él perseverancia en amarme, favorecerle en lo lícito —porque a otra cosa no me extendiera por cuantos tesoros tiene el orbe, que esto era como una devoción de monjas—[73] y por darle motivo que me hiciera versos, que gustaba mucho de ellos.
Dilatose mi buena habilidad a cubrir cabezas de hombres, que parecían calaveras con vida, comenzando la prueba de esto en la calva de un señor de título, hombre mozo que tenía este defecto. Era marido de una señora condesa, grande aficionada mía, la cual le persuadió a que se pusiese en mis manos. En tan buena hora se determinó, que yo le hice una cabellera tan ajustada y con tanta propiedad a su pelo, que los que no le habían visto calvo juzgaban ser cosa natural. Pasó la palabra, y había más hombres en casa a que les encubriesen sus faltas que a los confesores. Viose nuestra casa en pocos días de otro pelo: yo, estimada; Teodora, con aumentos para su dote y en vísperas de casarse, porque ya tenía edad para ello. No se determinaban a esto su madre y tía, por temerse que yo luego las había de dejar.
No se olvidó Sarabia de lo que le había dicho, y para darme la respuesta andaba rondándome la puerta. No halló entrada en algunos días, mas, por tenerla a su gusto, trujo por discípula de labor a una hermanica suya, de edad de diez años, para que estuviese entre las retiradas, que había división en las discípulas: las de gente ordinaria asistían en el portal de casa a la enseñanza de la tía de Teodora, y su madre era maestra de las hijas de gente principal, retirada en una sala más adentro, que caían sus ventanas a un pequeño jardín; y otra que estaba antes desta servía para el recibimiento de nuestras parroquianas de pelo, donde las dábamos despacho.
Aquí, pues, trujo Sarabia a su hermana, encomendando a la madre de Teodora su enseñanza; y por continuar en nuestra casa, él mismo la acompañaba por la tarde y mañana, y volvía a su posada. Con esto se vino a hacer familiar en casa, y tan afecto a las dos ancianas, que hacían mucha estimación del. Regalonos a Teodora y a mí, aunque de poquito, y era yo muy celebrada en sus versos. También era músico, con razonable voz, con que vino a ser nuestro maestro de tonos, que antes le había tenido Teodora en un viejo que ganaba la vida a enseñar tonos a mujeres. Mas con esto usaba el oficio de tercero, ganando más en este trato que con las letras; éste trujo ciertos recaudos a Teodora, que ella no admitió, antes dio traza cómo no volviese más a su casa. Adviértese, de paso, a los padres que tienen hijas que miren los maestros que les dan, y lo consideren primero, porque no metan algún paladi[ó]n[74] en su casa, que sea causa de abrasar su fama. Volviendo al hilo de nuestra historia, en breve tiempo salimos Teodora y yo diestras en cantar, de suerte que nos celebraban.
Valiose de la traza de Sarabia un hidalgo de Madrid, galán en su opinión, si bien corcovado en las de todos, porque no tenía menos que dos corcovas, sobre que salía la cabeza harto oprimida con los dos bultos. Este, pues, fue también mi amartelado, con mayores demostraciones de obras que el licenciado. Llevaba otra hermana a la labor, y así también alcanzaba un bocado de conversación, siéndole de tósigo el verle allí [a] Sarabia, por el estorbo que le hacía. Era el corcovado hombre de humor, de graciosos dichos y muy entretenido, y no sabía Sarabia qué modo tener para desterrarle de nuestra casa.
Sucedió, pues, que un día, hallándose este sujeto con otros amigos en casa de un capellán del rey, nuestro vecino, que tenía una mona, comenzaron a darle matraca de cuál de los dos tenía mejor cara, porque era el hombrecillo algo asimiado de rostro. Pasó la fiesta, viendo encogida a la mona con el frío que hacía, con decirle que le remedaba en lo corcovado; él, esforzándose por no parecer que estaba corrido, comenzó a haberlas con la mona, preguntándola cuál era más corcovado, con que atajó la mofa que del se hacía, convirtiéndola en risa de oír el razonamiento que tenía con el sagaz animalejo. Esto supo el licenciado Sarabia, lo cual fue asunto para tomar la pluma en la mano y escribir estas décimas, que yo le di al corcovado un día que nos visitó, que si bien me acuerdo eran éstas:
DÉCIMAS
Un semicoloquio entona
mi musa, alegre y jovial,
entre un simio racional
y una apersonada mona.
Válganme desta Helicona[75]
las doncellas zahareñas,
con opiniones de dueñas,
que pinto en dos campeones
un diluvio de razones
y una tempestad de señas.
Estábase un corcovado,
glosa de dos redondillas,
viendo a una mona en cuclillas,
quizá por falta de estrado.
Atento el hombre anudado
a su agobiado modelo,
dijo: “Ya con menos duelo
puedo confiar de mí,
pues hoy, mona, ha visto en ti
mi corcova su consuelo.”
La cortina de los dientes
corrió la mona con risa,
batiéndolos muy aprisa,
que fue decirle: “Tú mientes,
gibado. Si esto no sientes
muy poco en el duelo estás;
mas tú me responderás
que agravio aquí no recibe
el que tan cargado vive,
pues no puede estarlo más.”
“Corcovado soy de bien
—la dijo— y menos que tú.”
Mas la que nació en Tolú[76]
se volvió a reír también.
“No me ofende tu desdén,
monilla ruin, y si intentas
agraviarme, cuanto inventas
barre de mi honor la escoba;
que de corcova a corcova
corren pullas, mas no afrentas.”
La mona, sin más disfraces,
pecho y espaldas rascó,
con que al hombre le llamó
corcovado de a dos haces.
Haga con la mona paces
nuestro camello galán;
y si en lo vivo le dan,
busque consuelos a pares,
el que de dobles pesares
es eterno ganapán.
Leyó estas décimas para sí el gibado galán, mudándosele con cada verso de varios colores el semblante, en que mostró estar corrido. Dobló el papel y dijo:
—Mucho me holgara de saber quién es el poeta de estos versos, para hacerle otros en pago del cuidado que tiene conmigo.
—No lo sabemos —dije yo—, que aquí nos dieron ese papel, con sobreescrito para mí y recomendación que a vuesa merced se diese.
—Ya vuesa merced cumplió con su legacía —dijo él—; mas no me prometiera que había de recibir pesares de quien me debe amor. Si ha sido desengañarme por este camino de que vuesa merced no gusta que entre aquí, sin sátira fuera obedecida; pero ya con ella lo habrá de ser, despejando la casa para acudir a otra, donde, aunque encorvado, me hacen más merced.
Levantose con esto de la silla y, sin aguardar a mis satisfacciones, se fue hecho más mona que la del capellán vecino. Quedamos Teodora y yo muertas de risa de ver su corrimiento, y ayudó a solemnizarla el licenciado Sarabia, que acudió luego a ver qué efecto habían hecho las décimas. Hicímosle relación de todo, con que dio por bien empleado el tiempo que se ocupó en escribirlas, pues habían despedido de aquella casa aquella sabandija. Con esto continuó en servirme, pero durole poco el vivir con esperanzas de alcanzar favores de mí, como se verá en el capítulo siguiente.