CAPÍTULO VI

 

En que hace Teresa relación de cómo se casó, con quién, y las costumbres del novio, hasta su muerte.

 

Entre padres e hijos es cierto que aun suele faltar la paz, y así no se maravillará, señor letor, que faltase entre mí y las dos viejas, que, cudiciosas de adquirir moneda a costa de mi sudor y habilidad, y con poca ayuda de Teodora, me reprendían y reñían si tal vez me salía a divertir con alguna amiga, o a ver una compañera nueva, diciéndome que mejor me estaría, así al provecho como a la reputación, el no salir de casa.

Ya yo era de diez y seis años, edad en que la que no es entonces mujer de juicio, no le tendrá en la de cincuenta; y corrime de que me quisiesen apremiar a estar siempre trabajando en mi labor, llevándose della tanto provecho como yo, y siendo la mayor parte del trabajo mío. Y así, mostrándoles dientes, dije que yo no las servía como hasta allí, que no era mucho desorden salir a divertirme tal vez de la continua asistencia de la labor; que si les parecía esto exceso, procuraría no darlas enfado, buscando vivienda donde pudiese usar de mi libertad, sin estar sujeta a sus reprensiones.

Sintieron mi sacudimiento y, temiendo perderme y conmigo su ganancia, no hallaban satisfacciones que dar a lo dicho, procurando desenojarme, dando por disculpa que ellas lo hacían con celo de madres, y por ver que el salir me estaba mal a mi reputación, si quería hallar buen empleo. Yo las dije que bien sabía de quién me acompañaba, y que estuviesen ciertas que las que tenía por amigas no serían causa de que yo perdiese un átomo de mi opinión. Con esto se dejó la plática, quedando yo no poco estomagada de su impertinente celo, fundado en su codicia.

Tenía un hidalgo honrado y rico dos niñas, que la mayor sería de diez años, a que aprendiesen labor en casa de las ancianas, y él acudía a casa muchas veces a visitarlas; el cual, aficionándose a mí, quiso saber quien [es] eran mis padres, y hallándose un día a solas conmigo me lo preguntó. Yo ya sabía algo de su intento por una vecina suya, con quien él había comunicado el haberle yo parecido bien; y por si tiraba a lo bueno, le dije:

—Señor Lupercio de Saldaña —que así era su nombre—, yo no tengo de negar a vuesa merced quién sea mi padre: era un caballero de Burgos que se llamaba don Lope de Manzanedo, y mi madre, Catalina de Morrazos. Húbola doncella, y nací deste desmán. Casola con un francés, y siempre pasé plaza de hija deste, porque mi padre murió luego, teniendo intento de llevarme a su patria, que era viudo, y allá meterme monja en un convento. Esto, como digo, atajó la muerte, aunque dejó mandado a don Jerónimo, su hijo y mi hermano, que lo pusiese en ejecución; mas él, menos generoso que su buen padre, por ahorrarse mi dote y aplicársele, no ha hecho caso de mí. Con esto le digo que soy hija natural de este caballero, y muy su servidora de vuesa merced.

Holgose el hidalgo de saber mi descendencia y que fuese tan calificada, con lo cual trató de admitirme por su esposa, que era viudo. De esto fue la medianera una su vecina, que me persuadió a ello. Reparaba yo mucho en la edad, porque tenía más de setenta años, aunque se mandaba bien y estaba ágil. Mas la amiga me dijo cuan rico estaba, cuan apacible era, y lo que me regalaría; que cuando reparase en la edad no me había de dar cuidado eso, que de tal suerte le podía aficionar que me mandase un pedazo de su hacienda, con que después mejorase de empleo en hombre de mi edad.

Yo estaba con tanto deseo de salir de la sujeción de las viejas, que me determiné a casar, aunque fuese con tantos años; y así el casamiento se trató secretamente, sin que ellas supiesen nada del, hasta que la misma noche que el novio me llevó a casa de una hermana suya, viuda, adonde nos desposamos, no lo supieron. Quedaron muertas cuando vieron mi resolución, y quejáronse de mi recato, pues no habían de ser estorbo de lo que fuera mi gusto, en particular tan aventajado casamiento. Quien mostró notable sentimiento de perder mi compañía fue Teodora, que me tenía mucho amor.

Compúseme de tocado, porque de vestidos, en casa de la hermana del novio me tenían prevenido uno muy costoso para salir a desposarme. Con todo, llevé yo el mejor que tenía, que no era inferior al que después me puse, por haber sido dádiva de una mujer de un Grande de España, en albricias de haberle acertado a hacer dos moños.

Llevé a las viejas y a Teodora conmigo en el coche, y llegando a la casa donde había de ser el desposorio fui recibida en ella de la hermana de Lupercio con mucha afabilidad. Tenía casi tantos años como él. Holgose mucho con ver mi persona, y llamó de buena dicha a su hermano, el cual vino con sus amigos y deudos luego, y nos dimos las manos. A la mafia[na] habíamos de recibir las últimas bendiciones de la Iglesia, por lo cual el novio, después de cenar conmigo, me dejó en compañía de su hermana y se volvió a su casa, aguardando a esotra noche todas sus finezas.

Vino el día, y con otro vestido diferente del pasado me fui a velar, y de la iglesia a la casa de mi velado, que hallé excelentísimamente adornada, así de colgaduras como de estrado, camas y plata, que era el hombre rico, por haber sido antes marido de dos mujeres que le trujeron grandes dotes; y de la última eran aquellas dos niñas, las cuales me agasajaron con muestras de tanta alegría como si fuera su verdadera madre. No menos la mostré con ellas, por considerar que así granjeaba más la voluntad del viejo.

Aquel día estuvieron las viejas en la boda, y su hija, y hubo gran fiesta. Harto sintieron verme puesta en estado, por lo que perdían; yo las dije que se asentarían las cosas, y que de secreto tendría yo mi granjeria en la labor de los moños, la cual les enviaría allá, y con esto daría opinión a Teodora. Consoláronse con la traza y, siendo hora de irse a sus casas, ellas y los demás huéspedes se fueron a recoger, y nosotros hicimos lo mismo.

No había estado en Madrid el licenciado Sarabia en el tiempo que se trató el casamiento, y cuando vino fue el día del desposorio. Mucho sintió verme en estado, aunque no vivía sin esperanza de que, casada con hombre tan viejo, me acordaría del. Viviera engañado, si el casamiento me saliera como yo pensaba.

El siguiente día, que era de estafeta, entre las cartas que le trujeron a mi esposo recibió una del licenciado Sarabia, cuya letra conocí, que él tuvo inteligencia con el cartero y modo cómo se la diese. Enviábale en ella un satírico románce, que, por comunicarle conmigo y hacer chacota del mi viejo, le tomé de memoria; y decía así, advirtiendo primero que mi esposo, por mentir los muchos años que tenía, se escabechaba las canas de la cabeza y barba, grande defecto en los de su edad, siendo tan conocida de todos, con la cual acción manifiestan menguas en el juicio, como si aquello les hubiese de alargar la vida. Va de romance:

 

Vejezuelo, vejezuelo,

el que las cañas te tiñes,

que casaste de cien años

con una niña de quince.

De los cientos[77] de tu edad

ya tus ojuelos nos dicen,

mostrando tantos capotes,

ser juego de pocos piques.

Conocidas son en ella

las pérdidas sin desquite,

pues gustó jugar un juego

donde los treses no sirven.

Y aunque a la primera[78] juegues

la ganancia no cudicies,

porque quien no tiene resto

no puede querer envite.

Un viejo en leyes de amor

ignora glosas civiles,

pues aunque sus textos sabe,

jamás en derecho escribe.

Del ingenio en que distilan

viene a ser el viejo un símil,

que en faltando el fuego están

de balde los alambiques.

Falta el vigor a la edad,

y con sombras del eclipse

queda cual reloj de sol,

en hora menguada el índex.[79]

Si en la esgrima del amor

con tu esposa no compites,

sólo armarse de paciencia

es remedio en quien no esgrime.

Tu blandura y tus halagos

más a tu esposa la afligen,

que eres cual gozque[80] en su casa,

que festeja y no resiste.

Proteste agravios de amor

y no a sufrirlos se obligue;

que pensión, sin gozar renta,

es muy necio quien la admite.

Sus amigas, lastimadas,

los pésames la aperciben

del sufrimiento de mártir,

por la entereza de virgen.

 

Llevó, como he dicho, mi viejo en chacota el gracejo del romance, pareciendo le que a las bodas siempre la ociosa juventud de la corte hacía aquellas sátiras. Esto decía muy satisfecho, como si hubiera hecho obras que desmintieran al bien escrito romance, que yo leí una y muchas veces, pareciéndome cada día más donairoso, y no lo quisiera tan verdadero.

Veme aquí el señor letor mujer de casa y familia, y con un retumbante “don”[81] añadido a la Teresa, y un apellido de Manzanedo al Manzanares. No fui yo la primera que delinquió en esto, que muchas lo han hecho, y es virtud antes que delito, pues cada uno está obligado a aspirar a valer más. Mi esposo pasaba por la transformación, que era con quien había de cumplir; un don más en la corte no la pone en costa quien a tantos, puesto[s] de improviso, ampara cada día.

Doña Teresa de Manzanedo pasó los dos meses primeros de la boda gustosamente —hablo de lo que se puede platicar, que de lo oculto no trato—. Era regalada, servida, festejada, y estaba el viejo muy enamorado de mí. Salíamos algunas veces los dos en coche, que algunos amigos de mi esposo le prestaban, y como yo fuese conocida de muchos a quien cubrí[82] sus cabezas, sin ser ellos Grandes ni yo rey, unos me hacían la cortesía y otros me llegaban a hablar, dándome la norabuena de mi empleo, y yo les hablaba con afabilidad, que toda mi vida la tuve con todos.

Con esto continuado, vinieron a engendrar en mi viejo unos recelos que después se hicieron celos[83] necios, pues yo no le daba causa para tenerlos de mí. Confírmáronsele más con verme dos veces hablar desde el balcón de mi cuarto con dos caballeros destos enmendados con mi artificio. Reprendiómelo y de allí adelante puso candados a las ventanas y vidrieras, con que no era señora de salir a ver la calle. Acortome las salidas a visitar a mis amigas, y estorbó que ellas no viniesen a verme, con que comencé a comer la corteza del pan de la boda, que era muy dura. Deshacíame en llanto, teníamos cada día mil disgustos, y hallábale cada hora más insufrible. A tanto llegó su extremo que me prohibió las galas, y las guardó debajo de llave, sin dejarme vestir más que un hábito de San Francisco. Con esto estaba desesperada, y mis ojos nunca se enjugaban. Si había de ir a misa, él me acompañaba y había de ir por la calle cubierto el rostro; en la iglesia no se apartaba de mi lado mientras duraba la misa, y acabada, aun no me daba lugar a encomendarme a Dios, que al instante nos habíamos de volver a casa.

Con esta vida me vine a consumir de suerte que no era mi cara la que antes. Sola una visita no me vedó, que fue la de mis viejas y su hija Teodora, y esto era porque tenía sus hijas a la labor en su casa. Con ellas descansaba el rato que nos dejaba a solas, que eran raras veces, porque aun en las visitas quería estar presente. Mil veces estuve dispuesta a pedir divorcio en la mala vida que me daba, mas esta negra honra[84] me lo estorbó. ¡Qué mal hacen los padres que tienen hijas mozas y de buenas caras, en darles maridos desiguales en la edad como éste, pues raras veces se ven con gusto, que la igualdad de edad es el que le fomenta y adonde reina siempre la paz y el amor! De lo contrario, hemos visto muchas desdichas y flaquezas, que no se cometieran si los empleos se diesen al gusto de quien los ha de hacer, sino que este negro interés, tan valido en el mundo, es causa destos desaciertos. Valga este por aviso a los padres que tienen hijas para remediar.

Supo el licenciado Sarabia mi desconsuelo y triste vida, y escribiome un papel muy tierno, condoliéndose de mi trabajo y ofreciendo su persona, si era menester, para su remedio. Este me trujo una criada de mis viejas, a quien no se le negaba la entrada en casa, ni se examinaba a lo que venía como otras. Respondile a él, agradeciéndole su sentimiento y descansando con él en referirle mis desdichas. Continuose esta correspondencia, de suerte que cada día tenía papeles suyos y él míos, porque al venir la criada con las niñas podía dármelos y llevar respuestas dellos. Tan desesperada me vi con el celoso humor de mi mal viejo y con el desabrimiento que conmigo tenía, que me resolví en favorecer al licenciado Sarabia, y a procurar lugar para que entrara en casa. Sea este recuerdo para los viejos celosos y para los mozos también, que oprimir a sus esposas y encerrarlas sólo sirve de que busquen modo para su deshonra; taparle el curso a la fuente es hacerla correr después con más violencia. Yo estaba contenta ya con mi estado, pasábalo gustosamente, porque el regalo y las galas suplían la desigualdad de edad, o los defectos de la ancianidad, por decir mejor. Volviose marzo,[85] vime opresa, sujeta y afligida con celosas impertinencias, y resolvime en que lo que mi esposo temía sin causa lo experimentase con ella.

Continuada la correspondencia con el licenciado, yo le di la traza para poder verme, que me costó no pocos desvelos, previniéndole primero que me hiciese una llave maestra para lo que se ofreciese. No se descuidó, como interesado en la fiesta; y enviándome la llave, le di aviso de cuándo pudiese venir con la traza dada. Recogíase mi esposo temprano a casa las raras veces que salía, y ésas era[n] dejándome en mi cuarto cerrada y llevándose la llave. Pues el día del concierto, ya de noche, que aún no habían cerrado las puertas de casa, se entró por ellas el licenciado, dando voces que le favoreciesen, que le querían matar. Venían en su seguimiento cuatro amigos suyos bien puestos de armas, con las espadas en blanco.[86] Estaba el viejo en unos aposentos bajos, donde él asistía a aquella hora a rezar sus devociones. Pues como viese aquel hombre en su casa, huyendo de los otros, salió a favorecerle con la espada en blanco, dando voces a los que le seguían que le dejasen. Ellos, que ya estaban industriados en lo que habían de hacer, se salieron a la calle. El viejo cerró la puerta y llevó a Sarabia a su aposento, el cual, fingiendo turbación, no acertaba a darle las gracias del socorro. Preguntole cómo había sido acometido y por qué ocasión. A lo cual respondió que la ocasión no la sabía, sino que, viniendo descuidado por la calle, a una esquina le habían salido de través aquellos cuatro hombres y dicho: “¡Este es, muera!”, y al instante le comenzaron a acuchillar, por lo cual le fue forzoso acostarse al refugio de su casa, que le había librado de aquel peligro; que él era un hombre pacífico y sin tratar de otra cosa que de sus estudios, por lo cual tenía por cierto que le habían tenido por otro de su hábito. Esto dijo siempre sobresaltado, que lo supo fingir muy bien el socarrón de Sarabia. Díjole el viejo que no tuviese pena, que en su casa estaba, donde se holgaba que hubiese hallado amparo.

Llegaron a este tiempo dos criados de casa que habían salido a unos recaudos, por cuya causa se habían dejado las puertas abiertas. Llamaron a la puerta, con que fingió Sarabia alborotarse. Salió el anciano a una ventana de reja a saber quién llamaba y, conociendo a sus criados, él mismo los bajó a abrir, a quien contó lo que había sucedido. Subieron adonde estaba Sarabia, y preguntoles muy temeroso si habían encontrado a alguien en la calle al entrar en casa. Ellos dijeron haber visto, debajo de las rejas de una que estaba enfrente, dos hombres parados y que habían hecho ruido con broqueles.

—¡Cierta es mi desdicha! —dijo Sarabia— Ellos me aguardan para quitarme la vida. ¡Oh, pobre de mí, que me hallase sin armas cuando me acometieron, que todavía sé manejarlas razonablemente! No sé qué me haga, que no querría dar a vuesa merced ningún enfado esta noche, donde tanta merced se me ha hecho —dijo, volviéndose al viejo.

Él le dijo que se sosegase, que allí cenaría y que después reconocerían la calle y, si no viesen en ella a nadie, se iría con sus criados a su posada. Agradeció Sarabia el favor y merced que le ofrecía, y así se pas[a]ron hasta las nueve de la noche, haciendo el viejo que los bajasen a aquel cuarto de cenar.

Después de haber cenado mandó el viejo a sus criados que mirasen si había alguien por la calle, saliendo a ella a reconocerlo. Mostraron rehusarlo, con lo cual, indignado el viejo y llamándolos gallinas, les quiso acompañar; el estudiante se lo estorbaba, con que él, picado de la valentía, que la había tenido cuando joven, porfió en que con su espada había de salir con ellos a asegurar la campaña. Hízolo así, dejando cerrado al licenciado en aquel cuarto, diciendo que lo hacía por más seguridad suya. Pues como se viese el vejete y sus criados en la calle, descubrieron un hombre embozado en la pared de enfrente, a quien llegaron a reconocer con mucho ánimo. El, que los vio venir, comenzó a irse la calle abajo con pasos acelerados, y el viejo y sus criados a seguirle hasta que le dejaron en otra calle. Cuando volvieron a casa, muy ufanos de haber hecho aquella heroica facción, ya estaban los otros tres amigos del Sarabia a la puerta del viejo arrimados, con las espadas desnudas y las rodelas embrazadas, los cuales no sólo les impidieron la entrada, mas con muy valientes cuchilladas los fueron retirando por aquella y por otra calle, alejándoles cuanto pudieron.

Viose el viejo afligidísimo, y daba al diablo al estudiante y aun a quien le había encaminado a su casa. No supo qué hacerse, porque temía el volver a encontrarse con aquella arriscada gente. Entretúvose con los criados un par de horas en un c[e]menterio de una iglesia y, oyendo dar las doce y que las campanas de los conventos tocaban a maitines, le pareció que ya se habrían ido a acostar, presumiendo que le habrían tenido por el estudiante y que por esto le acometieron. Volviendo, pues, a casa, hallaron la misma gente a la puerta de ella, y con el ruido de las rodelas mostraban apercibirse para darles otra ruciada de cuchilladas. No aguardaron a verse en la refriega los criados, que, dejando al viejo solo, se valieron de sus pies y no parecieron en aquella ni en otras cuatro calles, ni hasta ahora han parecido. El, que se vio desamparado de su gente, tomó por mejor arbitrio irse en casa de un amigo, que estaba lejos de allí, a dormir aquella noche, echando mil maldiciones al estudiante que era causa de la inquietud en que se veía, yendo consolado de llevarse las dos llaves consigo, con que nos dejaba cerrados a mí y a Sarabia en separadas estancias.

Dejémosle en casa del amigo, que le recogió y consoló en su aflicción sin prometerle ayuda, porque tenía más años que él, y volvamos a casa. Luego que el viejo salió della y ocuparon la puerta aquellos amigos de Sarabia, yo, con la llave maestra, abrí mi cuarto, dejando dormida mi gente, y entré donde estaba, sin haberle valido al viejo todo su recato; que sirven poco desvelos y prevenciones contra la resuelta determinación de una mujer. Vime con Sarabia, lloré mi trabajo, y él, consolándome en mi aflicción, procuró no perder la ocasión con la que nos dio el haber echado de la calle al viejo, y tener tales guardas a la puerta, que nos aseguraban que no le dejarían entrar. No pensé hacer tal flaqueza, mas los celos s[i]n ocasión pedidos y los recatos sin causa ejecutados, juntamente con la opresión en que me vi, me hizo determinarme a l[o] que sin nada desto no hiciera. Sirva esto de advertencia a los que, imprudentes, tratan así a sus mujeres: que lo excusen, porque el afecto de la venganza es vivo siempre en ellas, y así la ponen en la ejecución contra quien las oprime sin causa.

Allí se pasó la noche, mas, viendo que la aurora comenzaba a desterrar sus sombras, las guardas avisaron que se iban; y yo, despidiéndome de mi Sarabia, aunque contra su gusto y el mío, me volví a mi cuarto, cerrando las dos puertas, sin haberme sentido ni las niñas ni las criadas bajar ni subir. La puerta de casa se quedó apretada como el viejo la dejó, el cual, luego que vio la luz del día, vino de casa del amigo huésped a la suya, abrió el cuarto bajo y, con un airado semblante, dijo a Sarabia:

—Váyase con Dios, señor licenciado, que no quisiera haberle conocido, pues tan caro me ha costado su visita.

—A mí me pesa —dijo él— que por favorecerme hayáis recibido tal trabajo. Desde esta reja he visto la superchería de aquellos hombres viles, deshaciéndome de estar cerrado aquí y no poder salir a perder la vida a vuestro lado. No exagero el cuidado con que he pasado esta prolija noche, que en toda ella no se han cerrado mis ojos —decía verdad en esto, pero no era de pena—. Perdonadme el enojo que habéis recibido por mí, que siempre estaré reconocido a servir a vuesa merced.

—No quiero ese reconocimiento —dijo el viejo—, sino que vuesa merced haga cuenta que no me ha visto en su vida.

Dicho esto, cerró el aposento y subiose a mi cuarto, de donde le salí a recebir toda desaliñada y descompuesta, como que esto procedía de haber pasado mala noche por su mal suceso. Échele los brazos al cuello, diciendo:

—Señor mío, ¿es posible que por un hombre no conocido os hayáis metido en tanto empeño que os hubiese de costar la vida?

—¿Cómo lo sabéis vos? —dijo él.

—Desde la puerta de esa escalera oí el origen de la salida vuestra, y detrás de esas ventanas he estado oyendo lo que pasó en la calle, y de ahí no me he quitado en toda esta noche, afligida con mil congojas y bañada en lágrimas. Decidme, mi señor, ¿os hirieron? ¿Y qué se han hecho vuestros criados?

—No me los nombréis, señora, por Dios —dijo él—, que si aquí hallara esos pícaros los hiciera tajadas. Yo vengo indispuesto de la mala noche que he tenido. Venid a desnudarme y llámenme al médico.

—Esto sería peor —dije yo—. ¡Ay desdichada mujer! ¡Esto me faltaba después de mis penas!

Comencé a afligirme, y sabe el cielo que no me pesaba de que viniese tal: tan cansada me tenía su compañía. Finalmente, el viejo se echó de burlas en la cama y, dentro de veinte días, de la mala noche le dio tal enfermedad que acabó con su vida. Hizo su testamento y, por ser su hacienda de las mujeres que había tenido, no pudo mandarme más que mil ducados y todos mis vestidos y joyas. Pidiome muchas veces perdón de los disgustos que me había dado, y decía que quisiera tener más vida, no tanto por vivir, cuanto por enmendar los yerros que en orden a pedirme celos había hecho.

Confieso que el amor de marido tiene grandes raíces, aun con los que obligan tan poco como éste, y que sentí entrañablemente su muerte, muy pesarosa de haber sido su origen por vengarme de sus terribilidades. Llorele mucho e hice que le sepultasen con mucha pompa. Puse tocas largas, monjil[87] grosero y manto de anascote. Fui visitada de amigas y aun regalada, que las que lo son de veras en la corte saben en tales ocasiones asistir con cuidado. Quiso verme Sarabia una noche, mas yo le envié a decir que no se acordase más de mí ni de aquella casa, si no quería que le estuviese mal, con que me dejó.