CAPÍTULO VII

 

Donde, prosiguiendo con su historia, dice haber entrado a servir a una señora de dueña, da cuenta de la vida que en su casa tenía, y otras cosas hasta salir de allí.

 

Hacíanme las tocas, manto y monjil una honorífica y venerable viuda; y, aunque en este hábito, no me descuidaba de la cara, por conservar la tez y curarla de lo que el llanto la había maltratado. Bastó el recaudo que envié a Sarabia para no frecuentar más mi calle, dejando mi martelo, del cual no quisiera acordarme. Ya se hizo aquella ligereza; una no es ninguna, y así quedé con propósito de ser espejo de mujeres.

Supo una señora de título, de las que cubrían sus canas con mi industria, mi desgracia, y pareciéndola que para su servicio era yo cosa muy a propósito, pasó en su coche por mi calle, y mandó saber si estaba sola. Dijéronla que sí, y subió a mi cuarto, queriendo que el exceso de visitarme le conociese por obligación. Abrazome con mucho amor, significándome que aquel día había sabido mi desgracia, la cual había sentido mucho, y que luego determinó salir a verme y a llevarme a su casa, donde qu[ería] tenerme en su compañía y hacerme mucha merced, como lo vería. Tantas cosas me dijo y tanto me persuadió con caricias, que no pude resistirme ni dejar de hacer su gusto, y así para otro día la prometí ir a servirla; diome de nuevo abrazos y fuese muy contenta. Yo puse mis cosas en razón, entregué mis vestidos para que se vendiesen, recogí mi dinero y, con dos cofres de ropa blanca y cosas necesarias y un escritorillo de Alemania,[88] previne aquel día la partida.

No se descuidó la señora —era condesa— en enviarme su coche aquella tarde, en el cual fui acompañada de una de las dos viejas, que aprobó la elección que hacía, diciéndome que yo vería las mercedes con que me favorecía la condesa. Hallárnosla muy gustosa, abrazó a las dos, y dijo a la vieja:

—He traído a mi casa a doña Teresa por lo mucho que la quiero, para tenerla en ella como a hija, no como a criada.

Extrañó el lenguaje a dos dueñas[89] que la acompañaban, arqueando las cejas y mirándose la una a la otra; conocí de sus semblantes no se haber holgado con la razón de su ama, y desde luego me di por envidiada. Entré luego donde estaban dos hijas que tenía, a quien llegué a besar las manos; recibiéronme muy afables y con cortesía. Hallé con ellas asentadas a la labor cosa de seis criadas, todas de buenas caras, que me recibieron con gusto. Yo les dije cuan ufana venía a aquella casa, por saber las personas principales que en ella servían, y que así me ofrecía a su servicio, y correspondieron a mi oferta con otras muy corteses. Finalmente, yo quedé en palacio. Señaláronme aposento donde tuviese mi cama y cofres, que fue en compañía de una dama. Aquella noche fui muy regalada en la cena de la mesa de mi ama, dándome un plato della sin haber tocado a él, el cual repartí entre las compañeras, para comenzar a obligarlas, por estar bien en su gracia, que es lo más importante para conservarse en palacio.

Era custodia y guarda de aquella reclusa doncellería y continente congregación una dueña, que lo debía de haber sido de la condesa doña Sancha, mujer del conde Fernán González; tantos años debía de tener. Por no mentir, ella había criado a la madre de mi ama, a ella y actualmente era aya de sus hijas. Esta era la que gobernaba aquella virgen manada, su predicadora, y con quien ellas estaban muy mal, porque la mucha edad la tenía en asomos de caduca y declarada por impertinente. Como tan antigua en la casa, observaban las criadas sus estatutos inviolablemente, en orden al ahorro de sus raciones. Era grandísima ayunadora por esforzar esto, y seguían todas sus estilo, excediendo de las obligaciones del precepto, y dilatándose por el calendario adelante: a San Dionisio, ayunaban por el dolor de la cabeza; a Santa Lucía, por la vista; a Santa Polonia, por las muelas; a San Blas, por la garganta; a San Gregorio, por el dolor de estómago; a San Erasmo, por el de vientre; a San Adrián, por las piernas; a San Antonio Abad, por el fuego; a San Vicente, mártir, por las fiebres; a San Antonio de Padua, por las cosas perdidas; a San Nicolás, obispo, por remediador de doncellas, y, finalmente, a San Crispín, por la duración de su calzado. Sacaban del ayuno tres provechos, que eran: adelantarse en la virtud para mayores grados de gloria, preservación de apoplejías, y aumento de su dinero, que sabían guardar con siete nudos y treinta llaves, en particular la vieja, cuyo nombre era doña Berenguela. Ésta fue la primera mujer a quien vi aderezar la rotura de una zapatilla con un remiendo de cadeneta, gastando más en hilo y tiempo que pudiera con un zapatero.

Era el conde grande amigo de soldados, por haberlo sido en su mocedad y tener por ello cargo de Su Majestad, que actualmente ejercía, y así gustaba de comer siempre con cuatro o seis capitanes, por tratar en la mesa de cosas de la guerra, a que era tan inclinado. La condesa y sus hijas comían aparte, a quien servíamos las criadas. Aquí andaba solícita nuestra doña Berenguela en quitar platos, anticipándose, aun con su vejez, a las mozas; no era celo de servir, sino razón de estado[90] para no tocar en la ración, pues cuanto sacaba de comida, no teniendo seguridad de sus arcas, lo depositaba todo en las dos mangas de su monjil, que debía de traer forradas en vaqueta, pues tan fielmente guardaban una líquida lebrada sin verterse, como una pierna de capón asado. Mas era tan mirada y advertida, que la una manga era diputada para las cosas de pescado, y la otra para las de carne; que era tan buena cristiana, que no quería mezclar uno y otr[a], por no pecar el día del ayuno con mezclas de carne y pescado.

A título de alacenas habían tomado en las mangas posesión los ratones, y no es encarecimiento, que esto se verificó estando un día rezando el oficio divino de Nuestra Señora, ejercicio que usaba siempre, en el cual ocupada con mucha devoción la vimos acompañada de dos gatos, que la cercaban cada uno de su lado, muy atentos a las mangas. Todas pensábamos que la querían dar asalto a lo que encerraba en ellas, y tuvimos curiosidad a esperar a ver en qué pararía tal atención y particular asistencia. Aferraron cada uno con su manga, hallándose conturbada de los dos gatos la vieja, de lo cual casi se desmayara. Con el susto que la dieron bien se pensó que la acometían por los relieves de la mesa, mas presto vio el desengaño, hallando a cada gato con su ratón en la boca; con que se le quitó el temerario juicio que había hecho, de que se acusara a su confesor: tan escrupulosa era. Anduvo el suceso dilatado por la casa, de suerte que llegó a los oídos de nuestros dueños, que lo rieron y celebraron grandemente. Bien pudiera correrse y afrentarse la tal doña Berenguela, y servirle de enmienda de su golosa costumbre. Mas iba enderezada al ahorro, sobre que no se ahorrara con su mismo padre;[91] pues con esto estaba intacta su ración, si no su monjil de no traer muchas manchas, que ella por lo cort[a] de vista no vía.

Porteme siempre caballerosamente[92] en casa, porque como tenía dinero, trataba de regalarme sin tener mi confianza puesta en la ración, no obstante que era siempre regalada y favorecida de la condesa y de sus hijas, dándome un plato todos los días; con el cual y lo de la ración podía convidar cada día una dama a comer conmigo, variando con unas y con otras, con que las tenía a todas muy a mi devoción, si no eran a la doña Berenguela y a otra dueña, las cuales nunca me quisieron dar la investidura de doña Teresa, sino sólo me llamaban la privada o la moñera, como trataba de componer el pelo de la condesa y sus hijas.

A mí se me daba muy poco de que me mordiesen y murmurasen por los rincones, como estaba segura en la privanza de las señoras, de las cuales tenía casi cada día dádivas, sin acordarse de las demás criadas, que también lo sentían; pero hallo en todos casi esta misma condición, que no son como la disciplina, que salpica a todas partes, sino como la puñalada que todo va a una.

Dos años me conservé en palacio, rentándome en el ínterin mi dinero de la manda de mi esposo, que le tenía dado a los Fúcares.[93] No hay privanza segura, particularmente cuando hay émulos. Yo caí de ella y perdí la casa de la condesa desta suerte: entre las criadas que había estaba una hija de un maestresala de casa, viudo y hombre de edad. [Esta dio] en ser bien mirada de un paje que poco hacía que había subido de serlo a gentilhombre. Tenía el maestresala hacienda, siendo en esto fénix de los maestresalas,[94] porque parece que con tal cargo se le pega la desdicha de los poetas y astrólogos, que es no llegárseles moneda a treinta pasos. Pues como el galán viese que, siendo hija única, con hacienda y de buena cara, le estaría bien para esposa, dio en servirla con cuidado; escribiéronse algunos papeles, en que se concertaron cómo se había de hacer la boda. Esta dama era la que tenía en mi aposento su cama, y una de mis mayores amigas; mas puedo jurar con verdad que era tal su recato, que nunca me dijo su afición, quizá por temerse que, como era privada, no lo dijese a mi ama. Sucedió estar enfermas doña Berenguela y la otra dueña, por lo cual en un día de jubileo me encomendaron a mí la guarda de aquellas damas, que salían en coches a ganarle. Fuimos al Monasterio de San Francisco, donde se hacían las diligencias y adonde tenían concertado los amantes de verse. Con la mucha gente pude perder a la enamorada dama, y ella, viéndose con su galán, se salió con él de la iglesia y se entraron en un coche que los llevó a casa del vicario, en cuya presencia se desposaron, llevándola de allí el galán a casa de una tía suya.

Después de haber todas rezado, echando de menos a la ya desposada señora, fue buscada de mí con grande cuidado, dándome grande pesadumbre que no pareciese. El portero que nos acompañaba no dejó capilla en toda la iglesia que no buscase dos veces, mas su cansancio era en balde. En esto nos detuvimos largas dos horas. Visto, pues, que no parecía, con harto temor de lo que podía oír de mi ama, un día que me encomendaba la guarda de su familia, nos volvimos a casa, yendo yo bañada en lágrimas. Ya en ella se sabía el casamiento de la dama, porque por excusar que no la buscasen desasosegados, escribió un papel a su padre, dándole cuenta de su determinación, y él le puso en manos de la condesa, a la cual hallé hecha un león contra mí. Sufrí cuanto quiso decirme y, en cuanto a la culpa que me imponía, satisfice con que las demás criadas dijesen si había estado en nuestra mano remediarlo.

Retíreme con esto a mi aposento, adonde me comencé a afligir de suerte que no había consuelo para mí. Faltábame lo peor, que era la venida del conde, el cual luego que llegó a casa y supo de su maestresala lo que pasaba, habiendo él culpado mi poco cuidado, y aun mostrado sospechas de que con mi consentimiento había sido, mandó que se me hiciese la cuenta de lo que se me debía y me despidiesen, sin bastar ruegos de la condesa para desdecir su determinación; antes, por verla tan de mi parte, aceleró al contador para que hiciese aquello con brevedad. No se descuidó, de suerte que a la noche ya se me había dado cuanto se me debía, y con ello el aviso de que estaba despedida de casa.

No dejé de sentir verme echar della con tanta violencia, no teniendo culpa. Llévelo en paciencia y di con mi ida grandes alegrías a las dos dueñas y aun a las criadas; que, por más que me lisonjeaban, no estaba aquella amistad muy firme, estando de por medio mi privanza. Decía la doña Berenguela desde la cama donde estaba enferma:

—Vaya la moñera con Dios a hacer moños, y déjenos aquí; que con pagárselos en su casa podía mi señora excusar el traerla a la suya, a hacerla igual con tantas principales criadas como tiene.

Algo de esto oí aquella noche, mas, como me había de ir esotro día por la mañana, quíselo llevar con cordura y no me dar por entendida. Pasé mal la noche, vino el día, y ya me tenían prevenido coche para irme. Quise despedirme de la condesa, mas fueme dicho que su señoría sentía tanto mi partida, por ser contra su voluntad, que no tenía corazón para que entrase a despedirme della. Enviome una pieza de plata, y a decir que la avisase dónde tomaba casa. Con esto me bajé a poner en el coche, despedida de las criadas y aun de las dueñas, diciendo a la Berenguela al salir:

—Ya vuesa merced, señora, ha visto en casa el día que esperaba, tan a medida de sus deseos. Procure la privanza de mi señora, y de aumentárselo para los ratones.

Con esto la volví las espaldas. Fuime de allí a casa de mis viejas, las cuales se alegraron mucho con mi vista, y más con saber venía a vivir con ellas, por parecerles que con mi compañía tenían la flota del Pirú[95] en la ganancia de los moños y cabelleras.