Salchichas, pollo, y la búsqueda de la verdadera felicidad
Transformando el futuro de cómo compramos alimentos
Winston-Salem es la quinta ciudad más poblada en Carolina del Norte, con una población de alrededor de 235.000 habitantes. Junto con Austin (Texas); Portland (Oregón); y alguna que otra ciudad americana más, Winston, como la llaman los lugareños, es un destino de jubilación popular para los habitantes del norte de Estados Unidos que sueñan con un buen clima, buenos modales, buen ambiente artístico y suficiente variación respecto a la normalidad estadounidense —sémola en el menú, música country en la radio— como para hacerles sentir que están viviendo en Estados Unidos, pero también de turismo. Aun así, un siglo después de su fundación, y a pesar de ser un importante centro de investigación médica y biotecnológica, Winston-Salem es todavía conocida por las oficinas centrales de R. J. Reynolds, que bautizó a dos populares marcas de cigarrillos con el nombre de la ciudad. Algunos lugareños, haciendo referencia a la profunda involucración de la ciudad con el tabaco, llaman al lugar «Ciudad Camel».
Aparte de la industria, las aceras del centro de Winston-Salem se vacían alrededor de las cinco de la tarde, casi como en cualquier otra ciudad estadounidense. La mayor parte de las ventas minoristas se produce en centros comerciales a los que se llega a través de una serie de autopistas. Lowes Foods, una empresa familiar que posee una cadena de supermercados que se extiende por Carolina del Norte y Carolina del Sur, es una de las mayores empresas de distribución de la región, pero sus ingresos venían bajando desde la recesión de 2008. Walmart había penetrado en muchos de sus mercados, y Lowes no podía competir con internet ni en volumen ni en precio. Salvo que la compañía diera un cambio a sus aproximadamente 100 supermercados, tendría que cerrar algunas de sus tiendas. No es frecuente que acepte trabajos de compañías regionales, pero Lowes era un diamante sin pulir. Quería demostrarles a ellos, y a mí mismo, que con estrategia y nuevas formas de pensar, era posible que una organización «pequeña» compitiese con las empresas más conocidas y de mayor presupuesto de la industria de los supermercados.
Muchas galerías y centros comerciales estadounidenses tienen un aire decrépito. La mayoría tienen una apariencia similar. Las cadenas nacionales de alimentación y distribución —Chili’s, Applebee’s, Staples, Bed Bath and Beyond, Pier 1 Imports— se encuentran junto a negocios locales de manicura, peluquería o clases de defensa personal. Si se les pregunta, la mayoría de los nativos le contarán que si cerrasen los ojos y desapareciesen los puntos de referencia cercanos, o la señalización local, podrían estar en cualquier punto de Estados Unidos. La uniformidad de todo tiene un efecto soporífero, como le pasó al escritor noruego Karl Ove Knausgaard, a quien The New York Times le había encargado la tarea de hacer un viaje por carretera a través de Norteamérica el año pasado. Éste escribió: «Desde que aterricé en Cleveland el día anterior, el paisaje había sido el mismo, una especie de extensión semiurbana sin centro de autopistas, subdivisiones, centros comerciales, almacenes, gasolineras y fábricas».[15] Nada en el paisaje, escribió, parecía sorprendente o natural. Concluía Knausgaard: «Se suponía que debía escribir algo sobre este viaje, y no sólo eso, debía usar este viaje para comprender algo esencial sobre Estados Unidos, percibir algo con mi mirada extranjera que los norteamericanos no pudieran ver por sí mismos. En lugar de eso, no vi nada. No experimenté nada».
Los supermercados Lowes eran el ancla en un centro comercial a unas cuantas millas del centro de Winston-Salem. Compartiendo el espacio con una tienda de artesanías, una óptica, un veterinario y dos locales vacíos con cartones en sus lunas que decían ESPACIO EN ALQUILER y un número de teléfono debajo. Dentro, la tienda era cavernosa, pero su elemento más diferenciador era que parecían y daban la misma sensación que cualquier otro supermercado norteamericano. Una fila de brillantes carros de la compra en frente. Cestas apiladas. Puestos de frutería rebosantes de frutas y vegetales. Pasillos llenos de todo tipo de alimentos y bebidas, rodeados de un anillo refrigerado donde se almacenaba el zumo de naranja, la leche, el yogurt y el queso. Las pilas, los caramelos, los chicles y las revistas de cotilleos se situaban alrededor de las filas de caja. La combinación general de colores era blanca, con toques de verde cazador. La tienda era limpia, pero obsoleta, y los lineales tenían el aspecto de no haber sido enderezados en un tiempo. Los pocos empleados que conocí con sus gorros, mandiles y camisas negras eran adolescentes o estudiantes universitarios: simpáticos, pero inexpertos y en absoluto comprometidos. Una de las primeras cosas que hice fue vendar los ojos del equipo de dirección de Lowes en cada una de sus tiendas y darles un paseo por los pasillos. El sentido humano del olfato se «reinicia» cada siete minutos, lo que significa que rara vez nos damos cuenta de si algo huele raro, o viejo, o rancio. Sabiendo esto, me los llevé fuera al aparcamiento, y cuando reentraron en la tienda, vieron la tienda desde un nuevo ángulo (y olor). En algunos casos descubrían que una nueva fragancia en esta o aquella zona era desagradable para los compradores, no necesariamente por comida echada a perder, sino simplemente por un sistema de ventilación roto.
Intentar dar la vuelta a un negocio familiar de supermercados como Lowes sería un caro y enorme riesgo. Pero con su futuro en el alero, la compañía no tenía otra opción. La demografía de la tienda se inclinaba hacia gente al final de su cuarentena e incluso mayor, lo cual no era un dato alentador para la futura rentabilidad. Lowes también se enfrentaba a una competencia muy real con las cadenas locales como Food Lion y Harris Teeter, y también con las cadenas de tiendas más selectas y preferidas por los hipsters como Trader Joe’s y Whole Foods. Al final, le dije al equipo de dirección de Lowes que no era suficiente volver a pintar las líneas del aparcamiento, o cambiar el logo de las tiendas, o aumentar la presencia en las redes sociales. Teníamos que transformarlo todo.
Como suele pasar, la clave estaba en extraer a través de los pequeños datos lo que se echaba en falta en la cultura americana. Estaba en averiguar qué deseos y sueños estaban siendo insatisfechos. Lo cual no era tarea fácil en un país famoso por fabricar deseos y anhelos, ya sean en forma de iPhones o de películas de Hollywood. En una era dominada por la última aplicación para teléfonos inteligentes, era difícil señalar un deseo no cubierto (que América no fuera capaz ni de soñar) para ser provisto por una pequeña cadena de supermercados sureña.
Pero menos de un año después, en una industria en la que un aumento del 4 por ciento se considera impresionante, las ventas de Lowes habían subido sustancialmente. Tim Lowe, el inspirador y pionero presidente de Lowes Foods, declaró: «Diría que los resultados que hemos sido capaces de lograr —y el cambio organizativo general que hemos visto— son heroicos y han tenido un impacto significativo». Según CBC, en tan sólo unos meses el tamaño medio de la cesta y el volumen de transacción medio en Lowes habían subido un 7 y un 23 por ciento, respectivamente, y el último año, Lowes fue galardonado con el premio Distribuidor del Año por la Asociación de Comerciantes de Distribución de Carolina del Norte, gracias en parte a sus formas innovadoras de conectar con los clientes. Más aún, la cadena había lanzado su propio departamento de Pequeños Datos.
Incluso mejor, los supermercados Lowes estaban atestados. La gente viajaba kilómetros para comprar en ellos, dejando de lado supermercados más cercanos en donde vivían, sólo por la mera experiencia sensorial de comprar en Lowes. Lo que ayudó a darle la vuelta a Lowes no fue una solución local o regional. No salió de un caso de estudio de las escuelas de negocios de Harvard o de Wharton. No requería equipos de consultores. Las ideas de pequeños datos que ayudaron a transformar un supermercado local en un fenómeno nacional comenzaron en el lejano oriente ruso, y extrajo inspiración de culturas tan variadas como Japón, China, Francia e Italia.
Como la mayoría de la gente que no ha crecido en Estados Unidos, he estado expuesto a la cultura americana —música popular, programas de televisión, películas y cadenas de televisión por cable— desde que era joven. Aun así, pasar tiempo en Estados Unidos es otro asunto muy distinto. Como cualquier otro país del mundo, Norteamérica tiene un conjunto de normas y protocolos tácitos que se han transmitido de generación en generación, la mayoría de ellas imperceptibles a los nativos pero obvios para los ojos de un externo. Por ejemplo, en la mayoría de los países europeos, cuando subes a un ascensor lleno de gente y encuentras tu sitio, se consideran buenos modales mirar hacia delante de uno sin hablar mientras el ascensor sube o baja. En Europa, los pasajeros de un ascensor casi nunca intercambian un gesto o un saludo con otros ocupantes. Lo cual no se considera grosero, ni poco sociable. El silencio es simplemente un signo de respeto por la privacidad de otras personas.
Las normas de etiqueta en los ascensores de Norteamérica son muy diferentes de los protocolos tácitos europeos. Durante mis primeras visitas a Estados Unidos, me subí a ascensores sin saludar a otros pasajeros, y por la noche, como es mi costumbre, hacía largos en la piscina del hotel sin decir una palabra a los otros nadadores. Muy pronto aprendí que los estadounidenses consideran este comportamiento frío, poco amable e incluso amenazador. En la actualidad, cuando estoy en Estados Unidos, me propongo saludar a los otros pasajeros del ascensor, incluso si es sólo con una sonrisa. Si otro pasajero lleva un ramo de flores, por ejemplo, he aprendido que se considera poco educado no hacer un comentario sobre éstas, al igual que si uno se encuentra a una mujer con un traje de novia en un ascensor, es de mala educación no elogiar cómo va vestida, o preguntarle cuándo se celebra su boda. En Estados Unidos, hay que decir algo.
¿Por qué, entonces? Es tentador creer que en un país que es el hogar de numerosas nacionalidades y razas, la tradición tácita de establecer una conversación informal con los vecinos emana del deseo de establecer un vínculo común, incluso si se habla de algo tan genérico como el tiempo, o de cómo le fue al equipo deportivo local en el partido de anoche. La charla superficial también tiene el efecto secundario de neutralizar el conflicto o incluso el resentimiento. Hace unos cuantos años, recuerdo que volé de Nueva York a Medellín (Colombia), y, una vez aterricé, tomé un taxi para que me llevara a mi hotel. En un momento dado, le pregunté al conductor si sabía algo sobre el pronóstico del tiempo. Cuando no me contestó, empecé a charlar sobre el tiempo en un esfuerzo por establecer un vínculo con él, y cuando seguía sin responder —parecía confundido— me di cuenta, finalmente, de que el tema de conversación global conocido como El Tiempo simplemente no existía en Medellín, ya que nunca varía, ni tampoco hay meteorólogos en televisión. Cada día la temperatura está alrededor de los veinticinco grados, con sol y alguna nube ocasional. Pero incluso en el sur de California, donde pasa lo mismo, los lugareños hablan sobre el tiempo constantemente.
Como he mencionado anteriormente, en claro contraste con la reputación de simpatía de los norteamericanos está la ausencia de contacto físico. En Estados Unidos, nadie toca nunca a nadie y si lo hacen por accidente, la mayoría se disculpa inmediatamente. El contacto físico es percibido por muchos como un allanamiento en tierra vallada, posiblemente incluso el primer paso del interés sexual. Es instructivo comparar cómo se venden las muñecas en Estados Unidos frente a cómo se presentan en las jugueterías de Europa. En Europa, las muñecas están puestas unas junto a otras en estanterías. Están cogidas de la mano, incluso se abrazan. En Norteamérica, una muñeca se presenta y se vende como una unidad, dentro de un envase sellado de plástico, como para comunicar que ella está sola o, si no, sería inteligente mantener una distancia respecto a sus compañeras. Parece que se espera que las muñecas —y las personas— se las apañen solas, y sin ningún tipo de interferencia física tampoco.
¿Por qué, entonces, aparte del apretón de manos y el abrazo ocasional entre amigos, se percibe tan amenazadoramente la idea de tocar físicamente a otra persona? Los varones norteamericanos heterosexuales que hacen contacto físico entre ellos tienen primero que entrar en una «zona permitida» inambigua, normalmente atlética. El tabú masculino contra el contacto físico, o contra el contacto visual directo con otro hombre, es un elemento crucial de un código que los chicos aprenden cuando son jóvenes, y se extiende al protocolo que la mayoría de los hombres siguen en los baños públicos. Los varones que entran en el servicio y encuentran a otros varones en los urinarios generalmente se dirigen hacia el urinario tan geográficamente distante de los otros como sea posible. Una vez que están en su sitio, miran hacia delante, temiendo, quizás, que si miran a cualquier otro lado otros hombres puedan malinterpretar su mirada como predatoria.
Desde mi perspectiva, algo se pierde en una cultura en la que nadie se toca. Estados Unidos no es necesariamente un país mojigato, pero es muy vigilante físicamente, en parte porque, más que en otras culturas, los norteamericanos parecen más conscientes de las señales, mensajes e implicaciones que emiten hacia otros. En contraste, Sudamérica es probablemente el continente más sano para el contacto físico. Me he sentado en reuniones de negocios en Perú y Colombia en las que hombres de todas las edades se sientan alrededor de una mesa con los brazos echados por encima de los hombros unos de otros. No le dan mayor importancia.
La suposición de la simpatía diaria, combinada con la falta de contacto físico, ésas fueron las dos primeras muestras de pequeños datos que recogí en Estados Unidos. Hubo una tercera, también, que podría resumirse en una palabra: «redondeada». En Estados Unidos, casi ninguna habitación o zona pública es rectangular, o con esquinas marcadas. Norteamérica es un lugar donde lo cuadrado y lo angular ceden el paso a lo curvilíneo, lo circular y lo achaflanado, como si las habitaciones de hotel y salas de juntas de alguna forma envolvieran a sus ocupantes en un abrazo. Era como si los arquitectos y diseñadores confiaran en los muebles y las habitaciones para proveer la ilusión del contacto físico en un país en el que apenas existe. Como usted puede imaginar, paso mucho tiempo en habitaciones de hotel. Algunas son rectangulares, pero las cortinas que cubren las ventanas, la cortina arqueada de la ducha en los cuartos de baño, y los contornos de los muebles transmiten circularidad y seguridad, con un énfasis en la última.
La Seguridad. En cualquier otro país del mundo, los huéspedes que se alojan en un hotel pueden abrir las ventanas de sus habitaciones, a excepción de uno: Estados Unidos. Las ventanas de hotel estadounidenses están selladas, o fabricadas de una forma que ni siquiera pueden abrirse o cerrarse. (Lo cual se extiende incluso a la Casa Blanca. En una entrevista de 2015 con Ellen DeGeneres, la Primera Dama Michelle Obama dijo de ella misma y del presidente: «No podemos hacer pequeñas cosas como abrir ventanas. No he estado en un coche con las ventanas abiertas en unos siete años. Las ventanas de nuestra casa no se abren. —Y añadió—: Salimos al balcón, pero ésa es en verdad la única puerta que podemos abrir».)[16] Una vez dentro de sus habitaciones, los huéspedes de hotel están apresados, como la realeza en una torre. ¿Por qué? ¿Teme la dirección que los huéspedes que se alojan en la primera planta estén en riesgo de suicidarse? La gente salta hacia la muerte desde las ventanas de hoteles diariamente en todo el mundo, pero ¿es el miedo al suicidio en verdad la causa subyacente?
La circularidad que seguí encontrando en Estados Unidos tenía el efecto, deliberado o no, de eliminar la posibilidad de conflicto o la disensión. En un país con el mayor porcentaje de población reclusa del mundo, que gasta alrededor de 640.000 millones de dólares en su ejército,[17] lo cual supone más que la suma de los presupuestos militares de los siete siguientes países que más gastan, y donde el 37 por ciento de los norteamericanos dice que ellos, o alguien en su familia, posee un arma,[18] no pude evitar sino encontrar esto paradójico. Estados Unidos es una superpotencia militar cuyo diseño estético prevalente hace todo lo posible para atenuar, desanimar y erradicar cualquier rastro de conflicto. En Estados Unidos la mayoría de los centros comerciales, moteles, hoteles, hipermercados y las cadenas de comida rápida están climatizadas, son seguras, antisépticas y completamente iguales. La agudeza y la angularidad han sido suavizadas. Ya sea entrando en el vestíbulo de un Holiday Inn o sentado en una mesa de un Chili’s, los huéspedes pueden estar seguros de que no se van a llevar sorpresa alguna.
Si el mandato arquitectónico contra el conflicto me dio otra pista sobre lo que impulsaba a la cultura americana, otra observación lo confirmó: la corrección política. Como sucedió con mis experiencias en los ascensores y las piscinas americanas, fue algo que descubrí en mis propias carnes. Entienda usted que como la mayoría de los daneses, y los escandinavos en general, crecí con una relación inexistente, y ciertamente no autoritaria, con la religión. Lo cual me causó un repentino problema hace quince años. Estaba dando un discurso en Cincinnati (Ohio), sobre las diferencias y semejanzas entre algunas de las marcas más conocidas del mundo y las religiones más conocidas del mundo. En mi sector, una marca es una marca, pero no me di cuenta de cuán sensible y controvertido es el tema de la religión en Estados Unidos, y cómo el tratarlo como algo que no llegue a lo sacrosanto podía buscarme problemas. La primera diapositiva de mi presentación de PowerPoint contenía una foto del papa Juan Pablo II, y la segunda era de Ronald Mc-Donald. Señalé, a un público formado por vendedores y responsables de marca del Medio-Oeste, que tanto el Papa como la mascota de McDonald’s tenían cosas en común. Ambos llevaban disfraces identificables con su marca, y ambos eran líderes de organizaciones altamente exitosas.
Cuando estaba en el final de la tercera diapositiva, la gente empezó a salir de la sala. Para el final, la sala de conferencias estaba sólo medio llena. Cuando mi charla terminó, me acerqué a mi anfitrión. ¿Había salido algo mal? ¿Había molestado a la mitad de la sala por algún motivo? Fue ahí cuando descubrí que tratar la religión de forma desapasionada era, al menos en Estados Unidos, zona prohibida. (De hecho, un montón de las cosas que pasan en Norteamérica son zona prohibida, o al menos demasiado arriesgadas para mencionarlas en una reunión con gente educada.) Pocos norteamericanos están dispuestos a conversar sobre cosas que todo el mundo sabe pero no admite, desde lo tedioso que es pasar el día entero en casa con un bebé, hasta sus verdaderos sentimientos hacia el hip-hop, o hasta cómo piensan sobre el sexo. La mayoría de los estadounidenses ni siquiera hablan de cómo se sienten sobre la corrección política misma.
De un país a otro, he convertido en un hábito el estudiar el sentido del humor nacional. ¿Es irónico? ¿Sarcástico? ¿Astuto? ¿Directo? ¿Indirecto? Lo que resulta más asombroso del humor dominante en Estados Unidos es que se centra en muchos de los temas sobre los que no conversarían mientras cenan. Si visitamos cualquier club de la comedia, o vemos las series Bridesmaids, Curb Your Enthusiasm, Los Simpson, South Park, Padre de familia o los monólogos de Louis CK en YouTube, nos daremos cuenta de que los norteamericanos pagan millones de dólares a los comediantes para que hablen de cosas que la mayoría ha sentido, o pensado, pero nunca ha dicho en público. En 2014 el juego más vendido en Norteamérica, y el regalo de Navidad más popular en el país, fue «Cartas contra la humanidad», descrito en su página web como «un juego de sobremesa para gente horrible», y «tan incómodo y despreciable como usted y sus amigos».[19] Sus temas incluyen «Auschwitz», «El Testículo Perdido de Lance Armstrong», «Envidia del Pene», «Me Importa Una Mierda el Tercer Mundo» y casi cualquier otro tema sobre el que los norteamericanos se afanan en no hablar alrededor de un árbol de Navidad.
La corrección política no sólo implica palabras, también enlaza con el diseño estético redondeado propio del país. Cuando se reúnen en bares, los americanos, al igual que los chinos, crean grandes grupos —entre ocho y diez personas no es una anomalía— que se van ampliando de forma creciente. En el sur de Europa, por ejemplo, los grupos no tienen más de tres o cuatro personas, y el concepto de un «grupo público» grande apenas existe en el norte de Europa. En Estados Unidos, los séquitos son considerables, y a todo el mundo se le da la oportunidad de mirar hacia delante, de hablar, y de ser escuchado; mientras que en Brasil todo el mundo habla al mismo tiempo. Al igual que el diseño curvilíneo de los muebles norteamericanos, la formación creciente, que se forma de manera automática e inconsciente, parece diseñada para no herir o excluir a otros. El deseo de no ofender ha llegado incluso a los menús de los restaurantes. La multitud de opciones a la que se enfrentan los clientes en los menús de los restaurantes de Norteamérica no sólo es una decisión empresarial inteligente. Evita deliberadamente ofender a todos los gustos, paladares y restricciones de dieta. Incluso seleccionar el aliño de la ensalada se convierte en una tarea trabajosa, al enfrentarse, como en ningún otro lugar en el mundo, a media docena de opciones desde francés a italiano o a vinagreta.
Estados Unidos consigue su corrección política honestamente. Los norteamericanos están expuestos a otras culturas y razas en formas desconocidas para los nativos de otros países. Dinamarca, por ejemplo, es tan homogénea como lo puede ser un país. El noventa y nueve por ciento de los daneses es protestante, y la mayoría se considera agnóstica. Sin exposición a culturas extranjeras, o sensibilidad hacia las culturas, hábitos o gustos de otras razas, la conversación es más directa. La corrección política en última instancia deriva de dos cosas: el miedo y la tribu. ¿Quién quiere arriesgarse a ser expulsado de su género, su comunidad, su ciudad, su estado? Con más frecuencia que en ningún otro lugar del mundo, los americanos alcanzan la edad adulta escuchando que son responsables de sus propios futuros. Es un mensaje a la vez inspirador y sin piedad. Los niños que crecen en los barrios bajos de Chicago o Los Ángeles pueden algún día llegar a ser líderes políticos, comediantes exitosos, ejecutivos influyentes. Pero si no lo hacen, o si pasan por una mala racha, son abandonados a su suerte. La red de seguridad americana es frágil, y bajo un continuo asedio, haciendo que la posibilidad del rechazo por parte de nuestra tribu sea incluso más aterradora de lo que sería en otro sitio.
Seguía volviendo a una palabra: «miedo». La circularidad del diseño y la arquitectura americana. Las ventanas de hotel selladas. La corrección política. La homogeneidad de los sectores de la distribución y la hostelería. Me desconcertaba. ¿De qué tenía miedo la gente? ¿De que los demandaran? ¿De herirse? ¿De las armas de fuego? El miedo, por supuesto, contradice todo lo que la mayoría de la gente piensa sobre la cotidianeidad en Norteamérica. Estados Unidos, después de todo, es sinónimo de libertad y movilidad profesional y social. Por lo cual las ventanas de hotel selladas, los edificios climatizados, la paranoia sobre no ofender a otros y el énfasis en las normas y la regulación parecen contradecir la versión oficial de la «marca» norteamericana.
Según lo veía, la mayoría de los estadounidenses estaban tan acostumbrados a su estatus regulado y determinado por las normas que apenas notaban las restricciones a su libertad. Siempre que viajo a Nueva York, me alojo en el mismo hotel del centro. Uno de los artículos que la gerencia ofrece es un paquete que contiene cuatro bastoncillos de algodón para los oídos. Las instrucciones en el dorso parecen dirigidas a un niño de tres años no muy brillante: Coloque el bastoncillo de algodón en su oído. No lo inserte por completo. Estas instrucciones son por su propia seguridad. Cuando enseñé el paquete a un visitante norteamericano, me miró sin comprender nada. «¿Qué tiene esto de interesante?», decía. Como nativo, no podía ver lo que yo veía como extranjero; que se puede contar con que la mayoría de la gente que sabe lo que es un bastoncillo de algodón sabe cómo usar uno, y lo que es más, en ningún otro país del mundo se verían nunca instrucciones impresas para su uso correcto. Para mí, éste era el núcleo de la vida en Estados Unidos: normas y restricciones, muchas de las cuales se reformulan para que los norteamericanos piensen que son, de hecho, salvaguardas. Luego cabe preguntarse: si la mayoría del tiempo hacen y sienten y piensan y ven y comen y beben precisamente lo mismo que los demás, ¿son los norteamericanos en verdad libres?
Había un elemento final de pequeños datos, obvio para cualquiera que se tomara un momento para levantar la vista de su teléfono móvil el tiempo suficiente: los teléfonos inteligentes. Eso sí, de los 7.000 millones de personas que habitan en la actualidad la Tierra, 5.100 millones poseen un teléfono móvil. Más de la mitad de los norteamericanos posee un teléfono inteligente, y un 29 por ciento de ellos posee o bien una tableta o bien un libro electrónico, hace tres años la proporción era sólo un 2 por ciento. En 2014, CNN Money informaba de que por primera vez en la historia, los estadounidenses usaban las aplicaciones de los teléfonos inteligentes y las tabletas más que los ordenadores portátiles para acceder a internet. En términos numéricos, esto significa que el 55 por ciento de todo el uso de internet estadounidense proviene de dispositivos móviles, correspondiendo un 47 por ciento a las aplicaciones y el resto a los navegadores del móvil.[20]
Puede que ese uso sea epidémico en todo el mundo, y creciente todo el tiempo, pero no hay un lugar en el que el uso del teléfono inteligente sea tan prevalente como lo es en Estados Unidos, estando su uso extendido tanto a adultos hechos y derechos como a las generaciones más jóvenes. Lo cual tiene sentido: nuestros teléfonos, y el propio internet, son con frecuencia más excitantes, más sorprendentes y más novedosos, que nuestro alrededor. También hacen que los nativos se sientan seguros. En un país en el que sus trabajadores toman el menor número de vacaciones que nadie en el mundo, los teléfonos inteligentes se añaden a la presión que los norteamericanos sienten por aparentar estar ocupados. Estaba de vacaciones una vez en un hotel de la costa italiana de Amalfi, y entre los otros huéspedes en la piscina al aire libre había cuatro hombres a los que distinguí por sus acentos como norteamericanos. Iban sin camisa, y llevaban el bañador puesto, pero ninguno de ellos estaba mirando la impresionante vista del mar justo detrás de ellos. Los cuatro estaban jugando con sus teléfonos.
Cualquiera que haya estado en un aeropuerto últimamente le dirá que los aeropuertos del siglo XXI se han transformado en un centro comercial de accesorios tecnológicos. Algunas veces parece como si una de cada dos tiendas en el aeropuerto se dedique al negocio de vender auriculares, cargadores de batería y adaptadores de corriente. Un vestíbulo del Aeropuerto Internacional de Minneapolis-Saint Paul ha llevado el concepto hasta cotas ridículas. En un lugar dedicado a la espera, donde casi nadie levanta la vista de sus teléfonos, el aeropuerto de Minnesota ofrece una zona de espera llena de mesas blancas de plástico, cada una de ellas con su propio iPad. Estas tabletas ofrecen informes del tiempo e información sobre vuelos. Ofrecen menús de bebidas y comidas de un restaurante cercano. Ya que no hay literalmente ningún otro sitio para sentarse sino en una mesa equipada con un iPad, los viajeros no pueden no mirar el iPad, dejándoles tres opciones: navegar con él, ponerse auriculares, o mirar hacia alguna de las pantallas de televisión que están en alto emitiendo 24 horas de noticias por cable. En pocas palabras, no hay dónde refugiarse de la tecnología o de la ansiedad que genera. La vida no ha sido nunca tan segura en Norteamérica como lo es hoy día. James Alan Fox, un criminólogo en la universidad Northeastern de Boston, declaraba en el Christian Science Monitor, en 2012: «Somos desde luego una nación más segura que hace veinte años», una tendencia que él y otros expertos atribuyen a factores entre los que se incluyen el aumento de la población reclusa, el desarrollo de la tecnología para el cumplimiento de la ley y un mayor porcentaje de ciudadanos mayores. A pesar de la relativa seguridad de Estados Unidos, dice Fox: «Los ciudadanos sienten abrumadoramente que el crimen está aumentando cuando no es así... debido al crecimiento de los programas de crímenes y a la forma en que la televisión se centra en lo emocional. Un caso de un horrible tiroteo aleatorio mostrado repetidas veces en televisión tiene un efecto más visceral que todas las estadísticas impresas en un periódico».[21] Internet magnifica las malas noticias, situándolas, literal y físicamente, en nuestras manos, sin ofrecer ninguna perspectiva. Es análogo a la diferencia entre seguir los mercados financieros en tiempo real o ver cómo lo hicieron en el transcurso de una semana o de un mes. La información en tiempo real puede ser falsamente alarmista.
Internet no nos va a abandonar, pero tengo una segunda objeción al uso de los teléfonos inteligentes. Sé por experiencia que el nivel de «felicidad» de un país cae en proporción directa al nivel de transparencia de ese país. Antes de internet, la gente joven se comparaba con los compañeros de instituto o con otros jóvenes de su pueblo. Hoy día, pueden contrastar cómo lo están haciendo en relación con sus iguales en cada instituto del mundo. Antiguamente, cuando los chicos se graduaban del instituto, era bastante probable que perdieran el contacto con los amigos junto a los que habían crecido. Lo cual no siempre era algo malo, especialmente para los niños con reputaciones o niños que habían sido aislados en un papel, o posición social, que no reflejaba lo que ellos realmente sentían que eran. El aumento de la transparencia conlleva mayores niveles de envidia e infelicidad, al igual que la muerte de cualquier espacio en el que esconderse. ¿Cómo se reinventa uno mismo cuando la versión original vive online para siempre?
Desde mi perspectiva, los teléfonos inteligentes están expulsando a la creatividad de la sociedad, especialmente entre las generaciones más jóvenes. Internet es análogo a la comida basura. Satisface tu apetito durante treinta minutos, pero una hora más tarde vuelves a estar hambriento. Incluso el consejero delegado de Apple Steve Jobs contó una vez a un reportero del The New York Times que, «Limitamos el uso de la tecnología de nuestros hijos en casa»,[22] opinión secundada por Chris Anderson, el antiguo editor de la revista Wired: «Hemos visto los peligros de la tecnología de primera mano. Lo he visto yo mismo, no quiero ver que les pase a mis hijos».[23]
Pensemos en Rusia, o en China, donde los medios online están controlados y vigilados. Los rusos y los chinos no tienen el concepto de un «matrimonio perfecto», tampoco pueden acceder con facilidad a las películas y programas de televisión responsables de crear expectativas imposibles de felicidad. ¿Son estos países mejores o peores? Muchas de las cosas son mejores cuando se imaginan que cuando se ven. Podemos pensar que deseamos y merecemos cantidades infinitas de datos, pero en verdad, no podemos manejarlos, y únicamente sacuden nuestros apetitos. Dicho esto, la tecnología no es el problema: lo es el desequilibrio.
Puede que usted se pregunte que qué tenía que ver este batiburrillo de observaciones y pistas sobre la vida norteamericana con una cadena de supermercados sureña contra las cuerdas, luchando contra la competencia local y online. Mucho, de hecho. No está de más repetir que Norteamérica ha creado una marca alrededor de conceptos como «libertad» e «individualidad». Estados Unidos es un país, pero es también una colección de ideas y aspiraciones. Pero en mi experiencia, lo último que Estados Unidos tenía en verdad era libertad, o incluso individualidad. Desde el momento que entré en el país, vi una señal tras otra diciéndome que tenía que hacer esto o lo otro, pero que todo era «por mi propia seguridad». Por favor deposite aquí sus zapatos, cinturón y ordenador portátil por su propia seguridad. La acera está en obras por su propia seguridad. Las botellas de loción desinfectante para manos Purell están situadas cada pocos metros en el aeropuerto por su propia seguridad. Se seguía diciendo a los norteamericanos que eran libres, pero ¿lo eran en realidad? ¿Había algún espacio en Norteamérica para ser diferente? Con Lowes, lo intentaría con todos los medios a mi alcance.
Gran parte del trabajo que he hecho en Estados Unidos se centra en Nueva York y Los Ángeles, lugares que difícilmente son fieles reflejos del resto de Norteamérica. Alguien me preguntó si sabía que no estaba trabajando en la frenética Costa Este, o la más vanguardista, más orientada a las apariencias Costa Oeste, si sabía, de hecho, que estaba trabajando en el sur de Estados Unidos. No: sólo sabía que me gustaba lo que venía de Carolina del Norte y del Sur, y me gustaba también la gente. Sin darme cuenta, cuando desarrollé una serie de conceptos para Lowes, estaba respondiendo al hecho de que Carolina del Norte no se parece a Nueva York o Los Ángeles. Estaba respondiendo a las urbanizaciones cerradas, y a las casas iguales.
Desde mi perspectiva de extranjero, no podía evitar que muchos de los barrios y urbanizaciones cerradas que vi en Carolina del Norte me recordasen a Disneylandia. Los caminos estaban inmaculados. Todo parecía como si le hubieran hecho la manicura. Cada árbol estaba plantado a cierta distancia del siguiente. No había restaurantes ni centros comerciales cercanos. Si se quería comprar, o comer fuera, había que montarse en el coche y tomar la autopista. Mi Investigación de Contexto reveló que a las mujeres con las que me reuní les importaba menos el tiempo que pasaban en sus coches que abandonar los nidos de seguridad que llamaban hogar. La distancia no era un problema; lo era abandonar el espacio seguro. En general, sus vidas como esposas y madres no trabajadoras giraban en torno a rutinas y rituales, con sus coches convertidos casi en pequeñas viviendas sobre ruedas.
Una de las primeras cosas de las que me di cuenta en mi estancia en el sur de Estados Unidos era la falta de sentimiento de comunidad. No había plazas de pueblo. Los centros urbanos estaban vacíos. Aún más, la asistencia a las iglesias había bajado a lo largo de Estados Unidos, un hecho confirmado por numerosos estudios recientes. En 2015, una encuesta del Centro de Investigaciones Pew sobre 35.000 adultos reveló que el número de norteamericanos que se identificaban a sí mismos como «cristianos» estaba en sus niveles más bajos en la historia, en el 70,6 por ciento, 7 puntos por debajo que la cifra del 78,4 en 2007, un descenso generalizado en todo el país, incluso en los estados del conocido como Bible Belt (o cinturón de la Biblia).[24] Según The New York Times, un creciente número de excristianos «se han unido a las filas en rápido aumento de los sin afiliación religiosa o los que responden “ninguna”: una amplia categoría que incluye a los ateos, agnósticos y a los que no se adhieren a “nada en particular”».[25] Añadía el Times: «Hay pocos signos de que el descenso en la América Cristiana se detenga». La esencia de comunidad había desaparecido en autopistas y galerías y centros comerciales, o había emigrado hacia el mundo online de las redes sociales. Sabía que los norteamericanos se desplazarían kilómetros en busca de un sentimiento de pertenencia y comunidad; la misma clase de comunidad, podría añadir, que había visto en las plazas de los pueblos de Krasnoyarsk, Samara, Yakutsk y Novosibirsk.
¿Qué define a una comunidad? La respuesta que he elaborado, que se inspira en mis experiencias en países que incluyen el Líbano, Nueva Zelanda, Alemania, Colombia e Italia, es ésta: las comunidades se unen ante el conflicto y el desacuerdo. Cuando los turistas de Norteamérica regresan a casa de unas vacaciones en Europa, con frecuencia la primera historia que sale de sus bocas tiene que ver con un incidente de antagonismo que observaron. Los parisinos, por ejemplo, entienden que salvo que exijan cierto corte de carne, o un queso añejo, probablemente no obtendrán lo que desean. Los europeos se sienten cómodos con la indignación y armando un escándalo. Si, durante unas vacaciones en Europa, los estadounidenses son testigos de un altercado o una discusión en un marchè francés o un restaurante italiano, lo recuerdan. Cuando otra gente está discutiendo, la multitud alrededor de ellos se une como comunidad.
De nuevo, Lowes se enfrentaba a media docena de distribuidores de alimentación locales y nacionales, y no podía competir ni con internet ni con Walmart y Target en precios. ¿De qué forma podía entonces competir? Había reunido un cuaderno de pistas sobre la cultura americana, pero cuando llegó la hora de entrevistar a los consumidores dentro de sus hogares, un fragmento decisivo de pequeños datos salió de las ranas que adornaban el hogar de una madre y ama de casa de cincuenta y dos años.
Maceteros en forma de rana. Seguros de las puertas en forma de rana. Figuras de jardín en forma de rana. Ranas medio ocultas tras los arbustos en el jardín. Dentro de la casa había porta-muñecas en forma de rana, incluso un dispensador de cinta adhesiva en forma de rana. No sólo ranas, sino otros animales, también, de piedra o de peluche; estaba claro que muchas de las mujeres que había entrevistado no habían terminado de superar sus infancias. No les daba vergüenza colocar un perro de peluche en su sofá, o un osito en su mantel. Una mujer incluso mantenía las luces y los adornos de Navidad durante todo el año.
Después de mi trabajo en Rusia, adquirí el hábito de estudiar los imanes de las puertas de las neveras. La mayoría de las neveras norteamericanas tenían al menos dos. En contraste con las neveras rusas, servían un doble propósito al fijar también fotos. En la mayoría de los casos, las fotografías de mis anfitrionas habían sido tomadas una década atrás, con frecuencia de la primera época de sus matrimonios. Podía verse a la novia y el novio bebiendo del mismo vaso, con dos pajitas. O estaban en Disneylandia, con Mickey Mouse o Goofy o Cenicienta detrás de ellos, o en el Gran Cañón, o en Florida o Los Ángeles, relajándose junto a la piscina de un hotel.
Estados Unidos me recordaba a Rusia también de otras formas, por ejemplo, en los barrios increíblemente similares. Las casas y comunidades en Carolina del Norte eran versiones más lujosas y cuidadosamente coreografiadas de las que había visto en el lejano oriente ruso. ¿Cómo de diferente es, después de todo, una casa idéntica de un edificio de apartamentos idéntico? El espaciado entre los árboles, la vegetación, los hogares y los caminos, todos seguían las mismas normas emocionales. Detrás de los muros de una comunidad cerrada, el conflicto era infrecuente, pero también lo eran la animación y la espontaneidad. En común con Rusia, los niños norteamericanos rara vez juegan al aire libre. Rusia puede escudarse en la excusa del mal tiempo, pero en Estados Unidos, el torrente diario de malas noticias en las televisiones y los teléfonos móviles lleva a que la mayoría de los padres piensen que el asesinato y el secuestro están al final de sus aparcamientos. En ambos países, los hombres se escapan. En Rusia, los hombres desaparecen en barcos de pesca cargados con cajas de vodka. En Norteamérica, los hombres juegan al golf.
En una época de solipsismo generalizado, donde escuchamos la continua cantinela de que la tecnología ha unificado el mundo como nunca antes, la comunidad se estaba desvaneciendo en Norteamérica, erosionada por las grandes tiendas, el paisaje homogéneo e internet. Las mujeres norteamericanas que conocí eran personas amables y generosas, pero parecían tan aisladas como las mujeres que conocí en Rusia. Pasaban la mayor parte de su tiempo dentro de sus coches. Viajaban todas a la vez a centros comerciales cuya densidad replicaba falsamente la de las ciudades. Fuera de sus vidas maritales y familiares, nunca establecían contacto físico unas con otras. Muchas estaban también preocupadas con las alergias alimenticias de sus hijos. Una madre que conocí tenía cuatro hijos, cada uno con una alergia distinta, lo que significaba que tenía que cocinar cinco comidas diferentes cada noche. Ante el temor de que sus hijos pudieran quedar atrás social y académicamente, las madres que conocí dedicaban tanto tiempo conduciendo y coordinando las agendas de sus hijos que no les quedaba tiempo para ellas mismas, o para cualquier otra cosa, de hecho. ¿Qué tenía esto que ver con Lowes? Basándome en mi contextualización, sabía que muchos consumidores eran ambivalentes sobre comprar allí. Lowes era demasiado «corporativo» decían algunos. Más de una mujer me contó que Lowes no daba la sensación de ser suficientemente «local». Muchas me dijeron que Trader Joe’s y Whole Foods transmitían un sentimiento más «familiar». Un hombre alabó la selección de vinos y cervezas de Lowes, antes de hablarme sobre un supermercado en el que había estado una vez en Milwaukee que permitía a los clientes beber cerveza mientras compraban. Aun así, parecía haber consenso sobre un único asunto. «Una de las primeras cosas que huelo cuando entro en Lowes es el pollo asado —me dijo una mujer—. Están recién salidos del horno. Compro uno casi cada semana.» El pollo de Lowes parecía encantarle a cada cliente con el que hablé, y no sólo por su sabor. Lowes ponía un sello con la hora en que habían sido asados sus pollos para que los clientes pudieran saber cuánto tiempo llevaban expuestos.
Por lo que había observado de la cultura en general, los estadounidenses necesitaban una escapada, o una suspensión, de la homogeneidad de sus vidas. Una corriente de tedio y familiaridad recorre cada cultura, pero la uniformidad del paisaje comercial norteamericano había drenado un elemento de imprevisión. Como escribió una vez Paulo Coelho: «Si piensas que la aventura es peligrosa, prueba con la rutina. Es letal». No es de extrañar que los americanos estuvieran tan enganchados con sus teléfonos inteligentes, los cuales les daban un simulacro de estímulo del que muchos de sus entornos físicos carecían. Al igual que había hecho en Rusia, en Lowes necesitaba crear un oasis, un destino para soñar. De ser posible también restauraría un sentimiento de comunidad que la mayoría de los estadounidenses ni siquiera se daba cuenta de que lo había perdido.
En Mamagazin había creado un oasis, un concepto que nunca habría sido capaz de concebir si no hubiera viajado y trabajado en Arabia Saudí. Dicho esto, ¿qué tenía Rusia que no tuvieran muchas partes de Estados Unidos? Comunidad. A pesar de la frialdad, y de la dureza de la vida cotidiana, ciudades como Krasnoyarsk y Samara todavía conservaban un fuerte sentido de solidaridad. Lo había sentido en las partidas de ajedrez del jardín, en las imágenes y los sonidos de los niños rusos jugando al aire libre, cautivados por un objeto tan simple como una piedra. Pasar un tiempo en Rusia fue, de algún modo, como echar un vistazo a una versión anterior de los pueblos pequeños americanos antes de la llegada de la «conectividad» online.
Al ir penetrando internet lentamente en las zonas más rurales de Rusia, supe que el sentimiento de comunidad del que había sido testigo estaba probablemente comenzando su extinción. La pregunta era: ¿Podía de alguna manera devolverlo al sur de Estados Unidos, una región donde la comunidad había sido hecha añicos por los coches, las autopistas, los centros urbanos desiertos y las cabezas agachadas en aparente oración sobre los teléfonos inteligentes? ¿Podía ayudar yo a revertir la suerte de un supermercado suroriental apropiándome de un concepto de un país comunista en el que la libertad, al menos según entienden y definen el término los norteamericanos, era restringida?
Antes de hacer cualquier otra cosa, primero tenía que crear dentro de Lowes lo que di en llamar una Zona de Permiso. Éste es un término que uso para referirme a un momento o un ambiente, que permita a los consumidores «entrar» en un estado emocional alternativo. Una Zona de Permiso puede ser literal, como un zoo, un viaje en ferry o una sala de cine, o incluso un restaurante de comida rápida donde comemos las comidas que normalmente evitamos. (No es de sorprender que las compañías de comida rápida no hayan tenido éxito vendiendo ensaladas o fruta, ya que el impulso de comer comida rápida tiene que ver con entrar en una Zona de Permiso donde nos permitimos a nosotros mismos engullir comida grasienta y poco nutritiva.) Five Guys, por ejemplo, es una cadena de hamburgueserías altamente exitosa con 1.000 locales que exhiben bolsas de patatas desde la entrada hasta el mostrador, dándole a los clientes «permiso» para comer patatas fritas, a pesar de que las patatas fritas están repletas de carbohidratos, y las patatas congeladas a la venta en el supermercado son más insanas que cualquier otra comida en el mercado.
Una Zona de Permiso también puede ser lingüística. Si alguna vez se ha sentado en una reunión o ha tenido una conversación con alguien a quien no conoce bien probablemente recuerde la primera vez que uno de los dos suelta un taco. Incluso sin darse cuenta, le acaba de conceder a las otras personas en la habitación permiso para usar palabras groseras. Casi se puede sentir cómo la gente en la habitación se desprende de la formalidad, y desde ese momento, todos los presentes en la mesa comenzarán a decir palabrotas.
La Zona de Permiso que necesitaba crear en Lowes surgió como resultado directo de las pistas que había recogido sobre la cultura norteamericana. Después de todo, seguía regresando a esa palabra concreta, «miedo». Los norteamericanos pensaban que vivían en la nación más libre de la Tierra, pero ¿era eso cierto? ¿Cuándo fue la última vez que la mayoría de los norteamericanos se sintió genuinamente libre? La respuesta: cuando eran niños. La Hipótesis de la Huella Somática es un término acuñado por el autor y neurocientífico Antonio Damasio en su libro de 1994 Descartes Error: Emotion, Reason and the Human Brain (en su versión castellana El error de Descartes, Booket, 2013). En él, Damasio describe en esta hipótesis un mecanismo en el que nuestros cerebros modifican y sesgan nuestras respuestas emocionales a la toma de decisiones. Si usted alguna vez ha colocado su mano sobre una estufa caliente y se ha quemado, su cerebro recuerda ese momento. Pero en lugar de poner su mano sobre la misma estufa cada noche desde entonces, y esperar un resultado de alguna forma diferente, nos volvemos cautos alrededor de estufas y quemadores. Damasio atribuye este comportamiento a la huella somática en nuestros cerebros que marca permanentemente nuestra experiencia, utilizando una ecuación como la siguiente: horno caliente = probabilidad de dolor. Algunas huellas somáticas son conscientes, otras son inconscientes, pero la mayoría han sido forjadas de experiencias pasadas enterradas hace tiempo. Suelo contar a quienes asisten como público en mis conferencias, por ejemplo, que los ataques del 11 de septiembre de 2001 al World Trade Center comprenden una huella somática negativa. Todos recordamos dónde estábamos cuando sucedieron y con quién estábamos. Pero ¿recordamos lo que tomamos para cenar el año pasado en nuestro cumpleaños? Ésa es la diferencia entre una huella somática y un recuerdo típico.
La Hipótesis de la Huella Somática de Damasio siempre me ha intrigado en el proceso de creación de marca, considerando que nuestros cerebros típicamente «marcan» la intersección de dos imágenes disonantes. De entre las miles de horas de anuncios publicitarios a los que estamos expuestos cada año, ¿por qué recordamos a lo sumo unos dos o tres? ¿Por qué, por ejemplo, recordamos la lagartija de Geico?[*] ¿La respuesta? Porque una lagartija y los seguros de vida no tienen nada en común. Lo mismo sucede con un conejo tocando un timbal y una pila Energizer.[*] Si alguien menciona El Padrino, ¿cuál es su primera asociación? La mayoría de la gente dirá «cabeza de caballo», en referencia a una escena en el libro y la película en la que un productor de películas de Hollywood que ha enfurecido al jefe mafioso, Don Corleone, despierta en una cama empapada en sangre con la cabeza de su caballo semental favorito bajo sus sábanas.
Para ello, y como respuesta a la ausencia de conflicto en la vida norteamericana, creé mi primera huella somática: insistí en que los rectángulos, no los círculos, dominasen las nuevas Lowes. Los cuadrados, después de todo, son angulosos y poco familiares para los estadounidenses. Desde ahora, le dije al equipo de dirección, los supermercados Lowes venderían sólo tartas cuadradas dentro de envases cuadrados. Mi meta no era tan sólo darle la vuelta a la predilección nacional tácita por la circularidad; era despertar a los compradores forzándoles a operar según las normas de otro. Para acompañar al concepto de la tarta cuadrada, contratamos a un cantante para que cantase una canción cuya melodía era oscilante y circular. Una tarta caliente. Una canción circular. Una huella somática. Otra razón por la que introduje el concepto de la tarta cuadrada fue porque violaba las normas —con raras excepciones, las tartas suelen ser redondas— dándoles por tanto «permiso» a los compradores para romper las normas (de su dieta). A pesar de que están hechas de ingredientes cien por cien naturales, y de mantequilla auténtica, necesitaba que las tartas de Lowes hicieran una declaración dramática con el fin de destacar sobre el resto de tartas «químicas» típicamente a la venta.
Producir tartas cuadradas fue sólo el primer paso. El segundo era crear un sentido de comunidad en toda la tienda. Basándome en mi experiencia de que la gente se une ante la presencia del desacuerdo, me asigné a mí mismo la tarea de encender el conflicto dentro de la tienda. Como he escrito anteriormente, basándome en mi Investigación de Contexto, existía el consenso de que lo mejor de Lowes era su pollo asado. Incluso los ejecutivos de supermercados rivales hablaban bien de los pollos de Lowes. El problema era que al principio no tenía nada sobre lo que construir salvo la promesa, la anticipación y el sabor del pollo. No menos importante, en una era digital donde el concepto de la anticipación está desapareciendo, quería reintroducir el concepto del antojo, ya que los estudios muestran que cuanta más anticipación es capaz de crear una marca, o un evento, más lo disfruta la gente cuando finalmente aparece.
La mayoría de los estadounidenses que alcanzaron la mayoría de edad en los setenta recuerda la saga de películas Regreso al futuro. Michael J. Fox representaba a un adolescente que, con la ayuda de un científico loco, era transportado hacia atrás en el tiempo, a una época en la que tiene que hacer de celestino para la pareja de estudiantes de instituto que finalmente se casará y serán sus padres, asegurando por tanto su propia existencia. Regreso al futuro inspiró mi siguiente idea. ¿Por qué esa película y no otra? Escogí una película que casi seguro habían visto la mayoría de los adultos cuando eran adolescentes o veinteañeros. Tres décadas más tarde, quería darles permiso para sentirse niños de nuevo, esta vez dentro de un supermercado Lowes.
Unos meses más tarde, la Cocina de Pollos Lowes estaba en funcionamiento. Imagínese un mostrador independiente vendiendo pollos y sólo pollos, regentado por un empleado con un sombrero de pollo especialmente diseñado. Éste está enzarzado en una discusión perpetua con su rival, que está de pie detrás de un segundo quiosco, el de SausageWorks, y está vestido como el Doctor Brown de Regreso al futuro. Con la ayuda de la dirección de Lowes, creé guiones para ambos personajes, y les pedí que permanecieran en su papel y pasaran el día discutiendo y gritándose el uno al otro.
De nuevo, cuando la gente presencia desacuerdo —en este caso, conflicto caricaturesco y orquestado— no sólo se siente más viva, sino que el sentimiento de «comunidad» que genera el conflicto se extiende por todos los departamentos y pasillos de la tienda. Al poco tiempo, se formaban enormes grupos de gente alrededor de la Cocina del Pollo y SausageWorks. Al principio, los clientes parecían preocupados. Luego, cuando se daban cuenta de que era un juego, se unían como una única tribu. Hoy, como resultado de la «lucha» entre el Profesor Loco en el mostrador de salchichas y el propietario de la Cocina del Pollo, Lowes no sólo vende más pollos y salchichas, vende más de todo.
Más aún, cada vez que un pollo sale del horno, la canción del «Baile del Pollo» (exclusiva de Lowes) suena en los altavoces de toda la tienda. Supervisados por un gerente de escena, cada miembro del personal de Lowes participa en el baile y la canción, creando exactamente lo que la comunidad local ansía: un sentido de pertenencia. Sin importar dónde se encontraran en la tienda, los clientes dejaban lo que estuvieran haciendo y comenzaban a bailar. Suena ridículo, y lo era, pero era ridículo de una forma no autoconsciente y liberadora. Durante unos pocos minutos, los compradores se sentían libres para comportarse como niños de nuevo. Hoy día, Lowes sigue una norma interna: todo el mundo desde la alta dirección hasta los empleados a tiempo parcial deben estar preparados para participar en el Baile del Pollo. Si no les apetece, simplemente no encajan en la organización.
Merece la pena hacer un inciso para decir algunas palabras sobre la representación visual de los animales a lo largo del mundo. En 2014, el Zoo de Copenhague desató la indignación internacional al practicar la eutanasia activa a una jirafa sana de año y medio, la cual fue descuartizada ante el público y entregada a los leones y los tigres para que se la comieran. Los zoos europeos tienen un fondo genético estrecho, y los administradores del zoo contaron a los periodistas, en defensa de su decisión, que les preocupaba el riesgo de endogamia. «El debate emocional sobre la eutanasia animal también refleja una división cultural entre Estados Unidos y Europa, que es relativamente más abierta a practicar la eutanasia a animales en nombre de la conservación y el aseguramiento de la diversidad genética», apuntó The New York Times. Lo cual es otra forma de decir que en Europa, un cierto sentido común testarudo se impone a la sentimentalidad. El logo del pollo sonriente encima de la Cocina del Pollo de Lowes era, por supuesto, un intento deliberado de desvincular a los propios animales del producto a la venta. Ésta es una regla general en Estados Unidos, pero algo que usted nunca verá en Europa. Los europeos han conocido grandes desabastecimientos de comida y racionamientos, y los norteamericanos, afortunadamente no. Cuando un turista estadounidense visita un marchè o una charcuterie en Francia, muchos quedan sobrecogidos e incluso asqueados por la presentación de la carne, las aves y el pescado. Un conejo muerto se parece inconfundiblemente a un conejo muerto; un pavo todavía lleva su cresta y sus garras. Contrastemos esta presentación con la carne y los pollos a la venta en Estados Unidos, que llegan precortados en un envase blanco o negro de poliestireno, tan separado del animal real y de la forma que encontró su muerte como fuera posible.
Mi creencia es que la perspectiva norteamericana sobre los animales, y la muerte de animales, puede deberse a los libros y películas que leyeron y vieron de niños, ya fueran Bambi, Dumbo, La dama y el vagabundo, La telaraña de Charlotte de E. B. White y Stuart Little. Blancanieves y Cenicienta, después de todo, están rodeadas de pájaros y animales parlantes, y la idea de los animales como protectores, y casi humanos, se remonta tan atrás como la mitología del buey y la mula guardando al niño Jesús en su portal.
Una cosa era crear un sentido de teatro y comunidad dentro de Lowes, pero estaba convencido de que dos técnicas adicionales asegurarían que los clientes de Lowes permanecieran leales al supermercado. La primera requiere cierto contexto. En la mayor parte del mundo, al menos en Occidente, los hombres y las mujeres intercambian tarjetas de visita de forma automática y sin pensar. El gesto es automático, e incluso indiferente. La gente de negocio le dirá que casi todas las tarjetas de visita que reciben acaban en una pila junto a otras tarjetas similares, o colocadas en un Rolodex, donde no vuelven a mirarlas.
Pero en Japón, el intercambio de tarjetas de visita es formal y ceremonial. Un hombre de negocios japonés entrega su tarjeta de visita usando sus dos manos, al nivel del pecho, como para comunicar que está entregando su tarjeta desde su corazón. En tiendas de China y de Japón, los empleados también se toman enormes molestias para envolver y empaquetar objetos. En algunas tiendas de Tokio, los dependientes emplean hasta cuarenta y cinco minutos empaquetando cuidadosamente la compra de un cliente. Cuando un carnicero japonés entrega a un cliente un filete no se limita a dejarlo caer sobre el mostrador. Dobla el papel complicadamente alrededor del trozo de ternera. Después, sale de detrás del mostrador y coloca la ternera envuelta en las manos del cliente. El efecto es doble. Primero, los compradores abandonan la tienda sintiendo que los empleados que trabajan ahí se preocupan por ellos como individuos. Segundo, al usar ambas manos para colocar el paquete en las manos del cliente, el empleado está indirectamente «tomando» las manos de un extraño, llevándolo a él o a ella a una especie de intimidad, a la cual como humanos no podemos evitar corresponder.
No sólo eso, sino que cuando usamos ambas manos para dar algo a otra persona, automáticamente lo recibe con las dos manos. Instruí a los encargados tanto de la Cocina del Pollo como de Sausage Works de envolver y presentar sus mercancías a los clientes usando justo este método. Al hacer esto, ambos transmiten a los consumidores que lo que acaban de recibir es especial, e incluso excepcional, y que la persona que lo da y la persona que lo recibe son igualmente excepcionales. Como he escrito anteriormente, una de las medidas de la felicidad de un país es la capacidad de sus nativos de tocarse físicamente unos a otros, y de alguna forma, quería restaurar un aspecto de la tactilidad que la mayoría de los norteamericanos no sabían que faltaba.
Esperaba que esta nueva «norma» pudiera incluso crear un sentimiento de orgullo en el empleado. Lowes empleaba aproximadamente cien empleados por tienda. La mayoría se presentaba a trabajar temprano en la mañana o al mediodía, se cambiaban de ropa y se ponían sus gorros y delantales negros, trabajaban en turnos de seis u ocho horas, se volvían a poner su ropa y se volvían a casa, para regresar sólo al siguiente día. La mayoría eran comprensiblemente estudiantes universitarios sin cualificación, o chicos de instituto tratando de conseguir dinero extra. Aun así, no podía evitar acordarme de los tiempos en que las ciudades y pueblos tenían carniceros o pescaderos orgullosos de su profesión y experiencia. Hoy día, con las carnicerías y las pescaderías en franca recesión, el orgullo que acompañaba a esa identidad también ha desaparecido.
Los empleados del sector de la hostelería en Francia e Italia se alegran de ser los mejores en lo que hacen. Pueden ser el abridor de ostras más refinado, o el sumiller con más conocimientos, o el más experto proveedor de quesos. Trabajar en un supermercado norteamericano es ampliamente percibido como un empleo de paso, rara vez una vocación. Mi esperanza era que reentrenando a los empleados de Lowes y enseñándoles una nueva forma de interactuar con los clientes, y de envolver y entregar sus cortes de carne con cuidado, algunos empleados se empezarían a sentir, por primera vez en algunos casos, orgullosos de lo que hacían.
Había una sección más de la tienda que arreglar, y ésa era la sección de frutas y verduras. En respuesta a los clientes que me habían hecho saber que estarían más dispuestos a comprar frutas y verduras locales cultivadas por agricultores de la zona, Lowes desplegó una nueva iniciativa para asegurar que sus frutas y verduras eran lo más frescas posibles, y también compradas a proveedores locales. Durante todo el proceso ayudé a la dirección a rediseñar la sección de frutas y verduras de la tienda usando una amplia variedad de símbolos que pretendían hacer que los compradores se sintieran más «cercanos a la tierra», incluyendo cestas de mimbre y pizarras en las que se escribían los precios con tiza. Renombramos esta sección como «Coger y Preparar».
Mediante la evocación de las granjas y los vegetales frescos, esta nueva sección de Coger y Preparar evoca las ideas de «Hecho en Estados Unidos.», «Saludable», «Comunidad», «Mamá», «Mesa» y «Cocina». Lowes formó equipo con los agricultores para crear una «mesa comunitaria», ayudando a los clientes a conectar con la comunidad agrícola y ayudando a los agricultores a convertir sus suministros en marcas asociadas. Los miembros del personal de Coger y Preparar recibieron cursos especiales donde no sólo aprendieron a cortar fruta eficientemente, sino también a crear esculturas de fruta, que atraían la atención de los niños. (Si la fruta es «divertida», los niños se la comerán.)
Al posicionar Coger y Preparar en una parte de la tienda geográficamente separada del resto de los pasillos, Lowes comunica a los compradores que las frutas y las verduras son esenciales para una vida sana, y no deberían tener que compartir espacio físico con alimentos producidos en masa llenos de aditivos químicos. A su vez, si las frutas y los vegetales se mantienen separados, la mayoría de los consumidores pagarán una prima de precio por ellos.
Lo que intenté hacer en Lowes es, de hecho, sólo el principio de lo que las tiendas tradicionales pueden hacer para combatir a los distribuidores de mayor tamaño por internet. ¿Por qué no revolucionar el aspecto del interior de un supermercado? ¿Qué pasaría si un supermercado pudiera crear yogur recién hecho en el mismo sitio, o incluso comida de bebé recién hecha? En mi trabajo por todo el mundo, numerosas madres me han contado que a sus bebés no les gusta el sabor de la comida hecha en casa. Las nuevas madres están preocupadas con la frescura, pero muy pocas tienen interés en comprar una calabaza, molerla en porciones unitarias, y tirar lo que sobre. (Pero volveremos sobre esto más tarde.)
Ni Amazon, ni incluso Walmart pueden competir contra la frescura entregada literalmente un minuto o dos después de que un comprador haya hecho un pedido. Tampoco, parecía, por lo menos en Carolina del Norte y del Sur, que hubiera ningún supermercado local equipado para competir con el nuevo Lowes, donde las ventas de salchichas y pollo aumentaron varios miles por ciento en sólo dos meses. Dentro de la tienda, se había transformado el ambiente. Ahora parecía informal, acogedor, jovial, la distribución un caos estructurado que creaba la ilusión de improvisación e incluso de zona agreste rodeada por caminos, árboles y calzadas. Como los jardines en Siberia oriental, el nuevo Lowes se había construido sobre valores sólidos, la comunidad y el concepto de «local». También estaba en proyecto la Guarida de la Cerveza: un lugar donde, si lo deseaban, los hombres podían relajarse y tomarse una cerveza mientras que su mujer hacía la compra. Victoria’s Secret tiene un «aparcamiento» para hombres en muchas de sus tiendas: una zona para sentarse con paredes altas en cada lado donde los varones pueden pasar el tiempo mientras que sus esposas, novias o hijas compran. La Guarida de la Cerveza era la versión de Lowes de este aparcamiento, ayudando a aumentar la cantidad de tiempo que tanto los clientes femeninos como los masculinos pasaban en el supermercado, sin que ninguno presionara para darse prisa o terminar.
Pero si usted me pidiera que resumiera en una sola frase lo que el equipo de dirección trabajando de forma colaborativa dio a Lowes, fue esto: dimos a los compradores, la mayoría de ellos de mediana edad y mayores, la libertad de ser ellos mismos, y de ser niños de nuevo. «El Big Data nunca nos dijo que construyéramos un SausageWorks —me dijo más tarde un miembro del equipo ejecutivo de Lowes—. De hecho, lo contrario es cierto.» El principal deseo sin explotar en Estados Unidos es el de ser verdaderamente liberado. Por libertad, por supuesto, no quiero decir la clase de libertad publicitada en eslóganes, o anunciada ruidosamente por los líderes políticos, o la que se usa para empaquetar y vender guerras que se luchan a miles de kilómetros de distancia. Quiero decir la libertad que proviene de la falta de preocupación, responsabilidad y autoconciencia, la libertad lujosa, es decir, que supone volver a ser un niño.
Lo cual es el motivo por el que, en cada tienda de Lowes, contratamos a un gerente cuya única tarea era estudiar y analizar las expresiones faciales y el comportamiento de la gente y asegurarse de que los compradores abandonan el supermercado sintiéndose felices. Y así era. Cuando la gente compraba en Lowes, me dijeron después, se sentía «en casa». Ninguno supo decirme por qué.