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Cómo los caballos, los cuellos de camisa y las creencias religiosas ayudaron a carbonatar una cerveza brasileña en apuros

 

 

 

Una vez, mientras trabajaba para una compañía local de telecomunicaciones en Medellín, Colombia, me enteré de que uno de los barrios más pobres de la ciudad, Comuna Trece, albergaba las escaleras mecánicas más grandes del mundo, tan altas como un edificio de doce plantas. Las escaleras mecánicas se abrieron al público en 2011 como parte de una iniciativa para conectar los barrios de las afueras de Medellín con el centro. A pesar de la cantidad de viajes que hago, casi nunca tengo tiempo de visitar atracciones turísticas —recojo ideas de las personas, no de los monumentos—, pero lo de las escaleras mecánicas de Medellín sonaba demasiado bueno como para perdérselo, y una ejecutiva de la compañía de telecomunicaciones accedió a acompañarme.

Veinte minutos más tarde, estábamos en el asiento trasero de un taxi, camino a la Comuna Trece cuando, sin advertencia previa, el conductor se detuvo. Preocupado por su propia seguridad —Comuna Trece tiene mala reputación debido al crimen común y la violencia de bandas— había cambiado de opinión. La ejecutiva y yo paramos otro taxi. Este conductor tampoco tenía interés alguno en llevarnos a Comuna Trece. Debimos subirnos y bajarnos como de media docena de taxis antes de que pudiésemos llegar a nuestro destino.

Las escaleras mecánicas, que partían en dos un creciente núcleo chabolista, eran modernas, estilizadas e inmaculadas, con un serpenteante tejado rojo que cubría sus 357 escalones, niveles y descansillos. Un equipo de residentes del barrio con camisetas rojas se arremolinaba en la parte baja, respondiendo preguntas y asegurándose de que nadie robaba las escaleras «mágicas» que parecían desvanecerse dentro de la tierra, como parece que hacen las escaleras mecánicas. La ejecutiva y yo estuvimos allí alrededor de media hora antes de coger un taxi de vuelta al centro de Medellín. Más tarde, me contó que para sorpresa de sus compañeros de trabajo, estaba considerando comprar una vivienda en la zona.

Durante muchos años la gente me ha preguntado si alguna vez me siento inseguro al visitar países extranjeros. Mi respuesta es siempre la misma: el día que me permita a mí mismo sentir miedo será el día en que deje de trabajar. Cuando te rindes a la aprensión, o a la preocupación, o a los nervios, es como si de alguna manera situaras un filtro sobre tus sentidos y ya no eres capaz de ver lo que está justo enfrente de ti. Sin embargo, ¿por qué me negué a seguir el consejo de media docena de experimentados taxistas que, casi con toda seguridad, conocen los barrios de su ciudad mejor que yo? Mi respuesta es que muy frecuentemente, un «halo de miedo» rodea una ciudad o un país, a consecuencia de eventos que sucedieron años atrás —en este caso, la década de los ochenta, cuando Medellín era sinónimo de cárteles de la droga y violencia— y este halo de miedo afecta a los residentes también. Tuve una experiencia muy similar unos años antes cuando me estaba preparando para visitar Nigeria. La gente me advertía sobre amenazas terroristas aleatorias, apagones eléctricos, corrupción generalizada y sobre más cosas. No me encontré nada de esto, y, de hecho, Nigeria es aún uno de mis lugares favoritos para visitar. Lo cual no quiere decir que en estos años no haya visto el peligro de cerca en un par de ocasiones. Una vez estuve a punto de ser secuestrado en Venezuela, acababa de dar una conferencia en Caracas, y mi taxi acababa de dejarme en el aeropuerto cuando dos hombres me saludaron por mi nombre. Estaban allí, me dijo uno, para asegurarse de que llegaba a mi puerta de embarque a tiempo. Ni por un segundo les creí, además tenía un molesto sentimiento de que algo no iba bien. Pensando rápidamente, les dije que había cambiado el vuelo, y que obviamente nadie les había avisado de esa modificación de última hora. ¿Les importaría vigilar mi maleta mientras hacía una visita rápida al cuarto de baño?

¿Quién deja atrás su maleta con unos extraños si no tiene pensado volver por ella? Había cogido el maletín de mi ordenador —tenía un cepillo de dientes en él, les dije a los dos hombres—, me abrí camino hacia el servicio de caballeros y, una vez dentro, miré detrás de mí. Los hombres parecían intranquilos y ansiosos. Para entonces ya estaba convencido de que algo iba mal. Dejé el baño unos segundos más tarde por una puerta trasera. Al perderme de vista, los hombres alargaban sus cuellos buscándome. Parecían haber entrado en pánico. En los siguientes quince minutos hice lo que pude para evitar ser visto. Atravesé agachado una serie de zonas de espera. Me oculté en cuclillas detrás de quioscos. En un momento dado vi un coche negro que se alejaba. No volví a ver a ninguno de los dos hombres, por ende, tampoco mi maleta.

El miedo con frecuencia pesa sobre los turistas que visitan Brasil por primera vez. La mayoría de los sitios web y las guías de viajes lanzan las mismas advertencias: no traiga nada a la playa. Evite llevar joyas o relojes caros. Asegúrese de dejar su teléfono móvil y su cartera en la habitación de su hotel, preferiblemente en una caja fuerte. Un amigo me contó que cuando les dijo a sus amigos que estaba planeando su primer viaje a Brasil, dos de ellos le dijeron —bromeando, o quizás no— que Brasil era famoso por su industria de tráfico de órganos, y pudo encontrar en internet incontables historias sobre turistas que perdían el conocimiento y al despertar se daban cuenta de que les faltaba un riñón. Como muchas historias sobre Brasil, ésta es una leyenda urbana.

Aun así, encontré que el halo de miedo de Brasil había afectado a alguno de mis colegas brasileños. Durante una visita a Salvador, en el norte de Brasil, donde me encontraba haciendo entrevistas para Kirin Brasil, mi anfitrión no sólo me facilitó un traductor sino también un chófer y guardaespaldas de uno noventa y cinco y ciento quince kilos. Y en algunas áreas de Salvador, incluso el guardaespaldas se resistía a entrar en las favelas. Otro día, cuando aparcamos el coche enfrente de una abarrotada escuela de primaria durante un aguacero torrencial, vi que mi asistente estaba literalmente temblando. Sugerí que ambos nos diéramos un paseo para que pudiera enseñarme los «símbolos de miedo» que detectaba en el vecindario. Hicimos justo eso. No había rejas que cubrieran las ventanas; no había candados en ninguna de las puertas. Los residentes se sentaban fuera de sus casas, sonriendo, conversando y abanicándose. Mi asistente finalmente admitió que no podía encontrar nada que fuera obvia y explícitamente inductor del miedo en el vecindario, y desde ese momento me acompañó a todas partes.

Kirin es un grupo de marcas de bebidas de propiedad japonesa, conocido por sus cervezas y refrescos. Kirin Brasil, la filial nacional, tiene una amplia cartera de marcas locales, entre las que se incluye Devassa, que significa «libertina», o «traviesa», una cerveza tipo lager creada por locales en 2001, en Leblon, el barrio más rico, cosmopolita y deseado de Río de Janeiro. Entonces y ahora, el logo de Devassa es una mujer de color blanco alabastro, escasamente vestida, de rodillas con ambos brazos detrás del cuello.

¿El problema? En algún momento, Devassa había perdido su identidad. Tras haber llegado a ser una cerveza premium, Devassa era ahora sólo una marca más en el supermercado, indistinguible de las demás. Mi misión: restaurar el estatus de alta gama de Devassa creando una marca «aspiracional», lo que quería decir una cerveza de alto precio que los consumidores asociaran con estilo de vida deseable, e incluso elusivo en un país como Brasil, con sus rígidas divisiones entre clases y el fuerte compromiso con la apariencia; éste era un problema complejo que requeriría, en última instancia, una solución compleja.

 

 

De todos los países que he visitado, Brasil es uno cuya imagen y fachada son más radicalmente discordantes con su vida diaria. Brasil, se dice, es el hogar de las mujeres más bellas, y los hombres más guapos, la música más seductora, los bailarines más sinuosos y la vida nocturna más libidinosa. Pero con la excepción de algunas partes de Río de Janeiro, en los siguientes dos meses en Brasil pude ver pocos síntomas de tranquilidad, o glamur. Brasil es una nación conmovedora, cálida y hospitalaria que ha tenido la mala fortuna de ser lastrada por altos niveles de corrupción gubernamental, una infraestructura sobrecargada, un sistema educativo pobremente financiado y marcadas discrepancias entre los ricos y los pobres. Al mismo tiempo, comparado con los eficientes y altamente desarrollados países del norte de Europa, Brasil es también crudo, emocional y directo. Un músico famoso que creció en Río antes de mudarse a Los Ángeles, me resumió su experiencia de vivir tanto en Estados Unidos como en Brasil. «Estados Unidos es un sitio estupendo para vivir —decía—, pero me siento terriblemente mal cuando estoy allí.» Se detuvo. «Brasil es un sitio terrible para vivir, pero me siento estupendamente cuando estoy allí.»

Brasil tiene una población de alrededor de 200 millones de personas, un crisol de razas, culturas y etnias que se extiende por 5 regiones y 26 estados. En algunas partes de Brasil, los residentes se enfrentan a los medios impresos por primera vez; en otros, los residentes se acaban de comprar su primera televisión; en ciudades como Río y São Paulo, las generaciones más jóvenes son tan sofisticadas y a la última como sus contemporáneos en cualquier lugar del mundo. Más relevante para el trabajo que estaba realizando para Kirin Brasil, el país se divide en cinco segmentos de clase emitidos por el gobierno, cada uno de ellos basado únicamente en el ingreso mensual bruto del hogar. Éstos son la clase A (Ricos), B (Moderadamente Ricos), C (Media), D (Clase Media Baja) y E, que es sinónimo de pobreza y analfabetismo.

Los nativos del Brasil nacen en una clase y, salvo sorpresa, la maquinaria gubernamental se asegura de que permanezcan en esa clase en el futuro previsible. Una vez que se etiqueta a los brasileños con una C o una D, es casi imposible para ellos mejorar su futuro económico o posición social. Un sello de C o D significa también el grado educativo que una persona ha completado. Los miembros de las clases A y B, por ejemplo, normalmente completan alguna forma de educación superior, mientras que los miembros de la clase D no finalizan el instituto y la clase E es esencialmente no escolarizada. La clase económica brasileña también determina a qué colegio irán los hijos de una persona, y la clase de trabajo que terminará haciendo. La clase A la forman generalmente propietarios de empresa, banqueros y trabajadores altamente cualificados, mientras que la clase C, que incluye a profesores, enfermeras y mecánicos, generalmente comprende a aquellos que prestan servicios a las clases A y B. Menos formalmente, una designación de clase brasileña dicta también la clase de alimentos y bebidas que comen y beben, dónde hacen la compra y las clases de bares y restaurantes que frecuentan. En pocas palabras, cada clase social brasileña lleva consigo un conjunto tácito de gustos y deseos «admisibles», desde la ropa hasta la música y la comida.

«Que te digan que no existen las clases sociales en el lugar donde vive el entrevistado es una vieja experiencia para los sociólogos —escribió el autor Leonard Reissman en su libro de 1965 Class in American Society—. No tenemos clases en nuestro pueblo, es casi invariablemente el primer comentario que registra el investigador... Una vez que ha sido expresado y se ha perdido de vista, las divisiones de clase en el pueblo pueden registrarse con lo que parece ser un asombroso grado de acuerdo entre los buenos ciudadanos de la comunidad.»[47] Brasil no es ninguna excepción para esta verdad etnográfica. La mayoría de los brasileños negará que noten cualquier distinción de clase, pero después de algunas cervezas, la mayoría te dirá que pueden evaluar la clase de otros brasileños basándose en los dientes, la ropa, los zapatos y —no menos importante, especialmente para las mujeres— su pelo y rasgos faciales.

La mujer brasileña promedio es baja y ligeramente gruesa, con una complexión oscura y pelo rizado o encrespado, a lo que no ayudan los altos niveles de humedad del país. Puede que tenga o no ancestros africanos, teniendo en cuenta que fuera de Nigeria; hoy día Brasil tiene el mayor porcentaje de personas de ascendencia africana (durante la época del comercio de esclavos, Brasil fue el destino de cerca de 5 millones de africanos esclavizados).[48] Cuanto más liso tiene el pelo una mujer brasileña, más alta es la clase social percibida, lo que explica la inmensa popularidad de los alisadores de pelo en Brasil. (Un ejecutivo de Procter & Gamble me contó una vez que en Sudamérica las niñas y las mujeres jóvenes pasaban hasta quince minutos desenredándose el pelo.) También puede que eso explique que junto a Colombia y Venezuela, Brasil haya sobrepasado a Estados Unidos como capital de la cirugía plástica del mundo. Según informaba The Guardian en 2014, «Con menos del 3 por ciento de la población mundial, en Brasil se producían el 12,9 por ciento de las operaciones estéticas [en 2013]. Esto incluye 515.776 pechos reconstruidos, 380.155 caras retocadas, 129.601 barrigas alisadas, 13.683 vaginas reconstruidas, 219 penes agrandados y 63.295 glúteos aumentados.»[49] Por norma, los brasileños no tienen reparos para someterse a cirugía plástica; la cirugía plástica transmite al mundo que se preocupan por su apariencia.

Pronto empecé a entender los entresijos de la jerarquía social nacional. La identidad nacional de Brasil giraba alrededor de tres cosas: el fútbol, la cerveza y la playa. El fútbol es una pasión en muchos países, especialmente en Inglaterra, pero en algún momento los chicos ingleses renuncian a su sueño de infancia de ser atletas de clase mundial. Cuando pregunté a adolescentes brasileños por sus sueños de futuro, nueve de cada diez me dijeron que su fantasía era convertirse en jugador de fútbol. Para ellos, las imágenes de las grandes estrellas del país —Pelé, Garrincha, Ronaldinho, Kaká, Zico, Sócrates y otros— eran intensas y duraderas. Sin embargo, en un país del tamaño de Brasil, las probabilidades de triunfar en el deporte son pequeñas, por lo que, en algún momento, la fantasía es sustituida por la dureza y las penurias de la vida cotidiana.

Un factor que contribuye a esto es el agotado sistema educativo brasileño. Hay tantos niños a los que educar que, en la escuela infantil y primaria, la mitad de los escolares asiste a clase por la mañana, y la otra mitad aparece en clase por la tarde. Para cualquiera, salvo para las clases económicas altas, no hay una forma organizada de prosperar en Brasil, no hay actividades extraescolares ni programas de mentores o clubes. Comparemos esto con Estados Unidos, por ejemplo, donde muchos padres están tan preocupados de que sus hijos no entren en la universidad adecuada que programan lecciones, contratan tutores del SAT y clases de música, karate, danza e idiomas. Pocas horas del día de un niño norteamericano de clase media no están programadas, mientras que para muchos niños brasileños, la propia vida es una continua improvisación.

También en contraste con Estados Unidos o Inglaterra, pocos brasileños considerarían «subir de clase» retomando los estudios, estudiando para un posgrado o presentándose como candidato para un empleo mejor. En Brasil, la movilidad social se basa exclusivamente en el consumo, la apariencia y las marcas, que tiene el efecto desafortunado de agotar las cuentas bancarias de las personas sin que tengan un plan para reponerlas. Incluso los indigentes brasileños se gastan su dinero en símbolos de estatus. Como señalaba una columna invitada del The New York Times sobre Brasil: «Muchos hogares tienen televisores de pantalla plana, pero no están conectados al saneamiento público. Muchos dicen que estos 40 millones cuyos estándares de vida han aumentado no son una nueva clase media sino “gente pobre con dinero”».[50] Brasil es el único país en la Tierra donde toda la gama de productos existe para ayudar a los consumidores a mezclarse con la clase social justo por encima de ellos.

Mientras que Devassa tenía como objetivo a todas las clases, la clase B era claramente el grupo demográfico donde la marca era favorita. Para celebrar los orígenes de la marca, quise también relanzar Devassa en Río de Janeiro, la ciudad costera donde generalmente arraigan las tendencias y las modas en Brasil. Pero ¿a qué deberían aspirar los brasileños? La pregunta era familiar, y una que a lo largo de los años me había llevado desde Hong Kong hasta Italia... y de vuelta a Brasil.

 

 

Antes de explorar la aspiración, preguntémonos si es posible determinar la diferencia de sabor entre media docena de cervezas o, en ese sentido, de aguas. Globalmente, existen miles de marcas de agua embotellada —un restaurante de Los Ángeles incluso tiene un sumiller de aguas en nómina—[51] pero si te vendase los ojos ¿podrías realmente describir el sabor de un agua embotellada sobre otra? Un número equivalente de marcas de cerveza llenan las estanterías de la mayoría de supermercados y tiendas de licores. Siempre que he realizado pruebas ciegas con consumidores, la mayoría dice que puede detectar sutiles diferencias de sabor entre marcas de cerveza. Pero lo cierto es que el 99 por ciento de las veces, lo que afirman es que el sabor de Heineken, o de Molson, o de Corona es, de hecho, otra marca. Así que ¿qué subyace a nuestras preferencias por unas cervezas sobre otras?

En mayor medida de lo que sucede con el resto de las bebidas, la cerveza y la emoción no pueden separarse en Brasil. Casi en cada ocasión en que los brasileños interactúan con amigos o familia, la cerveza sirve como eje de la reunión. Irónicamente, en todo el mundo —incluyendo Brasil— a una gran mayoría de consumidores no le gusta el sabor de la cerveza. Muchos me han contado que cuando la probaron por primera vez, normalmente de jóvenes, su disgusto era sobreponderado por el valor simbólico de la cerveza como emblema de la edad adulta. En este sentido, la cerveza es como el café. A la mayoría de nosotros le gusta el olor de los granos de café y del café recién hecho, pero ¿a alguno le gusta el sabor real del café? Con ambas bebidas, parece que insertamos en nuestras memorias el momento en que las probamos por primera vez, al igual que la transformación simbólica que experimentamos conforme hacíamos el cambio interno de niño a adulto. El recuerdo de este momento dura toda nuestra vida, superando tanto el sabor de la cerveza como el del café y haciéndonos creer que lo que estamos bebiendo sabe bien incluso cuando no es así.

Teniendo en cuenta que estaba en Brasil para ayudar a transformar Devassa, empecé a pasar las noches en bares, observando los diversos rituales locales alrededor de la cerveza. Después de unos pocos días, estuvo claro para mí la forma en que los consumidores de cerveza brasileños emitían discretas señales de clase basándose en cómo posicionaban sus botellas en la mesa. Si estaban bebiendo una cerveza premium, los consumidores la ponían en la mesa con la etiqueta visible para el resto de los presentes. Si la cerveza era menos cara, la etiqueta miraba hacia el interior. Sabía que para muchos brasileños, una de sus principales aspiraciones era poder pedir suficiente de la cerveza «adecuada»; por ejemplo, Heineken. Un chico brasileño de veintidos años incluso me contó: «Yo y mis amigos ahorramos para comprar un cubo de Heineken en el bar. Nos hace sentir como reyes, hasta que cogemos el autobús a casa».

Otro fenómeno que noté fue la preocupación brasileña con la temperatura. Dentro de los bares o los colmados, cada nevera tenía una pantalla que enseñaba la temperatura en su interior en cada momento. La mayor parte de esas temperaturas era extremadamente baja —5 grados bajo cero era común— lo que significaba que las cervezas del interior de la nevera estaban prácticamente congeladas. Como sucede en muchas partes del mundo, incluyendo Norteamérica, los brasileños prefieren su cerveza imposiblemente fría. Las temperaturas a punto de congelación típicamente matan cualquier mínimo sabor que la cerveza pueda tener, que en el caso tanto de Brasil como de Estados Unidos, indica que los residentes en ambos países sienten aversión a los sabores amargos fuertes.

La cerveza, por supuesto, era también una herramienta de unión incomparable. La gente la bebía casi exclusivamente en acontecimientos sociales, rodeados de grandes grupos de amigos. Como cualquier alcohol, la cerveza servía como instrumento de transformación, disolviendo las fronteras emocionales. Pero ¿qué pasaba con las fronteras de clase? Sobre la base de mi Contextualización, sabía que si una mujer brasileña quería «subir de clase», casi siempre la primera cosa que hacía era investigar en internet su clase elegida tanto en un nivel emocional como material. Sobre la base de su investigación, podía empezar a hablar de forma distinta. Podía hacer planes para alisar su pelo, o escuchar un tipo de música distinto, y en algún caso convencerse a sí misma de adoptar un nuevo estilo, o moda, favorito de las clases superiores. Pude ver a innumerables mujeres brasileñas navegando por páginas web, como si estuvieran en un museo de sueños, fantaseando sobre el estilo de vida, y las marcas, de la gente de clase A o B. Estas marcas, a su vez, se convierten en entradas, carnés de casi socio, para el siguiente escalón social.

 

 

Anteriormente escribí que nuestra percepción del mundo es casi siempre local, concentrándose casi exclusivamente alrededor de nosotros mismos y nuestros vecindarios y nuestras tradiciones y creencias. Pero ¿quién nos influye para que compremos cierto producto, nos ayuda a crear una opinión o nos expone a una marca que más tarde usaremos nosotros mismos, un reloj de muñeca, un género musical, una crema hidratante, una marca de vino? No es algo en lo que pensemos con frecuencia, pero cuando hago esta pregunta a la gente online y offline, la respuesta invariablemente es los famosos.

Es fascinante rastrear cómo ha evolucionado el concepto de famoso desde los sesenta, cuando Giorgio Armani fue el primero que tuvo la idea de darle ropa gratis a los famosos, ligando de esa forma la ropa con la aspiración y el glamur. Una década antes, en los cincuenta, había quizás una docena o más de «verdaderos» famosos, pero en los noventa la lista había crecido a cientos de personas, incluyendo ejecutivos famosos, chefs, peluqueros, organizadores de fiestas y entrevistadores. Hoy la lista incluye la categoría de «subfamoso», en la que entran estrellas de programas de telerrealidad y personalidades de YouTube. En una encuesta de 2015, realizada por Variety por el estratega de marca para famosos Jeetejdr Sehdev, a 1.500 individuos entre las edades de trece a dieciocho años, se halló que las estrellas de YouTube «conseguían una puntuación significativamente más alta que los famosos tradicionales en un rango de características que se consideran con la más alta correlación de influir las compras entre los adolescentes... Se juzgaba a los YouTubers como más atractivos, extraordinarios e identificables que las estrellas tradicionales».[52]

Aparte de los famosos, ¿quién nos influye en el contexto de nuestras propias vidas? Cada cultura, debe recordarse, tiene sus propios temas de conversación por defecto, un guion por defecto de asuntos, que van desde el tiempo a los deportes y a la comida. Cuando dos personas se encuentran por primera vez, en términos generales ¿de qué hablan? ¿Qué es lo primero que sale de la boca de un camarero en Rusia, Inglaterra, América, Francia o Montenegro? ¿Cómo saludan los taxistas a los pasajeros en todo el mundo y de qué conversan durante el viaje? ¿Qué dicen los vecinos cuando se encuentran en el vestíbulo o en la acera, o las madres cuando conocen a otras madres en el parque?

Al sentarme en hogares de todo el mundo, me he dado cuenta de que tendemos a «leer» un guion conversacional que rara vez varía semana tras semana. Dependiendo del país en el que esté, este guion tiene sus particularidades locales, pero generalmente va así: Dos personas se saludan. Dicen algo sobre el tiempo. Se ofrecen algo de beber o comer. Intercambian elogios sobre la ropa que llevan. Pero cuando nos desviamos de este guion, ¿qué es lo que nos hace apartarnos de él? La respuesta a la que llegué mientras realizaba un experimento informal, de un mes de duración, es los objetos que nos rodean.

Una vez, cuando estaba realizando trabajo de consultoría para la división de café instantáneo de Nescafé, el equipo ejecutivo y yo nos dimos cuenta de que muchas cocinas contemporáneas se habían vuelto tan elegantes y minimalistas que ya no había espacio físico para los característicos tarros de cristal de Nescafé. Esto quería decir que Nescafé había dejado de ser un tema de conversación, que a su vez se había traducido en un descenso de ventas en la compañía. Mi misión era traer de vuelta a las cocinas, y a las conversaciones, los tarros de Nescafé. Intenté esta misma estrategia en Brasil. Para ver si podía influir en las conversaciones de la gente, llevé pequeños objetos decorativos, que situé en las cocinas y los salones de la gente. Una taza de café. Un tarro de cristal. Una tetera amarilla. En más de tres cuartas partes de las ocasiones, el objeto, o la marca, dominaba la conversación un promedio de siete minutos. Parecía que al introducir un objeto en la habitación, podía alterar la dirección de una conversación y «cambiar el guion».

Esta idea tuvo fuertes ramificaciones para la reconstrucción de marca de Devassa. Lo que los consumidores dicen sobre una marca puede ser controlado y en algunos casos reducido a un discurso de ventas preparado. Para una marca, esto es crucial. Imagina: diez palabras que representen el corazón, el alma y la esencia de una marca, no controlado ya por anuncios en prensa o en televisión, sino por los propios consumidores. Como atestiguaba la popularidad de los alisadores de pelo y la cirugía plástica en Brasil, el efecto de los «influyentes» y de la «aspiración» era mayor allí que en la mayoría de los países. Me guardé esta observación para más tarde.

¿Acaso no explica el deseo de «cambiar la conversación» por qué algunos de nosotros llevamos gafas con monturas de colores, o collares y pendientes de colores audaces, o bolsos salvajemente decorados, o incluso pulseras de goma? Estos pequeños toques y adiciones sirven tanto de llamadas de atención como de puntos de conversación. En general, hay una historia vinculada al pin de lagartija que llevamos puesto, o a la correa de goma negra que llevamos en la muñeca. Nos sitúan en el centro del relato. Cuando nos convertimos en la estrella, el punto de foco, el narrador o el objeto de atención, nuestros cerebros segregan dopamina. Cualquier famoso le dirá que la fama y la atención son adictivas, lo cual puede explicar parcialmente por qué la mayoría de usuarios de redes sociales hacen fluir un aluvión de noticias, fotos de comida y paisajes y reciben a cambio una cascada de elogios («Guau», «Maravilloso», «Me encanta»). A través de Facebook, Instagram y Twitter, nos hemos convertido todos en famosos en nuestras propias vidas.

Hasta hace unos pocos años, siempre que daba un discurso preguntaba a los miembros del público si alguno llevaba una pulsera amarilla de LiveStrong. (En todos estos años he visto a ejecutivos con trajes de Armani y caros relojes suizos que llevaban la pulsera de LiveStrong que, debería añadir, se fabrica en China.) Invariablemente dos docenas o así de personas levantaban la mano. «¿Por qué la llevas?», preguntaba. La mayoría me decía que llevaban la pulsera de LiveStrong para demostrar su apoyo a la lucha contra el cáncer. Hoy día, tras la controversia sobre el caso de doping de Lace Armstrong, casi nadie quiere ser visto llevando una pulsera de LiveStrong. Aun así, cuando pregunté a los miembros del público por qué dejaron de llevar puesta la pulsera —¿quería decir esto que ya no creían en la lucha contra el cáncer?— la mayoría admitió que empezaron a llevar la pulsera para destacar, para inspirar una conversación e incluso para demostrar su estatus moral superior.

En todo el mundo, la aspiración existe en todos los niveles de la sociedad, desde el más alto hasta el más bajo. Pero ¿cómo empieza la aspiración? ¿Qué edad tenemos cuando somos conscientes por primera vez de que deseamos lo que no tenemos? Más concretamente, ¿a qué, o a quién, aspiraban la mayoría de los brasileños?

Mientras viajaba por el país, una palabra continuaba apareciendo: «Cariocas». Carioca es un gentilicio que se usa para referirse a los residentes de Río de Janeiro. El término se originó como un insulto suave para referirse a los descendientes de los inmigrantes, pero ha evolucionado hoy día para referirse a cualquier nativo de Río, y a la pertenencia a un distinguido, codiciado y adinerado estilo de vida. «Para ser carioca, tienes que disfrutar de la playa y ser informal sobre la vida», me contó un brasileño. Otro residente de Río definió carioca de esta manera: «Eres sociable y simpático con todas las personas que conoces». Entre las otras definiciones de carioca: Espíritu libre. Sin preocuparse demasiado sobre la vida. Dejar que las cosas sucedan. Cada brasileño que entrevisté estaba convencido de que el estilo de vida brasileño era exclusivo de Río, y también exclusivo de Brasil. Pero no lo era. Los atributos del estilo de vida carioca son, de hecho, características de innumerables culturas «costeras» de alrededor del mundo. La costa de Sídney, Australia, tiene su propia versión de los cariocas así como el sur de California, la costa norte de Hawái y la South Beach de Miami. Habiéndose formado alrededor de una playa, o una línea de costa, cada una de estas regiones es prácticamente indistinguible de sus contrapartes de ultramar. En todos estos lugares se hace especial énfasis en los atributos físicos, y la popularidad de los nativos está conectada a su clasificación social. Los cariocas del mundo son influyentes para introducir modas y marcas para el resto del mundo. Mi misión era intentar comprender la psicología del carioca —es decir, la mentalidad de alguien que vive en una costa a la moda—, embotellarla y venderla.

La sensibilidad carioca, entonces, era simplemente una versión local brasileña de un conjunto de emociones y deseos que existen en todo el mundo, una que se origina en, de entre todos los lugares, el Mediterráneo. Eso fue algo que aprendí unos años antes mientras trabajaba para uno de los clubes más antiguos y más prestigiosos del mundo en Hong Kong.

Al ser uno de los principales benefactores de la comunidad, se ha percibido desde hace mucho tiempo al Hong Kong Jockey Club como la esencia aspiracional de Hong Kong: un círculo privilegiado y gremial al que todo el mundo deseaba pertenecer pero pocos podían hacerlo. Pero a pesar de su legado histórico, se vislumbraba un problema en el futuro del club, concretamente, la marca del «caballo».

Desde 1884, el año de la fundación del club, el caballo había sido el icono más reconocible del Hong Kong Jockey Club, y un activo clave a la hora de diferenciar al club de otros proveedores de ocio competidores. El problema era que a nivel mundial, desde 2005 hasta 2013, las búsquedas de Google para caballo habían caído un 28 por ciento. En Hong Kong, las búsquedas del término caballo habían bajado hasta un 42 por ciento. Incluso más importante, desde 2005, las búsquedas de Google para carreras de caballos en Hong Kong habían descendido un 61 por ciento, y hubo también un drástico descenso en ventas de juguetes a nivel local centrados en los caballos, ya fueran establos de juguete, granjas de juguete, o caballos de miniatura.

Estas estadísticas fueron más tarde confirmadas por lo que vi, o más bien lo que no vi, en los dormitorios infantiles de Hong Kong. No había caballos. Las pocas veces que pude ver uno, parecía ser meramente decorativo. Influidos por sus propios recuerdos de infancia de Black Beauty, o The Black Stallion y los western de Hollywood, los padres de Hong Kong habían crecido reverenciando el concepto de caballo —desde los años treinta hasta los sesenta, el género más popular de la industria cinematográfica fue el western—, pero no habían transmitido ese interés a sus hijos. Los caballos ya no desempeñaban un papel estelar, o heroico, en los libros que los padres leían a sus hijos, o en los libros para niños en general. Con algunas excepciones, Hollywood ya no producía westerns. ¿Había alguna esperanza para el futuro del caballo?

Alrededor del mundo, ya sea participando en saltos, monta, caza del zorro, rodeos o trabajo de rancho, el caballo simboliza la libertad, la belleza, la grandeza y el poder. A fin de restablecer la «marca» del caballo, pasé las siguientes semanas comunicándome con compañías jugueteras locales, y también con Hollywood. Desafortunadamente, la «redefinición» del caballo nunca resultó en una campaña a gran escala, pero por el camino enlazó con otro concepto vinculado a la libertad, la aspiración y el poder.

Mientras pasaba día tras día observando las carreras en el Hong Kong Jockey Club, me di cuenta de cómo los miembros de la multitud prestaban mayor atención a los hombres y mujeres a los que aspiraban que al resto de la gente. La aspiración es difícil de detectar cuando estás al nivel del público, es más fácil de observar desde una altura. Mirando desde un balcón, por ejemplo, puedes ver que los humanos tienden a formar un círculo alrededor de las personas que admiramos, o deseamos emular, del mismo modo que actuamos en presencia de un político o famoso.

La gente con dinero en Hong Kong gusta de exhibirlo. A lo largo de un periodo de varias semanas, me di cuenta de que la gente estaba pidiendo comida y bebida en función de lo que el grupo demográfico más acaudalado estaba pidiendo. Sus propios amigos, a su vez, pedían esta misma comida y bebida, creando, en última instancia, una cadena de aspiración. Mientras me mezclaba con la multitud, no pude evitar darme cuenta de una segunda dimensión vinculada a la aspiración: la superstición. En el transcurso de un día típico, veía a innumerables residentes de Hong Kong tocando madera, escupiendo tres veces o situando sus palillos al lado de su taza de té para atraer la buena suerte. Sabía que la superstición había repercutido incluso en los patrones de diseño locales. En 2005, mientras se construía la entrada a Disneyland Hong Kong, los ejecutivos decidieron ajustar el ángulo de la puerta frontal 12 grados, y también situaron una sutil curva en el camino peatonal desde la estación de tren para asegurar el flujo de energía positiva, o chi.[53]

¿A qué aspiraban los ultrarricos de Hong Kong, y cuál era la conexión, si es que había alguna, entre aspiración y superstición? Si mirabas a las solapas de los abrigos de los hombres de negocios de Hong Kong, o te dabas un paseo por los centros comerciales de la ciudad, te topabas de frente con las mismas tres palabras: Fabricado en Italia. Los restaurantes más populares y prestigiosos de Hong Kong tenían un tema en común: Italia y la comida italiana. Los cafés de mayor calidad de Hong Kong eran italianos, y las reuniones y tratos de más alto nivel se producían en restaurantes italianos. No era la primera vez que se me recordaba cómo influye el modo de vida mediterráneo sobre los humanos a un nivel subconsciente. En China, según The New York Times, puedes encontrar un distribuidor de temática italiana llamado Christdien Deny, cuyas letras son extrañamente parecidas a las que utiliza Christian Dior, al igual que una marca de ropa conocida como Frognie Zila, cuya página web presenta fotos de canales de Venecia y otros monumentos italianos famosos.[54] De igual forma, los cafés más aspiracionales en Japón tienen todos nombres franceses (algunos de los cuales no tienen sentido en ningún idioma, incluyendo el «Monna Lisa», «Pierre Herme Paris» y «Quand L’Appetit Va Tout Va»), y aproximadamente el 80 por ciento de las chicas japonesas fantasean con casarse en París, lo cual contribuye sin duda a las espectaculares ventas de Louis Vuitton en Japón, al igual que a una condición psiquiátrica contemporánea que se conoce informalmente como «Síndrome de París».[55] Según la BBC, el «Síndrome de París» afecta a alrededor de una docena de turistas japoneses al año, que llegan a París cargados de expectativas románticas sobre la capital francesa, pero terminan hospitalizados «cuando descubren que los parisinos pueden ser maleducados, o la ciudad no cumple con sus expectativas», añadiendo: «La experiencia aparentemente es demasiado estresante para algunos que sufren un colapso psiquiátrico».[56]

Estos paralelismos —entre un país y una cultura extranjera cuyos valores compensan elementos y emociones que faltan en la cultura local— son comunes en todo el mundo. La bandera brasileña representa un globo azul contra un rombo amarillo, pero igual de visible a lo largo de Brasil es la bandera de Suiza, cuya cruz blanca sobre fondo rojo aparece en numerosas organizaciones vinculadas a la salud, farmacias y consultorios médicos en un intento de comunicar confianza y orden en un país mayoritariamente caótico.

¿Por qué es Italia la depositaria de tantas aspiraciones globales, incluso por delante de Francia? Una respuesta rápida es la industria automovilística, cuyas marcas incluyen Lamborghini, Ferrari, Bugatti y Maserati, pero la industria de la moda italiana ofrece otra respuesta. ¿Qué claves aspiracionales tan poderosas transmiten las marcas italianas que incluso los hombres de negocios de Hong Kong hacen cola para emularlas? ¿Podrían ofrecerme una pista que me pudiera ayudar a transformar Devassa?

Años antes de trabajar para el Hong Kong Jockey Club, encontré el epicentro de la aspiración en Thiene (Italia), una pequeña ciudad en las afueras de Venecia, mientras ayudaba a una compañía, Cristiano di Thiene —propietario de los derechos de licencia de una marca llamada Aeronautica Militare—, a averiguar quiénes formaban su público principal.

Con líneas para hombres, mujeres y niños, la ropa de Aeronautica Militare se caracterizaba por parches, símbolos e iconos de «buena suerte» tomados de los militares y conectados a historias de la vida real. En una conversación con el equipo de diseño de la marca, hallé que más que cualquier grupo demográfico de la industria de la moda, y como los fans de Trollbeads y los clientes de Jenny Craig, la clientela principal de Aeronautica era a la vez intensamente leal y más supersticiosa que la media.

La industria de la moda se parece a una autopista con tres diferentes carriles y velocidades. Los colores, los cortes y las modas varían de temporada en temporada, pero las tendencias más grandes, como los parches, los gráficos y los logos, permanecen durante décadas.

A raíz de la recesión global de 2008, muchos consumidores se resistían a vestir logos de marcas de gama alta en público, pero con recesión o sin ella, los fans de Aeronautica continuaban vistiendo su ropa orgullosa y audazmente. Haciendo caso omiso a los cambios y variaciones en corte y color, los fans de Aeronautica parecían determinados a viajar por el carril lento del mundo de la moda.

Mientras entrevistaba a fans de Aeronautica a lo largo del norte y del sur de Italia, en muchas residencias me encontré con un símbolo o un recordatorio de sueños, un avión de caza de plástico, un uniforme de piloto, un trozo de insignia militar escondido en un armario o guardado en una caja metida debajo de una cama. Cuando les pregunté por ello, muchos me hablaron de un sueño de infancia que nunca había llegado a pasar. Querían ser pilotos. Querían ser poderosos o estar al mando. Querían que las cosas funcionaran según lo planificado. Con sus parches y su iconografía militar, parecía que Aeronautica Militare se había convertido en una compensación para los sueños infantiles de libertad (muchos de los fans de la marca me dijeron que sus fantasías mientras crecían giraban alrededor de volar).

La moda, recordé de nuevo, da a los consumidores un atajo para convertirse en un miembro percibido de una tribu aspiracional. También había notado una directa y no sorprendente correlación entre los niveles de autoestima de las personas y su exhibición de parches, nombres de marcas y logos. Como Ralph Lauren, Aeronáutica tiene dos variaciones de su logo. Una es explícita, la otra es sutil. Los logos más discretos eran preferidos por los fans de Aeronautica cuyas fantasías de infancia no se habían convertido en realidad, mientras que los fans que aún perseguían sus sueños tendían a vestir los logos más llamativos.

Un fan de Aeronautica era un aspirante a piloto que había sufrido un accidente de avión a los veinticuatro años y se pasó en coma cerca de tres meses, no realizando nunca sus fantasías de convertirse en profesional. Cuando vio su primera camisa de Aeronautica, me contó, que se enamoró. Otro fan varón de veinticinco años que conocí prefería múltiples parches y el logo de la marca en relieve en sus abrigos y camisas. Entre sus momentos más orgullosos, me contó, estaba la vez en que miembros del ejército habían entrado en el café al que iba cada mañana y le preguntaron si había sido militar.

Parecía que Aeronautica Militare tenía más en común con una adicción que con una firma de moda. Parecía que sus fans no se hartaban de comprar ropa de la marca. También consideraban que su obligación era reclutar a otros fans para Aeronautica, y lo hacían buscando individuos que tuvieran los mismos valores que la marca representaba, visibles tanto en sus camisas basadas en textos como las no basadas en textos. Me explico, entre las diversas líneas de Aeronautica hay una en la que el cuello de la camisa se levanta para revelar códigos auténticamente relacionados con la Fuerza Aérea, jerga y terminología que sólo iniciados en lo militar podrían comprender, y otra que no tiene estos detalles. Esta distinción, como más tarde descubrí, era más importante de lo que podría parecer inicialmente.

La pista principal que reuní sobre la marca apareció por accidente mientras observaba a los consumidores a través de uno de los circuitos cerrados de televisión en una de las tiendas. No destacaba nada inusual hasta que me di cuenta de que un pequeño grupo de clientes actuaban según un extraño reflejo: cuando cogían una camisa de Aeronautica, volvían el cuello hacia arriba y hacia abajo. Sólo les tomaba un par de segundos a lo sumo, y era fácil de pasar por alto. ¿Estaban intentando determinar dónde se había fabricado la camisa? ¿Si no, qué estaban buscando?

Aquella noche, me quedé en la tienda vacía, haciendo lo que había visto que hacían los clientes: dándole la vuelta a los cuellos de las camisas. Por primera vez, observé las letras y los símbolos basados en texto bordados por dentro de los cuellos de ciertas camisas de Aeronautica. Volví arriba a revisar la cinta del circuito cerrado de televisión y, efectivamente, las camisas con textos por dentro del cuello eran las más vendidas de la tienda. Me di cuenta de otra cosa, también. Muchos de los clientes se llevaban sus nuevas camisas puestas, un comportamiento inusual que no pude evitar anotar. Mientras repetía las imágenes del circuito cerrado de televisión, quedó claro que en contraste con los otros clientes, este mismo grupo inconfundible —quizás el 15 por ciento de los compradores— se volvían los cuellos hacia arriba cuando salía de la tienda, exhibiendo los símbolos de debajo para que los viera todo el mundo.

Una semana más tarde, había organizado una reunión con un grupo de fans de Aeronautica en una discoteca milanesa. Mientras estábamos de pie charlando, empecé a notar las diferencias entre los fans de Aeronautica que llevaban sus cuellos levantados y los fans que llevaban los cuellos bajos. Era la exclusividad. Los que llevaban los cuellos levantados se reunían en pequeños grupos herméticos. Los que tenían los cuellos bajados se repartían por todo el local. Mientras hablaba con los miembros del grupo de los cuellos levantados, pronto quedó claro que eran del sur de Italia, mientras que los de cuello bajado eran del norte de Italia.

Todos emitimos señales que expresan nuestra pertenencia a una tribu. Podría ser la marca de reloj que llevamos, o un par de zapatos. Puede ser la ropa de abrigo, o el no llevar calcetines, o la presencia o la ausencia de un logo. Si encuentras una pastilla de jabón en su ducha, es poco probable que esté en el norte de Europa, o en Nueva Zelanda, cuyos residentes rara vez usan pastillas de jabón, y cuya cultura es extrañamente similar a la de Escandinavia. Más allá de cómo nos adornamos físicamente, la clave puede residir en una pegatina en el parachoques del coche con el número de teléfono de un aeropuerto local. En Zúrich, por ejemplo, los residentes con números de matrícula de cuatro dígitos son percibidos como más ricos y mejor conectados que los que tienen una matrícula con seis dígitos, una distinción sutil entre los residentes de una de las ciudades más ricas del mundo. En honor a mi experiencia trabajando con Aeronautica, llamo a este fenómeno «La Teoría del Levantamiento». En el caso de las camisas y los cuellos de Aeronautica, sólo podía intuir que entre los italianos del sur, un cuello levantado hacía más fácil conseguir mujeres.

Aun así, un ingrediente crucial del comportamiento italiano, uno que más tarde utilizaría en mi trabajo para Devassa en Brasil, no sucedió hasta el día siguiente.

Sentado, almorzando en un café en las afueras de Bolonia, noté que mi camarero y, por ende, todos los camareros italianos, tenían la costumbre de verter refresco, agua o cerveza en mi vaso desde un ángulo casi vertical. En casi todos los demás países, los camareros vierten los líquidos mientras mantienen la botella en una sutil inclinación horizontal. Pero en Italia, los camareros levantaban la botella bien alto, como queriendo vaciarla más rápida y precisamente. Siguiendo su ejemplo, los clientes italianos terminan sus propias bebidas de la misma manera. ¿Dónde había visto este comportamiento antes? La respuesta: Brasil. Ya sea en Río, Salvador o São Paulo, los camareros y consumidores brasileños cuando vertían una bebida giraban la botella hasta que estaba casi bocabajo, permitiendo que la botella se vacíe tan rápidamente como sea posible. Este pequeño hábito, compartido por italianos y brasileños, me dio el vínculo que me ayudaría a conectar los puntos entre dos culturas diferentes, pero similares.

Sabía que en su trabajo para Chevrolet, el fabricante de coches estadounidense, el grupo de marketing Jack Morton Worldwide encontró una forma de convertir el fútbol en una plataforma única. Sabiendo que el fútbol ofrece una fuerte conexión emocional con fans de todas las edades, los ejecutivos de la compañía se sumergieron en el deporte, y su singular relación con los fans de todo el mundo. La agencia en última instancia creó una sociedad con One World Play Project, una organización de nuevo cuño cuya misión es llevar pelotas virtualmente indestructibles a los niños en zonas de guerra, campos de refugiados, zonas catastróficas y otras comunidades desfavorecidas del mundo.

Lo que me hizo preguntarme: ¿Podía establecerse una alianza similar entre Kirin Brasil —que fabricaba refrescos además de cerveza— y el fútbol brasileño? Cuando empecé a entrevistar a entrenadores de fútbol en Salvador y São Paulo, pronto quedó claro que había una drástica necesidad de programas de mentores y de patrocinio en Brasil, pero que el gasto y la infraestructura del país los haría muy difíciles de implementar. Fue ahí cuando volví mi atención hacia otra parte.

 

 

Durante años, me he sentido intrigado por las similitudes entre las marcas más influyentes del mundo y las principales religiones. Una vez llegué tan lejos como para entrevistar a catorce líderes de religiones que incluían el protestantismo, el catolicismo, el budismo y el islam en un intento de averiguar las diez características que sus fes tenían en común. Por orden de importancia, descubrí que eran: el sentido de pertenencia; la narración; los rituales; los símbolos; una visión clara; el atractivo sensorial; la obtención de poder de sus enemigos; el evangelismo; el misterio; y la grandeza. Cuando piensas en las marcas más potentes del mundo —entre ellas Apple, Nike, Visa, Harley-Davidson, Coca-Cola, Pepsi, Virgin Atlantic— te das cuenta de que todos hacen uso de algunos, si no de todos, estos pilares. Apple, por ejemplo, envuelve sus lanzamientos de producto en misterio. Los fans de Apple están entre los más ardientes evangelistas de marca en el mundo, y Apple también ofrece a sus usuarios un fuerte sentido de «pertenencia». No menos importante, ¿es una coincidencia que el logo de Apple cuelgue de un hilo no visible en muchas de las Apple Stores como una estrella de Belén?

Entre los más elusivos de estos diez preceptos está el sentido de comunidad y pertenencia. En una edad de la información, la mayoría de nosotros se siente desanclado. La economía móvil ha permitido a muchas personas vivir donde quieran, y cuanto más paso se ha abierto online el concepto de «comunidad» —ese sentimiento de localidad y pertenencia—, más se ha perdido en la vida real.

No menos esencial para una religión —o una marca— son los rituales. Ya sea bebiendo una cerveza Corona con un trozo de lima, o pidiendo un Caffé Misto en Starbucks, los rituales de un lenguaje compartido, y una manera compartida de hacer las cosas, unen a los consumidores. Los rituales sirven como ticket de entrada a un universo exclusivo al que los consumidores quieren unirse, y cuanto mayor sea la frecuencia con que repiten un ritual, más incondicionales se vuelven. Este asunto parecía digno de explorarse, especialmente porque la religión estaba descendiendo en Brasil.

Brasil es el mayor país católico del mundo, con un 60 por ciento de su población que se identifica como católico, un descenso desde una mayoría de católicos del 92 por ciento en 1970. Los estudios estiman que el descenso en la práctica del catolicismo en Brasil continuará y que «para 2030 los católicos representarán menos del 50 por ciento de los brasileños que asisten a la iglesia».[57] Cuando esperaba altos niveles de entusiasmo religioso en el país, me sorprendió escuchar de los brasileños el papel tan pequeño que la religión desempeñaba en sus vidas. Incluso si no hubieran dicho nada, la tendencia era visible en muchas residencias. El ayuno y la abstinencia son comunes en el adviento de la Iglesia católica, los días de témporas y las rogaciones, pero la mayoría de los brasileños me dijeron que no les prestaban atención. Dos décadas antes, cuando visité Brasil por primera vez, cada habitación hubiera tenido al menos una de sus esquinas dedicada a la Virgen María, o cuanto menos una urna religiosa conteniendo un ramo de flores, pero en el Brasil contemporáneo las «colecciones» de la mayoría de la gente consistían en latas de cervezas de marca o botellas llenas de flores o de bolígrafos. La mayoría de los brasileños me contó que si se sintiera remotamente atraída por la religión, no sería por el catolicismo tradicional, sino hacia los más novedosos evangelistas y las enseñanzas espirituales.

También sabía, por mis propios estudios, que había una correlación directa entre los personajes comerciales de las películas, los programas de televisión y los juegos en las casas (incluyendo Homer Simpson, Snoopy y Hello Kitty) y los menores niveles de asistencia a la iglesia. En una favela de Salvador de Bahía, recordé a un chico adolescente enseñándome una figura común en todo Brasil: un pequeño caballo de cristal y un jinete. Era san Jorge, un soldado romano y mártir cristiano famoso por luchar contra un dragón con su espada. San Jorge era un símbolo de la victoria, pero parecía que no de la victoria religiosa. Cada semana, me contó el chico, él y sus amigos llenaban ritualmente un pequeño vaso con cerveza y lo colocaban enfrente de san Jorge y su caballo, asegurándose de que su equipo favorito de fútbol local, Todo Poderoso Timão, ganara el partido de esa semana. Parecía que más que por la religión, el deseo de pertenencia estaba siendo satisfecho por un equipo de fútbol local, y una marca de cerveza estaba ahora conectada a la buena suerte, la pertenencia y la camaradería.

En la ciudad norteña de Salvador de Bahía, tampoco pude evitar darme cuenta de las coloridas pulseras locales a la venta. Éstas eran conocidas como bandas de Bahía, o pulseras de los deseos, cuyos orígenes se dice que se corresponden y se entrelazan tanto con los dioses africanos como con el credo católico. En Brasil, se dice que llevar uno u otro color saca las características innatas del color. El naranja significa alegría y entusiasmo; el verde se dice que imparte dinero y crecimiento, y el rosa chillón representa la amistad. Igual de importante que el color que lleves es cómo te anudes la banda de Bahía, pidiendo un deseo en cada uno de los tres nudos que ates —ni uno más, ni uno menos— y manteniendo la banda de Bahía en tu muñeca hasta que se desprenda de forma natural.

Si la religión estaba declinando en Brasil, ¿qué estaba ocupando el lugar del deseo humano de pertenencia, unidad, misterio y ritual? ¿Qué hacía que los brasileños sintieran que pertenecían a algo más grande que ellos mismos?

La respuesta, tan prevalente en Hong Kong como lo era en Italia y Brasil, era la superstición y el ritual. Teniendo en cuenta las divisiones culturales entre norte y sur en Italia, y las rivalidades oeste contra este en Brasil, sabía que había encontrado el principio de una solución para reinventar Devassa para el siglo XXI. ¿Qué era lo que más destacaba de Brasil? La aspiración. La necesidad de exhibirse, de afirmar la pertenencia a una tribu. Un descenso a nivel nacional en la religión y la asistencia a las iglesias. Inspirándome en las religiones del mundo, daría a Devassa tres atributos tomados de las religiones más famosas del mundo: el evangelismo, el atractivo sensorial y los rituales.

 

 

Una vez que había desarrollado los comienzos de una hipótesis —en este caso, que Brasil e Italia eran, en lo nuclear, culturas similares— generalmente empiezo por buscar pequeños datos que puedan o bien apoyar o bien refutar mi premisa. Por ejemplo, ¿cómo llevan las mujeres su pelo, y si se lo tiñen, cuál es el tono más popular? En Italia, las mujeres prefieren el tinte rubio. (Haz zapping por los canales de la televisión italiana, y algunas veces parece que la mitad de las mujeres tiene el pelo tan rubio que es casi blanco. Además de librarse de los rizos, el tinte rubio es igualmente popular en Brasil, ya que el pelo rubio es sinónimo de riqueza y popularidad.)

Si Brasil tenía más consumidores aspiracionales que casi cualquier otro país en el mundo, entonces muy posiblemente Italia, y la cultura italiana podrían ayudarme a descifrar lo que los brasileños en verdad deseaban. Además de en cómo los camareros y consumidores sostenían sus botellas, y las mujeres tintaban su pelo, existían otros paralelismos entre Italia y Brasil, incluyendo el clima, los altos niveles de corrupción gubernamental y la influencia de la Iglesia católica. Italia y Brasil incluso estaban divididas geográficamente de una forma similar, con el sur simbolizando «placer» y «vida tranquila» y el norte representando negocios, eficiencia y orden.

Para crear un sentido de pertenencia, la primera cosa que necesitaba hacer era vincular Devassa a la sensibilidad carioca. Sabía que la autenticidad, informalidad y libertad de los cariocas era seductora para los brasileños que vivían fuera de Río. Junto a sus cervezas, Devassa también posee y opera bares y restaurantes independientes en localizaciones escogidas a lo largo de la costa brasileña que ofrecen un buffet de comida, Wi-Fi gratis y, por supuesto, cerveza Devassa. Los bares de Devassa eran, de hecho, mi arma secreta, los usaría como «templos» o lugares de culto, donde los miembros de la «congregación de marca» Devassa pudieran congregarse.

Sudamérica es conocida como una cultura de «alto contacto», lo que significa que los residentes se sitúan cuando están de pie cerca unos de otros, se tocan más los unos a los otros y están acostumbrados a más estimulación sensorial que los residentes en, digamos, el norte de Europa, con los australianos y los norteamericanos en un nivel más moderado de nivel de contacto cultural. En Brasil y en cualquier lugar de América Latina, la música importa, por lo que era importante crear una impresión táctil y sensorial con el vaso de cerveza Devassa. Mi propia investigación demuestra que si «registramos» una experiencia usando múltiples sentidos, la recordamos un 200 por ciento más de lo que haríamos si sólo estuviera implicado uno de ellos. Añadamos un elementos social, o un sentido de pertenencia, y nuestros recuerdos se comprometen incluso más potentemente con la experiencia. Al igual que los cristaleros franceses y austriacos han evolucionado la producción de cristal hasta convertirla en una de las bellas artes emparejando un vino específico con una copa específica —resultando en literalmente miles de copas de vino diferentes en el mercado—, la nueva botella de cerveza con la marca Devassa ensalzaría y suavizaría el sabor de Devassa. Al hacer énfasis en la fragancia de Devassa (el 60 por ciento del sabor de cualquier bebida se deriva de su fragancia), la botella de marca Devassa se convertiría en la nueva y exclusiva forma de beber cerveza Devassa.

Como grupo, los bebedores de vino señalan indirectamente cuánto saben del vino que tienen enfrente de ellos. Hacen girar el vino dentro de la copa. Airean el vino. Toman un sorbo, y mantienen el líquido en una mejilla. Hablan sobre el aroma, la astringencia, el cuerpo y el sabor que deja en el paladar, o la «finalización». Es casi como si estuvieran convenciéndose a sí mismos que cuanto más sabes sobre el vino que están bebiendo, más dinero están dispuestos a gastar. Los rituales de airear el vino, y removerlo en la copa, se han vuelto tan sinónimos de iniciación que con los años he visto a gente girando agua y ginger ale en cafés y restaurantes.

El siguiente paso era crear un ritual firma de Devassa. Hablando ampliamente, un ritual puede definirse como una secuencia fija de comportamientos o palabras que nos transporta de un estado emocional, social o físico a otro. La mayoría de los rituales operan en dos niveles. El primero es tangible, y sensorial, mientras que el segundo es simbólico y emocional. Idealmente como la lima en una cerveza Corona o el botón de clic único de «Añadir a la Cesta» de Amazon, el ritual debería ser simple, memorable, fácil de ejecutar y anclado en la realidad.

En el fondo, nuestro nuevo ritual Devassa —que pronto sería desplegado en los bares de Devassa a nivel nacional— trataba sobre experimentación y «encontrar tu propio sabor». Así es como funciona: al entrar en uno de los bares con la marca Devassa de la costa, un cliente pide una cerveza de grifo. Se ha dado instrucciones al camarero para que pregunte: «¿Le gustaría un sabor extra con ello?». El empleado entonces saca una bandeja de degustación con cuatro vasos de chupito cuyos bordes están espolvoreados con polvos de diferentes sabores, desde salado o limón hasta mezclado con chocolate, dándole a los vasos un filo escarchado similar al efecto de la sal en los bordes de las copas de margarita. (Nuestros camareros son también expertos en poner la cantidad exacta de polvo en los bordes.) Los clientes prueban los sabores, pidiendo finalmente una pinta de cerveza con el sabor de su elección. Hasta ahora, el nuevo ritual Devassa ha estado funcionando muy bien, y soy optimista sobre cómo lo continuará haciendo en el futuro. Lo más impresionante es cuánto destaca, y llama la atención, el nuevo ritual creando la mejor sinergia posible con la propia cerveza, que compromete a los consumidores mientras también atrae a gente que no bebe cerveza.

Había una segunda dimensión importante que también deseaba inculcar: la transformación. A lo largo del mundo, casi todas las personas fantasean sobre sentarse al lado del océano, especialmente en los días calurosos del verano. Pero localmente, el acceso a las playas más populares de Río está reservado mayoritariamente a los turistas o los miembros de las clases más altas, de la misma forma que los palcos VIP en el Hong Kong Jockey Club son sólo para aquellos que pueden permitírselo. Pero los clientes del Jockey Club de cada nivel de precios pueden echar un vistazo de cómo es percibir una carrera de caballos, y el mundo, desde un palco VIP. Para este fin, rediseñamos los bares de Devassa para asegurar la posibilidad de transformación. Mi meta era hacer que los clientes se evadieran de los problemas y quejas del día a día e introducirlos en un mundo paralelo donde «la vida no es sino un sueño». Debería añadir que los bares de Devassa tienen su propio conjunto de normas. En cada uno de los bares hay un bolígrafo, un cuaderno y una caja negra. Los clientes apuntan en un papel todos sus problemas del trabajo y los depositan en la caja negra antes de abandonarse a beber cerveza y a la camaradería.

Transformación. Los consumidores querían escapar de las aglomeraciones, la suciedad, la pobreza y la implacable iglesia de Río. ¿Cómo podíamos ayudarles a transformarse en ideales más libres, más felices y más sensuales de sí mismos? Para este fin, creamos una gigantesca isla flotante —en efecto, un bar Devassa flotando a 60 metros de la costa de Copacabana, lleno de DJ’s, mesas en forma de tabla de surf y cámaras transmitiendo en directo a tierra todos los eventos. ¿La misión? Convertir el sueño de relajarse al lado del océano en «casi real»— pero también tentadoramente fuera de alcance. En el futuro, nuestra isla flotante Devassa hará apariciones en el Carnaval de Río, donde Devassa venderá cerveza no disponible en ningún otro sitio, y en varias celebraciones al aire libre desde Río hasta São Paulo.

Habiendo afrontado la necesidad nacional de superstición y ritual, me quedaba el tema de la aspiración. Aquí, no pude evitar acordarme de lo que un colega del marketing me contó una vez sobre su trabajo para Sabra, el fabricante de humus. La parte más complicada de trabajar para Sabra, me contó, fue crear una transformación en la dieta norteamericana desde aperitivos procesados y poco saludables hasta comidas más frescas y saludables basadas en los vegetales. Su misión, según yo la veía, era literalmente la de alterar el comportamiento del consumidor. La fantasía que tenía de cada mujer, hombre y niño norteamericano tomando un aperitivo de humus de garbanzos parecía posible, excitante e incluso heroico; esto es, hasta que empezó a entrevistar a personas una a una en ciudades y pueblos del Medio-Oeste de Estados Unidos. Visitar casas en las que intentaba interesar a los consumidores en su primera prueba (gratuita) del humus demostró ser sorprendentemente difícil.

Entre las primeras cosas que mi colega descubrió fue que para los no iniciados, la percepción más común del humus era la de un alimento marrón, aburrido, vegano y «hipster» que asociaban con hippies talluditos, viajes de ácido y camisetas desteñidas con lejía. El equipo entrevistó después a experimentados amantes del humus que comían humus apasionada y regularmente. La mayoría, si no todos ellos, revelaron que tenían en común una memorable «primera vez» con el humus. Cada uno tenía un amigo muy íntimo —una persona a la que conocían bien y en la que confiaban— que los «guio» en probar a mojar en medio de una reunión de amigos íntimos. En la mayoría de los casos, este amigo de confianza, les había dado el humus para que lo probasen junto con un aperitivo que les encantaba, ya fueran minizanahorias o patatas fritas, mientras que también hacían hincapié en que el humus era saludable.

Esta idea del «guía» inspiró a Sabra para repensar su campaña de marketing, y les hizo priorizar las «muestras vivenciales» de formas que no había hecho antes. Sabra empezó a entender el valor de sus consumidores más leales como futuros «guías». Esta idea, ni que decir tiene, nunca se hubiera obtenido de los datos de las encuestas, sino como resultado de una investigación etnográfica profunda y altamente personal de pequeños datos.

Por mi experiencia sabía que los cariocas no eran tanto un grupo demográfico específico sino un ideal universal. En común con las comunidades costeras de alrededor del mundo, desde la Costa Norte de Hawái hasta las comunidades surfistas de Malibú y Seal Beach en California, los cariocas simbolizaban la vida informal, la belleza física, la riqueza, la libertad y la falta de responsabilidad, en pocas palabras, esas características que pensamos que encarna el sur de Italia.

Dos semanas más tarde, mi equipo y yo habíamos seleccionado a cuatro cariocas visibles, innovadores y bien conectados a los que nombramos promotores y embajadores de Devassa 2.0. Nuestros embajadores de carioca usarían sus redes de contactos propias para presentar eventos culturales mensuales —fiestas, actividades deportivas, desfiles de moda, conciertos de música, exhibiciones de arte y eventos caritativos— que incorporasen la marca Devassa, y dieran a nuestra recién revitalizada cerveza la oportunidad de conectar auténticamente con los consumidores. Nuestros cuatro cariocas tendrían una enorme influencia sobre la percepción pública de Devassa, siendo su responsabilidad plantar, o enhebrar, la marca de nuevo en la sociedad de Río en un nivel aspiracional, y desde Río al resto de Brasil. No sólo se les encargó generar interacciones a través de las redes sociales, sino también reclutar a diez «amplificadores» adicionales que pudieran difundir el mensaje de Devassa online y offline.

Más que una bebida o su sabor, tendemos a recordar las historias que rodean nuestra bebida. Cuanto mejor es una bebida inspirando conversaciones, más sentimos que nosotros, y la bebida en cuestión, somos partes integrales de la misma tribu. Es aún demasiado pronto para evaluar cómo le irá a Devassa 2.0, pero el equipo ejecutivo y yo tenemos la plena esperanza de que los consumidores se congreguen alrededor de la nueva narrativa de la cerveza, una que combina transformación, deseo, atractivo sensorial y ritual para crear una experiencia refinada en Hong Kong, desarrollada en Italia... y común a cualquiera que alguna vez haya anhelado la trascendencia (es decir, a todos nosotros).