I

VIRTUS GENERALIS

 

 

 

Aquiles es el campeón indiscutible de la epopeya que señala, al mismo tiempo, el origen de la literatura occidental y una de sus más altas realizaciones. La Ilíada presenta la figura de un vir virtutis, un prototipo de excelencia humana vigente durante la premodernidad cuya forma característica sólo en el momento de su declive y en el de apogeo de la conciencia moderna se desvela con plenitud. En la Estética,[2] Hegel contrapone un estadio pre-estatal y pre-legal de la cultura y otro estadio donde impera la racionalidad objetivo-legal del Estado, como en el Imperio romano. En un Estado legalmente ordenado como el romano, domina lo universal abstracto de los poderes públicos y la vitalidad de lo individual aparece como superada o como secundaria e indiferente. Con los romanos, la personalidad debe abdicar ante el Estado en tanto que fin universal: «La seriedad y la dignidad de la virtud romana es ser abstractamente sólo un romano». En cambio, en la época heroica recreada en los poemas homéricos, hay espacio moral para la configuración libre de la individualidad prototípica, porque «la validez de lo ético estriba únicamente en los individuos que, por su voluntad particular y la eminente talla y eficiencia de su carácter, se colocan en la cumbre de la realidad efectiva dentro de la que viven. Lo justo resulta entonces su decisión más propia, y cuando con su acción violan lo en y para sí ético, no hay poder público con fuerza coercitiva para hacerles rendir cuentas y castigarles, sino sólo el derecho de una necesidad interna que se individualiza vitalmente en caracteres particulares, contingencias y coyunturas externas, etc., y sólo en esta forma deviene efectivamente real». Los héroes, sigue diciendo Hegel, son individuos que, a partir de la autonomía y fuerza de carácter, asumen y consuman en sí el todo de la acción, su individualidad poderosa es ley para sí misma. Derecho, orden y costumbre emanan de ellos y se realizan efectivamente como su obra individual, sin estar sometida a una ley, a un juicio y a un tribunal trascendentes.

Estos héroes no lo son por ser expresión o símbolo de una u otra cualidad virtuosa (valentía, fuerza, belleza), sino por ser poseedores de esa virtus generalis que llamamos excelencia. Por eso cada uno de esos héroes «es un todo, un mundo para sí, cada uno de ellos es un hombre completo, vivo, y no, por así decir, sólo la abstracción alegórica de cualquier rasgo singularizado».[3] En efecto, pertenece a la esencia del prototipo vivir como esencialmente compatibles entre sí los valores comúnmente estimados por la sociedad de la que forma parte, los estéticos, los morales, los económicos, los vitales, no es la expresión más perfecta de un solo valor, sino, aunque de forma incompleta, la de todos ellos simultáneamente, combinados por la ley individual de su personalidad. Se designa con el término excelencia precisamente a esa conjunción armónica en una misma persona de los bienes corrientes de la vida, dones naturales, virtudes intelectuales y morales, fortuna social. Aunque, de un lado, la idea de prototipo excelente supone la asunción de todo cuanto la mayoría sanciona generalmente como valioso en todos los ámbitos de la vida humana individual y social, y en este sentido el prototipo representa al hombre medio, a lo que éste, en cada época y en cada comunidad, considera digno de encomio, de otro, sin embargo, la coincidencia en una misma persona de todos esos dones, virtudes y fortuna, normalmente dispersos, eleva al prototipo por encima del ciudadano común y le hace al mismo tiempo semejante y superior a la mayoría.[4]

El héroe, constantemente evocado en sus lecciones, que ejemplifica máximamente ese ideal, es para Hegel el gran Aquiles, a quien describe en los siguientes términos: «Aquiles es el héroe más joven, pero su fuerza juvenil no carece de las restantes cualidades auténticamente humanas, y Homero nos descubre esta multiplicidad en las más diversas situaciones. Aquiles ama a su madre, Tetis, llora por Briseida cuando se la quitan, y es su honor ofendido lo que le empuja a la disputa con Agamenón, que constituye el punto de partida de todos los ulteriores acontecimientos de la Ilíada. Es además el más fiel amigo de Patroclo y de Antíloco, al mismo tiempo el joven más floreciente, más fogoso, es veloz, valiente, pero plenamente respetuoso con los ancianos; el fiel Fénix, su criado de confianza, yace a sus pies, y en el funeral de Patroclo, evidencia sumo respeto y reverencia por el anciano Néstor». En esta descripción Hegel destaca cómo Aquiles compendia una multiplicidad de rasgos en una totalidad individual, lo que le lleva a exclamar: «De Aquiles puede decirse: ¡He ahí un hombre! La multilateralidad de la noble naturaleza humana desarrolla toda su riqueza en este individuo uno». Los pensadores helenísticos, lejos ya la edad heroica, cuestionaron que Aquiles fuera un modelo de virtud a causa de la violencia de su carácter y de su célebre cólera. Pero, como dice Hegel, «a Aquiles como carácter épico tampoco a este respecto hay nada que reprocharle como si fuera un escolar»; «no ha de censurarse a Aquiles, y no necesitamos disculparle su cólera sólo por las demás cualidades, sino que Aquiles es quien es, y con ello se liquida el asunto desde la perspectiva épica [...]. Pues el principal derecho de estos grandes caracteres consiste en su energía para imponerse, pues en su particularidad portan al mismo tiempo lo universal».[5] Pese a la lucidez del análisis hegeliano, éste sólo atiende a la dimensión estática del ideal heroico que Aquiles representa y parece desconocer esa otra dimensión dialéctica y dramática íntima al mito del héroe. Tetis fue avisada del decreto que se había dictado sobre el destino de su hijo y de que, si acudía a Troya respondiendo a la llamada de los griegos, moriría joven. Por eso quiso evitar que su retoño tuviera experiencia, pretendió preservarlo como mero ideal inactivo y lo encerró en el gineceo del rey de Esciros. Pero ésta sólo podía ser una solución provisional porque —he aquí lo esencial— en el propio concepto de héroe está ya operante un principio trágico, que en Aquiles llega a un extremo. El héroe en su inexperiencia juvenil concibe grandes empresas, pero cuando trata de ponerlas por obra, se enfrenta a densas resistencias que se oponen a su realización o, más sutilmente, privan a la vida de la dignidad de ser vivida. Aristóteles demuestra esto en su análisis de la virtud de la magnanimidad, que se diría un retrato del propio Aquiles, a quien llega a citar en varios pasajes.

El conjunto de la obra de Aristóteles permite suponer que, para éste, Aquiles es la más alta expresión del hombre magnánimo, lo que equivale al hombre de acción más virtuoso. Si en la epopeya Aquiles es proclamado reiteradamente «el mejor de los aqueos», Aristóteles, por su parte, en su Ética a Nicómaco, califica al magnánimo como «el mejor de todos» y a la magnanimidad (megalopsychia) como «la grandeza de todas las virtudes», razonando que, «si es digno de las cosas mayores, será el mejor de todos, pues el que es mejor que otros es siempre digno de cosas mayores, y el mejor de todos de las más grandes» (IV 3, 1123b28-32). «Se tiene por magnánimo», dice en otro pasaje «al hombre que, siendo digno de grandes cosas, se considera merecedor de ello» (1123b3). El magnánimo, por la conciencia de su propia valía, entra en acción pocas veces y se reserva para las empresas «grandes y notables» (1124b28), como lo manifiesta Aquiles en el primer canto de la Ilíada al volver a su tienda con Patroclo sin intervenir en el combate hasta su enfrentamiento personal con el troyano Héctor, héroe condigno de él y a la altura de sus méritos. Por cierto que Aristóteles parece referirse a Patroclo y Héctor cuando afirma que el magnánimo es «hombre de amistades y enemistades manifiestas» (1124b29). Finalmente, introduce el concepto decisivo al añadir que el magnánimo «afronta grandes peligros, y cuando arriesga, no regatea su vida porque considera que no es digna de vivirse de cualquier manera» (1124b9).

Cuando se pasa del ideal a la experiencia y del modelo estático a su realización efectiva, se tropieza por fuerza con grandes peligros y riesgos y, sugiere Aristóteles, al magnánimo le sobreviene entonces la necesidad de optar por una vida digna pero corta, o larga sin dignidad. Se muestra aquí en toda su extensión la aporía inevitable de la experiencia de la vida que enfrenta dos posibilidades humanas incompatibles, ambas problemáticas, porque en ninguna de ellas es posible, como sería deseable, una vida digna y larga. La complejidad de la vida en cualquiera de las alternativas, difícil de encerrar en conceptos, se muestra con especial pregnancia en la figura de Aquiles, enfrentado por el destino a un dilema que reclama de él la virtud de la magnanimidad en grado sumo. El hado hace elegir a Aquiles entre vida corta con gloria o larga sin ella, de modo que no se le exige sólo arriesgar su vida, como a los demás héroes, sino, si quiere ser virtuoso, renunciar a ella y experimentar prematuramente la «bella muerte» del guerrero joven. Aristóteles recuerda en la Retórica que Aquiles «socorrió a su amigo Patroclo, aun sabiendo que él mismo, que podía seguir con vida, iba a morir por ello; pues para él resultaba esta muerte más bella que conveniente la vida» (I 3, 1359a4-6). De modo que en la figura de Aquiles se halla unido por una necesidad dialéctica el ideal que Hegel describe con la experiencia negativa, la virtud superior con la muerte, y no es que Aquiles primero sea héroe y luego tenga experiencia, aunque en el relato del mito sí se da esta secuencia del gineceo de Esciros a la guerra en Troya, sino que en el dilema va todo entrelazado en un nudo complicado, que sugiere que, precisamente porque Aquiles es el mejor, le corresponde experimentar la suprema negatividad. La ejemplaridad de Aquiles no se limita al ideal, lo interesante en él estriba en que también es ejemplar en el modo en que esa gran personalidad, renunciando a sí misma, se somete al principio de necesidad.

En otro lugar de la Retórica Aristóteles formula una observación admirable sobre el temperamento más propicio para la magnanimidad, que es el de la juventud. Razona que los jóvenes «son magnánimos ya que todavía no han sido heridos por la vida, antes bien, carecen de experiencia de lo necesario» (1389a30-32). Aquiles, oculto en el gineceo de Licomedes, joven bisoño, decidió, contraviniendo los deseos de su madre, partir hacia Troya para abrazar su destino heroico. Se sentía invulnerable porque la vida todavía no le había herido y, saturado de energía y de ambición, su magnanimidad le llamaba a cosas grandes. Quien permanece en el gineceo no tiene experiencia, pero sólo el inexperto se atreve a lo mejor y desea tener la experiencia suprema. Para Aquiles, Troya sería esa suprema experiencia de lo necesario. Pero al mismo tiempo, lo necesario que experimenta en el campo troyano el mejor de los aqueos es paradójicamente su propia no-necesidad, su contingencia y, a la postre, su muerte al servicio de la polis, entendiendo aquí y en todo el ensayo por polis la racionalidad objetiva de lo social que se impone al individuo en todas las épocas, incluso en la edad heroica, y no ese específico tipo de comunidad urbana que se desarrolló históricamente en la Antigüedad griega. De modo que cuando Aristóteles dice «experiencia de lo necesario», se refiere en puridad a la experiencia de lo necesario que le resulta al hombre su propia mortalidad. Esta fundamental experiencia de lo necesario-contingente la conoce el sujeto en el orden moral, mucho antes de llegarle la hora de su muerte corporal, cada vez que deja Esciros para enrolarse en la armada griega con dirección a Troya.