ESTADIO ÉTICO
El tránsito del estadio estético al ético se operaba en las sociedades primitivas mediante unas solemnidades especiales que son conocidas como ritos de paso. Cada hombre debía nacer dos veces, la primera al mundo natural con el doloroso parto de su madre y la segunda al mundo sociopolítico mediante la superación durante la pubertad de unos ritos iniciáticos. Llegado el momento, era separado de su casa y familia y llevado por la noche a un bosque, donde se le sometía a unos rituales que simbolizaban la muerte a su anterior existencia profana: se le enterraba vivo o se le frotaba con polvo blanco para darle una apariencia cadavérica; luego debía soportar duras pruebas y se le instruía sobre las tradiciones secretas de la tribu; finalmente, al alborear la mañana, el neófito renacía, exhausto, a una vida superior y era admitido en la sociedad de los mayores. Estas ceremonias arcaicas muestran una profunda sabiduría vital porque prestan la necesaria solemnidad al momento más trascendental y decisivo de la vida del hombre: el momento de la emancipación del sujeto respecto de sí mismo y su conversión en ciudadano de una comunidad, regida por tradiciones sagradas y por costumbres venerables de inmemorial antigüedad. Con la observancia de esas formalidades sacramentales, la comunidad confirma la santidad del deber que el yo, transeúnte entre estadios, acepta y asume abrumado por el temor, porque la transgresión de ese deber sacrosanto, incluso por mera inadvertencia, rompería el equilibrio cósmico y desencadenaría tarde o temprano terribles catástrofes colectivas.
A medida que las civilizaciones históricas fueron perdiendo contacto con la naturaleza y con sus ciclos y ritmos periódicos, también fue disminuyendo la vigencia social de los ritos de paso, si bien en una cultura tan urbana como la Roma imperial todavía se conservaba el ritual iniciático del uso de la toga praetexta, de color blanco y rodeada por una banda púrpura que vestían los adolescentes, quienes a cierta edad la cambiaban por la toga virilis para formalizar el inicio de su vida adulta y la asunción de los plenos derechos y obligaciones a fuer de ciudadanos romanos. Pero la sociedad moderna, que prescinde de lo sagrado así como de los símbolos y ritos que lo dotan de fuerza y significado, y que sustituye la magia mítica por la razón instrumental, se ve privada de resortes para proclamar la extremada seriedad de lo que, en términos secularizados, cabría denominar el tránsito del estado de naturaleza al estado civil.
Sigue siendo cierto que el hombre nace dos veces y que para el segundo nacimiento se requiere el aprendizaje más crítico y capital de todos, pues en el ingreso al estado civil están en juego una metamorfosis en el estatuto ontológico del sujeto y la subsistencia del orden social en el que se integra y de sus reglas.
En los ritos arcaicos, el candidato debía morir para renacer a un orden superior, y en el mito de Aquiles, en el que acaso reverberan ecos de antiguos misterios orientales reelaborados después en época histórica, el hijo de Tetis debe morir también para llegar a ser el héroe que está llamado a ser al servicio de la polis.
De igual modo, el abandono por el sujeto de su existencia anterior y su conversión en ciudadano entraña siempre una muerte moral a su autodivinización infantil y un resurgir, integrado y comprometido, en el ámbito finito de la eticidad. En cierta manera, la teoría de los estadios en el camino de la vida supone una recuperación secularizada de los ritos de paso que toma en consideración las consecuencias metafísicas y existenciales del acceso al estado civil de las personas y su mayoría de edad, circunstancia que va mucho más allá de un hecho biológico verificado por el mero transcurso del tiempo y el cumplimiento de una determinada edad fijada reglamentariamente. La ciudadanía no es un hecho biológico sino una elección de la voluntad, quizá la más grave de las decisiones del hombre. El Kierkegaard teórico de los estadios lo vio con claridad cuando preguntaba: «¿No querrías sentir que hay algo hermoso en el hecho de ser joven, pero también algo grave, es decir, que el uso de la juventud no es algo indiferente, que se encuentra uno ante una elección, una verdadera alternativa, un verdadero aut-aut?». Es la alternativa entre, o bien seguir siendo un ser absoluto fuera de la polis o bien ser un ciudadano de ésta, alternativa cuya resolución demanda del joven una especial «seriedad del espíritu», que el filósofo no vacila en considerar «el bien superior, lo único que en verdad da importancia a la vida».[27]
Esa trascendental transición, en el desarrollo de la personalidad, de la centralidad del yo a la aceptación de los fines superiores de la polis constituye el acto virtuoso del hombre por antonomasia. El hombre puede ejercitar esa o aquella virtud, pero la condición de posibilidad de todas ellas, la virtud de virtudes o virtus generalis, reside en la ciudadanía. El ciudadano es el vir virtutis que declara, con Aristóteles, que «la polis es, por naturaleza, anterior a la casa y a cada uno de nosotros» y que, «aunque sea el mismo el bien del individuo y el de la ciudad, es evidente que es mucho más grande y perfecto alcanzar y salvaguardar el de la ciudad».[28] La virtud consiste en asumir los deberes que la ciudad impone a sus ciudadanos y que se extienden a todos los rincones del mundo de la vida, como recuerda Cicerón en su célebre tratado: «De ninguna acción de la vida, ni en el ámbito público ni en el privado, ni en el foro ni en tu casa, ya hagas algo tú solo, ya juntamente con otro, puede estar ausente el deber, y en su observación está puesta toda la honestidad de la vida y en la negligencia toda torpeza».[29] El deber reclama del sujeto la inhibición de su espontaneidad y la generalización de su yo, que adopta el punto de vista de la totalidad social y admite ser instrumento de los fines superiores de ésta. Así Aquiles es un prototipo de excelencia humana porque su personalidad reúne las principales virtudes tenidas por tales en su época, como son la fuerza, la valentía, la fortuna o la elocuencia. Ahora bien, el presupuesto de todas esas plurales virtudes descansa en una virtud previa fundamental, justamente la decisión de ser ciudadano en el espacio finito de la polis. Llega a ser hombre dotado de arete porque antes ha escogido el vivere civile. El signo claro de su ingreso en el nuevo estado civil se muestra en su compromiso con las dos instituciones esenciales de la eticidad: la familia (Deidamía y Neoptólemo) y el trabajo al servicio de la felicidad colectiva (su respuesta a la llamada de un Ulises mercader), que sustituyen al anterior estado de indeterminación sentimental y sexual, travestido entre las mujeres, y al ocioso vivir para sí mismo del gineceo. Sólo cuando Aquiles ejercita la virtud general optando a favor de la ciudadanía, está en condiciones de tener el resto de las otras virtudes particulares.
La verdadera educación del sujeto consiste en la transmisión a éste de la voluntad y la fuerza necesarias para ascender a la generalidad de la virtud. Es éste un punto en el que Hegel y Kierkegaard, en tantos aspectos antagónicos, coinciden plenamente. En sus Fundamentos de Filosofía del Derecho, Hegel describe la elevación del espíritu a la eticidad (Sittlichkeit) desde la moralidad subjetiva (Moralität), representada para él en la conciencia moral kantiana. Ésta es el gineceo que abandona el espíritu para objetivarse en la «polis realmente existente», el todo ético. La verdad está en el todo, también la verdad ética, y lo particular es incívico, es anti-ético. Por eso entiende la educación (Bildung) como un desprendimiento del propio particularismo y un ascenso a la generalidad que el sujeto realiza principalmente mediante el trabajo. Trabajando, el sujeto transforma la naturaleza extraña y conforma con ella un objeto nuevo en el que el yo se reconoce a sí mismo pero objetivado, porque su obra no es para el propio deleite —en el trabajo debe inhibir su propio deseo— sino para beneficio de la generalidad. En la eticidad de la polis, el sujeto se erige en ciudadano y, en puridad, es hombre por primera vez: «Aquí es lo concreto de la representación lo que se denomina hombre; por tanto, únicamente aquí —y propiamente sólo aquí— se habla de hombre en este sentido».[30]
Por su parte, Kierkegaard describe el mismo proceso en dos ensayos que adoptan la forma de cartas de un hombre casado a un esteta, Validez estética del matrimonio[31] y Estética y ética en la formación de la personalidad, si bien, dentro de las instituciones de la eticidad, se interesa mucho más por el amor ético o matrimonio que por el trabajo. El esteta vive en la imaginación y en la posibilidad, porque hasta el placer puede decepcionar, pero la posibilidad nunca. Le reprocha el hombre casado en su carta: «Dejas que todo pase ante ti sin impresionarte». Inaccesible a toda imputación, el esteta no acepta compromisos, se mantiene en el permanente «quizá» y se complace en su propia exuberancia subjetiva sin ejecutar nada. Sólo le interesa la novedad de la primera vez y, una vez experimentada, se siente incapaz de repetir porque le falta perseverancia, le invade el hastío y la melancolía: «¿Cuál es mi enfermedad? —se pregunta el diarista—. La melancolía. ¿Dónde está su asiento? En la imaginación y se nutre de posibilidades».[32] Esta situación de indolencia, tedio y aburrimiento continuado de los que se sitúan en la diferencia diletante conduce a la desesperación, y en el abismo de la desesperación brota el anhelo de lo general: llega el momento en que «los más excelentes individuos, en sentido estético, aquellos cuya vida se encuentra justamente en las diferencias, se sentirán desesperados por encontrar lo general».[33]
Y entonces nace la eticidad: «Sólo cuando el individuo mismo es lo general, la ética se deja realizar».[34] Como el pecado es el particularismo, el deber del hombre consiste en tomar la decisión de «despojarse de su carácter individual para convertirse en lo general. El individuo que reivindica su carácter individual frente a lo general, peca».[35]
La virtud que se contrapone al pecado de particularismo es precisamente esa decisión de encumbrarse sobre sí mismo hasta poder llegar a sentir el deber, es decir, por efecto de la generalización del yo, asumir como propia la necesidad de lo que el todo social impone a sus miembros. Para asegurar su propia subsistencia, la polis acoge y recompensa a aquellos ciudadanos que asumen tareas útiles: «El que vive estéticamente sólo ve por todas partes posibilidades, las que constituyen para él la sustancia del porvenir; mientras que el que vive éticamente ve tareas por todas partes».[36] Kierkegaard piensa sobre todo en el matrimonio, en el que el eros del primer amor o amor romántico se eleva a amor-ético que funda una casa, y en el que el esposo no combate ya, como el caballero seductor, contra leones y ogros, sino contra un enemigo mucho más peligroso: la ausencia de ellos así como de toda aura mágica en el cumplimiento repetitivo del deber.
¿Qué nos manda el deber? Ser productivos al servicio de la polis, producir cosas útiles y, en definitiva, ser cosa y aguantar allí el ser. Las dos instituciones de la eticidad son mutuamente solidarias en cuanto el amor ético desemboca en los hijos, y el sostenimiento de éstos requiere un salario que se obtiene en retribución de un trabajo: los sujetos que se aman éticamente necesitan trabajar para mantener su casa; sólo quien es capaz de la virtud del trabajo puede aspirar a la virtud aún mayor del amor ético. Amor y trabajo conspiran para obrar la sustitución de la primacía del yo por la primacía de la cosa, la cual asume fuerza directiva. Cosa significa aquí: fecundidad, frutos, resultados de la acción; en una palabra: producción (obras del trabajo) y reproducción (hijos). El hombre ético se cosifica en el sentido de que para él su verdadero ser no reside en su yo sino en la cosa que produce, que se constituye en el principio rector que señala la orientación a todo su actuar. El trabajador responde de la obra que le encarga el empleador y el padre responde de su hijo, que se desarrolla y crece, y ninguno de los dos, cuando de verdad es responsable, calcula el número de horas o las privaciones o los obstáculos que hay que remover, porque está comprometido con el resultado final y sólo el éxito le vale.
El yo que actúa éticamente no se consuela pensando que ha hecho todo lo que ha podido o que nadie puede reprocharle nada, porque para él lo que está en vilo ahora no es la salvación de su subjetividad, sino el progreso de aquello de lo que se ha hecho cargo. Ser responsable es responder a la llamada de la cosa, ser fiel a la objetividad de ésta, y de esta forma ser fecundo autoalienándose al servicio de la totalidad. Quien es virtuoso produciendo algo útil y cuidando de ello es recibido con satisfacción por la comunidad, ocupa con todo derecho una posición en ella y disfruta de una respetabilidad que conforma su nueva identidad de ciudadano. De este modo, en la fecundidad del sujeto éste se concilia, como en la infancia, con la objetividad, retorna a aquella primera ingenuidad que entonces fue natural y espontánea y que ahora es ingenuidad aprendida, adquirida mediante la virtud, apropiada por el yo con gran esfuerzo tras la conflictiva escisión adolescente.
Todo lo anterior describe cómo, en el proceso de generalización, el sujeto se hace cosa, pero luego está el aguantar el ser allí. Porque es duro mantenerse elevado en el deber, repetir una y otra vez los cuidados y trabajos que la cosa misma exige, que son siempre los mismos, invariables, reiterar incansablemente el sacrificio del yo en el altar de lo otro, la austera sujeción del corazón que —conviene recordarlo— se había proyectado durante el anterior estadio en una totalidad sentimental. Siendo el éxito del resultado práctico lo único decisivo en el deber, todo lo demás se subordina a este fin superior, que quien se halla seriamente comprometido con ese éxito se asegura mediante la inevitable repetición. El diletante vive en el vaivén de su estado de ánimo y odia la repetición; la virtud, por el contrario, que se desentiende de las intermitencias del corazón, condena el vano placer de la excepcionalidad. El hombre casado de Kierkegaard evoca, en su epístola al esteta, «el respeto absoluto que me inspiraba la regla, la deferencia por ella, el desprecio que sentía por la existencia penosa de la excepción».[37] El deber aplana las diferencias entre los sujetos y los iguala entre sí; asimilados por la objetividad de la cosa misma, los normaliza. Los rasgos salientes o extravagantes de la persona quedan en la eticidad sofocados por este imperativo de normalidad. Todos los ciudadanos de la polis son esencialmente el mismo porque quien realiza una obra útil —trabajando para vivir o cuidando de su casa— sólo hace lo que todo el mundo hace y como todo el mundo lo hace. El deber eleva al yo despojado de sus diferencias desde lo particular hasta lo genérico, y allí, convertido en ejemplar del género humano, siente el significado profundamente ético de limitarse a ser sólo uno más de entre el común de los mortales.
La mayoría de edad del hombre se resume en la palabra deber —¿quién negaría este aserto?—, deberes profesionales, familiares, ciudadanos. El deber es algo que nos precede y nos trasciende, que cumplimos en conciencia sin sentir inclinación. En este estadio, la alegría del hombre reside en los buenos frutos de la virtud. Como esos frutos son lentos y maduran a largo plazo, sin posibilidad de atajos, en el día a día no cabe esperar nada nuevo. Más aún, lo nuevo se presenta como peligroso o potencialmente amenazante. En lugar de soñar con crear un mundo, se esfuerza uno por retener, conservar y cuidar lo que ha producido. Toda novedad es perturbadora cuando ya se posee lo esencial. ¡Sin novedad! Aquella fórmula de la disciplina militar se convierte así en el lema supremo de la eticidad; de igual modo que el oficial que pasa revista a su tropa en formación espera oír de boca de su subordinado esas palabras formularias, ya que la ausencia de incidencias reseñables corrobora el buen funcionamiento de la normalidad colectiva de la que es responsable, así también el hombre ético que pasa revista cotidiana a sus obligaciones siente con satisfacción que su tarea ha sido cumplida cuando al final de la jornada es capaz de decirse a sí mismo: «¡sin novedad!».
En estas condiciones, es natural que el sujeto haya de superar arraigadas resistencias a la virtud y reñir una profunda lucha consigo mismo. En la emancipatoria ascensión hacia sí mismo, a veces el sujeto recae en su primitivo estadio y cede al impulso de buscar el reconocimiento de una excepcionalidad y de afirmarse como destino singular; pero en ese mismo momento la voz de la conciencia frena de raíz esa tendencia espontánea negando al yo insumiso todo privilegio y recordándole que hay que adaptarse. Y aunque la virtud es así, idéntica a sí misma, se sabe y se acepta con firmeza de voluntad, el yo aplastado por el peso de esa normalidad echa a veces de menos aquella hora adolescente enfebrecida, pasional, libre de deberes; el yo anulado en el deber funcional aspira por un momento aquel aroma nostálgico, de enamoramiento y exaltación sentimental; el yo enajenado por la obra útil se acuerda de aquel tiempo, si no feliz, sí pleno, de entera autoposesión y de solazamiento en la propia intimidad sin límite de tiempo; el yo drenado por la repetición y por la confirmación (en el mejor de los casos) de lo previsible acaba rememorando esa ansiedad de cuando el mundo estaba en vilo, cada día, cada hora, con todas las posibilidades todavía abiertas. El deber es compatible tanto con el placer a corto plazo que no compromete como con la satisfacción moral por la rectitud de toda una vida, pero raramente con la emoción y el fervor del alma, que requieren un tiempo, un hábito y una libertad para expansionarse que la responsabilidad no se concede. No es exagerado decir, en fin, que se necesita el temple de todo un héroe para tomar la decisión ética.
Hay una paradoja en la virtud y ésta es que la generalización del yo supone para éste en la práctica un deber de especialismo. En efecto, generalizarse quiere decir adoptar el punto de vista del todo, conceder prioridad y asumir como propios, prevaleciendo sobre los privados, los intereses y fines colectivos de la polis, anteponer la felicidad común a los deseos espontáneos del sujeto, subordinar la propia subjetividad a una objetividad superior. Ahora bien, lo que la polis demanda del yo generalizado es que ponga a contribución todas sus capacidades productivas y que sea así activamente fecundo rindiendo obras útiles a la comunidad. Y la manera en que los hombres venimos a ser socialmente útiles es mediante la inevitable especialización ética.
Aunque no se refieren explícitamente a ella, los dos teóricos de la generalización que han comparecido arriba sugieren implícitamente la realidad de esa paradoja. A la elevación del espíritu objetivo desde la moralidad subjetiva a la eticidad objetiva corresponde, según Hegel, una división social del trabajo, pues gracias a ella crece la sencillez y la habilidad del sujeto en sus tareas así como la cantidad de sus producciones. A su vez, dicha división y la especialización que le es inherente, «completa la dependencia y relación recíproca de los hombres para la satisfacción de las restantes necesidades en orden a la necesidad total».[38] Por su parte, Kierkegaard no ve incompatible afirmar que «al casarse el que vive éticamente realiza lo general», y sostener al mismo tiempo que «nada hay en el cielo y la tierra más concreto que un matrimonio y la situación conyugal» y también que «el que uno se case significa que ingresa en una realidad relativa a una realidad dada: el hecho de contraer matrimonio entraña una concreción extraordinaria».[39] Para el danés, el primer amor responde a un movimiento de espontaneidad abstracta mientras que el amor ético debe ser objeto de elección y, expresión de la generalidad ética, supone, sin embargo, una decisión a favor de lo histórico-concreto.
En síntesis, el yo que se generaliza al asumir como propios los intereses generales de la polis está abocado, para servir a esos mismos intereses y desarrollar sus personales capacidades productivas, a una doble especialización: la del trabajo y la del corazón; esto es, la división social del trabajo en la tarea específica que a cada cual le cumple realizar y el compromiso de fidelidad a una persona concretísima del amor ético junto con la carga de los hijos que le nacen a éste. También Aquiles hubo de dejar ese magma informe del gineceo y, despojándose de su disfraz ambiguo, decidirse por ejecutar la concreta obra útil a la comunidad que se le reclamaba. El proceso de determinación se había iniciado antes, cuando de entre la multiplicidad de mujeres placenteras que excitaban su vivacidad, se concentró éticamente en una, Deidamía, y con ella fue también fecundo y dio vida a un hijo, al que se dirigirían sus últimos pensamientos de padre antes de morir, mostrando así que la evolución desde el primer amor y sus tendencias eróticas a la responsabilidad y sobriedad del amor ético ya se había consumado en él. Su sentimentalidad ya estaba moldeada y preparada para la acción heroica y de ahí que se levantara y pidiera belicoso las armas a la sola llamada de trompeta de Ulises, que, intruso en el gineceo vestido de mercader, personifica la inevitable entrada de la economía de la polis en la educación moral del héroe.
Ambos pensadores, no obstante, sugieren a su manera que la especialización comporta algo más importante que ella misma y de enorme trascendencia para el sujeto. El producir especializado, dice Hegel, «hace además cada vez más mecánico el trabajo, y con ello al final apto para que el hombre pueda alejarse de él y en su lugar dejar entrar a la máquina». Sustitución del hombre por la máquina: luego el hombre es fungible, pese a su condición, como sujeto, de fin en sí mismo y nunca medio. Y Kierkegaard recuerda cómo el que ama objetivamente «ingresa en una realidad relativa a una realidad dada», ingresa, simplemente, en la realidad objetiva, que es siempre histórico-concreta y donde el yo convive con otros como él y experimenta por primera vez su posición relativa y contingente dentro del todo. A meditar sobre el sentido de la especialización para la teoría de los estadios se dedica el resto del apartado, con la mira puesta en sus consecuencias metafísicas y existenciales y en mostrar cómo, en el ciudadano, la especialización de su yo generalizado le conduce, por la fuerza de las cosas, a la experiencia de la propia mortalidad en el seno de la polis.
Las sociedades complejas necesitan la especialización de sus miembros y Durkheim halla en esta especialización inevitable la principal obligación ética del hombre. En su conocido ensayo La división del trabajo social, el sociólogo francés cree que en las sociedades históricas los ciudadanos han de desarrollar para sobrevivir diferentes profesiones y oficios, en suma, diferentes funciones sociales. Como todos desarrollan una función específica, nadie es autónomo y cada uno depende de los demás para su propia subsistencia; el estado de precariedad en que quedan los entes especializados, insuficientes y parciales en su especialización, se compensa con la mutua solidaridad orgánica y cooperativa. He aquí la paradoja de la virtud expresada en términos sociológicos: la especialización solidaria del sujeto es necesaria para la cohesión social, por tanto especializarse es el deber capital del yo generalizado. Congruentemente, concibe Durkheim la moralidad no como el ejercicio autónomo de la libertad o el poder abstracto de elección, sino como aquello que asegura la solidaridad entre sujetos productivos, lo cual entraña para éstos la necesidad de reprimir el egoísmo infantil y aceptar cívicamente la dependencia mutua. La moralidad, dice, «consiste en un estado de dependencia. Lejos de servir para emancipar al individuo, a fin de desligarle del medio que lo envuelve, tiene, al contrario, por función esencial hacer que forme parte integrante de un todo y, por consiguiente, arrebatarle algo de su libertad de movimientos».[40]
En la pintura que traza del diletante que se mantiene en una subjetividad abstracta preespecializada, se halla la mejor fenomenología del estadio estético. «Han pasado los tiempos», exclama con acento solemne, «en que parecíanos ser el hombre perfecto aquel que, interesándose por todo sin comprometerse exclusivamente en nada, y siendo capaz de gustarlo todo y comprenderlo todo, encontraba el medio de reunir y de condensar en él lo que había de más exquisito en la civilización […]. Sentimos un alejamiento hacia esos hombres cuyo único cuidado es organizar y doblegar todas sus facultades, pero sin hacer de ellas ningún uso definido y sin sacrificar alguna, como si cada uno de ellos debiera bastarse a sí mismo y formar un mundo independiente. Nos parece que ese estado de desligamiento y de indeterminación tiene algo de antisocial. El buen hombre de otras veces no es para nosotros más que un diletante, y negamos al diletantismo todo valor moral; vemos más bien la perfección en el hombre competente que busca, no el ser completo, sino el producir».
Ese yo adolescente constituido en mundo, en conexión con la totalidad, que se basta a sí mismo y descomprometido, cede ante la figura del hombre competente, que es virtuoso simplemente cumpliendo con su deber. «En las sociedades superiores», continúa en otro momento del ensayo, «el deber no consiste en extender nuestra actividad en forma superficial, sino en concentrarla y especializarla. Debemos limitar nuestro horizonte, elegir una tarea definida y meternos en ella por entero, en lugar de hacer de nuestro ser una especie de obra de arte acabada, completa, que saque todo su valor de sí misma y no de los servicios que rinde».[41] El mérito superior de Durkheim estriba en trascender el mero hecho sociológico de la especialización y acertar a ver en ésta un fenómeno básicamente ético y aun el mandato supremo de la moralidad, que admite ser formulado a guisa de imperativo kantiano: «El imperativo categórico de la conciencia moral está en vías de tomar la forma siguiente: ponte en estado de llenar útilmente una función determinada».[42]
El yo generalizado es un ser-para-la-polis al que el todo social exige su especialización para poder así «llenar útilmente una función determinada», donde la determinación de la función objetivamente asumida depende de la previa determinación subjetiva del yo y de su avance en el dramático proceso de individuación personal. Requiere esfuerzo porque, como nos recuerda un antiguo axioma,[43] omnis determinatio est negatio o, lo que es lo mismo, mediante la determinación personal y social el ser-para-la-polis entra irremisiblemente en la negatividad de la experiencia. Toda experiencia es negación o, más exactamente, experiencia de la negatividad y de la dolorosa resistencia de la realidad a la espontaneidad del yo.[44] A un joven Goethe fascinado por la idea de experiencia, en respuesta a una pregunta de éste, le dice un oficial veterano: «La experiencia no consiste más que en que uno acaba experimentando lo que no desea experimentar, pues finalmente, al menos en este mundo, es donde todo suele desembocar».[45] Por su parte, Gadamer identifica esa negatividad —la experiencia de lo que inhibe nuestro deseo, en palabras del oficial— con la condición finita del ser humano. Después de reconocer que el concepto de experiencia es uno de los menos aclarados y precisados en la tradición filosófica, indaga ese concepto en Aristóteles, Bacon, Hegel y Husserl, para concluir que la esencia de la experiencia se encierra en el verso de Esquilo que exhorta a «aprender del padecer», a conocer, por el dolor, «la percepción de los límites de ser hombre, la comprensión de que las barreras que nos separan de lo divino no se pueden superar. En último extremo es un conocimiento religioso, aquel que se sitúa en el origen de la tragedia griega. La experiencia es, pues, la experiencia de la finitud humana».[46]
La experiencia proporciona el conocimiento de los múltiples límites que el principio de realidad impone a un yo que tiende al absoluto, y la síntesis de toda la experiencia en general enseña el límite definitivo, irrebasable para el hombre, que separa nuestra naturaleza finita de la eternidad incorruptible de lo divino. El escenario donde el yo experimenta la limitación temporal de su ser es la polis, que bien cabe llamar por esa razón el gran teatro de la finitud. Aquiles durante los años en Esciros permaneció sin virtud y sin historia, totalmente inexperto, y sólo fue capaz de auténtica experiencia cuando renunció a la eternidad de su linaje divino y salió de su escondite, se dejó ver por los demás caudillos y se unió a la causa griega. De lo cual se desprende que la experiencia pertenece en exclusiva al ciudadano de la polis, no al dios olímpico ni al endiosado yo solitario-abstracto, y que, en consecuencia, toda experiencia es experiencia política, excluyéndose la posibilidad de una privada, de la misma manera que tampoco pueden darse los lenguajes privados, como demostró Wittgenstein.
Cuando, saliendo del estado de naturaleza, los ciudadanos acuerdan un pacto social, en ese momento los planetas inician en el inmenso espacio sus giros por las órbitas, empieza a fluir el tiempo en el mundo y el ser-para-la-polis por primera vez siente su consustancial finitud. Dice Aristóteles que los dioses no pueden nunca ser ciudadanos, miembros de una comunidad;[47] es en efecto impensable una polis compuesta por dioses inmortales —el Olimpo dista mucho de ser una— porque cada uno de ellos es una personalidad soberana y absolutamente única que no tolera la relativización y multiplicidad inherentes a la convivencia en un espacio público compartido. La polis cosifica, convierte todas las cosas en entidades fungibles, susceptibles de trueque, y a todos los ciudadanos sin excepción en trabajadores por cuenta ajena: es teatro de la finitud porque en su seno nada hay necesario, todo es intercambiable, todo es repetible, incluido el yo estético. Por ello, sólo los mortales pueden suscribir el contrato social y, al hacerlo, pactan precisamente las condiciones y el precio de su propia contingencia.
Esta contingencia política del ciudadano es hija de la expresada paradoja de la virtud. El hombre competente y productivo de Durkheim, precisamente por especializarse en una función determinada, se torna dependiente de las demás funciones y de los demás hombres y, en ese sentido, viene a ser una entidad parcial, incompleta y menesterosa que necesita de todos los demás entes para mantenerse. La indigencia ontológica del hombre especializado se conjuga entonces con los descritos efectos éticos de la generalización del yo: los que, por la virtud, se elevan a la normalidad haciendo lo que todo el mundo hace y como todo el mundo lo hace, se asimilan entre sí hasta ser básicamente el mismo ciudadano, por lo que, adquiriendo la misma fungibilidad del dinero, se hacen intercambiables y como tales aptos para ser subsumidos por la finitud productiva de la polis. Un yo intercambiable equivale a un yo sin-novedad, un yo del montón, sustituible por otro yo o por una máquina, en suma, innecesario; y la innecesariedad del ciudadano no se limita a la contingencia de hipotéticamente poder no-ser, sino que, con más radicalidad, se extiende a su entero destino inexorable, el de positivamente dejar de ser algún día o ser-de-vida corta, lo que la Muerte, en cuanto gran repetición, consuma imprimiendo en cada uno de nosotros el sello de lo idéntico y de lo siempre-igual.
Por todo lo cual cabe sentar la siguiente proposición: eticidad y mortalidad se pertenecen mutuamente, se anudan entre sí en una trenza inextricable para conformar el nudo de la experiencia humana: no puede probarse una sin gustar de la otra, como no es posible tampoco besar a la amada sin cerrar fúnebremente los ojos. La experiencia política tiene en la guerra de Troya su alegoría y en ella la muerte de Aquiles al pie de sus murallas muestra que lo que el hombre experimenta en la polis son siempre, de múltiples maneras, modulaciones de su propia mortalidad. Ser-para-la-polis y ser-de-vida-corta en último término coinciden, y por eso Aquiles, el gran héroe al servicio de la polis, hubo de ser de tan temprano hado. Quien se especializa en la polis, tiene experiencia, se decía antes, y ahora ya se puede añadir: quien tiene experiencia política, sabe que morirá algún día. De modo que la virtud del yo ético que, por mandato de la polis, se especializa, puede calificarse, en propiedad, de heroica por cuanto, al decidirse a favor de la polis, ese mismo yo toma la decisión fundamental de ser-de-vida-corta, imitando al héroe ejemplar que fue trágicamente virtuoso por abdicar de su condición divina y elegir la vida breve.
Al ser ciudadanos, experimentamos que somos mortales, y no sólo nosotros, sino que todo lo que este ser-de-vida-corta produce comparte el mismo fatum: las obras del trabajo, los hijos que nacen del amor ético, y los hijos de los hijos, ¡todo moral y todo mortal!, una cadena de entidades destinadas a la corrupción a la que es imposible escapar. Y son la magnificencia y el esplendor de nuestras producciones las que, por el temor a perderlas, nos evocan el recuerdo de la última futilidad de todo, como al oído del glorioso César entrando triunfante en Roma una voz le susurraba: «Recuerda que eres mortal».
Cuando nos conmueve la evidencia de lo que con tanta intensidad amamos y deseamos, sentimos por anticipado la melancolía de su segura pérdida, como expresa bellamente Herodoto al narrar los preparativos de la segunda guerra médica. Cuenta el historiador griego que, muerto Darío, el gran rey de los persas, en la más alta magistratura del gran imperio asiático le sucedió Jerjes, que se atrevió a saltar las aguas del Helesponto a la conquista del continente europeo. Agrupó su formidable ejército y toda su armada en la costa de Abido, sólo un poco al norte de Troya. Ha hecho formar a sus hombres, centenares de miles de soldados que llenan todas las llanuras de alrededor y toda la extensión de la playa, y, subido a una colina, contempla esa impresionante exhibición de fuerza como quizá no habían visto todos los siglos anteriores. En ese momento, dice Herodoto, «se consideró un hombre afortunado; pero, acto seguido, se echó a llorar». Su tío Artábano, que contempló la escena, le preguntó por este súbito cambio de ánimo, y el gran rey respondió: «Es que me ha invadido un sentimiento de tristeza al pensar en lo breve que es la vida de todo ser humano, si tenemos en cuenta que, de toda esa cantidad de gente, no quedará absolutamente nadie dentro de cien años».[48] En el cenit de la experiencia ético-política, la melancólica memoria de la vaciedad del ser.
En la biografía particular de cada yo realmente existente se actualiza la decisión heroica de Aquiles, cuyo dilema existencial, que es el nuestro, se resume en la formidable tarea de aprender a ser mortal. He aquí, en última instancia, el supremo deber del yo, meollo y sustancia del estadio ético, la más importante lección que el centauro Quirón transmitiría a su pupilo cuando le fue confiada la educación del hijo de Tetis, llamado a ser el mejor de los griegos. Aunque nuestra época ha banalizado las solemnidades de las sociedades arcaicas que ritualizaban este trance de la determinación temporal, en él se encierra, hoy como ayer, la posibilidad de la auténtica experiencia del hombre. Cuando elegimos una profesión en la organización social o concebimos por otro yo un amor ético que funda una casa, en esa misma hora el sujeto se está jugando su propia mortalidad. Aunque resulte extraño, la finitud debe elegirse y ser objeto de personal apropiación, no es algo que ya esté dado o pueda uno disponer de ello sin esfuerzo ni aprendizaje. Más aún, es la tarea de toda una vida que no termina nunca de completarse. Durante nuestra infancia somos niños griegos que presuponemos sin cuestionarla la eternidad del cosmos y durante nuestra adolescencia, con el descubrimiento de la intimidad, tendemos a autodivinizarnos. El resto de nuestra vida es una interminable novela de educación o Bildungsroman en la que se narra cómo se va formando en el yo el temple necesario para adoptar aquella decisión heroica sobre la propia mortalidad.