II

LA OBJETIVIDAD HALLADA Y PERDIDA

 

 

 

La objetividad será para estos dos grandes lo que la luna para la humanidad: un astro que se admira en lo alto del cielo, que una vez se visitó en el curso de una hazaña histórica y luego, tras poner allí arriba la huella, se abandonó, sin dejar nunca de contemplarlo en la distancia.

Por bien conocida, no parece necesario extenderse en la exposición de la nueva sentimentalidad del yo contenida en sus obras, si bien una sumaria alusión a la forma que adoptó servirá para apreciar la dimensión de la empresa de elevación a la objetividad que uno y otro intentarán en cierto momento. Rousseau hará una ruidosa aparición ante la sociedad de su tiempo con dos ardientes discursos que son como dos panfletos contra el mundo que no acaba de aceptarlo. Escritos tras una personal epifanía que él llamó «la iluminación de Vincennes», lo nuevo residente en ellos estriba no tanto en la contraposición entre el yo y el mundo social, tan antigua como la polis misma, sino en que se atreva a sostener con inaudito énfasis que, en esa contraposición, que la inadaptación de la nueva subjetividad extrema aún más, es el mundo el que debe ceder, porque el yo encarna la virtud y la bondad natural, y la sociedad, en cambio, la corrupción, la injusticia y la desigualdad. Ante una polis históricamente envilecida, al yo que desea ser honesto y virtuoso sólo le queda recogerse, oír su propio corazón y bastarse a sí mismo. La moraleja final de ambos discursos es coincidente. El primero de ellos, a continuación de una descripción crítica y sombría del estado civil, concluye con una llamada al ensimismamiento: «¡Oh, virtud! Ciencia sublime de las almas sencillas, ¿tanto esfuerzo y aparato son precisos para conocerte? ¿No están tus principios grabados en todos los corazones, y no basta para aprender tus leyes con recogerse en uno mismo y escuchar la voz de la propia conciencia en el silencio de las pasiones? He ahí la verdadera filosofía». Y las últimas líneas del segundo discurso resumen en una apretada fórmula todos los anteriores razonamientos sobre el origen de la desigualdad: «Tal es, en efecto, la verdadera causa de todas las diferencias: el salvaje vive en sí mismo; el hombre sociable siempre fuera de sí no sabe vivir más que en la opinión de los demás».[94]

Una vindicación del yo por encima del mundo entero, un yo que vale más que todo y que todos. Un exceso como éste sólo cabe si el yo previamente se autodiviniza; la aspiración máxima para él será la autonomía, vivir para sí, sin dependencias ni esclavitudes: ser causa sui como el mismo Dios del cielo. Lo cual, a su vez, sólo es posible si el yo se mantiene en el estadio estético y allí se crea un mundo. Werther es una criatura señera de esta mentalidad. La novela no informa cómo se gana la vida el autor de las cartas y todo parece indicar que disfruta de una de esas ociosidades subvencionadas que han sido analizadas más arriba. En este estado de libertad, se puede permitir sentimientos vehementes hacia la Naturaleza y luego hacia una mujer que le inspira un amor romántico que no reprime pese a estar comprometida con otro y no alentar su pasión. Sólo sirve a su propio corazón y fuera de su subjetividad al lector todo le resulta borroso, abstracto, los paisajes, la sociedad de los otros personajes, incluso la propia amada Lotte: «Me reconcentro en mí mismo y ¡encuentro un mundo![…]. Y todo se diluye entonces ante mis sentidos».[95] Evaporada la objetividad ética, el corazón se constituye en el amo del mundo: «Este corazón que es mi único orgullo y solamente él es manantial de todo: de toda fuerza, toda dicha y toda miseria. ¡Ah!, lo que yo sé puede saberlo cualquiera; mi corazón no es más que mío».[96] Sentencias como éstas pertenecen a la nueva Empfindsamkeit que el éxito del Werther goethiano contribuyó a dar forma en Alemania. En su autobiografía, Goethe calificó este producto temprano de su ingenio como «enfermizo delirio juvenil»,[97] pero el Goethe anterior a su partida hacia Weimar, el ensayista del artículo «Sobre la arquitectura alemana», el pionero del movimiento de renovación teatral Sturm und Drang con su drama Götz von Berlichingen, el poeta descollante del Genieperiod autor de Ur-Faust o Prometeo, ese Goethe es todo él un enaltecimiento de aquel delirio y el campeón del romanticismo temprano alemán.

La autodivinización del yo no asegura, empero, su buena recepción por la polis. Todo lo contrario: al oponerse a la totalidad social —a su nivelación, a su especialización, a su sensatez, representadas en la novela por Albert, el prometido de Lotte y posterior marido—, el yo acaba sucumbiendo en un proceso de decadencia que el novelista recrea en una secuencia de cartas. Werther se presenta primero como ese Prometeo del mencionado drama inacabado que, cual titán, se alza contra Zeus y su orden opresivo en un acto de autoafirmación absoluta. En una carta refiere a su corresponsal «cómo me sentía divinizado en esta desbordante plenitud y cómo las espléndidas formas de un mundo infinito se agitaban y reanimaban plenamente en mi alma»;[98] pero en la misma un poco más adelante ya dice sentir angustia (18 de agosto); en la siguiente, hastío (21 de agosto). Ese ensimismamiento estéril y ese abandono sin freno a las pasiones ardientes del corazón, aliados con la negación de toda virtud configuradora a la eticidad de la polis, motejada de hipócrita y filistea, dan como inesperado resultado la súbita pérdida de fundamento del yo. Dentro de la totalidad estético-subjetiva, la plenitud y la nada se suceden como estados de ánimo intercambiables: «Sí, estoy convencido, querido amigo, y cada vez lo estoy más, de que la existencia de una criatura importa poco, muy poco»;[99] «¿Qué es el hombre, este semidiós tan ensalzado? ¿No le faltan las fuerzas precisamente allí donde más las necesita?».[100] La desesperación del «bien veo que no tenemos salvación»,[101] acaba dando paso al repetido «¡quiero morir!» de la última carta de Werther que éste deja en su escritorio para ser leída por Lotte después de su suicidio.

Este final trágico no debe ser interpretado, sin embargo, como un reconocimiento por el poeta del fracaso del yo ni cabe extraer de él una enseñanza edificante desde la perspectiva de la polis; al contrario, toda una juventud doliente se apresuró a vestir con arrobo el frac azul y el chaleco amarillo que portaba el suicida en su última hora y algunos llevaron su identificación hasta el extremo de imitarlo en su suicidio, viendo en sus penas y sufrimientos tanto como en el infeliz desenlace de la novela el único destino digno para un yo consciente de su linaje divino y acorralado por una objetividad vulgar, alienante y hostil.

Sentadas estas premisas, es más fácil hacerse una idea de las formidables dificultades que se le plantean al sujeto moderno que aspira a elevarse a una objetividad que deje atrás la ingenuidad de los antiguos y pueda ser aceptable por quien se sabe la culminación histórica y natural de la teleología que dirige el mundo. ¿Cómo remontar hasta la altura de lo común y lo general con una carga tan pesada a las espaldas? ¿Qué educación será capaz de persuadir a este nuevo hombre de la virtud de abrazar la posición del tornillo o la rueda en el engranaje social? Los intentos de modelar un yo que sea una auténtica obra maestra de la personalidad subjetiva, como propone Rousseau con su Emilio o Goethe consigo mismo en Poesía y verdad, no acaban nunca de salir del estadio estético, pese a que supongan un paso hacia delante en el camino hacia una objetividad que exige reglas, medida y limitación a la espontaneidad infinita del yo juvenil. El maestro de Emilio es su tutor omnisciente, omnipresente y omnipotente, la encarnación con levita y botines de una agobiante Providencia divina, y el maestro tutelar de Goethe será un impersonal pero no menos oficioso Destino, que, a veces con rodeos y siempre con acierto, vela por su favorito y conspira con sus dones naturales y sus circunstancias históricas para que el azar le sea siempre favorable en la empresa de construir con su yo un todo armónico y vivo. En ambos libros están ausentes el absurdo, el sinsentido y la arbitrariedad, en suma, la negatividad que conforma la entraña de la experiencia real. Aunque los hechos narrados en el relato de Goethe son en su mayoría episodios reales de su vida, el interés de éstos no se agota en lo histórico-biográfico del personaje, sino que, al manifestarse sutilmente en ellos una ley interior que les dota de una necesidad retrospectiva, acaban siendo símbolos que remiten a un orden ideal de sentido. En cierto momento de la obra Goethe expresa su convicción de que, a medida que aumenta su formación cultural, todo hombre desempeña un doble papel sobre la tierra, uno real y otro ideal, y que «esta vinculación de un mundo imaginario con el real cubre con un agradable reflejo la vida entera de la persona».[102]

Es significativo que la formación educativa del yo se interrumpa en uno y otro caso en el momento inmediato anterior a su inevitable incorporación a la polis. Poesía y verdad narra los primeros veinticinco años de la vida de su autor, dedicados a cultivar su personalidad sin apenas constreñimientos exteriores, y termina en la víspera de su partida hacia Weimar, antes, por tanto, de que iniciara allí su primera aproximación a las instituciones de la eticidad. De haber continuado su autobiografía, hubiera sido fascinante seguirle en esa primera década en Weimar, al cabo de la cual, en lo más profundo de su crisis, llegaría a declarar que se tenía por muerto, señal de que había experimentado con toda inmediatez los rigores de la mortalidad política. La luminosidad simbólica que el ideal proyectaba sobre su vida habría entrado por fin en insuperable conflicto con la instrumentalización del yo inherente a la economía de la polis. Rousseau, por su parte, mantiene a su pupilo deliberadamente aislado de las gentes y apartado de grandes urbes. Quiere para Emilio la autosuficiencia del hombre solitario y feliz que sólo ambiciona lo que es proporcionado a sus fuerzas, a diferencia de los hombres de las ciudades, que, como los niños, desarrollan más allá de lo justo su fantasía y su imaginación, conciben deseos que exceden sus capacidades y, como dependen de los demás para satisfacerlos, caen en la más triste servidumbre. Él educa a su discípulo en la rusticidad del campo. Sin embargo, a cierta edad le hace ir a París a la busca de una mujer virtuosa digna de su esmerada educación, lo que le permite a Rousseau desarrollar unos razonamientos sobre la corrupción y depravación de la capital, el escándalo de las costumbres del siglo y la segunda naturaleza que éstas hacen nacer en el discípulo, quien allí en poco tiempo aprende a despreciar lo que antes estimaba. El extenso Libro IV del tratado concluye con una despedida a la eticidad de la polis, simbolizada en París: «Adiós, pues, París, ciudad célebre, ciudad de ruido, de estiércol y de barro, donde las mujeres ya no creen en el honor ni los hombres en la virtud. Adiós, París: buscamos el amor, la felicidad, la inocencia: nunca estaremos lo bastante lejos de ti».[103]

El libro es un tratado de educación estética del hombre, que Rousseau llama al comienzo de su Emilio educación privada, doméstica o natural, en contraposición con la educación pública, que no aborda en el ensayo; la primera clase de educación hace hombres, la segunda ciudadanos. La educación privada enseña a ser un hombre natural, para sí mismo, autosuficiente, y a sentir intensamente la vida: «Vivir es el oficio que quiero enseñarle. Lo admito, al salir de mis manos no será ni magistrado ni soldado ni sacerdote; será ante todo un hombre».[104] Ese oficio general de vivir, anterior a la división social del trabajo, llena de contenido la educación estética del yo. Más tarde la polis demanda del yo su incorporación a la voluntad general y un oficio especializado: «En el orden social, donde todos los puestos están marcados, cada cual debe estar educado para el suyo. Si un particular formado para un puesto se sale de él, ya no sirve para nada».[105] La propedéutica para la formación del hombre civil o ciudadano corresponde a la educación pública, que enseña a desnaturalizar al yo y a depurar su corazón de los intereses subjetivos —la voluntad particular— que anidan en él.

Ambas formas de educación, dice Rousseau, se excluyen mutuamente, porque están orientadas a fines divergentes:

 

El hombre natural es todo para sí; él es la unidad numérica, el entero absoluto, que sólo tiene relación consigo mismo o con su semejante. El hombre civil no es más que una unidad fraccionaria que depende del denominador, y cuyo valor está relacionado con el entero, que es el cuerpo social. Las buenas instituciones sociales son aquellas que mejor saben desnaturalizar al hombre, quitarle su existencia absoluta para darle una relativa, y transportar el yo a la unidad común, de suerte que cada particular ya no se crea uno sino parte de la unidad, y no sea sensible más que en el todo. Un ciudadano de Roma no era ni Cayo ni Lucio; era un romano.[106]

 

El hombre natural es un todo, un entero absoluto, una unidad numérica, pero en tanto ciudadano es una parte del todo, un valor relativo, una unidad fraccionaria. Desde la perspectiva de la teoría de los estadios, estas dos realidades rivales no son posibilidades alternativas de lo humano, sino etapas sucesivas, que corresponden, respectivamente, al estadio estético y ético, y también dos momentos simultáneos de una misma experiencia general. La experiencia de la vida es un saber sobre sí mismo y sobre el dilema existencial de ser a la vez y con igual fundamento todo y parte, valor absoluto y relativo, unidad numérica y fraccionaria. Todo yo ha de soportar dentro de sí la tensión entre los polos estético y ético, cuyo antagonismo no se resuelve nunca en una síntesis superior. Pero en Rousseau el antagonismo entre las fuerzas contrapuestas se presenta como insuperable contradicción entre ellas:

 

Aquel que en el orden civil quiere conservar la primacía de los sentimientos de la naturaleza, no sabe lo que quiere. Siempre en contradicción consigo mismo, siempre flotando entre sus inclinaciones y sus deberes, nunca será ni hombre ni ciudadano; no será bueno ni para sí ni para los demás.[107]

 

Rousseau puede distinguir en un plano teórico entre dos clases de pedagogías incompatibles, pero como el sujeto destinatario de ambas es siempre el mismo, con sus inclinaciones no menos que con sus deberes, con sus deseos tanto como con sus virtudes, esa incompatibilidad aboca, en la experiencia real, a una antropología desgarrada. Al dividir la materia en dos ensayos diferentes —Emilio y Del contrato social—, uno por cada una de las clases de educación, cada uno de ellos puede ser en su género una pieza literaria equilibrada y armoniosa, pero si hubiera intentado mostrar de forma unitaria la imagen de un yo en formación, el tratado educativo único resultante habría tenido un acento inequívocamente trágico, a tono con la contradicción del yo que se sigue de sus propios presupuestos teóricos. El Rousseau más actual, el que todavía interpela al lector de nuestro tiempo y le persuade, no se halla en los planes impracticables del educador privado o público, sino en aquellos breves pasajes de su Emilio en los que expresa su perplejidad al razonar sobre las consecuencias negativas de tratar de abarcar al mismo tiempo las dos clases de educación: ahí describe con su peculiar gran estilo la profunda escisión moderna del yo, flotante, complejo, arrastrado en direcciones opuestas, en desacuerdo consigo mismo:

 

De estas contradicciones nace la que constantemente experimentamos en nosotros mismos. Arrastrados por la naturaleza y por los hombres a rutas contrarias, forzados a repartirnos entre esos impulsos diversos, seguimos una compuesta que no nos lleva ni a una meta ni a otra. Así, combatidos y flotantes durante todo el curso de nuestra vida, la acabamos sin poder ponernos de acuerdo con nosotros y sin haber sido buenos ni para nosotros ni para los demás.[108]

 

A la luz de estos textos, Emilio y Los años de aprendizaje de Wilhelm Meister admiten una consideración conjunta. Pues ambos son ensayos de educación privada destinados a elevar al yo sobre su propia subjetividad pero sin acertar a introducirlo acto continuo en la objetividad ética del estadio siguiente, lo que, sin haberlo esperado, lo arroja al final a una tierra de nadie entre lo estético y lo ético y lo paraliza con una perplejidad que, pese a los logros conseguidos en todo el desarrollo anterior de la obra, bien puede entenderse como la última palabra de sus autores sobre el destino de su héroe. Al término del Emilio, el tutor somete a su pupilo a una dura prueba para instruirlo en la lección final. Entra en la habitación donde éste se encuentra y le anuncia que Sofía, su enamorada, ha muerto. Al oír la noticia, Emilio a punto está de enloquecer de desesperación, pero enseguida su maestro le revela que vive y que lo espera esa misma tarde. Seguidamente, le entrega una larga carta que versa justamente sobre la prueba que acaba de atravesar, la necesidad de dominar sobre las propias pasiones. Sujetar la espontaneidad del yo hasta alienarlo en el seno de la polis, ése es el sello de la auténtica eticidad. La carta contiene hermosos razonamientos que apuntan en esa dirección.

En ella[109] le dice que en su larga formación ha aprendido a superar muchas dificultades y obstáculos, pero que ahora debe vencer al mayor de los enemigos: su propio corazón. «Sabes soportar la ley de la necesidad en los males físicos, pero aún no has impuesto leyes a los apetitos de tu corazón». Quien no impera sobre sus pasiones, incurre en todos los vicios: «Dime, pues, en qué crimen se detiene el que no tiene más leyes que los deseos de su corazón, y no sabe resistirse a nada de lo que desea». De ahí el consejo: «Aprende a volverte tu propio dueño; manda en tu corazón, ¡oh, Emilio!, y serás virtuoso»; y también: «Extiende la ley de la necesidad a las cosas morales». La virtud consiste en asumir los deberes inherentes a las instituciones de la eticidad: «Al aspirar al estado de esposo y de padre, ¿habéis meditado bien sus deberes?»; «Creéis haberlo aprendido todo y aún no sabéis nada. Antes de ocupar un lugar en el orden civil, aprended a conocerlo y a saber el rango que os conviene». La virtud se asocia a una segunda muerte, moral antes que corporal: «La naturaleza no te había sojuzgado más que a una sola muerte; tú te sometes a una segunda; ya estás en situación de morir dos veces». El yo virtuoso, que muere a sí mismo, acaba tomando conciencia de la finitud de su ser: «Todo lo que afecta al hombre se resiente de su caducidad; todo es finito, todo es pasajero en la vida humana, y si el estado que nos hace felices durara sin cesar, el hábito de gozarlo nos privaría del gusto. Aunque nada cambie fuera, el corazón cambia; la felicidad nos abandona o la abandonamos nosotros». Renuncia a sí mismo, imperio sobre los deseos infinitos del corazón, virtud, deberes institucionales, posición en el orden civil, experiencia de la mortalidad del yo, conciencia de la finitud humana: toda esta constelación de conceptos sitúa a Emilio en los umbrales de la eticidad y le procura ese saber general acerca de los límites de lo humano íntimo a la experiencia de la vida:

 

No esperes de mí largos preceptos de moral, sólo tengo uno que darte, y éste comprende todos los demás. Sé hombre; retira tu corazón a los límites de tu estado. Estudia y conoce esos límites; por estrechos que sean, no somos desgraciados mientras nos encerramos en ellos; lo somos únicamente cuando queremos pasarlos; lo somos cuando en nuestros deseos insensatos ponemos en el rango de lo posible lo que no lo es. Lo somos cuando olvidamos nuestro estado de hombres para forjarnos otros imaginarios de los que siempre caemos en el propio. Los únicos bienes cuya privación cuesta son aquellos a los que se cree tener derecho. La evidente imposibilidad de obtenerlos nos aparta de ellos; los deseos sin esperanza nos atormentan.

 

El libro se cierra, sin embargo, con un incongruente repliegue estético. Tras recorrer muchos países durante un viaje de iniciación con la mira puesta en encontrar un lugar en Europa donde poder vivir feliz con su futura familia, Emilio aprende que «la libertad no está en ninguna forma de gobierno, está en el corazón del hombre libre, él la lleva consigo a todas partes». La polis pierde su virtud ético-configuradora porque la libertad anida en el interior de la subjetividad. Como culminación de su programa educativo, Emilio fija su residencia con Sofía fuera de la patria, lejos de la ciudad, en un paisaje «patriarcal y campestre», sin otro compromiso social que ser ejemplo para los demás hombres.

En 1763, sólo un año después de publicarse su tratado educativo, Rousseau empezó una novela epistolar de carácter sentimental que dejó inacabada y que se publicó póstumamente con el título de Emilio y Sofía o Los solitarios. El matrimonio ha tenido dos hijos, pero la niña murió muy pronto y buscando consuelo deciden irse con el niño a París. Allí Emilio y Sofía llevan por separado una vida frívola y disoluta y se corrompen moralmente. Sofía le confiesa que espera un hijo de otro hombre y él abandona la ciudad abatido por el dolor. Al comienzo de la segunda carta, Emilio le declara a su antiguo maestro:

 

Al romper los vínculos que me unían a mi país, los extendía a toda la tierra y me convertía tanto más en hombre cuanto más dejaba de ser ciudadano.[110]

 

La apenas esbozada peripecia de la novela confirma la incompatibilidad, sostenida en el ensayo teórico, entre las dos clases de educación: la privada para ser hombre y la pública para ser ciudadano. Emilio ha recibido una educación estético-privada y por ello fracasa en su intento de ser ciudadano de la polis. En este sentido cabe hablar de una confirmación de las tesis del tratado educativo. Pero no puede dejar de llamar la atención la rapidez y facilidad con las que se desmonta al primer viento adverso el gran edificio levantado tras veinticinco años de esfuerzos y dedicación del sabio tutor, porque Emilio bien podía haberse comportado como un simple que por su rusticidad no se adapta a la sociedad sutil de los salones parisinos, pero no se ve la necesidad de que esta criatura de la naturaleza se dé tanta prisa en envilecerse y dilapide en horas una virtud tan arduamente adquirida. En este sentido, la novela epistolar, que por un lado confirma las tesis del tratado teórico, por otro tiene algo de amplio y rotundo desmentido a su exhaustivo programa de educación estética.

Instalado en Weimar, Goethe concibió un perdurable aborrecimiento a todo ese romanticismo subjetivista que tanto contribuyó a difundir en su etapa anterior. El Goethe del clasicismo weimariano, alto funcionario, poeta épico, científico y filósofo de la renuncia, llegó a ver en la generalización del subjetivismo que entonces se extendía por todas partes un signo patente de la enfermedad cultural de su tiempo.[111] Su genio sano y vitalista no resistía bien esa tendencia decadente y le proyectaba instintivamente en dirección a una nueva objetividad. Lo que en los antiguos era un impulso innato, los modernos debían aprenderlo. De ahí la necesidad de unos años de aprendizaje.

Ante Wilhelm Meister se despliegan dos mundos. Al principio de la novela y a lo largo de sus tres primeros libros, la vocación teatral le cautiva, lo estético se apodera enteramente de su ánimo, y ansía ser «un excelente actor, el creador de un futuro teatro nacional».[112] Tras un viaje de negocios que emprende a petición de su padre, empieza a descubrir el sentido profundamente ético de la especialización social en el seno de la polis: «Por primera vez sintió lo agradable y útil que puede ser convertirse en centro de tantos oficios y necesidades»; «la urbe comercial llena de vida en la que se encontraba, que la inquietud de Laertes le impulsaba a recorrer, pues lo llevaba consigo de un lado a otro, le hizo ver claramente en qué consistía ser un centro comercial del que todo salía y al que todo afluía y ésta era la primera vez que su espíritu se había deleitado al contemplar algo así». La antes embriagadora vocación estética cede terreno ante la visión de una vida útil y productiva: «Una de ellas no me parece tan horrible ni tan magnífica la otra. Sientes un impulso interno que te induce a seguir tanto a una como a la otra y de ambos lados son muy fuertes las incitaciones externas como para que te resulte imposible decidir».[113] No se engaña sobre la naturaleza de esa especialización, sabe que entraña una alienación y una renuncia a la armonía del yo, el cual en la polis «debe trabajar y rendir, debe formarse en una profesión para hacerse necesario y se presupone que en su ser no hay armonía ni puede haberla, pues para hacerse útil en una faceta ha de desatender todas las demás».[114] Una serie de ricas experiencias le conduce en fin a la experiencia ética fundamental, la conciencia de ser un yo tan prescindible como los demás:

 

Nunca llegamos a comprender a tiempo lo prescindibles que somos en este mundo ¡Qué importantes nos creemos! Nos figuramos ser lo único que da la vida al círculo dentro del cual obramos, nos imaginamos que durante nuestra ausencia quedarán suspendidos la vida, el sustento y la respiración. Sin embargo, apenas percibido el vacío provocado por nuestra marcha, cualquier otra persona viene a llenarlo al momento, y el cambio, si no siempre es a mejor, es por algo más agradable.[115]

 

Como un nuevo Emilio, Meister se sitúa en los umbrales de la eticidad. Pero como él también, nunca los franquea. Renuncia al amor romántico y a la vocación teatral sin decidirse tampoco por un oficio práctico. Oportunamente muere su padre y el muchacho en proceso de formación hereda una fortuna que le releva de la necesidad de ganarse la vida. Ello le permite mantener inalterable su ideal estético de autorrealización: «El objetivo único de todos mis proyectos ha sido, desde mi niñez, formarme de una u otra forma tal y como soy».[116] Cuando, en una evolución normal, hubiera debido incorporarse a la economía de la polis, especializada y productiva, Meister halla refugio en una sociedad de aristócratas ilustrados que habitan palacios, la Turmgesellschaft, donde ese ideal estético no es negado por el principio de realidad, sino falsamente confirmado. Sale en buena hora del subjetivismo de partida sin entrar, empero, en la objetividad social, permaneciendo en un limbo entremedio de ambas que halla su expresión en esa pasividad y carácter vacilante del personaje en los últimos lances de la novela así como en el final abierto, tentativo y no conclusivo de ésta.

La obra que iba a mostrar el camino de formación del héroe moderno, la imagen (Bildung) del perfecto hombre-ciudadano de la Modernidad, el maestro de la vida, desemboca en una indeterminación confusa que desconcertaba al propio Goethe anciano.[117] La ausencia de clave, de foco central, impregna toda la novela de una irresolución frustrante, que de alguna manera prolonga la ambigüedad magmática del estadio estético de origen. Entran dudas de si la entera empresa educativa ha valido la pena. Al término de esos años de aprendizaje no se sabe si el héroe ha alcanzado un conocimiento superior, si ha completado su formación, si ha adquirido o no una nueva posición espiritual en el mundo, si la vida y las experiencias han logrado civilizar los sentimientos de su corazón.[118] ¿Por qué no seguir a Wilhelm en su ingreso en la polis y verlo desarrollar una función social, fundar una casa, cumplir sus deberes de ciudadano y de padre, avivar en la eticidad los rescoldos del deseo y configurar con todo ello los contornos de su individualidad mortal? En lugar de ello, vemos que la evolución vital del héroe se interrumpe y que éste no es capaz de salir de su indecisión.

La única enseñanza nítida de la novela se encierra en la siguiente sentencia: «El hombre no es feliz sino cuando ha puesto límites a sus aspiraciones incondicionadas».[119] En ella se encierra la doctrina goethiana de la renuncia, entendida no como cruenta alienación ética sino como redondeo y pulimento de la personalidad, como sometimiento de la anhelante espontaneidad estética a unas reglas cuya ausencia puede conducir al yo a los excesos, mórbidos y peligrosos, del subjetivismo romántico. Pese a todo ese desarrollo apolíneo de la novela, su conclusión refleja la estupefacción típicamente moderna del yo detenido en la encrucijada entre el estadio estético y el ético, que sufre sin comprender la invivible radicalización del dilema existencial.

 

 

La educación privada buscaba mostrar el proceso subjetivo de elevación del yo estético hacia una objetividad, la del ideal de hombre, y ponía el acento en el desarrollo de ese proceso por medio de un aprendizaje bien tutelado que debía servir para alentar el despliegue y crecimiento natural de lo que ya originalmente, aunque en potencia, residía en el interior de ese yo aún sin formar. Cuando Rousseau se aproxima a la cuestión de la educación pública, el punto de vista ha variado por completo. Nunca desarrolla el tema sistemáticamente y sólo alude a él al sesgo en el contexto de su teoría política. Defiende la tesis de que el cuerpo político se constituye cuando se establece en su seno el principio de la voluntad general, el cual debe prevalecer en todo caso sobre la voluntad particular de sus componentes. La virtud que instituye al hombre en ciudadano consiste precisamente en la acomodación a la voluntad general de los intereses y preferencias personales, como dice explícitamente en su Discurso sobre la economía política, reelaboración, publicada en 1758, de un artículo anterior para L’Encyclopédie: «¿Queréis que se cumpla la voluntad general? Haced que todas las voluntades particulares a ella se orienten; y como la virtud no es otra cosa que la conformidad de la voluntad particular a la general, lo mismo da decir solamente: haced que reine la virtud».[120] Aquel ideal de autosuficiencia, aquella invitación al recogimiento, aquel anhelo de autorrealización personal, que daban contenido al anterior programa de educación privada y a su concepto de virtud, se identifican ahora con la voluntad particular, de raíz egoísta, sobre cuya negación se edifica el Estado legítimo.[121] El pacto político en su conjunto se hace depender de la virtuosa desnaturalización de cada yo original y de la generalización de su voluntad subjetiva, que debe aprender a subordinarse a la superior objetividad ética expresada en la voluntad general.

Dada la importancia político-constitucional que concede a la virtud pública, se entiende que considere una de las principales «máximas de gobierno» una educación de los ciudadanos orientada a inculcar en sus corazones la ley del deber o, lo que es lo mismo para Rousseau, el amor a la patria. Ahora bien, quizá porque, añorando su admirada Esparta o la República romana, piense que en su tiempo ya no existen ni patria ni ciudadanos,[122] en punto a la educación pública se remite in toto al ejemplo de La República de Platón y en ningún lugar de su obra completa se detiene a analizar el proceso subjetivo que habría de seguir el yo estético para ser capaz de la alienación inherente a dicha virtud; situándose en todo momento en la altura de una objetividad social ya establecida, se limita a formular algunas observaciones sobre ésta que, pese a su carácter incidental, arrojan sin embargo intensa luz sobre el estatus ontológico del yo en el estadio ético:

 

Si por ejemplo se les ejercita desde temprana edad a no estimar su propia individualidad más que en sus relaciones con el Estado, así como a no percibir su propia existencia, por así decir, sino como parte de la del Estado, podrán llegar finalmente a identificarse con ese todo superior, a sentirse miembros de la patria, a amarla con ese exquisito sentimiento que el hombre aislado sólo consigue por su propio esfuerzo, a elevar perpetuamente su alma hacia ese gran objeto y a transformar así en sublime virtud esa peligrosa disposición de la que surgen todos los vicios.[123]

 

La virtud —identificación con el todo superior, amor a la patria y elevación del alma— supone ahora para Rousseau un ejercitarse en no estimar la individualidad en sí misma, un no percibir la propia existencia, la cual ha perdido la autonomía y la autosuficiencia que caracterizaban la educación privada de Emilio. El yo vive, en la nueva situación, una existencia meramente relativa: en relación con la polis, dice la cita, exclusivamente como parte de ella. Todo lo cual describe puntual y convenientemente el contenido del estadio ético y la experiencia de la negatividad que comporta para el yo. Porque quien vive en relación a otro, renuncia a hacerlo para sí mismo, para su espontaneidad, para sus preferencias y, negándolas, es decir, alienándose, acepta la enajenación consustancial a la eticidad de la polis. Aquí renuncia no significa ya más pactar con el mundo la integración de su intrínseca negatividad en una personalidad gozosamente autolimitada, a la manera de Emilio o Wilhelm Meister, sino la expoliación irreversible de los deseos infinitos del corazón y la dolorosa aceptación del propio ser-de-corta-vida en cuanto previo ser-para-la-polis. Quien aprende a renunciar de esta manera cruenta —«el esfuerzo del hombre aislado» mencionado en la cita—, se merece un destino entre los hombres.

Si ésta fuera la última palabra de Rousseau sobre la eticidad, la anterior fenomenología sobre los trabajos del héroe moderno no sería muy diferente de la que ha sido desarrollada en el cuerpo central de este ensayo, y la hipótesis de un Emilio instruido en la educación pública equivaldría sobre poco más o menos a la figura de un Aquiles contemporáneo. Pero pertenece al signo de los tiempos que el propio Rousseau no mantenga este equilibrado análisis al volver sobre él por segunda vez y lo corrija sólo cuatro años más tarde al componer su obra mayor, Del contrato social. Porque en su primer estudio la alienación ética del yo es, desde luego, demandada por el cuerpo político constituido sobre la voluntad general, pero esa alienación, por mucho que traslade al yo a una posición ontológica meramente relativa, deja espacio al momento estético que, subsistente incluso en la economía de la polis, se alía con el deber ético para dar forma a la individualidad más propia. En cambio, la alienación es llevada en Del contrato social a un paroxismo tan extremo, que la eticidad se torna en puro colectivismo, y el yo generalizado en pieza inane del engranaje social, sin margen para el deseo estético. El yo ha de estar preparado para anularse sin esperar nada a cambio, ni siquiera un destino mortal. Una mayor experiencia del yo y del mundo fuerza al filósofo a revisar sus postulados iniciales en una dirección que acusa visiblemente la radicalización del dilema moderno. Nada ilustra mejor este hecho que la publicación en 1762, con apenas unas semanas de diferencia y salidas de la misma pluma, de dos tratados, Emilio y Del contrato social, de intención máximamente antagónica: un ensayo de entronización metódica del yo solitario, el primero, y de drástica abstracción del yo en el nuevo totalitarismo social, el segundo.

En efecto, en los dos primeros libros de Del contrato social, presenta la voluntad general con unos rasgos que recuerdan lo que tradicionalmente se había predicado del derecho natural: es una voluntad inalienable, indivisible, siempre recta, creadora de la igualdad y justicia entre los ciudadanos; una voluntad objetiva y trascendente como una Idea platónica, que no se confunde con la voluntad de la mayoría, ni siquiera con la «voluntad de todos». Lo esencial en ella es la generalidad de su objeto: razona que «para serlo verdaderamente, debe serlo en su objeto tanto como en su esencia, que debe partir de todos para aplicarse a todos, y que pierde su rectitud natural cuando tiende a algún objeto individual y determinado».[124] Ya apunta en esta cita el presupuesto fundamental de su argumentación: la igualdad y la justicia que instituye en la polis la voluntad general exigen la eliminación de lo individual y determinado. En la voluntad general «no hay nadie que se apropie de la expresión cada uno», «el soberano conoce sólo el cuerpo de la nación y no distingue a ninguno de los que la componen».[125] La primacía del todo social tiene como lógica consecuencia para Rousseau la desaparición del ciudadano en cuanto voluntad particular, en cuanto sujeto singular, en suma, en cuanto individualidad: «Cuando digo que el objeto de las leyes es siempre general, entiendo que la ley considera a sus súbditos como corporación y a las acciones como abstractas, jamás a un hombre como individuo ni a una acción particular».[126] Todas las cláusulas del pacto social «se reducen a una sola: la enajenación total de cada asociado con todos sus derechos a toda la comunidad».[127]

El ciudadano se enajena al todo, pero no se da a nadie en particular y por ello sigue siendo libre. La abstracción del individuo garantiza la legitimidad de esta nueva forma de dominación social: «Cada uno de nosotros pone en común su persona y todo su poder bajo la suprema dirección de la voluntad general y nosotros recibimos corporativamente a cada miembro como parte indivisible del todo».[128] Nadie domina a nadie porque tras el pacto ya no subsisten entidades individuales: cada yo pierde su existencia divisible —es decir, individual— y se transforma en parte indivisible del todo; de lo que se sigue que cada ciudadano renuncia a todo su poder mientras que el demos ostenta la suprema dirección. He aquí una modalidad moderna de colectivismo social que ha sido calificada de totalitarismo democrático[129] y que, en principio, no era esperable del padre de la nueva sentimentalidad subjetiva. Porque el pacto confiere al todo político «un poder absoluto sobre todos los suyos»,[130] sobre la propiedad de cada uno de sus miembros, meros poseedores de sus propios bienes;[131] sobre su libertad, pues el derecho del Estado a ejercer coacción sobre él apenas tiene límites;[132] y aun sobre su vida, que debe considerar un «don condicional del Estado» y que éste le puede legítimamente reclamar en cualquier momento.[133]

Destaca en el ensayo la insistencia de Rousseau en la dialéctica todo-nada: el todo social, la nada individual, la necesaria conversión del yo en nada por medio de un proceso de desnaturalización:

 

Quien se atreve con la empresa de instituir un pueblo debe sentirse en condiciones de cambiar, por así decir, la naturaleza humana; de transformar cada individuo que por sí mismo es un todo perfecto y solitario, en parte de un todo mayor, del que ese individuo recibe en cierta forma su vida y su ser; de alterar la constitución del hombre para reforzarla; de sustituir por una existencia parcial y moral la existencia física e independiente que todos hemos recibido con la naturaleza.[134]

 

Y seguidamente sentencia:

 

Cada ciudadano no es nada ni puede nada sino gracias a los demás.[135]

 

¿De qué tipo de virtud será capaz un hombre reducido a una tal precariedad existencial? ¿De qué tipo de experiencia? El resultado de la educación pública ha de ser la destrucción nihilista de la personalidad y su anulación en la objetividad del bien común, desprovisto de toda virtud configuradora. El yo no aprende a experimentar allí la mortalidad sino derechamente su muerte; no la finitud sino la nada.

La forma que asume la educación pública en la obra de Goethe es «la provincia pedagógica» que el poeta se inventa en la continuación de su ciclo sobre Meister. En la novela Los años de andanzas de Wilhelm Meister (1821-1829), un anciano Goethe eleva un canto a la especialización profesional y a la utilidad y productividad social del hombre, en explícito contraste con el anterior ideal estético-humanista de autorrealización personal. «Siempre se ha considerado ventajosa y necesaria una amplia instrucción», le dice Wilhelm a Jarno, a lo que éste, variando drásticamente sus anteriores enseñanzas, contesta que es cierto, pero sólo como preparación de terreno para la necesaria especialización: «Estamos en una época de especialistas; bienaventurado el que así lo comprende y en este sentido orienta su trabajo, para su bien y el de los demás».[136] Congruentemente, los héroes de la Turmgesellschaft han abandonado su anterior diletantismo y se han aplicado a un oficio: Jarno se dedica a la minería, Philine se ha hecho costurera y el propio Wilhelm descubre su vocación de cirujano. Éste, sin embargo, dista mucho de haberse incorporado a la economía de la polis y a su división social del trabajo. Evoluciona libre por los caminos en un incesante peregrinaje, sin esposa, sin casa y la mayoría del tiempo sin hijo, envuelto en una extraña atmósfera mítica, casi onírica. Más que un especialista que ejerce su oficio en un mundo real, parece un bohemio, un ocioso turista dispensado del deber de ganarse la vida.

La Provincia Pedagógica a la que arriba Wilhelm en el Libro II de la novela y a la que confía la educación de su hijo Félix, acusa la influencia de los socialistas utópicos de la época, Sismondi, Fourier, Saint-Simon, Owen, aunque probablemente no a través de una lectura directa.[137] Cuando es llevado a presencia de las autoridades de la institución, le explican la singular organización de la Provincia. Los niños están jerarquizados, agrupados por niveles; la pertenencia a un nivel implica vestir de un color determinado y unas formalidades específicas en los gestos de saludo y respeto a sus superiores. En el momento de la visita se preparan para la recolección de las cosechas y la cría de ganado y mientras lo hacen entonan canciones alusivas al trabajo que habrán de realizar. El brusco cambio de perspectiva se manifiesta, por ejemplo, en que la enseñanza de la agricultura ha sustituido al anterior estudio de las lenguas clásicas. El ideario de las andanzas impugna y desmiente sus anteriores años de aprendizaje. La Provincia no forma individuos sino multitudes, donde el yo carente de rasgos singulares es sólo una voz que se pierde en un coro indistinto, abstracto. Esta novela, con todo, comparte con la primera del ciclo la misma falta de éxito de su programa educativo. El hijo de Wilhelm, Félix, ha pasado su infancia y juventud interno en la Provincia preparándose para ser socialmente útil mediante el dominio de un oficio aplicado, especializado y productivo. Pero el Félix que reaparece al final de la novela no es un dechado de virtud ética y de compenetración con el sentido del deber, como sería de esperar de la instrucción que ha recibido, sino un joven que ha sucumbido a la más violenta pasión romántica. Despechado por el rechazo de Herminia, de la que se ha enamorado con un ardor que recuerda el de Werther, se promete con gesto desesperado cabalgar por el mundo hasta morir. Se detiene a la ribera de un río y, a causa de un desprendimiento de tierra, jinete y caballo caen al agua. Wilhelm contempla la escena, rescata al joven, que sale de las aguas con síntomas mortales, y salva a su hijo gracias a su cirugía.

Es llamativa la reiteración, en momentos culminantes de las obras de Rousseau y Goethe, de este motivo literario del accidente acuático, evocador, en versión actualizada, de primitivos ritos de purificación bautismal. Recurren a él en La nueva Eloísa (1761) y Las afinidades electivas (1809) como ocasión para escenificar una tragedia que desencadena un cambio en la conciencia de sus protagonistas y anuncia la que éstos habrán de sufrir a continuación, que les enseña la imposibilidad de experiencia en el mundo moderno, el carácter literalmente invivible de una eticidad colectivizada en la que, por perversa paradoja, la elección de la virtud comporta la muerte instantánea del individuo.

En la novela de Rousseau, Julie y su tutor, Saint-Preux, están ardientemente enamorados, pero la joven es obligada a contraer matrimonio con el maduro señor de Wolmar. La intención de los enamorados era mantener su idilio después del matrimonio de Julie, pero ésta, al entrar en la iglesia, sintió en su alma una «revolución súbita. Parecía como si un ignorado poder dominara de pronto el desorden de mis afectos, restableciéndolos con la ley del deber y de la naturaleza».[138] Ha descubierto la virtud y, aunque no dejará de amar a Saint-Preux, renuncia al deseo y a la posesión física. La novela que hasta entonces había sido un espectáculo de pasiones desbocadas, se torna desde ese momento una apología del amor ético que funda una casa. El matrimonio tiene hijos, uno de ellos cae al lago, Julie enferma en la maniobra de rescatarlo y poco tiempo más tarde la abnegada madre muere, no sin antes escribir una última carta de despedida a su tutor: «La virtud que nos separa en la tierra, nos unirá en la morada eterna».[139] La virtud primera de la mujer enamorada que logra imperar sobre su eros, causando la separación de los amantes, se perfecciona más tarde, en un continuum virtuoso, con la virtud de la madre que arriesga su vida para salvar la de su hijo y convierte esa separación temporal en definitiva.

Destino fatal que Julie comparte con otra mujer, Ottilie, la protagonista de Las afinidades electivas. Ella y Eduard, el marido de su madre adoptiva, se aman sin poseerse. Cierta noche, tras un tierno encuentro secreto, en el que por primera vez la pareja, esperanzada, da suelta a su amor, Ottilie, a la que se le había confiado el cuidado del hijo del matrimonio, apurada por el retraso, se apresura a volver a casa por el medio más rápido y también más arriesgado, atravesando el lago en barca; ésta vuelca, el niño cae al agua y muere ahogado. Ella interpreta lo sucedido como un castigo a su pasión ilícita y decide renunciar a ella: «Me he desviado de mi camino», le dice a su madre adoptiva y rival en el amor de Eduard, «he violado mis leyes, incluso he perdido el sentimiento de ellas, y tras un terrible acontecimiento me aclaras de nuevo mi situación, que es aún más lamentable que la primera […]. Estoy decidida, como lo estuve entonces, y ahora mismo vas a saber a qué. ¡Nunca seré de Eduard!».[140] Unos días más tarde, la decisión es aún más irreversible: «Ya no precisaba violentarse. En lo más profundo de su corazón se había perdonado, con la única condición de la renuncia total».[141] Como si fuera una consecuencia natural de esta decisión virtuosa, Ottilie languidece poco a poco y entrega su vida en presencia de Eduard, ennoblecida por la virtud.

En ambos casos, por tanto, la inhibición del deseo por respeto al deber, en el ámbito de la institución ética del matrimonio, conduce, de un lado, a esa elevación del yo a la objetividad que era el fin supremo de la educación pública, al mismo tiempo que, de otro, en coherencia con la abstracción del yo característica de la polis moderna, a su irreversible, desesperada y prematura destrucción.

 

 

Está claro: no hay salida para el sujeto. Porque si permanece en el estadio estético y deja que la espontaneidad adolescente le lleve hasta los límites de la pasión, entonces incurre, como Werther, en un subjetivismo suicida. Y si, como Julie y Ottilie, renuncia por virtud a los derechos infinitos de su corazón, tampoco en este caso consigue una posición estable en este mundo. En estas circunstancias, ¿cómo aprender a ser mortal? Sólo nos cabe resignarnos a morir.

O tal vez no. Tal vez desde la época de Rousseau y Goethe la cultura haya seguido su curso y los dos polos del antiguo dilema, el sujeto y el mundo, templados por un feliz relativismo, encuentren por fin la forma de hacerse compatibles sin dejar de ser antagónicos y ahora el hombre esté en mejores condiciones de restablecer con su vida la antigua unidad de la experiencia.